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Es la de Miguel Hernández una de las figuras más atractivas de la llamada Generación del
36. Su breve trayectoria vital; su verdad de hombre, de la que fue dejando muestras en todas sus
actuaciones; su poesía, apasionada en ocasiones hasta la desesperación, serena en otras hasta el
desaliento; humana y verdadera siempre, han hecho del poeta un símbolo para las jóvenes
generaciones de las últimas décadas. Porque, de alguna manera, Miguel Hernández encarna la
figura del poeta de la libertad.
BIOGRAFÍA
SU OBRA POÉTICA
A trayectoria poética de de Miguel Hernández es vertiginosa, pues en poco más de diez años
pasa de escribir unas poesías todavía muy juveniles a quedar consagrado como uno de los líricos
más importantes de la época.
Sus primeros poemas acusan aún la presencia de los modelos que el casi adolescente poeta
imita fielmente. Es así visible el trazo modernista y la influencia de Góngora. Precisamente el estilo
gongorino define casi en exclusiva su primer libro, Perito en lunas (1933). integrado por cuarenta y
dos octavas reales, es libro conceptuoso y hermético, cuya dificultad obedece al consciente deseo de
emular la ingenuidad barroca. Dominan en él las metáforas e imágenes de impronta vanguardista.
Abundantes hipérbatos y léxico cultista revelan, asimismo, la presencia de Góngora.
El tema central de Perito en lunas se relaciona con la luna, aunque muchas veces enlaza
tangencialmente con otras realidades. No es una luna literaria, sino real, vista y sentida en el monte,
en las huertas o en las calles. Algunas octavas permiten identificar, bajo un peculiar tratamiento
metafórico, otras variantes temáticas: fuegos artificiales (VI), el alba y el gallo (XIII), el
espantapájaros (XIX), sombras danzarinas (XXIV), las cabras (XXVI), la lluvia (XXVIII), pozos
(XLI) y la chumbera (XLII). La palabra luna se repite 21 veces, además de inventar dos
neologismos: «tornaluna» (por similitud con tornasol) y la forma verbal «lunaste»… Aunque es
curioso observar cómo la palabra luna desaparece desde la octava V a la XVII. Evidentemente las
metáforas o metamorfosis muchas veces se hallan encubiertas en otros objetos similares o bajo un
nombre supuesto. En unas ocasiones la luna será jinete, en otras era, hogaza, narciso, etc. Aquí no
hay, como en Góngora, ni cíclopes ni ninfas: mitología de la tierra, cercano paisaje, historia directa
del hombre. El poeta nos recrea su propio mundo bucólico, nos habla de los frutos del campo de
Orihuela: sandía, la granada, el limón; del ganado, en la oveja; de las aves de corral como el gallo;
de la culebra y de la serpiente, de los cohetes, de las palmeras y de todo el mundo rural que percibe.
Dueño, pues, de un lenguaje poético específico y, en concreto, de un magnifico dominio de
la metáfora, sigue escribiendo poemas diversos, algunos de los cuales, de índole religiosa, dejan ver
la influencia ideológica del catolicismo conservador que dominaba en los círculos literarios de
Orihuela en los que se formó como escritor.
Sin embargo, en la capital, el recién llegado se encuentra con un rico mundo cultural y
literario que acabará por fecundar su poesía y también por orientar su ideología en sentido muy
diferente, en lo que también tienen mucho que ver, claro está, la circunstancias sociopolíticas de la
España del momento. Todo ello sucede no sin cierto vértigo y desorientación, por lo que, aun
cuando en algunos poemas no nota las huellas del Superrealismo o de la poesía de Neruda, Miguel
Hernández busca su identidad poética en, por una parte, los temas elementales de su vida y de la
naturaleza, y, por otra, en su fidelidad a la escritura literarias renacentistas y barrocas.
El rayo que no cesa reúne composiciones escritas desde 1934 y revela por ello la evolución
poética del escritor en esos años cruciales en que vive en Madrid. Por eso, conviven en la obra
rasgos todavía de la poesía del hermetismo de la época neogongorina de Perito en luna con otros
que muestran los nuevos derroteros de la lírica de Miguel. Es ahora crucial el descubrimiento del
amor, un amor visto como fuerza primitiva con acento de orgullo varonil y campesino. Pero la
expresión de un erotismo más desinhibido -e incluso de la implícita apelación sexual- se conjuga
con la presencia del elemento religioso, como léxico de origen bíblico (barro, polvo, vientre...), que
se transforma ( igual que ocurría con el léxico profano en la poesía de Juan de la Cruz o en el
mismo Cantar de los Cantares, pero aquí a la inversa) para expresar el amor vital y desgarrado.
Pero el vitalismo amoroso que brota ahora de sus versos pone a su servicio toda una técnica
(anáfora, correlaciones, plurimembraciones, metáforas, etc.) que en muchos textos de su primera
época parecía un mero ejercicio de brillante virtuosismo poético. Se produce, por tanto, como en
tantos poetas durante los años treinta, una reumanización de la lírica. El amor ahora, además de
convención literaria heredada , es expresión de una pasión interior no exenta de angustia y dolor e
incluso de presentimientos de muerte. Pero por encima de esas sombras, el poeta se reafirma en la
existencia a través de su integración en el cosmos por medio de un amor elemental que lo aproxima
a la Naturaleza.
La impureza poética, ya evidente en El rayo que no cesa, se acentúa en la poesía compuesta
durante la Guerra Civil. Es la hora de una poesía abiertamente comprometida en la que el
protagonismo poético pasa del yo del artista al nosotros de la colectividad de la que precisamente
surge el poeta.
Viento del pueblo se abre con una “Elegía primera” dedicada “A Federico Gracía Lorca,
poeta”, en recuerdo del poeta asesinado, y continúa con un conjunto de composiciones en las que
abundan las de tono épico y combativo, sin que falten intensos poemas de amor como la “Canción
del esposo soldado”. En Viento del pueblo alternan las formas octosilábicas populares (sobre todo
romances) con las composiciones en versos largos, lentos e incluso solemnes (preferentemente
alejandrinos), en los cuales encuentra un amplio y rotundo cauce expresivo. Ambas tendencias
formales eran perfectamente compatibles.
Su segundo libro del periodo de la guerra es El hombre que acecha. Los dolores de la
prolongada contienda bélica y el presentimiento de la derrota cargan de pesadumbre estos versos, en
los que el poeta se expresa de forma cada vez más personal, casi eliminando el afán de mimetismo
poético que guiaba sus composiciones anteriores a la guerra. Reaparece, no obstante, el desengaño
de los poemas de sus primeros libros, pero lo que entonces era deuda del tópico barroco, es ahora
cruda experiencia vital. El tono, por consiguiente, se torna más meditativo, e incluso por momentos
desalentado y amargo, aunque el poeta clama porque no desaparezca por completo la posibilidad de
un futuro mejor.: “Dejadme la esperanza” es, significativamente, el último verso de El hombre
acecha. La frustración que recorre estos poemas anuncia la voz decepcionada, solitaria y torturada
característica de su última poesía.
Su último libro, Cancionero y romancero de ausencias, reúne más de un centenar de
composiciones escritas entre 1938 y 1941, la mayor parte ya en prisión. Abundan en ellas las que
insisten en las consecuencias de la guerra y en su propia situación de prisionero, y también las más
íntimas dedicadas a la muerte de su primer hijo o al siguiente casi recién nacido, así como a su
mujer, a la que sabe viviendo el duro trago de la posguerra de los vencidos. Pero no son en modo
alguno poemas circunstanciales, pues tras la anécdota biográfica se expresa con inusual intensidad
la angustia existencial de quien se encuentra ante el límite de la nada. Las metáforas se han reducido
sensiblemente a la busca de una expresión directa y esencial. Pero la aparente espontaneidad y
sencillez no es más que una sabia depuración de un poeta en pleno dominio de la forma, que
aprovecha paralelismos y correlaciones propios de la lírica tradicional para dar el ritmo y
musicalidad precisos al estilo sobrio y escueto de unos versos densos y concentrados.
Juan Cano Ballesta hace referencia a tres temas predominantes en la poesía de Hernández: el
amor, la vida y la muerte. Pero el amor lo abarca todo: apasionado e inquieto, cuando piensa en su
novia; fraternal y generoso, cuando recuerda a sus amigos (nótese el número de poemas dedicados a
éstos que hay en sus libros: a Ramón Sijé, a García Lorca, a Neruda, a Aleixandre, a tantos otros);
panteísta, cuando se dirige a la naturaleza; solidario, cuando a las gentes del pueblo, etc.
El rayo que no cesa consta de: 1 poema («Un carnívoro cuchillo») de 9 cuartetas
octosilábicas que riman abab; un poema («Me llamo barro…») de 58 endecasílabos y 3
heptasílabos (por tanto, una especie de canción o silva); dos elegías en tercetos, rematados por un
serventesio; y 27 sonetos con esta ordenación de rimas: ABBA ABBA CDE CDE.
Los sonetos evidencian el sometimiento a la disciplina del metro y a la depurada estructura
del endecasílabo, con una expresividad llena de “corazón desmesurado”, intensos, y una unidad: la
de rayo que, a martillazos, como el de una fragua (volcán primigenio, región volcánica del toro) se
funde en dolor de un penar amoroso, es una voz original y su acento es bronco, violento, hondísimo,
porque es un grito desesperado de amor desgarrado y rendido por el desengaño como el toro
burlado y el perro sumiso, que como el propio rayo, el poeta lanza desafiantes bramidos y cornadas
contra todo lo que le rodea y le impide ser un ser amado en su soledad interior de niño grande.
Hemos de entender que el soneto es como un encajonamiento para el poeta, un espacio
geométrico o caja reducida que ha de llenar con su mensaje, que cuando la información o tiempo
enunciativo es extenso lo más apropiado es la yuxtaposición y los conceptos, aunque aparezcan
abstractos porque como sabemos la yuxtaposición es un modo de relación discursiva de adición
acumulativa, sin que tenga que existir una relación lógica.
Además de haber sido Ramón Sijé un valioso tutor en la formación literaria del joven
Miguel Hernández, fue uno de los íntimos amigos con quien el poeta compartió horas inolvidables.
No es de extrañar, pues, que la inesperada muerte de Sijé le produjera un hondo y sincero dolor.
Fruto de tal sentimiento es la «Elegía» que Hernández dedicó a su amigo muerto; elegía que es un
tributo conmovedor a la amistad y, al mismo tiempo, uno de los poemas más logrados de la lírica
hernandiana. La emoción profunda y desgarradora que embargó al poeta a la muerte del amigo,
supo transformarla en un poema de equilibrada belleza.
Sijé murió en la Nochebuena de 1935, y Hernández se enteró a través de Vicente Aleixandre
quien, a su vez, había leído la noticia en un periódico. La «Elegía» lleva fecha de 10 de enero de
1936 y se publicó en la «Revista de Occidente» de diciembre de 1935, entrega que apareció, con
toda probabilidad, en la segunda mitad de enero de 1936. De modo que no cabe duda respecto a su
carácter externo y posterior a El rayo que no cesa. Y, sin embargo, guarda una estrecha relación con
ese libro. En esto, como en otras cosas, la «Elegía» denota fuertes contradicciones. Su base
biográfica descansa en una promesa recíproca establecida como un pacto entre Sijé y Hernández:
según el testimonio del hermano del poeta, Vicente: “Miguel y Sijé se habían jurado, inclusive, que
si uno de ellos llegaba a morir, el otro debería cavar la tumba del amigo desaparecido” […] Cuando
llegó, Sijé ya había sido enterrado. Miguel, furioso, pretendió desenterrar a su amigo y cavarle la
nueva sepultura. Nos costó muchísimo disuadirlo de cumplir su proyecto».
La “Elegía “ se compone de 15 tercetos y un serventesio final. La lectura cuidadosa del
poema nos deja entrever tres estados de ánimo íntimamente relacionados y que, por comodidad
expositiva, denominaremos como sigue: