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“ELEGÍA A RAMÓN SIJÉ” de MIGUEL HERNÁNDEZ

Yo quiero ser llorando el hortelano


de la tierra que ocupas y estercolas, Quiero escarbar la tierra con los dientes,
compañero del alma, tan temprano. quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento, Quiero minar la tierra hasta encontrarte
a las desalentadas amapolas y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado, Volverás a mi huerto y a mi higuera:
que por doler me duele hasta el aliento. por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida, de angelicales ceras y labores.
un empujón brutal te ha derribado. V olverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos Alegrarás la sombra de mis cejas,
y siento más tu muerte que mi vida. y tu sangre se irán a cada lado
disputando tu novia y las abejas.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo Tu corazón, ya terciopelo ajado,
voy de mi corazón a mis asuntos. llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada, A las aladas almas de las rosas
temprano estás rodando por el suelo. del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
No perdono a la muerte enamorada, compañero del alma, compañero.
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta Miguel Hernández


de piedras, rayos y hachas estridentes (10 de enero de 1936)
sedienta de catástrofes y hambrienta.
INTRODUCCIÓN

Es la de Miguel Hernández una de las figuras más atractivas de la llamada Generación del
36. Su breve trayectoria vital; su verdad de hombre, de la que fue dejando muestras en todas sus
actuaciones; su poesía, apasionada en ocasiones hasta la desesperación, serena en otras hasta el
desaliento; humana y verdadera siempre, han hecho del poeta un símbolo para las jóvenes
generaciones de las últimas décadas. Porque, de alguna manera, Miguel Hernández encarna la
figura del poeta de la libertad.

Su mundo poético —como el de todo poeta verdadero— es un mundo transfigurado. Así,


toda su obra no es más que la transformación poética de ásperas, fuertes y extremadas realidades.
Todas sus vivencias, desde las de pastor adolescente hasta las de preso condenado a la última pena,
se convierten en poesía por el milagro de una intuición lírica, purísima y precoz en sus primeras
composiciones, y madurada después por el dolor y la muerte.

Apasionado y reflexivo, espontáneo y retórico, mimético y original, se entrega a su obra de


poeta como reflejo verdadero de su propia existencia, que intuyó desde siempre amenazada. Pero
también por las heridas de su pueblo, de las causadas en su alma de hombre del pueblo por la
traición y el crimen. Su concepción solidaria de la vida queda plenamente reflejada en su obra, y
quizás tan claramente en sus sonetos de El rayo que no cesa como en su posterior poesía, donde los
temas y su tratamiento conllevan más interpretaciones para considerarlo así. Es, pues, una figura
“romántica”, en el sentido de que lucha desesperadamente a favor del amor, de la justicia y de la
libertad; es decir, en defensa del hombre.

BIOGRAFÍA

Miguel Hernández nació en Orihuela en 1910 en un medio humilde. Pronto se ve forzado a


abandonar los estudios, por lo que a diferencia de casi todos los poetas del 27 carece de una
formación ortodoxamente académica. Aún adolescente, escribe ya sus primeros versos. El deseo de
abrirse camino en el mundo literario lo lleva todavía muy joven a Madrid a finales de 1931. Pero no
consigue hacerse un hueco en la vida cultural y regresa a su tierra, pero influenciado de la metáfora
y la métrica barroca. En el 34 vuelve y su estancia resulta más fecunda. En poco tiempo fue un
poeta muy conocido y estimado. Entabla relación con varios poetas de la época: Vicente Aleixandre,
Pablo Neruda.
En 1936 se afilió al Partido Comunista y durante los años de la Guerra Civil participó en la
lucha a favor de la República. Al final de la guerra, intentó refugiarse en Portugal, pero lo apresan y
fue condenado a muerte. Le conmutan la pena por treinta años de prisión. Murió de tuberculosis en
la prisión de Alicante en 1942.

SU OBRA POÉTICA

A trayectoria poética de de Miguel Hernández es vertiginosa, pues en poco más de diez años
pasa de escribir unas poesías todavía muy juveniles a quedar consagrado como uno de los líricos
más importantes de la época.
Sus primeros poemas acusan aún la presencia de los modelos que el casi adolescente poeta
imita fielmente. Es así visible el trazo modernista y la influencia de Góngora. Precisamente el estilo
gongorino define casi en exclusiva su primer libro, Perito en lunas (1933). integrado por cuarenta y
dos octavas reales, es libro conceptuoso y hermético, cuya dificultad obedece al consciente deseo de
emular la ingenuidad barroca. Dominan en él las metáforas e imágenes de impronta vanguardista.
Abundantes hipérbatos y léxico cultista revelan, asimismo, la presencia de Góngora.
El tema central de Perito en lunas se relaciona con la luna, aunque muchas veces enlaza
tangencialmente con otras realidades. No es una luna literaria, sino real, vista y sentida en el monte,
en las huertas o en las calles. Algunas octavas permiten identificar, bajo un peculiar tratamiento
metafórico, otras variantes temáticas: fuegos artificiales (VI), el alba y el gallo (XIII), el
espantapájaros (XIX), sombras danzarinas (XXIV), las cabras (XXVI), la lluvia (XXVIII), pozos
(XLI) y la chumbera (XLII). La palabra luna se repite 21 veces, además de inventar dos
neologismos: «tornaluna» (por similitud con tornasol) y la forma verbal «lunaste»… Aunque es
curioso observar cómo la palabra luna desaparece desde la octava V a la XVII. Evidentemente las
metáforas o metamorfosis muchas veces se hallan encubiertas en otros objetos similares o bajo un
nombre supuesto. En unas ocasiones la luna será jinete, en otras era, hogaza, narciso, etc. Aquí no
hay, como en Góngora, ni cíclopes ni ninfas: mitología de la tierra, cercano paisaje, historia directa
del hombre. El poeta nos recrea su propio mundo bucólico, nos habla de los frutos del campo de
Orihuela: sandía, la granada, el limón; del ganado, en la oveja; de las aves de corral como el gallo;
de la culebra y de la serpiente, de los cohetes, de las palmeras y de todo el mundo rural que percibe.
Dueño, pues, de un lenguaje poético específico y, en concreto, de un magnifico dominio de
la metáfora, sigue escribiendo poemas diversos, algunos de los cuales, de índole religiosa, dejan ver
la influencia ideológica del catolicismo conservador que dominaba en los círculos literarios de
Orihuela en los que se formó como escritor.
Sin embargo, en la capital, el recién llegado se encuentra con un rico mundo cultural y
literario que acabará por fecundar su poesía y también por orientar su ideología en sentido muy
diferente, en lo que también tienen mucho que ver, claro está, la circunstancias sociopolíticas de la
España del momento. Todo ello sucede no sin cierto vértigo y desorientación, por lo que, aun
cuando en algunos poemas no nota las huellas del Superrealismo o de la poesía de Neruda, Miguel
Hernández busca su identidad poética en, por una parte, los temas elementales de su vida y de la
naturaleza, y, por otra, en su fidelidad a la escritura literarias renacentistas y barrocas.
El rayo que no cesa reúne composiciones escritas desde 1934 y revela por ello la evolución
poética del escritor en esos años cruciales en que vive en Madrid. Por eso, conviven en la obra
rasgos todavía de la poesía del hermetismo de la época neogongorina de Perito en luna con otros
que muestran los nuevos derroteros de la lírica de Miguel. Es ahora crucial el descubrimiento del
amor, un amor visto como fuerza primitiva con acento de orgullo varonil y campesino. Pero la
expresión de un erotismo más desinhibido -e incluso de la implícita apelación sexual- se conjuga
con la presencia del elemento religioso, como léxico de origen bíblico (barro, polvo, vientre...), que
se transforma ( igual que ocurría con el léxico profano en la poesía de Juan de la Cruz o en el
mismo Cantar de los Cantares, pero aquí a la inversa) para expresar el amor vital y desgarrado.
Pero el vitalismo amoroso que brota ahora de sus versos pone a su servicio toda una técnica
(anáfora, correlaciones, plurimembraciones, metáforas, etc.) que en muchos textos de su primera
época parecía un mero ejercicio de brillante virtuosismo poético. Se produce, por tanto, como en
tantos poetas durante los años treinta, una reumanización de la lírica. El amor ahora, además de
convención literaria heredada , es expresión de una pasión interior no exenta de angustia y dolor e
incluso de presentimientos de muerte. Pero por encima de esas sombras, el poeta se reafirma en la
existencia a través de su integración en el cosmos por medio de un amor elemental que lo aproxima
a la Naturaleza.
La impureza poética, ya evidente en El rayo que no cesa, se acentúa en la poesía compuesta
durante la Guerra Civil. Es la hora de una poesía abiertamente comprometida en la que el
protagonismo poético pasa del yo del artista al nosotros de la colectividad de la que precisamente
surge el poeta.
Viento del pueblo se abre con una “Elegía primera” dedicada “A Federico Gracía Lorca,
poeta”, en recuerdo del poeta asesinado, y continúa con un conjunto de composiciones en las que
abundan las de tono épico y combativo, sin que falten intensos poemas de amor como la “Canción
del esposo soldado”. En Viento del pueblo alternan las formas octosilábicas populares (sobre todo
romances) con las composiciones en versos largos, lentos e incluso solemnes (preferentemente
alejandrinos), en los cuales encuentra un amplio y rotundo cauce expresivo. Ambas tendencias
formales eran perfectamente compatibles.
Su segundo libro del periodo de la guerra es El hombre que acecha. Los dolores de la
prolongada contienda bélica y el presentimiento de la derrota cargan de pesadumbre estos versos, en
los que el poeta se expresa de forma cada vez más personal, casi eliminando el afán de mimetismo
poético que guiaba sus composiciones anteriores a la guerra. Reaparece, no obstante, el desengaño
de los poemas de sus primeros libros, pero lo que entonces era deuda del tópico barroco, es ahora
cruda experiencia vital. El tono, por consiguiente, se torna más meditativo, e incluso por momentos
desalentado y amargo, aunque el poeta clama porque no desaparezca por completo la posibilidad de
un futuro mejor.: “Dejadme la esperanza” es, significativamente, el último verso de El hombre
acecha. La frustración que recorre estos poemas anuncia la voz decepcionada, solitaria y torturada
característica de su última poesía.
Su último libro, Cancionero y romancero de ausencias, reúne más de un centenar de
composiciones escritas entre 1938 y 1941, la mayor parte ya en prisión. Abundan en ellas las que
insisten en las consecuencias de la guerra y en su propia situación de prisionero, y también las más
íntimas dedicadas a la muerte de su primer hijo o al siguiente casi recién nacido, así como a su
mujer, a la que sabe viviendo el duro trago de la posguerra de los vencidos. Pero no son en modo
alguno poemas circunstanciales, pues tras la anécdota biográfica se expresa con inusual intensidad
la angustia existencial de quien se encuentra ante el límite de la nada. Las metáforas se han reducido
sensiblemente a la busca de una expresión directa y esencial. Pero la aparente espontaneidad y
sencillez no es más que una sabia depuración de un poeta en pleno dominio de la forma, que
aprovecha paralelismos y correlaciones propios de la lírica tradicional para dar el ritmo y
musicalidad precisos al estilo sobrio y escueto de unos versos densos y concentrados.

EL RAYO QUE NO CESA (1936)


El rayo que no cesa, compuesto entre 1934 y 1935, fue publicado en enero de 1936. Lo
conforman 31 composiciones: 27 sonetos (en rima ABBA ABBA CDE CDE), dos poemas (el
primer poema del libro, «Un carnívoro cuchillo», de 9 cuartetas octosilábicas que riman abab; y un
poema central, «Me llamo barro…», en forma de silva endecasílaba en el que se insertan también
alejandrinos y pentasílabos) y dos elegías (la dedicada a Samón Sijé y la dedicada a la novia de éste,
Josefina Fenoll).
Fue editado en la colección Héroes de Madrid, por el matrimonio Altolaguirre. Son poemas
de amor y desamor, desesperados, algunos de sutil y sugerente erotismo, como el conocido «Me
llamo barro aunque Miguel me llame», donde magistralmente el poeta se metamorfosea bien en
barro, en lengua, amapolas, gavilán etc., con tal de conseguir tocar a la amada aunque sea por el
tacón de su zapatos, otras veces por el talón del pie.
El tono trágico o dolorido preside el libro desde el poema que lo abre, «Un carnívoro
cuchillo…», escrito entre 1934 y 1935. Describe una lucha constante, en la que el yo lírico pelea
contra la fatalidad con actitud combativa y vital. Expresa el amor humano, visto como destino
trágico y presiente la muerte como algo inminente (“se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi
fotografía). Su motivo central es, pues, la amenaza constante de un destino trágico y violento.
Sin embargo, es también una obra colorista que sigue los preceptos impresionistas por su
enfoque sensorial: luz, color, aromas, sonidos e impresiones visuales, con un dinamismo que recoge
el espíritu mediterráneo-campesino hasta lograr una apoteosis de sensualidad exuberante
marcadamente rurales y marinas, que nos recuerdan a los alicantinos Gabriel Miró o Azorín. O las
influencias de los postulados estéticos pictóricos de la «Escuela de Vallecas» en el sentido más
representativo de la naturaleza y la humanización de los objetos más vulgares.
Como fuentes literarias inspiradoras se reconocen en esta obra coincidencias con los sonetos
de Lope de Vega, Góngora, Garcilaso y Quevedo, además de de la influencia del surrealismo de
Vicente Aleixandre en La destrucción o el amor, y la llamada «poesía impura» de Pablo Neruda,
cónsul de Chile en España y ya reconocido poeta.
Simplificando mucho, podemos decir que este libro, que lo lanzaría a la fama, es el
resultado de dos crisis: una amorosa y otra ideológica y poética. Los poemas están marcados por
la influencia positiva de su segundo viaje a Madrid. Tres de los poemas amorosos dedicados están
dedicados a su novia Josefina Manresa, el resto de los referentes a este tema (a raíz de una ruptura
provisional con Josefina) a dos mujeres que representan polos opuestos: Maruja Mallo y María
Cegarra.
Este libro, con cierto surrealismo aleixandrino y nerudiano, es el que lo encumbran a la
fama. Así, El rayo que no cesa sería una conjunción de todo un caudal trágico y amoroso. Este
hecho evidencia la disciplina depuradora a que el poeta ha sometido su facilidad expresiva. Si
comparamos los sonetos de ambas versiones, notamos que las modificaciones advertidas en El rayo
que no cesa mejoran siempre o casi siempre el texto del que proceden. Por ejemplo, evita obvias
repeticiones, versos duros, y elimina sonetos enteros. Diez de los sonetos de El silbo vulnerado —
los más excelentes, sin duda— son seleccionados por el poeta, íntegros o con variantes, para formar
parte de El rayo que no cesa, en su tercera y definitiva versión de todo un caudal trágico y
amoroso. Este hecho evidencia la disciplina depuradora a que el poeta ha sometido su facilidad
expresiva. Tras conocer la poesía “impura” de Neruda y Aleixandre, se vuelve barroco y surrealista.
Algunos de estos sonetos son de lo mejor que se han escrito en lengua castellana.
Sobre el distanciamiento ideológico y estético con Ramón Sijé, parece que está motivado
por los reproches de éste hacia su acercamiento a las personas y principios estéticos de sus nuevas
amistades y de su alejamiento de todo lo que Sijé significaba: catolicismo, mimetismo con los
grandes poetas del Siglo de Oro y conservadurismo político.
Este cambio ideológico, su ruptura con el pensamiento religioso de Ramón Sijé,
experimenta también un cambio formal que se refleja en los poemas libres: «Un carnívoro
cuchillo…»; «Me llamo barro…» y en las «Elegías» a Ramón Sijé y a la novia de éste, influido por
sus nuevas amistades madrileñas, los sonetos predecesores sufren pequeñas ariaciones, y añade 14
sonetos nuevos. Estos últimos fueron surgiendo entre 1934 y 1935 en que Miguel Hernández reside
fundamentalmente en Madrid, con algunos frecuentes viajes a Orihuela. Son momentos de graves
convulsiones sociales y políticas que afectan hondamente al joven poeta y provocan una crisis total
de personalidad.
En El rayo que no cesa no se despoja de la fuerza imprecatoria quevediana y, más bien, la
intensifica. De ella se inviste cuando se lanza a blandir su rayo, a desbordar su sangre a martillazos.
El acento es bronco, violento, hondísimo. Vemos ya al poeta personal de cuerpo entero: desesperado
de amor, desgarrado, rendido… y también desafiante, bramando como un toro apocalíptico o como
un río furioso y exasperado. La obra es un tremendo estallido de pasión, pero que sabe ordenarse en
poemas formalmente perfectos. Inspiración y maestría técnica convierten este libro en una obra
logradísima que consagraría a su autor y le haría merecedor de elogios de poetas y críticos.
Utiliza abundantes metáforas, símiles e imágenes, comenzando por el símbolo del cuchillo (destino
violento) que se enriquece en relación con otros símbolos. Al contrario que la mayoría de los
poemas del libro, nos encontramos con versos de arte menor: nueve redondillas, de versos
octosílabos, con rima consonante alterna (abab).
Desde el título y dedicatoria hasta el último verso, se nos revela un hondo y poderoso
sentimiento de amor que riega la más profunda raíz del libro, unido a una consciencia no menos
honda del dolor. También la soledad y la pena vibran a la par de un modo irreprimible, pero se
subordinan a aquel sentimiento. Una intensa tonalidad dramática, llena de patetismo, ensombrece la
deslumbrante belleza de algunos sonetos y la dulce melancolía de otros. Desolada tristeza, presagios
de muerte y aun la misma muerte cruzan por muchos endecasílabos en los que, por otra parte,
alienta un sentido dionisíaco de la vida y una concepción sensual del amor. Y no es éste un amor
resignado, pues a menudo se encrespa de ira colérica, atormentado por un insaciable ímpetu que
casi sobrepasa los límites de lo humano. Es desafiante, rebelde, alucinado, destructor. Mas hay
ocasiones en que el sufrir del poeta enamorado se reviste de una suave mansedumbre o de una
gravedad meditativa, empapada de presentimientos y agonías, nacida al calor de una pasión trágica,
profundamente humana. La violenta tensión creadora que sostiene todo el libro brota del abrasado
corazón del hombre y del poeta. La intuición lírica se desata y, a la vez, se doma en sonetos de
impecable factura, en los cuales estalla una magia verbal que deslumbra y raras veces decae.

Juan Cano Ballesta hace referencia a tres temas predominantes en la poesía de Hernández: el
amor, la vida y la muerte. Pero el amor lo abarca todo: apasionado e inquieto, cuando piensa en su
novia; fraternal y generoso, cuando recuerda a sus amigos (nótese el número de poemas dedicados a
éstos que hay en sus libros: a Ramón Sijé, a García Lorca, a Neruda, a Aleixandre, a tantos otros);
panteísta, cuando se dirige a la naturaleza; solidario, cuando a las gentes del pueblo, etc.
El rayo que no cesa consta de: 1 poema («Un carnívoro cuchillo») de 9 cuartetas
octosilábicas que riman abab; un poema («Me llamo barro…») de 58 endecasílabos y 3
heptasílabos (por tanto, una especie de canción o silva); dos elegías en tercetos, rematados por un
serventesio; y 27 sonetos con esta ordenación de rimas: ABBA ABBA CDE CDE.
Los sonetos evidencian el sometimiento a la disciplina del metro y a la depurada estructura
del endecasílabo, con una expresividad llena de “corazón desmesurado”, intensos, y una unidad: la
de rayo que, a martillazos, como el de una fragua (volcán primigenio, región volcánica del toro) se
funde en dolor de un penar amoroso, es una voz original y su acento es bronco, violento, hondísimo,
porque es un grito desesperado de amor desgarrado y rendido por el desengaño como el toro
burlado y el perro sumiso, que como el propio rayo, el poeta lanza desafiantes bramidos y cornadas
contra todo lo que le rodea y le impide ser un ser amado en su soledad interior de niño grande.
Hemos de entender que el soneto es como un encajonamiento para el poeta, un espacio
geométrico o caja reducida que ha de llenar con su mensaje, que cuando la información o tiempo
enunciativo es extenso lo más apropiado es la yuxtaposición y los conceptos, aunque aparezcan
abstractos porque como sabemos la yuxtaposición es un modo de relación discursiva de adición
acumulativa, sin que tenga que existir una relación lógica.

“ELEGÍA A RAMÓN SIJÉ”

Además de haber sido Ramón Sijé un valioso tutor en la formación literaria del joven
Miguel Hernández, fue uno de los íntimos amigos con quien el poeta compartió horas inolvidables.
No es de extrañar, pues, que la inesperada muerte de Sijé le produjera un hondo y sincero dolor.
Fruto de tal sentimiento es la «Elegía» que Hernández dedicó a su amigo muerto; elegía que es un
tributo conmovedor a la amistad y, al mismo tiempo, uno de los poemas más logrados de la lírica
hernandiana. La emoción profunda y desgarradora que embargó al poeta a la muerte del amigo,
supo transformarla en un poema de equilibrada belleza.
Sijé murió en la Nochebuena de 1935, y Hernández se enteró a través de Vicente Aleixandre
quien, a su vez, había leído la noticia en un periódico. La «Elegía» lleva fecha de 10 de enero de
1936 y se publicó en la «Revista de Occidente» de diciembre de 1935, entrega que apareció, con
toda probabilidad, en la segunda mitad de enero de 1936. De modo que no cabe duda respecto a su
carácter externo y posterior a El rayo que no cesa. Y, sin embargo, guarda una estrecha relación con
ese libro. En esto, como en otras cosas, la «Elegía» denota fuertes contradicciones. Su base
biográfica descansa en una promesa recíproca establecida como un pacto entre Sijé y Hernández:
según el testimonio del hermano del poeta, Vicente: “Miguel y Sijé se habían jurado, inclusive, que
si uno de ellos llegaba a morir, el otro debería cavar la tumba del amigo desaparecido” […] Cuando
llegó, Sijé ya había sido enterrado. Miguel, furioso, pretendió desenterrar a su amigo y cavarle la
nueva sepultura. Nos costó muchísimo disuadirlo de cumplir su proyecto».
La “Elegía “ se compone de 15 tercetos y un serventesio final. La lectura cuidadosa del
poema nos deja entrever tres estados de ánimo íntimamente relacionados y que, por comodidad
expositiva, denominaremos como sigue:

a) de aceptación, tercetos del 1 al 7;

b) de rebelión, tercetos del 8 al 12, y

c) de sublimación, tercetos del 13 al 16.


Cabe decir que estos tres estados anímicos reflejan la transformación que se opera en el
poema.
A) El poema comienza con la lamentación de Miguel Hernández que —hortelano fiel—
llora sobre la tumba del amigo. El sentimiento de estos tres primeros tercetos es de una intensa
desolación, controlada por el grave fluir del verso. Un tono de resignada tristeza prevalece en esta
primera parte del poema:
Yo quiero ser, llorando, el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
Se nota desde el principio de la «Elegía» un dinamismo que corresponde a la realidad de que
habla el poeta. El amigo yace no inmóvil, sino. en un estado de transformación que, naturalmente,
corresponde a esa realidad bien conocida por el hombre. Ramón Sijé que en el primer terceto
«estercola» la tierra, se diluirá en ella hasta formar parte de las flores, los árboles, el huerto. Y el
poeta asistirá a esta transformación intensamente conmovido:
Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento.
Estos siete primeros versos constituyen una introducción todavía resignada en que se
representa al amigo bajo la forma más noble que cabe a un despojo humano: estercolar la tierra. La
fusión con lo telúrico se idealiza: «A las desalentadas amapolas / daré tu corazón por alimento». El
amigo ya no «estercola» la tierra, sino que su corazón se funde con el rojo desconsolado de las
amapolas. Esta presencia del color rojo como sinónimo de vida que se escapa y de violencia física,
se ve reforzada por los versos en que el poeta alude al dolor: “tanto dolor se agrupa en mi costado /
que por doler me duele hasta el aliento”. La aliteración de estos versos es doblemente adecuada
porque, a la par que adelgaza el dolor haciéndolo más hiriente, es como un eco de ese proceso de
fusión a que el poeta alude.
B) Pero en el verso 8 se inicia un nuevo tono, en una transición marcada con cierta
brusquedad por el encabalgamiento del segundo terceto sobre el tercero. La imagen del amigo
diluyéndose en la tierra persiste, si bien no tan crudamente como en el segundo verso del primer
terceto:
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.
Asimismo, es especialmente apropiado el recurso de la aliteración como fondo y contraste
de la estrofa que sigue:
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
El poeta expone su dolor con una intensidad que refleja la aglomeración de sujetos para un
solo verbo y el paso de la materia verbal de lo volitivo o futurible («quiero ser», «daré») al presente
(«se agrupa», «me duele.), tiempo este último que subraya la duración del dolor. Es de notar
también que el único verbo que aparece en la estrofa citada es un participio, cuyo significado no
puede estar en mayor consonancia con la idea que expresa el poeta. Por otra parte, este terceto tiene
un valor funcional dentro del poema porque, precisamente, son estos tres versos los que dan el
primer chispazo de rebelión del poeta.
Las estrofas siguientes sirven de preparación para el grito que sacudirá todo el poema y que
no es otra cosa sino el clímax de una emoción que Hernández ha tratado inútilmente de contener y
que culmina en la dantesca imagen que nos presenta al poeta caminando por «entre rastrojos de
difuntos».
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos,
y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.
El vacío que el poeta siente ante la desaparición del amigo se torna en rebeldía, en una
imprecación a la muerte, tramo preceptivo en casi todas las elegías. En esos versos hay un refuerzo
de lo temporal como fugacidad adversa y prematura, al poner el verbo en pasado, apuntalándolo con
la repetición del «temprano» y «madrugó la madrugada»:
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
El uso de la anáfora y el empleo de los verbos en pretérito aumentan la tensión que explota,
más adelante, en unos versos estruendosos, desgarradores:
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
Estos versos marcan el estado emocional de rebelión ante lo inexorable de la muerte. El tono
doloroso —aunque resignado—, de los primeros tercetos se ha tornado en rebeldía y desesperación.
El lenguaje aquí, como en el resto del poema, es fiel reflejo de los varios estados emotivos por los
que pasa el poeta. Contenido y expresión se funden. Se diría que la belleza formal del poema sirve
para contener el sentimiento que amenaza con desbordarse. La relativa rigidez de la forma métrica
usada (tercetos endecasílabos de rima encadenada), actúa como una rienda reguladora de la
emotividad del poeta.
El primero de los versos que se acaba de citar más arriba, continúa esa marcha hacia la
desesperación que comienza en el séptimo terceto y culmina en el undécimo con el deseo ferviente
de rescatar a Sijé de la muerte. Predomina la construcción binaria: «no perdono a la tierra ni a la
nada», «sedienta de catástrofes y hambrienta», «a dentelladas secas y calientes»… para culminar en
«y desamordazarte y regresarte», con un golpe de efecto similar al de los «rastrojos de difuntos». La
repetición de la copulativa y el pronombre, convirtiendo en transitivo a «regresar», potencia
ostensiblemente ese binarismo, más diluido en «encontrarte y besarte» en su función preparatoria
para la transgresión de la norma lingüística («regresarte»). La aliteración, la anáfora y el
polisíndeton son procedimientos de los que se sirve para subrayar el fuerte carácter emocional de
estos versos.

C) Un consuelo relativamente breve se puede notar en el terceto 12 y siguientes:


Volverás a mi huerto ya mi higuera
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.
Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irá a cada lado
disputando tu novia y las abejas.
La calma se restablece en el desolado espíritu del poeta, merced a la idealización de la
realidad de un refugio protector: su huerto y la tradición del idioma. El Lope hortelano de «Huerto
deshecho» o la «Elegía a Carlos Félix»; el fray Luis que gravita con su «Vida retirada» sobre ese
beatus ille hernandiano que es «El silbo de afirmación en la aldea» (con «la soledad cerrada de mi
huerto»); el machadiano «huerto claro donde madura el limonero»; las susurrantes abejas de
Garcilaso (así lo retrata Hernández en su «Égloga»: «Buscando abejas va por los panales / el
silencio que ha muerto de repente»); esos y otros aprendizajes caros al difunto amigo son
convocados para establecer una concordancia final.
El amigo que, al principio de la «Elegía», yace inmóvil, se ha fundido con la Naturaleza.
Sijé mora en la higuera, el huerto, las flores, las rejas. Hernández no es ya el hortelano que se
lamenta ante la tumba del amigo, sino que, ahora, creyéndolo libre de la muerte, lo llama para
dialogar como antaño:
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
Las aliteraciones («arrullo de las rejas», «a las aladas almas») procuran ese tono conciliador:
el corazón, rojo y terrestre, alimentará la savia de las raíces del almendro, aflorando en sus ramas en
forma de blancas y espirituales rosas. Símbolo del Estado de las inocencias en el auto sacramental,
denominado por Hernández «alma en pie» en otro momento, este árbol, calificado de «madruguero»
y cantado en sonetos y décimas como «Rosa de almendra» y «Flor de almendro», es («en su propia
voz nevado», como lo recuerda Quevedo) el símbolo de la temeridad y la juventud. Prematuramente
mueren, después de todo, los elegidos por los dioses.
No cabe duda de que el sentimiento que dio vida al poema debió de haber sido sincero,
profundo y conmovedor. Esto de por sí, podría haber destruido el poema, si Miguel Hernández se
hubiera dejado llevar de la emoción, pero, siendo como era un gran poeta, supo controlar su
material sometiéndolo al crisol purificador de la forma. En efecto, las aliteraciones, anáforas y la
misma forma métrica usada, (tercetos en decasílabos encadenados, según dijimos), actúan como
riendas que impiden que se desboque la emoción. Todo buen poeta sabe que con emoción sólo no se
crea el poema, no se llega a esa esencia que llamamos poesía. Fondo y forma, emotividad y
expresión, se funden armoniosamente para que se produzca ese fenómeno que llamamos poesía.
En resumen, Miguel Hernández se debate en una encrucijada trascendental para su
trayectoria al componer una elegía por la muerte de un amigo entrañable del que le separaban ya
muchas cosas, entre ellas nada menos que un concepto muy distinto de la muerte. De ahí surge una
contraposición que nutre, en última instancia, las iconografías divergentes de la amapola y el
almendro. Aquélla se inscribe en un contexto nerudiano, dionisíaco, material, instintivo, con un
color rojo que reclama la sangre; éste, en su evocación sijeniana, se inclina hacia lo apolíneo, lo
espiritual, lo racional, la blancura inocente que resulta de una cierta dejación de los impulsos
abandonados a sí mismos. El corazón que alimentará a las desalentadas amapolas es contrapuesto a
la noble calavera regresada; la tierra materna arrullada por los enamorados labradores se enfrenta al
rastrojo fúnebre agredido a dentelladas.
La armonización de estos conflictos promoverá un complejo encuentro textual en el que
conviven y dialogan todas las partes en cuestión bajo el amparo de la tradición y el albergue
prestado por el huerto del poeta, campo y casa a la vez, naturaleza y artificio en una pieza. En él
cataliza una sublimación consolatoria que podrá extenderse a los campos de almendros, a la
primavera toda y, posteriormente, al resto de la poesía hernandiana, que alcanza aquí por vez
primera una síntesis de elementos que antes participaban más de la dispersión del acúmulo que de la
integración orgánica.

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