López Méndez
Miguel Costa Cabanillas
Prólogo
Introducción. «Se le han cruzado los cables»
1. La locura melancólica y el modelo psicopatológico
1.1. El misterioso ángel de la melancolía
1.2. Una era melancólica y una antropología pesimista
El pecado capital de la acedia
Contrarreforma y melancolía: «una ilusión, una sombra, una ficción»
1.3. Hipócrates y Galeno redivivos
1.4. A Don Quijote se le secó el cerebro y perdió el juicio
1.5. Un alma inmortal e invulnerable
1.6. Entre la medicina, la teología y la magia
1.7. Tiempos de ruptura y de emancipación
Todo lo que se oculta en lo más recóndito del cuerpo
Todo lo que se oculta en lo más recóndito del universo
1.8. Tres rutas
2. La invención psicopatológica
2.1. Libertad en el filosofar y medicar: un adiós a Galeno
2.2. La patologización de los problemas psicológicos
Vino viejo en odres nuevos
La metamorfosis patológica de los problemas psicológicos
Una búsqueda frustrante: sin evidencias de la lesión
Una enfermedad inventada, una logomaquia
Como el demonio en el cuerpo, el error lógico de la reificación
Una enfermedad de la mente, una enfermedad del cerebro y de los nervios
Como el esputo y la orina: una metamorfosis etiológica
2.3. La consolidación de la «patología mental»
Los sistemas taxonómicos de las patologías
Una colonización patológica de la vida
3. Quimeras y simulacros psicopatológicos
3.1. ¿Melancólicos o endemoniados? ¿Médicos o exorcistas?
3.2. La práctica de la quimera diagnóstica
La expropiación del significado: «un jeroglífico que no se puede resolver»
Una logomaquia irrefutable
La «virtud dormitiva» del opio o el reino de la tautología
Psicopatología y exención de responsabilidad
Una fuente de indefensión y de pasividad
Un estigma que puede marcar para siempre
3.3. Expulsar demonios, curar psicopatologías
El simulacro de tratamiento y la quimera de la «eficacia terapéutica»
La quimera terapéutica de los psicofármacos: del eléboro a la fluoxetina
3.4. La ortodoxia psicopatológica y el control social
La estigmatización de las conductas desviadas
La ortodoxia psicopatológica como herramienta de control social
4. Desvelar el significado de los problemas
4.1. Las luces y las sombras del modelo psicopatológico
4.2. El modelo ABC va hasta la raíz para desvelar el significado
ABC: un modelo radical y un abundante acervo conceptual y metodológico
ABC: tres componentes estructurales: antecedentes, biografía, consecuencias
ABC: un campo de fuerzas, dos zonas fronterizas y una transacción
ABC: la complejidad organizativa de una red de interacciones
4.3. El eje biográfico: una persona entera con historia
Los problemas psicológicos son experiencias integrales, de la persona entera
El yo como «unidad de vivencias» y centro de operaciones
Cuerpo y alma: la fatal escisión de la biografía
El paso y el peso de los años, biografías personales y problemas con historia
4.4. El eje contextual: residencia en la tierra
4.5. El eje transaccional: somos habitantes de la frontera
No dentro, sino entre, en la red de transacciones funcionales
Las transacciones interpersonales
Si se encubre y expropia la transacción, se encubre y expropia el significado
Un patrimonio de la humanidad único, exclusivo y diferente, una personalidad
5. Nos afectan las cosas que nos pasan
5.1. Las cosas que nos pasan y la revolución de Iván Pavlov
5.2. La «estimulación psíquica» de las glándulas
Una maravillosa metamorfosis y una sustitución de funciones
Nace algo nuevo, nace una experiencia psicológica
¿Por qué la verde pradera nos hace la boca agua? La ampliación de la red
«Significas mucho para mí»
Una transacción cambiante y flexible
Una transacción que acorta las distancias y predice el futuro
De la excitación a la inhibición, y viceversa
Una transacción generalizada y una posible fuente de problemas
Una fina y minuciosa discriminación
Una transacción lingüística: el poder de las palabras
Cómo lo adquirido transforma lo innato
5.3. Un manantial inagotable de experiencias nuevas y problemas
Un lugar en el mundo seguro y gratificante
Cómo se llega a odiar lo que se amó
Llegar a amar lo que antes se temía: la exposición, una apertura a la vida
El fetichismo de las botas negras
La sirena de una ambulancia y el ataque de pánico
Señales condicionadas y consumo de drogas
Conflictos que trastornan: las neurosis experimentales
6. Obras son amores que dejan huella
6.1. La plaza del obradoiro y el poder operante
6.2. Darwin y la revolución epistemológica del paradigma operante
6.3. Somos obradores que dejan huella
Obrar es siempre obrar en situación, en una circunstancia
Las obras son praxis, un quehacer intencional hacia las metas que importan
Un quehacer que cumple una función y tiene un significado
Pensar y conocer es obrar: las operaciones son la raíz de las nociones
Las obras son poiesis, son obras productivas y transformadoras
«Por sus obras los conoceréis»
6.4. El poder operante, raíz de la existencia y de la biografía
El alma inmortal, la «res cogitans», y la certeza inconmovible de la fe
También Descartes fue bebé
«Res cogitans», neuromitología y psicopatología
«Res cogitans», cognitivismo y emocionismo
El «yo hago» como fundamento y raíz de la existencia y de la conciencia
7. La vida nos va dejando huella
7.1. Un circuito incesante: cambiamos el mundo y el mundo nos cambia
Hacemos que pasen cosas
Ya no somos los mismos: cuando hacemos, nos rehacemos
7.2. Comprender lo más simple para comprender lo más complejo
7.3. Los cuatro caminos de las consecuencias
7.4. La espiga de mañana: consecuencias que refuerzan la conducta
Las consecuencias fortalecen el patrimonio biográfico y los problemas psicológicos
Las consecuencias reforzadoras y valiosas requieren a menudo perseverancia
El reforzamiento accidental y las conductas supersticiosas
Consecuencias liberadoras
Consecuencias que se hacen propósitos y que predicen el futuro
7.5. Consecuencias punitivas que debilitan la conducta
Las dos caras del castigo: reducir la conducta castigada y aumentar la de castigar
Cuando los beneficios son más fuertes que los costes
7.6. No está el horno para bollos: las señales discriminativas
Señales que anuncian consecuencias y que controlan la conducta
¿Por qué monta una rabieta y no obedece a la primera?
La logomaquia del «déficit de atención con hiperactividad»
«Te va la marcha»: una relación atormentada y dolorosa
Cuando las señales no están claras y no es fácil saber a qué atenerse
Escarmentar en cabeza ajena: aprender imitando
7.7. Los comportamientos autopunitivos y la búsqueda del dolor
«Soy un auténtico desastre», o el tormento del autocastigo
Castigar la carne con asperezas
Ser esclavo de una mujer hermosa, o los enigmas del masoquismo sexual
7.8. La logomaquia psicopatológica tiene consecuencias funcionales
7.9. Las ventajas del simulacro de tratamiento
¡A ver quién se sale con la suya!, y la estrategia del mutismo
Si te resistes a la manipulación, es que padeces psicopatología
Tratamientos que pueden ser castigos, aunque se disfracen de «terapias»
Las ventajas del simulacro terapéutico de los psicofármacos
7.10. Las consecuencias funcionales de la caza de brujas
8. El poder de las palabras
8.1. ¡Qué viene el lobo!: palabras influyentes
La función sustitutiva y mediadora de las palabras
En su tierna infancia, todos los niños en Francia saben hablar en francés
8.2. «Si bebes, no conduzcas»: la conducta gobernada por reglas
8.3. El retablo de Maese Pedro y la literalidad de las palabras
Cuando el lenguaje no es transparencia, sino opacidad y puro discurso, logomaquia
La literalidad de las logomaquias psicopatológicas
8.4. La tentación de la fruta madura y el lenguaje interior
El habla social convertida en habla interior, en lenguaje silencioso
La literalidad del autolenguaje
8.5. Reglas verbales, control social y exención de responsabilidad
8.6. Moisés y las tablas de la ley como reglas verbales
8.7. «Hay una conjura contra mí»: los delirios como conducta verbal
8.8. La depresión, esa visible oscuridad
Una experiencia biográfica integral, no sólo un estado de ánimo
Una experiencia biográfica contextual, transaccional y compleja
8.9. La logomaquia de la «enfermedad bipolar»
9. El mundo interior: la mente y la conciencia
9.1. Alterados y ensimismados a la vez
9.2. Algo «puramente mental»
La mente, heredera del alma inmortal
Los mágicos poderes de la mente
La mente como simplificación de la vida y de las experiencias vitales
9.3. Desvelar el misterio: también el mundo interior es transaccional
En la misma tierra, en la misma naturaleza, de la misma materia
Un interior que no es tal y que no se ve por endoscopia
Obrar, pensar y hablar. El pensamiento verbal
«Es como si lo estuviera viendo»: pensar e imaginar
¡Qué cantidad de recuerdos!
Tenemos afectos porque las cosas nos afectan: las emociones como señales de vida
9.4. La voz de la conciencia
Conciencia es conocer y conocer es hacer
Mirarse al espejo y conocerse a sí mismo
Lo que me dicta mi conciencia
La autoconciencia como hiperreflexividad
9.5. Biografías encarnadas
La mente no está en el cerebro, tampoco los problemas psicológicos
Necesarios, pero no suficientes
Bibliografía de referencia
Créditos
A Iván y Ana,
a Miguel y Cristina,
a sus proyectos compartidos,
que sean largos y venturosos.
Ernesto
Miguel
Prólogo
Espléndido título: «los problemas psicológicos no son enfermedades». Parecería innecesario dedicar
tiempo a desarrollar algo tan evidente. El curso de la vida nos lleva a vernos con situaciones difíciles y nos
impele a resolverlas. Situaciones que nos implican a nosotros y a los demás, en un espacio vital compartido,
interrelacionado. Si estos problemas, problemas psicológicos, fueran enfermedades, la vida misma sería una
enfermedad. Enfermos o muertos serían las opciones disponibles. No se alarme, apreciado lector, aún no
hemos llegado a ello, pero el riesgo existe y el camino que conlleva a hacer patológico lo cotidiano viene
siendo recorrido desde hace bastante tiempo.
Como comienzo, el descartar que uno esté enfermo, a pesar de los problemas, no deja de ser un alivio.
Aunque la tentación de «declararse» enfermo y en «suspensión de pagos» de obligaciones de todo tipo,
puede llegar a hacerse realmente fuerte. Caer en ella puede ocasionar un alivio temporal pero, la mayor
parte de las veces, agrava y extiende el problema. Viene a cuento aquí el dicho de que en el pecado va la
penitencia. Asumamos, por tanto, que la vida tiene sabores, y sinsabores, y que nos hemos de ocupar de
ambos.
Los problemas psicológicos no son enfermedades, como lo son la hepatitis o la tuberculosis. No tener
ganas, ni ánimo para hacer las cosas no es lo mismo, ni similar, a tener una infección urinaria. Obedece a
causas distintas y tiene también distintas formas de solución. Los motivos del desánimo y la renuncia a
realizar las actividades cotidianas no se resuelven tomando una pastilla. Creerlo así es engañarse, como lo
es pensar que una persona dejará de beber alcohol porque tome una milagrosa pastilla. ¿Resolverá esto los
problemas que le llevan al abuso del alcohol? Cambiamos una droga por otra y seguimos, más o menos,
donde estábamos. Se bebe en exceso para olvidar, para no afrontar el malestar, la falta de apoyo, de
confianza en uno mismo, o de afecto de los demás. Problemas psicológicos, en ocasiones graves, pero no
enfermedades, y que exigen ser tratados desde el ámbito de lo psicológico. Del mismo modo que el tumor
cancerígeno llama al oncólogo, el tener dificultades para relacionarse con los demás y evitar el contacto con
ellos, llama al psicólogo. La confusión al respecto es nefasta.
La psicología es la ciencia que estudia el comportamiento en interacción con el medio social. Hacemos
cosas para conseguir unas mejores condiciones de vida, material y afectiva. Con nuestro comportamiento
cambiamos el entorno, para bien o para mal, y esto es fuente de satisfacción de consecución de logros,
dificultades y problemas. He aquí la raíz y el mantenimiento de los problemas psicológicos y es ahí donde
deben solventarse y abordarse.
Los problemas psicológicos reclaman un discurso psicológico. Esto no significa que lo psicológico sea
ajeno a lo orgánico, lo médico. Muy al contrario. Cuando estamos acuciados por problemas, buscando una
solución un tanto abrumados, nuestro organismo toma cuenta de ello, lo sentimos en nuestra respiración,
nuestro latido cardíaco y en otros cambios fisiológicos, neuroendrocrinos, inmunológicos, etc., que
podemos no sentir, pero que producen sus efectos, a corto y a largo plazo. Lo mismo sucede cuando, por el
contrario, estamos paseando tranquilamente, escuchando una música agradable, o pasando un buen rato con
los amigos. En estos concretos casos, los cambios fisiológicos tienen un origen psicológico. Aunque una
vez puesto en marcha el fenómeno, también los cambios fisiológicos y cómo los percibimos influyen en el
proceso. No obstante, debemos tener claro lo principal. En efecto, ante una persona que huye aterrada, la
explicación no está en señalar que huye porque tiene miedo, sino en saber de qué huye y qué efectos tiene
esto en su vida.
Los problemas de la vida, los problemas psicológicos, nos afectan de forma global. A veces tienen su
origen en cómo nos adaptamos a situaciones que nos afectan seriamente: una enfermedad grave,
incapacitante, degenerativa, o al mero paso del tiempo que nos muestra nuestra labilidad para la realización
de actividades que antes hacíamos sin dificultad. Es por ello, que la forma en que nos adaptamos a esas
enfermedades, que son tratadas médicamente, tiene mucha importancia. De dicha adaptación depende que
tenga un menor impacto en nuestra vida. El vivir, por otro lado, es nuestra mayor garantía de salud. El estar
activos e implicados en trabajar por nuestros proyectos y valores, es el mejor modo de darle sentido a
nuestra vida y, al tiempo, de que los sistemas fisiológicos que autorregulan funciones biológicas básicas,
operen del mejor modo.
Ernesto López y Miguel Costa abordan esos aspectos desde su dilatada experiencia profesional:
psicológica, social-comunitaria y médica. Dichos aspectos nos implican a todos: como personas en lo que
atañe a nuestras vidas; como ciudadanos en lo que toca a la salud, lo sanitario y a los recursos que a ello se
dedican; y como profesionales del comportamiento humano y de la salud, porque supone una reflexión
sobre nuestro marco de conocimiento y las acciones de él derivadas. Ellos sostienen que el concepto de
enfermedad, cuando es aplicado a lo psicológico (la denominada salud mental) es una invención, y critican
en consonancia, una psicopatología que mimetiza la denominada enfermedad mental, desde la enfermedad
médica u orgánica. Esto no significa que no «existan» los problemas de los que se ocupa la psicopatología:
trastornos de ansiedad, depresión, etc., sino que no se trata de enfermedades mentales, porque se rechaza el
concepto de «enfermedad» para estos denominados problemas psicológicos.
El rechazo del modelo médico para abordar los trastornos psicológicos no es nuevo. Hoy día es
plenamente aceptada una visión que integra lo biológico junto con lo psicológico y social: el bien conocido
modelo biopsicosocial. López y Costa reconocen la importancia de dichos factores pero van un paso más
allá. Rechazan la existencia de una disciplina, la psicopatología, encargada de explicar los trastornos o
problemas psicológicos. Con ello rechazan los sistemas diagnósticos, taxonomías y nosologías. Aquí
recuerdan lo que supuso la irrupción de la terapia de conducta rechazando el concepto de enfermedad,
igualando las explicaciones de la denominada conducta normal con la anormal y refiriendo el diagnóstico y
sus categorías al análisis funcional de la conducta. Los autores entroncan con esta tradición. ¿Dónde está,
por tanto, su desafío? Pues en reclamar hoy día esos principios.
Es cierto que en la actualidad el término psicopatología, como se ha comentado, puede tener una
orientación lejana al modelo médico tradicional estrictamente biológico, sin embargo ellos rechazan de
plano toda explicación que asuma cualquier similitud entre los problemas psicológicos y la enfermedad.
Esto es, sin duda, un revulsivo que deja huérfanos a muchos. A quienes tienen, tenemos, que etiquetar por
motivos académicos, científicos, profesionales, etc. No obstante y asumiendo que se aceptara la propuesta
se seguirá etiquetando, por ejemplo sustituyendo la etiqueta «enfermedad mental tal» por «problema
psicológico tal», o «psicología de los problemas psicológicos» por «psicopatología». En suma, hay
psicopatologías y psicopatologías. Tal vez el problema no esté en las palabras, las etiquetas, sino en lo que
traen detrás. Si fuera así, este trabajo de López y Costa seguiría teniendo el mismo fundamento pero no
acabaría por generar el cambio de etiquetas.
Las etiquetas, las palabras, tienen mucha importancia, como el lector podrá leer en este libro. Es más, tal
vez le chirríe leer que el suicidio o el proceso que lleva a una persona a suicidarse no es una enfermedad.
Resulta difícil aceptarlo porque aun cuando se esté dispuesto a considerar que no hay enfermedades sino
problemas psicológicos, esto se tambalea cuando hablamos de un problema (enfermedad) grave. Es un
terreno resbaladizo. Sin embargo, un aspecto positivo es eliminar el mimetismo plenamente extendido de
considerar los problemas psicológicos, sujetos a convenciones clasificatorias, como si de enfermedades bien
establecidas se tratara. Aun cuando deben establecerse matices al respecto, esto supone una ventaja al
eliminar barreras, estigmas y despatologizar la vida.
En el capítulo 1, se toma la melancolía como ilustración histórica del origen de la psicopatología; una
causación ficticia sustentada en el modelo humoral hipocrático-galénico y en todo tipo de referencias
religiosas, mágicas y de control social. Paso a paso se va observando, y así se recoge en el capítulo 2, que el
término enfermedad viene a solventar la necesidad de etiquetar y encuadrar el problema, de modo que no
siendo un remedio a éste, en términos semejantes a los problemas médicos, es una solución falsa, una
logomaquia dicen López y Costa, que pasa a formar parte del problema, no de la solución. Sólo, como ellos
señalan, partiendo de la multicausalidad y de los paradigmas psicológicos pueden abordarse estos
problemas.
Si el enfoque psicopatológico es inadecuado, así se recoge en el capítulo 3, tanto el diagnóstico como el
tratamiento son remedos de su equivalente en el modelo médico aplicado a los problemas psicológicos.
López y Costa usan los términos quimera y simulacro para referirse a una retórica y una liturgia propia de
las enfermedades para las que el modelo sí es apropiado, pero no para los problemas psicológicos así
devenidos en enfermedades mentales. Falta de fundamentación en los supuestos procesos de enfermar y de
especificidad. En fin, como señalan en un apartado, los psicofármacos no son la «penicilina» de la mente.
Los tres primeros capítulos han servido para resaltar lo inadecuado del planteamiento psicopatológico
tradicional para abordar los problemas psicológicos. Los siguientes dan respuesta a cómo deben abordase
estos problemas desde el punto de vista psicológico. Rechazado el concepto de enfermedad mental, se toma
como referencia el análisis funcional de la conducta como explicación de la génesis y significado de ésta.
La conducta surge en un contexto concreto, precedida por situaciones concretas, afecta a una persona con
una biografía personal, que integra funciones fisiológicas y biológicas, y que produce un efecto
(consecuencias) en la persona y en los demás. Este intercambio es esencial para la vida e imprescindible
para su comprensión. Su falta, como señalan los autores, es una barrera para la comunicación, porque
¿cómo puedo entender la impulsividad de una persona o su agresividad verbal si no conozco qué la causa,
atendiendo a su historia personal, y a sus efectos?
El ámbito de explicación psicológica no es ajeno a lo biológico, fisiológico. En el capítulo 5 se recoge
cómo lo emocional y lo fisiológico se dan la mano de modo empírico, no especulativo. Los trabajos de la
reflexología rusa con Pavlov, como referencia, son una muestra de cómo se produce esa interacción. Muy
acertadamente López y Costa señalan cómo las nuevas experiencias psicológicas no nacen ni dentro ni fuera
de la persona, sino entre la persona y el medio, el contexto. Sin embargo, siendo importantes nuestras
emociones lo es aún más nuestra capacidad de hacer, de obrar, de transformar la realidad. Este empeño,
recogido en el capítulo 6, es el que explica las claves de por qué hacemos las cosas. Sitúa, además, la acción
como dirección de vida, distanciado de la especulación y falsa retórica. Incluso, haciendo las cosas que uno
se propone aun cuando las circunstancias sean adversas.
El elemento más singular de la especie humana es el lenguaje y a él va dedicado el penúltimo capítulo
del libro. Las palabras nos conectan con emociones y funciones que amplían nuestras posibilidades. El
lenguaje, además, puede ejercer efectos perversos. Por ejemplo cuando el mundo simbólico suplanta al
mundo real. Pegarse a las palabras en lugar de a los hechos. Dejarse llevar por la literalidad del discurso y
fusionarse a él. Rumiar, frente a tomar perspectiva de las propias palabras y pensamientos, es clave para
entender la génesis y persistencia de muchos problemas psicológicos. Este carácter privado que supone
centrarse en los pensamientos nos abre al mundo interior, a la conciencia. A él va dedicado el último
capítulo del libro, es lo que la mayoría consideraría, curiosamente, como singularmente psicológico. El
ensimismamiento como refugio y lugar de desarrollo personal. Esta opción, como aclaran los autores, es
una trampa. La vida, el intercambio, el logro de los proyectos vitales está fuera, no dentro. Incluso las
experiencias privadas no son sino una referencia emocional o simbólica de intercambios con el medio. El
sentido de la vida no es el ensimismamiento. La hiperreflexibilidad que señalan Marino Pérez y Louis Sass
es el origen de graves problemas psicológicos.
En suma, tiene el lector en sus manos un libro crítico con la concepción psicopatológica convencional.
Se opta por una explicación psicológica, acorde con los principios y hallazgos de la ciencia psicológica.
Ésta se ha demostrado eficiente en la solución de los principales problemas etiquetados como trastornos
mentales, desde una perspectiva distinta, sin fármacos. El libro de López y Costa expone de forma ágil,
amena y rigurosa, los fundamentos de la explicación psicológica, de lo que vienen a ser denominados
problemas psicológicos. Éstos pueden ser leves, afectar poco a la vida de la persona, o graves, caso, por
ejemplo, del suicidio. Con independencia de la gravedad se trata de problemas de la vida, de las personas,
con una historia concreta, en un entorno social y vital, y sólo desde esta perspectiva pueden entenderse y, tal
vez, resolverse. No hay nada que curar, en el sentido médico del término, y sí de reconciliar a uno mismo
con los demás, con la vida. Problemas psicológicos, no enfermedades.
Miguel Ángel Vallejo Pareja.
Catedrático de Psicología.
Universidad Nacional de Educación a Distancia.
Problemas de la vida, problemas psicológicos, problemas interpersonales, ¿quién no los tiene o los ha
tenido alguna vez?, incluso de esos que duelen y hacen sufrir, de esos que trastornan, de esos que hacen
daño a uno mismo y a los demás. Los tienen los niños, los adultos y los viejos. Intentamos comprenderlos y
tratamos de afrontarlos y resolverlos, lo logramos muchas veces y seguimos adelante ocupándonos de las
tareas de la vida. Otras veces revisten una mayor severidad, son difíciles de comprender, nos atormentan,
nos desbordan y la solución no resulta tan fácil. En estos casos hay quienes, abatidos por el problema,
buscan ayuda profesional, pero hay también quienes toman decisiones extremas, se enredan en conflictos
interpersonales interminables, se aíslan de los demás, hacen disparates o se quitan la vida. Cuando notamos
en los demás un comportamiento raro, que nos indica que tienen algún problema, a veces nos limitamos a
decir algo tan sencillo y certero como «está pasando un mal momento», «no le van nada bien las cosas en
la vida», y, sobre todo si se trata de una persona cercana, sentimos compasión y le ofrecemos nuestra ayuda.
Es también lo que nos gustaría encontrar cuando nosotros pasamos un mal momento y tenemos un
problema. Otras veces, si el comportamiento es más desconcertante, hay quien trata de encontrarle una
explicación diciendo cosas como «se le han cruzado los cables», «está mal de la cabeza», «está loco», «es
una persona rara» y otras por el estilo. Éstas probablemente no serían las explicaciones que nos gustaría
oír si fuéramos nosotros los que tuviéramos el problema.
NO ES UN CRUCE DE CABLES
Cuando alguien dice de nosotros que «no estamos bien de la cabeza» por una reacción que tuvimos en
una determinada circunstancia, y que a los demás les ha podido parecer extemporánea, rara o
incomprensible, y nosotros sabemos qué profundo significado tiene esa experiencia en nuestra vida,
pensamos y decimos «¡si tú supieras...!», y nos negamos a aceptar el diagnóstico que nos hacen, porque
sabemos de manera fehaciente que no es un «cruce de cables» o una avería en la cabeza lo que explica
nuestra reacción, sino la experiencia vivida. Eso mismo dijo X cuando tuvo la oportunidad de explicar lo
ocurrido: «¡No se me ha cruzado ningún cable, lo que pasa es que el comentario que se hizo delante de
todos sobre una relación que significa mucho para mí ha sido demasiado, teniendo en cuenta además
que yo le había pedido en alguna otra ocasión a esa persona que por favor no hiciera ese tipo de
comentarios!».
A la vista de lo ocurrido, «es muy impulsiva» suponía definir la totalidad de X por una reacción
particular. Además, la única evidencia de esa supuesta característica personal era la misma reacción. O sea,
que X había tenido esa reacción «porque era muy impulsiva», pero el único fundamento para atribuirle esta
característica era su reacción. Es impulsiva porque ha reaccionado impulsivamente, y ha reaccionado
impulsivamente porque es impulsiva. A este tipo de explicaciones se les denomina «tautologías», o
«explicaciones circulares», porque giran sobre sí mismas, sin explicar lo que quieren explicar. Circular
resultaba también la explicación que hacía de los sentimientos la causa de la reacción. X ha reaccionado de
esa manera «porque se ha sentido molesta», pero la única evidencia de que se ha sentido molesta es la
reacción que ha tenido. Más tarde X nos aclaró: «Sí que me sentí muy herida por el comentario, pero mi
reacción no fue debida a este sentimiento, sino al comentario hecho en esas condiciones».
Quien se preciaba de conocer bien a las personas y señaló que el motivo que había llevado a X a
reaccionar de aquel modo era que «alguien en la tertulia acaparaba la palabra», daba los mismos motivos
que a ella le movían a actuar y a sentir del mismo modo. Esta propensión a creer que el mundo gira para los
demás igual que gira para nosotros y que nos lleva a atribuir a los demás los mismos motivos, pensamientos
y sentimientos que nosotros experimentamos en circunstancias parecidas es una propensión egocéntrica
bastante común. Para conocer el sentido y el alcance de la conducta de los demás me basta con conocer el
sentido y el alcance de la mía. Lo que yo pienso sobre el mundo y sobre los demás me basta para
comprenderlos. Mi experiencia íntima se basta a sí misma, es la fuente fidedigna de mis evidencias, de mi
conocimiento de la realidad, me dice siempre la verdad, siempre acierto con mis «corazonadas», o con mis
«intuiciones», porque «soy muy intuitivo», «soy muy psicólogo». Es una propensión que, sin embargo, no
nos asegura el acierto cuando juzgamos el comportamiento de los demás. De hecho, el motivo aducido no
era el que en realidad había movido a X a reaccionar como lo hizo.
Días después de la tertulia, la protagonista del incidente se disculpó ante nosotros por «haberse
descontrolado». Nos dijo también que ella misma se había sentido desconcertada ante su reacción, «no
esperaba haber montado el numerito, no entraba en mis cálculos, no era mi intención», incluso se había
prometido que nunca más volvería a tener una reacción así, pero el comentario hiriente «me pilló por
sorpresa, yo no contaba con esto», nos dijo. Ahora se conoce mejor y está en mejores condiciones para un
afrontamiento futuro diferente de situaciones parecidas, que no dependerá, desde luego, del arreglo de un
supuesto «cruce de cables». Y se conoce mejor, no porque haya aceptado alguno de los diagnósticos que el
grupo le había endosado, sino porque ha experimentado cuánto impacto le pueden llegar a producir
comentarios como el de la tertulia. También los contertulios hemos aprendido a conocerla mejor cuando
hemos decidido apearnos de las ficciones explicativas de nuestros diagnósticos y nos hemos acercado al
significado profundo que algunos comentarios hirientes pueden tener para una persona enamorada.
No existe en ese momento un modelo que analice, explique y comprenda el proceso por el cual una
persona, en confrontación con los avatares de la vida, puede llegar a vivir y a sufrir la experiencia
psicológica de la melancolía o de la depresión, un proceso que la hermenéutica de los paradigmas de la
psicología tratará de desentrañar más tarde. No obstante, y más allá de la quimera de la bilis negra y de la
«neurología» elemental que el modelo humoralista aplicaba a la melancolía, al igual que podría aplicarlo a
la peste o a la sífilis, eran para todos manifiestas las expresiones vitales, a veces trágicas, de la melancolía,
sus miedos, tristezas, delirios y desesperaciones, la inacción, la desolación y la tristeza que Durero
condensó en el ángel femenino de su grabado. Se habla y se escribe de esta vivencia tan llena de negros
presagios, y se conoce bien el fenómeno del suicidio, y Shakespeare, que conocía las doctrinas sobre la
locura melancólica, nos presenta a un Hamlet que, presa de la melancolía, se habría suicidado de no pesar
sobre el suicidio la prohibición de la ley divina. Andrés Velásquez sabe que algunos, al resultarles
insoportable la vida llena de pensamientos trágicos, se dan muerte colgándose, despeñándose, abrasándose
en el fuego: más bestias bravas que hombres racionales, tal es la fuerza de este mal.
Sea melancolía o sea manía, se trata del mismo mal. Dañada la «fábrica del cerebro», que dirá Timothy
Bright, por los vapores de la melancolía, y debido a la intimidad y mutuo influjo que existe entre el alma y
el cuerpo por mediación del «espíritu vital», se afecta la mente, se dañan las potencias o facultades,
pensamiento, imaginación y memoria. El morbo melancólico es ante todo, pues, una alienatio mentis, una
enajenación mental, una enajenación del entendimiento o razón. Es razón enferma, perder la razón, perder
el seso, perder el juicio como lo perdieron Don Quijote y Tomás Rodaja, el Licenciado Vidriera,
protagonista de la novela homónima de Cervantes, escrita en 1613, y que refleja las concepciones
hipocrático-galénicas del momento. Después de haber comido membrillo toledano que tenía el veneno de
un hechizo amoroso, Rodaja quedó con todos los sentidos turbados, con una «enfermedad del
entendimiento, loco de la más extraña locura, imaginóse el desdichado que era todo hecho de vidrio. Un
religioso de la Orden de San Jerónimo le curó y sanó, y volvió a su primer juicio, entendimiento y
discurso». Cuando Hamlet dice ver «en los ojos del alma» la sombra de su padre muerto, alma inmortal en
pena, para su madre «eso no es más que invención de tu cerebro, el delirio es muy diestro en esas
quiméricas creaciones».
Al subir hacia el cerebro, los vapores del humor melancólico aterrorizan a la imaginación con falsos
objetos, el cerebro concibe fantasías monstruosas, falaces ilusiones, voces imaginarias que resuenan en los
oídos y que aterran su pensamiento, y la razón entonces se ve reemplazada por un temor imaginario sin
sentido, incluso cuando no se corre peligro alguno y no se evidencia posibilidad de un peligro futuro. La
aflicción de la melancolía es, por eso, para Timothy Bright «puramente imaginaria, carente de verdadero y
justo fundamento», proviene de las «aprensiones de la mente» invadida por el humor. Cuando la sustancia
cerebral ha absorbido profusamente la bruma del humor, su naturaleza adquiere esa misma calidad, y
entonces la luz natural interna se oscurece, las tinieblas interiores «oscurecen las luces de la razón». La tez
es negruzca por recibir de continuo los vapores negros que se filtran desde las partes internas. El rostro
alegre se transforma en figura de duelo y el gusto por la vida acaba por perderse. Por estarlo el cerebro, el
alma queda sumida en una tiniebla perpetua, nos dirá Du Laurens, como la noche oscura del alma de Juan
de la Cruz; es el «calabozo de la oscuridad melancólica», que dijera Timoty Bright en el que todo parece
«sombrío, negro y lleno de horror»; es enfermedad que sujeta la razón y la deja oscura, que dijera Teresa
de Ávila. Se corrompe la imaginación de tal manera, que, según nos dice Velásquez, uno se imaginaba que
era un gallo y sacudía sus brazos como si fueran alas y cantaba como un gallo. Otro se imaginaba ladrillo y
no bebía para no deshacerse con el agua. Unos, como Rodaja, creen ser de vidrio, otros de barro, unos son
reyes, otros papas. Temen algunos que les engañen, traicionen y envenenen.
Son también manifestaciones sintomáticas del morbo melancólico el miedo y la tristeza sin motivo
aparente. Hamlet ha perdido completamente la alegría, queda envuelto por las nubes de la tristeza, por el
humor sombrío, con sus párpados abatidos, y son negras, como la bilis negra, sus cavilaciones. En el año
1634, recibe Galileo Galilei la dolorosa noticia de que su hija sor María Celeste había enfermado
gravemente y se temía por su vida, y alude a la «acumulación de humores melancólicos» como uno de los
precipitantes de su muerte. La noticia agravó el estado de salud de Galileo y le sumió en una «tristeza y
melancolía inmensa». De todas las huellas de la melancolía, ninguna es tan plural y variada como el llanto,
nos recuerda Bright. Porque son fríos y secos, los melancólicos son tristes y taciturnos, y lloran sin saber
por qué. Garcilaso de la Vega, que se había casado por mandato regio con una dama de la reina, pero que no
lo había podido hacer con el amor de su vida, Isabel de Freire, cantó las penas, la melancolía, los suspiros y
las lágrimas del amor, de «verse morir entre memorias tristes», porque sufre el «mal de ausencia», «en
lágrimas bañado». Se parecía en esto Garcilaso a Felipe II, que se fue al exilio londinense para desposarse,
como penoso deber, con María Tudor, dejando con pena en Castilla a su amada Isabel de Osorio. «Al estar
el alma ocupada en toda una variedad de fantasmas, no se acuerda de respirar», y de ahí provienen los
suspiros, nos aclara Du Laurens, y eso mismo les pasa, en su opinión, a los enamorados. El insomnio es
muy difícil de combatir, nos recuerda el mismo Du Laurens, y les consume y atormenta de tal modo que a
algunos los lleva a la desesperación.
1.5. UN ALMA INMORTAL E INVULNERABLE
Pero no se vaya a creer que tanta aflicción afecta al alma. El naturalismo que aplica el modelo
humoralista ha de hacer un lugar al alma en un contexto sociocultural fuertemente impregnado de teología,
de creencias mágico-religiosas y de la dualidad alma-cuerpo que había tenido y seguirá teniendo en la
historia una larga vida. Es, junto con la piedra angular de la bilis negra y con su «neurología» elemental,
otra de las señas de identidad del modelo humoralista que impregnará fuertemente también, como veremos,
la «mente» del modelo psicopatológico. En realidad, a pesar de todas las afectaciones y tribulaciones con
las que se manifiesta la melancolía, y pese a que, según Ficino, «la bilis negra atormenta el alma con una
inquietud continua y delirios frecuentes», el humor negro o la bilis amarilla no afectan más que a la parte
corporal, sin rozar en absoluto la esencia de la mente y del alma que es invulnerable a cualquier otro agente
que no sea su Creador. Durante las tormentas de la melancolía y la manía, la mente y el alma permanecen,
pues, tranquilos y sosegados, lo que hacen las pasiones exacerbadas por el humor melancólico es como
mucho crear en el alma una cierta insatisfacción. Lo que se encuentra en mal estado, mal dispuesto, es el
cuerpo, tabernáculo y tosco instrumento del alma, de menor nobleza que ella, que no logra alterar su
sustancia pura y perfecta, no degrada ninguna de sus facultades, no le puede causar ninguna enfermedad o
acortar su inmortalidad, lo que sería tanto como aniquilarla, y eso sólo lo puede hacer quien la creó. Por el
contrario, la aflicción debida a la conciencia del pecado sí tiene para Timothy Bright un origen directo en la
mente, en el alma, se constituye en la conciencia, más profunda que la imaginación, no le debe nada al
cuerpo y no existe relación con el humor melancólico, porque el cuerpo no actúa sobre el alma invulnerable.
Podría ser Miguel Servet el paradigma de la imbricación entre medicina y teología en esa época. De un
lado, el médico renacentista, buen conocedor del latín, del griego y del hebreo, que vive y encarna el
renacer de las artes y las ciencias y que profundiza en los saberes médicos hipocrático-galénicos del período
helenístico en sus textos originales. De otro lado, su pasión por la teología y su implicación en las diatribas
teológicas posteriores a la rebelión luterana que le obligaron a huir y que le llevarían finalmente a la
hoguera en la Ginebra de Calvino. Es en una obra de carácter teológico, Restitución del Cristianismo, en la
parte dedicada al Espíritu Santo, en donde se incluye la descripción de la circulación pulmonar. Al igual que
el alma le fue infundida a Adán mediante el soplo divino que le entró por la nariz, así el alma, como una
chispa del Espíritu Santo, penetra en la persona con la primera respiración incorporándose a la sangre, en la
que tiene asiento el espíritu vital. Este interés teológico de Servet por la fisiología de la inspiración del aire
se fundirá con el empirismo de la disección de cadáveres que él practicaba siguiendo las huellas de Vesalio
y que le conducirá al descubrimiento y descripción de la circulación pulmonar que adquiriría su completo
sentido cuando ya entrado el siglo XVII William Harvey describa la circulación sanguínea completa.
La lectura del libro Las brujas y su mundo, de Julio Caro Baroja, nos asoma a una época en la que está
también presente la creencia en Satán, un personaje con una presencia muy activa en la vida cotidiana, que
se desplaza de un lugar a otro, se reúne con las brujas en el aquelarre, y allí, metamorfoseado en macho
cabrío, preside misas negras que hacen mofa y befa de la misa católica, tiene trato carnal con las brujas y
hace que se le adore y se le bese en el trasero en señal de respeto. Y aunque resulte difícil comprender cómo
se pudo creer que este macho cabrío celebraba misas en la cueva de Zugarramendi y tenía coitos con las
brujas y procreaba con ellas, el hecho es que esa creencia formó parte de la cosmovisión de la época, y
persiste en el sistema de creencias de millones de personas en la nuestra. La Summa Daemoniaca, escrita
en el año 2012 por José Antonio Fortea, uno de los clérigos exorcistas de la Iglesia católica actual, es un fiel
testimonio de la pervivencia de esta creencia. La existencia de los ángeles, seres espirituales, inmortales,
invisibles, no corporales, pero dotados de inteligencia y voluntad, que viven en lugares invisibles del cielo,
es una verdad de fe para muchos creyentes que creen tener de hecho a su lado un ángel que los custodia e
intercede por ellos ante la divinidad. Satán es uno de los ángeles que, según las leyendas, se rebelaron
contra Dios y se transformaron progresivamente en demonios, después de algunas batallas entre ellos que
fueron, según narra Fortea, combates de carácter intelectual, pues no podrían ser de otro tipo por carecer de
cuerpo los combatientes. Uno de los males que Satán puede infligir a los humanos es tomar posesión de sus
cuerpos, moverse y hablar a través del cuerpo poseído, hacerlos sufrir y atormentarlos. El Manual del
exorcista de Fortea afirma que el que alguien quede poseído realmente por el demonio no es mera teoría,
sino algo «comprobado una y otra vez» a lo largo de los siglos. «Tiene el demonio metido en el cuerpo» ya
no sería según eso tan sólo una expresión para referirse a un comportamiento que consideramos
metafóricamente «diabólico», sino que se referiría a un hecho real.
Satán y la melancolía
Satán ya hizo pecar en el origen a Adán y Eva y, como advierte la teología, sigue incitando al pecado a
base de obnubilar el entendimiento y excitar los apetitos carnales y las pasiones. Seduce y tienta
aprovechando, como refiere Guibelet, los puntos débiles de la persona tentada, como aprovecha también la
fragilidad de los melancólicos, tienta en la noche oscura del alma atribulada de los místicos, puede, si se le
invoca, ser mediador en los maleficios y hechizos, infundir visiones, locuciones y revelaciones, provocar
enfermedades, y aparecerse como sombras que se mueven, como engendros monstruosos, como hombres
pequeños de color muy negro, dice Fortea. Pueden incluso influir en la dinámica de una sociedad, y de
hecho, según Fortea, influyeron, poniéndose de acuerdo entre ellos, en el ascenso de Hitler al poder. Cómo
es posible que Dios consienta esta actividad diabólica desenfrenada es un gran misterio para los creyentes.
Lo cierto es que, al parecer, no la consiente con frecuencia, porque, si así fuere, se crearía, en el decir de
Fortea, un gran desbarajuste en las almas. En un libro publicado en 1606, el médico de Jaén Alfonso Freylas
consideraba que a veces el humor melancólico y el demonio actúan conjuntamente, dado que el demonio
encuentra en los melancólicos un terreno bien predispuesto para su influencia dañina, por la que fácilmente
les puede afligir con escrúpulos e imaginaciones insólitas y persuadir a desesperarse y ahorcarse. Es
imputable a esta fácil intervención demoníaca la facultad de algunos melancólicos para hablar latín sin
haberlo estudiado o para adivinar el futuro. Andrés Velásquez niega en principio que los maníacos puedan
hablar latín sin haberlo aprendido, filosofar sin haber tenido maestro o tratar de astrología sin ser astrólogos.
Ahora bien, si eso ocurriera, no sería por efecto de los humores ni por influjo de las estrellas, sino que es
obra del demonio, que, permitiéndolo Dios, entra en el cuerpo de los maníacos. Fortea considera como
signo evidente de posesión el conocimiento de lenguas no estudiadas.
También andaba Satán por los conventos de las carmelitas descalzas, y era él en muchos casos quien
inducía la melancolía en las monjas para ganárselas y perder su alma. El proceso, en todo caso, advertía
Teresa de Ávila, ha de sujetarse de manera firme desde que da los primeros signos, de manera que las
melancólicas no piensen que el humor melancólico les valdrá de disculpa, que se pueden salir con la suya,
holgarse en lo que les da gusto, decir todo lo que se les viene a la boca y mirar faltas en los otros con que
encubrir las suyas, pues si advierten que bastan sus clamores y las de-sesperaciones, y que no hay quien
ofrezca resistencia a las pasiones no mortificadas, una sola bastará para traer de cabeza a todo el convento.
Para sujetarlas, ha de usarse ante todo la compasión para ayudar a la enferma que tiene la razón oscurecida
a defenderse de los ardides del demonio. Pero se recurrirá en caso necesario al rigor del régimen
disciplinario del convento, antes de que sea tarde y el estrago esté ya hecho y puedan llegar a perder del
todo el juicio, y teniendo en cuenta además que las melancólicas no quieren reconocer que tienen este mal.
Y ha de hacerse sin contemplaciones, ya que no se trata de injusticia, del mismo modo, razona Teresa, que a
los locos se les ata y azota, de manera que no puedan matar a otros. Pero además de todas las medidas
disciplinarias, el mayor remedio es ocuparlas mucho en oficios para que no estén imaginando, que su
imaginación es flaca, y aquí está todo su mal.
Andreas von Wesele, Vesalio, nacido en Bruselas, hijo del farmacéutico de Carlos V, médico del ejército
imperial y residente en España como médico de Felipe II entre 1559 y 1564, desarrolló la mayor parte de su
trabajo en Padua, en donde culminó en 1542 su monumental Fabrica del cuerpo humano. La anatomía era
entonces la ciencia estrella y Vesalio el anatomista más prestigioso. Nacía una ciencia que investigaba los
secretos de la naturaleza del ser humano a través de la disección de cadáveres y la autopsia. Era «ver con
los propios ojos», el «yo lo he visto» que exclamaban entusiasmados aquellos primeros anatomistas, que,
como exploradores, y «movidos por su amor a la verdad, comienzan a fiarse más de sus propios ojos y de
su razón que de los escritos de Galeno», como diría Vesalio, se lanzaban a la búsqueda de lo insospechado
y al hallazgo de las «causas ocultas» de la enfermedad o de un signo o síntoma particular que se harían
visibles en el cadáver abierto. Vista y razón, empirismo y razonamiento, serán dos pilares fundamentales
del saber médico moderno. Cómo podría conocerse la patología y hacerse la clínica sin una buena
fundamentación anatómica. Las incompatibilidades entre los textos que proclamaban la verdadera doctrina
de Galeno, que nunca había disecado cadáveres, y las observaciones personales de los anatomistas se iban
haciendo cada vez más flagrantes. El conócete a ti mismo de Delfos encontraba aquí una plasmación literal,
el conocimiento físico del cuerpo humano, el supremo testimonio de la perfección de la naturaleza que
fascinó a Leonardo, a Durero, a Miguel Ángel, a Montaigne y a tantos otros. Este empirismo
anatomopatológico renacentista prepararía así el camino para el descubrimiento por William Harvey de la
circulación de la sangre, paradigma del nuevo saber biológico, del funcionamiento del aparato respiratorio,
y de tantos otros avances de la fisiología y de la medicina. Preparaba también la formulación en el siglo XIX
del modelo anatomoclínico y ponía las bases para hacer de la patología humana una ciencia, en la cual la
lesión anatómica tendrá un progresivo protagonismo como clave del diagnóstico, en lo que Laín Entralgo
denomina «giro copernicano de la lesión anatómica», de manera que a partir del Renacimiento el
protocolo de autopsia se incorporará al relato patográfico de la historia clínica.
Estaba abierta España, y lo estuvo hasta el último tercio del siglo XVI, al movimiento humanista
europeo y a las corrientes científico-técnicas del momento, a las que contribuyó, como bien nos ha ilustrado
la erudición histórico-social de López Piñero, incluso con planteamientos críticos hacia los clásicos y hacia
las versiones medievales, consideradas «bárbaras», de los mismos, como pudieran ser el galenismo
arabizado del famoso Canon de Avicena que había sido hegemónico entre los médicos españoles en la
transición entre el siglo XV y XVI. España ya había sido en la Edad Media puerta de entrada del saber
clásico hacia Occidente, en la que la comunidad hispanojudía había tenido un destacado papel, y había
recibido muy temprano la influencia del humanismo italiano. La renovación que supuso la anatomía
vesaliana ya había tenido sus antecedentes en la disección de cadáveres y en la enseñanza anatómica
practicadas en el norte de Italia desde los siglos XIV y XV, y que se habían difundido por aquel entonces
también a los territorios pertenecientes en España a la Corona de Aragón. Incluso el Anatomica methodus
del médico segoviano Andrés Laguna, escrito en 1535 en el ambiente científico y anatómico de la
Universidad de París, es anterior a la Fabrica del cuerpo humano, de Vesalio. La actitud de Laguna de
realizar él mismo las disecciones, y de atenerse con rigor a los hechos cuidadosamente observados con los
propios ojos en los «ingenios y secretos de la naturaleza» del cuerpo humano, había influido de hecho en la
mentalidad de un Vesalio algo más joven que coincidió con él en París.
En este contexto favorable, alumnos directos de Vesalio durante su magisterio en Padua hicieron de la
Universidad de Valencia un activo centro de cultivo y difusión del movimiento vesaliano español que tanto
influyó en las cátedras de anatomía de las principales universidades españolas, en particular en las de
Valladolid, Salamanca y Alcalá, y en los hospitales del Monasterio de Guadalupe. La influencia del
movimiento vesaliano que irradió desde la escuela de Valencia se dejó notar de manera especial en la obra
del filósofo y médico Francisco Vallés, catedrático de medicina en la Universidad de Alcalá y médico de
cámara de Felipe II, a quien aliviaba sus dolores gotosos, y a quien Boerhaave llamaría un siglo y medio
después el «Hipócrates español». Vallés asocia los postulados del galenismo humanista y su particular
énfasis en la observación clínica hipocrática, al interés por la anatomía, por el diagnóstico de los males
internos y por «todo lo que se oculta en lo más recóndito del cuerpo», practicando la disección de los
cadáveres de ajusticiados y de enfermos fallecidos en los hospitales para mostrar a sus alumnos los
fundamentos morfológicos de sus enseñanzas sobre las localizaciones patológicas.
A partir, no obstante, del último tercio del siglo XVI y durante buena parte del siglo XVII, este entusiasmo
declinó debido a la crisis económica y política y en buena medida también a los condicionantes propios de
la Contrarreforma. Todo ello hizo revivir la escolástica tradicional y determinó un aislamiento ideológico y
científico que impidió a la ciencia y a la medicina el contacto con las corrientes europeas en plena
transformación, configurándose lo que López Piñero denomina galenismo contrarreformista. Los tratados
volvieron a ser una glosa acrítica de las tesis aristotélicas, desapareciendo prácticamente las observaciones
clínicas propias, y los astrónomos españoles ya no pudieron dar fe pública de su heliocentrismo desde que
éste fuera condenado por el Santo Oficio. El espíritu tridentino e inquisitorial neutralizó los primeros
entusiasmos humanistas, produjo lo que Fernández Álvarez llamó «atonía del humanismo», y enrareció el
ambiente intelectual, algo que pudo determinar el exilio de Luis Vives y afectó al fraile agustino, poeta y
profesor en Salamanca fray Luis de León, de cuyo proceso inquisitorial al que se le sometió dijo que era
cruel tiranía e impiedad.
El humor negro que seca el cerebro y ennegrece el rostro y la mirada, y la maligna acción de Satán en los
cuerpos de sus víctimas, habían sido durante los siglos XVI y XVII dos modelos explicativos que querían
desvelar los enigmas de la melancolía. En los siglos siguientes, los modelos con los que la medicina trata de
desvelar los secretos del enfermar humano se emanciparán de la teología, de las creencias mágico-religiosas
y de la doctrina de los humores y pondrán las bases de la medicina moderna. Pero, al igual que sobre la bilis
negra se construyó la doctrina del modelo humoralista de la melancolía, se construirá ahora sobre los
modelos científicos de la patología humana la doctrina del modelo psicopatológico. El supuesto
desequilibrio de los humores dará paso, ya en el siglo XX, al supuesto desequilibrio de los
neurotransmisores cerebrales. Pero, al igual que la posesión de Satán y la bilis negra como supuesta causa
de la melancolía eran una invención, también ahora la conversión de las experiencias vitales en patología,
en psicopatología, va a ser una ficción, y las supuestas psicopatologías, una enfermedad inventada, una
logomaquia que no nos permitirá comprender tampoco el significado profundo de esas experiencias.
«Que nadie espere que vamos a señalar el lugar donde se encuentra la locura, ni señalar la
naturaleza y el lugar de la lesión orgánica que determina la locura. Estamos todavía muy lejos de
ello. Las autopsias realizadas hasta el momento han sido inútiles. Todos los trabajos sobre la
anatomía del cerebro no han producido otros resultados que la certeza desesperante de que jamás
se podrán deducir de estos datos conocimientos aplicables al ejercicio de la facultad pensante ya
sea en el estado de salud o de enfermedad».
También era para Emil Kräpelin (1856-1926) desalentador no encontrar nada: «Por desgracia, el interés
verdaderamente psiquiátrico de los descubrimientos hechos en anatomía cerebral ha resultado inferior a
lo que cabía esperar, se entiende que los intentos de explicación anatomopatológica de la locura hayan
llevado en muchas ocasiones a un cierto desaliento». Reconocía Kräpelin que «nuestro diagnóstico debe
basarse principalmente en las acciones del enfermo» y que el hallazgo que tenía delante eran
comportamientos y experiencias vitales, pero no hallaba su conexión con las condiciones causales: «resalta
claramente la dependencia que hay entre el cuadro clínico y sus condiciones causales, aunque nuestro
conocimiento relativo a estas circunstancias sea hoy, desgraciadamente, aún insuficiente». También
Clemens Neisser (1861-1940) confesaba su falta de pruebas: «Caracterizar una enfermedad cerebral como
focal precisa la prueba de una localización cuyo cambio patológico está en relación con funciones
concretas. Una prueba tal no la he podido aportar». Frente a las experiencias vitales trastornadas,
reivindica también Kahlbaum el modelo anatomoclínico, pero también él expresaba su extrañeza ante la
falta de aclaraciones aportadas por la anatomía patológica del cerebro:
Los relatos de Charles Lasègue (1815-1883) sobre delirios de persecución y alucinaciones auditivas, que
Fernando Colina y José María Álvarez citan en El delirio en la clínica francesa, no son otra cosa que
descripciones de experiencias vitales hechas a partir de los relatos de las personas que las tienen. Y a pesar
de que afirma que «ahí hay un elemento patológico nuevo introducido en el organismo moral», no aporta
ninguna prueba de la existencia del tal «elemento patológico». La anatomía patológica del cerebro y los
estudios cada vez más refinados de la citoarquitectura del córtex «no habían proporcionado resultados
decisivos», nos dice Pierre Pichot. Situados ya en pleno siglo XXI, Julio Sanjuán escribe: «La verdad es que
no contamos hasta la fecha con un solo marcador biológico que tenga la suficiente especificidad como
para ser incluido dentro de los criterios diagnósticos en ningún trastorno psiquiátrico». Sería, no
obstante, muy frustrante para el modelo psicopatológico aceptar que ha errado el objeto de análisis y que las
pesquisas hermenéuticas una y otra vez han resultado fallidas. Por eso, es probable que siga persiguiendo
con ansiedad una prueba de que no estaba equivocado. El proyecto del Instituto Nacional de Salud Mental
de los Estados Unidos para la próxima década, como nos dice su actual presidente Thomas Insel, es nada
menos que la búsqueda de «marcadores moleculares» de la enfermedad mental. Si bien Germán Berrios, en
Hacia una nueva epistemología de la psiquiatría, reconoce que «los marcadores biológicos no están
disponibles en la psiquiatría» y que «es improbable que la investigación biológica sea informativa» para
la comprensión de lo que denomina «síntomas mentales», lamenta, no obstante, que la psicopatología
descriptiva no está a la altura de la investigación neurobiológica que ha de tender a identificar la fuente
cerebral alterada consistente en «poblaciones de neurorreceptores».
Con esta tradición de invenciones declarativas entroncan también las logomaquias del modelo
psicopatológico y aquel «llamo a esto ‘esquizofrenia’», que profería mucho más recientemente Kurt
Schneider (1887-1967) en su Psicopatología clínica. Ya puestos a inventar patologías, Laín Entralgo
inventará también la enfermedad de las neurosis experimentales a las que considera «desorden patológico
de la conducta, el modo de enfermar propio de las neurosis humanas —y mutatis mutandis el de las
psicosis— es el correspondiente al de cualquier otra de las enfermedades que el hombre padece», y ello a
pesar de que, como veremos en el capítulo 5, en todo el proceso por el que se instaura una neurosis
experimental nada permita pensar en las alteraciones morfológicas o fisiológicas del «modo de enfermar»
humano.
Fuera del enunciado, pues, la tal patología no existe, no está ahí preexistente alojada en su «sede» a la
espera de ser «descubierta». Fuera del enunciado, el único hallazgo consistente son los mismos
comportamientos sobre los que se opera la metamorfosis declarativa. Y la única evidencia de que esos
comportamientos son una enfermedad es que algunas personas declaran que otras la padecen, «tienes una
enfermedad, porque yo lo digo», porque en ellos no ocurren los mismos procesos anatomopatológicos,
fisiopatológicos y citopatológicos que definen una hepatitis, porque ellos no son un «modo de enfermar»,
porque ellos no son una patología. Una enfermedad como la hepatitis no puede ser inventada mediante el
lenguaje, ha de ser evidenciada de forma rigurosa. Pero la ficción de la psicopatología, en una flagrante
transgresión de los criterios del modelo anatomoclínico, permite inventar enfermedades a base de ponerles
tal nombre a determinadas experiencias vitales. Esto convierte al modelo psicopatológico en una
«construcción pseudológica engañosa», que decía Roger Gentis, que pretende hacer pasar por real una
ficción, una «profanación de la palabra», que dice Antonio Moreno, un amigo nuestro, y que nos evoca la
advertencia de Claude Bernard: «hay que aferrarse a los fenómenos y ver las palabras como expresiones
vacías de significado si los fenómenos que debían representar no están definidos o ni siquiera existen».
La metamorfosis declarativa no es, pues, una evidencia, es una creencia, una «verdad revelada» en la que
hay que creer por la autoridad de quien la enuncia. De hecho, Kurt Schneider reconoce que su postulado
sobre la ciclotimia y la esquizofrenia tiene que ser, por la debilidad de las evidencias aportadas, «una
profesión de fe». Schneider reconoce que «nos son desconocidos los procesos morbosos que subyacen a la
ciclotimia y a la esquizofrenia. Pero que a ellas subyacen enfermedades, eso es un postulado que tiene
muy buenos apoyos, una hipótesis que está muy bien fundada». Pero no importa que sean desconocidos,
vendría a decir Schneider, y seguirá diciendo que cuenta con «buenos apoyos» para la quimérica existencia
de los «procesos morbosos que subyacen», para su «profesión de fe», aunque nunca nos los haya mostrado.
Tal vez tomando conciencia de la debilidad de su logomaquia, al menos Schneider confiesa que su
postulado pueda ser tachado de «dogmático». El clérigo exorcista, también fundándose en la fe, dirá tener
buenos apoyos para afirmar que el demonio es un personaje real y que realmente anda por ahí dentro del
cuerpo de los posesos ocasionándoles una abigarrada sintomatología de rabia y de blasfemia, y aun cuando
el clérigo Fortea afirme que se ha «comprobado una y otra vez» la existencia de la posesión demoníaca y
los coitos del demonio con mujeres, jamás nos podrá aportar evidencia científica de lo que afirma,
sencillamente porque se trata de un asunto mágico-religioso no sometido al escrutinio de la ciencia. El
modelo anatomoclínico que aporta a la comprensión de la enfermedad humana el método científico natural,
se comporta, sin embargo, como un modelo «sobre-natural» cuando se ofrece para que el modelo
psicopatológico cometa sus logomaquias sobre el comportamiento humano.
Los únicos apoyos que Schneider puede aducir para su «profesión de fe» son los comportamientos que
definen la ciclotimia y la esquizofrenia, a los que superpone la declaración patológica, quedando, de esta
manera, reinventados como hechos psicopatológicos, como síntomas psicopatológicos, lo cual modifica
radicalmente la naturaleza de lo somatopatológico definida por el modelo anatomoclínico al que, sin
embargo, Schneider proclama adherirse. En efecto, de acuerdo con el propio Schneider, «en psiquiatría el
concepto de enfermedad es para nosotros un concepto estrictamente médico. La enfermedad misma se da
únicamente en lo somático y nosotros llamamos ‘morbosas’ a las anormalidades psíquicas cuando cabe
atribuirlas a procesos orgánicos morbosos». Y aun no pudiendo atribuir las «anormalidades psíquicas» a
«procesos orgánicos morbosos», Schneider dará un paso más decisivo todavía en el camino de la
patologización del comportamiento humano. Aun cuando considera que las «personalidades anormales» y
las «reacciones vivenciales anormales» no son enfermedades, sino que son variedades anormales del
psiquismo, inviste, sin embargo, con la denominación de «psico(pato)logía» a un grupo de personalidades
anormales, las «personalidades psicopáticas», de las cuales nos ofrece una clasificación pintoresca
(psicópatas menesterosos de notoriedad, abúlicos, explosivos, asténicos, desalmados, etc.). Lo
psicopatológico, adquiere así con Kurt Schneider carta de naturaleza, como algo distinto de lo
somatopatológico. Se consumaba así la metamorfosis, la ficción que siglos atrás había hecho de la
melancolía el síntoma de una enfermedad negra, o una enfermedad negra toda ella.
Del mismo modo que de la bronquitis brota la tos o el esputo, o de la filtración glomerular la orina, de la
enfermedad mental-cerebral brotarían los delirios, a modo de una secreción, a modo de signos y síntomas
de la causa patológica. Juan Antonio Vallejo-Nágera (1926-1990), uno de los más renombrados
representantes del modelo psicopatológico, en su Introducción a la psiquiatría lleva hasta sus últimas
consecuencias la metamorfosis y nos dice que la idea delirante primaria «ha brotado directamente de la
enfermedad, no deriva de otros síntomas ni sucesos de la vida del enfermo». Sabemos cómo se fabrica y
brota la orina de los delicados mecanismos de la nefrona renal, pero no sabemos cómo puede brotar un
delirio de una enfermedad inventada, como tampoco sabemos cómo puede brotar la desolación melancólica
de un cerebro resecado por la bilis negra. El perito del famoso «caso Paul Schreber», el prestigioso jurista
alemán al que, por sus Sucesos memorables de un enfermo de los nervios, la ortodoxia psicopatológica
convirtió en el paradigma de la «enfermedad paranoica», declaraba, como prueba de que los delirios de
Schreber son patologías: «están condicionadas de manera directa por procesos indudablemente
patológicos en el cerebro». Pero nadie desde entonces nos ha sacado de la duda que seguimos albergando
respecto a esos «procesos indudablemente patológicos». Para Schneider, la ciclotimia y la esquizofrenia
«no están asociadas a vivencias», son un «proceso psicológicamente inderivable» de las vivencias, derivan
directamente de la causa morbosa: «con las psicosis hace acto de presencia algo cuyo estar-ahí no es
comprensible a partir de experiencias y vivencias».
Una de las logomaquias que se emplea hoy con más profusión y que recae con preferencia sobre la
población infanto-juvenil es el denominado «trastorno de déficit de atención con hiperactividad» o TDAH,
al que Fernando García, Héctor González y Marino Pérez han dedicado un libro reciente. La Guía de
práctica clínica sobre el trastorno que el Ministerio de Sanidad español ha publicado es una muestra de
cómo, a partir de determinadas conductas y experiencias vitales, se puede armar una patología inventada
con sede y causa mental y cerebral, con la misma facilidad con que se pudo construir la «enfermedad
melancólica», o con la misma facilidad con que, sin prueba alguna, Schneider hacía su «profesión de fe» o
Vallejo-Nágera inventaba enfermedades de las que brotan delirios. La Guía nos define el TDAH como «un
trastorno que comprende un patrón persistente de conductas de desatención, hiperactividad e
impulsividad», y aclara que el trastorno «está presente cuando estas conductas tienen mayor frecuencia e
intensidad de lo que es habitual y cuando interfieren en el rendimiento escolar y en otras actividades
cotidianas». Se dice que los niños que tienen este trastorno tienen mayor riesgo de fracaso escolar y de
problemas de comportamiento «como consecuencia de los síntomas propios del TDAH», que no son otros
que las conductas que lo definían. Tenemos, pues, tres conductas complejas: desatención, hiperactividad e
impulsividad. Se las agrupa y se le pone un nombre a la agrupación: TDAH. Después se cosifica el nombre,
y lo que era sólo una palabra para denominar un conjunto de conductas se hace, por la magia de la palabra,
una cosa, una entidad, un «trastorno» realmente existente, sin más pruebas de su existencia que la palabra
que lo nombra. Se declara a continuación, en metamorfosis declarativa, que el niño «tiene» y «padece» esa
cosa que es el trastorno, y que lo tiene en su mente. Posteriormente, y como olvidando cómo se había
definido el supuesto trastorno, se lo entroniza nada menos que como causa de aquellas conductas de las que
se había partido y que ahora son meros «síntomas» del trastorno inventado. Identifico la conducta de
desatención, invento desde ella un «trastorno mental» que llamo «trastorno de desatención» y digo después
que la desatención está causada por el «trastorno de desatención» que acabo de inventar, o lo que es lo
mismo, la desatención viene a ser una secreción que brota del trastorno inventado. Por otra parte, al
reabsorber las tres conductas en el trastorno psicopatológico, se elude el análisis de las condiciones
biográficas y contextuales de los que derivan, se los despoja de significado resultando así
«incomprensibles», se elude la consideración de aquellas otras circunstancias a las que el niño sí presta una
gran atención, y se impide además un abordaje efectivo de las dificultades que comportan aquellas
conductas y de otros problemas de comportamiento con los que suelen estar relacionados. Al modelo
psicopatológico le basta con decir que son «inderivables» de los sucesos de la vida, le basta con decir que
derivan de patologías o trastornos inventados.
2.3. LA CONSOLIDACIÓN DE LA «PATOLOGÍA MENTAL»
Con Esquirol, que en su Memoria sobre la locura y sus variedades habla abiertamente de «enfermedad»
(«maladies mentales»), en lugar de «alienación», se formaliza la patologización moderna de los problemas
psicológicos y se constituye también así una antropología psicopatológica, una manera psicopatológica de
mirar al ser humano y a sus vicisitudes. Aun cuando el estancamiento de la sangre en el cerebro, que
Maudsley proponía, todavía recordase el humoralismo del pasado, la emancipación respecto de lo mágico-
religioso ya era más evidente, y por eso Esquirol, sustituyendo una logomaquia por otra, afirmará rotundo:
«demostraré que la posesión del demonio es una verdadera monomanía». La «patología mental» se irá
consolidando en la segunda mitad del siglo XIX y primeros años del siglo XX, como una rama de la
patología médica. Al definir las experiencias vitales y los problemas psicológicos como patologías
pertenecientes a la patología médica, se autolegitimaba también la intervención médica. En efecto, si estos
comportamientos los «tratan» los médicos, será porque son un asunto del que los médicos entienden, es
decir, una patología, del mismo modo que si los tratan los clérigos, será porque son un asunto del que éstos
entienden, una posesión diabólica. Y si, como diría Víctor Weizsäker, «enfermo es todo aquel que va al
médico», estos que van al médico son enfermos, tienen una enfermedad, una «enfermedad mental».
A la vez que se consolida el modelo psicopatológico y la «patología mental», se van configurando
también los contornos de la psiquiatría como una rama de la medicina, como «medicina psíquica» o
«medicina mental», que reivindicará cada vez más que se le dé por supuesta su capacidad para dictaminar
que determinados comportamientos son una enfermedad o se deben a una enfermedad. Para Kräpelin, en su
Introducción a la clínica psiquiátrica, la psiquiatría será «el estudio de las enfermedades mentales y su
tratamiento», si bien, recordando tal vez aquel carácter invulnerable de la mente y del alma, mostraba que
«hablando con exactitud, acaso no debiéramos decir que sea la mente la que padezca trastornos
morbosos», consciente de que las «alteraciones de la vida mental pertenecen a un orden de fenómenos
morbosos que constituyen una nueva sintomatología». No obstante, les dice a sus alumnos que «sin
grandes dificultades, con la guía de vuestros conocimientos en patología general, os será fácil seguir el
estudio de esta rama de la medicina». No obstante, Germán Berrios, que considera que la psiquiatría es «la
comprensión y gestión de las categorías de conducta y experiencias consideradas desordenadas,
anormales o enfermas», señala que «para el epistemólogo, nada puede considerarse como sagrado,
incluso la idea de que la psiquiatría debe ser una rama de la medicina».
Al igual que el modelo anatomoclínico tiene una semiología que le permite analizar el significado del
esputo, de la ictericia, de las células de la biopsia, el modelo psicopatológico ha desarrollado también una
semiología de los signos y síntomas psicopatológicos, y ha construido una psicopatología descriptiva. De
acuerdo con esta semiología, los comportamientos y experiencias de la vida serán declarados signos y
síntomas psicopatológicos, como quería Kurt Schneider, como si los comportamientos y los problemas de
comportamiento fueran lo mismo que un esputo o una ictericia. El comportamiento humano y los problemas
de comportamiento se convierten entonces en simulacros de esputo e ictericia; la descripción de las
experiencias vitales, en psicopatología descriptiva; el curso de las experiencias de la vida en la historia
biográfica de quien las vive y las sufre, en discurso psicopatológico sobre las experiencias de la vida. Si el
esputo es un signo patológico que remite a la lesión patológica broncopulmonar, las conductas que
intervienen en las experiencias de la vida serán los signos patológicos que remiten a la patología inventada.
De acuerdo con esta psicopatología, las conductas y experiencias de la vida convertidas en signos y
síntomas psicopatológicos se agrupan a menudo en categorías o síndromes psicopatológicos consistentes
en constelaciones de conductas, como la colección de conductas del TDAH que hemos visto, que se
agrupan de acuerdo con determinados criterios en la misma categoría y teniendo en cuenta su mayor o
menor coincidencia estadística en las personas que los manifiestan. Como confiesa Robert Spizer,
responsable del DSM-III, el artificial «troceamiento» de las experiencias vitales en categorías estuvo muy
determinado por la necesidad de justificar los reembolsos de las compañías aseguradoras con «cuadros
patológicos» específicos. En todo caso, sobre cada una de estas colecciones, los catálogos psicopatológicos
estampan las correspondientes logomaquias: TDAH, fobia social, catatonía, trastorno bipolar, trastorno
negativista desafiante, trastorno de personalidad límite, agorafobia, trastorno obsesivo-compulsivo,
síndrome de las piernas inquietas, parafilias, y tantos otros. Existe en el ámbito de la psiquiatría, según
refiere Enrique Baca en Teoría del síntoma mental, un intenso debate en torno a los significados precisos
de «signo» y «síntoma», y un intento por otorgarles a los «síntomas» una significación más conductual y
más precisa y operativa, evitando las definiciones vagas e inespecíficas. Así, la inatención, un síntoma del
TDAH, se definiría como «no presta atención a detalles, comete errores por descuido, tiene dificultades
para mantener la atención en lectura prolongada, no sigue las instrucciones, no termina las tareas», y
otras conductas específicas. Ello, no obstante, no les otorga a las categorías diagnósticas más entidad
patológica ni más validez; al contrario, pone si cabe más a la vista la metamorfosis declarativa cometida
sobre las conductas incluidas en la categoría psicopatológica.
A pesar de este intento, no está, sin embargo, siempre claro qué conductas conforman cada categoría, ni
los criterios de acuerdo con los cuales una conducta, y no otra, es «patológica» y se debe incluir en una
determinada categoría, con lo que no siempre se sabe con precisión si una persona «tiene claramente» o no
la psicopatología y puede en consecuencia encajar en la categoría. Esto hace también que las fronteras entre
los síndromes sean imprecisos, que las categorías no sean independientes y distinguibles tal como el modelo
quería, que se produzcan entre ellas muchos solapamientos y que una misma persona pueda manifestar
conductas que pertenecen a varias categorías al mismo tiempo, por lo que no padecería una sola morbilidad
o psicopatología, sino varias, lo que se denomina con el pomposo nombre de comorbilidad. Todo ello
agrava, como Richard Bentall ha señalado en Medicalizar la mente, el problema de la fiabilidad de los
catálogos psicopatológicos, que se refiere a la probabilidad de que varios profesionales se pongan de
acuerdo en que una persona «tiene» o no la patología del síndrome.
¿Enfermo o bribón?
«Dudoso es afirmar si este hombre es un alienado en el estricto sentido de la palabra. Más bien
parece tratarse de un redomado bribón de nacimiento. Juzgado este individuo a la luz de nuestras
leyes penales, parecerá que se trata simplemente de un criminal y de un estafador; pero el médico
ve con claridad que padece de una congénita incapacidad para manejarse en la vida social
ordenada, defecto superior a la influencia de toda educación. Este caso hállase en la zona
colindante de la mentira patológica con la bribonería».
Para Schneider, hay, por un lado, «anormalidades psíquicas que son variedades anormales del
psiquismo», y por otro, «anormalidades psíquicas que son consecuencia de enfermedades», y que no hay
transición entre las personalidades anormales y las psicosis, sino que se da entre ellas una «frontera nítida».
En éstas habría «algo nuevo hacia lo cual no se dan transiciones», el mismo «elemento patológico nuevo»
al que apelaba Lasègue, aun cuando de tal «novedad» ni Schneider ni Lasègue aporten evidencia alguna.
Las dudas respecto a la legitimidad de la frontera revestirán un carácter especial cuando se planteen en
relación con las experiencias mágico-religiosas. Refiere Leuret el caso de un interno del hospital de Bicêtre
que decía estar habitado por espíritus enviados de Dios que se alojaban en sus oídos y le daban órdenes a las
que no se podía resistir. Pese a vituperar al interno en público por sus «extravagancias» y a someterle al
procedimiento coactivo de la ducha, con el objetivo de que «se retracte de sus locuras», el interno gritaba
con fuerza que no estaba loco y que «sus contactos con los seres espirituales eran un beneficio para él y
no una enfermedad». Leuret se muestra pesimista respecto a la existencia de un tratamiento efectivo para el
caso, puesto que «para desengañarle me encuentro con una dificultad mucho mayor: que esa creencia en
espíritus capaces de introducirse en el cuerpo humano no es exclusiva de los alienados». Lo que Leuret,
sin embargo, no pone en duda es su propio presupuesto psicopatológico de que el contacto con seres
espirituales, tan propio de las creencias mágico-religiosas, sea una enfermedad. En el mismo ámbito de las
creencias mágicas, y sin poner tampoco en cuestión sus creencias psicopatológicas, Kräpelin escribe:
«Podría afirmarse que el mundo de las ideas de un salvaje, que se ve rodeado constantemente de
demonios y percibe un sinfín de señales anunciando desgracia o felicidad, o el brujo que domina la
fuerza mágica de los fetiches y, mediante conjuros, produce acontecimientos sobrenaturales, no
difiere básicamente en demasía de un sistema delirante paranoico, solamente que en aquél se trata
de niveles culturales y en éste de un desarrollo personal enfermizo».
¿Y cómo llega a establecer Kräpelin la frontera entre los «niveles culturales» y el «desarrollo personal
enfermizo»? A falta de otras evidencias, le bastará la evidencia de su declaración psicopatológica.
Una fragmentación arbitraria y calculada de las experiencias vitales
Con la «perspectiva sindrómica» dicotómica (si manifiesta las conductas de la constelación, «tiene» la
patología; en caso contrario, no la tiene), que pareciera mera colección de conductas sin más, se han querido
soslayar las serias cuestiones teóricas y epistemológicas que suscita el modelo psicopatológico y hacerlo
más fácilmente aceptable por parte de quienes no creen que existan las tales «patologías mentales», pero
que pudieran fácilmente ponerse de acuerdo sobre las conductas incluidas en la colección, pongamos las
conductas desatentas e hiperactivas de un niño. También se ha querido ver en esto un intento por facilitar el
entendimiento mutuo entre los profesionales que en su práctica clínica se encuentran con estas conductas,
siempre y cuando fueran capaces de ponerse de acuerdo entre ellos en que las conductas que definen una
categoría se dan en los casos que atienden. Es fácil que varios profesionales que atienden a un niño que se
hace pis en la cama se pongan de acuerdo en decir que «tiene una enuresis nocturna», o que se pongan de
acuerdo en decir que «tiene una fobia» quien huye despavorido ante un perro inofensivo. En aquellos casos
en que las conductas son muy diversas y complejas, no es tan fácil, sin embargo, que varios profesionales se
pongan de acuerdo incluso en que el conjunto de conductas que manifiesta un niño coincide con el conjunto
de conductas que definen el síndrome TDAH.
En todo caso, en la medida en que las conductas metidas en cada síndrome son tomadas implícita o
explícitamente como signos y síntomas de entidades patológicas, la perspectiva «sindrómica» introduce de
hecho, de modo encubierto, el modelo psicopatológico, y en esa medida es una argucia que desautoriza
más, si cabe, a la ortodoxia psicopatológica y a sus nosologías. Y mientras que unos podrían estar hablando
de las conductas desatentas e hiperactivas de un niño y tratando de analizar y comprender su naturaleza
funcional, como veremos que hacen los paradigmas de la psicología, otros podrían estarlas desnaturalizando
al tomarlas implícita y explícitamente como signos y síntomas psicopatológicos. Aunque queriendo
entenderse, ambos estarían contribuyendo al equívoco. El bienintencionado acuerdo no puede disimular que
la colección de conductas del síndrome es una carta marcada desde el principio por la psicopatología,
aunque se quiera disimular, incluso con la buena intención de entenderse.
La argucia del «trastorno»
Aún cuando el titulo del catálogo DSM evita la palabra «enfermedad» y utiliza le palabra «trastorno»
(«disorder»), para eludir así también la insuficiencia epistemológica de la perspectiva psicopatológica,
DSM mantiene de manera calculada la ambigüedad entre «enfermedad» y trastorno» o entre «grupo de
síntomas» y «enfermedad», siendo en realidad conceptos intercambiables. Por lo demás, el hecho de operar
desde la «patología mental» y de utilizar la retórica del «síntoma», no deja lugar a dudas tampoco de que
estamos ante una refundación de la «enfermedad melancólica» de antaño. Por lo demás, en el propio texto
del catálogo DSM no son infrecuentes las referencias a «patologías» o a «afecciones psicopatológicas», no
se vaya a pensar que el catálogo es tan sólo un conjunto de colecciones de conductas, que, en ese caso, no
podría considerarse un asunto de la «patología médica», como se quiere que sea. Refiriéndose a los trabajos
preparatorios del DSM-5 para analizar las posibles aportaciones de las neurociencias a la validez del
diagnóstico psicopatológico, Miquel Bernardo y Miquel Bioque, en la publicación DSM-5 ¿Quo vadis?,
nos reiteran, emulando el desaliento de siempre, que «tuvieron un resultado ciertamente desalentador».
No obstante, estos autores nos dicen que «la psiquiatría necesita una clasificación, no puede estar sin ella
porque traicionaríamos uno de los supuestos esenciales del trabajo diagnóstico psiquiátrico: no hay
ciencia sin taxonomía». Visto lo visto, sin embargo, se trataría de una taxonomía sin ciencia, porque lo
que se clasifica son patologías inventadas, logomaquias desprovistas de evidencia si nos hemos de atener al
rigor epistemológico de los modelos científicos de la medicina.
Existen muchos textos con títulos tales como Fundamentos de psicopatología general, Manual de
psicopatología clínica, Introducción a la psicopatología, y otros. Algunos se limitan a hacer descripciones
de las conductas sobre las que recae la psicopatología, pero suscriben abiertamente el modelo
psicopatológico. Hay otros, sin embargo, como el de David Barlow y Marck Durand, o el de Vicente
Caballo, Isabel Salazar y José Antonio Carrobles, que conciben el comportamiento y los problemas
psicológicos como fenómenos multicausados y los analizan y comprenden desde la perspectiva de los
paradigmas de la psicología, y no como síntomas de patologías mentales. No obstante, al referirse a los
diferentes problemas psicológicos, utilizan en mayor o menor grado, y no todos por igual, terminología
psicopatológica e incluso los síndromes DSM, tal vez porque al ser un modelo muy extendido en la práctica
profesional se propicia el entendimiento entre los profesionales antes referido o, tal vez, porque algunos
estudios e investigaciones han tenido como referencia los problemas psicológicos definidos sobre la base de
esas nomenclaturas.
En todo caso, el uso el lenguaje psicopatológico, aunque se diga desprovisto de las connotaciones de la
«patología mental», podría contribuir, en nuestra opinión, a dar carta de naturaleza al binomio
somatopatología/psicopatología que consagró Schneider, a seguir sosteniendo la dualidad alma-cuerpo,
mente-cuerpo, a seguir manteniendo una concepción animista de los fenómenos «mentales» y a desdibujar
el específico nivel de análisis que aportan los paradigmas de la psicología al estudio de los problemas
psicológicos, que no son patologías, ni tienen la naturaleza de síntoma, ni son síntomas de patologías. Si la
jerga psicopatológica constituye una logomaquia en labios de quienes suscriben el modelo psicopatológico,
porque se refiere a entidades ficticias, en las que sin embargo creen, podría ser una logomaquia mayor
todavía, y más imperdonable, en labios de quienes la usan pero dicen no creer en la patología inventada
subyacente. Si no son una enfermedad, si no son una patología, si no son un «modo de enfermar», ¿a qué
pronunciar el contrasentido lógico y epistemológico de psico-patología?
«Los individuos que acuden al médico con una pena constituyen ya, en su conjunto, una
selección negativa. A generaciones anteriores a la nuestra no se les habría ocurrido pensar que esa
pena era una ‘enfermedad’ ni desembarazarse de ella de esa manera. Y con razón sigue
oponiéndose a eso todavía hoy la persona madura que toma sobre sí su destino como una tarea y
como una responsabilidad».
La perspectiva dimensional que Miquel Bernardo y Miquel Bioque señalan como una novedad del
catálogo DSM-5, y que sitúa los atributos de un trastorno a lo largo del continuo de escalas cuantitativas,
tales como leve-moderado-grave, parece ser un intento por reparar los inconvenientes e imprecisiones que
planteaban las categorías dicotómicas. No obstante, en la medida en que pervive el mismo modelo
psicopatológico, es de temer que la patología que se circunscribía a algunos agrupamientos pueda
extenderse y contaminar a todos los comportamientos del continuo con el riesgo de psicopatologizar más
aún las experiencias vitales y los problemas psicológicos, aunque fuera sólo en el grado «leve» del continuo
o dimensión. Al mismo tiempo, en DSM-5, se han bajado los umbrales de los requisitos que se exigían para
poder meter una conducta en un determinado síndrome del catálogo, con lo cual ahora pueden entrar
muchas más conductas en el territorio patológico porque la «puerta de entrada» es más amplia. La vaguedad
de las expresiones «a veces», «frecuentemente», «suele» y otras por el estilo, y la abundancia de juicios de
valor incluidos en el catálogo hacen enormemente permisiva la patologización de conductas que «a veces»
la persona realiza o que «suele» realizar, sin necesidad de mayores precisiones. Así de liberal y de «manga
ancha» es el modelo. Pero por si esto no bastara, y por si algún comportamiento no reuniese los requisitos
necesarios para encajar de forma satisfactoria en una de las categorías del catálogo, se podrá incluir en todo
caso en la categoría «trastorno no especificado». «A mi juicio tiene patología, aunque no la tengo
clasificada en mi catálogo de psicopatologías», se viene a decir. En su ambición patologizadora, el modelo
psicopatológico lo clasifica todo, incluso aquello que todavía no ha clasificado, pero que incluirá en la
«clase de los no clasificados», con lo que queda también clasificado como psicopatología.
Por otra parte, en virtud de la arbitrariedad de la frontera entre las experiencias vitales «patológicas» y
«no patológicas», se produce un mecanismo arbitrario y elástico que quita y pone diagnósticos patológicos
según convenga. Un comportamiento que esté «bajo sospecha» por ser «anormal» o problemático, o porque
cuenta con poca o nula aceptación social, puede ser «candidato» para traspasar la frontera elástica e ingresar
en el reino de lo patológico, de los «trastornos mentales». Cuando, debido a múltiples factores, el
mecanismo opera en sentido inverso, entonces se lo despatologiza por la vía de quitarlo del catálogo. En las
primeras ediciones del catálogo DSM figuraba en la lista de las enfermedades mentales la homosexualidad,
pues, de acuerdo con la ortodoxia psicopatológica del momento, las personas que decidían implicarse en
una relación emocional y erótica con otra persona del mismo sexo «tenían» una «enfermedad mental». Hoy,
después de reñidas votaciones entre los responsables de hacer las listas de psicopatologías, ya no está en la
lista y además recientemente se han desautorizado los supuestos genes «gay» que se habían «descubierto»
cuando figuraba en el catálogo. Los laboratorios farmacéuticos, que en sus folletos la declaraban por aquel
entonces enfermedad, los han retirado de la circulación.
Como Alex Comfort nos ha ilustrado en Los fabricantes de angustia, la colonización psicopatológica ha
tenido una preferencia especial por el comportamiento sexual. El bálsamo del doctor Becker, clérigo y
médico inglés, pasaba por tener la virtud de aplacar el deseo sexual y de facilitar la abstinencia. Pero en
vista de que el bálsamo de Becker no tenía mucho éxito de ventas y de que los hombres preferían la
masturbación para calmar el deseo, Becker escribió en 1710 un panfleto que condenaba la masturbación
como pecado y amenazaba a los masturbadores con los más espantosos males. Inauguraba así una larga y
oscura tradición que sostiene que todo acto sexual, y en particular la masturbación, que busque el placer sin
intención procreadora debe ser considerado como puro vicio y libertinaje. En el año 1758, el médico suizo,
higienista y asesor papal Samuel Tissot escribió, desde una perspectiva todavía médico-teológico-moralista
y humoralista, El onanismo, un libro que tuvo una gran repercusión social, y que incluye un amplio
catálogo de las numerosos males terribles y peligros mortales que, además del fuego eterno, podía ocasionar
la masturbación, considerada como una perversión, como una enfermedad, como un crimen, e incluso como
un «acto suicida». Puesto que, según Tissot, toda actividad sexual, pero sobre todo la masturbación,
provoca una afluencia de sangre al cerebro, ello debilita los nervios y favorece así la locura. La creencia
religiosa que hace de la masturbación un «vicio y pecado solitario» quedaba así respaldada por el discurso
médico que la presentaba como un acto nocivo para la salud. Años más tarde, Pinel declarará que produce
ninfomanía y Esquirol la considerará un «azote de la especie humana», síntoma de perturbación mental y
también causa de locura, la «locura masturbatoria», al igual que harán Benjamin Rush (1746-1813),
Maudsley, y Sigmund Freud (1856-1939), para quien será causa de neurosis.
Recomendaba Teresa de Ávila que no se anduviera con contemplaciones en la aplicación del rigor
disciplinario con las monjas melancólicas, teniendo en cuenta además, decía ella, que las melancólicas no
quieren reconocer que tienen el mal que padecen. Para el exorcista que, después de cuidadoso
discernimiento, diagnostica posesión diabólica, la negativa del endemoniado a reconocer que lo está es una
señal irrefutable de que lo está, eso al menos dice el exorcista Fortea. En los juicios a las brujas, el Martillo
de las brujas recomienda a los jueces que observen si la mujer que está siendo sometida a tortura es o no
capaz de llorar, pues ésta es una señal «muy segura» para hacer un irrefutable diagnóstico de brujería. «Se
ha de obligar por medio de ruegos y exhortaciones a la bruja a que llore, y si realmente lo es, será
incapaz de derramar una sola lágrima». Y si derrama lágrimas, tampoco estará nada claro que sean
«lágrimas verdaderas», porque puede tratarse de un nuevo ardid del demonio, o, como dicen cínicamente
los teólogos dominicos, ya se sabe la capacidad de simulación que tienen las brujas y «dado que llorar,
tejer y engañar son cosas propias de mujer», dicen, será bruja en cualquier caso.
Las intervenciones físicas supuestamente curativas nos muestran un abundante y variopinto retablo de
«curas» que se mueven entre lo sensato, lo excéntrico y lo cruel, y que han producido a lo largo de la
historia resultados erráticos y en muchos casos verdaderos despropósitos. A finales del siglo XVI, ya
Timothy Bright hablaba de los «abusos curativos» con los que se «estafa a la pobre gente», envueltos en el
«manto de una medicina usurpadora». El baño sorpresa en el cual la persona era tirada de forma súbita a
un río o al mar pretendía provocarle una gran conmoción y un gran terror que supuestamente tenía efectos
curativos, pues se suponía que «rompía los pensamientos aberrantes». Si se trata de romper la cadena de
las ideas delirantes, cualquier medida es buena, eso opinaba Leuret en el Tratamiento moral de la locura:
«Qué me importa que un alienado me quiera o me deteste, que crea que soy su amigo o su perseguidor,
con tal de que rompa la cadena de sus viciosas ideas. Si para motivarlos he de ser duro e incluso injusto
con ellos, ¿por qué he de retroceder ante el empleo de semejante remedio?». Si la masturbación era una
psicopatología, y lo fue durante largo tiempo, había que cortar por lo sano. A lo largo del siglo XIX, y hasta
bien entrado el siglo XX, se siguieron promocionando comercialmente bálsamos y panaceas y se
prescribieron restricciones dietéticas y métodos drásticos para aplacar el deseo sexual o para impedir
físicamente la manipulación de los genitales: atar fuertemente las manos, sujetar con camisas de fuerza,
sumergir los genitales en agua helada, colocar cinturones de castidad, encerrar el pene en cajas metálicas
aseguradas con candado o en anillos dentados que despertaran en caso de erección nocturna, sangrar con
sanguijuelas la zona de los genitales para reducir la congestión sanguínea, azotar, cauterizar los genitales
con hierro candente, castrar, extirpar el clítoris, y algunos más.
El libro de Thomas Szasz Coertion as cure. A critical history of psychiatry (La coerción como cura.
Una historia crítica de la psiquiatría) es un sobrecogedor catálogo de la violencia y del carácter coercitivo
que a lo largo de la historia han revestido muchos «tratamientos» y «curas» que hicieron decir a Torres
Villarroel a comienzos del siglo XVIII: «¿Qué tirana medicina os receta palos, golpes y desabrigos?».
Muchos años antes que Szasz, el mismo Kräpelin, en Cien años de psiquiatría, nos relata la penosa
situación en la que durante mucho tiempo fueron internadas las personas calificadas de enfermos mentales y
«tratados» mediante cadenas, látigos, correas, sillas giratorias que provocaban vértigos, náuseas y vómitos,
lo cual parecía efectivo en aquellos que se negaban a tomar los vomitivos prescritos en la melancolía,
máscaras para impedir los gritos, varas, palizas y otras «curas» diversas, en aquella atmósfera sombría,
opresiva, que impregna el Corral de locos y La casa de locos de Francisco de Goya. Como decía aquel
responsable de un manicomio alemán referido por Kräpelin, «algunos azotes con vara de abedul obran
verdaderos milagros», o como ocurría en el hospital de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza donde «la
Providencia hace que en presentándose cualquiera de los guardianes encargados con una verga en la
mano, los furiosos se convierten en mansos corderos». También la camisa de fuerza tenía, según Willis,
«eficacia terapéutica» porque «sacude el espíritu y le incita a reflexionar». Y todavía antes de Kräpelin, en
la comedia de Lope Los locos de Valencia reclusión es sinónimo de terapia, cuando Valerio, refiriéndose a
Fedra, dice: «Por mejor tengo enceralla/antes que nadie la vea/que el castigo ha de curalla». La violencia
de las intervenciones tuvo un hito de horror en la esterilización eugenésica y las cámaras de gas de las que
fueron víctimas miles de diagnosticados como «enfermos mentales» durante el nazismo con la connivencia
de muchos profesionales.
Cuentan que Amato Lusitano, un médico portugués que trató en el siglo XVI al médico italiano Azariah
dei Rossi que padecía melancolía, le practicó una sangría aplicando sanguijuelas en las venas hemorroidales
para evacuar el humor. Si las falsas razones y la aflicción nacen en un cerebro afectado por el humor
melancólico, entonces Timothy Bright verá oportunos, tanto la sangría para evacuar directamente el humor
como el eléboro y otras hierbas para purgarlo y evacuarlo por heces o por el vómito, o, para decirlo con
Teresa de Ávila, para «adelgazar el humor con alguna cosa de medicina»; al igual que la aflicción por la
conciencia del pecado, dirá Bright, se habrá de purgar por la gracia y la misericordia divina, y en todo caso,
en el purgatorio. Tanto las purgas como las sangrías aportan además alivio a las penas, sosiego a los
temores imaginarios y recuperación del juicio perdido. Siglos más tarde, sangrar con sanguijuelas la zona de
los genitales para reducir la congestión sanguínea fue una medida aplicada para «curar» la masturbación. Si
la monomanía es debida, según Esquirol, a los desequilibrios del flujo sanguíneo que hacen que la sangre
fluya violentamente a la cabeza y ésta se congestione provocando los furores de la manía, el «tratamiento»
indicado habrá de ser la sangría que reduzca la hipervolemia y restablezca el equilibrio, que «resulta
indispensable para individuos pletóricos, cuando tienen la cabeza fuertemente congestionada, se aplican
sanguijuelas en la yugular». También el recalentamiento de la cabeza por el humor sanguíneo será
objetivo terapéutico de Kräpelin: «Las duchas con agua fría apaciguan al rabioso, refrescan la cabeza del
enfermo recalentada por la congestión sanguínea, favorecen el buen comportamiento, la docilidad y el
orden».
Si las ideas obsesivas se deben, según el neurólogo portugués Egas Moniz, a una fijación anómala de
ciertas conexiones interhemisféricas de la corteza cerebral frontal, el tratamiento habrá de ser la sección
quirúrgica de esas conexiones, la lobotomía o leucotomía, de cuya brutalidad Julio González ha hecho una
documentada historia en Lobotomías. La sórdida historia de una ‘cura’ desesperada, y cuyos efectos
destructivos pudimos conocer en McMurphy, el protagonista del film Alguien voló sobre el nido de cuco.
La producción de convulsiones mediante las descargas eléctricas del electrochoque aplicadas directamente
en el cerebro, hacen, según Ugo Cerletti, promotor del procedimiento, que el cerebro segregue «sustancias
vitalizantes» como reacción ante el estado de alarma vivido por el organismo durante las convulsiones. Nos
cuenta Szasz que Cerletti, en el ocaso de su vida, recordando el horror que le producía la reacción de los
sometidos al electrochoque, decía a un colega: «Debería abolirse este procedimiento». Barahona
Fernandes, sin embargo, considera que la lobotomía, el electrochoque, y otros procedimientos semejantes
provocan intensas respuestas de alarma y fuertes reacciones emocionales de angustia de carácter
«catártico», así como una solicitud de ayuda que puede causar «ricos dinamismos interpersonales» que
facilitan, según él, la ulterior relación psicoterapéutica, aunque, añade, pueden también provocar hostilidad
hacia el médico. El electrochoque es denominado eufemísticamente «terapia electroconvulsiva» a pesar del
daño cerebral, a menudo irreversible, que ocasiona, si bien Walter Freeman opina que «cuanto mayor es el
daño, más probabilidades existen de que remitan los síntomas psicóticos». Ni la lobotomía ni el
electrochoque han conseguido un certificado de mayor respetabilidad de la que en su día pudieron tener las
sangrías o la ducha fría, o puedan seguir teniendo los exorcismos. El simulacro roza el delirio cuando
Thomas Insel anuncia ya una «nueva generación» de terapias que tendrían como diana la fisiopatología
molecular de las neuronas, a la que se dirige ahora la impenitente búsqueda de la sede y causa de los
problemas psicológicos para calmar la angustia de no haberla encontrado todavía.
Si no estuvieran respaldadas por la ortodoxia psicopatológica, muchas de estas prácticas podrían ser
juzgadas como un atentado contra la dignidad humana y contra el principio ético «primum non nocere»
(«ante todo, no hacer daño») y como una agresión, pura y simplemente. Pero si los comportamientos sobre
los que se interviene «son patologías» y esas personas «son enfermos», han de ser tratadas y curadas «por
su bien», incluso en aquellos casos en que no deseen ser «tratadas» o «curadas» de ese modo por
considerarlo como un atentado a su autonomía y a su capacidad de decisión y de consentimiento. Y al igual
que el rechazo a aceptar la logomaquia era motejado de síntoma patológico, también ahora se le negará al
rechazo de la «cura» el valor de legítima defensa, y se declarará que es un síntoma de que esa persona sigue
presa de la patología, y si eso es así, mayor razón para seguirle aplicando la «cura» por las buenas o por las
malas. Ni la cura, por más errática y agresiva que sea, ni el profesional que la aplica, serán puestos en
cuestión; todo el peso recaerá en la persona y en su supuesta patología. Si el simulacro no da el resultado
esperado, y el problema continúa o se agrava, en lugar de hacer un análisis crítico del tratamiento, se
justificarán la etiqueta diagnóstica y el tratamiento declarando que «la psicopatología es resistente al
tratamiento».
La intervención coercitiva queda pretendidamente legitimada al ser disfrazada de «acto terapéutico», de
«acto médico», aun cuando esté en franca contradicción con lo que es una relación confiada y terapéutica, y
determine a menudo resentimiento, comportamientos de evitación y de escape y una confrontación entre
quienes rechazan el «tratamiento» y los profesionales. En todo caso, se insistirá en decir: «Qué tiene de
malo lo que están haciendo, le están curando». Y si los tratamientos tienen efectos colaterales claramente
dañinos e invalidantes, «qué se le va a hacer, son exigencias del tratamiento». De este modo, la ortodoxia
psicopatológica cumple la función de una «racionalización», una práctica social que permite eludir la
responsabilidad por una determinada conducta y la potencial reprobación y el castigo por haberla realizado.
Azotar a una persona, atarla y retenerla contra su voluntad, darle descargas eléctricas, practicarle una
sangría hasta hacerla desmayar, cortarle las conexiones cerebrales, tirarla al mar para producirle terror,
suministrarle sustancias químicas que les producen daños cerebrales irreversibles, y otras prácticas por el
estilo, son sin duda efectivas para controlar su conducta, pero son prácticas que en condiciones normales
serían objeto de reprobación social e incluso de castigo, y que podrían ser consideradas como un delito, por
lo que resulta recomendable evitarlas si se quieren evitar la reprobación, las críticas o el castigo. Para eludir
la responsabilidad y la reprobación por la práctica que estoy realizando, puedo simplemente «negarme a
reconocer» que lo hago porque me resulta funcional para controlar su conducta y limitarme a decir: «No,
no, lo que hago no es para controlarlo, no lo hago para que deje de delirar o de dar voces, no lo hago
para que se calme». Pero me es todavía más efectivo inventar una declaración ficticia, completamente
contrapuesta a lo que podría ser reprobado y socialmente muy aceptable, «lo que hago es un tratamiento
médico, el tratamiento de una patología, el único modo de tratarla». Y por si quedara alguna duda de que
no lo hago en beneficio propio o porque no sé de que otra manera podría controlar aquella conducta,
declararé que «lo trato por su bien», con lo que no sólo me eximo de responsabilidad y me aseguro de
evitar cualquier reprobación por lo que estoy haciendo, sino que silencio también mi mala conciencia y
además me hago acreedor al reconocimiento social que se otorga a los que «tratan patologías».
Ciertamente no fueron castigos, látigos y cadenas las únicas respuestas que recibió la «alienación
mental». Por más que se hayan propugnado estos remedios, no se podía negar la evidencia de los mismos
comportamientos que se patologizaban y del drama vital que denunciaban. De hecho, basta hacer un análisis
de las intervenciones de la primera psiquiatría asilar del siglo XIX, para percibir que lo que allí se hacía eran
intentos de influir en aquellos comportamientos y cambiarlos. Desde muy pronto, no obstante, se hicieron
evidentes los inconvenientes y la ineficacia de algunos de los procedimientos utilizados, como el encierro o
las cadenas. Además de las medidas disciplinarias, ya las reglas monásticas prescribían lectura, oración y
trabajo para combatir la melancolía, y Teresa de Jesús consideraba que el mayor remedio para las
melancólicas era ocuparlas mucho en oficios. El propio Pinel, consciente del trato vejatorio que recibían los
internos, se hace eco del tratamiento moral que el filántropo William Tuke utilizaba en Inglaterra con los
cuáqueros con trastornos de comportamiento. El tratamiento moral o «medicina moral» incluía
intervenciones dirigidas a influir directamente «sobre la inteligencia y sobre las pasiones de los
alienados», y a provocar, con procedimientos educativos (juegos, lectura, música, viajes) y persuasivos, a
través del trabajo y del rediseño ambiental, pero también a menudo con métodos coactivos, como la ducha
con agua fría, cambios favorables en el comportamiento y en las relaciones sociales de los internos, y
también sometimiento obediente a las órdenes de los cuidadores o del médico. Leuret, uno de los
promotores del «tratamiento moral» en Francia, y a pesar de que él recurría también a los procedimientos
punitivos, nos decía: «Lo que recomiendo es emplear contra los desórdenes físicos remedios físicos, y
contra los desórdenes morales, remedios morales. ¿Qué hacemos con quienes creemos que están en un
error?, ¿les aplicamos sanguijuelas, purgantes u objeciones? Objeciones. Hagamos lo mismo con los
alienados, pues éstos también son hombres que se equivocan». Para Neumann, «ya es hora sin embargo
de dejar de buscar la hierbecita o la sal o el metal que cure la manía, la demencia, el delirio, el furor o la
pasión; nadie los encontrará, nada de todo eso permitirá avanzar mínimamente en la curación de los
locos. Será más bien el hábito, el ejercicio, el esfuerzo los que modifiquen las actividades psíquicas del
ser humano, no las medicaciones». Por otra parte, los medios coactivos planteaban su incompatibilidad
con la confianza con el médico, por eso el médico debe hacer como si fuera inocente de la coacción, ya que,
como decía Neumann, «si el enfermo le considera autor de la represión, pierde su confianza y, con ella,
toda posibilidad de ayudarle». Esquirol hablaba de la importancia de «vivir con los locos para apreciar los
cuidados infinitos, los detalles sin número que exige su tratamiento. ¡Cuánto bien hallan estos enfermos
de una comunicación amistosa con el médico que les cuida, y recíprocamente!». El tratamiento moral
decayó en la segunda mitad del XIX, en parte debido a las condiciones de hacinamiento de los manicomios
que hacían difícil la intervención personalizada. Además, la pujanza creciente del modelo patológico
influyó decisivamente en su declive. No obstante, la perspectiva del tratamiento moral volverá a resurgir a
lo largo del siglo XX en muchas corrientes de la psiquiatría y de la psicología.
Los psicofármacos son sustancias químicas que, a través del torrente sanguíneo, se difunden por todo el
organismo y por todo el cerebro de manera generalizada, no de una manera específica en las zonas donde el
modelo psicopatológico dice que se producen los hipotéticos desequilibrios de los neurotransmisores, y allí
ejercen sus efectos farmacológicos. Alteran y modulan, en efecto, la bioquímica de los neurotransmisores
cerebrales y no cerebrales, sea bloqueando los receptores de la dopamina en los numerosos circuitos
neurológicos dopaminérgicos, con la consiguiente incapacidad de la dopamina para actuar sobre las células
efectoras, y la consiguiente sedación, sea favoreciendo la actividad de la serotonina, sea facilitando la
acción inhibidora del neurotransmisor GABA sobre la excitabilidad de las neuronas. De este modo, activan
o desactivan el estado y el funcionamiento del organismo, afectando así al comportamiento y a la capacidad
de responder a determinados estímulos, igual que también alteran la bioquímica cerebral el alcohol y los
opiáceos, al igual que sin duda lo hacía la hipovolemia producida por la sangría recomendada por Esquirol,
o al igual que muchas personas toman tila o valeriana en situaciones de especial ansiedad y refieren que eso
les alivia, les da calma y les facilita el afrontamiento de determinadas situaciones difíciles. Pero nadie hasta
la fecha ha demostrado cuáles son los parámetros que definen el equilibrio normal de esos
neurotransmisores, como tampoco nadie los había fijado para la bilis negra, nadie ha demostrado que
exista el supuesto desequilibrio de esos neurotransmisores y menos que ese desequilibrio sea la sede y causa
de experiencias vitales como la depresión o los delirios, y nadie ha demostrado que las indudables
alteraciones fisiológicas producidas por los fármacos sean la «curación» del problema, como tampoco las
indudables alteraciones fisiológicas producidas por la sangría o por las purgas con eléboro eran la
«curación» de la locura melancólica.
Si bien un antibiótico como la penicilina puede curar una meningitis o una encefalitis que tienen su sede
en el encéfalo, los psicofármacos no curan nada que pudiera estar allí donde ellos actúan, porque allí no hay
ninguna «enfermedad mental», ningún trastorno molecular, ningún desequilibrio neuroquímico que pueda
aducirse como sede y causa del problema psicológico. Alterar con fármacos los procesos neuroquímicos
que intervienen en el comportamiento y que lo habilitan, activarlos o desactivarlos, no equivale a una
«terapia», a una «cura», no es la curación de ninguna enfermedad, es un simulacro de terapia, una quimera
curativa. Decir, pues, que un psicofármaco es un «tratamiento» de una enfermedad y que las alteraciones
que provoca son una «prueba» de la existencia de esa enfermedad, es una «petitio principii», una falacia del
tipo «post hoc, ergo propter hoc» y una tautología. En un momento en que Charcot estaba armando la
psicopatología de la histeria, el protagonista de un matrimonio desgraciado en la Sonata a Kreutzer de
Tolstoi se mostraba crítico con la patologización de los problemas de la vida:
«Si llevas una mala vida, tu comportamiento está motivado por un mal funcionamiento de tus
nervios. En consecuencia, debes acudir a ellos para que te receten ocho peniques de medicamentos
de cualquier farmacia, que además te verás obligado a tomar. Te pondrás peor. Entonces, a tomar
más medicamentos y a visitar al doctor otra vez. ¡Excelente estratagema! Charcot hubiera dicho
seguramente que mi mujer era una histérica y yo un anormal, y sin duda habría intentado curarme.
Pero no había nada que curar».
La supuesta «eficacia terapéutica» de los psicofármacos sobre una supuesta sede y causa del problema
no tiene más valor científico que la supuesta eficacia terapéutica del eléboro sobre la bilis negra o de la
sangría sobre la supuesta sede y causa de la manía, como quería Esquirol, para quien las alteraciones
fisiológicas de la hipovolemia y de la anemia producidas por la sangría en todo el organismo y en la
conducta supondrían la «curación» de la manía y «probarían» la existencia de la congestión cerebral como
su causa. A la vista de las soluciones intentadas con tantos «tratamientos» a lo largo de la historia y de su
quimérica y fallida «eficacia terapéutica», los psicofármacos aparecen como soluciones del tipo más de lo
mismo a las que se refieren Paul Watzlawick, John Weakland y Richaard Fisch en Cambio. Formación y
solución de los problemas humanos, que no sólo no «curan» el problema, sino que son parte del mismo, lo
mantienen, e incluso lo pueden agravar. Esta quimera tautológica carente de rigor científico es, no obstante,
activamente promovida desde muchos ámbitos profesionales, con el apoyo de la industria farmacéutica para
la que supone una mina de oro, e incluso con el apoyo de asociaciones de familiares de «enfermos
mentales». Si, a base de promulgar la quimera, la población se persuade de que los problemas que le afligen
son «una enfermedad como otra cualquiera», será más probable que considere irrelevantes los
acontecimientos vitales que han conducido al problema, reduzca su competencia para enfrentarse a su
realidad, acepte e incluso reivindique la condición de «enfermo», y acepte e incluso reclame la medicación
como supuesta «penicilina». De hecho, el volumen de psicofármacos prescritos ha aumentado
exponencialmente y sigue aumentando.
Pero es precisamente también por su capacidad para alterar de modo no selectivo la bioquímica cerebral
por lo que los psicofármacos tienen otros efectos que no se incluyen habitualmente en la enumeración de los
«efectos clínicos», pero que son efectos iatrogénicos, es decir, causados por la misma intervención
profesional, y a menudo graves e irreversibles. La sedación llega a producir inhibición de la capacidad de
iniciar movimientos (acinesia) y de controlar la acción (acatisia y discinesia), la sensación de estar
consciente y no poder, sin embargo, controlar los propios movimientos (efecto zombi), un estado de
aplanamiento emocional, de indiferencia generalizada y una dificultad general de concentración. Se separan
de manera artificial, sesgada, calculada e interesada efectos primarios y secundarios, se pone el énfasis
informativo en lo que se considera central y positivo y los efectos adversos se relegan u omiten y en todo
caso son denominados como efectos secundarios adversos que hubiera que tolerar a favor de los supuestos
efectos primarios beneficiosos, como si ambos no fueran efectos farmacológicos por igual. Habrá que
prescribir después otros fármacos para neutralizar estos efectos adversos, como pueda ser el efecto resaca
de los antidepresivos (insomnio, jaquecas), lo que lleva a interacciones farmacológicas nocivas. Para colmo,
a menudo los efectos adversos se atribuyen no a la droga, sino al «curso de la enfermedad» o a las
características del paciente, lo cual puede hacer que se suban las dosis en una peligrosa espiral de
sobrediagnóstico y de sobremedicación, quedando enmascarado el origen de esos efectos en la práctica del
simulacro «terapéutico». La alteración que los fármacos antipsicóticos llamados «atípicos» o de «segunda
generación» producen en los circuitos regulados por la dopamina, que son los que habilitan para los
comportamientos de atención, de anticipación del refuerzo y de la estimulación aversiva, para los dirigidos
a una meta y para los correspondientes ajustes conductuales, puede de hecho deteriorar de manera definitiva
esos circuitos e incapacitar para esos comportamientos. Una grave alteración iatrogénica, nada de ficticio
reequilibrio, tan grave o más que los efectos de las dosis de eléboro para purgar la bilis negra o de las
hipovolemias producidas por las sangrías.
Pese a ser una falacia, la supuesta «eficacia terapéutica» de los psicofármacos está jugando un papel
importante en la promoción de la patologización de los problemas psicológicos, en la simplificación de su
complejidad biográfica y en su caricaturización como un asunto de moléculas alborotadas en el cerebro. En
este proceso, juegan un importante papel sin duda los intereses de la industria farmacéutica, hasta el punto
de que Moynihan, Heath y Henry hablan de que «la construcción social de la enfermedad está siendo
sustituida por la construcción comercial de la enfermedad», y Germán Berrios se pregunta preocupado:
¿Cuán degradante es para la psiquiatría el hecho de haberse convertido en un objeto comercial? Como
denuncia Szasz, si se aprueba un fármaco como «tratamiento» de un problema, diagnosticado por ejemplo
como «déficit de atención con hiperactividad», eso determina que el problema pase a ser considerado como
una enfermedad y que los efectos del fármaco sobre la dopamina se aduzcan, tal como denuncia Steven
Rose, como «prueba» de que el problema se debería a un déficit de dopamina. Es una consideración tan
simplista como la que afirmara que la causa del dolor que alivia la aspirina consiste en una deficiencia o
desequilibrio de ácido acetilsalicílico (aspirina) en el cerebro, o que la timidez que desinhibe el alcohol
consistiría en una deficiencia de alcohol. El argumento simplista, pero con pretensiones de rigor, podría ser:
«Si se trata farmacológicamente, es porque es una enfermedad», o bien, «si no fuera una enfermedad,
¿por qué habrían de tratarlo farmacológicamente? La «tratabilidad» de un problema por un psicofármaco
acaba convirtiéndose en «criterio de enfermedad» del problema que se trata, de manera que, a medida que
crezca el número de problemas a los que se decida responder farmacológicamente, en esa misma medida
podría crecer la lista de problemas que son considerados como «enfermedades» o «trastornos» mentales,
que serían en este caso enfermedades inventadas y construidas «a la medida» del fármaco, patologías
definidas por el medicamento. Así, pues, tratar farmacológicamente determinados problemas resulta una
estrategia eficaz para afianzar su «patologización», para redimir a la logomaquia y hacer olvidar su
condición de invención, y al mismo tiempo para promocionar el preparado farmacológico. Como refieren
Héctor González y Marino Pérez, esta estrategia ha funcionado en los casos del «trastorno de ansiedad
social» y del «trastorno de pánico», y está funcionando en el «síndrome de déficit de atención» y en tantos
otros.
Del mismo modo, si este problema se trata con descargas eléctricas en el cerebro y a esto lo
denominamos con el eufemismo de «terapia» electroconvulsiva, entonces es que lo que ahí había era algo
necesitado de la «terapia» que le aplicamos, una patología, algo que se trata con «terapias». ¿Por qué
habríamos de tratarlos con «terapias» si no fueran patologías? Si en el paquete de la ficticia «terapia» y en
ese binomio «terapia-patología» se mete incluso el daño cerebral que producen las descargas eléctricas,
entonces, como quería Freeman, es obvio que ahí lo que había era una enorme patología psicótica, y
entonces, cuanto más daño, más terapia. ¡Qué más se puede pedir! Si le llamásemos vulgarmente
electrochoque, con todas las connotaciones brutales y agresivas que eso conlleva en realidad, entonces nos
sería mucho más difícil hacerlo pasar por «terapia».
La reducción simplista de los problemas vitales a desequilibrios neurobioquímicos susceptibles de ser
«curados» farmacológicamente dejaría en evidencia la pretendida complejidad de los cuadros nosológicos y
de su diagnóstico. Podría además estar simplificando la intervención profesional en el campo de los
problemas psicológicos y reduciéndola a una mera «farmacología disponible», a «dar una pastilla» sin más,
teniendo en cuenta además que para muchos profesionales resulta muy engorroso el ir cotejando los
síntomas del catálogo psicopatológico y prefieren fiarse de su «experiencia clínica». Ello supondría
abandonar los esfuerzos hechos desde dentro de la misma psiquiatría por construir, si bien desde los
parámetros del modelo psicopatológico, una epistemología como propone Germán Berrios en su Hacia una
nueva epistemología de la psiquiatría, una «psicopatología» sensible a las variables biográficas,
interpersonales y contextuales de los problemas psicológicos y abierta a una relación interpersonal de ayuda
capaz de comprender su complejidad y su significado. Pero se ha generalizado hasta tal punto la
simplificación de la «cura farmacológica», se prescriben tan a la ligera los psicofármacos, y se aplican de
manera tan inespecífica los mismos fármacos para muy diversas psicopatologías, que pareciera que a
muchos profesionales ya les tiene sin cuidado si existe o no el tal desequilibrio neurobioquímico y si lo que
están prescribiendo apunta a algo que de verdad es una sede y causa patológica. Este expeditivo proceder
sería considerado una ligereza, incluso grave, en el caso de la prescripción de un antibiótico, un
antiinflamatorio, un antidiabético o un antiarrítmico, que han de prescribirse sabiendo muy bien lo que se
hace, y cumpliendo con rigor los criterios anatomoclínicos, fisiopatológicos y etiopatológicos de la
medicina científica. El modelo psicopatológico, con sus logomaquias, quimeras y simulacros, no es tan
exigente.
CUADRO 3.1
El proceso de control social
El control social constituye un proceso que presiona hacia la conformidad con las normas,
estándares y expectativas sociales compartidas en relación con el vestido, el lenguaje, la
apariencia personal, la expresión de sentimientos, los pensamientos, las creencias y otros muchos
aspectos de la conducta humana. El control social opera mediante la censura de la no conformidad
y promoviendo además en los miembros de la sociedad anticipaciones de la censura de los otros
ante la conducta personal no conforme, lo cual contribuye a la autocensura y al autocontrol, y la
interpretación de la conducta de los otros como una respuesta ante la conducta personal. El
ejercicio del control social implica la aprobación formal o informal y la admiración de las
conductas conformes y la desaprobación, la crítica o el castigo de las no conformes, lo cual se
acompaña a menudo de fuertes reacciones emocionales de rechazo y de la consiguiente
estigmatización de quien las realiza. Sobre las personas que manifiestan estas conductas recae el
estigma, se las segrega con procedimientos especiales (cárcel, manicomio) y reciben una etiqueta
oficial (criminal, enfermo mental, etc.) relacionada con la estigmatización.
A ambos lados de la frontera entre la biografía personal y el contexto, los dos polos activos del
contexto, esa circunstancia que define nuestra «residencia en la tierra» en la que estamos inmersos.
Durante la tertulia, todas nuestras experiencias ocurrieron en el contexto de la sala en la que se celebraba la
tertulia, que no era sólo un espacio físico, sino también un espacio social de experiencias, de temperatura
ambiente y también de clima social. A la izquierda, los antecedentes (A), que atraen y afectan, que
producen afectos, sea el hiriente comentario que escucha X, sea un beso, una caricia, un suceso traumático,
una amenaza, o una fuente de estrés. A la derecha, las consecuencias (C), efectos o resultados de las
acciones, sean la reacción de X como consecuencia del comentario ofensivo, las reacciones de los
contertulios a la reacción de X, el placer producido por un beso, el alivio que produce la evasión de una
situación amenazante, el alivio de la ansiedad y de la culpa subsiguiente a la conducta autopunitiva o al
lavado de manos compulsivo en una experiencia obsesiva, el placer del orgasmo después del dolor en una
experiencia sadomasoquista, o los azotes recibidos por la pereza que acompañaba a la acedia.
En otros modelos ABC, la B quiere decir «behaviour» (conducta) porque, en efecto, la conducta está
interconectada con los antecedentes y las consecuencias. Nosotros preferimos la B de biografía personal
porque señala que en cada conducta, en cada experiencia vital, en cada problema, está siempre la persona
entera con todas sus dimensiones, con las funciones fisiológicas que habilitan la conducta y con la historia
biográfica en la que cada conducta adquiere significado. En otros modelos, la B designa «beliefs»
(creencias), para indicar que son los pensamientos y las interpretaciones que una persona hace de las
circunstancias y acontecimientos que la rodean (A) los que determinan las C (consecuencias, emociones y
conductas) que experimenta. En el ABC que proponemos, los pensamientos y otros componentes de la
dimensión cognitiva forman parte integral de la biografía personal, junto con las emociones y las acciones,
y son también conductas que han de ser explicadas ellas mismas antes de poder explicar el papel que
pueden tener en las experiencias vitales, en las emociones y en otras conductas.
En la zona fronteriza que está entre los antecedentes y la biografía, las circunstancias del contexto nos
afectan, nos pasan cosas que nos afectan, que nos producen afectos. Y no se trata de un estímulo del
ambiente, como un comentario ofensivo, y de una respuesta, la reacción de X, meramente adjuntos,
yuxtapuestos, indiferentes el uno para el otro. El comentario ofensivo no fue un comentario indiferente,
insignificante para X. Era un comentario significativo porque cumplía una función, la función de afectar y
movilizar toda la experiencia biográfica de X. Para otros contertulios, el comentario tuvo otros significados,
incluso cumplió la función de provocar la risa, o de provocar la admiración por su carácter ingenioso. El
paradigma clásico que conoceremos a partir en el capítulo 5 nos desvelará los mecanismos que producen
experiencias significativas en esa zona fronteriza y cómo las cosas que nos pasan pueden dar lugar a
problemas psicológicos, a una fobia, a un ataque de pánico, a un estado de ansiedad, a una depresión.
En la otra zona fronteriza que está entre las acciones de la biografía y las consecuencias de esas
acciones, hacemos que pasen cosas como efecto, resultado o consecuencia de nuestras acciones. Por eso,
nuestras acciones, nuestras obras, no son mero movimiento en el vacío, son obras significativas porque
cumplen funciones, porque tienen el poder operante de producir cambios en el contexto, de influir en él.
Para quien los hizo, los comentarios ofensivos no fueron «palabras que se lleva el viento», fueron obras que
cumplieron la función de influir en el comportamiento de X y de los demás. Pero lo que hace especialmente
relevantes las transacciones de esta zona fronteriza es que los cambios ocurridos como efecto o resultado de
la conducta cumplen a menudo también la significativa función de influir a su vez sobre la propia persona
que los ha provocado y sobre su conducta, aumentando o disminuyendo su probabilidad futura y
determinando así el curso de las experiencias vitales, de los problemas y de la historia personal. Quien besó
y amó lo volverá a hacer si las consecuencias que tiene hacen que valga la pena seguirlo haciendo, pero los
besos y el amor se extinguirán si no valen la pena. Quien hizo los comentarios tal vez evite volverlos a
hacer a la vista de los efectos que han tenido en X, e incluso le pida disculpas, o tal vez la reacción de X se
los alimente todavía más, lo cual dará lugar a nuevos conflictos en el grupo y a cambios en sus relaciones de
amistad. También la reacción de X fue transacción, le trascendió, tuvo efectos o resultados en todos
nosotros, cumplió varias funciones y tuvo por eso significados. Tenía una clara función de réplica al
comentario ofensivo, de comunicación del malestar por la ofensa recibida, de defensa de la persona amada,
y quién sabe si muchas otras funciones que no quedaron explícitas, pero que ella conocía bien. Volverá a
reaccionar de la misma manera, o no, dependiendo de lo funcional y significativo que haya sido para ella el
reaccionar hoy de esa manera. El paradigma operante, en los capítulos 6 y 7, nos desvelará el potencial de
lo que ocurre en las transacciones de esta zona fronteriza para determinar la génesis, el mantenimiento y el
significado de los problemas psicológicos.
Desde las moléculas a los tejidos, de los tejidos a los sistemas biológicos, de los sistemas al organismo
completo, del organismo completo a las interacciones conductuales que establece con las circunstancias del
contexto, desde la física cuántica y la química hasta la biología, desde la biología a la psicología, van
creciendo, como ya Jacob Kantor nos explicaba en Psicología interconductual. Un ejemplo de
construcción científica sistemática, los niveles de complejidad organizativa, cada uno de los cuales no es
reducible al anterior, aunque, como es obvio, se organiza sobre el anterior. El nivel de complejidad
organizativa de las interacciones que definen la naturaleza de la conducta humana y los problemas de
conducta presupone los niveles organizativos de los nucleótidos dentro de las moléculas de ácido
desoxirribonucleico (ADN) y los niveles organizativos de las sinapsis neuronales, que a su vez presuponen
los niveles organizativos de las células neuronales y de las moléculas de los neurotransmisores que conectan
con la membrana de la neurona, la despolarizan y activan su potencial de acción a través de los axones. Pero
el nivel de complejidad organizativa de la conducta no es reducible al nivel de complejidad del ADN, de las
sinapsis, de los neurotransmisores, o del potencial de acción neuronal. Y así como el potencial
vasodilatador del óxido nítrico no se encuentra en los átomos de nitrógeno y de oxígeno por separado, por
más que lo busquemos allí, y sólo emerge cuando los átomos se organizan en una interacción molecular,
tampoco hallaremos la complejidad organizativa de una experiencia psicológica en las sinapsis o en las
moléculas de los neurotransmisores por más que busquemos allí, porque una experiencia psicológica sólo
emerge cuando las dimensiones biográficas e históricas de quien la vive interaccionan con determinadas
circunstancias del contexto. En esa interacción está su raíz, allí está lo radical. En las moléculas, sin
embargo, se propone seguir buscando en la próxima década Thomas Insel, presidente del Instituto
Americano de Salud Mental, para explicar los problemas psicológicos que él denomina «patologías
mentales», algo que no tiene allí su nivel de análisis y de explicación. Es un contrasentido tan ingenuo
como lo sería buscar en el nitrógeno el poder vasodilatador que sólo lo tiene cuando interacciona con el
oxígeno en un nivel de organización que los integra a los dos. Aunque, en el caso de Insel, y por tratarse de
quien es, se trata de un contrasentido aparente, pues tiene sentido en el intento calculado de simplificar lo
complejo con el objetivo de seguir manteniendo el estatus de la ortodoxia psicopatológica.
En esa trama compleja de interacciones, el potencial de las obras que la persona realiza se libera y
expansiona cuando entra en relación con los demás elementos de la transacción, cuando organiza con ellos
una red de interacciones en la que cumple determinadas funciones. La organización de una transacción que
define una conducta o un problema de conducta tiene una significación distinta de la que tiene la acción por
sí sola o en otra transacción distinta, del mismo modo que el oxígeno cumple funciones distintas en la
molécula del agua o en la molécula del óxido nítrico. No es lo mismo desnudarse en la ducha de casa, en
una exploración médica, en una playa nudista, ante la pareja sexual en la alcoba, ante los asistentes a un
espectáculo erótico o en plena calle ante los viandantes. Lo que a simple vista es una misma acción,
desnudarse, cumple funciones distintas, tiene distintos significados y hace emerger experiencias
psicológicas diferentes en cada una de esas situaciones, porque en cada una de ellas la persona establece
transacciones distintas. Por eso, una misma acción puede cumplir diferentes funciones y varias acciones
pueden cumplir una misma función, dependiendo de cómo se organicen los componentes biográficos y
contextuales de la transacción. Hasta los molinos de viento pueden cumplir la función de gigantes cuando se
miran desde la perspectiva de Don Quijote que arremete contra ellos.
Para desvelar el significado de los problemas psicológicos, ABC y los paradigmas de la psicología
penetran en la complejidad organizativa de su red de conexiones para interpretar esa complejidad y hallar el
significado allí donde está, donde están coexistiendo los componentes de la interacción, donde cada
componente biográfico o contextual alude a los demás y cumple funciones en relación con ellos, allí donde
esos componentes, el beso, la caricia o el comentario hiriente, adquieren sentido y significación
precisamente por esa alusión funcional que hacen unos a los otros, al igual que en otro muy diferente nivel
de complejidad el oxígeno «alude» al nitrógeno para hacer juntos una cosa nueva que no existía cuando
estaban separados. Autoflagelarse hasta hacerse sangre y caer desfallecido, o automutilarse, lavarse
compulsivamente las manos hasta hacerse heridas para librarse de una contaminación que obsesiona, huir
de algo o de alguien que antes nos atraía, sentir que «hay una conjura contra mí» después de haber vivido
una experiencia de abuso, oír voces internas que dictan órdenes, sentir la aflicción de una depresión,
excitarse sexualmente ante objetos sin valor erótico aparente, aceptar la mortificación como preludio del
orgasmo, enredarse en una relación atormentada, y otras muchas experiencias vitales acompañadas a
menudo de dolor y de sufrimiento son transacciones que conoceremos en los próximo capítulos. ¡Qué
enorme complejidad organizativa la de estas transacciones y qué enorme simplificación aquella de la bilis
negra o ésta de la quimérica agitación de los neurotransmisores y de las logomaquias psicopatológicas!
No hay, en definitiva, ningún comportamiento humano, ninguna experiencia vital, ningún problema
psicológico, que no tenga en su arquitectura biografía con historia, contexto y transacción, que no sea
biográfica, contextual y transaccional a la vez. Por eso decimos que ABC es un modelo con tres ejes:
biográfico e histórico, contextual y transaccional. Es ésta una de las verdades antropológicamente más
radicales acerca del comportamiento humano y que separa más radicalmente los paradigmas de la
psicología del modelo psicopatológico, un modo transaccional y dialéctico de producción de la conducta
frente a un modo de producción de síntomas por emanación de una quimérica sede y causa, un proceso que
acontece entre las acciones personales y las circunstancias del contexto frente a un proceso que acontece
dentro.
Es tan radical este carácter contextual, que cuando las circunstancias del contexto son extremas, como en
el caso de Víctor, el «niño salvaje», o de los niños que experimentan los efectos devastadores de graves
privaciones y de condiciones ambientales fuertemente estresantes, la biografía personal se puede ver
dramáticamente desfigurada. Víctor, el salvaje de l’Aveyron, un caso real llevado al cine por François
Truffaut, es un niño de aproximadamente 11-12 años cuando es hallado en un bosque cercano a París, en el
que fue abandonado probablemente cuando tenía 3 años. Es un ser enigmático, de fuerza descomunal, que
se esconde en madrigueras, se alimenta de bellotas y raíces, difícilmente puede deambular erguido, se
desplaza a cuatro patas, es incapaz de hablar y gruñe, tiene un sentido del olfato especialmente sensible y un
oído selectivo entrenado en circunstancias peligrosas para su supervivencia en la convivencia con los
animales del bosque, y que trepa a los árboles con especial destreza. Recogido y criado por el doctor Itard,
se comporta inicialmente como una fiera enjaulada, acostumbrado a los espacios abiertos del bosque. Es
«una criatura humana, pero salvaje», dice Itard, una biografía tejida a lo largo de una historia vivida en
unas circunstancias que conformaron su patrimonio personal y su hechura biográfica. Es, como todos los
niños, un «hijo de la naturaleza», pero hecho en ecologías distintas de las de otros niños.
Quienes estábamos en la tertulia éramos seres contextuales porque siempre y en todo lugar somos «yo y
la circunstancia», ese binomio dialéctico que José Ortega y Gasset nos propone en Meditaciones del
Quijote, y en el que el yo y la circunstancia son coexistentes, interdependientes, no agregados uno al otro.
La circunstancia es todo aquello que encuentro en torno mío, la realidad circunstante que me excede y sin la
cual yo no soy «yo mismo», porque es «la otra mitad de mi persona», de mi realidad personal entera, la del
primer yo de la expresión «yo soy yo y mi circunstancia». Cada circunstancia está además encajada en otra
más amplia, pues «nos rodea todo», la «ciudad del universo», que decía Simone Weil. El otro ingrediente
de mi realidad personal es el segundo «yo» de la expresión, el «yo mismo», que no agota la realidad
personal entera. Sólo somos enteramente «yo mismo», pues, como seres circunstanciales, y aceptamos, por
eso, que «estamos muy condicionados por las circunstancias». El yo biográfico no es, pues, «sólo yo», o
un «yo puro», autárquico, desacoplado de la circunstancia y preexistente a ella. Yo y mi circunstancia
estamos acoplados de raíz, desde el origen. Vivir en contexto es además vivir en perspectiva. Tener una
perspectiva es un asunto meramente perceptivo, una «manera de ver» las circunstancias, es estar
circunstancialmente en perspectiva, condicionados por la realidad de esas circunstancias, por el punto de
vista que otorga y permite el lugar de la realidad que ocupamos. Es como cuando camino por los senderos
del bosque, que me va envolviendo y condicionando la circunstancia de cada lugar concreto, de alguno de
sus árboles tan sólo, mientras que el universo del bosque «nunca lo hallaré allí donde me encuentro»,
porque «el bosque está siempre un poco más allá de donde nosotros estamos», oculto y latente, y lo que
está patente y me condiciona es el lugar en el que estoy en ese momento, el lugar en el que estoy viviendo el
problema.
Para bien o para mal, no podemos vivir sin estar «alterados», por la circunstancia que conforma la otra
mitad de la realidad personal, la alteridad (del latín alter, otro) de lo otro y los otros sin la que no podemos
vivir, aunque a veces nos depare un «sinvivir», incluso cuando nos fuerza, como a Víctor, a trepar a los
árboles para poder huir de los peligros que nos acechan abajo, incluso cuando nos altera tan fuertemente y
de tal modo, que nos trastorna, que nos desquicia, que nos hace decir «no puedo más» o «no le veo sentido
a mi vida». Los sucesos vitales estresantes, las desgracias de la vida, la falta de poder y de control, de
recursos, de estrategias de afrontamiento suficientes, más evidentes en las clases sociales más
desfavorecidas, lo que les hace más vulnerables, son todas ellas circunstancias en las que las personas
diagnosticadas por la logomaquia psicopatológica han forjado sus vidas, y en las que han llegado a tener o
están teniendo su depresión, su fobia, sus delirios o las voces que les atormentan. «Estar en las nubes» es
también una manera de estar en el mundo, en la circunstancia. La vana ilusión de «evadirse de la realidad»
mediante la fantasía, o el «ojalá la situación fuera distinta», son también una forma más de estar en la
realidad, porque la realidad distinta que se fantasea es el contraste con esta realidad adversa que estoy
tocando y de la que quisiera escapar, pero no puedo.
Y puesto que somos y vivimos circunstanciados, para vivir es preciso «hacerse cargo» de la
circunstancia en la que vivimos y con la que convivimos, contar con ella, comprometerse con ella, «tomar
muy de veras el vivir», que dijera Baltasar Gracián, tratar de hacer el mejor ajuste con ella, aunque a veces
el resultado sea desajustado, y «saber a qué atenerse» respecto a ella, lo cual no siempre es fácil. Porque
hacerse cargo es un hacer, un quehacer, un obrar, diremos en el capítulo 6, el quehacer del yo con las cosas,
ocupándose de ellas, experimentándolas, confrontándose con ellas directamente, viviéndolas, teniendo
vivencias que son obras que ejecuta un «yo ejecutivo», que nos dirá Ortega. La piedra angular de la
construcción de una biografía personal, y también de un problema psicológico, como nos mostrará el
paradigma operante, es ese inevitable y continuo hacerse cargo ejecutivo, operante. Una de las dimensiones
clave de los problemas psicológicos es precisamente la dificultad de hacerse cargo de los riesgos, las
vicisitudes, las adversidades y las fuentes de estrés que la realidad circunstante nos presenta. Tuvo muy
serias dificultades Víctor para hacerse cargo de la tremenda adversidad y desolación que supuso para él
enfrentarse a los tres años a un mundo inhóspito y lleno de peligros, y se hizo cargo de ello, lo cual nos
parece increíble, pero fue a costa de una transformación que desfiguró para siempre la hechura de su
biografía. Tuvo serias dificultades José para hacerse cargo del abuso y de la humillación que sufrió en sus
años de instituto, para mantener el ajuste en medio de las voces amenazantes que empezó a oír, para hacerse
cargo de los reproches que sus padres le hacían cuando llegaba a casa con la mochila rajada y no se atrevía
a denunciar el abuso del que estaba siendo víctima, o para hacerse cargo de las logomaquias con las que los
profesionales pretendieron «explicar» sus delirios, y no supo a qué atenerse cuando le dijeron a él y a sus
padres que sus angustias y temores eran debidos a que «padecía una psicosis», porque aquello no le parecía
que tuviese nada que ver con los hechos dramáticos de su historia, que quedaron silenciados. Tuvo serias
dificultades la mujer llevada a una de las lecciones clínicas de Kräpelin que conoceremos después, porque
estaba inmersa en una circunstancia adversa que le producía una radical indefensión, de la que era muy
difícil hacerse cargo y en la que no sabía a qué atenerse, si no era con la resistencia del mutismo. También
las tuvo aquel otro que se revolvía impotente contra la circunstancia coercitiva de la camisa de fuerza y
cuyos intentos por gestionar la coerción fueron etiquetados como «síntomas de negativismo con oposición
instintiva», lo cual, a su vez, era también una circunstancia institucional de la que era prácticamente
imposible salvarse.
Contextualismo, mentalismo e idealismo fenomenológico
Estar en contexto y hacerse cargo de las circunstancias adversas es una confrontación directa con la
realidad, tocarla y ser tocado y concernido por ella, con toda su crudeza. Es una confrontación que hacemos
además de manera integral, un quehacer de la persona entera, con todas las dimensiones perceptivas,
cognitivas, emocionales y ejecutivas participando juntamente. No es tan sólo y primero una confrontación
perceptiva o cognitiva, una realidad pensada, una interpretación de la circunstancia adversa, un fenómeno
representado y vivido en la conciencia, un «contenido de conciencia» a los que se refiere el idealismo
fenomenológico de Edmund Husserl, de la misma estirpe animista, idealista y mentalista del «cogito» de
Descartes. Urie Bronfenbrenner, que tanto ha contribuido a señalar el impacto de los contextos en el
desarrollo infantil, adolece, no obstante, de este planteamiento idealista cuando escribe: «lo que cuenta
para la conducta y el desarrollo es el ambiente como se lo percibe, más que como puede existir en la
realidad objetiva». La fatal escisión mentalista de la biografía provoca también esta escisión en la
experiencia del afrontamiento de la adversidad. Por un lado, la adversidad como realidad percibida y
representada en el pensamiento, una «vivencia de conciencia», y, por otro, la vivencia del compromiso
directa con la realidad adversa. Y lo que importaría entonces ya no sería tanto la adversidad que la
circunstancia me está planteando, sino mi interpretación, mi evaluación, mi representación en la conciencia,
el cómo «me lo monto», que se suele decir.
«Piensas que te quiere ofender con ese comentario y por eso reaccionas de ese modo intempestivo, te
lo tomas por la tremenda», alguien se atrevío a decir a X después de la tertulia. A José se le vino a decir:
«Tú crees que hay una conjura contra ti, pero en realidad no es así, no hay tal conjura, tienes una
interpetación errónea de la realidad, eso es un delirio, una creencia errónea», como si ya no contara nada
la cruda realidad del abuso, las dificultades para hacerse cargo de tanta adversidad, el no saber a qué
atenerse ante las voces, ante la angustia. Al reducir la totalidad de su experiencia dramática a una «creencia
errónea», todos los intentos irán encaminados a cambiar su «interpretación», a convencerle de que no hay
fundamento para ella, que todo es un delirio que habrá que quitarle como sea, y a ello se encomendará el
simulacro de tratamiento para arreglar el quimérico desequilibrio de los neurotransmisores al que se hace
responsable de la interpretación errónea. El problema del que era llevado a la sesión clínica de Kräpelin y
era contenido con la camisa de fuerza ya no sería tanto la circunstancia de profunda indefensión en la que
era tan difícil saber a qué atenerse, sería más bien su interpretación de que aquello era «una medida
coercitiva», que tendría que sustituir por otra que dijera tal vez «esto es un tratamiento médico que me va a
venir muy bien para los síntomas de oposición instintiva que al parecer padezco».
Claro que percibimos la realidad, que la pensamos, que la interpretamos, que la representamos, que
hablamos de ella, y del hablar, del pensar y de la conciencia hablaremos más todavía en los próximos
capítulos. Pero los pensamientos, las creencias, las interpretaciones no son conductas originarias y
preexistentes al afrontamiento de la realidad adversa, y que tengan preeminencia sobre las acciones de
afrontamiento y sobre el impacto emocional. Son conductas que forman parte integral de ese afrontamiento,
que emergen en la misma confrontación directa juntamente con las otras dimensiones biográficas.
Interpretamos, evaluamos y tomamos conciencia de las circunstancias y de nosotros mismos y nos
experimentamos en cada momento como lo que estamos confrontando en ese momento. Es un artificio
propio del mentalismo segregar las interpretaciones del conjunto de la confrontación y entronizarlas como
preexistentes a la confrontación. El angustioso «hay una conjura contra mí» no es una «interpretación
delirante» separable del conjunto de la experiencia dramática vivida, para tratarla artificialmente como un
asunto aparte. No es «cómo interpreto lo que me pasa», sino cómo vivo con todo mi ser lo que me está
pasando y cómo, por lo que me ha pasado y lo que me está pasando, emerge también «hay una conjura
contra mí». La cuestión no es la «interpretación delirante», la cuestión es cómo lo que me ha pasado me ha
llevado, entre otras experiencias traumáticas, a decir lo que digo con todas las equivalencias funcionales y
amenazantes de la palabra «conjura» que hacen que, efectivamente, lo que me pasa sea para mí
verdaderamente una «conjura» que me produce angustia.
Contextualismo operante y transaccional
El contextualismo que promueven ABC y los paradigmas de la psicología es, pues, el contextualismo de
una biografía entera que está en la circunstancia comprometida directamente con ella, consintiendo con ella,
teniendo vivencias con ella, vida que se ejecuta, quehaceres, operaciones ejecutivas. Es un contextualismo
operante, y es sobre todo un contextualismo transaccional, como nos va a mostrar enseguida el eje
transaccional del modelo ABC. Los fenómenos conductuales que estudia no son «fenómenos de
conciencia», son fenómenos biográficos, contextuales, operantes y transaccionales, vividos por la persona
entera. Y al contrario de lo que hace el método fenomenológico, que «pone entre paréntesis», suspende, el
«mundo natural» para aprehender y examinar los fenómenos en cuanto son dados a la conciencia, y
describirlos en su pureza, en su esencia, la metodología hermenéutica del análisis funcional de la
conducta que deriva de ABC y de los paradigmas de la psicología «quita el paréntesis» y hace una
inmersión en ellos para desentrañarlos como dados en la realidad de la vida, en las transacciones
contextuales en las que está su esencia, su raíz, y en las que también intervienen, claro está, los
pensamientos y la conciencia. Porque la fuente del conocimiento sobre los comportamientos y los
problemas psicológicos no está en la inmanencia de las «intuiciones primordiales» del «cogito» de
Descartes o del «yo tracendental» del idealismo fenomenológico, sino en la organización compleja de las
transacciones para las que cuenta, desde luego, el «lebenswelt», la apertura al mundo de las cosas mismas,
la «encarnación mundana», el mundo de la vida de los planteamientos fenomenológicos originales, o de los
planteamientos existenciales derivados de la fenomenología, como la «fenomenología hermenéutica» de la
«búsqueda del sentido» de Paul Ricoeur, tan crítico con el idealismo fenomenológico.
Pero la «sede y causa» del comportamiento humano es muy diferente, el lugar de producción y de origen
de la experiencia de la tertulia, de una fobia, de un delirio, de una depresión, de una experiencia de
ansiedad, no está en algún lugar del interior del hígado, del pulmón, del cerebro o del corazón, o en algún
lugar del contexto, sino entre ambos, en la matriz transaccional en la que ambos están ensamblados, y en
la que ambos consienten en la constitución de la conducta. Antes de ser alumbrada en la transacción vivida
con el comentario ofensivo, la experiencia emocional de rabia y de ira de X y su salida intempestiva de la
sala de la tertulia no existía prefabricada y alojada en algún lugar como «cruce de cables». No tiene su sede
en los interiores del organismo, no «sale de dentro» ya prefabricada y preexistente, no es una emanación de
su «mente» o un fenómeno o estado «mental», no es fabricada en las redes neuronales del cerebro porque
los potenciales eléctricos de acción que recorren el axón de la neurona no fabrican esas cosas. En esta
pequeña parcela del mundo que somos cada uno de nosotros, no hay un solo lugar en el que podamos hallar
escondidos y almacenados los comportamientos, ni los problemas de comportamiento, ni las emociones, ni
los recuerdos. No es, por eso, «mirando la cabeza por dentro», ni siquiera con neuroimagen, como
podremos encontrar y explicar la experiencia en la tertulia.
Cualquier experiencia vivida es creada y accionada si y sólo si se produce la red organizada de
transacciones que la alumbren, al igual que las propiedades vasodilatadoras del óxido nítrico no se crean,
no se accionan, hasta que se produce la interacción organizada de los átomos de nitrógeno y oxígeno. Las
experiencias vitales son el fruto engendrado por esa fecunda comunión transaccional, por ese
consentimiento, en ella vienen a la vida, de ella toman su «denominación de origen», no de la bilis negra, de
la dopamina, de la serotonina. Ésa es su genealogía, su génesis, su modo de producción transaccional. Ésa
es su esencia, su ontología radical, su verdadera naturaleza, en ella se constituyen ontológicamente como
conducta humana por derecho propio, porque, como nos enseñaba Jacob Kantor, toda conducta es
definitivamente interconducta. Es por ello que cualquier teoría de la conducta que quiera indagar en la
naturaleza de los problemas psicológicos tiene que ser transaccional, no puede ser psicopatológica.
También en las transacciones reside su semántica, puesto que por ellas y en ellas tienen significado,
significan, son significantes, significativas, por ellas y en ellas cumplen una función que les confiere
sentido. El significado profundo no les viene dado de antemano y desde fuera de la realidad de las
transacciones, no hay que agregárselo desde ningún acto diagnóstico como propone Germán Berrios, sino
que se forja en ellas, y es en ellas donde hay que buscarlo. La heurística y la hermenéutica de los
paradigmas psicológicos y del análisis funcional de la conducta llevan las pesquisas hasta la matriz de las
transacciones. Las circunstancias del mundo se hacen significativas y adquieren valor precisamente también
porque toman parte y cumplen una función en las transacciones. Si no cumplen ninguna función, resultan
in-significantes.
Desde esta perspectiva transaccional, los problemas psicológicos no son un signo ni un síntoma, un
lenguaje «mediante el cual la situación patológica se manifiesta», que dice Enrique Baca, su modo de
producción no es como la «construcción de síntomas mentales» de la que habla Germán Berrios, no son un
«modo de enfermar», un «modo de ser-enfermo», sino «modos de comportarse». No hay en los procesos
transaccionales constituyentes de la conducta humana cuadros clínicos, ni etiología patológica, ni patogenia,
ni su significado es desvelado con electroencefalogramas, con neuroimagen o con pruebas de laboratorio,
como sí ocurre con la inflamación que hace patente una infección o un traumatismo, o con la ictericia que
es el signo de una hepatopatía. No son patologías con sede y causa cerebral que debería poderse encontrar
mediante anatomía patológica o pruebas de laboratorio, como sí, en cambio, se puede encontrar el
meningococo de la meningitis en las pruebas de laboratorio. Investigar un problema psicológico no es como
investigar una bronconeumonía, explorar una conducta no es como hacer una exploración radiológica, los
enigmas de un problema psicológico no se desvelan en la biopsia.
Tampoco el lenguaje es un síntoma de los procesos neurofisiológicos que tienen lugar en los circuitos de
los lóbulos temporal y frontal. La palabra «síntoma» es pertinente para denominar el dolor de un
traumatismo, pero no lo es para denominar el lenguaje. El complejo comportamiento del lenguaje no se
produce del mismo modo que lo hacen las hormonas en el eje hipotálamo-hipofisiario. El lenguaje no es
una secreción del cerebro, pero sí lo son los procesos por los que se vierten a la circulación las hormonas
hipofisarias. El lenguaje o cualquier otra conducta no son al cerebro lo que la bilirrubina es al hígado o la
insulina al páncreas. No habría lenguaje sin las áreas corticales de Wernicke y Broca, pero el lenguaje no es
una «secreción» de esas áreas corticales.
Las conductas no son la «manifestación de una situación patológica», manifiestan un suceso
transaccional. La palabra «signo» es pertinente para denominar la ictericia en una hepatitis, o los tonos y
ruidos de la auscultación cardíaca, pero no lo es para denominar una fobia, una reacción extemporánea o un
delirio. El dolor o la ictericia son la manifestación de un proceso patológico que está ocurriendo en el
organismo y del que derivan fisiopatológicamente y patogénicamente. La fobia, la reacción extemporánea o
el delirio son la manifestación del proceso transaccional que los constituye, su significado y su sentido no
reside en una entidad previa a ellos o en un proceso neurofisiológico. Adquieren su significado y su sentido
por lo que ocurre en la transacción que los define y en la que intervienen obviamente los procesos
neurofisiológicos. Entre las experiencias transaccionales y el problema no existe una entidad intermedia
patológica ni un proceso etiopatogénico, como sí lo hay entre la hepatopatía y la ictericia. Por eso, las
experiencias vitales y los problemas psicológicos no brotan de algún lugar, como la sangre de una herida.
Su modo de producción no es igual al que produce la adrenalina en las cápsulas suprarrenales, al que
produce el esputo en los bronquios, o al que produce la orina en el riñón, pese a aquel fisiólogo que
afirmaba que «el cerebro segrega pensamientos al igual que el riñón segrega orina». Los problemas
psicológicos no son una «secreción» encefálica, los delirios no «brotan» de la enfermedad como quería
Vallejo-Nágera, no son «creaciones primarias del cerebro», que decía Krafft-Ebing. Por eso, no hay
«brotes psicóticos», como tampoco hay «brotes lingüísticos», en el sentido de que a alguien le «brotara»
una lengua extranjera que nunca antes hubiera hablado y se pusiera a hablarla de repente. El llamado
«brote» psicótico no es una aparición repentina que le sobreviene a alguien de la nada o desde una supuesta
enfermedad preexistente. José no empieza de repente a decir «hay una conjura contra mí» así sin más ni
más. Esta experiencia angustiosa tiene su genealogía y su semántica en una historia de transacciones con
circunstancias especialmente adversas y amenazantes.
Lo que en el comienzo es apenas un organismo vivo capaz de reacciones biológicas elementales empieza
a ampliar su limitado repertorio a base de establecer cada vez más complejas transacciones que ya no están
subordinadas tan sólo a las condiciones que impone la biología, sino que las rebasan, dando lugar a
conductas cada vez más complejas. El papel de la base biológica y genética del comportamiento no es la
obra de un «programa genético» preexistente que, de manera mecánica y necesaria, se traduce, desde las
profundidades de las moléculas del ADN, en el fenotipo de un comportamiento o en el «programa
biográfico» de un problema. Son maravillosos y complejos los procesos bioquímicos por los que el ADN de
los genes se transcribe en el ARN mensajero, cómo éste se traduce en proteínas y cómo éstas son
transportadas a su destino celular correspondiente para hacer sus funciones antes de degradarse de nuevo.
Pero así como la complejidad organizativa de los átomos de hidrógeno y de oxígeno no explican por sí
solos la complejidad de la molécula de agua, tampoco la complejidad de las proteínas necesarias para que se
produzca, por ejemplo, la memoria a largo plazo implicada en el aprendizaje, explican la complejidad de las
transacciones por las que se aprenden el lenguaje, las matemáticas o a tocar el violín, que son las que
inducen las señales moleculares que inducirán a su vez la expresión génica y el inicio de la ruta de la
trascripción del ADN. En los genes y en las proteínas por sí solos no residen prefabricados la memoria y el
aprendizaje, y no son los genes los que aprenden a decir «buenos días», ni experimentan sufrimiento, ni
toman decisiones, ni declaman poesías, ni deliran, aunque sin ellos, nada de todo eso se podría hacer.
Por eso, cuando, como ocurre con Víctor, el «niño salvaje», los contextos restringen severamente las
oportunidades para establecer transacciones, cuando imponen unas reglas que hacen imposibles o alteran
gravemente las transacciones que son habituales en el proceso de socialización, o cuando se producen
graves privaciones estimulares que dan lugar al «síndrome de hospitalismo» que René Spitz había descrito
en los años cuarenta del pasado siglo, los resultados ya no podrán ser jamás las biografías y los
comportamientos biográficos a los que estamos acostumbrados, sino otros bien distintos. Shelley Taylor,
Baldwin Way y Teresa Seeman, en un número de la revista Development and Psychopathology del año
2011, nos han mostrado de qué manera las transacciones adversas durante la infancia, en las que
predominan las fuentes de estrés sostenido que llegan a desajustar los sistemas biológicos de
autorregulación, tienen efectos sobre la salud no únicamente en la infancia, sino también a lo largo de la
vida, determinan una mayor vulnerabilidad para los trastornos del comportamiento y hacen difícil el
aprendizaje de habilidades para relacionarse con los demás y afrontar situaciones amenazantes. En esas
transacciones interpersonales, los niños pueden aprender a reaccionar agresiva o impulsivamente ante otras
situaciones moderadamente estresantes, o a evitarlas o afrontarlas mediante el abuso de sustancias.
«las circunstancias externas no juegan ningún papel o si lo juegan éste está muy subordinado
en el desarrollo de la enfermedad. También las diversas experiencias vitales aquí citadas me
parecen, como mucho, importantes por su contenido, pero no como origen del delirio. Como,
generalmente, no pueden probarse causas externas reales, ha de pensarse en un mal desarrollado a
partir de causas internas y podrían considerarse los gérmenes patológicos ya latentes que se
desarrollan posteriormente por sí mismos. Sabemos que muy a menudo las supuestas causas
psíquicas, el amor desgraciado, los fracasos profesionales, el agotamiento, no engendran la
afección, sino que son sus consecuencias; que además, muchas veces son sólo sucesos externos que
hacen surgir trastornos ya instalados; y finalmente, que, en general, sus efectos dependen en gran
medida de la constitución de la persona afectada. La evolución de la locura está determinada por el
proceso patológico que se encuentra en la base, no por acontecimientos exteriores».
Si la conciencia atormentada de estar poseída por siete demonios, la desesperación, la depresión, los
intentos de suicidio, los remordimientos e insufribles sentimientos de culpa, los vanos intentos de evitación
de los pensamientos y fantasías obscenas que le deparaban a la vez goce y horror, las alucinaciones y los
delirios, las autolesiones y su significado, la escenografía de los exorcismos y tantas otras experiencias que
jalonaron el drama vital de la monja ursulina Juana de los Ángeles que vivió en la primera mitad del siglo
XVII, son diseccionadas para demostrar que no son más que síntomas de «enfermedad histérica», como de
hecho hacen Legué y Gilles de la Tourette al analizar siglos después la autobiografía de la monja, entonces
quedan enmascaradas las transacciones que conformaron su drama vital, las funciones y significados que
han tenido y el sufrimiento profundo que debió de experimentar y que se puede sospechar al leer su
Autobiografía conmovedora. Entonces sí que el fraude psicopatológico, que deforma el drama vital para
convertirlo en «enfermedad histérica», hace de él un misterio, pero un misterio grotesco, una afrenta
antropológica, si se nos permite la hipérbole.
Si el problema es meramente un síntoma que brota directamente de la enfermedad, ahí se acaba la
búsqueda. La complejidad del problema y de la vida personal queda simplificada en los neurotransmisores.
Y en la persona queda la experiencia de no ser comprendida. Para qué preguntar más, para qué averiguar de
qué manera esas experiencias vitales le han trastornado, le hacen delirar o le han producido una profunda
tristeza, para qué averiguar la naturaleza del conflicto que ahora experimenta y las dificultades que
encuentra para resolverlo, qué impacto tiene para ella que su familia haya decidido el ingreso sin poder
hacer nada para impedirlo, para qué preguntarle por el propósito que persigue dejando de comer, qué
significado tienen para ella las voces que dice oír, qué teme cuando decide mantener un mutismo total ante
lo que se le pregunta, cómo le deteriora el hecho de no poder explicar a qué se debió su «brote». De esta
manera, ocurre, en los casos más graves, lo que la psicóloga Eva María Muñiz denomina enrolamiento
clínico y desenrolamiento social que da paso a la construcción de una identidad nueva: la identidad de
enfermo mental. Las experiencias biográficas transaccionales graves y reacciones desatinadas son definidas
como síntomas de enfermedad, la ruptura del proyecto vital no es objeto de atención, los cambios
corporales propios de la medicación son reinterpretados en ocasiones como que la enfermedad avanza, la
tristeza es reinterpretada como depresión, la desgana como síndrome amotivacional, la exaltación como
hipomanía, la falta de ilusión en el futuro como aplanamiento afectivo, las crisis vitales como crisis
psicóticas. Hasta las preguntas que se hacen a la familia se orientan a la identificación de los procesos
mórbidos y desatienden las experiencias vitales.
La retórica psicopatológica es una barrera para la comunicación
John Conolly, que, siguiendo a Tuke y a Pinel, había tratado de suprimir las medidas coercitivas en los
manicomios, era consciente de la importancia de las transacciones de interdependencia en los encuentros
comunicativos con los profesionales. En efecto, Conolly, citado por Kräpelin, «observó que los enfermos
no eran tan peligrosos como parecían antes, y que muchas de sus particularidades desagradables,
molestas y desconfiadas eran sólo consecuencia de un tratamiento que intentaba reprimir violentamente
las manifestaciones patológicas». Siendo tan importante la alianza de la relación de ayuda, puede, sin
embargo, verse afectada cuando lo que en ella ocurre es reinterpretado en clave psicopatológica, cuando el
significado dinámico de las experiencias vitales de la narración autobiográfica con la que la persona habla
de sus vicisitudes, problemas y preocupaciones queda congelado y ocluido por la retórica del síntoma que
las hace insignificantes, cuando ella misma queda redefinida como un «caso patológico». La comunicación
de los profesionales y el «caso» o el «cuadro clínico» se realiza entonces a través de la superestructura
verbal de la quimera diagnóstica que define y cristaliza dos universos que se ignoran y entre los que existe
una gran asintonía e incomunicación, un «diálogo de sordos» entre el profesional que sólo ve síntomas de
una enfermedad y la persona afectada que trata de comunicar sus vicisitudes y sufrimiento como puede. Al
profesional le será difícil entrar en el universo de significaciones del problema que se torna un mundo raro e
incomprensible. A la persona diagnosticada le es difícil entrar en el universo de un sistema que le tilda de
enferma, y a sus problemas, de «modo de ser-enfermo», síntomas de enfermedades, de gérmenes
patológicos latentes y de desequilibrios neuroquímicos.
El impacto de la relación interpersonal queda ignorado si el silencio del consultante o su desconfianza
son considerados igual que la tos de la bronquitis y si se trata su comportamiento como se trata un hígado
cirrótico, como si nada tuviera que ver con el comportamiento del profesional. Cuando los profundos
cambios conductuales y el deterioro psicofísico que se producen en interdependencia con el trato recibido,
con un internamiento forzoso o con las condiciones adversas de una institución, son atribuidos a la
«evolución del cuadro clínico» o a una «respuesta inadecuada del paciente al tratamiento», esas
condiciones y el trato recibido pueden quedar así enmascarados, a la vez que el comportamiento profesional
puede quedar eximido de responsabilidad. El silencio o la cautela ante el profesional pueden ser definidos
como «desconfianza» o «el paciente tiene dificultades para el contacto».
Si esa persona se niega a ser considerada como enferma, si manifiesta deseos de salir de la institución en
la que se le ha ingresado, todo ello puede ser tenido como una evidencia adicional de su «enfermedad». Si
no hay signos claramente «patológicos», el modelo psicopatológico, siempre ávido de señales que
confirmen su logomaquia, puede decir que se trata de un «simulador», y en ese caso, habrá que espiar
cualquier mínima señal de patología en cualquier cosa que haga, de manera que no pueda desmentir el
diagnóstico, o se le podrá en todo caso incluir en la categoría de «trastorno no especificado» del
correspondiente catálogo psicopatológíco. Así, las estereotipias no son el resultado de tenerse que adaptar a
las circunstancias del internamiento, sino que son un síntoma más del «cuadro clínico». Si protesta porque
se ve forzada a ingerir fuertes dosis de psicofármacos y dice, al comprobar los desagradables efectos
adversos, que «se le está envenenando», ello puede ser un claro síntoma del deterioro de la paranoia que se
le había diagnosticado, y puede incluso que se le obligue a tomar la medicación y se prueben incluso
métodos más agresivos como el electrochoque, ya que, por lo visto, la patología no está respondiendo a la
«terapéutica» farmacológica.
Si para Serieux y Capgras, según las citas de José María Álvarez y Fernando Colina en Clásicos de la
paranoia, el ocultamiento de los delirios constituye un síntoma más de la «locura razonante», se puede
escamotear de ese modo su valor funcional y su significación dentro de la transacción comunicativa en la
que tiene lugar: «Las ideas delirantes a menudo se mantienen en secreto. La ocultación es tan frecuente,
que casi podría ser considerada como un síntoma más. El paciente, desconfiando del médico, no
comunica sus pensamientos más que a través de reticencias y sobrentendidos, pronto se encierra en un
semimutismo». El interno desconfía del médico y guarda silencio y el médico no se fía de ese silencio y
espera el momento en que el delirio reaparezca. Entretanto, la desconfianza, la ocultación y el silencio son
tratados como síntomas, no como una conducta funcional que tiene significado en relación con la conducta
del médico, con su interrogatorio, con la sospecha fundada del interno de que, diga lo que diga, va a salir
malparado, por lo que mejor es guardar silencio, aunque también por el silencio va a ser psicopatologizado,
por lo que siempre va a salir perdiendo. Por otra parte, si son síntomas del cuadro morboso y de la «locura
razonante», la conducta del profesional nada tiene que ver con eso, nada tiene que cambiar en ella, no es
preciso someterla a escrutinio. Si bien la desconfianza y la ocultación del interno son un síntoma que
refuerza la logomaquia, la desconfianza del profesional es vista, por el contrario, como una conducta
profesional basada en el diagnóstico clínico emitido. Pero puestos a psicopatologizar, ¿por qué no habría de
ser un síntoma morboso también?
En un momento en que el modelo psicopatológico estaba alcanzando su apogeo, las Lecciones de clínica
psiquiátrica de Kräpelin son una muestra patente de las dificultades del modelo psicopatológico y de los
profesionales que lo profesan para reconocer el impacto de las transacciones interpersonales en quienes son
llevados a la sala, y cuyas conductas son exhibidas al igual que se exhibe la coloración de la piel, una
ictericia o una ascitis. Comunicándose con una semiología hecha al esputo y a la ictericia, y que busca
mediante la palpación, la auscultación o la percusión el signo que pudiera mostrar el órgano afecto por la
enfermedad, no se alcanza a ver la magnitud de la experiencia humana de abuso, invalidación e impotencia
vividas en el hecho de verse frente a la autoridad del profesional que les interroga y les ordena realizar
determinadas acciones como sentarse («se ha sentado por nuestras repetidas imperiosas órdenes»), sacar
la lengua o dar la mano, y que les practica determinadas maniobras humillantes (pincharles con agujas,
echarles agua fría, sujetarles con fuerza para impedirles deambular) para «objetivar» su reacción como se
objetiva el reflejo rotuliano, el verse expuestos ante los alumnos que los contemplan como «cuadros
morbosos», privados de la más mínima intimidad, el que se le demande exhibir ante todos los presentes sus
conductas bizarras y referir sus experiencias penosas y sufrimientos, sus intentos de suicidio, sus delirios y
alucinaciones, el que detalles de su vida sean desvelados con todo lujo de detalles y sin su consentimiento,
la conducta de resistirse y de negarse, el sufrimiento, el llanto y los gritos desgarradores, las súplicas
atormentadas, su rechazo a ser considerados como enfermos, los arrebatos, el desasosiego y la agitación
previas a la comparecencia en el aula («por el ruido que desde fuera percibís, os habréis dado cuenta de
que la enferma que ahora vamos a examinar hállase excitada en su cuarto, presa de gran agitación»),
los intentos inútiles de huir, y otros muchos. Por si alguna duda quedara de que los comportamientos de las
personas que son llevadas a la sesión clínica no tienen al parecer nada que ver con el comportamiento
profesional e institucional, y de que no son más que pura psicopatología, cualquier señal de rebeldía que
vaya apareciendo en el curso del espectáculo de abuso perpetrado será meticulosamente anulada en su
significación y reducida también a síntoma psicopatológico.
«Si se intenta detener sus movimientos, hállase inesperada resistencia. Si se la sujeta con
firmeza, ablándase su usual rigidez y rompe en hondo llanto, que cesa tan pronto como se la deja
proseguir su camino. Si se la pincha en la frente con una aguja, escasamente parpadea; no se
conmueve ni hace la menor protesta, como el animal de presa que no se inmuta por el dolor. En
este cuadro clínico, dos síntomas nuevos se dibujan con toda claridad, a saber: la estereotipia y el
negativismo, caracterizado éste por la insensible resistencia contra todo influjo extraño, que se da a
conocer por el mutismo pronunciado. Este otro enfermo se encuentra tan excitado, que ha habido
que ponerle la camisa de fuerza. Revuélvese violentamente contra tal medida. Para interpretar este
estado morboso de excitación y que el enfermo se oponga a cuanto se le indica y manda no puede
atribuirse a falta de entendimiento, se trata de síntomas de negativismo con oposición instintiva».
Sometidas a la coacción, sin que ellas puedan eludirla y sin que sus protestas y su llanto sean tomados en
consideración, esas personas viven así una experiencia de indefensión que Martin Seligman estudiaría años
después y que veremos en el capítulo 7. La profesión de fe psicopatológica permite encubrir y eximir al
profesional de una doble y grave responsabilidad, la responsabilidad de haber metamorfoseado la conducta
en esputo patológico, y la responsabilidad de la indiferencia olímpica ante la indefensión que crea con su
profesión de fe psicopatológica inquebrantable, una doble responsabilidad que recaerá también años
después sobre Charcot por la escenografía teatral de las exhibiciones histéricas que él mismo contribuía a
montar. «Yo no tengo ninguna responsabilidad en esos comportamientos», podrían decir Kräpelin o
Charcot, son responsabilidad del «estado morboso», «síntomas de negativismo con oposición instintiva».
Cuando la presencia de las condiciones contextuales y transaccionales es demasiado evidente como para
ocultarla, bastará con afirmar que a la persona «no le afecta sino superficialmente cuanto sucede a su
alrededor».
A medida que transcurre la historia biográfica, el patrimonio personal que se ha ido forjando como
resultado de las transacciones de la vida se convierte él mismo a su vez en contexto histórico, en un factor
de predisposición que condiciona la historia por venir y en el cual adquieren significado las experiencias
vitales y los problemas que se le van incorporando en cada momento. El potencial psicológico del
patrimonio personal y de los estilos personales de conducta se galvaniza, se reactiva y se hace presente en
las transacciones actuales como un factor que determina la probabilidad de que se configure una transacción
y no otra, tenga lugar la reacción de X en la tertulia u otra diferente, el miedo y la evitación en una relación
íntima y no un acercamiento gozoso, o a la inversa, la tolerancia a la frustración de una demora y la
persistencia en un esfuerzo, o el abandono del intento, el recurso a una acción violenta para alcanzar una
meta, o un comportamiento de empatía y cooperativo. A medida que el tiempo pasa y se va asentando el
patrimonio de la personalidad y haciéndose más consistentes y duraderos, los estilos transaccionales pueden
tener un peso relativo mayor que las circunstancias del contexto en la determinación de las transacciones
actuales. Vamos adquiriendo, en efecto, una mayor autonomía en relación con las exigencias que las
circunstancias nos plantean, un mayor poder para poner también nosotros condiciones al contexto, moderar
sus impactos, y acomodar las fluctuaciones de la situación y ajustarlas a las características singulares y
peculiares de nuestra «manera de hacer las cosas». Cuando el peso y la presión de las circunstancias del
contexto es muy grande y duradero, como ocurre en situaciones extremas, imprevistas y especialmente
adversas y violentas (un diagnóstico imprevisto de cáncer, una violación, un abuso duradero, una catástrofe,
el fracaso súbito de un proyecto en el que se tenía puesta una gran ilusión), es probable que el peso de las
dimensiones del patrimonio biográfico sea menor y que las transacciones acusen la gravedad de la situación
y manifiesten quizá una gran conmoción biográfica o den lugar a la experiencia de un problema
psicológico.
Si bien el patrimonio ya hecho nos predispone a hacer de un determinado modo, nuestras obras de ahora
van cambiando también el patrimonio. Cuando la tolerancia a la frustración hace posible tolerar nuevas y
más grandes demoras, ese estilo transaccional se hace más consistente frente a nuevas transacciones.
Cuando alguien ha aprendido un repertorio en relación con una actividad sexual específica por el valor
funcional y gratificante que le proporciona, sea una conducta fetichista, sadomasoquista, u otra, esto hará
más probable que seleccione, organice y acomode las situaciones y experiencias cotidianas de manera que
tengan lugar más transacciones con esa función, las cuales fortalecerán más todavía la consistencia del
repertorio sexual y su continuidad en la biografía. De esta manera, las transacciones así establecidas y los
comportamientos resultantes contribuyen a fortalecer todavía más y mantener la consistencia y estabilidad
de los estilos transaccionales y de la personalidad.
En todo caso, esta relación entre historia y presente hace que la complejidad organizativa de las redes de
transacción entre los múltiples y diferentes componentes del patrimonio biográfico y las potencialmente
múltiples y diferentes circunstancias del contexto actual puedan configurar potencialmente también
múltiples y diferentes transacciones, y múltiples comportamientos, experiencias vitales y problemas
psicológicos cuya riqueza no se deja incluir en las artificiosas categorías de los catálogos psicopatológicos.
Aunque debido a las predisposiciones que se van estableciendo en el curso de la historia es posible predecir
acciones y preferencias futuras, no es siempre fácil tampoco hacer predicciones de la conducta que podría
ocurrir en cada caso y corremos el riesgo de jugar a las adivinanzas, bien porque desconocemos la historia
personal y los estilos transaccionales, bien porque desconocemos las circunstancias, a veces sutiles, bien
porque desconocemos ambas, o bien porque nos empeñemos en querer desvelar el enigma y la
incertidumbre recurriendo a las simplistas ficciones de la ortodoxia psicopatológica. Conscientes de la
posible incertidumbre, los paradigmas de la psicología que vamos a conocer en detalle en los capítulos
siguientes nos van a ayudar a desvelar los enigmas y significados que encierran los problemas psicológicos.
5
Nos afectan las cosas que nos pasan
Ya sabemos que las experiencias de la vida, la melancolía, las voces que se dicen oír, los delirios, las
fobias, las depresiones, no son psicopatologías, no son debidas a la bilis negra, a la posesión de Satán o al
desarreglo de los neurotransmisores cerebrales, y no se producen dentro de la mente o del cerebro, sino que
se van haciendo a lo largo de las transacciones funcionales que una persona establece con sus
circunstancias, a veces difíciles, a veces dramáticas, de la vida. Pero ¿por qué esas transacciones transcurren
la mayoría de las veces de manera satisfactoria, por qué incluso ante situaciones dramáticas uno puede
crecerse y hacerse mejor, y otras veces dan lugar a un problema? ¿Es acaso porque las circunstancias son
excesivas y desbordan la capacidad de hacerles frente? ¿Será porque el modo de afrontarlas es
contraproducente? Si las reacciones extemporáneas no son un «cruce de cables», si los problemas
psicológicos no son una patología, ¿qué son?, ¿cuál es su secreto? El modelo o paradigma clásico de la
psicología tiene mucho que decirnos al respecto, porque, además de desvelarnos el significado de una
experiencia tan sencilla como que se nos haga «la boca agua» sólo con ver un manjar o con oír hablar de
comida, también nos ayuda a comprender por qué sentimos nostalgia al oír una melodía, por qué huimos
con temor de algo que es inocuo o por qué seguimos experimentando una fuerte ansiedad al recordar una
experiencia traumática que ya queda lejana en el tiempo.
Las revoluciones científicas, como la de los primeros anatomistas, o las de Copérnico, Galileo, Newton o
Darwin, tienen sus fuentes de inspiración, y así fue también con la revolución de Pavlov. Al joven Pavlov le
impresionó la monografía Los reflejos del cerebro que Iván Sechenov había publicado en 1863 con
dedicatoria a Charles Darwin. En este libro, muy influido por el espíritu de Claude Bernard, en cuyo
laboratorio había trabajado un tiempo en Francia, Sechenov hace un intento pionero por estudiar «las bases
fisiológicas de los procesos psíquicos». Para él, la enorme diversidad de los fenómenos psíquicos puede ser
explicada por la estructura transaccional y trifásica de los reflejos: la estimulación de los receptores
sensoriales, la transmisión hacia el sistema nervioso donde se producen nuevas conexiones e
interconexiones, y la transmisión hacia los músculos de los actos y las palabras que configuran la diversidad
de los fenómenos psíquicos, con sus componentes de excitación e inhibición. La causa de los fenómenos
psíquicos no reside dentro de una «psiquis», de un alma o mente inmaterial, tal como proclamaba la
tradición, sino en el seno integral de esta compleja transacción trifásica, que se ponía en marcha activada
por fenómenos del mundo exterior, pues, como él decía, «la causa de todo acto humano está fuera del
hombre». No es concebible un organismo sin la circunstancia que le rodea y en la que vive, fuera de la
unidad indisoluble con ella. También Darwin fue una fuente de inspiración para Pavlov. Hacía poco tiempo
que se había traducido al ruso El origen de las especies e Iván pudo leer el libro en la biblioteca del pueblo.
Las estrechas transacciones de los seres vivos con su ambiente, el proceso continuo de adaptación, y la
selección de los comportamientos que le son más eficaces en ese proceso, fueron otras tantas constataciones
que guiaron su trabajo experimental.
Citar a Lope de Vega y su comedia El capellán de la virgen, san Ildefonso, junto a Sechenov y a
Darwin, como antecedente remoto de la tarea científica de Pavlov, podría parecer irreverente. Pero es que
muy a menudo la literatura y el arte nos acercan a los fenómenos de la vida mucho antes que la ciencia se
ocupe de ellos. Es el caso que en la escena segunda del acto III de su comedia, publicada en el año 1623,
nos narra Lope lo que podría ser el primer relato histórico de un comportamiento condicionado. Mendo era
criado de Ildefonso y le cuenta a su madre cómo, cuando tiempo atrás vivía en un convento de Toledo,
Ildefonso le castigaba por su mala conducta, ordenándole comer en el suelo junto a unos gatos famélicos
que, llegados de todos los rincones del convento, le disputaban su ración magra de comida. Cada comida se
convertía para Mendo en una dura batalla con los gatos. Un buen día, Mendo decidió librarse de tan molesta
compañía y darles a los gatos una buena lección. Metió Mendo a los gatos en un saco y, cuando los tenía
allí prisioneros, tosió varias veces y comenzó a darles de palos, tosiendo entre golpe y golpe, a lo que los
gatos respondían con sus gruñidos. Mendo repitió la operación varias veces y en cada ocasión la tos
precedía o acompañaba a la tanda de palos. Ya fuera del saco los gatos, Mendo pudo comer en paz porque
«vi que, sin dar, sólo con verme toser, gruñían, y en tosiendo no había gato que no tomase la puerta». La
tos de Mendo se había convertido en una eficaz arma inofensiva, pero muy disuasoria, y, como definiría
siglos después Pavlov, en un «estímulo condicionado» muy eficaz.
Comprender lo más simple para comprender lo más complejo
En la sede del Colegio de Médicos de Madrid está la placa que conmemora la visita de Pavlov a esta
ciudad en el año 1903 para asistir al Congreso Internacional de Medicina. Allí dio a conocer por primera
vez su concepción de los reflejos condicionados e incondicionados y proclamó decididamente su convicción
de que las funciones psicológicas, incluyendo, como él decía, «la conciencia y las aflicciones» humanas,
«nuestra experiencia psíquica», deben ser incluidas dentro del campo del método científico, estudiadas
experimentalmente y tratadas con el «lenguaje de los hechos», como se hace con cualquier otro fenómeno
de la naturaleza. Y es que, en definitiva, las funciones psíquicas son también un fenómeno del mundo, de la
naturaleza, y su estudio era para Pavlov legítimamente el objeto de una ciencia natural, como lo fue para
Watson o para Henri Wallon. Se estaban empezando a establecer así los límites entre la estimulación
fisiológica y la estimulación psicológica, entre excitación fisiológica y excitación psicológica y sus
relaciones de interdependencia psicofisiológicas, entre funciones fisiológicas y funciones psíquicas. Se
estaba alumbrando también así, en buena medida, el embrión de la psicología como ciencia natural.
Pavlov, fisiólogo y médico, pudo llegar a decir «soy un psicólogo experimental». La experimentación con
animales obedecía a un principio metodológico fundamental al que se atienen otros campos de la ciencia:
analizar lo más simple para ayudar a comprender el significado de lo más complejo.
La salivación producida por la comida en la boca es una experiencia natural, involuntaria, sin
condiciones previas, de una manera incondicionada, como natural, involuntaria e incondicionada puede ser
la náusea y el vómito por una comida en mal estado, la sudoración por una alta temperatura, la tos por una
obstrucción en la garganta, la taquicardia por un fuerte ruido repentino, la contracción de la pupila por una
luz intensa o la lubricación de la vagina por la estimulación sexual. A esta conexión entre la comida y la
reacción del organismo la denominará Pavlov reflejo incondicionado. La comida es entonces un estímulo
incondicionado y la salivación provocada por él es una respuesta incondicionada. Era también muy natural
que los palos que Mendo propinaba a los gatos provocaran en éstos, de manera incondicionada, los gruñidos
y una tormenta de movimientos. Por otra parte, el sonido de la campanilla es una señal que cumple la
función sustitutiva de provocar la secreción salivar de manera condicionada, es decir, a condición de o
dependiendo de que haya ocurrido la coincidencia temporal con la comida en la boca. A esta transacción la
denominará Pavlov reflejo condicionado, que no es, pues, tan sólo una reacción glandular, sino una
experiencia contextual y transaccional entre un organismo total y las circunstancias de su mundo inmediato.
El sonido de la campanilla, que era hasta entonces un estímulo neutro o indiferente en relación con la
salivación, se convierte entonces en un estímulo condicionado y la salivación producida por él, en una
respuesta condicionada. También la tos de Mendo era un estímulo condicionado, aunque a Lope de Vega
no se le habría ocurrido jamás llamarla así. En todo caso, no se crean reflejos condicionados de manera
caprichosa, se crearán y funcionarán sólo en la medida en que estén relacionados con el reflejo
incondicionado y con las funciones vitales que éste desempeña. El potencial activador de las nuevas señales
se basa en el potencial activador de los estímulos incondicionados. Las circunstancias del ambiente que
serán admitidas como nuevas señales activadoras se seleccionan y tamizan en virtud de las coincidencias
temporales con estos estímulos. Por ello, si se quiere que el reflejo condicionado sea duradero, ha de ser
reforzado periódicamente con la entrega de la comida. Si no se hace así, se extinguirá.
Lo que hace significativa esta novedad no es tan sólo la nueva función adquirida por las circunstancias
del contexto, ni tan sólo la nueva capacidad de las glándulas salivares, sino la transacción funcional e
interdependiente entre ambos sucesos en el seno de la cual adquieren sus nuevas funciones y sus nuevos
significados. No adquieren sus nuevas funciones antes o fuera de la transacción. Antes de su nacimiento
transaccional, no existían ni estaban alojadas en ningún lugar. La adquisición no es un fenómeno
predeterminado e inmanente de la biografía, una respuesta que de pronto emergiera de ella
espontáneamente, ni un fenómeno inmanente de la circunstancia del contexto. La adquisición se hace
posible por su mutua y fecunda fusión en una de aquellas «zonas fronterizas» que describíamos en el
capítulo 4. Las glándulas salivares tienen la función predeterminada de salivar cuando la comida se deposita
sobre las papilas gustativas, pero no están predeterminadas para funcionar ante el sonido de una campanilla.
El sonido de una campanilla posee la función predeterminada de estimular el nervio auditivo, pero no la de
estimular las glándulas salivares. Surge, pues, la experiencia nueva si, y sólo si, se amalgaman y organizan
en una transacción los dos sucesos. No surge ni dentro ni fuera, surge entre.
¿Por qué la verde pradera nos hace la boca agua? La ampliación de la red
Si vamos de lo simple a lo complejo de una biografía personal, en el curso de esa asociación temporal,
las circunstancias que ya eran capaces de afectarnos de una manera natural y no condicionada (A1), como la
comida en la boca, les transfieren su función a las nuevas circunstancias (A2), como la visión o el olor de
la comida, o las palabras que la nombran, que adquieren así la nueva función sustitutiva (figura 5.2). Pero es
que, además, estas nuevas circunstancias pueden transferir su nueva función a otras circunstancias (A3, A4,
An…), por la misma vía condicionada, ampliando la red de señales y prolongando así la cadena de
equivalencias. De este modo, el olor de la verde pradera en la que disfrutábamos, incluso hace tiempo,
deliciosas comidas familiares puede haber adquirido también la función de provocar que se nos haga la
boca agua. Y aunque esto ya es menos probable, la verde pradera puede haberle transferido esta función al
juego de la comba que jugábamos antes de oír aquel ¡a comer! que nos convocaba al disfrute de la comida.
Figura 5.2.—Transferencia de funciones.
Hacer explícitas las regularidades que gobiernan determinados acontecimientos tiene, pues, un alto valor
orientador, preventivo y protector. Poder reaccionar a tiempo ante señales, como el olor, el ruido o las
huellas sospechosas, que anticipan, todavía a distancia, una amenaza para la vida, para la supervivencia o
para la integridad, antes de que la amenaza haga acto de presencia de manera directa y fatal, es a todas luces
una capacidad enormemente útil para cualquier ser vivo. Experimentar una reacción de alarma, evitar el
peligro, y en su caso huir, serán funciones psicológicas protectoras. Poder reaccionar a tiempo ante señales,
como la figura a distancia, el guiño pícaro de la pareja sexual, la mirada seductora de quien va a
proporcionar un bien preciado es una capacidad enormemente útil para no descuidarse, para prepararse
debidamente y para buscar y no dejar escapar la oportunidad que se ofrece. La ausencia de señales que
predigan la terminación de un suceso doloroso, como el abuso o el acoso constante, puede estar implicada
en la aparición del fenómeno de la desesperanza o indefensión aprendida que volveremos a comentar en el
capítulo 7, junto con la ausencia de control sobre la terminación de ese suceso. Cuando, por el contrario,
existen señales verbales o no verbales que permiten predecir la terminación de la experiencia dolorosa, es
más probable que se aliente la esperanza y se realicen acciones para influir en esa terminación.
CUADRO 5.1
Primero y segundo sistema de señales
El sonido de una campanilla era acompañado de una pequeña estimulación eléctrica en un dedo,
lo cual, como cabía esperar, hacía que los niños retiraran la mano. Después de varias asociaciones
entre la estimulación eléctrica y el sonido de la campanilla, éste provocaba por sí solo la retirada
de la mano. Pero ahora, sin la estimulación eléctrica ni de la campanilla, y sin previo
condicionamiento experimental, la simple pronunciación de la palabra «campanilla» o la visión de
esta palabra escrita con ese objeto provocaba la retirada de la mano. Como prueba de control, se
intentaron otras palabras orales y escritas, pero éstas no provocaron la retirada de la mano. A lo
largo del proceso de socialización de estos niños, la palabra «campanilla» se había convertido en
una señal condicionada verbal de campanillas reales de diversos tipos existentes en el entorno
cotidiano de los niños. De este modo, la palabra «campanilla» hace presente, media y sustituye al
sonido de la campanilla y provoca de esta manera la reacción de retirada de la mano que había
sido condicionada experimentalmente a ese sonido. La transacción condicionada mediante el
lenguaje se superponía y se sumaba así a la transacción que se había establecido entre la retirada
de la mano y la estimulación sensorial eléctrica. La palabra «campanilla» era para estos niños la
abstracción simbólica de todas las posibles campanillas reales y sonidos de campanillas, y los
representaba a todos. Estaba pues preparada para hacer el mismo trabajo condicionado que
pueden hacer las campanillas y sonidos reales. Y lo que es cierto para la palabra «campanilla», lo
es para miles de palabras del repertorio verbal y para sus casi infinitas posibles combinaciones en
frases y discursos.
El lenguaje hace además posible la comunicación social mediante la palabra hablada y el pensamiento o
auto-comunicación interior mediante el lenguaje silencioso en el que se producen numerosas asociaciones
verbales condicionadas. Para Pavlov, el lenguaje juega un papel clave en los procesos de abstracción, del
pensamiento, del razonamiento y de la conciencia. Las asociaciones verbales nos permiten, por otra parte,
actuar sobre la base de nuestra experiencia anterior y de los posibles efectos futuros, más que en función
sólo de las circunstancias inmediatas. Nos permiten actuar además a partir de la experiencia de otras
personas transmitida mediante la palabra oral o escrita.
CUADRO 5.2
Calor que suplanta al dolor
Supongamos que a una persona se le aplica en un área de la piel un tubo con agua caliente a una
temperatura de 60 ºC, a la vez que se hace sonar una campanilla. Al mismo tiempo, un aparato
registra la dilatación de los vasos sanguíneos adyacentes a la zona calentada, producida de manera
incondicionada por el agua caliente. Después de unas cuantas asociaciones temporales entre el
tubo de agua caliente y el sonido de la campanilla, este último por sí solo producía de manera
condicionada la misma dilatación vascular. Se había producido el esperado reflejo condicionado
al sonido de la campanilla y la transferencia de funciones desde el tubo con agua caliente hasta el
sonido de la campanilla. Posteriormente era suficiente decirle a esa persona «voy a hacer sonar la
campanilla», para que se produjera una vasodilatación similar a la obtenida, tanto por la
campanilla sola como por el tubo con agua caliente. Hasta aquí, todo obedecía a los principios que
gobiernan las experiencias condicionadas mediante el poder mediador y sustitutivo de las
palabras. Pero en una fase siguiente del experimento ocurrió algo más sorprendente. Partamos de
la constatación de que la aplicación cutánea a la misma persona del tubo con agua a 80 ºC, en
lugar de 60 ºC, no produce una reacción de vasodilatación, sino que produce de manera
incondicionada una ligera sensación dolorosa acompañada de vasoconstricción. Si ahora se le dice
a esa persona «voy a aplicarle calor», mientras se le aplica en la zona de la piel el estímulo
doloroso de 80 ºC, la reacción que se producirá no es la vasoconstricción incondicionada
correspondiente a la sensación de dolor, sino que aparece la respuesta calórica de vasodilatación
condicionada verbalmente. Los vasos se dilatan como respuesta a la señal de las palabras «voy a
aplicarle calor», aun cuando el estímulo que se está aplicando produzca de por sí
vasoconstricción. La persona refirió posteriormente que había sentido una sensación de calor
correspondiente a la señal verbal y no la sensación de dolor correspondiente al estímulo de 80 ºC
aplicado. Tanto la respuesta fisiológica de dilatación vascular como la sensación consciente,
correspondieron a las señales verbales condicionadas y no a la estimulación propia del reflejo
incondicionado. El potencial condicionado del segundo sistema de señales había transformado y
suplantado a un reflejo incondicionado innato.
CUADRO 5.3
La urgencia de la micción
La sensación fisiológica de «ganas de orinar» es una sensación universal. Para poder estudiar esta
sensación, se ha realizado la experiencia de introducir por cateterismo agua caliente en la vejiga, a
la vez que se van registrando gráficamente los cambios de presión dentro de la vejiga a medida
que se va introduciendo el agua. Frente a la persona se coloca un medidor en el que puede ir
viendo también los cambios de presión. Se sabe que la urgencia de orinar, como reacción
incondicionada, se siente cuando la presión dentro de la vejiga alcanza un determinado nivel que
la persona puede ver en el medidor. Después de haber realizado varias veces la experiencia de
introducir agua caliente en la vejiga hasta un punto del medidor en que se sentía urgencia de
orinar, era suficiente decirle posteriormente a la persona, pero estando ahora el medidor
desconectado y sin orina en la vejiga, que el medidor había alcanzado ese punto, para que aquélla
sintiera urgencia de orinar. Por el contrario, si el medidor está conectado y se hace artificialmente
que señale una presión cero, es posible entonces introducir agua caliente en la vejiga en
cantidades mayores de las que normalmente producen en esa persona la sensación de urgencia de
micción, sin que, sin embargo, experimente esa sensación. También en este caso, los reflejos
condicionados, uno del segundo sistema de señales y otro del primer sistema, suplantan el reflejo
incondicionado asociado a la presión interna de la vejiga.
Cuando Alberto tenía 11 meses, Watson y Rayner probaron a establecer una coincidencia temporal entre
el ruido fuerte que hicieron sonar a las espaldas de Alberto y la presencia de la ratita. En el momento en que
la mano de Alberto acariciaba el animal, producían el fuerte ruido que asustaba a Alberto, el cual alejaba la
mano del animal. Después de repetir varias veces esta experiencia, comprobaron que la sola presencia del
animal, incluso sin ruido acompañante, desencadenaba fuertes reacciones de miedo en el niño e intentos de
huir gateando. También comprobaron que un perro, un conejo, un abrigo de piel blanca, e incluso las barbas
blancas de Santa Klaus, se habían convertido en señales que provocaban en Alberto asimismo reacciones de
miedo. Pasado un mes, la reacción de temor reaparecía a la vista de los animales. En el curso de la
experiencia condicionada, se había producido una metamorfosis dramática que alteró la relación de Alberto
con la ratita. El fuerte ruido había transferido su función a la ratita, la cual a partir de entonces cambia su
valor funcional y su significación psicológica y empieza a cumplir una nueva función, diferente a la que
había cumplido hasta entonces y que se acaba transfiriendo y generalizando también a otros animales y
objetos. La biografía de Alberto incorpora también en su patrimonio histórico algo nuevo. En realidad,
había nacido una experiencia psicológica nueva que nunca antes Alberto había vivido. Ha aprendido a
evitar y a huir de lo que antes le atraía. Y ha aprendido a temer, ahora detesta y evita lo que antes había
amado, incluso animales y objetos que hasta ahora le resultaban indiferentes quedan envueltos en esta red
de equivalencias contaminadas con el significado negativo recientemente adquirido por la ratita. Cabe
pensar que en el devenir de su vida Alberto pueda seguir consolidando su fobia y su evitación, y nunca
llegue a saber en qué encrucijada de la vida algunas circunstancias adquirieron el significado negativo que
tienen para él, por qué le producen ansiedad y las evita, al igual que a muchos de nosotros nos gustan o
disgustan tantas cosas y situaciones, nos caen bien o mal tantas personas y no sabemos por qué, en qué
transacciones condicionadas de nuestra historia biográfica adquirieron ese significado, o por qué incluso la
fobia que nos producen ha podido llegar a ser un problema para nosotros. Alberto y todos nosotros nos
vamos haciendo y aprendiendo a hacer, vamos siendo como somos, para lo bueno y para lo malo, merced en
buena medida a esa cadena compleja de transacciones condicionadas.
En esas transacciones, Alberto participa con todas sus dimensiones, perceptivas, cognitivas, ejecutivas y
emocionales. La fobia a la ratita no es un fenómeno simple y molecular, ni un asunto tan sólo emocional.
No es un «trastorno de ansiedad», como lo denominan los catálogos psicopatológicos, escindiendo la
naturaleza integral de la experiencia vital. Visto el proceso transaccional por el que se forja la experiencia y
la transferencia de funciones, la historia natural de la experiencia vivida, la alteración que se produce en la
vida del niño y en la relación con la ratita, no es la ansiedad por sí sola el elemento más definitorio de la
experiencia. Por otra parte, Alberto y la ratita configuran un dúo inseparable. No se trata de un estímulo y
una respuesta conectados, y desde luego nunca Pavlov los había presentado así, como los presenta una
visión simplista de los fenómenos condicionados. Es una experiencia transaccional recíproca a la que
contribuyen ambos: la ratita cumpliendo ahora una función diferente a la que cumplía antes, y las acciones
de Alberto cumpliendo ahora una función diferente de la que cumplían cuando se aproximaba a la ratita y
jugaba con ella. Si faltara uno de los dos, la experiencia no ocurriría. La fobia no es una entidad
preexistente en el interior de Alberto que brote de su interior cuando ve ahora a la ratita. Se produce, se crea
la experiencia, se cambian las funciones, nace la fobia, cuando se produce la transacción condicionada. La
fobia no nace dentro de Alberto ni brota de la amígdala de su cerebro, tampoco nace de la influencia de la
ratita, nace entre ambos, en la transacción peculiar que se produce entre los dos.
Es verdad que esa transacción condicionada ha sido desafortunada para las relaciones de Alberto con la
ratita, incluso podemos decir que ha trastornado esas relaciones, las ha roto, le ha deparado a Alberto la
experiencia de un problema. Pero esa transacción condicionada no es un fenómeno patológico, no brota de
una supuesta patología que sería su sede y causa, ni es un síntoma de ella, es tan sólo, y eso es mucho, una
transacción condicionada, una experiencia vital como otras muchas. En ella, y en las funciones psicológicas
que la definen, no hay ninguna patología, ningún rasgo patológico de la personalidad, ninguna
psicopatología. Los cambios y los trastornos en la relación nacen en la transacción, emergen en el momento
en que se produce la transacción, son su resultado. Antes de la transacción, no había ninguna patología
preexistente que pudiera causar la experiencia de ansiedad y la evitación. En esa transacción reside su
causa, en ella emerge, ella es su origen, su modo de producción, como decíamos en el capítulo 4. Su causa
no hay que buscarla en alguna supuesta alteración de los circuitos neurológicos de la amígdala cerebral, o
en alguna de las múltiples psicopatologías del modelo psicopatológico. La transacción ha de estar
habilitada, claro está, por su sistema nervioso; los circuitos sinápticos de la amígdala cerebral han de
funcionar para que se pueda establecer la fobia, pero la fobia no nace de esos circuitos. Por otra parte, no es
que Alberto le asigne al abrigo de piel blanca o a las barbas de Santa Klaus significados de manera
arbitraria y caprichosa que le hacen reaccionar también con miedo, los significados no son un adhesivo que
Alberto pega al abrigo blanco. El abrigo o las barbas de Santa Klaus adquieren nuevos significados por las
nuevas funciones condicionadas que ahora cumplen en la experiencia transaccional en la que nacen.
Comprender a Alberto y el significado de su experiencia es comprender las funciones y significados de
la experiencia condicionada en la que se ha forjado. Y puesto que la experiencia de Alberto, con su miedo,
su fobia y su huida, es el resultado de esa experiencia vital, tampoco nos ayudará a analizarla, a
comprenderla y a explicarla recurrir a la tautología de decir que Alberto evita a la ratita blanca «porque
padece una fobia», o decir que sabemos que padece una fobia porque evita a la ratita blanca y la teme.
Comprender por qué eventualmente Alberto pudiera mantener en el tiempo su miedo y sus conductas de
evitación y de huida es comprender de qué manera la experiencia condicionada en la que nacieron se sigue
manteniendo en la actualidad, y cómo las circunstancias de su vida contribuyen a ese mantenimiento. El
mantenimiento no será tampoco, pues, el indicador de la inventada «cronicidad» de una patología
inventada.
«El niño, en el momento de ver la pecera, dice ‘muerde’. No importa con cuánta rapidez venga
caminando, se detiene en el momento de estar a tres o tres y medio metros de la pecera. Si lo
levanto por la fuerza y lo pongo ante ella, llora y trata de zafarse y huir. Mientras el pez no esté
presente, mediante las palabras se puede lograr que el niño diga: ‘Pez bonito, pez no muerde’; pero
muéstresele el animal y cae en las viejas reacciones. Pruébese otro método, tratar de avergonzarlo,
de hacerle burla. Todos esos métodos resultan fútiles; pero intentemos ahora un procedimiento
sencillo: consígase una mesa de tres o cuatro metros de larga. En un extremo de ella sitúese al niño
a la hora de comer y póngase a la pecera en el otro, pero cubierta. En cuanto se le dé la comida al
niño, quítese la cubierta de la pecera. Si ocurre alguna perturbación, alárguese la mesa y sitúe la
pecera todavía más lejos, lo suficiente como para evitar toda conmoción. Repítase el procedimiento
al día siguiente, pero poniendo la pecera un poco más cerca. En cuatro o cinco sesiones la pecera
estará cerca de la comida y no se presentará el menor asomo de perturbación».
Muchos de nosotros somos testigos de habernos expuesto y de haber encarado en el curso de la vida
situaciones que nos producían miedo o ansiedad porque las circunstancias así lo requerían, y pudimos
comprobar cómo la reiterada exposición reducía o incluso extinguía el miedo y la ansiedad que estaban
condicionados a aquella situación. Parajes que antes temíamos acabaron perdiendo la función condicionada
que tenían y dejaron de ser señales anunciadoras de amenazas y peligros. La extinción se produce más
fácilmente si además, como ocurre en el caso del niño que nos refiere Watson, la circunstancia que
provocaba ansiedad, el pez con la pecera, se asocia con otra circunstancia, la comida o el juego, que
provoca otras emociones gratas que contrarrestan o inhiben la ansiedad. Los parajes que temíamos acabaron
incluso siendo parajes placenteros después de haberlos frecuentado a menudo con personas que amábamos
Estos cambios de función y de significado están en la base de los procedimientos de exposición diseñados
para la comprensión y gestión de experiencias vitales como una fobia, a los cuales nos hemos referido
ampliamente en el Manual de consejo psicológico y en los cuales tiene lugar la apertura a la experiencia
vital que se está teniendo, la exposición a aquellas circunstancias y también a aquellas experiencias privadas
(pensamientos, emociones, recuerdos) que hasta ahora se evitaban, y el afrontamiento de las tareas que uno
tiene entre manos para seguir viviendo.
La fobia de aquel niño no era, como tampoco era la de Alberto, una patología ni una psicopatología.
Tampoco sería muy apropiado, pues, decir que en la exposición realizada ha tenido lugar una terapéutica,
una actividad sanadora, porque, hablando con propiedad, el comportamiento no se cura o se sana como si
tuviera una infección o una verruga, en todo caso se cambia y se resuelve el problema operando cambios
transaccionales. Tampoco había nada raro en la amígdala cerebral, ninguna disfunción, la amígdala estaba a
lo que la transacción funcional demandaba, cooperando en la transacción, ofreciendo las funciones
sinápticas que habilitan la experiencia del miedo y la ansiedad. Tampoco ocurrió el cambio porque se haya
intervenido directamente sobre el miedo o la ansiedad para combatirlos y eliminarlos, o porque se haya
actuado directamente sobre las sinapsis neuronales de la amígdala, sino porque se intervino sobre las
transacciones. El miedo y la ansiedad no eran el foco directo de la intervención, pero dieron paso al
disfrute, incluso ante las mismas circunstancias que antes provocaban ansiedad, porque con la exposición, la
aceptación y el afrontamiento, nació una experiencia nueva con funciones y significados nuevos.
Es fácil provocar el fenómeno condicionado de «hacerse la boca agua» a la vista de una forma
geométrica circular, si se establece adecuadamente la coincidencia entre esta forma y la administración de
comida. El animal acabará salivando ante la vista del círculo. También es fácil provocar el
condicionamiento ante la forma geométrica de una elipse. Igualmente es fácil establecer un
condicionamiento de discriminación entre un círculo y una elipse, si la comida se administra sólo cuando
aparece un círculo, pero no cuando aparece una elipse. El animal salivará sólo ante el círculo, pero inhibirá
la salivación ante una elipse. El animal lo tiene claro, sabe a qué atenerse, podríamos decir. Pero una vez
bien establecido el condicionamiento, se van presentando elipses cada vez más próximas a la forma circular,
lo que exige un esfuerzo de discriminación cada vez mayor. Al llegar a un cierto punto de aproximación, al
animal le resulta imposible realizar la discriminación. Experimenta un conflicto entre la excitación
provocada por el círculo y la inhibición provocada por la elipse, un conflicto del tipo acercamiento-
evitación. «¿Me darán o no me darán la comida después de aparecer esta figura?», diríamos que no sabe
a qué atenerse. Comienza entonces a mostrar trastornos en su comportamiento, pierde los reflejos
condicionados previamente adquiridos, manifiesta agitación motriz, muerde y arranca los aparatos, por lo
cual es preciso interrumpir la experiencia. Si no se puede realizar la discriminación en esta situación de
conflicto, tampoco se puede anticipar y predecir lo que va a pasar, que es uno de los valores de las
experiencias condicionadas. La situación entraña incertidumbre y no hay manera de resolverla.
Son numerosas las experiencias humanas en las que se puede hacer difícil también realizar una
discriminación adecuada y saber a qué atenerse, como ocurre en las prácticas educativas incoherentes en las
que un día se castiga una conducta que al día siguiente se tolera, y en las que se dan reglas de conducta
contradictorias. En un estudio realizado sobre el desarrollo de los vínculos emocionales en niños víctimas
de maltrato, se vio que las prácticas educativas incoherentes y las reacciones inconsistentes de los padres
ante las demandas de atención de los niños pequeños contribuyen a hacer para éstos impredecible el
comportamiento de los padres, y pueden determinar ya en la primera infancia reacciones de ansiedad, apego
emocional ambivalente en el que se combina la intensa búsqueda de contactos con reacciones de fuerte
evitación, desorientación, movimientos lentos y bajo control sobre las consecuencias. Nos consultó María,
una mujer de 35 años porque había perdido trabajos importantes y amigos porque por sistema llegaba tarde
a las citas, envuelta en un mar de incertidumbres y sin saber a qué atenerse. Si salía de casa para una cita a
las 9 de la mañana y oía el teléfono, se paralizaba («¿será una llamada importante?, «¿y si es mi madre
que le ha ocurrido algo?», «¿pero y si llego tarde a la cita que tengo?»), tratando de encontrar la mejor
decisión y atormentándose con las consecuencias de una y otra opción. Se entretenía en tareas de limpieza o
en su arreglo personal en el cuarto de baño con un horizonte temporal limitado, pues tenía o que ir al trabajo
o a otra cita importante, pero una vez más se paralizaba porque no sabía decidir, como le ocurría al perro de
la metáfora que le ofrecimos (cuadro 5.4), o al famoso asno de Buridán, que murió de inanición por no
poder decidirse entre dos montones de heno, cuándo daba por terminada la tarea en cuestión, no sabía
discriminar cuándo el baño estaba perfectamente limpio o cuándo ella estaba perfectamente acicalada para
salir. El lector puede imaginarse el sufrimiento que a esta persona le ocasionaba este problema obsesivo
compulsivo.
CUADRO 5.4
El perro que no sabía a qué atenerse
A una y otra orilla de un caudaloso río había dos monasterios. Un perro dócil y entrañable para
los monjes comía en uno y otro monasterio. Cuando sonaba la campana avisando para la comida
de los monjes, el perro, según estuviera en una u otra orilla del río, iba a uno u otro monasterio,
donde le daban las sobras. Pero en una ocasión estaba bañándose en el río cuando oyó la campana
del monasterio de la orilla derecha. Empezó a nadar hacia dicha orilla para ir a comer y entonces
empezó a tañer la campana del monasterio de la orilla izquierda, lo que le hizo cambiar de rumbo
e ir hacia el otro lado del río; pero ambas campanas seguían sonando. El perro empezó a
reflexionar sobre qué clase de comida le apetecía más y no se decidía por una u otra. Iba hacia un
lado del río y luego hacia el otro, hasta que finalmente le faltaron las fuerzas, se hundió en las
aguas y pereció.
Cuando la experiencia se realiza con sonidos que cumplen la función sustitutiva de un estímulo
doloroso, como un choque eléctrico, y que provocan en consecuencia conductas de evitación, los trastornos
pueden producirse incluso en los primeros intentos de discriminación, y desde luego se producen cuando la
discriminación entre los diferentes sonidos se hace ya muy difícil porque los ritmos del metrónomo que los
produce cambian frecuentemente, creando una gran incertidumbre. En estos casos, los animales,
habitualmente dóciles, oponían resistencia a entrar en el laboratorio. Una vez colocados en la plataforma,
contraían la pata antes incluso de recibir el estímulo doloroso. Fuera del laboratorio, manifestaban una
creciente actividad, insomnio, aislamiento, disminución de la conducta sexual, pérdida del control de
esfínteres y aceleración de los ritmos cardíaco y respiratorio, alteraciones que en algunos casos duraban
años. Los intentos por establecer también condicionamientos de tipo alimenticio se vieron dificultados. Es
importante, en todo caso, señalar que ni en los experimentos en los que el estímulo incondicionado era un
choque eléctrico ni en aquellos en los que era la comida, no todos los animales presentaron estos trastornos
o no los presentaron con la misma severidad. También aquí la historia individual de las experiencias
anteriores condicionaba la predisposición a estos trastornos.
Que se nos haga la boca agua ante la vista de la comida o ante las palabras que la evocan es algo que
tenemos perfectamente integrado en nuestras vidas. La vista de la comida y las palabras que la evocan son
señales inocuas. Pero ¿qué diríamos si se nos hiciera la boca agua al oír un insulto o al recibir una bofetada?
En los años iniciales del siglo XX, se realizó una experiencia que podría evocar, si hiciéramos
antropomorfismo, el masoquismo humano, del que hablaremos en el capítulo 7. En la experiencia, se
estableció un reflejo condicionado alimentario de la manera habitual, pero no ante el sonido de una
campanilla, sino ante un estímulo eléctrico que precedía a la administración de comida en la boca. El
estímulo eléctrico era de baja intensidad en los primeros ensayos. Pero una vez establecida la experiencia
condicionada, en los sucesivos ensayos se iba aumentando la intensidad del estímulo hasta alcanzar un valor
tal, que en condiciones normales habría sido percibido como doloroso y provocado conductas de defensa
incondicionadas. No obstante, y para sorpresa de todos, el animal inhibía la conducta de defensa y giraba la
cabeza hacia la comida, lamiéndose el hocico y moviendo el rabo, diríamos que con satisfacción. Una vez
más, el comportamiento condicionado suplantaba así la respuesta incondicionada de defensa. Se cuenta que
el famoso fisiólogo Sherrington, cuando conoció los resultados del experimento, exclamó: «Ahora
comprendo la psicología de los mártires». Este comportamiento se mantuvo durante muchos meses.
Posteriormente, el punto de aplicación del estímulo eléctrico se fue desplazando de manera irregular, y ello
provocó que desapareciera la reacción condicionada y se estableciera una conducta de defensa con una
fuerte agitación, lo que hizo aconsejable suspender la experiencia.
Una vez establecido un comportamiento condicionado, resulta posible anticipar la aparición del estímulo
incondicionado a partir de la señal condicionada. Pero no siempre se cumplen las expectativas. Supongamos
que se establece una experiencia condicionada al sonido de una campanilla. En ese caso, el sonido de la
campanilla anticipa la comida y provoca la salivación. En un ensayo posterior, el sonido de la campanilla va
seguido inmediatamente de un estímulo inesperado e intenso, compuesto por varios elementos que se
aplican a la vez durante varios segundos: chisporroteos como disparos, explosión de pólvora cerca de la
mesa de experimentación y oscilaciones de la plataforma en la que se encuentra el animal. La aparición
repentina de este estímulo complejo interrumpe el comportamiento condicionado que estaba establecido, el
animal se estremece y adopta una postura de contracción y rigidez muscular. Después de esta experiencia
traumática, vivida una sola vez, se produjo en los días siguientes la desaparición de todos los reflejos
alimenticios adquiridos y se perturbaron también los reflejos naturales. Fueron precisos varios días para que
el perro recuperase la normalidad. Pero bastaba con hacer funcionar de nuevo la plataforma oscilante para
que reaparecieran los trastornos. Alentados e ilusionados por las experiencias condicionadas aprendidas
durante largo tiempo en el curso de la vida en que se anunciaban acontecimientos dichosos, y habituados a
la experiencia emocional placentera que nos venían provocando, podemos encontrarnos con la enorme
frustración de que las personas y las situaciones que eran las señales condicionadas de la dicha de repente se
convierten en señales de experiencias dolorosas que nos pueden desconcertar, estremecer y trastornar a
nosotros también.
6
Obras son amores que dejan huella
En la vida nos pasan muchas cosas que nos afectan, que nos producen afectos, incluso el pánico, que nos
pueden dañar, crearnos problemas y trastornarnos. Pero nosotros con nuestras obras también hacemos que
pasen cosas, y una de ellas es el amor. Pero ¿por qué decimos «obras son amores»? ¿Por qué no decimos
«pensamientos son amores» o «recuerdos son amores»? Son sin duda muy importantes los pensamientos,
los recuerdos que dedicamos a las personas a las que amamos. Pero lo son más las obras, son las que
aportan la mejor evidencia del amor, porque las acciones afectan al mundo y dejan en él huellas, para bien o
para mal, son los artífices de nuestro desarrollo, de nuestros aprendizajes, de nuestros logros, de nuestro
patrimonio biográfico, de nuestros amores, de nuestras dichas y desdichas. Son las obras y los muchos años
de práctica perseverante los que me han hecho un virtuoso pianista, las que hacen realidad lo que era tan
sólo un sueño, las que me deparan llegar a las metas del proyecto que acaricio, las que me hacen posible
exponerme y afrontar las circunstancias de la vida que hasta ahora temía y evitaba, las que me permiten
degustar un manjar que hasta ahora sólo había imaginado, las que me permiten escribir un libro y responder
a un compromiso que era hasta entonces sólo una promesa verbal. Son también las obras las que me hacen
huir de los peligros reales, evitar situaciones que tal vez no entrañan peligro alguno, aislarme en casa y
perder oportunidades, enredarme en una relación que me hace daño. Porque la radical capacidad de obrar es
la más medular y cardinal de todas las dimensiones de la biografía personal, la más trascendental, y porque,
como se suele decir, «por sus obras los conoceréis».
Las obras son praxis, un quehacer intencional hacia las metas que importan
Obrar, sea amar, besar, acariciar, escribir, estudiar, cocinar, o conducir, es etimológicamente una praxis,
una acción práctica, es acto y quehacer que tiene connotación de acabamiento, de culminación, en la
medida en que el obrar es ocuparse de algo, llevar algo a término, llevarlo a cabo, en el devenir inexorable
del tiempo de la historia personal, algo que no era todavía y que ahora ya es merced a las obras hechas.
Llevar a cabo algo es además acción intrínsecamente intencional, es actuar en dirección a una meta en la
cual la acción encuentra su acabamiento y con arreglo a la cual se ordena, sea dar placer amando y
acariciando, saborear el plato que hemos cocinado, publicar el poema que escribimos o llegar al lugar al que
nos dirigíamos conduciendo. Y este actuar direccional nos remite, a su vez, a una elección preferencial, a
una decisión deliberada de obrar hacia las metas. Hay praxis, sin embargo, que son contraproducentes
porque se realizan, decimos, «a tontas y a locas», de manera impulsiva y sin que medie detenimiento alguno
que permita considerar todas las circunstancias y anticipar las consecuencias problemáticas que puedan
acarrearnos a nosotros y a los demás las obras que hacemos. Lavarse compulsivamente las manos con la
meta de librarse de la «contaminación» supuestamente contraída, recluirse en casa con la meta de evitar
situaciones adversas, o huir de una situación que ya no encierra peligro alguno, pueden ser acciones
intencionales contraproducentes que nos enreden en un problema.
Las innumerables acciones y decisiones, desde la caricia hasta el conjunto de acciones que componen la
historia de un amor o de una carrera profesional, van jalonando el curso de la vida, van tejiendo,
entrelazadas y encadenadas unas con otras, la urdimbre y la trama del «tejido biográfico» y la
individualidad diferenciada de cada biografía personal. Nos lanzan más allá de cada obrar concreto e
inmediato y se integran, de manera más o menos armónica, en la opción fundamental del proyecto de vida
como totalidad de sentido, un sentido que, a su vez, orienta las deliberaciones y las obras mismas, a la vez
que cada obrar pone en juego el sentido del proyecto de vida. Y no es un proyecto definido de antemano ni
acabado del todo, como se acaba cada una de las obras, sino que se va articulando en las obras
innumerables, hacia el horizonte futuro de las propias posibilidades más o menos abiertas y disponibles.
Una de las paradojas de la historia biográfica reside precisamente en el hecho de que, a veces, la apertura
hacia las posibilidades del horizonte impone la renuncia a determinados bienes inmediatos. La importancia
de las obras nos remite también a la experiencia de los proyectos frustrados en los cuales el hacer que se
pretendía no ha sido posible porque los contextos en los que la gente vive son desiguales, unos son
equilibrados y facilitan las decisiones y el protagonismo de las propias acciones, pero en otros prima la falta
de equidad y la desigualdad de oportunidades para influir en el propio destino. Entonces el hacer posible se
puede ver suplantado por la inhibición de la acción, la depresión, la evitación continuada, los rituales
obsesivos que no consiguen calmar la ansiedad, los intentos de suicidio, los delirios y alucinaciones de
aquella mujer de las lecciones clínicas de Kräpelin, las voces que atormentan, el conflicto interpersonal
irresuelto, aunque también, por fortuna, por otros haceres factibles que no entraban en el proyecto original y
que tal vez han sido desvelados, con ayuda profesional o no, en el proceso de solución del problema que
atormentaba.
Obras son amores, amores que dejan huella, que tienen consecuencias, que producen cambios en el
mundo. Sembramos la semilla que nos dará el fruto preciado. Obramos con un propósito, navegamos, como
Ulises, con un destino, a veces guiados por el sueño de una meta lejana, como una Ítaca, que esperamos
poder alcanzar como resultado del camino. Cuando la alcanzamos, decimos: «Ha valido la pena». O
decimos: «No me compensa». Porque los cambios que hemos hecho en el mundo con nuestras obras
producen también cambios en nosotros, nos dejan huellas que pueden compensarnos o no por la huella que
hemos dejado. Jugar a la pelota en un lugar indebido puede dejar la huella de la rotura de los cristales de la
ventana, una consecuencia que ahora nos rebota a nosotros, nos afecta, porque tendremos que «pagar los
vidrios rotos». Las consecuencias de nuestras obras nos dejan huellas, nos cambian, hacen que volvamos a
hacer aquello que ha tenido consecuencias valiosas, que incluso lo sigamos haciendo toda la vida, o que,
por el contrario, dejemos de hacerlo si ello ha tenido consecuencias punitivas, como pagar una sanción. Y
ocurre que a menudo hacemos también cosas indebidas si ello tiene consecuencias valiosas, y dejamos de
hacer cosas que deberíamos hacer si el hacerlas no sirve de nada, si no vale la pena, si no tiene
consecuencias valiosas que compensen, mientras que el inhibirnos de hacerlo o el hacer lo contrario de lo
debido nos reporta más ventajas. Pero ¿por qué hacemos cosas a sabiendas de que ello, más que reportarnos
beneficios, nos perjudica? Nos recluimos en la cama a sabiendas, tal vez, de que esta manera de actuar no
sólo no nos ayuda a salir de la depresión, sino que, por el contrario, nos hunde más en ella. Huimos por
mucho tiempo de algo o de alguien que nos produce temor a sabiendas, tal vez, de que la mejor manera de
superar esta fobia sería la de afrontar la situación. Para colmo de contradicciones, hay quien se lava
compulsivamente las manos hasta hacerse heridas, quien se autolesiona hasta hacerse sangre, quien pide
mortificaciones como preludio del orgasmo, o quien intenta y consuma el suicidio. ¿Vale todo esto la pena?
¿Hay alguna consecuencia que compense por hacerlo?
El hecho de que las obras tengan consecuencias plantea la cuestión de la responsabilidad de atenerse a
las consecuencias, de «pagar los vidrios rotos» y «no escurrir el bulto», incluso cuando se trata de
consecuencias inesperadas y no deseadas, incluso cuando son una huella que no se puede ya borrar. La
ansiedad que acompaña a algunas decisiones importantes de la vida constituye una señal de alarma que
advierte de las potenciales consecuencias a las que nos exponemos con ellas. Cuando decimos «de aquellos
polvos, estos lodos», nos estamos refiriendo a la responsabilidad que encaramos con muchas de nuestras
decisiones y acciones, y decimos que una decisión o una acción es irresponsable cuando se toma o se realiza
a la ligera, con imprevisión y sin la consideración debida a las potenciales consecuencias que a menudo
lamentamos con posterioridad. El reconocimiento del daño y el sufrimiento causado a los demás con el
propio comportamiento constituye un componente clave de la responsabilidad moral. Por eso, una forma de
«escurrir el bulto» y exonerarse de responsabilidad y de evitar la autocensura y la culpa es encubrir o
minimizar el papel que uno tiene en el daño causado, para lo cual hay quien recurre al desplazamiento de la
responsabilidad hacia otras personas, a las que dice obedecer (obediencia debida), a la difusión de la
responsabilidad a través del anonimato o de decisiones de grupo, a ocultar, desconsiderar o distorsionar las
consecuencias de la acción, deshumanizar y despersonalizar a las víctimas del daño, a culpabilizar a las
víctimas y justificar el abuso al considerarlas como provocadoras y culpables del daño que se les inflige.
En todo caso, una vez que acontecen como fruto de nuestras obras, las consecuencias son también,
recíprocamente, cosas que nos pasan y que nos dejan huella, pero, ahora sí, dependiendo de lo que nosotros
hicimos previamente (4, en la figura 7.1). Por eso, podemos decir que nos autodeterminamos, que
influimos en nuestro propio destino, pues de alguna manera con nuestras obras en el mundo determinamos
la huella del mundo sobre nosotros. Las cosas que hacemos que pasen acaban siendo también cosas que nos
pasan y que nos cambian a nosotros, después del flujo centrífugo de la acción, el reflujo centrípeto de las
consecuencias, que son la acción del mundo sobre nosotros. La huida o la evitación de una fobia nos alejan
de situaciones y de personas a las que antes estábamos unidos, pero este alejamiento no es independiente de
nuestra huida, de nuestra evitación, no podemos desentendernos de él. Las cosas que hacemos o dejamos de
hacer (quedarse en cama, quejarse, salir con amigos) cuando nos deprimimos tienen consecuencias
ambivalentes, que nos pueden confortar a la vez que nos pueden deprimir todavía más. Esta unidad
indisoluble entre cambiar el mundo y ser cambiados por el mundo que ha sido cambiado por nosotros es un
circuito que estamos recorriendo incesantemente a lo largo de toda la vida, la corriente del río de la vida que
fluye y que nos lleva. Es el análisis de este flujo y reflujo el elemento cardinal de la revolución del
paradigma operante de la psicología.
CUADRO 7.1
El foxterrier que aprendió a escapar
«La manera como mi perro aprendió a levantar la manija de la puerta del jardín y, de este
modo, a salirse, ofrece un buen ejemplo de aprendizaje de ensayo y error. La puerta de hierro
se detiene por una manija o pasador, pero se abre sola por su propio peso si se levanta el
pasador. Cuando mi foxterrier salió al jardín, quiso, naturalmente, irse a la carretera que pasa
por la casa, donde existen muchas tentaciones para él: la oportunidad de correr, husmear a
otros perros, quizá algunos gatos a los cuales perseguir. El perro miró hacia fuera por entre los
barrotes de la puerta y, en cierto momento, quedó debajo del pasador y lo levantó con la cabeza.
Después se retiró y miró a otra parte y entretanto la puerta se abrió por su propio peso. He aquí
una ocurrencia afortunada. Después de 10 o 12 experiencias semejantes, en cada una de las
cuales el éxito se logró más rápidamente con menos mirar hacia lugares irrelevantes, el
foxterrier aprendió a irse derecho «al blanco». En este caso, levantar el pasador fue,
incuestionablemente, producto de un accidente y el truco se volvió habitual por la asociación
del acto azaroso y el feliz escape.»
Richard Held y Alan Hein realizaron una serie de experimentos con gatitos pequeños para comprobar el
papel que tienen la acción y las consecuencias de la misma en el desarrollo temprano de la percepción
visual y de la coordinación visomotora, y en los reajustes perceptivos necesarios para corregir las
distorsiones producidas en la percepción visual y restablecer la coordinación visomotora después de
períodos de privación sensorial y motora (cuadro 7.2).
CUADRO 7.2
La acción y la coordinación visomotora
Un grupo A de gatitos eran metidos en un aparato que los transportaba y desplazaba pasivamente
por un recinto circular pequeño, de manera que podían ir explorándolo visualmente e ir
percibiendo información visual de las características físicas del mismo. Pero, al mismo tiempo, el
aparato les impedía realizar sus propios movimientos y los desplazamientos activos con sus
propias patas por el espacio físico del recinto. Por eso, la información visual sobre el espacio se
les iba mostrando con independencia de sus movimientos. Cuando a los gatitos se les dejó libres
en el recinto que habían explorado visualmente, se comprobó que mostraban serias dificultades
para la coordinación visomotora y para hacer reajustes perceptivos. A un grupo B de gatitos, el
aparato al que iban sujetos les permitía desplazarse activamente con su propio movimiento por el
mismo recinto circular que habían recorrido los gatitos del grupo A. Pero en esos casos, la
información visual que los gatitos iban percibiendo sobre las características del recinto iba
apareciendo y cambiando como consecuencia dependiente de los desplazamientos y movimientos
activos que ellos iban haciendo. Cuando se les dejó libres en el recinto, los gatitos podían
restablecer la adecuada coordinación visomotora y hacer los necesarios reajustes perceptivos.
Para que las crías de los mamíferos, también las crías humanas, puedan lograr estas competencias, no
basta, pues, con que exista una estimulación visual apropiada y estable o que se restituyan las condiciones
de estimulación visual después de las distorsiones o de la privación sensorial y motora. Es necesario además
que la estimulación visual sea una consecuencia dependiente de su acción y de sus movimientos.
Son consecuencias positivas o reforzadoras aquellas que hacen que las obras de las que dependen
tengan más probabilidad de repetirse en el futuro y se repitan con más frecuencia. En estos casos, cumplen
la función de reforzar, de otorgar fortaleza, al comportamiento, que se hace significativo por el hecho de
lograrlas, como un beso que se hace más fuerte y significativo si es correspondido. Son, pues, un refuerzo o
reforzador del comportamiento en un proceso de reforzamiento. La probabilidad y la frecuencia son
indicadores de esa fortaleza, cuanto más fuerte, más probable. Solemos decir entonces que estas
consecuencias compensan por las obras realizadas para conseguirlas y que vale la pena haberlas realizado,
que vale la pena haber besado. Tanto es así, que cuando las obras dejan de obtener consecuencias
reforzadoras, se hacen menos probables y frecuentes y llegan a extinguirse, se deja de amar y de besar
porque no vale la pena. Las consecuencias reforzadoras se vivencian habitualmente como placenteras y
apetecibles, como las consecuencias de un beso. Las consecuencias son más reforzadoras cuando vienen a
suplir una privación o una carencia, y por eso un plato apetitoso es una buena recompensa si han pasado
muchas horas desde el último bocado, pero no lo será si acabamos de comer y estamos hartos, como no lo
será un beso si estamos «hartos de besos». Muchas circunstancias pueden hacerse valiosas y adquirir un
valor reforzador que antes no tenían si están asociadas con otras que sí lo tienen, y serán entonces
reforzadores condicionados. Los puntos que se obtienen por una compra no llegarían a ser nunca un
reforzador si no estuvieran asociados con los productos por los que se pueden canjear. El dinero es un
reforzador condicionado poderoso porque está estrechamente asociado con comida, vestido, vivienda, y
otros muchos reforzadores que se pueden obtener con él. No sería un refuerzo apreciable si se pudiera
acumular incesantemente pero nunca se pudiera adquirir nada apetecible con él.
Una consecuencia puede ser reforzadora por dos caminos, bien porque proporciona ventajas, algo
positivo o valioso (beneficios, recompensas, dinero, bienestar, atención de los demás, afecto, aprobación
social, lograr una meta importante, poder hacer algo interesante, tiempo libre, descanso) y se llama entonces
refuerzo positivo, o bien porque quita, evita, suprime o atenúa inconvenientes, algo negativo (perjuicios,
daños, dolor, malestar, costes), y se llama entonces refuerzo negativo.
Las obras y quehaceres de la vida están frecuentemente expuestos a las consecuencias negativas,
punitivas o nocivas, aquellas que, como el agua hirviendo, hacen que las acciones de las que dependen,
meter la mano allí, tengan menos probabilidad de repetirse en lo sucesivo y se repitan con menos
frecuencia o incluso no se hagan nunca más. En estos casos, cumplen la función de debilitar el
comportamiento, de inhibirlo, incluso de suprimirlo. Una consecuencia puede ser punitiva por dos caminos,
bien porque proporciona inconvenientes, algo negativo (castigo, dolor, reproche, bofetada, daño,
malestar), bien porque quita, suprime o hace perder ventajas, algo positivo (privilegios, amigos, bienestar,
oportunidades, dinero, puntos del carné de conducir), lo cual supone un coste. En ambos casos, decimos que
tiene lugar un proceso punitivo o de castigo. Las consecuencias punitivas se vivencian habitualmente como
dolorosas y no placenteras. Muchas circunstancias pueden adquirir un valor punitivo que antes no tenían,
por estar asociadas con otras que sí lo tienen. Las palabras que acompañan a una bofetada pueden acabar
hiriendo, doliendo y humillando ellas solas más que la bofetada misma.
Los caminos por los que las consecuencias producen tanto impacto en el curso de nuestra vida y en el
desarrollo de los problemas psicológicos no son, como vamos a ver enseguida, lineales. Son caminos que se
entrecruzan a veces de forma tan compleja, inextricable y sutil, que resulta difícil predecir su impacto final
sobre el comportamiento. En los contextos familiares, los padres pueden actuar a veces de forma
incoherente, refuerzan inadvertidamente comportamientos inadecuados y castigan comportamientos
adecuados; lo que uno de los padres refuerza, el otro lo castiga; lo que se refuerza y premia un día, el otro lo
reprueba. Innumerables quehaceres y esfuerzos de la vida que nos reportan el valioso resultado del amor,
del dinero y de la prosperidad, están expuestos a la vez a numerosos sacrificios y privaciones, según aquello
de que «no hay rosas sin espinas». Alguien que se ha embarcado en un proyecto arriesgado y que le ha
acarreado numerosos sacrificios nos dice cuando logra por fin alcanzar la meta largamente deseada: «Ha
valido la pena, el premio me compensa por todos los sacrificios y por la larga espera». Después de largos
meses de duro y doloroso entrenamiento, una atleta que acaba de obtener el triunfo nos dice: «Ha sido un
dolor que da placer». El sofá de casa es altamente reforzador por las inmediatas sensaciones placenteras
que depara y porque además permite librarse del coste de las fatigas y agujetas del ejercicio físico, y por eso
el sedentarismo puede ser más fuerte que el ejercicio. Hacer ejercicio físico tiene costes, pero a la vez
depara la recompensa del placer sensorial, de la pérdida de peso y de poder ponerse vestidos más ajustados,
y por eso se sigue haciendo cuando se han probado esas ventajas.
Como nos pasan cosas en la escuela, en el trabajo o en la calle, que nos producen dolor y sufrimiento,
hay quienes tratan de escapar refugiándose en casa y permaneciendo en ella sin salir, con lo cual obtienen la
ventaja de librarse de esos inconvenientes, pero se exponen a la vez a los costes del aislamiento y se privan
de los alicientes de la vida social y de la amistad y pueden llegar a la depresión. Mantenemos una relación
emocional que es altamente placentera, a pesar de que recibe a la vez la crítica social. El poderoso refuerzo
placentero que proporcionan las fantasías de un delirio puede inducir a embarcarse en proyectos inviables
que reciben el castigo del fracaso que, no obstante, puede no extinguir el delirio si el refuerzo fantástico que
éste aporta es muy valioso y compensa por una vida triste carente de alicientes. Castigarse con autolesiones
se hace una conducta significativa porque el castigo depara a la vez el refuerzo liberador de verse libre de
culpa. La mentira puede ser una conducta dotada de una gran fortaleza y con alta probabilidad de producirse
cuando está sostenida por la doble ventaja de librarse del castigo que se recibiría si se confesara haber
cometido la conducta prohibida, y por la de poder seguir gozando del fruto prohibido que se consigue con la
conducta prohibida. Pero la mentira puede verse expuesta a la consecuencia punitiva de la crítica («¡no se te
ocurra mentirme!»); sin embargo, es posible que su poder inhibidor sea menor que las ventajas que la
mentira obtiene y que son las que le otorgan fortaleza.
La psicología del desarrollo muestra que un bebé aprende a sonreír y sonríe con más frecuencia cuando
su sonrisa tiene consecuencias positivas, cuando atrae con ella la atención. Se inicia así entre bebé y adulto
una relación sin palabras mutuamente satisfactoria que lleva a cada uno a invertir más en una relación
interpersonal que va fortaleciendo los lazos vitales. Cuando aprende a sonreír, aprende además que con su
sonrisa puede producir cambios en el contexto comunicativo, controlar y predecir los resultados que puede
conseguir con ella, y aprende que sus habilidades de comunicación son eficaces para conseguirlos, con lo
que esas habilidades se fortalecen también. Pero si su sonrisa es ignorada y pierde el refuerzo que la
fortalece, se extingue. En este juego de interdependencias recíprocas, los padres, al mostrarse
emocionalmente disponibles y ajustar sus respuestas al comportamiento del niño y darle a éste la
oportunidad de influir, le están capacitando para establecer significativos lazos de interdependencia
confiable y segura y para aprender que las relaciones interpersonales pueden estar asociadas a experiencias
emocionales agradables. Por otra parte, los niños van así configurando su capacidad para la convivencia y
en particular para la interdependencia y la cooperación, a la vez que aprenden a sentir que son dignos de
atención y a construir de ese modo su autoestima. En los sucesivos procesos de comunicación interpersonal
a lo largo de la vida, el comportamiento de los demás se convertirá en una señal que realimenta y cambia el
nuestro, que nos informa cómo han ido las cosas, el valor de lo que hemos hecho y dicho, lo que conviene
hacer en lo sucesivo.
Un niño con retraimiento social evita mirar a las personas que le están hablando. Podría pensarse que no
desea la atención de los demás, pues ni siquiera los mira. En realidad, los gestos hoscos de aislamiento le
proporcionan más atención y refuerzo social que los que obtendría mirándolos. El comportamiento habitual
de los adultos es persistir en su intento de conseguir que los mire cuando le hablan, y de colmarlo de
atenciones para sacarlo de su retraimiento. Esta insistencia, sin embargo, refuerza paradójicamente el
retraimiento, que no es lo que se quería. Incluso los reproches por el retraimiento («pero ¿de qué tienes
vergüenza», «parece que te ha comido la lengua el gato»), con que los adultos desean reducirlo, pueden
cumplir también la función de reforzadores positivos y no la de consecuencia punitiva. Si además, después
del reproche, se le acaricia y consuela, el reproche se convierte en una señal que anuncia las caricias y el
consuelo, con lo que se refuerza más todavía el retraimiento con que los consigue. Si la conducta de
retraimiento le resulta funcional además, porque le evita tener que exponerse a circunstancias incómodas, o
a demandas, tareas y relaciones exigentes («no se lo propongas a él, que es muy inhibido», «que vaya su
hermano, que él no se atreve», «éste no es capaz de decir dos palabras seguidas sin ponerse rojo como un
tomate»), el retraimiento se irá convirtiendo en un estilo de vida. El modelo psicopatológico, que ignora las
complejas transacciones en las que brota el retraimiento social, le aplica la logomaquia psicopatológica
fobia social, que sería algo que el niño tiene dentro, lo mete en la colección que el catálogo DSM llama
«trastornos de ansiedad», como si la ansiedad fuera lo más definitorio del asunto, y considera que la
evolución del problema en el tiempo sería el despliegue anunciado de la patología interior. Pero predecir el
curso, a veces complejo, sutil y doloroso, de un problema, a partir de los procesos que el paradigma
operante analiza, es algo bien diferente de la parodia de predecir el curso de una patología inventada.
Las consecuencias pueden tener efectos aparentemente paradójicos. A unos profesionales, nos cuenta
Arthur Staats, les preocupaba la extraña conducta de un interno psiquiátrico que, de acuerdo con el modelo
psicopatológico, mostraba un «síndrome de lenguaje oposicionista» que, según ellos, era además «síntoma
de impulsos hostiles reprimidos». El tal síndrome consistía, al parecer, en una peculiar inversión del
lenguaje, en particular en el uso del «sí» y del «no». Pero el lenguaje oposicionista o el «llevar la contraria»
es una conducta que resulta funcional y significativa, no porque sea un síntoma patológico, sino porque
tiene consecuencias que la refuerzan. Una de esas consecuencias reforzadoras puede ser la atención que los
demás le prestan, sobre todo cuando otras conductas personales no oposicionistas no obtienen tanta atención
y reconocimiento. Pero además, cuando al interno se le preguntaba si quería un cigarrillo, respondía «no»,
en lugar de decir «sí», pero aceptaba el cigarrillo y lo fumaba con gusto, con lo cual el «no» tenía como
consecuencia el cigarrillo y el placer de fumarlo. Era entonces más probable que volviera a decir «no» la
próxima vez, en lugar de decir «sí», porque era el «no» la acción más funcional para obtener consecuencias
ventajosas. El «lenguaje oposicionista» era una conducta muy funcional, no una psicopatología. Eran las
sutilezas de la influencia de las consecuencias en la conducta que pasan inadvertidas para la perspectiva
psicopatológica y que hacen parecer enigmáticas algunas conductas.
Las alucinaciones visuales y auditivas, las revelaciones hechas por seres de otras esferas y los delirios
son para el modelo psicopatológico uno de los síntomas más reveladores de psicopatología, y de los más
graves, la psicosis. Pero en realidad estas experiencias vitales, lo mismo que las creencias en ángeles y
demonios, fueron y siguen siendo una experiencia muy común en las subculturas mágico-religiosas en las
que cumplen funciones altamente vinculadas a la historia personal y a las consecuencias valiosas que las
refuerzan y les dan significación personal y social. Las experiencias místicas, tan frecuentes en las prácticas
devotas y de vida monástica del occidente cristiano, propician una relación y unión personal, oculta y libre
con la divinidad y una espiritualidad independiente de las disquisiciones doctrinales y de la mediación de la
jerarquía eclesiástica, lo que durante muchos siglos supuso el riesgo de incurrir en herejía y de morir en la
hoguera, como de hecho le ocurrió a la beguina francesa Margarita Porete. En las vivencias místicas, tiene
un lugar importante la viva, libre y creativa imaginación, el simbolismo, el lenguaje metafórico, las
apariciones y visiones maravillosas de personajes divinos, las voces celestiales y los arrobamientos,
arrebatamientos o éxtasis. A Agnes Blannbekin, una beguina vienesa fallecida en el año 1315, las visitas de
Cristo, precedidas a menudo de autoflagelaciones, le llenaban el pecho de una excitación tan intensa, que le
atravesaba todo el cuerpo y le ardía de una manera placentera. En una de esas visiones, que fue motivo de
fuertes controversias en el seno de la Iglesia católica, Agnes imaginaba a menudo que paladeaba con gran
dulzura y deleite el prepucio de Cristo. Margarita María de Alacoque, que se humillaba comiendo fruta
podrida, limpiando con su lengua los vómitos de los enfermos, lo que le causaba un intenso placer, y
grabando con un cuchillo en su pecho el nombre de Cristo, imaginaba que el demonio la abofeteaba y que
era visitada a menudo por Cristo que le mostraba su corazón, que lloraba, sangraba y ardía. Sus
alucinaciones fueron la base del culto católico actual al Sagrado Corazón de Jesús.
La ascética y el misticismo cristiano en el siglo XVI tienen sin duda su cumbre en Teresa de Ávila y en
Juan de la Cruz. En un grupo escultórico en mármol, que constituye una verdadera escenografía barroca de
la Contrarreforma y que se puede contemplar en la iglesia de Santa María della Vittoria de Roma, Gian
Lorenzo Bernini inmortalizó una de aquellas visiones que provocaban a Teresa fuertes y placenteras
reacciones emocionales y llanto («Vi un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal,
hermoso mucho, el rostro tan encendido»). A veces, estas visiones le deparan una fuerte aflicción y
temores, debido a las críticas que otras monjas e incluso sus confesores le hacen, o a las advertencias de que
puede tratarse de posesión del demonio. Pero el poderoso refuerzo que reciben estas experiencias, las
mantiene vivas («con todo, jamás me podía pesar de haber visto estas visiones celestiales y por todos los
bienes y deleites del mundo sola una vez no lo trocara»). Los confesores que opinan que las visiones son
una cosa del demonio le obligan a resistirse a ellas y a evitarlas. Pero, como cabía esperar, sus intentos de
evitación aumentaban la intensidad de las visiones: «En comenzando a mandarme hiciese estas pruebas y
resistiese, era muy mayor el crecimiento de las mercedes».
María de Jesús de Ágreda alcanzó fama de santidad y experimentó visiones de Cristo llagado y del
Espíritu Santo y arrobos místicos. Su fama llegó a oídos de Felipe IV, que la visitó en el convento. A partir
de esta visita, comenzó un intercambio epistolar en el que durante 22 años y 200 cartas se van entreverando
las visiones y revelaciones con asuntos personales y políticos, clamando María a Dios para que guíe las
acciones del monarca y para ayudarle a defenderse de su flaca naturaleza pecadora, consciente el rey de que
sus pecados son una de las principales causas de los males sociales, de los peligros que acechan a la corona
y del declive del esplendor español posterior a la Paz de Westfalia de 1648.
El intercambio fue para ambos una experiencia cuyas consecuencias ventajosas lo fortalecieron. Para
María tenía un gran significado ser confidente del rey, ser intermediaria entre el rey y la divinidad y entre el
rey y las almas del purgatorio que comunican avisos al rey, contribuir con sus oraciones al mantenimiento
de la monarquía católica, al bienestar de la Iglesia atribulada por la escisión protestante, influir con sus
consejos, inspirados en visiones, revelaciones y avisos divinos, en las decisiones políticas del rey, en la
enmienda de las costumbres y de la indumentaria licenciosa de las mujeres, y en la conversión del rey. Una
de esas revelaciones proviene del alma del hijo del rey, Baltasar Carlos, que pena en el purgatorio y que
desde el más allá presenta a sor María como el instrumento divino para salvar a la Casa de Austria y librar
al rey de los malos consejeros. En otra de las visiones, se le apareció el alma de la reina que estaba
purgando sus culpas en la caverna llena de fuego del purgatorio, y que le pedía oraciones y misas para
abreviar lo posible la estancia en aquel lugar. Posteriormente vio en su celda unos ángeles hermosos que le
dijeron que se dirigían al purgatorio a sacar de allí el alma de la reina por la que María había rogado, lo que
le llenó de gozo y de consuelo. Recibía Felipe IV con sumo agrado las cartas de María y era funcional para
él contar con sus oraciones a las que atribuía un gran poder para alcanzar los favores divinos, obtener la
victoria en las campañas militares y enderezar la ruina del reino, saber que Dios ha elegido y señalado a la
monarquía católica para amparo de la Iglesia atribulada por la herejía, tener noticias, a través de las
revelaciones de María, de su hijo que estaba en el purgatorio, ser escuchado con comprensión y con aliento
en sus lamentaciones por la situación política, ser considerado por María como rey católico y piadoso,
escuchar sus revelaciones divinas con recomendaciones útiles, recibir los elogios y la sumisión, incluso
servil, de la monja, su beneplácito reforzador por los intentos del rey de cumplir la voluntad divina y la
comprensión para con sus flaquezas, y aliviar el sentimiento de culpa por su conducta licenciosa.
Cuando la recompensa se consigue sólo después de haber realizado un número determinado de acciones
o de productos, como los realizados en un trabajo a destajo, los objetivos alcanzados en un programa por
objetivos, los ejercicios realizados en un programa de entrenamiento, los temas estudiados de una
asignatura, o los goles en una competición, es más probable que esas acciones se realicen con más
frecuencia y las más posibles para asegurarse la recompensa. Ello, no obstante, puede llegar a ser agotador
y hacer bajar el rendimiento e incluso desistir, si la exigencia es muy alta, con lo que la recompensa se
retrasará o no se dará. El berrinche de un niño puede llegar a ser gradualmente muy persistente, intenso y
perturbador, si tiene como consecuencia el logro de lo que pedía, en tanto que los intentos y peticiones de
menor intensidad no le habían dado resultado. A veces, el número de acciones requeridas para lograr el
refuerzo es, por añadidura variable, e impredecible, como le ocurre al pescador que lanza la caña una y otra
vez hasta que un pez pica, o al jugador de máquinas tragaperras que mete monedas sin que pueda saber
cuántas veces lo ha de hacer y cuánto debe gastar antes de lograr la recompensa. En estos casos, la
frecuencia con que se llega a realizar la acción es incluso más alta y más resistente a la extinción que
cuando se ha prefijado un número determinado de acciones. Solemos decir entonces que la persona «está
muy motivada», o «muy enganchada» o que tiene «adicción» a la pesca o a los juegos de azar. El modelo
psicopatológico, que desconoce la complejidad y la significación de estas experiencias, las enmascara y
desnaturaliza con la logomaquia del «juego patológico».
«No por mucho madrugar, amanece más temprano». Si el amanecer fuera una recompensa, y a
menudo lo es, no la podemos provocar por más madrugones que nos demos, hemos de esperar a que llegue
el alba. Cuando una recompensa se logra sólo de cuando en cuando, la probabilidad de que una acción sea
reforzada no depende del número de acciones realizadas, sino que aumenta sólo en función del paso del
tiempo y de la frecuencia del refuerzo, una vez cada 24 horas en el caso del amanecer. Si el intervalo de
tiempo entre refuerzo y refuerzo es constante, como ocurre con el amanecer, con las horas de la comida, con
la llegada del autobús que circula con intervalos regulares, con los encuentros amorosos de fin de semana, o
con otros muchos sucesos programados con plazos fijos, el único requisito para lograr la recompensa es
venir a comer, estar en la parada del autobús o acudir a la cita amorosa en el momento preciso. Después,
habrá que esperar un tiempo hasta que el refuerzo vuelva a estar disponible. La probabilidad de nuestras
conductas se eleva a medida que se va acercando el momento de la recompensa. Es más probable que
nuestra llegada ocurra cinco minutos antes de la comida o de la llegada del autobús que una hora antes, y
nuestra llegada al lugar de la cita es más probable un viernes que un martes. Si no vienes a comer, no estás
en la parada del autobús a tiempo, o no acudes a la cita, no recibirás la comida, ni podrás hacer el viaje, ni
podrás gozar del encuentro amoroso. Pero, por otro lado, sentarte a la mesa antes de tiempo, llegar a la
parada con tiempo de sobra, o aparecer a mitad de semana en el lugar de las citas, tampoco servirá de nada,
como tampoco sirve madrugar para lograr que amanezca. «Parece que lo haces a propósito, que esperas al
momento más inoportuno cuando lo que yo quiero es descansar», le dice él a ella, que espera por sistema
todos los días a la misma hora de acostarse para comunicarle todas las preocupaciones y quejas derivadas de
la convivencia de pareja y familiar. Aun cuando esta conducta de ella le resulta a él altamente inoportuna,
para ella es muy oportuna y funcional porque le depara la recompensa segura de la atención de él y porque
además «es el único momento en que te puedo hablar», y aun cuando la conversación acabe produciendo
en ambos un gran malestar que amarga el inicio de la noche.
¡Estoy atrapada!
¡Estoy atrapada!, nos decía aquella mujer que nos consultó porque se veía enredada en una relación
tortuosa que, según decía, le estaba dañando e impidiendo rehacer su vida después de un divorcio
traumático. Reconocía que inicialmente esa relación le había aportado numerosas satisfacciones. Después,
los encuentros que al principio habían estado programados con regularidad, se fueron espaciando más y
haciéndose más esporádicos e impredecibles, incluso pasaban meses sin verse. En esos largos períodos de
distancia y ausencia, ella hacía intentos de entablar nuevas relaciones. Pero de pronto, cuando parecía que
todo había terminado, se producía una llamada inesperada y un nuevo encuentro altamente apasionado y
placentero que hacía renacer el deseo, y al mismo tiempo las dudas, la ansiedad y esa experiencia de
sentirse atrapada. Los siguientes encuentros eran después durante un tiempo más frecuentes, pero
sucesivamente se iban distanciando y entonces se retornaba a la ausencia durante la cual ella intentaba, sin
culminarlas, nuevas relaciones. Si la duración del intervalo entre refuerzo y refuerzo es, como en este caso,
variable y cambia de forma impredecible, la conducta puede mantenerse «atrapada» de manera perseverante
durante mucho tiempo y ser muy resistente a la extinción, porque «tal vez me vuelva a llamar y volvamos a
tener uno de esos encuentros apasionados».
Cuando nos hemos habituado a obtener en la vida resultados reforzadores de manera ocasional e
intermitente y llega un momento en que, por algún motivo, dejamos de obtenerlos, la frecuencia de las
acciones con las que los conseguíamos no se extingue de repente, sino que declina más lentamente que si lo
hubiésemos estado recibiendo de forma continua, como si nos dijéramos: «Espera a ver, no dejes de hacer
lo que hacías, no desesperes, tal vez vuelva a llegar la recompensa, aunque esté tardando». ¡Cuántas
conductas «raras» y problemáticas se mantienen de forma motivada, duradera y vigilante a la espera de que
ocurra aquello que las mantiene vivas y les otorga significado, aunque a veces tarde mucho en ocurrir, o
aunque tal vez finalmente no llegue a ocurrir nunca!
Cuando el refuerzo ocurre de manera ocasional e intermitente, una posible reducción temporal en la
frecuencia de la conducta puede ser neutralizada por la llegada del próximo refuerzo, con lo que se restaura
la conducta que había empezado a ser ya menos frecuente. Alguien que había empezado a reducir sus
sospechas sobre otra persona, y que había vuelto a confiar en ella, puede volverlas a abrigar, y tal vez ahora
más fuertes y por indicios mínimos, si un día sus sospechas reciben el refuerzo de la confirmación: «Ahora
ya sí que no me vuelvo a fiar, deberé estar muy vigilante, porque en cualquier momento me lo vuelve a
hacer». En un número de la revista Clinical Psychology Review del año 2007, Daniel Freeman hizo un
exhaustivo estudio de las sospechas que todos en algún momento de la vida podemos abrigar acerca de las
intenciones potencialmente hostiles y dañinas de los demás, como parte de estrategias defensivas útiles en
entornos peligrosos, y que pueden llegar a convertirse con el tiempo en delirios de persecución, que no son
el síntoma de una patología, como proclama el modelo psicopatológico, ni tan sólo meras «creencias
delirantes», sino el resultado, a menudo angustioso, corrosivo y muy resistente a la extinción, de
experiencias vitales traumáticas en las que la desconfianza ha sido reforzada de manera intermitente.
Consecuencias liberadoras
Los comportamientos y los problemas psicológicos se fortalecen y se hacen más probables y
significativos no sólo porque con ellos obtenemos ventajas, sino también porque con ellos nos quitamos
inconvenientes de encima, nos libramos de una amenaza, de un daño, de un peligro, de un dolor.
¡Qué angustiosos esos sueños en que tratamos de escapar de una amenaza y nos atenaza la parálisis!
Pero cuando logramos librarnos de una atadura, luchamos para librarnos de ella la próxima vez, con lo que
nuestra acción liberadora se fortalece. La liberación de la atadura es una consecuencia reforzadora, un
refuerzo liberador. Si alguien intenta controlarnos con amenazas, tratamos de escapar, abandonamos la
relación o pasamos al contraataque para neutralizar su control. Si el contraataque resulta efectivo, se
refuerza y con toda probabilidad lo volveremos a repetir; si no lo es y tampoco es posible la huida, la
situación se puede hacer opresiva, y entonces la inacción pueden ser un recurso que consigue reducir la
presión de la amenaza, aun cuando en este caso nuestra inacción pueden ser una recompensa para quien
hace la amenaza, que volverá a repetirla. Si en la dotación de los seres vivos no existiera esta capacidad
reforzadora de librarse de la amenaza, del daño y del peligro, estas circunstancias adversas serían siempre
deletéreas y la vida se extinguiría fácilmente. Es, pues, una capacidad vital para la supervivencia.
¡Qué alivio!
¡Qué alivio!, decimos después de haber tomado un analgésico que nos calma el dolor, de habernos
rascado donde nos picaba, de habernos puesto una prenda de abrigo que nos alivió del frío, o de haber
podido escapar de la conversación con alguien que estaba resultando un pelma. El alivio del dolor, del
picor, del frío o de la conversación aburrida, son consecuencias que hacen más probable que volvamos a
recurrir al analgésico cuando vuelva el dolor, al rascado cuando nos pique, a la prenda de abrigo cuando
sintamos frío, o a la huida de conversaciones aburridas. Si paramos la alarma del despertador una vez que
ha empezado a sonar, interrumpimos un sonido molesto, escapamos de él; si la paramos antes de que suene,
lo evitamos de antemano, prevenimos que suene. En ambos casos, la acción de parar la alarma tiene
consecuencias positivas que la refuerzan. Si nos abrochamos el cinturón de seguridad, la señal molesta de
aviso no suena, y si ya había sonado, deja de sonar. Evitamos pasear por las cornisas de un rascacielos,
meternos en la jaula de un león o «meternos en la boca del lobo», adentrarnos por la noche en las calles
oscuras de una ciudad, mantener relaciones sexuales sin protección, cometer actos sobre los que pesa la
amenaza de un castigo o mantener relaciones con personas que nos ofenden. Cuando nos vemos expuestos a
situaciones de este tipo, solemos experimentar miedo y ansiedad y tratamos de escapar de ellas o de
evitarlas, lo que tiene la consecuencia reforzadora de protegernos y de preservarnos de riesgos innecesarios
y de daños potenciales, a la vez que alivia o hace cesar la ansiedad. Si la conducta agresiva de un niño o de
un adolescente logra que sus padres se rindan y consigue salirse con la suya y librarse de una obligación o
evitar una sanción, su conducta agresiva será más probable en lo sucesivo. Pero los padres también se libran
de la conducta agresiva cediendo, con lo cual es probable que vuelvan a ceder en lo sucesivo. Si el «no lo
volveré a hacer» permite evitar las sanciones por la infracción de un acuerdo y quedar impune, se estará
reforzando el recurso a esa promesa verbal, que se volverá a repetir, aunque la sola promesa no asegure que
no se vuelva a repetir la infracción.
Alguien puede hacer lo que sea con tal de interrumpir un malestar, o de poder escapar de una situación
amenazante o dolorosa, y puede también estar haciendo de forma persistente, incluso durante toda una vida,
incluso de manera obsesiva y con gran ansiedad, algo, tal vez un ritual, una manía, un tic, un sacrificio, una
comprobación obsesiva, para evitar, o al menos posponer, un acontecimiento temido que ocurrió quizá una
vez en su vida, y que es incluso muy improbable que vuelva a ocurrir, o que nunca ha sido experimentado
en carne propia, pero que es anunciado como probable o que es experimentado por alguien. Habitualmente,
las conductas de evitación acaban extinguiéndose cuando comprobamos que lo que evitábamos ya no
ocurre. Pero si eso que era muy improbable que ocurriera ya vuelve a ocurrir alguna vez más, o se recibe la
amenaza de que puede ocurrir en cualquier momento, puede bastar esto para que la conducta de evitación se
restablezca e incluso se instaure ya indefinidamente en el repertorio personal, incorporándose incluso al
autolenguaje: «Ya he recibido bastantes golpes, como para bajar la guardia».
¿Quién no se ha protegido en un portal próximo al ver venir a lo lejos a un perro furioso? Cuando el
perro ha pasado y hemos evitado el potencial peligro que entrañaba, salimos del portal y proseguimos
nuestro camino. Pero hay personas que se recluyen en casa durante mucho tiempo y renuncian a salir solas
o a viajar para evitar tener un accidente como el que tuvieron antaño; se lavan las manos repetidamente,
hasta el punto de producirse úlceras en la piel, para evitar la contaminación y el contagio y reducir el asco y
la ansiedad que le producen; renuncian a tomar comida sólida y a masticar, reduciendo su dieta a papillas y
experimentando una gran ansiedad durante la deglución, para evitar «ahogarse»; se aíslan y evitan el
contacto social, para evitar el posible rechazo de los demás; abandonan proyectos vitales, para no
experimentar posibles fracasos; evitan implicarse en relaciones interpersonales afectivas porque anticipan
que van a terminar en fracaso como otras anteriores; renuncian a encarar problemas y decisiones
importantes, para no tener que asumir las consecuencias. Volver a inyectarse la droga y volver a encender
otro cigarrillo son conductas que alivian la incomodidad de la abstinencia, pero fortalecen por eso mismo la
dependencia. En todos estos casos, la atención vigilante de quien evita se dirige, a veces con gran ansiedad,
hacia las circunstancias del contexto que pudieran estar anunciando lo temido («nunca se sabe de dónde te
pueden venir los golpes») y hacia las características de la propia conducta que son pertinentes para la
evitación. A veces, esas circunstancias varían de un momento a otro y son enormemente imprecisas y
ambiguas, con lo que es difícil saber a qué atenerse. En esas condiciones, la conducta se realiza de manera
atolondrada y es probable que se vuelva a «meter la pata», creyendo que se estaba evitando un daño que, sin
embargo, ha vuelto a ocurrir. Aunque en estos casos las acciones de escape y de evitación pueden ser una
solución a corto plazo porque aportan la ventaja de alejar el peligro o incomodidad actuales o anticipados, a
la larga pueden convertirse en parte del problema y en un problema añadido.
Pero no sólo tratamos de evitar peligros, también tratamos de evitarnos a nosotros mismos. «Esta noche
me emborracho bien, me mamo bien mamao pa no pensar», es la melodramática y desgarrada confesión
del tango, tan pródigo, como el bolero, en experiencias en las que el peligro y el daño vienen de los propios
pensamientos, recuerdos y emociones, y en las que la copa de vino es reforzadora porque es la «copa del
olvido» que permite suprimir la tristeza por la «cruel verdad» del abandono amoroso. Claro que, por encima
de llevar ocasionalmente a la dependencia alcohólica, puede no ser una estrategia eficaz, porque, aunque
«quiero emborrachar mi corazón para olvidar un loco amor, más lo vuelvo a recordar». Kelly Wilson y
Carmen Luciano, en Terapia de aceptación y compromiso, nos han descrito estos esfuerzos por evitar y
combatir pensamientos, sentimientos y recuerdos que el lenguaje convencional califica a veces como
«malos» o «negativos», como «causa» de los problemas psicológicos («estos pensamientos que me
atormentan», «estos recuerdos que no me dejan vivir», «no puedo vivir con esta ansiedad»), y como algo
que «hay que evitar por encima de todo» («quítate ese disparate de la cabeza») para poder estar bien y que
lo que hay que hacer es «beber para olvidar». Para muchas personas, esta estrategia puede haberse
convertido en un estilo de vida, determinando hipervigilancia, ansiedad y evitación de situaciones y
relaciones en las que pudieran reaparecer las emociones, los pensamientos y los recuerdos que con tanto
empeño se trata inútilmente suprimir o de evitar. Y de este modo, más que en una solución, puede
convertirse en un combate agotador y estéril. A pesar de la lucha, o precisamente por ello, las emociones,
los recuerdos y los pensamientos que se tratan de evitar siguen estando ahí, y se intensifican con fuerza
inusitada en la medida en que la propia estrategia de evitación los refuerza y los hace más probables.
Quienes se ven envueltos en ese combate, acuden a menudo a la ayuda profesional con la demanda
urgente de apoyo en el empeño agotador de seguir evitando la ansiedad («¡quíteme como sea esta
ansiedad!») o los pensamientos que les obsesionan. En este caso, la precipitación profesional en su
eliminación, con fármacos o no, y las discusiones acerca de lo irracional de las obsesiones y del miedo («se
preocupa usted por cosas sin importancia», «trate de distraerse con otras cosas») pueden contribuir
inadvertidamente al efecto reforzador de la evitación, a mantener las cosas como están, y a perpetuar el
recurso al alivio farmacológico incluso ante niveles de ansiedad que hasta ahora resultaban tolerables,
promoviéndose de este modo también la dependencia farmacológica. Cuando se comprueba que tampoco
los profesionales toleran esas experiencias, que las encubren con logomaquias psicopatológicas («trastorno
de ansiedad», «trastorno obsesivo-compulsivo») y se ofrecen para combatirlas y «quitarlas», se reafirma su
carácter «malo» y se justifica entonces más todavía el combate. Por otra parte, al convertir la ansiedad, los
pensamientos obsesivos o los recuerdos traumáticos en el foco principal de la intervención, se enmascara el
significado de la totalidad de la experiencia vital de la que son tan sólo una parte, cometiendo la misma
tergiversación del que «toma el rábano por las hojas» o del bombero que dirigiera la manguera al humo y
no al foco del fuego. Tanto las personas que acuden a la ayuda profesional como los propios profesionales,
al no advertir todos estos efectos reforzadores que ellos mismos están suministrando con sus estrategias de
combate y evitación, tal vez muestren su extrañaza al ver que la ansiedad y los pensamientos obsesivos
siguen siendo tan resistentes a la extinción, a pesar de todos los esfuerzos que hacen por eliminarlos. La
intervención profesional puede inadvertidamente ser cómplice también de las estrategias que hacen de la
ansiedad o de las obsesiones, convertidas en síntomas psicopatológicos, un pretexto para evitar o posponer
el afrontamiento responsable de la situación que está dando lugar al problema: «no puedo hacerlo porque
tengo miedo», «no vale la pena intentarlo porque volveré a fracasar como otras veces, me tiene
obsesionado», «no puedo seguir adelante a menos que se me quite esta ansiedad».
A uno que iba por la calle haciendo gestos con la mano le preguntaron por qué los hacía y contestó que
iba espantando leones. «Pero si aquí no hay leones», le replicaron, a lo que él dijo: «En efecto, gracias a
que yo los espanto». La evitación de potenciales peligros que se mantiene en el tiempo, y que puede llevar
incluso al aislamiento social, aplaza indefinidamente también el acercamiento, el afrontamiento y la
clarificación de la situación potencialmente peligrosa, e impide la comprobación de que «el peligro ya ha
pasado» y el disfrute de los potenciales efectos beneficiosos que se derivarían del afrontamiento. En las
experiencias de estrés, que la logomaquia psicopatológica denomina trastorno por estrés postraumático, y
en las que determinadas señales del contexto evocan un trauma pasado, la evitación hace difícil que se
desactive la reacción de alarma, que se mantiene así indefinidamente reforzada por las ventajas de la
evitación. Mientras dura la evitación, el autolenguaje puede magnificar los supuestos peligros de la
situación evitada («¡Uf, menos mal que lo he dejado!», «no vuelvo a ir aunque me maten, pero tendría
que ir») y justificar el seguir manteniendo la distancia. Por otra parte, la persona que evita y constata cómo
le resulta cada vez más difícil el afrontamiento responsable de las situaciones y problemas, puede acabar
atormentándose con su propia conducta de evitación y reduciendo su autoeficacia. La evitación puede
incluso llegar a producirse ante situaciones que tienen mucho menos potencial amenazante que las
situaciones que se evitaron inicialmente al igual que «el gato escaldado que huye del agua fría».
Un violador reincidente
Los medios de comunicación se hicieron eco del juicio contra uno de los delincuentes sexuales más
reincidentes de España. Tanto los peritos psicólogos y psiquiatras como sus abogados defensores le
atribuyen varias psicopatologías. La conducta sexual anómala, al decir de un informe psiquiátrico, traduce
«un trastorno de la personalidad con rasgos parafílicos», «sufre un trastorno de la personalidad por
evitación» y «padece un terrible complejo de inferioridad» ante el sexo femenino. Uno de sus abogados
considera que es un «enfermo mental absoluto». Por los datos de que se dispone, la única evidencia de la
existencia de tal trastorno es la misma conducta sexual que supuestamente traduce la patología que «tiene»,
reproduciendo la pedante vacuidad de una de aquellas jerigonzas tautológicas de que hablábamos en el
capítulo 3. El mismo agresor aporta en sus relatos datos acerca de su comportamiento de violación y acerca
de sus transacciones biográficas que podrían ser más útiles que las ficciones psicopatológicas para explicar
y comprender, bien que no para justificar, su comportamiento. Siguiendo a las mujeres, se intensificaba su
excitación sexual, y también su ansiedad, que se iban haciendo insufribles y que se aliviaban con la
consumación de la violación o recurriendo a la masturbación, cuando la violación no era viable. A medida
que la ansiedad y la tensión subían, se hacían más insufribles, y se hacía más probable también la violación
que proporcionaba el alivio liberador, además del refuerzo positivo del placer del orgasmo. Si bien su
comportamiento sexual violento le resulta difícil de controlar, ha sido capaz de controlar, no obstante, otros
muchos aspectos asociados con ese comportamiento. Abordaba a sus víctimas por la espalda, les ponía una
navaja en la cintura o en el cuello y les susurraba: «si gritas, te mato». Luego, les ordenaba que le agarraran
por la cintura «como si fuéramos novios» y las conducía hasta un descampado donde las violaba y les
robaba. Durante años, eludió con gran habilidad el cerco policial. Por más invencible que se quiera
considerar su impulso, nos caben muy pocas dudas de que lo habría vencido si en el momento en que se
disponía a consumar la violación hubiera oído la sirena del coche de la policía que había sido alertada, o
hubiera recibido de la víctima una patada en los testículos.
Nos consulta un médico amigo afligido porque nos dice que está «obsesionado con la limpieza», una
obsesión que trata de controlar sin éxito. Tiene mucho miedo a contaminarse, y nos muestra las manos con
úlceras producidas por el frecuente e intenso lavatorio de manos al que recurre cuando ha tocado cualquier
foco potencial de contaminación. Comenzó todo hace año y medio cuando realizó su primera autopsia en un
cadáver en estado de putrefacción, lo cual supuso una fuerte experiencia de estrés, agravada por encontrarse
además por primera vez aislado en un entorno rural lejos de su ambiente familiar habitual. A partir de aquí,
además de la fuerte ansiedad y del asco que experimentó, comenzó a sentir un intenso miedo a
contaminarse que ha ido en aumento. A los pocos días de la autopsia, cualquier cosa que hubiera podido
tener contacto con esta situación (instrumental, libros de su biblioteca que utilizó durante la autopsia, ropa
que utilizó, etc.) desencadenaba intensas reacciones de asco y de ansiedad y hacía todo lo posible por
evitarla. Había ropa que, aun estando nueva, ya no utilizaba, abría las puertas con los codos cuando
sospechaba que pudiera estar contaminada, evitaba abrir el buzón de correos porque recordaba haberlo
utilizado con las manos «contaminadas». En cada uno de estos contactos con objetos o circunstancias
«contaminantes», y aunque él consideraba todo esto como algo «irracional», sentía una compulsión
irrefrenable de lavarse las manos y lo hacía con tanta intensidad, que llegó a producirse las úlceras ya
referidas. «Padeces un trastorno obsesivo-compulsivo, un trastorno de ansiedad», le dijeron, una
logomaquia que a él le inquietaba porque «yo no estoy pirado», y no era además la ansiedad lo que más le
preocupaba del problema. Estuvo un tiempo con fármacos ansiolíticos y antidepresivos sin resultados, y los
dejó porque «me aplanaban pero no me quitaban la manía».
Además de las transacciones que, según el paradigma clásico, determinaron la fuerte reacción
incondicionada ante el cadáver en putrefacción y la ulterior reacción ante objetos que había adquirido esa
función condicionada, el problema que estaba trastornando tanto su vida se reforzaba por las conductas de
evitación de objetos y situaciones potencialmente «contaminantes», que eran cada vez más numerosos, por
el lavado compulsivo de las manos que tenía la función de reducir su ansiedad ante la «contaminación», y
también por la gran atención social y familiar que el problema estaba recibiendo. Pero estas ventajas
liberadoras y reforzadoras a corto plazo estaban dejando una dolorosa huella en su vida: permanece en casa
sin salir, se está «refugiando cada vez más en su problema», abandona el trabajo, ha reducido su
participación en congresos y jornadas científicas a los que acudía, evita lugares y tareas en los que pudiera
contaminarse, tiene conflicto con su pareja que, aunque también trata de animarle, se enfada y discute por
estas «manías», se percibe impotente ante su problema y siente que todo se desmorona a su alrededor.
Las dos caras del castigo: reducir la conducta castigada y aumentar la de castigar
Quien recibe una bofetada por lo que está diciendo, es probable que lo deje de decir, y es menos
probable que lo vuelva a decir, al menos en presencia de quien se la ha dado; ése es uno de los efectos del
castigo. Quien da la bofetada y consigue que quien la recibe deje de decir lo que estaba diciendo es más
probable que utilice la bofetada cuando quiera conseguir que alguien deje de decir algo que le molesta. La
bofetada tiene, pues, una doble vertiente. Es, por una parte, una consecuencia que cumple la función de
reducir o extinguir la conducta castigada, de hacerla menos probable. Por otra, esta reducción o extinción
de la conducta castigada es, a la vez, una consecuencia ventajosa que cumple la función de reforzar la
conducta de castigar, de hacerla más probable y frecuente. El castigo hace menos probable la conducta de
quien lo recibe y más probable la de quien lo aplica. Los azotes y la flagelación, con el dolor que conllevan,
eran una práctica común en la vida monástica para castigar el quebrantamiento de las reglas, y la víctima
habría de someterse de buen grado al castigo, besando incluso la vara con la que se le iba a vapulear. Las
acusadas de culpas graves, según las Constituciones de Teresa de Ávila, se postrarán demandando perdón
y, desnudas las espaldas, recibirán el merecido castigo con una disciplina cuanto a la madre priora le
pareciere. Si la disciplina logra controlar el quebrantamiento de las reglas, la acción correctora de la priora
se verá reforzada y se repetirá.
En el ámbito de las relaciones interpersonales, el uso del castigo, por su doble efecto funcional, es muy a
menudo una fuente de conflictos y problemas. El intento por reducir la frecuencia de un comportamiento
por parte de quien aplica un castigo, sea una bofetada, un reproche o un desprecio, puede llevar también
aparejado el intento de la persona castigada por abandonar el contexto y la relación en los que recibe el
castigo, con lo que se reducen también las posibilidades de influencia mutua por vías no punitivas y de una
relación mutuamente satisfactoria. La persona castigada puede tomar la iniciativa e intentar controlar
también mediante el castigo a la persona que le castiga, con lo cual se establece así una espiral de castigos y
un escenario abonado para el maltrato.
Cuando pedimos a alguien en tono amenazante «me vas a decir con todo detalle qué es lo que has
estado haciendo ayer hasta las tantas», la petición puede ser para nuestro interlocutor una señal clara de
que le tiene cuenta obviar precisamente «todos los detalles» si quiere evitar una buena reprimenda.
«Cuénteme cómo le ha ido», que un profesional dice a un consultante, puede convertirse para éste en una
señal para el silencio, y no para el relato de cómo le ha ido, si en experiencias anteriores las respuestas
dadas al profesional han recibido reproches y si el silencio de ahora recibe el refuerzo liberador de poderlos
evitar. Si el profesional insiste y el consultante persiste en su mutismo, que se hace incluso más obstinado
cuanto mayor es la insistencia del profesional, a éste puede parecerle ese silencio una conducta
incomprensible, incluso puede llegar a etiquetarla de «síntoma psicopatológico» o de «resistencia»,
ignorando el control que su demanda y su insistencia están ejerciendo sobre el silencio del consultante.
La logomaquia del «déficit de atención con hiperactividad»
La supuesta «falta de atención» de un niño, que el modelo psicopatológico ha convertido en la
logomaquia del «déficit de atención con hiperactividad», de la que hablábamos en el capítulo 2, es una
suposición que refleja el desconocimiento de las señales, que pueden ser muchas de las que componen el
escenario del aula, que controlan el comportamiento desatento e hiperactivo de ese niño y a las que está
muy atento porque le indican que su conducta hiperactiva será, como en ocasiones anteriores, altamente
reforzada, bien por las ventajas inmediatas que la propia acción le depara, bien por la enorme atención que
su despliegue hiperactivo despierta en la concurrencia. Seguramente no le resultaba nada fácil a la maestra
de uno de los autores identificar las señales que controlaban la conducta desatenta e hiperactiva de éste, por
lo que decidió, como solución expeditiva, atarlo a la silla. Comentamos en broma que aunque esta medida
punitiva de la maestra no era nada agradable, al menos le libró por aquel entonces de entrar en el reino de
las psicopatologías con la acusación de padecer un «síndrome de déficit de atención con hiperactividad» y
de recibir unas cuantas dosis, quién sabe si durante años, de anfetaminas. Decir que el despliegue ejecutivo
es un síntoma que brota de un supuesto «déficit de atención patológico» es una de las muchas tautologías
que ya conocemos: «Tiene déficit de atención porque padece un déficit de atención». Se comprenden
mejor los posibles determinantes de la falta de atención cuando se analizan, aunque esto también lo ignora
de manera interesada el modelo psicopatológico, todas aquellas otras experiencias de la vida en las que ese
mismo niño muestra una enorme capacidad de atención porque las señales del entorno le advierten que el
actuar con atención será beneficioso. Como ocurre a menudo, el modelo psicopatológico escinde también
aquí la biografía personal y selecciona de ella aquellas conductas que le permiten montar sus logomaquias,
ignorando aquellas otras que dejarían al descubierto sus invenciones.
Ser esclavo de una mujer hermosa, o los enigmas del masoquismo sexual
«Ser el esclavo de una mujer hermosa; tal es lo que amo, lo que adoro», le dice Severino, el
protagonista de La venus de las pieles, la novela de Sacher-Masoch, a Wanda. Publicada en 1881, la novela
participa de las concepciones que hacían del masoquismo una perversión y una psicopatología, y que el
modelo psicopatológico designa con la logomaquia de parafilia. Ser maltratado y engañado por la mujer
amada será para Severino durante mucho tiempo un verdadero goce, una delicia, el dolor le enciende la
pasión, porque, como dice Wanda, son parientes próximos el amor y el dolor, y los mártires, apostilla
Severino, sacaban placer y alegría del sufrimiento. Soportar crueles torturas le parecía una forma de placer,
sobre todo si esas torturas se las infligía una bella mujer y sobre todo si la mortificación sufrida en la
experiencia sexual va seguida de la recompensa del orgasmo. Incluso la estimulación dolorosa durante la
relación sexual puede adquirir funciones reforzadoras condicionadas, ya que se ha asociado muchas veces al
orgasmo.
Recordando su adolescencia, le cuenta Severino a Wanda cómo un buen día su tía, una bella y
majestuosa mujer a la que Severino detestaba pues lo maltrataba, y que vestía en la ocasión una chaqueta de
terciopelo rojo guarnecida de armiño, le ató de pies y manos con la ayuda de su hija, de la cocinera y de una
camarera de su madre, después de lo cual su tía, con su risa seductora y perversa, se levantó las mangas y se
puso a pegarle con una vara hasta hacerle sangre. Después de desatarle, tuvo que arrodillarse ante ella para
darle las gracias por la corrección y besarle la mano. Bajo la vara de la lasciva mujer, «la sensación de la
mujer se despertó en mí por primera vez, y desde entonces mi tía me pareció la mujer más atractiva de la
tierra». Quedaría así desde entonces vinculada para siempre la sensación erótica a la sonrisa perversa y a
los azotes propinados por la mujer que, como una Venus, le despertaba esa sensación. Se producía así una
de aquellas experiencias condicionales que el paradigma clásico nos explicaba en el capítulo 5. Comenzaba
así una larga historia en la que se irían desarrollando juntos, en una estrecha y organizada red de relaciones,
tanto en la realidad como en las visiones de su fantasía, la sensualidad erótica como algo estético y sagrado,
el masoquismo de los azotes, el fetichismo de las pieles, el sentimiento estético ante la belleza femenina
idealizada, las historias de mártires, los intereses culturales por la antigüedad clásica y la mitología olímpica
y el fuerte deseo de que Wanda, a pesar de todo el maltrato recibido de ella, no le abandone nunca, le ame
siempre. Todo eso, que le llenará desde la infancia de dulce horror, haría que el rostro resplandeciente de
blancura de Venus quedara fundido para siempre con las lujuriantes trenzas oscuras, los ojos azules y el
terciopelo rojo guarnecido de armiño de la chaqueta de su tía disciplinándole. La mujer es la diosa Isis, y el
hombre, su sacerdote, su esclavo.
Vendrían después a completar esa red de relaciones las múltiples experiencias de la vida de Severino en
las que los besos apasionados, la embriaguez, el placer y el orgasmo se ofrecían como recompensa valiosa y
fruto de los azotes y del sometimiento. Una vez más, paradigma clásico y paradigma operante en acción
conjunta. Por su parte, Wanda, que había despertado de nuevo en Severino sus fantasías erótico-
masoquistas dormidas desde hacía tiempo, se siente ella misma excitada por los relatos en los que Severino
asocia tortura y placer, y le reprocha el rodear el vicio de aureola y el ser, por eso, un corruptor de mujeres y
no estar en su sano juicio. Embargada por estos sentimientos contradictorios, se ofrece ella misma para
satisfacer en la realidad las fantasías de Severino y acepta flagelarlo con el látigo, satisfaciendo así también
sus propios instintos peligrosos dormidos que Severino despierta y disfrutando del juego de ver a un
hombre entregarse enteramente a ella, depender de su capricho, lo que le causa un goce extremo. Wanda
excita a Severino y lo que ambos hacen después le refuerza a él poderosamente, por lo que la excitación
continúa. Severino excita a Wanda y lo que ambos hacen después le refuerza a ella poderosamente, por lo
que la excitación continúa. Cada uno es para el otro una fuente de excitación y de recompensa. «Tú serás
mi esclavo y yo seré la Venus de las pieles», consentirá Wanda.
Los profesionales que cooperan en este desplazamiento reciben la recompensa del reconocimiento social
por su perspicacia para descubrir «patologías mentales y cerebrales» allí donde sólo existen
comportamientos y experiencias vitales, por imbuir a la persona diagnosticada de la misma creencia, por
estamparle el dictamen a toda costa, incluso contra su voluntad, y por «tratarla» incluso cuando no quiere
ser tratada. Habrá, eso sí, que proporcionarles manuales psicopatológicos y arsenales farmacológicos que
les den carta blanca para aplicar de forma generosa y discrecional la logomaquia psicopatológica, que sean
fáciles de aplicar para asegurar que los apliquen y que aumente así la probabilidad de que «descubran» de
forma rápida signos y síntomas psicopatológicos. Si esta conducta se hiciera muy ardua, se reduciría la
probabilidad de realizarla y se correría el riesgo de que, privada de refuerzo, no se realizara y se extinguiera,
con lo que el sistema se vendría abajo. El acto mismo de aplicar la logomaquia está diseñado de tal modo,
que sus consecuencias lo refuerzan y mantienen en todo caso, de manera que si la persona a la que se aplica
la logomaquia acepta el veredicto, refuerza la conducta de practicar la logomaquia; y si no lo acepta,
también la refuerza, pues en ese caso su negativa es reconvertida en síntoma de psicopatología.
También está reforzado por sus consecuencias el crecimiento progresivo y desmesurado, desde la
primera edición hasta la más reciente, del número de psicopatologías incluidas en el catálogo DSM. La lista
de psicopatologías ha ido alargándose debido, entre otros motivos, a los buenos resultados cosechados por
las listas anteriores. Al aumentar con liberalidad el listado de categorías psicopatológicas y estirarlo
elásticamente, y al bajar los umbrales de entrada en la correspondiente categoría psicopatológica, como
ocurre en DSM-5, se asegura que la cobertura de la contaminación psicopatológica abarque cada vez más
territorios del comportamiento humano. De este modo, son cada vez más los comportamientos que queden
contaminados de psicopatología, cada vez más los comportamientos atrapados en una tupida red
psicopatológica, cada vez menos las personas que queden fuera de la red y más las personas sobre las que
pueda recaer la logomaquia, cada vez más los actos de logomaquia que puedan ser reforzados por sus
consecuencias, cada vez más probable que los profesionales que aplican la logomaquia sigan siendo
recompensados por aplicarla, y que lo sigan siendo las instituciones que promueven la patologización de la
vida, y las empresas que se benefician de esta patologización creciente. Se podrá entonces argumentar
fraudulentamente que «en buena hora hemos ampliado el catálogo» y que, en definitiva, todo el sistema de
la parodia psicopatológica se consolide y su cobertura se ensanche. Entonces por fin será muy fácil poder
corroborar aquella monumental logomaquia de Karl Menninger, quien prefería considerar todas las
enfermedades mentales cualitativamente iguales más que andar con distingos de tipos de enfermedades, y
según la cual «todas las personas sufren de enfermedad mental en diversos grados y en momentos
diferentes». Entonces por fin podría llegar también el día en que se hiciera realidad la quimera de que todo
el mundo estuviese «adecuadamente tratado» farmacológicamente de las patologías mentales que
irremisiblemente padece. Y si el «enfoque categorial» del manual DSM-IV restringe la cobertura de la
logomaquia sólo a aquellos casos en que se cumplen los criterios diagnósticos, el «enfoque dimensional»
del manual DSM-5 permitirá que la cobertura tenga todavía una mayor elasticidad y pueda contaminar de
psicopatología comportamientos que antes no cumplían los criterios para entrar en una de las categorías
dicotómicas, y que ahora sí podrán ser incluidos en algún punto del continuo elástico de la «dimensión»,
entre lo «leve» y lo «grave». Bastará tener «algo» de ansiedad, o «algo» de depresión para quedar incluido
en la dimensión «trastornos de ansiedad» o en la de los «trastornos del estado de ánimo», aunque tan sólo
sea en los niveles más leves de la escala psicopatológica, pero ya dentro de la escala.
Muchos profesionales que trabajan con la perspectiva del modelo psicopatológico lamentan lo que
consideran un aumento de los trastornos mentales en la población y el estigma que marca a las personas con
los trastornos más graves, y dicen abierta y honestamente, como lo dice Jorge Tizón en Entender la
psicosis, que su deseo es contribuir a reducir la incidencia de psicopatologías en la sociedad y luchar contra
el estigma. Pero el hecho es que la logomaquia y el sistema en el que se inserta están fuertemente
reforzados y los intereses creados en su trama contribuyen justamente al aumento de esa incidencia y
consiguientemente a la pervivencia del estigma, más allá de las honestas intenciones de estos profesionales.
Podría tratarse entonces de uno de esos casos en que «entre el dicho y el hecho hay un gran trecho», porque
aquí los hechos y los intereses creados podrían estar desmintiendo los dichos y los buenos deseos, y porque
los intereses condicionan fuertemente la conducta, al igual que los personajes de la farsa de Los intereses
creados, de Jacinto Benavente, se ven enredados en los intereses urdidos por la facundia de Crispín, uno de
los pícaros de la obra, para quien «mejor que crear afectos, es crear intereses». Este crecimiento no es,
pues, el resultado de una rigurosa pesquisa científica que haya «descubierto», después de arduos esfuerzos,
un mundo nuevo de psicopatologías que estaban escondidas y que se habían pasado por alto hasta que
llegaron los sagaces descubridores. No se ha agrandado el número de experiencias vitales susceptibles de
ser psicopatologizadas y estigmatizadas, lo que se ha agrandado es el espectro de la logomaquia que
estigmatiza, el nada riguroso ejercicio de la misma logomaquia de siempre, tan fácil de cometer ya de suyo,
pero cometida cada vez con más desparpajo. El estigma que estampa el etiquetado psicopatológico sobre
algunas personas no es el precio que irremediablemente hay que pagar por el «descubrimiento» de una
patología que «tenía» la persona etiquetada, y que ahora hubiera que tratar piadosamente de combatir para
evitarle mayores daños. El daño del estigma es una creación de la misma logomaquia y el mejor modo de
combatirlo sería combatir la logomaquia. Si no se estigmatizara mediante la logomaquia, no habría
necesidad alguna de cruzadas contra el estigma.
Es como lo que ocurre en aquellas situaciones en que alguien, enfrentado a una tozuda negativa, trata de
desbaratarla diciendo «¡no te creas que te vas a salir con la tuya!», después de lo cual emprende los
denodados esfuerzos para salirse con la suya para que no sea el otro el que lo haga, si bien éste entonces
puede hacer su negativa más obstinada todavía.
El sistema de caza de brujas requería que las propias víctimas hicieran su contribución, acataran el
veredicto y reforzaran la creencia mágico-religiosa. Si los acusados de brujería y de trato con Satán tuvieran
el suficiente poder social para eludir de manera eficaz la condena y poner en un brete a los inquisidores,
entonces la caza de brujas, privada de su eficacia represora, se extinguiría, como de hecho ocurrió
finalmente. La tortura es un mecanismo eficaz en manos de quienes de hecho detentan mucho más poder
que la víctima, «para que la verdad pueda salir de tu boca», se dice en el Martillo de las brujas. Refuerza
al juez que tortura porque le depara la ventaja de la confesión que la acusada hace de haber volado en
realidad por los aires al aquelarre, de haber yacido con el demonio, de haber participado en las misas negras
sacrílegas y de todo lo que fuera preciso para satisfacer las expectativas de los inquisidores y su insaciable
curiosidad por los detalles más escabrosos, libidinosos y excitantes del trato carnal con el Príncipe del mal,
así como la delación de otras sospechosas, lo cual prolongaba de manera interminable la cadena de las
condenas y mantenía vivo el sistema criminal. Si no confiesan, se tortura de nuevo. Los jueces e
inquisidores vivirían como un fracaso que alguna condenada resultara inocente, una vez encadenada y
torturada, será bruja por las buenas o por las malas, de acuerdo con la regla «cara, yo gano; cruz, tú
pierdes». El inquisidor nunca puede estar en un error, y la víctima nunca puede tener razón. La confesión y
la delación refuerzan también a la víctima por su confesión, porque con ellas se libra del tormento del hierro
candente o del potro, tan crueles e insoportables, que hacían preferible incluso la muerte en la hoguera
directamente o conducían al suicidio en la celda para poder escapar al horror de la tortura. La muerte,
después de un peregrinaje de torturas sin fin, era un reforzador poderoso y apetecido porque ponía fin a
tanto tormento. Thomas Ady, un crítico de la caza de brujas, en su libro A candel in the dark, escrito en
1655, denunciaba así esta perversidad:
«Que vaya cualquiera que sea inteligente y esté libre de prejuicios y oiga las confesiones que con
tanta frecuencia se alegan; podrá ver con cuántos engaños y seducciones, con qué perversidad y
mentiras, con qué descarada falta de escrúpulos se arrancan tales confesiones a los pobres
inocentes y cuántas cosas se añaden y exageran para hacer más creíble y verosímil aquello que no
es más que una sarta de falsedades».
8
El poder de las palabras
Obras son amores, que no buenas razones, que no bellas palabras, obras que dejan huella en el mundo
que, a su vez, deja huella en las obras y en la biografía. Las palabras sin obras y sin huellas son palabras
vacías, logomaquias. Pero las palabras también son obras, acciones verbales, conducta verbal que está
omnipresente en todos los ámbitos de la vida y tienen en la comunicación interpersonal y en la vida una
trascendencia enorme. Es verdad que a veces las palabras se desgastan, también las palabras del amor, y
entonces ese desgaste puede convertirse, como para el poeta, en un lamento, el lamento de alguien para
quien decir u oír «amor mío» significaba mucho, hacía que pasaran muchas cosas, y ahora ya no significa
nada, «ya no pasa absolutamente nada» al decirlo, o, como dijo Quevedo en una de sus cartas, «hay
muchas cosas que pareciendo que existen y tienen ser, ya no son nada sino un vocablo». Pero mientras
las palabras no se desgastan, pueden tener mucho significado, pueden conformar un relato, una historia, una
gran obra literaria, pueden hacer que pasen muchas cosas importantes para uno mismo y para los demás,
pueden ser incluso como «cuchillos afilados», pueden herir y pueden apaciguar, pueden advertir del peligro
y prevenirlo y pueden llevar a la perdición, pueden desencadenar una tormenta, como la reacción de X en la
tertulia de la Introducción, y pueden traer la calma, pueden guiar la conducta o pueden extraviar, angustiar y
confundir cuando son voces amenazantes que se dicen oír o cuando son palabras que uno se dice a sí mismo
anticipando que «por mucho que lo intente, jamás lo voy a conseguir».