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patrias-tiene-padura-cuba-y-la-novela/
Pobre Leonardo Padura”, pienso mientras leo La novela de mi vida (Tusquets, 2015), acaso
una de sus mejores obras de ficción.
Pobre, sí. Porque el autor cubano más reconocido en el mundo parece ignorar que en Cuba
ya va siendo imposible novelar la vida o vivir la novela.
Para los origenistas, en su búsqueda de las “esenciales cosas”, cuando “la vida tiene
primacía sobre la cultura”, es que se tiene de esta última solo “un concepto decorativo”. Y
cuando “la cultura actúa desvinculada de sus raíces”, termina siendo una “pobre cosa
torcida y maloliente”.
Pero a finales del siglo XX e inicios del siglo XXI, época donde Padura emerge como
intelectual y narrador, el panorama civil de Cuba es drásticamente distinto. De ahí que,
desde esta perspectiva, Leonardo Padura sea, más que realista, un autor anacrónico. Y no
tanto por su obra como por las esperanzas de su recepción, pues “anacrónico” podría
llamarse hoy al público que lo lee, incluido yo, aferrado a una ilusión memorialística que se
ha quedado sin puentes con la realidad real.
Es posible también que la masiva pegada de la poética de Padura, más allá de su calidad
como autor, descanse en una suerte de nostalgia por recuperar una biografía coherente:
algo cada vez más utópico en una Isla de la Utopía entendida como socialismo igualitario
radical.
En 2017, un año después de la muerte de Fidel Castro y meses antes del esperado retiro
presidencial de Raúl Castro, ya ha sido resuelto el dilema de los origenistas de 1944, pero de
manera doblemente negativa: imposible novelar la vida, imposible vivir la novela.
De tanto subsistir sin alternativas como una audiencia cautiva, los cubanos
terminaron siendo una audiencia despótica.
En lugar de vivir la literatura o literaturizar la vida, el cubano tiene que vivir al día su día a
día mientras lee a Padura como válvula de escape para recordar lo que ya no es.
Lo que ya no somos: un pueblo con una narrativa común, con una ilusión de destino
colectivo.
Como el protagonista exiliado que retorna, al estilo de los elefantes moribundos, a una
Cuba que, por ley, no le permite a él ―ni a ningún cubano residente en el exterior―
disfrutar del derecho de habitar en su propio país.
La sintomatología es muy simple: leer a Padura como arqueología, para acceder y luego
archivar el mapa de un pasado mitad épico y mitad edípico donde novela y vida eran parte
integral del Estado Revolucionario y, a su vez, constituían un escudo contra el capitalismo,
cuya multiplicidad esquizoide entrañaba un peligro para la paranoica cultura cubana.
De tanto subsistir sin alternativas como una audiencia cautiva, los cubanos terminaron
siendo una audiencia despótica, cuyos modos de lectura quedaron anclados
irreversiblemente a una época ya pasada de época: la Era Padurozoica.
(El punto de inflexión bien pudo ser la caída del comunismo mundial en 1989: no por
casualidad la fecha en que Padura ubica sus primeras “cuatro estaciones” de Mario Conde,
el detective que desentraña crímenes y corrupciones en una Habana ochentosa, a punto ya
de volverse súbitamente obsoleta).
Usando una triada de planos narrativos que van del hermetismo masón a la hermenéutica
castrista, Padura conecta los puntos de una alegoría transhistórica de incesantes exilios.
Exilios patrios que se sufren como exilios apátridas. El trauma de no tener una isla a donde
volver, incluso volviendo a una isla.
Cuba vende, pero siempre que se empaque como una Cuba vendada por los estereotipos:
qué es y qué no es lo cubano.
En toda literatura local que aspire a ser tenida como cubana, el tópico de la desilusión
tendrá siempre patente de corso mientras no cruce la raya del resentimiento reaccionario.
Porque la intelectualidad que habita dentro de la Isla sigue siendo percibida, desde los
centros hegemónicos de legitimación crítica y distribución editorial, como un reservorio
natural de la izquierda.
Este arte Leonardo Padura lo domina a la perfección. Por cuenta propia, o porque se lo
han hecho saber los compañeros que lo atienden por el MININT en La Habana.
La novela de mi vida fue, entonces, por fuerza mayor, un ejercicio de estilo para tantear los
límites de lo permitido en las postrimerías del castrismo, así como los tabúes que la esfera
pública oficial ha pretendido o conseguido tapar en Cuba.
Pensar, como he hecho yo, “pobre Leonardo Padura”, es un elogio equivalente a pensarlo
como un “pobre profeta” de tintes bíblicos, cuyo mensaje corre el riesgo de caer en oídos
sordos y mentalidades anacrónicas. Entre otros motivos, porque el mensajero ha llegado
demasiado tarde: cuando la tierra prometida ya desapareció.
Los lectores cubanos de Padura son, entonces, resucitados ―eficaz pero efímeramente―
por la novela no vivida de sus vidas innovelables. De ahí tanto lo incisivo del Efecto
Padura como su inactualidad.
Los personajes sabían, socarronamente, lo que tan bien sabe el autor: el presente es
un tema prohibido en Cuba, un tabú del totalitarismo.
El novelista funciona como una especie de médium entre los muertos recobrados del
pasado y los muertos irrecuperables del presente (más que coloquial o costumbrista, el
realismo a lo Padura sería, a la postre, macabro). A falta de fe en algún Dios, a esta ilusión
podríamos llamarla: nacionalidad.
Esa tensión voltaica de una voluntad que vibra inevitablemente entre los polos de la
política, a la vez que se resiste a sucumbir a sus tentaciones, ha sido pincelada por Padura
de personaje en personaje, con una prosa sin ninguna prisa a la hora de definirse: ni en la
novela, ni en la vida, ni en La novela de mi vida.
Lo intuye Enrique, interpelado por Arcadio sobre las causas por las cuales su novela no
avanza: “Se traba porque quiero decir muchas cosas y unas no sé cómo decirlas y otras no
sé si puedo decirlas”.
Lo ratifica Tomás, otro amigo del grupo Los Socarrones, reunidos en una especie de
tertulia triste en clave de despedida: “Voy a olvidarme de la política, de cualquier cosa que
huela a política. Porque lo que tiene jodida a la literatura cubana es el delirio de la política”.
Y lo conceptualiza cínicamente Miguel Ángel: “Yo creo que cuando hay tiempo de por
medio, el escritor es más libre, no sé, tiene menos compromiso con la realidad y puede…”.
De manera que, como conclusión tentativa, para consolar o conciliar a aquellos jóvenes
amigos en la tarde del 23 de octubre de 1974, uno propone escribir sólo sobre el siglo XIX,
y dejar entonces que sean los cubanos que vendrán en el 2074 los que escriban sobre ellos.
Mientras que, a su vez, serían esos cubanos del 2174 los que cuestionarían entonces a los
del 2074.
Y así, una y otra vez. De ciclo en siglo. Hasta el infinito o la indolencia o la infamia. Con un
desfasaje cívico y moral que hace que ningún cubano pueda ser contemporáneo de otro
cubano.
Son estos mismos amigos, Los Socarrones, a quienes Fernando Terry irá entrevistando uno
por uno, al regresar a Cuba, en una serie de interrogatorios emotivo-policiacos. Porque
Terry necesita averiguar, antes de que expire su breve tiempo de estancia en la Isla ―lo
necesita para la paz de su exilio vitalicio en “la soledad de su ático madrileño”―, cuál de
Los Socarrones lo delató cuando la mayoría de ellos estudiaban en la universidad. Como
era predecible, todas las confesiones serán negativas.
Sin descontar el patetismo de reconocer que “su autocompasión se había convertido en una
especie de coraza” para después “culpar a alguien de sus desgracias en un alivio para sus
frustraciones”.
Después de una escena mínima, pero con consecuencias monumentales para su existencia,
Terry habría de ser perseguido desde entonces, y durante sus dos décadas de exilio, por
“los espectros que más lo visitaban” lejos de Cuba.
Parece una broma novelística de Milan Kundera, pero es por esto que las vidas de
varias generaciones de cubanos parecen estar siempre en otra parte.
Después de una pregunta, casi amistosa, que fuera mal respondida por él frente al aparato
de la Seguridad.
Parece una broma novelística de Milan Kundera, pero es por esto que las vidas de varias
generaciones de cubanos parecen estar siempre en otra parte.
Todos se van, acaso para eludir el hecho de que sus existencias dependan injustamente de
un chiste novelado.
En sus palabras del 28 de mayo de 2014, en Zaragoza, España, durante el acto de recepción
del X Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza, conferido a su novela
Herejes, Padura describió a Heredia como alguien a quien “los cubanos pudiéramos llamar
nuestro primer hereje”.
Y mencionaba entonces que Heredia, “antes de que se le acabara la vida” en el exilio
mexicano, había tenido que “humillarse ante el poder político solo para volver a besar a su
anciana madre” en Cuba.
En efecto, Heredia vuelve a Cuba con un permiso del gobernador Miguel Tacón,
habiéndose retractado por escrito incluso de la idea independentista, y sostiene una
entrevista con el jefe militar español en La Habana. Esta escena es metáfora inmejorable de
la relación entre el intelectual y los poderes despóticos que han desgobernado la Isla, y
resuena luego en el retorno de Fernando Terry a Cuba, quien viaja de vuelta desde España
gracias a un permiso gubernamental.
Se enfrentan, civilizadamente, como los caballeros de educación hispana que ambos son, el
poeta Heredia y el dictador Tacón. Diríase que son la víctima y el victimario, el exiliado
moribundo y el exiliador a perpetuidad, el intelectual inteligente y el caudillo brutal. Pero en
literatura, especialmente en la literatura realista, nada es más equívoco que apostar por lo
obvio de los binarios.
El poeta critica al dictador por demagogo, para terminar invocando demagógicamente a esa
entelequia llamada pueblo. “Nada justifica pasar por encima de la voluntad del pueblo”,
predica Heredia. “No sea iluso”, le baja los humos Tacón: “¿De qué pueblo me habla
usted?”.
El dictador es más objetivo que cualquier discurso inspirado sobre la dignidad. Le asisten la
razón pragmática, la experiencia del poder en un presente continuo, y no los fuegos de
inutilería de una utopía en futuro perfecto.
Miguel Tacón parte de la idea de que, en una Isla levantisca como Cuba, el poder efectivo
no ha de ser un juguete teórico o una aventura experimental en manos de la intelectualidad,
siempre propensa a principios abstractos. Como los dictadores posteriores ―Gerardo
Machado (1928-1933), Fulgencio Batista (1952-1958), Fidel Castro (1959-2006)―, Tacón
contrapone la obra social concreta con el lastre volátil de las libertades individuales:
“¿Y no le parece que combatir el vicio, el juego, la prostitución y la corrupción es una obra
notable de mi gobierno? ¿Cree usted que mejorar las calles, construir paseos, teatros,
edificios públicos, una cárcel nueva donde los presos estén como personas y no como
animales, es una obra despreciable? ¿Traer el progreso a esta isla donde habrá ferrocarril
incluso antes que en España es un acto despótico? ¿Está usted seguro de que censurar a
dos o tres inteligentes es peor que permitir la indecencia, la inmoralidad, la constante
agresión que imperaba en la prensa? ¿No piensa usted, señor Heredia, que impedir el caos
en que puede derivar esta isla con una revolución en la que los primeros alzados serían los
negros, que acabarían con nuestras instituciones y nuestra religión, es preferible a aceptar la
sedición que usted mismo promovió hace unos años?”.
Es el dictador quien debe hacer trizas los idilios del intelectual. Esta la versión
decimonónica de las Palabras a los Intelectuales de Fidel Castro. Tal vez por eso el Heredia de
La novela de mi vida se lo juega todo a la carta moral del miedo: “no confíe mucho en los que
lo alaban y lo obedecen, y menos si tienen miedo”, le dice a Tacón, adelantándose más de
un siglo a Virgilio Piñera y reminiscente de las advertencias de Heberto Padilla de Fuera del
juego:
“Protégete de los vacilantes, / porque un día sabrán lo que no quieren. / Protégete de los
balbucientes, / de Juan-el-gago, Pedro-el-mudo, / porque descubrirán un día su voz fuerte.
/ Protégete de los tímidos y los apabullados, / porque un día dejarán de ponerse de pie
cuando entres”.
“Pienso que usted cumple su misión, pero ha impuesto el terror, la censura y la delación
como forma de vida en este país. Usted odia a los que hemos nacido en esta isla. Usted es
enemigo de la inteligencia, impone la demagogia y, como todos los dictadores, pide a
cambio que lo amen”.
La muerte del poeta cubano es inminente. La vida de los dictadores en Cuba, también. Se
nos ha revelado aquí un conocimiento oculto. Casi con aires de masonería mística.
Maestría de narrador con grado 1959, Leonardo Padura muta en un médium que, como
buen conocedor brechtiano, tiene el valor de escribir la verdad y conoce el arte de hacerla
tolerable, tras la perspicacia de haberla descubierto y de elegir con inteligencia a sus
destinatarios; de ahí su astucia para difundirla alegóricamente, como si la verdad fuera
siempre una anacronía y nunca un Tratado Cubano del Hoy. De ahí, también, su
socarronería de autor que sólo media entre Heredia y Tacón.
Este “no decirnos nada” de Padura es, por lo demás, una doble enunciación, cuando en el
montaje paralelo del “retornante” Fernando Terry, otro cubano exiliado, de visita poco
menos que turística a su propio país, constatamos que la diferencia del Poder, entre
Colonia y Revolución, es apenas una cuestión semántica.
Estética de una etimología sin ética. “Lo cubano es el timo del siglo”, como diría un
personaje de Miguel de Marcos, pues el poder se perpetúa con idéntico ensañamiento en
contra de la disidencia: no por gusto el XIX es un anagrama del XXI.
A través de Fernando Terry, de la revisión que este hace de un borrador de novela escrito
por su amigo Miguel Ángel, Padura propone sin subterfugios la clave de la lectura más
creativa para La novela de mi vida:
De ahí que el novelista cubano que con más éxito ha indagado en nuestra realidad también
pueda ser leído ―desleído― como un autor no contemporáneo. Sus conmovedores
Heredia y Varela nunca se cruzarán ni de soslayo con la saga civil de los proyectos pro-
democráticos Heredia y Varela del líder opositor cubano Oswaldo Payá, asesinado en la Isla
de Tacón el 22 de julio de 2012 sin que Padura se diera por enterado en ninguna de sus
crónicas semanales (puesto que pretendía escribir su próxima novela en Cuba y no en el
exilio de Heredia y Varela).
La novela de mi vida sintoniza, entre cartas y complicidades, varias voces víctimas de una
epidemia cubana contra los demonios del despotismo.
Como a Fernando Terry, a muchos cubanos los han botado brutalmente de Cuba, pero a la
hora de la verdad ninguno sabe, bucólicamente, “cómo irse”.
La exterioridad geográfica no es más que un incentivo para interiorizar dos patrias tan
imposibles como la vida y la novela de la vida del pueblo cubano. Padura capta esta tensión
al punto de lo intolerable y tantea nuestros reflejos no a golpe de rabia, sino entre
resentidos garfios de interrogación: