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PLATON

EL B A N Q U E T E
O SOBRE EL AMOR

F AI D ON
O SOBRE EL ALMA

1 o f4 6
CUARTA EDICION

Traducción, estudios preliminares, notas


y estampa socrática

JUAN B. BERGUA

C L Á S I C O S B E R G U A
Ediciones Ibéricas - Pl. Conde del Valle de Súchil, 14
28015 Madrid
© Juan B. Bergua, 1989
Clásicos Bergua - Madrid
(España)

I. S. B. N.: 84-7083-098-8
Dep. legal: M. 1.253-1989

Impreso en E s p a ñ a
Printed in S p a i n

Imprenta Fareso, S. A. - P.° de la Dirección, 5 -28039 Madrid


E L B A N Q U E T E

N OTICIA. PRELIM INAR

El Banquete es uno de los diálogos de Platón cuya au­


tenticidad jamás ha sido puesta en duda.
Habría de no haber sido nombrado en las enumeracio­
nes antiguas de las obras del excelso filósofo; habríamos
de carecer de la alusión que Aristóteles hace de él en La
Política; de la del fragmento de la comedia Faidros, de Ale­
xis, y, en fin, de toda prueba respecto a su autenticidad, y
bastaría su lectura para atribuirlo sin vacilar a Platón (1).
Como bastaría asimismo que Platón no hubiese escrito si­
no este admirable diálogo para que gracias a él mereciese
el primer puesto entre los escritores. Porque, en verdad,
¿dónde encontrar un griego más rico, armonioso y per­
fecto, ni en qué obra arte más consumado, tanto en lo
que afecta al conjunto como en lo que toca a los detalles?
Y encamando Platón el apogeo no sólo del genio filosó­
fico griego, sino de la hermosura y perfección literaria de
la prosa helénica, y siendo a su vez El Banquete su obra
maestra, se explica que su nombre vaya tan firmemente
unido a su producción cumbre como el de Cervantes al de
Don Quijote, el de Shakespeare al Hamlet, el de Dante
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también y más fácil de leer, pues el texto de ésta que he


citado, por demasiado ajustado al griego, resulta, dentro
de su excelencia, más erudito que literario, es la traducción
del propio señor Robín para las ediciones de “La Pleiade”.
El texto del señor Chambray es siempre perfectamente
claro, sin apartarse por ello del original griego.
Muy buena es también la edición alemana de Zeller
(Marburg, 1857).
Quien se interese por la bibliografía concerniente a El
Banquete encontrará cuanto necesite en la obra de Veber-
wege-Práchter (Grundiss der Gesch. d. Philosophie, 11.a
edición).
EL BANQUETE
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EL B A N Q U E T E
(o Del amor; genero moral)

Personajes: Primero, APOLLODOROS Y UN AMIGO


SUYO; luego, SOKRATES, AGATON, FAIDROS, PAU-
SANIAS, ERIXIMACHOS, ARISTOFANES y ALKI-
BIADES

APOLLODOROS (32)

Creo estar suficientemente bien informado para po­


der hablar sobre la cuestión que excita vuestra curiosi­
dad. No ha mucho, en efecto, como subiese hacia la
ciudad desde Falerón, donde habito, un conocido que
venía tras de mí me vió de lejos y empezó a llamarme:
“ ¡Eh!” ¡El de Falerón!—gritó en tono de broma— . ¡Apo-
llodoros! ¡Espérame, hombre!” Me detuve y le esperé.
“Precisamente te buscaba, Apollodoros—me dijo— , pa­
ra interrogarte a propósito de la conversación que tuvo
lugar entre Agatón, S’ókrates, Alkibíades y demás con­
vidados que asistieron al banquete dado por aquél. Es
decir, sobre lo que hablaron relativo al amor. Alguien
me ha referido un poco sobre ello tras haber oído a Fé­
nix, el hijo de Filippos, y también me dijo que tú estabas
muy al corriente. Mas como en realidad nada sabía con
precisión, espero de ti que me hagas el verdadero relato.
76 P I. A T (') N

Por supuesto, nadie con más derecho que tú para refe­


rirme los discursos de tu amigo. Pero, ante todo— si­
guió—, ¿estuviste presente o no en dicha reunión?
—Bien se ve—respondí—que quien te ha hablado de
este asunto nada te ha dicho, en verdad, de preciso; de
otro modo no imaginarías que la época en que tuvo lu­
gar tal reunión es tan reciente como para que yo hubiese
podido asistir a ella.
—Pues así lo creía.
—¿Es posible, Glaukón?—añadí— . Pero, ¿no sabes
que hace ya varios años que Agatón no ha vuelto por
Atenas? (33). ¿Ni tampoco que apenas hace tres que fre­
cuento asiduamente a Sókrates, interesándome por cuan­
to dice y hace cada día? Por cierto, que antes iba de
aquí para allá, creyendo conocerlo todo y siendo en reali­
dad más desdichado que nadie, como por supuesto te
ocurre a ti, que sigues convencido de que cualquier ocu­
pación es preferible a la filosofía.
—Ahórrame tus sarcasmos—replicó— , y en lugar de
zaherirme dime cuándo tuvo lugar dicha reunión.
—En tiempos en que aun éramos niños—añadí— .
Cuando Agatón ganó el premio con su primera tragedia.
Es decir, al día siguiente de haber ofrecido, en compa­
ñía de sus coreutas, el sacrificio por la victoria.
—Vieja es entonces la cuestión, si no me equivoco— di­
jo—. Pero, ¿quién te lo ha contado a ti entonces? ¿Lo
sabes por Sókrates mismo?
—No, ¡por Zeus!—repliqué—, sino por quien se lo
contó a Fénix. Es decir por un tal Aristodemos (34), del
barrio de Kidataneón. Un hombrecillo que iba siempre
con los pies descalzos, y que, por lo visto, estuvo allí.
Parece ser que por aquel entonces no tenía Sókrates dis­
cípulo más adicto y convencido que él. Claro que lue­
go yo he interrogado a Sókrates sobre muchos de los
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puntos sobre los que me había informado Aristódemos,


y, en efecto, siempre ha estado conforme en que ocurrió
todo tal cual él me lo había contado.
—Pues entonces no tienes sino empezar, Precisamen­
te el camino que nos conduce a la ciudad diríase hecho
ex profeso para conversar mientras se anda (35).
Y, en efecto, este relato nos entretuvo durante todo el
recorrido.
He aquí por qué os decía al principio que estaba bien
preparado en lo que a esta cuestión respecta. Luego si
queréis que os ío cuente a vosotros también, forzoso
me será complaceros. Por supuesto, os diré que tanto
hablar yo de filosofía como oír hablar de ella a otros,
me causa, sin contar la utilidad que me procura, un pla­
cer sin igual. Por el contrario, cuando se trata de otras
cuestiones, cuales esas que tanto os preocupan a vos­
otros, gentes ricas y de negocios, la verdad, no puedo
soportarlas. Y os aseguro, amigos míos, que piedad me
dais cuando considero que estáis seguros de hacer cosas
extraordinarias, siendo así que, en realidad, nada hacéis
que valga la pena. Claro que tal vez por vuestra parte
penséis que yo soy un desdichado, y quizá no os equivo­
quéis; pero que vosotros los sois, eso no solamente lo
pienso a mi vez, sino que estoy seguro de ello.

EL AMIGO

Sigues siempre igual, Apollodoros: invariablemente


hablando mal, no ya de los demás, sino de ti mismo.
Oyéndote, diríase que, salvo Sókrates, todo el mundo, y
tú el primero, es digno de lástima. Cuándo te han dado
el sobrenombre de “el rabioso”, no lo sé, pero sí que
siempre eres el mismo. Es decir, siempre encolerizado
contra ti y contra todos, menos contra Sókrates.
78 PLATÓN

APOLLODOROS

Tienes razón. Tanta que, sin duda, esta idea que tengo
de mí y de los demás me convierte en un loco y en un
extravagante. ¿No es esto?

EL AMIGO

¡Bah! No vale la pena que empecemos a disputar a


causa de ello. Sobre todo, que lo que queremos, por el
contrario, es que no evadas la cuestión y que nos refieras
lo que se dijo allí a propósito de ella.
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APOLLODOROS

Pues bien; he aquí, poco más o menos, lo que se ha­


bló. Pero más vale tomar las cosas desde el principio y
en el orden en que Aristodemos me las contó.
Encontré a Sókrates—me dijo— al salir del baño, y
como calzase sandalias, cosa en él poco habitual, le pre­
gunté adonde iba tan elegante.
A cenar a casa de Agatón—me respondió— . Ayer pude
esquivar la fiesta que dio para celebrar su triunfo. Me
espantaba la multitud. Pero me comprometí a ser hoy
su invitado. He aquí por qué me ves tan compuesto. Hay
que procurar presentarse bellamente cuando se va a casa
de un bello muchacho. En cuanto a ti—añadió— , ¿se­
rías capaz de venir aunque no hayas sido invitado?
Haré como tú quieras—respondí—. (No olvidéis que
quien habla es Aristodemos.)
— Sígueme entonces— añadió— , y digamos, modifican­
do el proverbio, que las gentes buenas están siempre in-
EL BANQUETE 79

vitadas a comer en casa de los hombres de bien (36).


En cuanto a Homeros, no solamente le modifica tam­
bién, sino que incluso diríase que se burla de él cuando,
tras haber mostrado a Agamemnón como un gran guerre­
ro, y a Menelaos, por el contrario, como un soldado sin
nervio, hace venir a éste sin que haya sido invitado al
festín que ofrece aquél tras un sacrificio. Es decir, a un
hombre inferior al banquete del superior (37).
A esto me dijo que Aristodemos había respondido:
—Miedo tengo por mi parte de ser, no el hombre que
tú dices, Sókrates, sino más bien, cual lo hace Homeros,
el insignificante que se presenta al festín del sabio sin
haber sido invitado. Por consiguiente, si me llevas, ¿qué
dirás para justificarte? Porque yo no estoy dispuesto a
confesar que voy sin invitación, sino invitado, c invitado
por ti.
—Yendo dos—replicó (38)—, ya encontraremos a lo
largo del camino lo que será preciso decir. De modo que
vayamos y en paz.
Y tras haber hablado de este modo nos pusimos en
marcha. Ahora bien; como Sókrates, a medida que ca­
minábamos, iba quedándose atrás, abismado en sus pen­
samientos, por lo que me era preciso aguardarle conti­
nuamente, acabó por decirme que me adelantase. Híce-
lo así, y al llegar a casa de Agatón encontré la puerta
abierta. Entonces—siguió refiriendo siempre—me suce­
dió una aventura jocosa. En efecto, al instante vino
desde el interior un esclavo a mi encuentro y me con­
dujo a la sala donde todos estaban ya en torno a la me­
sa y a punto de empezar a cenar. Apenas Agatón me vio,
dijo:
—Llegas a propósito, Aristodemos, para cenar con nos­
otros. De ser otro el motivo que te trae, déjalo para más
tarde. Precisamente ayer te busqué para invitarte y no
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te pude encontrar. Pero, ¿cómo es que no viene Sókrates


contigo?
Al oírle me volví, pero inútil fue que mirase y remi­
rase: Sókrates no había llegado tras de mí. Tuve enton­
ces que explicar cómo precisamente venía con él, pues
él era quien habíame invitado a que cenase con ellos.
—Muy bien hecho— dijo Agatón— . Pero, ¿dónde
está?
—Hace un momento venía tras de mí, pero también
yo me pregunto dónde diablos puede haberse quedado.
—Tú, muchacho— dijo Agatón al punto, dirigiéndose
a uno de sus servidores—, corre a ver dónde está Só­
krates y tráenosle. En cuanto a ti, Aristodemos, ponte
junto a Erixímachos (39).
Entonces, y mientras otro esclavo me lavaba los pies
para que pudiese sentarme a la mesa como es debido,
el primero vino a hacernos saber que Sókrates, al que
se le había dado orden de conducir, estaba inmóvil en
el vestíbulo de la casa vecina, y que a pesar de haberle
llamado repetidamente no había consentido en seguirle.
—¿Qué estás diciendo ahí?—exclamó Agatón—. ¡Co­
rre a llamarle aún y no le dejes escapar!
—No, no—intervine yo—. No os preocupéis. Al con­
trario, dejadle tranquilo, pues es ya una costumbre en
él esto de aislarse de pronto de cuanto le rodea y per­
manecer allí donde se encuentra. Pero o mucho me equi­
voco o vendrá en seguida. No le molestéis, pues, y de­
jadle en paz.
—Sea así, si tal es tu opinión—dijo Agatón—. En cuan­
to a vosotros, muchachos, podéis empezar a servirnos.
Dejo a vuestra entera libertad el traernos lo que queráis
y tal cual si no hubiese nadie para mandaros. Por su­
puesto, yo jamás me tomo tal trabajo. Es decir que no
EL BANQUETE' 81

tenéis sino imaginar que tanto yo como los invitados que


veis lo somos vuestros. Conque servidnos lo mejor posi­
ble, con objeto de merecer nuestras felicitaciones.
Tras ello nos pusimos a cenar. Pero como Sókrates no
venía, Agatón quería a cada instante enviar a buscarle.
Mas yo me oponía siempre. Por fin llegó con menos re­
traso de lo que acostumbraba, bien que estuviésemos ya
a la mitad de la cena. Entonces Agatón, que ocupaba él
solo el lecho que había al extremo, exclamó:
— ¡Aquí, Sókrates! Ven a sentarte a mi lado, con ob­
jeto de que tu contacto me comunique los pensamientos
sabios que se te habrán ocurrido en el vestíbulo inme­
diato. Porque no hay duda que habrás encontrado lo que
buscabas, ya que, de otro modo, aun estarías allí.
Entonces Sókrates se sentó y dijo:
—De desear sería, Agatón, que la naturaleza de la
sabiduría fuese tal, que tan sólo mediante el contacto pu­
diese fluir de quien está lleno de ella a quien está ayuno,
como el agua pasa gracias a un pedazo de lana de la copa
colmada a la vacía. Y, de ocurrir tal cosa, no sabré có­
mo apreciar debidamente el favor que me haces sentán­
dome a tu lado, pues seguro estoy de que tu abundante y
magnífico saber, pasando de ti a mí, vendrá a colmar­
me. En lo que al mío respectá, mediocre y dudoso es,
y más semejante a un ensueño que a una realidad. Mien­
tras que el tuyo no solamente es brillante, sino apto pa­
ra desarrollarse ampliamente, ya que desde tu juventud
lanza tanta luz como anteayer mismo has demostrado,
brillando con todo esplendor ante más de treinta mil es­
pectadores griegos.
—Eres un burlón Sókrates—dijo Agatón— . Pero ya
resolveremos más tarde entre los dos esta cuestión rela­
tiva al saber, tomando a Dionisos por juez. Por el mo­
mento, ocúpate ante todo de cenar.
82 PLATÓN

Entonces Sókrates se arrellanó en el lecho, y cuando


él, como los demás invitados, hubieron acabado de co­
mer, hicieron las libaciones, entonaron los cánticos en
honor del dios y, en ñn, tras las demás ceremonias habi­
tuales (40), se dispusieron a beber.
Entonces Pausanias—según mi narrador—tomó la pa­
labra en estos términos:
—Veamos ahora amigos, cómo nos hemos de arreglar
para beber sin que ello nos incomode demasiado; por­
que, en lo que a mí respecta, os confesaré que aun estoy
molido del exceso de ayer. Tanto, que tengo verdadera
necesidad de respiro. Y lo mismo os ocurrirá, supongo,
a la mayor parte de vosotros, que también erais de la fies­
ta. Arreglaos, pues, para que bebamos de modo que el
vino nos moleste lo menos posible.
— ¡Bien dicho, Pausanias!— añadió Aristófanes—. Es
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absolutamente preciso, en verdad, que nos demos un poco


de descanso. Yo también soy de los que ayer bebieron
hasta no poder más.
Al oír esto Erixímachos, hijo de Akoumenos, habló a
su vez:
—Lo que decís es oportunísimo, pero me gustaría saber
cuál es la resistencia, en lo que a esto de la bebida res­
pecta, de uno de nosotros: de Agatón.
—Nula enteramente—replicó éste— . Tampoco yo estoy
bien dispuesto.
— ¡Qué fortuna entonces para mí—añadió Erixíma-'
chos—, y para Aristodemos, Faidros y demás contertu­
lios, que vosotros, los grandes bebedores, os deis por ven­
cidos! Nosotros, en esto, no estamos jamás ' a la altura
necesaria. Por supuesto, dejo a Sókrates aparte, ya que
tan capaz es de beber como de no hacerlo, por lo que,
sea cual sea el partido que tomemos, él saldrá siempre
airoso. Es decir, que puesto que ninguno de cuantos es­
tamos aquí parece dispuesto a abusar del vino, no creo
EL BANQUETE 83

que os moleste demasiado diciéndoos lo que opino res­


pecto a esto de emborracharse. En efecto, mi experien­
cia como médico me ha permitido advertir que la borra­
chera no es en modo alguno beneficiosa para el hombre.
Por ello, en lo que a mí respecta, no quisiera volver a
empezar a beber, y lo mismo os aconsejaría a vosotros.
Sobre todo a los que aun están bajo los efectos de un
exceso anterior.
Por mi parte—dijo entonces Faidros de Mimnunte— ,
te creo siempre. Sobre todo cuando hablas de medicina.
Y los demás deberán hacer lo mismo si son prudentes.
Oídas estas palabras, todos estuvieron conformes en no
emplear la ocasión en emborracharse, y en no beber sino
por puro placer.
Erixímachos añadió entonces:
Puesto que decidido está que cada uno beba lo que
buenamente le plazca, sin creerse obligado a ir más allá
de su conveniencia, propongo enviar a otro lado a la to­
cadora de flauta que acaba de entrar. Que toque para
ella, si quiere, o para las mujeres de la casa. En cuanto
a nosotros, pasaremos el tiempo conversando, y si me lo
permitís, hasta os propondré el motivo de nuestra con­
versación.
Y como todos respondiesen que aceptaban gustosos, y
hasta le rogaron que expusiese el tema que ofrecía, él si­
guió en estos términos:
—Empezaré como se empieza en la Melatiippe (41),
de Eurípides: Lo que voy a decir no es mío, sino de Fai­
dros aquí presente. De Faidros, que siempre que la oca­
sión se ofrece no deja de decirme indignado: “¿No es
sorprendente, Erixímachos, que muchos de entre los dio­
ses hayan sido celebrados por los poetas mediante him­
nos y peanes, y que, en cambio, en honor de una dei­
dad tan poderosa y venarable como Eros ni uno solo de
S4 PLATÓN

entre tantos poetas como hemos tenido, haya compues­


to jamás una alabanza? En cuanto a los sofistas, si te
tomas el trabajo de volver los ojos hacia ellos, verás
que asimismo componen en prosa elogios de Herakles y
de otros, testigo el gran Pródikos (42). Todo lo cual,
por supuesto, nos parecerá enteramente natural, sobre to­
do si se piensa en el libro de uno de estos sabios, libro
que ha caído en mis manos recientemente, en el cual se
alaba con toda clase de alabanzas a la sal, a causa de
su utilidad (43). Y otro tanto podría probarse de otras
cosas no menos frívolas. Por lo mismo, ¿no es extraño,
repito, que, cuando hay quien se preocupa de cosas tan
sin importancia, no haya habido hasta hoy un hombre
que se haya propuesto celebrar a Eros como merece ser
celebrado? He aquí, por tanto, cómo se descuida a un
tan gran dios como es él.” Y como, a mi juicio, Faidros
tiene razón en esto, quisiera, por lo que a mí respecta,
ofrecer mi tributo a Eros haciendo algo que le fuese agra­
dable. En cuanto a vosotros, creo que deberíais aprove­
char la ocasión para honrarle asimismo. Por consiguien­
te, si sois de mi opinión, creo que el hacer tal cosa nos
ofrecería tema suficiente para pasar la velada. O sea que,
si os parece bien, cada uno de nosotros, empezando de
izquierda a derecha, hará como mejor sepa un panegí­
rico de Eros. Y el primero de todos, Faidros. Y esto no
solamente por ocupar el primer puesto, sino por cuanto
es el padre de la cuestión.
—Nadie seguramente, Erixímachos, votará contra lo
que propones—replicó Sókrates—, y menos que nadie
yo, que siempre aseguro no saber nada fuera de aquello
que con el amor se relaciona. Y por supuesto, tampoco
Agatón y Pausanias. Y ni que decir tiene, Aristófanes,
para quien Dionisos y Afrodite son la ocupación prefe­
rente. Ni ninguno, en fin, de cuantos veo aquí. Claro que
los que ocupamos los últimos puestos no hablaremos en
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las mismas condiciones de igualdad. Mas si los primeros


que hablan dicen bien dicho cuanto se puede decir, por
enteramente satisfechos nos daremos. Conque deseemos
a Faidros buena mano para abrir cl debater y venga su
elogio de Amor.
Todos aprobaron las palabras de Sókrates y unieron
sus deseos de buen éxito a los suyos.
Repetir todo cuanto cada uno dijo, imposible me se­
ría. Y ello no solamente porque Aristodemos mismo no
lo recordaba enteramente, sino por cuanto yo no he re­
tenido todo lo que me contó. Me limitaré, pues, a las co­
sas más importantes, repitiéndoos los discursos de los ora­
dores más dignos de mención.
Faidros, como ya he indicado, fue el primero en ha­
blar, según Aristodemos. Y he aquí de qué modo empe­
zó, poco más o menos, su discurso:
“Gran divinidad es Eros y dios digno de la admira­
ción, tanto de los hombres como de los demás dioses,
por muchas razones, entre las cuales la menor no es,
ciertamente, la que concierne a su origen. Y ello por
cuanto le cabe el honor de contarse entre las deidades
más antiguas, como lo prueba el hecho de que su genea­
logía es desconocida. En efecto, ni en prosa ni en verso
escritor alguno habla de sus padres. Hesiodos, por ejem­
plo, afirma que lo que existió primero fue el Caos; “lue­
go la Tierra, de seno amplio, eterno y seguro, funda­
mento de todas las cosas, y Eros” (44). Es decir, que,
según él, los que sucedieron al Caos fueron la Tierra y
Amor. Por su parte, Parménides dice de la Generación:
“Ella pensó en Eros antes que en los demás dioses” (45).
En fin, Akousilaos (46) opina enteramente como Hesio­
dos. Es decir, que por diferentes vías todos están con­
formes en ver en Amor cuanto hay de más antiguo entre
los dioses. ' ------------ -—™
’’Este dios tan antiguo es, además, fuente de los más
86 PLATÓN

grandes entre los bienes de que disfruta la humanidad:


pues yo no conozco, en efecto, bien mayor para un hom­
bre, en cuanto alcanza la juventud, que encontrar un
buen amante. Como para un buen amante un buen ama­
do. Porque, en verdad, lo que debe guiar la vida de los
hombres, al menos de aquellos que aspiren a una existen­
cia hermosa, es un sentimiento que nada es capaz de in­
culcarnos de modo semejante a como lo hace Amor, ni el
parentesco, ni los hombres, ni la riqueza. Ahora bien,
¿cuál es este sentimiento?, podríais preguntarme. Pues es
la vergüenza que causa el mal, y, por el contrario, el de­
seo, la estima del bien. Sentimiento tal, que sin él ni
la ciudad ni el individuo aislado son capaces de hacer
nada grande ni nada hermoso.
”Y la prueba es que si un hombre que ama es sor­
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prendido en el momento de cometer un acto vergonzo­


so, o bien cuando soporta cobardemente y sin defender­
se un ultraje, sufre menos si el que le ve es su padre,
un camarada o no importa quién, que si se trata de
aquel a quien ama. Y del mismo modo vemos que el ama­
do jamás se siente tan avergonzado de ser sorprendido
cometiendo un acto indigno como de serlo por sus
amantes.
”Es decir, que si hubiese medio de formar un Esta­
do o un ejército de amantes y de amados, se conseguiría
con ello ciar'una base perfecta a la'ciudad, ya que ten­
dría como fundamento el horror hacia el vicio y la emu­
lación del bien. Y de combatir juntos tales hombres, ca­
si podrían vencer al Mundo, incluso si su número era
reducido. Y ello porque ciertamente un amante tendría
menos vergüenza en abandonar su puesto de combate y
en arrojar sus armas ante un ejército entero que ante los
ojos de aquel que ama. Mil veces preferiría morir que
sufrir tal vergüenza. En cuanto a abandonar a un amado
o no socorrerle en el peligro, no existe hombre, por co-
*

EL BANQUETE 87

barde que sea, al que Eros no sea capaz de inflamar-de


ardor hasta el punto de hacer de él un héroe. Es decir,
que nada más verdad que aquello que dice Homeros cuan­
do afirma que el dios reanimaba el valor de ciertos hé­
roes (47), cosa que Eros hace naturalmente con aquellos
que aman.
”Y aun puede decirse más. A saber: que sólo los
amantes son capaces de morir por aquellos a quienes aman.
Y esto no solamente los hombres, sino también las mu­
jeres. Alkestis, la hija de Pelias, es prueba viva en Gre­
cia de esto que afirmo. La única que consintió en sacri­
ficarse por su esposo fue ella, bien que éste tuviese pa­
dre y madre (48), sobrepujando con ello su amor de tal
manera al cariño de éstos, que hubiérase dicho que no
eran sino extraños a él y tan sólo de nombre sus padres.
Con lo que la conducta de Alkestis pareció tan hermosa,
no ya a los hombres, sino a los dioses mismos, que le var
lió un señaladísimo favor por parte de éstos. En efecto,
entre tantos hombres como ha habido que han realizado
honrosísimas acciones, fácil sería, no obstante, contar a
aquellos cuyas almas han sido sacadas por las divinida­
des del fondo del Haides. No obstante, tal hicieron con
la de Alkestis en prueba de admiración hacia su heroís­
mo. ¡De tal modo los propios dioses estiman la abnegación
y la virtud que provienen del amor!
’’Por el contrario, del Haides expulsaron a Orfeus, hi­
jo de Aiagros, sin concederle lo que quería (ya que no
le mostraron sino un fantasma, una apariencia de la mu­
jer que venía a buscar, en lugar de a ella misma), por
haber demostrado ser poco animoso, cosa natural en un
simple tañedor de cítara, al ser incapaz de morir, como
Alkestis, por el ser que amaba, y tratar de penetrar vivo
en el Haides. Es más: por ello mismo castigaron los dio­
ses su cobardía, haciéndole morir a manos de mujeres
88 PLATÓN

(49). Por el contrario, honraron a Aquilcs hijo de Tetis,


enviándole a las islas Bienaventuradas (50), porque, ad­
vertido por su madre de que moriría si mataba a Héktor,
y que si, por el contrario, no le mataba volvería a su país
y acabaría su vida cargado de años, prefirió socorrer a
su amante y no solamente morir con tal de vengarle, sino
haciéndolo, seguirle tras su muerte. Y por ello los dioses,
admirados, le honraron más que a otro hombre alguno en
recompensa a.haber sabido dar a su amante tan altísimo
precio.
’’Luego Aischilos (Esquilo) no dice sino bobadas cuan­
do hace de Aquiles el amante de Patroklos (51). El, que
era mucho más hermoso que Patraklos y que todos los
héroes juntos, bien que imberbe, cual asimismo advier­
te Homeros, asegurando que era de mucho él más jo­
ven (52).
”Y es que si en verdad los dioses honran como se me­
rece la virtud inspirada por el amor, admiran, gustan y
premian aún mucho más el sacrificio del amigo por el
amante que el del amante por el amigo. Porque, en efec­
to, el amante está mucho más próximo a los dioses que el
amigo, por el hecho de estar poseído por un dios. He
aquí por qué honraron a Aquiles aún mucho más que a
Alkestis, enviándole a la isla de los Bienaventurados.
’’Concluiré, pues, diciendo que, a mi juicio, Eros es
entre todos los dioses no solamente el más antiguo y el
más venerado, sino el más capaz de conceder a los hom­
bres la virtud y la dicha, ora durante su vida, ya después
de la muerte.”
Tal fue, poco más o menos, el discurso de Faidros.
Luego hubo otros, de los que no se acordaba Aristode-
mos; de modo que, pasándolos por alto, me contó el
de Pausanias, el cual habló de este modo:
”A mi juicio, Faidros, no nos ha sido propuesta la
EL BANQUETE 89

cuestión cual hubiese debido serlo al decirnos simplemen-


que hagamos las alabanzas debidas a Eros. En efecto, de
haber un solo Eros, estaría bien; más no’’siendo así jus­
to sería decir, ante todo, a cuál de ellos hay que celebrar.
Voy, pues a tratar de rectificar este punto, determinando
primeramente a qué Eros es preciso alabar; luego, hacién­
dolo dignamente.
“Cosa sabida es de todo el awada que AfroHjte y Eros
juAfl mcrpnrnhlfj; Si no hubiese, pues, sino una AfroHíteT"
no habría sino un Eros. Pero puesto que hay dos Afrodites,
de toda necesidad es que haya dos Eros. Y ¿podría ne­
garse sin faltar a la verdad la existencia de estas dos dio­
sas, una antigua y sin madre, hija de Ouranos, a la que
llamamos Ourania la Celeste, y otra más joven, hija de
Zeus y de Dione, a la que denominamos Pandemiona la
Popular? (53). Es, pues, necesario, en lo que respecta a

11 of 46
Eros, que el Eros que sirve a una sea llamado “popular”,
y “celeste” el que está al servicio de la otra. Luego si evi­
dente es que hay que alabar a todos los dioses, no me­
nos evidente será que es preciso determinar la parte de
alabanza que a cada uno de estos dioses corresponde.
’’Toda acción, en efecto, no es por sí misma ni her­
mosa ni fea. Así, lo que hacemos en este momento: be­
ber, cantar, conversar, nada de todo ello es hermoso en
sí, sino que tal llega a ser según como se practique. Her­
moso, si lo hacemos siguiendo las reglas de lo bello y
de lo adecuado. Feo, si lo hacemos contra todo orden y
medida.
’’Pues otro tanto ocurre en lo que al amor atañe, e
incluso a Eros mismo: toda amor no es hermoso ni dig­
no de alabanza sinn-tnn ^ lo aquel -que nos impulsa a
amar honrada y bf>hnrripnfp -
”AHorá~T>ien, el amor que proviene de la Afrodite po­
pular es como ella, enteramente popular, y por lo mis-

\(
1
90 PLATÓN

mo se contenta con lo que halla a mano. Es el amor de


los hombres de baia condición. He aquí por qué el amor
de esta clase de gentes va en primer lugar no solamente
hacia las mujeres, sino también hacia los muchachos y
los jóvenes. Al cuerpo de aquellos a quienes aman, más
bien que a sirálma. En tin, y de preferencia, a los me-
Tibs'inteligentes que pueden encontrar. Por ello mismo,
único que les interesa es el go££, sin que les preocu-
pe^ en” modo alguno el gozar” de una manera digna y
hermosa. Y como consecuencia suele ocurrirles el reali­
zarlo de cualquier modo, lo mismo de buena manera
que de manera contraria. Claro que si tal ocurre es por
venir este amor de la diosa que es con mucho la más
joven de las dos, y en cuyo origen tanto hay de la parte
de la hembra como de la del macho. El otro amor, por
el contrario, nos llega de la Afrodite celeste, que no pro­
12 of 46

cede sino del sexo masculino, sin participación, pues,


del femenino (de ello el amor hacia los muchachos)
(54), Afrodite, que es más antigua y que está exenta de
arrebatos. He aquí por qué aquellos que son embarga­
dos por el Eros celeste vuelven sus ternuras hacia el
sexo masculino, que es, naturalmente, el más fuerte e
inteligente. Es más: puede reconocerse incluso entre
ellos a los que únicamente sufren la influencia de este
Amor, en que no aman a los que aun son niños, sino a
los que empiezan ya a despuntar en inteligencia, lo que
suele acaecer hacia el comienzo de la pubertad. Y al
unirse a los jóvenes de esta edad es ya con el propósito
firme de permanecer siempre juntos y vivir sin abando­
narles, en vez de correr hacia otros amores, engañando
y burlándose del que sólo les ha servido de pasatiempo.
Por supuesto, debería haber una ley que prohibiese amar
a los niños, con objeto de no malgastar tantos cuidados
con lo que aun es incierto; pues, evidentemente, imposi­
ble es saber lo que llegará a ser un niño y si caerá en
LL BANQUETE 91

lo bueno o en lo malo, tanto moral como físicamente. Los


hombres de bien se imponen esta ley a sí mismos vo­
luntariamente, no lo ignoro; pero a los^ amantes vulga­
res habría que imponérsela,, como se les impone, en la
medida de lo posible, el abstenerse de amar a las muje­
res de condición libre. Además, son ellos los que han
desacreditado el amor hacia los jóvenes. Y de tal modo,
que no faltan quienes pretenden que es una vergüenza
conceder sus favores a un amante. Pero si hablan así es
porque no se fijan sino en los amores mal dirigidos de
esos amantes faltos de tacto y de pudor, pues nadie se
atrevería a censurar acción alguna que sea practicada
conforme a las normas de la decencia.
”La regla según la cual es juzgado el amor en ciertos
Estados es fácil de comprender, por ser sencilla y pre­
cisa. Pero entre nosotros (55) está llena de distingos. En
efecto, en Elide, en Lacedemonia y entre los boiotios, es
decir, allí donde las gentes no se distinguen por su ha­
bilidad en el hablar, admítese sencillamente que está bien
conceder sus favores a un amante, y nadie, joven o vie­
jo, sería capaz de decir que hay en ello vergüenza. Y
ocurre tal cosa porque de este modo pretenden librar­
se del apuro de tener que convencer a los jóvenes median­
te esfuerzos de palabra, ellos que no saben hacerlo. Mien­
tras que en otras partes, como en Jonia y otros países
en que dominan los bárbaros, el amor hacia los jóvenes
pasa por vergonzoso. Y es que en verdad, temiendo los
bárbaros por su tiranía, tildan de vergonzoso este amor,
lo mismo que hacen con la filosofía y con la gimnástica.
Y ello, si mucho no me equivoco, porque los tiranos no
tienen el menor interés en que se formen entre sus súb­
ditos grandes mentalidades ni amistades y sociedades só­
lidas, como el amor sabe, mejor que nada, formar. Y ésta
es lección que la experiencia enseñó a los tiranos mismos
de Atenas, ya que el amor de Aristogeitón y la sólida
92 PLATÓN

amistad de Harmodios vigorosamente unidós, destruye­


ron su tiranía (56). De este modo, allí donde se ha es­
tablecido la costumbre de considerar como vergonzoso
el hecho de conceder favores a un amante, si tal cos­
tumbre reina, por culpa es de los que la han establecido:
es decir, por la ambición de los gobernantes y la cobardía
de los gobernados. Donde, por el contrario tal cosa es
bien mirada y aprobada, prueba clara es de la pereza es­
piritual de quienes tal cosa admiten. Ahora bien, entre
nosotros, la regla que fija estas cuestiones es mucho más
bella, bien que, como decía, difícil de comprender perfec­
tamente'.;
”En efecto, si se tiene en cuenta el hecho de que, se­
gún la expresión corriente, es más hermoso amar abier­
tamente) ¡que hacerlo a escondidas, y sobre todo amar a
los jóvénes de más prosapia y más méritos, aun si son
menos hermosos que los otros; que, por otra parte, los
enamorados reciben por doquier estímulos extraordina­
rios, cual si hiciesen algo que en modo alguno es des­
honroso; que el éxito de sus conquistas amorosas les
realza y los fracasos, por el contrario, les humillan, y
que la costumbre permite al enamorado que emprende
una conquista hacer, contando con la aprobación públi­
ca, las mil extravagancias que jamás osaría emplear de
pretender realizar cualquier otro propósito, ya que de
hacerlo incurriría en los mayores reproches; pues si en
efecto un hombre llegase por obtener dinero, una ma­
gistratura o cualquier otro puesto semejante a hacer lo
que hacen los enamorados cuando por ver de conseguir
a quienes aman apoyan sus ruegos con súplicas y hu­
millaciones, hacen juramentos, toman por'lechos sus puer­
tas y descienden a servilismos que repugnarían hasta a
un esclavo, impedido sería de obrar de tal modo no
solamente por sus amigos, sino hasta por sus enemigos;-
que lo si unos le reprocharían sus adulaciones y bajezas
EL BANQUETE 93

y los otros le amonestarían y se avergonzarían por ellos.


Siendo así, por el contrario, que no .solamente se tolera
al que ama todas estas extravagancias, pues la costum­
bre le permite realizarlas, smo que, según el dicho po­
pular, lo que es aún más fuerte, únicamente el perjuro a
un amante obtiene gracias ante los; dioses, pues un jura­
mento de amor no ata. Si, como decía, pues, se reflexiona
sobre todo esto, fuerza será pensar cquei ten- nuestra ciu­
dad no solamente es perfectamente honroso amar, sino
ser complaciente con aquel por el que somos amados.
’’Glaro que, por otra parte, cuando se ve a los padres
poner a los muchachos que son '■ «perseguidos de amores
bajo la vigilancia de los pedagogos/: prohibirles que ha­
blen con sus amantes y prescribir a aquéllos que hagan
observar esta prohibición; Cuándo, por otra parte, se ve
a los jóvenes de su .edad avergonzarse ante sus camara­
das si éstos les v^n establecer tales relaciones, sin que
los viejos se opongan a las pullas, las encuentren incon­
venientes y reptendan a los autores de ellas; cuando se
consideran, digo, estos procedimientos,!podría creerse, por
el contrario, que el amor hacia los jóvenes pasa entre
nosotros por cosa infamante. G - ;
’’Pero lo que, a mi juicio, ocurre, es lo siguiente: que
en cuestiones de amor no hay nada absoluto^_T .a m sj
no~~es en sí. como decía nj^hermosa ni fea, sino
“que lo que la tcfrná bella es la bella manera de realizan
TaT como la vuelve fea sLisamonte -es—ejecutada. Ks de­
cir, que será practicada feamente conceder los favores
a un hombre, malo y hacerlo de perverso modo; bella­
mente, darlos a un hombre de mérito y de la manera
hermosa como puede hacerse. Sjendo para mí malo el
junante, popular a que me refería antes: el que ama_jd
cuerpo dp preferencia ql Rima, j^io q g éste que no es es­
table, puesto que va unido a una- cosa' sint duración, ya
94 PLATÓN

que cnapdn_1n flor dfc T« MlCZfl q"ñ ] p . a t r ^ p . rp. aja,


“vuela y desaparece” (57), traicionando sus palabras y
sus promesas. Mientras que el amante de un alma her­
mosa permanece fiel toda su vida, y ello por haberse
unido a una cosa constante.
“Por esto, la opinión entre nosotros exige que se
someta a los amantes a una prueba minuciosa y honra­
da. Es decir, que se ceda a unos y se huya a otros. O
sea, que anima a la vez: al amante, a perseguir; al ama­
do, a escapar. Y examina y comprueba a qué clase per­
tenece el amante y a cuál el amado (58). A causa de lo
cual considera como vergonzoso el darse en seguida; y
por lo que quiere que se tome en estas cosas el tiempo
necesario, pues la prueba del tiempo es, por lo general,
segura.
’’Como tampoco es bello ceder al prestigio de las ri­
14 of 46

quezas y del poder, bien porque se tiemble ante la per­


secución y se sea incapaz de resistir, ora porque nos sin­
tamos incapaces de elevarnos por sobre las seducciones
del dinero o de los empleos. Y es que nada de todo esto
se considera como sólido y estable, sin contar que de
ello incapaz sería de salir una amistad verdaderamente
noble.
”No queda, pues, dado el espíritu de nuestras cos­
tumbres, sino una sola manera honrada mediante la
cual pueda el amado complacer a su amante, ya que del
mismo modo que no hay, según hemos dicho, ni bajeza
ni vergüenza en la servidumbre voluntaria, por comple­
ta que ésta sea, del amante hacia el amado, del mismo
modo no hay tampoco sino una sola esclavitud volunta­
ria que escape a la censura en el otro caso: la escla­
vitud en la que aquello que nos ata es el verdadero
mérito.
”En efecto, cosa es aceptada entre nosotros de modo
indiscutible, que si alguno se resuelve a servir a otro
EL BANQUETE 95

con la esperanza de que gracias a su compañía se per­


feccionará, ora en cualquier rama del saber, ya en toda
cosa que constituya un mérito, esta servidumbre y escla­
vitud voluntaria no acarrea ni vergüenza ni bajeza al­
guna. Es preciso, pues, que ambas reglas, la que con­
cierne al amor de los jóvenes y la que atañe al deseo de
saber o cualquier otra forma de perfeccionamiento, con­
curran al mismo fin si se quiere que sea realmente her­
moso y ennoblecedor el conceder sus favores a un aman­
te. Porque cuando amante y amado se ponen de acuer­
do para tomar como regla, el uno dar complaciente al
bienamado todos los servicios compatibles con lo justo,
y el otro tener también todas las complacencias justas
para con quien le hace sabio y bueno; es decir, el uno
pudiendo contribuir a dar conocimientos y mérito, y el
otro buscando ciencia y sabiduría; cuando, repito, este
acuerdo se da, y solamente entonces, es honorable darse
a un amante. De otro modo, no. Y entonces no hay ver­
güenza ni aun en el caso de ser engañado. Mientras que
en los otros, ya se haya sido engañado o no, el resultado
es siempre vergonzoso.
’’Porque, ciertamente, si alguien se entrega a un aman­
te por avaricia, es decir, creyéndole rico, y se engaña, con
lo que no obtiene ninguna ventaja económica, por resul­
tar el amante pobre, no por ello queda menos deshon­
rado. Y esto porque, evidentemente, el que tal hace des­
cubre lo que verdaderamente es al dejar ver que por di­
nero está dispuesto a todas las complacencias con el pri­
mero que se presente, lo que ciertamente no es en modo
alguno hermoso. Y el mismo razonamiento puede se­
guirse con el que se entrega a un amante por creerle vir­
tuoso y esperar de él que le perfeccione gracias a su amis­
tad. En este caso, si es engañado por ser el amante per­
verso y sin mérito alguno, su decepción no es vergonzosa,
ya que también él muestra el fondo de su alma y deja
96 PLATÓN

ver su manera de ser; a saber: que está dispuesto a to­


das las complacencias hacia quien sea, con tal de ad­
quirir sabiduría y volverse mejor; lo que, contrariamente
al caso anterior, es particularmente bello. Luego la con­
clusión es, que siempre resultará especialmente hermoso
entregarse, cuando esta entrega se hace teniendo como
fin la virtud.
”Y éste es el amor de la Afrodite celeste. Amor celes­
te en sí mismo. Amor útil a todos. Al Estado y a los
particulares. Y precisamente, por constreñir tanto al aman­
te como al amado a velar cuidadosamente sobre sí mis­
mos, con objeto de ser cada vez más virtuosos. Los de­
más amores, todos sin excepción, pertenecen a la otra
diosa. A la popular.
”He aquí, Faidros, lo que yo puedo ofrecerte por mi
parte, tras haberlo improvisado, en esta cuestión relativa
al amor.”
Habiendo hecho pausa Pausanias (pasadme esta ma­
nera de aliterar que he aprendido de los maestros (59),
dijo Aristodemos), el momento en que debía hablar Aris­
tófanes llegó. Pero la casualidad quiso que, ora porque
hubiese comido demasiado, bien por cualquier otra cau­
sa, fue víctima de un hipo tal, que le incapacitó para to­
mar la palabra. En vista de ello dijo a Erixímachos, el
médico, que estaba colocado al otro lado suyo (60).
—Es preciso, Erixímachos, o que hagas que este hipo
desaparezca, o que tomes mi turno en el hablar mientras
cesa naturalmente.
Erixímachos respondió:
—Haré ambas cosas. Primeramente, tomar la vez por
ti. Ya hablarás tú luego, cuando yo hubiere debido ha­
cerlo. Entretanto, y mientras yo hablo, trata de conte­
ner la respiración un buen momento, y casi seguro que
tu hipo desaparecerá. Si no, gargarízate con un poco de
agua. Y si a pesar de ella aun resiste, coge cualquier
EL BANQUETE 97
cosa con la que puedas hacerte cosquillas en la nariz de
tal modo que le obligue a estornudar, y por tenaz que
sea tu hipo, ya verás cómo desaparece en cuanto lo hayas
hecho una o dos veces.
- —Pues apresúrate a hablar—dijo Aristófanes—mientras
yo sigo tus prescripciones.
Entonces Erixímachos tomó la palabra en estos tér­
minos:
“Creo necesario, puesto que Pausanias, tras haber co­
menzado hermosamente, no ha desenvuelto el tema co­
mo hubiera sido debido, completar su discurso, si ello
me es posible. Apruebo, en efecto, la distinción que ha
hecho de los dos Eros; pero la práctica de mi arte, la
Medicina, me ha hecho ver que no es solamente en las
almas de los hombres y en lo que atañe a la pasión ha­
cia los muchachos hermosos, en donde Eros hace sen­
tir su poder, sino también en otros muchos objetos y
dominios :^etr^éí cuerpo del) todos los animales, en las
plantas y, en una palabra, sobre todos los seres. Es de­
cir, que Eros es realmente un gran, un admirable dios
que extiencnr~síT imperio a todas las cosas divinas y hu-
manas.
■'Esto'’ dicho, es a partir de la Medicina (lo cual me
servirá al mismo tiempo para testimoniar al Arte (61) mi
veneración) desde donde empezaré mi discurso.
”La naturaleza corporal está sometida a los dos Eros.
En efecto, todo el mundo está conforme en que, para
el cuerpo, el estado de salud y el estado de enfermedad
son dos estados distintos y que en verdad no se aseme­
jan. Ahora_bien, las cosas desemejantes desean y aman
cosas desemeiantes. ÉE amor que reina en una parte sa­
na difiere, pues,* de"T que reina en uflü parte enferma:'
Por ello, del mismo modo que es hermoso, como decia
hace un momento Pausanias. conceder sus favores a los
hombres de mérito y vergonzoso a los pervertidos, así,
PLATÓN.— 4
98 T>1 AT ó N

c u a n d o se tr a ta d e l c u e r p o , e s h e r m o s o y h a s ta n e c e s a r io
ccftiiptecci a aquüttó q u e e s D u eñ o y s a n o e n c a d a u n o d e
nosotros (y ' tiüio es picüsaiücnTCT.lo qüe SC 'lláiüa hacer"
Medicina), y vergonzoso ceder, por lo que es preciso
resistir, a lo'Ynalo y entermizo, sTse quiere ser háETTpi'ac^
ficante. ~ '
"La "Medicina, en efecto, definida en pocas palabras, es
la ciencia de los fenómenos amorosos del cuerpo en re­
lación a la repleción y a la vacuidad. Y el que discierne
en estos fenómenos el buen y el mal amor es el médico
más hábil (62). Así como el capaz de cambiar las dispo­
siciones del cuerpo, con objeto de sustituir un amor por
otro, y el que sabe hacer nacer el amor allí donde no exis­
te, un buen practicante.
”En efecto, un buen practicante debe ser capaz de
16 of 46

establecer la amistad y el amor entre los elementos más


enemigos del cuerpo. Ahora bien: los elementos más hos­
tiles son los más contrarios: lo frío y lo caliente, lo amar­
go y lo dulce, lo seco y lo húmedo, y otros análogos. Y
£ precisamente porque supo introducir el amor y la concor­
dia entre estos elementos es por lo que Asklepios (63),
nuestro antepasado, de crear a los poetas (y aquí los hay
(64), y yo les doy crédito), fue capaz de fundar nuestro
arte. La Medicina está, pues, como ya he dicho, gober­
nada enteramente por Eros, el dios, como asimismo la
gimnástica y la agricultura.
”En lo que a la música atañe, evidente es, a poco que
se considera la cosa con atención, que se halla en el mis­
mo caso. Y esto es lo que tal vez quería decir Heraklei-
tos, bien que su manera de expresarse no sea clara, cuan­
do afirmaba que la unidad, oponiéndose a sí misma, pro­
duce el acorde (se compone), cual ocurre en el arco y en
la lira (65).
’ ’’Decir que la armonía es una oposición, es un enor­
me absurdo. O que se forma con elementos opuestos. Por
EL BANQUETE 99

lo que, sin duda, lo que quería decir es que si bien los


elementos son opuestos en principios, como lo agudo y
lo grave. >c'!urn^ gracias al nrte-miu-
sical.
^Hn"efecto, la armonía no sería capaz de nacer de
cosas que permanecen opuestas, cual lo agudo v lo gra­
ve; y como quien dicc^TTmoñla dicq consonañciTfív y de-
o r consonancia es decir concordancia^imposible es que
exista esta concordancia entre elementos opuestos mien­
tras no .dejen de estarlo. qnp lri nrpir>Pí?i por au
jnm^s^ podría provenir de elementos opuestos sin_
previamente ponerse estos do querría- Y como la armo­
nía el ritmo, formado de elementos en principio opues­
tos. como los breves y los largos, pero luego acordados.
Y lo que en todo esto produce el acuerdo es la música,
como más arriba era la Medicina la que lo realizaba me­
diante el amor y la concordia. Por ello puede decirse de .
la música, asimismo, que es la ciencia del amor en lo [
que a la armonía v al ritmo atañe. Además, no es difícil" J
Tiertamente distinguir el panel del amor en la constitu- Q
ción misma de la armonía y del ritmo. Claro que aquí
ño~~se puede Pablar de doble amor; pero cuando para
uso de los hombres es preciso dar realidad a ritmo y ar­
monía, ora inventando (lo que se llama composición),
ora aplicando correctamente los sonidos y los metros ya
inventados (que es lo que constituye la instrumentación),
entonces aparece la dificultad y la necesidad de ser un
buen artista para resolverla. Porque de nuevo encontra­
mos aquí el principio de que a quien debemos conceder
nuestros favores es a los hombres de buena conducta, con
objeto de tender a mejorar la nuestra, si de ello tenemos
necesidad-, y estimular su amor que es el amor honrado,
el W ior celeste^ el amor de la musa Ourania. Por el con­
trario^ ¿1 de Polimnia (66) es el amor popular; el Pande-
mión, que habrá que aplicar siempre con precaución, de
>-100 PLATÓN
.f
: tal modo que se pueda gustar el placer que procura sin
llegar a la incontinencia. Igualmente en nuestro arte, di­
fícil es regular bien los deseos de la gula, con objeto de
que se pueda disfrutar de los placeres de la mesa sin lle­
gar a enfermar. Preciso es, pues, tanto en música como
en Medicina, y por supuesto en todas las cosas, ora di­
vinas, ya humanas, practicar ambos amores en la justa
medida (67), ya que ambos se dan siempre.
”Y asimismo los encontramos ambos en la constitu­
ción de las estaciones del año. Cuando los contrarios de
que hablaba antes, lo caliente y lo frío, lo seco y lo hú­
medo, se ofrecen bajo la influencia del amor debida­
mente regulado, y se armonizan en la justa medida, traen
la abundancia y la salud a hombres, animales y plan­
tas. Es decir, que no perjudican a nadie. Pero cuando
es el amor desordenado el que tutela las estaciones en­
tonces daña y estropea multitud de cosas, pues sus des­
arreglos ocasionan de ordinario pestes y muchas y di­
versas enfermedades a animales y plantas. Las heladas,
el granizo, el tizón del trigo, todo esto, en efecto, pro­
viene de un defecto de proporción y de orden que este
amor desequilibrado introduce en la unión de los ele­
mentos. El conocimiento de las influencias del amor so­
bre las revoluciones de los astros y las estaciones del año,
constituye precisamente el objeto de la ciencia llamada
astronomía.
’’Pero no es esto sólo, sino que todo cuanto atañe a
los sacrificios y cuanto se relaciona con la adivinación,
mediante la cual se comunican los hombres con los dio­
ses, no tiene tampoco otro objeto que salvaguardar el
amor o bien curarle. Porque toda impiedad proviene or­
dinariamente de que en lugar de mostrarnos favorables
a un Eros bien ordenado, en lugar de honrarle y vene­
rarle en cuanto hacemos, honramos más bien al Eros
EL BANQUETE 101

opuesto; y esto tanto en lo que afecta a nuestros parien­


tes, ora vivos, ya difuntos, cuanto en lo que afecta a los
dioses. He aquí por qué el papel de la adivinación con­
siste en vigilar y ordenar estos amores. Ella es la obrera
de la amistad entre los dioses y los hombres, por cuanto
ella es quien sabe lo que en los amores humanos tiende
al respeto hacia los dioses y hacia la piedad.
’’Tal es el múltiple, el inmenso, por mejor decir, el
universal poder que Eros tiene sobre todas las cosas. Y
es cuando busca el bien por los caminos de la modera­
ción y de la justicia, tanto en nosotros como en los dio­
ses, cuando Eros llega al colmo de su poderío y cuando
nos proporciona el máximun de dicha, haciéndonos ca­
paces de vivir en sociedad y de ser amigos incluso de los
dioses, pese a ser éstos tan superiores a nosotros.
”Y concluyo. Tal vez yo también he cometido, ala­
bando a Eros, más de un olvido. En todo caso, involun­
tariamente lo he hecho. Por supuesto, si alguna cosa se
me ha escapado, tú, Aristófanes, debes completarme.
Ahora bien, si tu intención es alabar al dios de otra ma­
nera, hazlo, va que tu hipo ha desaparecido.”
Entonces fue, según Aristodemos, cuando Aristófanes
tomó a su vez la palabra y dijo:
—No hay duda que ha desaparecido, pero no sin ha­
ber ter:do que aplicarle el remedio del estornudo. Ma­
ravíllame, pues, que el buen estado del cuerpo reclame
toda esa serie de cosquilieos y ruidos que se precisan para
estornudar. En todo caso, es un hecho que mi hipo se
detuvo en cuanto me los hube administrado.
— ¡Cuidado, querido Aristófanes!— replicó Erixíma-
chos—. Fíjate que haces que se rían de mí precisamen­
te cuando tú vas a empezar a hablar. Es decir, que vas
a obligarme i vigilar muy de cerca tus palabras, por si
102 PLATÓN

dices algo también que se preste a la risa, cuando de otro


modo podrías explicarte con toda tranquilidad.
Aristófanes replicó echándose a reír.
—Tienes razón, Erixímachos. Haz como si nada hu-
bies dicho y no me vigiles demasiado, pues temo, no ha­
cer reír con mis palabras, que esto, sobre ser propio a
mi musa, acabaría por sernos agradable, sino caer en el
ridículo.
— ¡Hola! Pretendes escaparte después de haberme lan­
zado la pulla, ¿verdad? Pues, ¡ojo!, y procura hablar co­
mo quien habrá de dar cuenta de sus palabras. Lo que
no quiere decir que, si me conviene, no te perdone.
—Sí, Erixímachos—replicó Aristófanes— ; mi inten­
ción es hablar de modo enteramente distinto a como lo
habéis hecho, tanto tú como Pausanias. Y ello porque
18 of 46

creo que los hombres no se han dado cuenta, evidente­


mente, pero ni con mucho, del poder de Eros. De otro
modo, es decir, de haberse percatado bien, le consagra­
rían los templos y altares más suntuosos y le ofrecerían
los mayores sacrificios. Sin embargo, actualmente no le
rinden, como conveniente sería, ninguno de estos hono­
res. Y si tal merece es por ser el dios más amigo de los
hombres, ya que ninguno como él los socorre y lleva re­
medio a los males cuya curación es para la especie hu­
mana la mayor de las venturas. Voy, pues, a tratar de
iniciaros en su poder, con objeto de que vosotros po­
dáis instruir a los demás. Pero, ante todo, preciso es que
aprendáis a conocer la naturaleza humana y las transfor­
maciones que ha sufrido:
’’Antes, en verdad, nuestra naturaleza no era lo que
es hoy, sino muy diferente. Diré, ante todo, que había
tres especies de seres humanos, y no dos, como ahora.
Estas especies eran: el macho, la hembra y, entre ellos,
una tercera compuesta de ambos, de la cual sólo el
nombre subsiste; la especie ha desaparecido. Esta espe-

/
EL BANQUETE 103

de era la especie andrógina (68), que participaba en la.


forma y nombre de las otras dos, es decir, del macho y
de la hembra, de los que estaba formada. Hoy, cuanto
queda de ella es el oprobio que va unido a su nombre.
Cada hombre era además, considerado en conjunto, de
turma redondeada. Espalda y costados, redondos; cua­
tro manos y otras tantas piernas; dos caras enteramen­
te iguales, sobre un cuello de una redondez también per­
fecta, y sobre estas dos caras opuestas, una sola ca­
beza; cuatro orejas, dos órganos para la generación y
todo lo demás en armonía a lo que por lo dicho podéis
imaginar. Marchaba como ahora, derecho y en la direc­
ción que quería. Pero cuando echaba a correr de prisa
hacía como hoy los saltimbanquis cuando dan una vuel­
ta completa sobre sí mismos mediante un salto mortal.
Así ellos, apoyándose en sus ocho extremidades, giraban
también completamente sobre sí mismos. Y las tres es­
pecies estaban constituidas de tal forma a causa- de su
origen: el macho, del Sol, la hembra, de la Tierra, y
la mixta, de la Luna, que a su vez participa de los otros
dos astros. He aquí por qué, a causa de asemejarse a
sus padres los astros mencionados, eran esféricos en su
estructura y en su manera de caminar. Eran, además,
de fuerza y vigor inmenso, y como al mismo tiempo su
ánimo y orgullo eran también muy grandes, llegaron has­
ta osar atacar a los dioses, intentando escalar el cielo pa­
ra combatirles, tal cual cuenta Homeros a propósito de
Otos y Efialtes (69).
’’Entonces fue cuando Zeus deliberó con las otras di­
vinidades sobre el partido que convendría tomar. Pero
el caso era peliagudo. En efecto, no podían decidirse a
exterminar a los hombres, ya. que destruyendo la raza
humana, cual habían hecho con la de los gigantes median­
te el rayo, veríanse privados de los honores y ofrendas
que de los humanos recibían. Mas, por otra parte, tam-
104 PLATÓN

poco podían tolerar su insolencia. Por fin, Zeus, habiendo


hallado tras muchísimo cavilar una solución, dijo de este
modo: “Creo que he dado con el medio de conservar a
los hombres, sin que por ello deje de quedar reprimida su
rebeldía. Y es haciéndoles incomparablemente más débi­
les de lo que son. Voy, pues, a cortar inmediatamente a
cada uno en dos, con lo que conseguiremos el doble re­
sultado de debilitarles y de obtener más de ellos, puesto
que serán más numerosos. Veránse obligados, además, a
marchar derechos sobre sólo dos piernas. Y, de persistir
en su insolencia, volveré a cortarlos en dos, con lo que
forzados se verán a marchar sobre una sola, a la pata coja.”
Dicho esto, cortó en dos a los hombres como se cortan
las serbas para conservarlas (70) o como se corta un hue­
vo -con una crin. Y cada vez que seccionaba a uno, man­
daba a Apolo (71) que volviese la cara y la mitad del cue­
llo del lado del corte, con objeto de que, viéndole, fue­
sen en adelante más prudentes. Y luego le ordenaba que
arreglase el resto.
’’Entonces Apolo les volvía la cara, y recogiendo por
todas partes la piel sobre lo que ahora se denominaba el
vientre, hacía como hacemos con esas bolsas que se cie­
rran con una correa. Es decir, cerraba fuertemente los
bordes en torno a una abertura única practicada hacia
el medio de la barriga. Abertura que es precisamente lo
que hoy llamamos ombligo. Luego alisaba la mayor par­
te de los pliegues que quedaban y modelaba el pecho
mediante un instrumento parecido al del que hoy se sirven
los zapateros para aplanar sobre la horma los pliegues del
cuero, dejando no obstante algunos, cuales los que cir­
cundan el vientre mismo y el ombligo, para que les sir­
viesen de recuerdo del antiguo castigo.
’’Ahora bien, cuando todo cuerpo quedó desdoblado
de este modo, cada parte suspiraba por su otra mitad
EL BANQUETE 105

y corría a reunirse con ella. Es decir, que se abrazaban


y se enlazaban con el deseo de fundirse de nuevo. Y lle­
gaban a sucumbir de hambre y de inacción porque no
querían hacer nada los unos sin los otros. Y cuando una
mitad moría y la otra no, ésta buscaba otra y se unía
con ella, bien la casualidad la deparase una mitad de lo
que fue hembra entera, o sea lo que llamamos una mu­
jer hoy, ora fuese una mitad de macho. Con ello la raza
se extinguía.
’’Movido entonces Zeus a piedad, imaginó otra cosa.
Puso los órganos de la generación en la parte delante­
ra (hasta entonces los llevaban en la superficie exterior,
por lo que engendraban y criaban, no los unos en los
otros, sino en tierra, como las cigarras) (72). Puso, pues,
los órganos de la generación, decía, por delante, cual
sabéis que están, con lo que hizo posible que engen­
drasen los unos en los otros, es decir, el macho en la
hembra.
”En realidad, su propósito tenía dos fines: si la unión
tenía lugar entre hombre y mujer, engendrarían con ob­
jeto de perpetuar la especie; de tener lugar entre ma­
cho y macho, cuando de tiempo en tiempo se separasen
satisfechos pensarían en trabajar, con objeto de proveer
a las necesidades de la existencia. Y es desde enton­
ces seguramente cuando data el amor“ innato de» los
hombres, los unos hacia los otros. Por consiguiente, el
amor vuelve a componer a la antigua naturaleza, esfor­
zándose en fundir dos seres en uno solo y en curar a la
especie humana.
’’Cada uno de nosotros es, pues, como una tesera (73)
de otro, puesto que hemos sido cortados como lenguados
y llegado a ser dos en lugar de uno. He aquí por qué
cada uno busca su mitad. La tesera de sí mismo. A cau­
sa de ello, los hombres que son una mitad de ese com­
puesto de dos sexos, que entonces eran llamados andró-
106 PLATÓN

ginos, aman a las mujeres, y de ellos proceden la mayor


parte de los hombres adúlteros. Asimismo, todas las mu­
jeres que aman a los hombres y practican el adulterio per­
tenecen a esta especie. En cambio, cuantas son una mi­
tad de mujer no hacen el menor caso de los hombres.
Prefieren dirigirse a las mujeres, y de esta clase proce­
den las tríbadas que buscan los placeres entre ellas mis­
mas. Ahora bien, los que son una mitad de macho bus­
can a los machos, y mientras son niños, como son rajitas
de macho gustan de los hombres y encuentran placer en
acostarse con ellos y estar entre sus brazos. Y son entre
niños y jóvenes los mejores, porque de origen y natura­
leza son los que tienen mayor virilidad.
’’Por supuesto, algunos dicen que carecen de todo pu­
dor; pero esto es un error, pues no es por impudicia, sino
por audacia, valor y virilidad por lo, que obran como
obran, uniéndose a aquello que se les asemeja. Y la prue­
ba más evidente y segura es que cuando han alcanzado
su completo desarrollo son los únicos en consagrarse al
gobierno de los Estados. Además, una vez hombres, aman
a los muchachos siempre, y si se casan y tienen hijos no
es porque sigan con ello una inclinación natural, sino
porque la fuerza de la costumbre les obliga a tal cosa, pues
de otro modo se contentarían con vivir juntos en estado
de soltería. Por consiguiente, forzoso es absolutamente
que un hombre así sea amante o amigo de otros hom­
bres, ya que con ello no hace sino unirse a aquello que se
le asemeja.
’’Luego cuando cada uno, bien su inclinación natu­
ral le empuje hacia los muchachos, ya hacia las mujeres,
encuentra al que es exactamente su mitad, inimaginables
son los transportes de ternura, de confianza y de amor
de que uno y otro son poseídos. De tal modo que, cual
si fuesen uno solo, ya no querrían separarse jamás. Ta-
EL BANQUETE 107

íes son esos que pasan toda la vida juntos, sin poder
decir, por supuesto, lo que esperan uno de otro, ya
que diríase que no es tan siquiera el goce físico lo que
constituye el encanto de su compañía. Evidente es, por
consiguiente, que desean otra cosa que no se puede de­
finir, pero que sus almas adivinan y dejan oscuramente
adivinar.
”Es decir, que si cuando .están acostados juntos He-
faistos se les apareciese armado de sus instrumentos de
trabajo y les dijese: “Decidme, hombres, ¿qué es lo que
más ardientemente deseáis que os ocurra en lo que a
ambos os atañe?” Y si al verlos indecisos continuase:
“¿No es vuestro más ardiente deseo fundiros de tal mo­
do que ni de noche ni de día pudiérais estar separados?
Pues si es esto, en efecto, ló que deseáis, voy a solda­
ros juntos de tal modo que, de dos que sois, no hagáis
sino uno, con objeto de que hasta el fin de vuestros
días llevéis una vida común, cual si fuereis uno solo, y
para que después de vuestra muerte no seáis allá abajo, en
el Haides, sino uno solo también, por haber acabado de
la misma y común muerte. Ved, pues, si es esto lo que
queréis y si obteniéndolo estaríais satisfechos.” A tal pre­
gunta, estemos seguros de que cada uno de ambos no
diría que no ni testimoniaría querer otra cosa. Al con­
trario, creería simplemente que acababa de oír expresar
lo que más fuertemente deseaba desde hacía mucho tiem­
po. Es decir, ser uno, fundirse con el ser amado y -no
hacer sino un todo con él, en lugar de dos.
”Y la razón de este deseo es que nuestra primitiva na­
turaleza, como acabo de decir, era tal, que constituíamos
un todo complejo. He aquí por qué lo que se llama amor
no es sino el deseo, la persecución de este todo. Antes,
lo repetiré aún, éramos uno; pero luego, y a causa de
108 PLATON

nuestra maldad, fuimos separados por el dios, como los


arcadios lo han sido por los lacedemonios (74).
”He aquí por qué debemos temer, si faltamos a nues­
tros deberes para con los dioses, ser divididos de nuevo
y llegar a ser con ello como las figuras de perñl talla:
das en los bajorrelieves de las columnas. Es decir, cor­
tados en dos por la línea de la nariz y semejantes a las
dos mitades de una misma ficha.
’’Preciso es, por lo tanto, exhortarnos unos a otros a
honrar a los dioses, coií objeto de escapar a estos males
y obtener, por el contrario, los bienes que provienen de
Eros cuando le tomamos por guía y por jefe. Que na­
die,, pues, se oponga a él a causa de su conducta, ya
que ponerse frente a él es exponerse al odio de los dio­
ses. Por el contrario, si ganamos su amistad y su favor,
descubriremos y hallaremos los efebos que son nuestras
propias mitades, dicha reservada hoy a muy pocos. ¡Y
quiera mi suerte que Erixímachos no se burle de mí to­
mando a partido esto que digo, pretextando que me re­
ñero a Pausanias y a Agatón! Porque es muy probable
que ellos pertenezcan a este reducido número, siendo,
además, seguramente machos tanto el uno como el otro
(75).
“De modo que es hablando en conjunto de los hom­
bres y de las mujeres por lo que digo que nuestra espe­
cie no podrá ser feliz sino con una condición: la de po­
der realizar nuestras aspiraciones amorosas, encontran­
do cada uno el efebo que es nuestra mitad y viniendo
con ello a nuestra naturaleza primitiva. De constituir es­
to la dicha suprema, evidente es que lo que más se acer­
ca a ella en el Mundo actual es encontrar un bienamado
cuya condición responda a las necesidades de nuestro
corazón. Y si para ello preciso es rogar al dios capaz de
procurarla, con razón suplicaremos a Éros, que en el
presente nos presta los mayores servicios guiándonos ha-
EL BANQUETE 109

cia el objeto que nos es propio, sobre darnos para . el


porvenir las mejores esperanzas, por cuanto nos prome­
te, siempre que no descuidemos nuestros deberes para
con los dioses, volvernos a nuestro antiguo estado, curar­
nos y asegurar nuestra felicidad más completa.
“Este es, Erixímachos, mi discurso sobre el amor. Dis­
curso que, por supuesto, no se asemeja al tuyo. Te ruego
aún que no te burles de él, ya que lo mejor que podemos
hacer es escuchar a los que aun tienen que hablar, es
decir, a los dos que faltan, Agatón y Sókrates.”
A esto replicó Erixímachos, según Aristodemos:
—Haré como dices, tanto más cuanto que te he escu­
chado con verdadero gusto. De tal modo, que si no su­
piese como sé que Sókrates y Agatón son maestros en
cuanto al amor atañe, temería que no acertasen a decir
gran cosa tras las muchas y tan diversas que ya hemos
oído. Mas, tratándose de ellos, espero confiado.
Oyendo esto replicó Sókrates:
—Tú has cumplido a maravilla tu papel, Erixímachos.
Pero si te encontrases en mi caso, o más bien como me
encontraré cuando Agatón haya pronunciado, como se­
guramente lo hará, un hermoso discurso, miedo tengo, y
no poco, y tan apurado te verías como me veo yo en este
momento.
— ¿Es que quieres echarme mal de ojo, Sókrates—re­
plicó Agatón—, y turbarme ante la idea de que todos
están pendientes de las maravillas que van a salir de mi
boca?
—Poca memoria habría de tener, Agatón—añadió Só­
krates—, si tras haberte visto subir tan resueltamente y
con tanto valor al estrado con los actores (76), y contem­
plar frente a ti sin inquietud a tan imponente asamblea
en el momento de ir a hacer representar una obra tuya,
pensase ahora que ibas a dejarte impresionar por un tan
reducido auditorio como nosotros somos.
no P L AT ÓN

— ¡Cómo! Sókrates—saltó Agatón—, ¿es que acaso me


crees tan ciego por el teatro como para no comprender
que, para todo hombre sensato, un reducido número de
oyentes de talento es más de temer que toda una multitud
de ignorantes?
—Gran error sería por mi parte, Agatón—replicó Só­
krates—, creerte, en verdad, de tal modo falto de senti­
do. Al contrario, bien sé que, de encontrarte entre un
reducido grupo de personas a las que tuvieses por ver­
daderamente inteligentes, mucho más cuidarías su opinión
que la de la masa. Mas lo que temo es que no seamos
nosotros estos inteligentes en cuestión, que, finalmente, en
el teatro estábamos también y de la multitud formábamos
parte (77). Pero, de estar entre otros que fuesen verdade­
ramente sabios, ¿es que no temerías su juicio si creyeses
22 of 46

hacer algo vergonzoso?


—Evidentemente—respondió Agatón.
—Mientras que, delante de una multitud, ¿enrojecerías
si te sintieses responsable de una acción fea?
Al llegar a este punto, según Aristodemos, Faidros in­
tervino:
—Mi querido Agatón: si empiezas a responder a Só­
krates, sin cuidado le tendrá ya, desde el momento que
halle un interlocutor, la cuestión que nos ocupa. Tanto
más si el tal interlocutor es un joven hermoso. Por con­
siguiente, pese a que yo encuentre siempre el mayor pla­
cer en escucharle, hoy obligado me veo a velar por cuenta
de Eros, con objeto de recoger el tributo de alabanzas
que todos estamos dedicándole. De modo que empezad
por pagarle lo que le debéis ambos, y luego discutid en­
horabuena cuanto os plazca.
—Razón tienes Faidros—dijo Agatón—. Nada debe, en
efecto, impedirme hablar. Tanto más cuanto que ya ten­
dré ocasión muchas veces de conversar con Sókrates. Y
EL BANQUETE 111

empezaré en primer lugar por decir cómo es preciso, a


mi juicio, elogiar a Eros. Tras ello haré su elogio:
“Paréceme, en efecto, que todos cuantos habéis habla­
do antes que yo, lo que habéis hecho, más bien que alabar
al dios, ha sido felicitar a los hombres por los bienes de
que le son deudores. Pero respecto a la condición de su
naturaleza, en virtud de la cual ha hecho tales presentes,
ninguno habéis dicho nada. Ahora bien, tratándose de elo­
giar, sea quien sea el que ha de ser elogiado, no hay sino
una manera exacta de hacerlo, a saber: explicar la natu­
raleza del agente en cuestión y luego los beneficios que él
tal nos causa. Siguiendo, pues, este procedimiento para
alabar a Eros, preciso será empezar por determinar su
condición natural, con objeto de pasar después a los do­
nes que nos hace.
“Comenzaré, por consiguiente, por afirmar que Eros es,
entre todos los bienaventurados dioses (si su justicia per­
mite que tal se diga sin despertar sus celos), el más di­
choso de todos. Y ello por ser el más hermoso y el mejor.
“Es el más hermoso por lo siguiente: Desde luego, Fai­
dros, por ser el más joven de todos (78). Y prueba de­
cisiva de esto que digo la da él mismo escapando como
escapa a la vejez, pese a ser ésta como es, harto rápida,
pues siempre viene hacia nosotros más pronto y veloz
de lo que haría falta. Ahora bien, Eros siente hacia ella
un tan natural horror, que ni de lejos quiere acercárse­
le. Al contrario, como joven que es, con la juventud está
siempre, sin apartarse de ella jamás. Por eso dice con
razón el antiguo proverbio: “Lo que se asemeja se junta”
(79). Por ello, bien que conforme con Faidros en otros
muchos puntos, no puedo concederle éste; es decir, que
Eros sea más antiguo que Kronos y que Japetos (80).
Afirmo, por el contrario, que es el más joven de los dio­
ses, que es eternamente joven, y que las antiguas quere-

Í¡L
112 PLATÓN

lias de las divinidades, de las que hablan Hesiodos y Par-


ménides (81), obra son de la Necesidad y no del Amor.
Esto suponiendo que tales escritores hayan dicho verdad,
pues todas esas castraciones, todos esos encadenamientos
recíprocos y tantas violencias no hubiesen llegado jamás a
ocurrir de haber estado Eros a su lado. Al contrario, hu­
biesen vivido en paz y armonía, como ocurre desde que
entre ellos reina.
“Eros es, pues, joven. Y no solamente joven, sino de­
licado. De tal modo, que preciso sería un Homeros para
describir su admirable delicadeza. De Ate dice Homeros
no solamente que es diosa, sino que es delicada. O,
cuando menos, que sus pies lo son. Escuchad sus pala­
bras mismas: “Corre por sobre la cabeza de los mortales,
sin que sus delicados pies lleguen a tocar jamás la tierra”
(82). Y si no me equivoco, es dar una buena prueba de
su delicadeza afirmar que no marcha sobre lo que es
duro, sino sobre lo que es blando. Utilicemos pues nos­
otros la misma afirmación a propósito de Eros para de­
mostrar su delicadeza diciendo: que no anda sobre la tie­
rra ni sobre las cabezas (punto de apoyo que tampoco es
de los más blandos), sino que marcha y habita en las
cosas más tiernas que hay en el Mundo, puesto que en los
corazones y en las almas de dioses y hombres es donde
establece su residencia. Y aun ni siquiera en todas indis­
tintamente, ya que, de encontrar una cuyo carácter sea
duro, se aleja de ella, haciendo, en cambio, su morada de
aquellas en las que reina la ternura. Tocando, pues, con
sus pies y con todo su ser las cosas más tiernas de entre
las más tiernas, forzoso es que esté dotado de la más ex­
quisita delicadeza. Luego no hay duda de que es no sola­
mente el más joven, sino el más delicado.
“Es, además, en cuanto a su forma, flexible. Pues de
ser rígido no podría envolver por todos lados aquello a
EL BANQUETE 113

lo que se aproxima. Ni entrar y salir de las almas sin que


éstas se den cuenta. Y una prueba evidente de que es
flexible y ágil nos la da su gracia, atributo que, en opinión
de todos, posee Amor en grado sumo. Sí; entre Eros y la
deformidad hay hostilidad perpetua.
“En cuanto a la belleza de su tez, su vida pasada en­
tre las flores es prueba más que suficiente. Pues tened
Por seguro que Eros no se detiene sobre aquello que no^
florece o cuya floración está ya pasada, ora trátese de
un cuerpo, de un alma o de otra cosa. Mientras que allí
donde hay flores y perfumes, allí se posa y permanece. _
“Y creo haber dicho bastante sobre la hermosura del
dios, bien que aun pudiera decirse mucho más. Voy a
hablar, pues, de sus virtudes.
“Desde luego, y ello es esencial, Amor no comete in­
justicias ni las tolera; sea con los dioses o con los hom­
bres, ora de los dioses o de los hombres. Ni sufre violen­
cias, pues aun lo que soporta no lo soporta por la fuer­
za, ya que la violencia jamás ataca a Amor, y cuando
hace algo, sin verse forzado a ello es siempre, ya que
todo entra en todas partes voluntariamente al servicio de
Eros. Y cuando tanto de una parte como de otra hay
acuerdo voluntario, “las leyes, reinas de la ciudad” (83),
declaran que se obra con justicia.
“Además de justicia, tiene Amor templanza en grado
sumo. La templanza consiste, en efecto, en opinión de
todos, en dominar placeres y pasiones. Y no habiendo
placeres superiores a los del amor, siéndole todos infe­
riores, vencidos son por él; y él, por tanto, vencedor.
Luego siendo vencedor de voluptuosidades y pasiones, ¿có­
mo su templanza no sería superior a toda otra?
“En cuanto a valor, con Amor “ni el propio Ares pue­
de rivalizar” (84). En efecto, no es Ares quien domina
a Amor, sino Eros quien esclaviza a Ares, pues que
le hizo enamorarse de Afrodite, según la tradición. Ahora
114 PLATÓN

bien, el que domina, superior es al dominado. Y el que


lleva ventaja al más bravo, forzoso es que sea el más bra­
vo de todos.
“Y tras haber hablado de la justicia, de la templanza
y del valor del dios, quédame hablar de sus habilidades,
en lo que procuraré, en la medida de mis fuerzas, no que­
dar por bajo de lo que merece. Pero ante todo, y con
objeto de honrar a mi vez el arte que me es propio, como
Erixímachos ha hecho con el suyo, diré que Amor es tan
hábil poeta que torna tal a quien le place. En efecto, todo
hombre, “por extraño que sea a las Musas” (85), vuél­
vese poeta cuando Eros le toca. Lo que es prueba exce­
lente de que Amor es generalmente hábil en todo cuanto
a las Musas respecta, pues ciertamente lo que no se po­
see, o lo que no se sabe, mal podría darse ni enseñarse a
otro.
24 of 46

“Pasando ahora a la creación de los seres todos, ¿po­


drá pretenderse" que no sea el saber obrar de Amor lo
que les engendra y les hace prosperar?
“Y si venimos en seguida a las habilidades técnicas,
¿no sabemos también que quienes tienen por maestro a
este dios llegan a ser célebres e ilustres, mientras que
permanece oscuro aquel a quien Amor no ilumina?
“Así, cierto es que si Aoolo ha inventado el arte de
tirar con arco, la Medicina y la adivinación, tomando
por guía el deseo y el amor fue. Por consiguiente, justo
será ver en él asimismo un discípulo de Eros. Como lo
son las Musas en lo que atañe a la música, Hefaistos res­
pecto a la habilidad en el forjar, Atena en la de tejer y,
en fin, el propio Zeus en lo que al gobierno de dioses y
hombres respecta. Es más: hasta tras las disputas entre
los dioses establecióse el orden en cuanto Amor hizo su
aparición entre ellos. Es decir, bajo la influencia de la be­
lleza, ya que Eros jamás se reclina sobre la fealdad. Has­
ta entonces, como he dicho, infinitas atrocidades come--
mi. riANoiim n 115

tíanse entre los dioses, a creer a la leyenda, pues hallá­


banse bajo el imperio de la Necesidad; mas apenas na­
ció Eros se empezaron a amar las cosas bellas, y de aquí
nacieron bienes de infinitas clases, tanto para los dioses
como para los hombres.
“Creo, pues, Faidros, que siendo en sí Amor por na­
turaleza de belleza y excelencia sin igual, causa ha de ser
para los demás de ventajas semejantes. Luego él es quien
da, diré plegando a la medida el pensamiento que me acu­
de en este instante (86).
Paz a los hombres; a los vientos, silencio;
calma al mar; a inquietud, lecho y sueño.
“Cómo él es quien nos libra de la creencia de que so­
mos extraños los unos a los otros y nos inspira la so­
ciabilidad. Quien da pábulo a todas las reuniones seme­
jantes a esta nuestra, y quien en las fiestas, coros y sa­
crificios es nuestro jefe y guía. El nos enre :a la afabilidad;
él dcstierra la rudeza; éi nos muestra la tolerancia; él nos
arranca la malevolencia. Propicio a los buenos, aprobado
por los sabios, admirado por los dioses, envidiado por
quienes no le poseen, precioso a quienes le atesoran. Pa­
dre del lujo, de las delicadezas, de las gracias, de la pasión,
del deseo. En la conversación, nuestro piloto, nuestro cam­
peón, nuestro animador, nuestro salvador por excelencia.
El es la gloria de dioses y hombres. El mejor y más her­
moso de los guías y a quien todo mortal debe seguir en­
tonando bellos himnos y repitiendo el canto magnífico
que él modula para embelesar el espíritu, tanto de los in­
mortales como de los mortales.
“Y éste es, Faidros, el discurso que consagro al dios,
y en el que he mezclado del mejor modo que he podido
lo fantástico con lo serio.”
Cuando Agatón hubo acabado, todos los presentes, a
116 PLATÓN

creer a Aristodemos, aplaudieron frenéticamente, decla­


rando que el joven había hablado de un modo no sola­
mente digno de él, sino del propio dios. Tras lo cual Só-
krates, volviéndose hacia Erixímachos, dijo:
—¿Te parece ahora, hijo de Akoumenos, que mi temor
de antes era infundado, o, por el contrario, crees que era
buen profeta cuando hace un momento aseguraba que
Agatón hablaría maravillosamente y que me pondría en
un compromiso?
—En cuanto a lo primero—replicó Erixímachos—, es
decir, que Agatón hablaría bien, reconozco que has sido
buen profeta. Más en cuanto a lo segundo, en modo al­
guno creo que te veas apurado.
—¿Y cómo, ¡oh venturosísimo Erixímachos!, no me
veré apurado, y cualquiera otro en mi lugar, teniendo
que hablar tras un discurso tan hermoso y variado? Claro
que, a decir verdad, todo en él, pese a ser hermosísimo,
no merece el mismo grado de admiración. Pero, en resu­
midas cuentas, ¿quién no habrá quedado como aturdido
ante la belleza de palabras y expresiones? Por mi parte,
y dándome cuenta de que incapaz seré de decir algo que
pueda ni acercarse a tanta maravilla, creo que me hubiese
ocultado avergonzado, de haber tenido donde hacerlo.
Porque, en efecto, sus palabras me han recordado de tal
manera a Gorgias, que he sentido enteramente la impre­
sión de que hablaba Homeros (87). Sí, tenía miedo de
que Agatón lanzase sobre mí, al acabar su discurso, la
cabeza de aquel orador inmenso que fue Gorgias, priván­
dome de la voz y transformándome realmente en una
piedra.
Y ha sido entonces cuando me he dado cuenta de en
qué modo he sido ridículo al comprometerme a tomar par­
te con vosotros en pro de Eros y de haberme alabado de
ser perito en cuestiones de amor, siendo así que mi igno­
rancia es absoluta, como por supuesto en lo que se re-
I:L BANQUETE 117

fiere a hacer la alabanza de toda otra cosa. Y es porque


pensaba, dada mi manera sencilla de ver las cosas, que
decir la verdad sobre algo basta y es suficiente cuando se
trata de hacer su alabanza. Que esta verdad debía cons­
tituir el fundamento del elogio. Y que necesario era bus­
car en ella lo que había de más hermoso y disponerlo en
el orden más conveniente.
Mas ahora advierto que no es éste el buen método. Que,
al contrario, lo que hay que hacer es atribuir al sujeto
las cualidades más grandes y bellas que nos sea posible,
sea verdad o no lo que le atribuimos, y sin que falsear
las cosas tenga la menor importancia, ya que, por lo vis­
to, lo que hay que hacer es que cada uno de nosotros dé
con sus palabras la impresión de alabar a Eros, no de ha­
cerlo en realidad. Y es en vista de ello por lo que, si mu­
cho no me equivoco, os devanáis los sesos tratando de
acumular sobre Amor toda suerte de elogios, y entre ellos
que es en grado sumo poderoso y bienhechor. Es decir,
que os esforzáis por que aparezca lo más hermoso y me­
jor posible. Hermoso y mejor, claro, ante los ignorantes en
estas cuestiones, no para los avisados en ellas.
Por supuesto esta manera de elogiar no hay duda que
maravilla e impone; pero para mí era desconocida, y por
ello es por lo que me había comprometido a elogiar a
mi vez cuando me correspondiese. Mas como “la que se
ha comprometido ha sido mi lengua, no mi espíritu” (88),
¡váyase enhoramala tal compromiso! No; no seré yo quien
alabe de esta manera. Me sería imposible. Ahora bien, sí
ensayaré, si consentís que lo haga a mi modo. Es decir,
según la verdad y sin pretender rivalizar en elocuencia con
vosotros, pues no quiero exponerme a que os riáis de mí.
Piensa, por consiguiente, Faidros, si aun es preciso un
discurso de esta clase. Un discurso que deje oír no sota-
118 P L AT ÓN

mente verdades concretas a propósito de Amor, sino in­


cluso expuestas con palabras y expresiones tal y cual se
me vayan ocurriendo.
Entonces, según Aristodemos, Faidros y los demás le
rogaron que hablase. Es más: que lo hiciera como mejor
le pareciese.
—Pues aun he de pedir algo— añadió Sókrates—. Y es,
Faidros, que me dejes hacer a Agatón algunas pregun-
tillas, con objeto de que, puesto de acuerdo con él, pue­
da, tomando este acuerdo como base, empezar mi dis­
curso.
—Claro que te las dejo hacer—dijo Faidros—. Puedes
empezar.
Tras lo cual, he aquí cómo, según mi narrador, co­
menzó a hablar Sókrates:
—Pues bien: creo, querido Agatón, que desde luego
has inaugurado muy bien tu discurso al asegurar que era
preciso ante todo demostrar cómo es Amor, para luego
poder decir lo que es capaz de hacer. He aquí un prin­
cipio, en efecto, que me place enteramente. No obstante,
y dado cuanto has dicho de excelente y magnífico sobre
su naturaleza, permíteme que sobre este punto te pro­
ponga la siguiente cuestión: ¿Es propio de la naturaleza
de Amor que sea amor de algo o de nada? (89). No te
pregunto evidentemente, si es el amor hacia un padre o
hacia una madre pues ridículo sería preguntar si Amor
es el amor que se siente hacia una madre o un padre. Pe­
ro si, por ejemplo preguntase si un padre, en tanto que
padre es padre de alguno o no, sin duda que me dirías,
de querer ‘■ponder como es dehido, que un padre es pa­
dre de un l:¡j^ o de una hija, ¿no es verdad?
—Sí—respondió Agatón.
—¿Y no dirías lo mismo de una madre?
Agatón convino en ello.
EL BANQUETE 119

—Permíteme todavía—añadió Sókrates—hacerte algu­


nas preguntas, con objeto de volver aún más claro mi
pensamiento. Si te dijese: Y un hermano como tal, ¿es o
no hermano de alguien?
—Sí; es hermano de alguien—replicó Agatón.
—De un hermano o de una hermana, ¿verdad?
—Evidentemente—concedió Agatón.
—Pues ensaya asimismo—añadió Sókrates—decirnos,
a propósito de Amor, si es amor de algo o de nada.
— Amor de algo, ciertamente— replicó Agatón.
—Entonces, retén bien en la memoria de qué es
amor—siguió Sókrates—, y responde únicamente a esto:
Amor, ¿desea o no aquello de que es amor?
—Lo desea—afirmó Agatón.
—Pero—siguió Sókrates, ¿es cuando tiene lo que desea
y ama cuando lo desea y ama, o cuando todavía no lo
tiene?
—Probablemente, cuando aun no lo tiene—replicó
Agatón.
—Pues ve si en vez de probablemente no habrá que
decir necesariamente; o sea que el que desea una cosa,
desea lo que le falta y no desea lo que no le falta. En
lo que a mí respecta, no encuentro duda alguna en que es­
to tiene que ser así. ¿Y tú?
—Yo también—dijo Agatón.
—De acuerdo. Por consiguiente, un hombre que es al­
to no desearía ser alto, ni fuerte un hombre que ya lo
es.
—Claro, en vista de lo que acabamos de admitir—dijo
Agatón.
—Enteramente claro— remachó Sókrates—, puesto que
teniendo ya tales cualidades no tendría' por qué desear
tenerlas.
—Muy cierto.
—Supongamos, en efecto, que un hombre fuerte qui-
120 PLATÓN

siera ser fuerte, ágil el que ya lo es y de buena salud


el qué goza de ella. Y digo esto por si alguno se figu­
rase, en lo que a estas cualidades respecta o a otras seme­
jantes, que los que ya las tienen y poseen desean preci­
samente lo que ya tienen. No nos dejemos engañar por
esta especie de ilusión. Si insisto es precisamente para
impedirlo (90). Pues bien, para los tales, Agatón, si te
das la pena de reflexionar, verás que es absolutamente
necesario que tengan en el momento presente cada una
de las cualidades que tienen, lo quieran o no. Y entonces,
¿cómo podrían desear lo que ya tienen? Porque si alguno
sostuviese aún que estando sano desea estar sano, rico
siendo rico y que codicia los bienes que ya posee, le res­
ponderíamos: Tú, amigo, que gozas de salud, de riqueza
y de vigor, si aun deseas gozar de estos bienes es pensando
en el porvenir, puesto que en el presente, quiéraslo o no,
ya los posees. Es decir, considera si, cuando pretendes
desear lo que tienes, lo aue quieres decir no es lo siguien­
te: Quiero poseer también en lo venidero los bienes que
poseo ahora. ¿Y no te parece, Agatón, que estaría inme­
diatamente de acuerdo?
— ¡Evidentemente!—exclamó Agatón.
Sókrates siguió:
—Y amar una cosa de la que no se dispone todavía y
aun no se tiene, ¿no es desear que en lo sucesivo nos sea
asegurada sil posesión y la permanencia de esta posesión?
—Así me parece—dijo Agatón.
—Por consiguiente, en este caso, como en todo aquel
en que el objeto deseado es para el que experimenta el
deseo algo que aun no tiene a su disposición en el mo­
mento presente, es decir, algo que no posee, algo que
no es él mismo, algo de lo que está desprovisto, es hacia
esto que le falta por lo que experimenta deseo y amor.
EL BANQUETE 121

—Nada más verdadero—replicó Agatón.


—Recapitulemos entonces a propósito de lo que lleva­
mos dicho— añadió Sókrates—, los puntos sobre los que
estamos ya de acuerdo. Hemos reconocido: primeramen­
te que el amor se da respecto a tales o cuales objetos; en
segundo lugar, que estos objetos son aquellos de los que
actualmente se está desprovisto. ¿No es esto?
—Sí—replió Agatón.
—Pues bien, ahora acuérdate de los objetos sobre los
que has dicho en tu discurso que recae el amor. Yo mis­
mo te los recordaré, si te place. Si no me equivoco, has
asegurado que la concordia se había restablecido entre
los dioses gracias al amor hacia lo bello, puesto que amor
por lo feo no hay. ¿No es esto, poco más o menos, lo
que has afirmado?
—En efecto—dijo Agatón.
—Y con razón, amiguito— añadió Sókrates—. Y si ello
es así, Amor, ¿no será el amor de la belleza y no de la
fealdad?
Agatón convino en ello.
—¿Y no hemos reconocido que se ama aquello de que
se está desprovisto y que precisamente nos falta?
—Sí—dijo Agatón.
Luego Amor carece de belleza. No la posee.
—Forzoso es que así sea—concedió Agatón.
— ¿Y podrás pretender entonces que es hermoso aque­
llo que carece de belleza y que en modo alguno la posee?
—No, ciertamente.
—En este caso, ¿mantienes que Amor es bello?
—Mucho me temo, Sókrates, haber hablado sin saber
lo que decía.
—Y, por tanto, ¡qué discurso magnífico el tuyo! Pe­
ro aun quisiera preguntarte algo. ¿No te parece que las
cosas buenas son bellas al mismo tiempo? (91).
122 1
»> . A T Ó N

—Tal me parece, sí.


—Pues entonces, si Amor carece de hermosura, y pues­
to que la hermosura es inseparable de la bondad (92)
también carece de bondad.
—Reconozco, Sókrates—confesó Agatón—, que no soy
capaz de sostener una controversia contigo. No insistamos,
pues, y sean las cosas como tú dices.
— ¡No, amiguito, no!—exclamó Sókrates—. Es contra
la verdad contra quien no eres capaz de controvertir,
pues contra Sókrates no es difícil, créeme.
Pero te voy a dejar tranquilo y voy a repetiros el dis­
curso que sobre el Amor oí cierto día de boca de una
mujer de Mantineia, llamada Diotima (93), que era tan
versada en estas cuestiones como en otras muchas. Y la
prueba es que gracias a un sacrificio que consiguió que
ofreciesen los atenienses en otro tiempo, antes de la pes­
te (94), hizo retroceder diez años el estallido de la epi­
demia.
Pues bien, ella fue quien me instruyó en estas cosas
relativas al amor, y son sus palabras las que voy a tra­
tar de repetiros partiendo de los puntos sobre los que ya
estamos de acuerdo. Empezaré, pues, por explicar, como
tú has dicho, Agatón, primeramente la naturaleza y atri­
butos de Amor; en seguida, sus efectos.
Lo más fácil será, creo, repetiros nuestra conversación
del modo como la extranjera misma la condujo, propo­
niéndome diversas cuestiones (95). Por mi parte, yo la
decía, poco más o menos, lo que Agatón acaba de decir­
nos a nosotros: que Amor es un gran dios y que se aso­
ciaba siempre a lo bueno. Entonces fue cuando ella me
demostró, mediante las mismas razones que acabo de dar
a Agatón, que Amor ni es bello, como yo creía, ni bueno.
EL BANQUETE 123

—¿Cómo? ¿Qué dices, Diotima?—repliqué—. ¿Amor


es entonces feo y malo?
—No blasfemes—me dijo—. ¿Piensas que lo que no
es hermoso tenga que ser necesariamente feo?
—¡Claro!
—¿Crees asimismo, entonces, que lo que no es sabio es
ignorante? ¿No sabes que entre ciencia c ignorancia exis­
te un término medio?
—¿Cuál?
—Las opiniones verdaderas, que no se pueden justifi­
car. Porque, ¿cómo una cosa que no se puede justificar
podría ser cierta? Por otra parte, ¿cómo podría ser ig­
norancia lo que posee la verdad, aunque sea por casua­
lidad? Luego el juicio acertado es algo como intermedio
entre ciencia e ignorancia.
—Tienes razón— dije.
—Por consiguiente, no deduzcas forzosamente que lo
que no es bello es feo, y malo lo que no es bueno. Y este
es el caso de Eros. No creas, por consiguiente, que por­
que no sea hermoso ni bueno, como tú mismo reconoces,
haya de ser necesariamente feo y malo, sino algo inter­
medio entre ambos extremos.
—Sin embargo—respondí—, todo el mundo reconoce
que es un gran dios.
—Cuando dices todo el mundo, ¿te refieres solamente
a los ignorantes, o también a los sabios?
—A unos y otros—contesté; a lo que me respondió
riendo:
—¿Y cómo, Sókrates, podría ser reconocido como un
gran dios por aquellos para quienes ni tan siquiera es
dios?
—¿A quiénes te refieres?—le pregunté.
—A ti, el primero; a mí, además.
—Pero, ¿qué dices?—la pregunté.
—Nada que no pueda probarte fácilmente—me con-
124 PLATÓN

testó— . Dime, ¿no estás convencido de que todos los


dioses son bellos y dichosos? ¿O te atreverías a afirmar
que haya uno tan siquiera que no lo sea?
— ¡No, por Zeus!—respondí.
—¿Y acaso los que tú llamas dichosos no son los que
poseen las cosas buenas y bellas?
—Por supuesto.
— ¿Pero no acabas de reconocer que Amor, precisamen­
te por carecer de cosas buenas y bellas, las desea?
—En efecto, lo he reconocido—la repliqué.
—¿Cómo podría entonces ser dios quien no tiene parte
ni en las cosas bellas ni en las buenas?
—Cierto qup en modo alguno, a lo que parece— dije.
—Luego ya ves cómo tú tampoco tienes a Amor por
un dios.
—¿Qué podría ser en tal caso?—repliqué— . ¿Un mor­
tal quizá?
— ¡Ni mucho menos!—;me dijo.
—¿Entonces...?—la pregunté.
—Como las cosas de que acabo de hablar, un inter­
medio entre lo mortal y lo inmortal.
—¿O sea, Diotima...?
—Un gran demonio, Sókrates. Y como todo lo demo­
níaco, intermedio entre los dioses y los mortales (96).
— ¿Y cuál es—dije—el papel de un demonio?
—Interpretar y transmitir a los dioses lo que viene de
los hombres y a éstos lo que procede de los dioses. Los
ruegos y sacrificios de unos; las órdenes y recompensas
por los sacrificios, de los otros. Colocado entre éstos y
aquéllos, llena la distancia que les separa y es el lazo que
une las partes del gran Todo. Y de lo demoníaco pro­
cede cuanto respecta a la adivinación y al arte de los
sacerdotes en lo que toca a los sacrificios, las iniciaciones
y los encantamientos, así como a los vaticinios v ™
general, a la magia, Los dioses no se mezclan
EL BANQUETE 125

hombres (97), y es por mediación de un demonio (98)


como conversan y se relacionan con ellos, ora durante la
vigilia, ya durante el sueño. Por eso el que es sabio en
estas cosas es demoníaco, mientras que el que es hábil en
otras artes u oficios no es sino un artesano. Por supuesto,
de estos demonios hay muchos y de todas clases. Y uno
de ellos es Amor.
—¿De qué padre y de qué madre—la pregunté—ha
nacido?
—-Es un poco largo de referir—me replicó Diotima—
No obstante, voy a decírtelo. Cuando nació Afrodite (99),
los dioses celebraron un festín, y entre ellos estaba Po­
ros (100), el hijo de Metis (101). Y sucedió que, acabado
el banquete, Penia (102), queriendo aprovecharse de la
mucha abundancia que había habido, se puso a la puer­
ta con intención de mendigar. Ahora bien. Poros, borra­
cho de néctar (el vino no existía aún), salió al jardín de
Zeus y, amodorrado a causa de la bebida, se quedó dor­
mido. Entonces Penia, sabiendo que para la indigencia
raramente la ocasión es propicia, pensó aprovechar la que
se le ofrecía, con objeto de tener un hijo de Poros (103).
Y acostándose junto a él concibió a Eros. Ve, pues, có­
mo Amor vino a ser el compañero y servidor de Afrodite
a causa de haber sido engendrado el día mismo del naci­
miento de la diosa. Sin contar que por naturaleza se in­
clina a amar lo bello, y Afrodite es bella.
Siendo, por consiguiente, hijo de Poros y de Penia,
Amor ha recibido ciertamente cualidades de uno y otra.
Desde luego, siempre es pobre, y lejos de ser delicado y
bello, como generalmente se suele creer, es rudo, seco,
marcha descalzo, no tiene cobijo, juerme siempre a cam­
po raso, su casa es la dura tierra, su refugio de noche las
puertas y los caminos. Es decir, de naturaleza como su
madre, con ella comparte eternamente su vida de indi-
126 PLATÓN

gencia. Mas como, por otra parte, tiene también de su


padre, siempre está en acecho de cuanto es bueno y be­
llo; es viril, resuelto, ardiente, cazador sin igual, maqui-
nador infatigable de astucias, apasionado de invenciones,
fértil en expedientes, filósofo a cada paso, brujo incompa­
rable, mago y sofista. Añadiré que por naturaleza no es
ni mortal ni inmortal. Ahora bien, ora en un mismo día
estará floreciente, lleno de vida y nadando en la abun­
dancia; ora morirá para renacer de nuevo gracias a la
naturaleza que tiene de su padre. Lo que sus artes le
procuran escápasele sin cesar, de modo que jamás está ni
en la indigencia ni en la opulencia. E igualmente a medio
camino se halla entre el saber y la ignorancia. Y la razón
de esto último hela aquí: Entre los dioses, ninguno hay
que se ocupe de filosofar ni que esté ávido de adquirir
30 of 46

el saber, puesto que ya lo posee (en general, cuando se es


sabio no se filosofa). Mas, por otra parte, los ignorantes
tampoco filosofan ni desan llegar a ser sabios, pues la
verdadera desgracia de la ignorancia consiste en que,
pese a carecer de belleza, de bondad y de conocimientos,
cree estar, por el contrario, suficientemente provista de
todo. Y, claro, cuando no se cree carecer de una cosa no
se la desea.
—¿Quiénes son, entonces, Diotima—la pregunté— , los
que filosofan, si no son ni los sabios ni los ignorantes?
—Un niño—me respondió—adivinaría que son los que
están entre unos y otros. Y Amor pertenece a ellos. En
efecto, como la ciencia está entre las cosas más bellas, y
Eros tiene lo bello como objeto de su amor, preciso es
que sea filósofo y, por ello, que ocupe el lugar intermedio
entre el sabio y el ignorante. Y si tal ocurre es a causa de
su nacimiento, ya que su padre es sabio y lleno de recur­
sos, mientras que su madre no sólo carece de éstos, sino
de ciencia. Ve, pues, querido Sókrates7 cuál e§ Iq natura-
EL BANQUETE 127

ir.M de este demonio. Claro que nada de particular tiene


que tu representases a Amor tal cual lo hacías. Imaginabas,
•Mpnn puedo deducir de tus palabras, que Amor es el ob-
ero amado en vez del sujeto amante. Y por ello, si no
rre equivoco, le suponías bello, delicado, perfecto y ven­
turoso. Pero lo amante tiene un carácter enteramente dis­
anto y tal cual te lo acabo de exponer.
Y o añadí entonces:
—Continuemos, pues, ¡oh extranjera que dices tan lin­
das cosas! Siendo tal y cual acabas de manifestar la natu­
raleza de Amor, ¿qué servicios presta a los hombres?
—Esto es precisamente, Sókrates, lo que voy a inten­
tar enseñarte ahora. Conoces la naturaleza y origen de
Amor, como conoces y aseguras que se inclina hacia las
cosas bellas; ahora bien, si nos preguntasen: ¿Por qué,
Sókrates y Diotima, amor es la inclinación hacia las co­
sas bellas? O más claramente aún: Amando las cosas be­
llas, ¿qué quiere el que las ama?
—Que acaben por ser suyas—respondí.
—Tu respuesta—dijo ella—reclama otra pregunta, que
es la siguiente: ¿Qué es lo que tendrá aquel que posea las
cosas bellas, una vez que las posea?
Contesté que no podía responder de buenas a primeras
a semejante pregunta..
—Pues supon—dijo— que en vez de la palabra bello
te pusiesen la palabra bueno y te preguntasen: Vamos a
ver, Sókrates, cuando se ama las cosas buenas se quiere,
¿no es esto? Pero, ¿qué se quiere?
—Poseerlas—respondí—. Que acaben por ser nuestras.
—¿Y qué tendrá aquel que posee las cosas buenas?
—La respuesta ahora es más fácil: Tendrá la felicidad.
Seiá dichoso.
128 PLATÓN

En efecto— dijo ella— , en la posesión de las cosas bue- |


ñas es en lo que consiste la felicidad. Luego ya no hay f
necesidad de preguntar por qué desea ser dichoso aquel
que lo desea. Hemos llegado al término de la cuestión, si
no me equivoco.
—Así es—dije.
—Pero este deseo y este amor, ¿son, a tu juicio, comu­
nes a todos los hombres? ¿Desean todos poseer siempre lo
que es bueno? ¿Qué te parece a ti?
—Pienso—repliqué— que son comunes a todos los hom­
bres.
—¿Y por qué entonces, Sókrates, puesto que todos los
hombres aman, e incluso las mismas cosas, no afirmamos |
que, en efecto, todos aman, y en cambio lo decimos de
unos y de otros no?
—También yo me admiro de esto— respondí.
— Pues deja de admirarte—me dijo— , teniendo en cuen­
ta que sólo es a una especie particular de amor a la que
reservamos , este nombre, dándole la apelación del género
entero. Para las otras especies empleamos otras palabras.
—Helo aquí: La palabra poesía. Esta palabra, como
—Ponme un ejemplo—la dije,
sabes, representa muchas cosas. En general, llámase poe­
sía la causa que hace pasar las cosas del no ser a la exis­
tencia (104), y por ello las creaciones en todas las artes
son poesía, y los artistas que las hacen, poetas.
—Cierto— dije.
—No obstante, bien ves que no se les llama poetas,
simCque reciben otros nombres, y que tan sólo una parte
separada del conjunto de la poesía, la relativa a la mú­
sica y a la métrica (105), es denominada con el nombre
del género entero, ya que únicamente ella es llamada poe­
sía y poetas quienes la cultivan.
EL BANQUETE 129

—Tienes razón—aprobé.
—Pues lo mismo ocurre con el amor. En general, to­
da aspiración hacia las cosas buenas y hacia la dicha es lo
que constituye para todos “el muy poderoso y astuto Amor”
(106). Pero entre las muchas maneras que hay de darse
al amor, no todos los que las practican son llamados
enamorados ni se dice que aman; tales, por ejemplo, los
que sólo buscan el dinero, los que se dedican a los ejer­
cicios físicos o los que se dan a las ciencias. Mientras
que hay una especie particular de amor cuyos adeptos y
sectarios son los que reciben el nombre del género entero,
y es de ellos de los que se dice que aman y a quienes se
da el nombre de enamorados.
—Pudieras tener mucha razón en esto que dices—re­
pliqué.
—Claro que suele decirse también—continuó— que
amar es buscar la mitad de sí mismo (107). Pero yo creo,
querido, que amar no es buscar ni la mitad ni el todo de
sí mismo, si esta mitad y este todo no son buenos. Y la
prueba es que los hombres consienten en dejarse cortar
los pies o las manos cuando estas partes de sí mismos les
parecen malas. O sea que no es, si mucho no me equivo­
co, por lo que le pertenece por lo que cada uno se inte­
resa, a menos de llamar bueno aquello que nos es propio y
malo, por el contrario, lo que nos es extraño. Y de tal
modo es cierto, que, salvo lo que es bueno, nada hay
para los hombres objeto de amor. ¿O es que tú juzgas las
cosas de otro modo?
—¡No, por Zeus!—repliqué.
—Por consiguiente, y una vez esto sentado— añadió— ,
¿no podrá decirse simplemente que los hombres aman lo
que es bueno?
—Así lo creo—afirmé.
PLATÓ N .— 5
130 PLATÓN

—¿Y no se podrá añadir que además aman que lo bue­


no les pertenezca?
—En efecto, habrá que añadirlo—dije.
—¿Y no solamente que les pertenezca, sino que les
pertenezca siempre?
—También.
—Luego el amor, en suma—dijo—, es el deseo de po­
seer siempre el bien.
—Nada más exacto—respondí.
—Si, pues, el amor—siguió ella—es, en general, el
amor del bien, ¿cómo y en qué condiciones se aplica el
nombre de amor a la pasión y al ardor de los que per­
siguen la posesión del bien? ¿Qué es en realidad esta ac­
ción especial? ¿Serías capaz de decírmelo?
—Si yo lo supiese, Diotima—la repliqué— , no estaría
32 of 46

en admiración ante tu sabiduría ni frecuentaría tu casa


con objeto de instruirme en estas cuestiones.
—Pues, entonces—siguió, voy a decírtelo: Es el alum­
bramiento en la belleza, tanto con el cuerpo como con
el espíritu.
—Para comprender lo que dices haría falta ser adivino,
y yo no lo soy—añadí.
—Voy a hablarte entonces con más claridad—dijo— .
Todos los hombres son fecundos, Sókrates—siguió— . Fe­
cundos no solamente de cuerpo, sino de espíritu. Y cuan­
do se está en la edad necesaria, nuestra naturaleza siente
el deseo de engendrar. Pero no puede engendrar en lo feo.
No puede hacerlo sino en lo bello. En efecto, la unión del
hombre y de la mujer es un verdadero alumbramiento en
el que hay algo de divino, puesto que gracias a la fecun­
dación y a la generación el ser mortal participa de la in­
mortalidad. Ahora bien, imposible es que ambas cosas ten­
gan lugar en lo discordante, y discordancia hay siempre
entre lo feo y lo divino, mientras que con lo bello, al con-
EL BANQUETE 131

trario, concuerda. La Belleza es, pues, para la generación


Moira y Eleitiia (108). Por ello, cuando el ser deseoso de 1
procrear se acerca a lo bello, tórnase gozoso y en su ale- \
gría siente un desvanecimiento delicioso que le hace de- 1
rramarse, y entonces alumbra y procrea. Cuando, por el
contrario, aproxímase a lo feo, enfurruñado y triste se en­
cierra en sí mismo, se envuelve, se repliega y no procrea.
Y al guardar el fardo pesado de su fecundidad, sufre. Y
de aquí el enajenamiento de que es atacado el ser fecundo
y lleno de savia en presencia de la belleza que va a librarle
del insufrible tormento que es el deseo. Es decir, que el
objeto del amor, Sókrates, no es— siguió Diotima—lo be­
llo, como imaginas...
—¿Qué es entonces?
—La generación y el alumbramiento en lo bello (109). -■
—¿De veras?—pregunté.
—De veras—me respondió— . ¿Y por qué procrear pre­
cisamente? Pues porque la procreación es para los mor­
tales el medio de participar en lo inmortal y eterno. Ahora
bien, siendo el deseo de inmortalidad inseparable del de­
seo del bien, según hemos convenido, desde el momento
en que el amor es el deseo de la posesión perpetua del
bien, forzoso es que el objeto del amor sea también el de­
seo de inmortalidad.
Todo cuanto acabo de decir me lo enseñaba ella ha­
blándome del amor. Y cierto día me hizo la siguiente
pregunta:
—¿Cuál es a tu juicio, Sókrates, la causa de este amor,
de este deseo? ¿No has observado la particular disposición
que sobrecoge a todos los animales, tanto a los que vue­
lan como a los que andan, cuando son atacados de ese de­
seo de engendrar? ¿Cómo están enfermos y poseídos por
el amor, primero, en el momento de acoplarse, y al punto
cuando es preciso alimentar a su progenie? ¿Cómo están
132 PLATÓN

dispuestos a defenderla incluso los más débiles contra los


más fuertes y a morir por ella? ¿Cómo se dejan atormen­
tar por el hambre con tal de sustentarla, y cómo están
preparados a todos los sacrificios que redundan en su pro­
vecho? Por supuesto— siguió—, cuando se trata de hom­
bres, pudiera creerse que es la reflexión lo que les hace
obrar de esta manera; pero si nos fijamos en los anima­
les. ¿cuál es la causa de esta disposición amorosa? ¿Se­
rías capaz de decírmelo?
Tuve que declarar una vez más mi ignorancia. Enton­
ces ella continuó:
— ¿Y piensas llegar a ser alguna vez perito en estas
cuestiones de amor ignorando todas estas cosas?
—Precisamente porque deseo conocerlas, Diotima, te
lo repetiré aún—la dije— , es por lo que vengo a ti, con­
vencido de cuán necesitado estoy de tus lecciones. Dime,
pues, la causa de estos fenómenos, así como los demás
efectos del amor.
—Pues bien—me replicó— , si estás perfectamente con­
vencido de que el objeto del amor es por naturaleza aquel
del que hablábamos, y sobre el cual ya hemos estado de
acuerdo varias veces, deja de admirarte como te admiras,
considerando que ahora, como antes, de continuo aparece
el mismo principio según el cual la naturaleza mortal bus­
ca siempre que le es posible la perpetuidad y la inmorta­
lidad. Ahora bien, el único medio posible para ella es la
generación. Es decir, dejando siempre un individuo más
joven en sustitución de otro más viejo. Es más: aun du­
rante el tiempo en que cada animal es considerado como
vivo e idéntico a sí mismo o sea desde su infancia a su
vejez, aunque se suele decir que es el mismo, jamás per­
sisten en él los mismos elementos (110), sino que sin cesar
se renueva y se despoja, tanto en sus cabellos, en su car­
ne, en sus huesos, en su sangre y en todo su cuerpo, como
EL BANQUETE 133

en su alma. Inclinaciones, carácter, opiniones, pasiones.,


placeres, penas, temores, jamás cada una de estas cosas
permanece invariable en nosotros, sino que unas mueren
y otras nacen (111).
Y lo que hay de más extraño es que hasta nuestros
mismos conocimientos, ora nacen, ora se pierden, de mo­
do que jamás somos tampoco en este respecto los mis­
mos. Es más: cada conocimiento aislado está sujeto a
estos cambios. Y la prueba es que el rememorar no indica
sino que lo que sabemos se nos escapa.
En efecto, el olvido es la pérdida de un conocimiento.
Por el contrario, el estudio, creando en nosotros un re­
cuerdo nuevo en lugar del que desaparece, salva al cono­
cimiento y hace que parezca ser el mismo.
De este modo se salvaguarda todo lo mortal. Claro que
no permaneciendo siempre exactamente lo mismo, cual
le ocurre a lo divino, sino dejando siempre, en lugar del
individuo que se va y envejece, uno nuevo que se le ase­
meja. Y es por este medio, Sókrates—siguió— , como lo
que es mortal, tanto el cuerpo como lo demás, participa
de la inmortalidad. En lo que a lo inmortal respecta, el
asunto es diferente. No te extrañe, pues, que cada ser se
preocupe naturalmente de lo que de él procede si tienes
en cuenta que es con vistas a la inmortalidad por lo que
cada ser ha recibido como algo inseparable de él este celo
y este amor (112).
Al oír tales propósitos no pude menos de decirla, lleno
de admiración:
— ¡Magnífico, oh sapientísima Diotima! Pero, ¿es que
las cosas son realmente tal y cual tú las dices?
Entonces ella siguió con tono profundamente doctoral:
— ¡Que no te quepa sobre ello la menor duda, Sókra­
tes! Y la prueba es que si te fijas, por ejemplo, en la am­
bición de los hombres, convencido quedarás de su insen-
134 PLATÓN

satez, a menos de penetrarte bien de lo que acabo de de­


cirte y de pensar en el singular estado en que los pone
el deseo de labrarse un nombre, asegurándose con ello
para siempre una gloria perdurable. Este deseo, más aún
que el amor hacia sus hijos, es el que les hace disponerse
a desafiar todos los peligros, a gastar sus bienes, a sopor­
tar todas las fatigas e incluso a sacrificar sus vidas. Pues
de otro modo— siguió— , ¿crees que Alkestis hubiera
muerto por Admeto, que Aquiles se hubiese sacrificado
por vengar a Patroklos ni que vuestro Kodro (113) hu­
biese corrido a buscar la muerte con tal de asegurar el
trono de sus hijos? De no haber ansiado poder dejar de
su valor el recuerdo inmortal que de ellos guardamos, ¿lo
hubiesen hecho? ¡Ni mucho menos! Es más—añadió— ;
creo no engañarme asegurando que es en vista de una
alabanza inmortal y de una fama como la de los anterio­
34 of 46

res, por lo que los hombres se someten a todos los sacri­


ficios, y ello tanto más voluntariamente cuanto mejores
son. ¡De tal modo aman más que otra cosa la inmorta­
lidad!
Ahora bien—siguió— , aquellos cuya fecundidad reside
en el cuerpo, vuélvense de preferencia hacia las mujeres
y su manera de amar consiste en procrear hijos, con ob­
jeto de asegurar la inmortalidad, la supervivencia de su
nombre y la dicha durante un porvenir que se figuran eter­
no. En cuanto a aquellos cuya fecundidad reside en el
alma porque los hay—prosiguió—, que son aún más fe­
cundos de alma que de cuerpo respecto a todo aquello
que al alma pertenece en cuanto a ser fecunda y engen­
drar, ¿qué engendran? Pues los pensamientos y demás ex­
celencias de las que son padres, sin duda alguna, los poe­
tas, y entre los hombres de oficio, aquellos que gozan del
dón de la invención.
Por cierto, la parte más importante y hermosa del pen-
P l BANQUETE 135

samiento—añadió— es la que se relaciona con el gobierno


de las ciudades y de toda la comunidad. Parte que recibe
el nombre de sabiduría práctica y de justicia.
Pues bien, cuando el alma de un hombre lleva desde
su infancia los gérmenes de estas virtudes, este hombre
divino, al llegar a la edad necesaria, siente el deseo de
producir y de engendrar también y va por todas partes
en busca de la belleza con objeto de engendrar en ella,
ya que en lo feo jamás lo haría. Y empujado por este de­
seo, lánzase hacia los cuerpos hermosos de preferencia
a los que no lo son,' y, de encontrar un alma bella, gene­
rosa y bien nacida, es seducido enteramente por tal con­
junto de hermosura. Es decir, que en presencia de fall*'
criatura siente que acuden a su mente toda clase^de pro-\ <
pósitos sobre la virtud y sobre los deberes y ocupacio- \
nes del hombre de bien, y empieza a instruirla. Y en efec- 1
to, gracias al contacto y frecuentación de la belleza, en- j
gendra. y cría todas las cosas de que su alma estaba, llena
desde hace tanto tiempo. Y presente y ausente piensa en
ella, y con ella consigue madurar tan perfectamente los
frutos de su unión, que acaba por unirles una comunión
más íntima y por atarles una amistad más fuerte que la
que nos liga a nuestros propios hijos. Y ello precisamente
porque tal pareja tienen en común, además del afecto más
sólido, los más hermosos y más imperecederos de los hi­
jos. De tal modo, que no hay uno que no desearía tener
una posteridad semejante, de preferencia a la que procura
la generación humana, cuando volviendo los ojos hacia
Homeros, Hesiodos o hacia cualquiera de los buenos poe­
tas, admira con envidia los descendientes que dieron a
luz y dejaron tras de sí (114). Descendientes capaces, por
ser inmortales, de conferir a los padres que les hicieron
nacer, su inmortalidad y su gloria.
Y lo mismo podría decirse— siguió—recordando los hi-
136 PLATÓN
I
jos que Likourgos (115) legó a los lacedemonios, para el
mayor bien de su país, y hasta podría añadirse que para
el de toda la Hélade. Como entre vosotros es honrado «
Solón (116), a causa de las leyes de las que fue padre, y
otros muchos, en diferentes países griegos o bárbaros, a
causa siempre de haber producido variedad de obras mag­
níficas y procreado toda suerte de virtudes. Y la prueba
es que para tales hombres, y en atención a sus hijos es­
pirituales, han sido instituidos diversos templos, mientras
que nadie hasta ahora obtuvo honores semejantes en ra­
zón a los hijos que procreó con una mujer.
En todas estas cosas, es decir, en todos estos miste­
rios del amor, tú mismo, Sókrates, puedes envidentemen-
te ser iniciado. Mas en lo que respecta al último grado,
a la contemplación (117), que constituye el término de
-cuantos siguen la buena vía, no sé si serás capaz de lle­
gar. Por supuesto—siguió—, yo continuaré instruyéndote
con todo celo. Trata, pues, por tu parte, de seguirme si
te es posible.
Todo aquel que desee llegar a tal término por la bue­
na vía habrá de orientarse desde su primera juventud ha­
cia la belleza corporal, y desde luego, de estar bien diri­
gido, no amará sino a un solo cuerpo hermoso, y a causa
de ello engendrará bellos discursos. Luego observará que
la hermosura de un cuerpo cualquiera es hermana de la
que se da en todo otro. Pues evidentemente, de bus­
car tan sólo la hermosura exterior, torpe haría falta ser
para no ver que la belleza de todos los cuerpos es una y
la misma. Una vez convencido de esta verdad, deberá
f -- - c
Y'' hacerse amante de todos los cuerpos hermosos, abando-
{ nando el amor excesivo que tenía por uno solo, cual cosa
] ésta de poco valor y que únicamente desdén merece. Al
. ff punto, preciso será que empiece a considerar la belleza
¿ / I de las almas como más preciosa que la de los cuerpos. De -’
' 4
EL BANQUETE 137

tal modo que un alma hermosa, incluso si anida en un


cuerpo medianamente atrayente, le bastará para ganar su
devoción y sus cuidados, para hacerle engendrar bellos
discursos y para obligarle a buscar todo lo capaz de tor­
nar mejor a la juventud. Lo anterior le empujará a con­
siderar la belleza que existe en las acciones y en las nor­
mas de conducta. A ver que esta belleza en toda circuns­
tancia es siempre semejante a sí misma, y por ello, a
considerar como poca cosa la belleza de los cuerpos. De^7
las acciones de los hombres pasará a las ciencias y reco- (
nocerá también su hermosura. De este modo, y habiendo j
alcanzado un panorama más extenso de la belleza, no vol­
verá a aferrarse ya a la hermosura de un objeto solo y
dejará de amar con sentimientos estrechos y mezquinos
de esclavo, ora a un niño, ora a un hombre, o bien una
sola ocupación. Vuelto entonces hacia el vasto océano de
la Hermosura, pudiendo contemplar sus múltiples aspee- •
tos, engendrará sin cesar sólidos y magníficos discursos
y los pensamientos le brotarán abundantemente en virtud
de su amor a la sabiduría. Hasta que al fin, su espíritu j
fortificado y engrandecido, vislumbre una ciencia única, ;
que es la ciencia de lo Bello, de la que voy a hablar. Tra­
ta, pues, de prestarme toda la atención de que seas capaz.
Aquel al que hayan guiado hasta aquí por el camino
del amor, tras haber contemplado en su gradación regular
las cosas bellas, al llegar al término supremo verá de
pronto una hermosura de naturaleza maravillosa. Es de­
cir, Sókrates, la que constituía el fin de todos sus traba­
jos anteriores. Belleza eterna que no conoce ni el naci­
miento ni la muerte. Que no sufre aumento ni disminución.
Belleza que no es hermosa de un lado y fea del otro; en
ocasiones bella y en otras fea; hermosa bajo un aspecto y
fea’bajo otro; bella en tal lugar y fea en sitio distinto; her-
mosa para éstos y lo contrario para aquéllos. Belleza que
no se presentará a sus ojos como una cara o como unas
manos. Ni en forma corporal. Ni como un razonamiento.
Ni como una ciencia. Ni como algo que existe en otro;
por ejemplo, en un animal, en la Tierra, en los cielos o
en cualquier otra cosa. Sino belleza que, por el contrario,
existe en sí misma y por sí misma. Simple y eterna. De la
que participan todas las demás hermosuras de tal manera,
que su nacimiento o su muerte no la ocasionan aumento ?
ni disminución o alteración de cualquier clase.
( Cuando hemos sido elevados de las cosas sensibles gra-
; cías a un amor bien entendido de los jóvenes, hasta esta
! belleza, y se comienza a vislumbrarla, entonces podemos
decir que estamos alcanzando su fin. Pues la verdadera
; vía del amor, ora la emprendamos ñor nosotros mismos,
j bien nos deiemos conducir hasta ella, consiste en partir
de las bellezas sensibles, ascendiendo sin cesar hacia esta
i belleza sobrenatural, pasando como por escalones de un
Vcuemo hermoso a dos. de dos a todos; luego, de los cuer­
nos hermosos a las bellas acciones; en seguida, de las be­
llas acciones a las ciencias asimismo bellas; hasta Ucear
desde las ciencias a esta ciencia suDrema, que no es otra
cosa que la ciencia de la Belleza absoluta, con objeto de
conocer, en fin, lo Bello tal cual es en sí.
Si la vida vale alguna vez la pena de ser vivida, que­
rido Sokratcs— dijo aún la extranjera de Mantineia— , es
en este momento en que el hombre contempla la Belleza
en sí. Y si alguna vez alcanzas tú a verla, /.qué te pare­
cerán junto a ella el oro. los lujos, los niños hermosos y
los jóvenes cuva presencia tanto a tí como a otros turba
hov de tal modo que, con tal de ver a vuestros amados v
. _ vivir junto a ellos sin dejarlos, consentiríais, de ser posi­
ble, en privaros de beber y comer, pues vuestro mayor de­
seo es permanecer a su lado?
EL BANQUETE 139

Piensa, pues—acabó— , qué dicha no sería para un


hombre poder \er lo Bello en sí mismo. La Belleza pura,
simple y sin mezcla. Y contemplar en vez de una belleza
cargada de carne, de colores y de otras cien inutilidades
perecederas, la Belleza divina en sí misma, bajo su forma
única.
Siendo así las cosas, Sókrates, ¿crees que sea una vida
trivial la de un hombi s que alzando sus miradas hacia lo
alto contemple la Belleza con el órgano apropiado (118)
y viva unido a ella? ¿No te parece que viendo de este mo­
do lo Bello gracias al órgano mediante el cual es visible,
será el único que pueda engendrar, no fantasmas de vir­
tud, sino virtudes verdaderas por estar en contacto con
la Verdad?
Pues bien, a quien engendra y nutre la verdadera vir­
tud es a quien corresponde ser amado de los dioses, y si
posible es a un hombre llegar a ser inmortal, serlo él cier­
tamente.
He aquí, Faidros, y vosotros todos los que me escu­
cháis, lo que me dijo Diotima. Y como sus palabras me
convencieron, yo, a mi vez, trato de convencer a los de­
más de que para adquirir tal bien, difícilmente encontra­
ría la naturaleza humana un auxiliar mejor que Amor. Y
he aquí por qué proclamo que todo hombre debe honrar
a Eros, por qué yo mismo le honro, y la causa de que me
entregue particularmente a su culto. En fin, la razón de
por qué recomiendo a los demás que alaben como yo ala­
bo el poder y la virilidad del amor del mejor modo que
me es posible hacerlo. Y este es el discurso, Faidros, que
puedes considerar, si gustas, como un elogio del Amor o,
en definitiva, como te plazca denominarle.
Todos alababan a Sókrates por haber hablado como
acababa de hacerlo, y Aristófanes trataba de hacerse oír
i'ij PLATON

para replicarle, pues según decía, Sókrates le había hecho


alusión en un pasaje de su discurso (119), cuando de
pronto sonó la puerta exterior del patio golpeada por una
banda de juerguistas que llegaban acompañados por una
tocadora de flauta, cuyas voces llegaron hasta ellos.
Agatón dijo entonces:
— ¡Esclavos! ¡Corred a ver qué pasa! Si se trata de ami­
gos nuestros, invitadles a pasar. De otro modo, decidles
que liemos acabado ya de beber y que estamos descan­
sando.
Instantes después oíase en el patio la voz de Alkibíades
que, muy bebido, gritaba hasta desgañitarse preguntando
que dónde estaba Agatón y exigiendo que le llevasen junto
a él. A poco, y sosteniéndole entre la flautista y varios de
sus acólitos, nos le trajeron. Y le vimos aparecer en el
umbral de la puerta coronado con una enorme guirnalda
de yedra y violetas y toda la cabeza recubierta de cintillas.
— ¡Salud, amigos!—dijo— . ¿Queréis admitir a beber
entre vosotros a un hombre que ya lo ha hecho abundan­
temente, o será preciso que nos marchemos después de
coronar a Agatón, que es el objeto de nuestra visita? Por­
que ayer—añadió—no estaba en condiciones de ir a la
fiesta, pero hoy heme aquí con estas cintillas sobre la ca­
beza destinadas a engalanar la del hombre que proclamo
el más sabio y el más hermoso (120). ¿Os reiréis de mí
pretextando que estoy borracho? ¡Bah! Sin cuidado me
tiene, pues en todo caso seguro estoy de que digo la ver­
dad. Conque respondedme: ¿entro o no? Lo que pretendo
ya lo sabéis. Ea, ¿beberéis o no beberéis conmigo?
Una aclamación unánime le invitó a entrar y a sentarse
a la mesa.
Entonces, el propio Agatón le llamó y le vimos llegar
EL BANQUETE 141

sostenido por sus compañeros y despojarse de sus cintillas


para coronar con ellas a Agatón. Como le caían por los
ojos, no vio a Sókrates y se sentó junto a Agatón, entre
él y Sókrates, que habíase apartado para hacerle sitio con
objeto de que Agatón pudiera ayudarle a sentarse. Una
vez hecho esto, abrazó a Agatón y le coronó.
— ¡Esclavos!—dijo entonces Agatón—, descalzad a Al-
kibíades para que pueda ser el tercero en este lecho entre
nosotros dos.
—Muy bien—replicó Alkibíades— ; pero, ¿quién está
ya contigo, si yo he de ser el tercero? (121).
Y diciendo esto se volvió y vio a Sókrates. Al punto, y
sin poder reprimir un movimiento de sobresalto, exclamó:
— ¡Herakles me proteja! ¿Sókrates qué? ¡Buena la he
hecho! ¿Ya estás tendiéndome de nuevo una celada, se­
gún tu costumbre de presentarte de pronto allí donde me­
nos espero encontrarme contigo? ¿Qué has venido a hacer
aquí, dime? ¿Y por qué estás precisamente en este sitio?
Evidentemente, no has ido a sentarte junto a Aristófa­
nes (122) o junto a algún.otro burlón ya acreditado o que
pretenda serlo. Por el contrario, te las has arreglado para
acomodarte junto al joven más hermoso que hay en la
reunión, ¿verdad?
—Agatón—dijo Sókrates—, procura defenderme si te
es posible, pues el amor que siento por este hombre me
pone en los mayores apuros. En efecto, desde que le amo,
imposible me es echar una mirada ni dirigir la palabra a
ningún joven hermoso, pues si tal hago, celoso y lleno de
envidia, me suscita escenas terribles, me insulta y tan sólo
a duras penas puede contenerse para no maltratarme. Ve,
pues, de que ahora no se entregue a tales violencias y tra­
ta incluso de reconciliarnos. De modo que si no quieres
142 PLATÓN

que sea víctima de sus furores, defiéndeme, ya que tanto


estos furores como su amor me causan un miedo indecible.
—¿Reconciliación entre tú y yo?—replicó Alkibíades—,
¡Imposible! En cuanto a esta nueva pulla de ahora, ya me
la pagarás otro día. Mas por el momento, devuélveme,
* Agatón, algunas de las cintillas para que me sea po­
sible coronar también la maravillosa cabeza de este hom­
bre, con objeto de que no pueda reprocharme haberte
coronado a tí y haberle olvidado a él. A él, que vencedor
sale siempre de los demás con sus discursos. Es decir, no
solamente como tú anteayer, sino en todas las ocasiones.
Y dicho esto, cogió unas cuantas cintillas, coronó con
ellas a Sókrates y luego se acomodó en el lecho. Una vez
hecho, siguió:
38 of 46

—Pero ¿qué ocurre, amigos? Diríase que no sois los de


costumbre. ¿Pensáis que esta sobriedad os va a ser permi­
tida? ¡Ea! Hay que beber. Ya sabéis que esto es lo que
está convenido. Por consiguiente, mientras que no estéis
en buen punto, me escojo yo mismo como rey del festín.
Agatón, que me traigan, si la hay, una copa muy grande.
Mas, ¿qué digo? No hace falta. Acércame, esclavo—siguió,
viendo un vaso que tenía más de ocho cotilos de cabida—,
ese cubo para refrescar ánforas (123).
Y haciendo que le llenasen, lo vació el primero. Luego
mandó que le colmasen de nuevo para Sókrates, y añadió:
—En lo que a Sókrates atañe, inútil andar con melin­
dres: beberá tanto cuanto se nos antoje, sin llegar por ello
a emborracharse.
Habiendo servido el esclavo, Sókrates empezó a beber.
Entonces dijo Erixímachos:
—¿Y qué vamos a hacer, Alkibíades? ¿Vamos a estar-
EL BANQUETE 143
nos así, las copas en las manos, sin conversar ni cantar?
¿Bebiendo solamente, cual si nos atormentase la sed?
—Erixímachos—replicó Alkibíades—, hijo excelente de
un padre, no sólo de todo punto excelente también, sino
sobrísimo, ¡salud!
—También yo a ti te la deseo, pero, lo repito, ¿qué va­
mos a hacer?
—Lo que tú ordenes, ya que es preciso que te obedez­
camos, pues “un médico vale por muchos hombres” (124).
Prescribe, por consiguiente, lo que te plazca.
-—Escucha—dijo Erixímachos— : Antes de tu llegada
habíamos decidido que cada uno de nosotros, por turno,
empezando por la derecha, hablaría sobre el Amor, ha­
ciendo lo mejor que supiese un discurso en alabanza del
dios. Cumpliéndolo, hemos hecho cada uno uso de la pa­
labra. Por consiguiente, puesto que ya has bebido y aún
nada has dicho, justo es que tú hables a tu vez. Tras ello
invitarás a Sókrates a que haga lo que te plazca. El hará
otro tanto con su vecino de la derecha, y así cada uno su­
cesivamente.
—Tu idea es excelente, Erixímachos—replicó Alkibía­
des—. Pero lo que no encuentro bien es que pretendas
comparar el discurso de un hombre borracho con los de
quienes no han bebido. No, la partida no es igual. Por lo
demás, mi admirable amigo, ¿de veras darás el menor cré­
dito a lo que Sókrates acaba de decir? ¿No sabes que pre­
cisamente la verdad es lo contrario de lo que ha expuesto?
¿Y que si yo alabase en su presencia a alguien, dios u hom­
bre, a alguien que no fuese él, caería sobre mí y me pe­
garía sin poder contenerse?
—¿No hablarás nunca como es debido?—saltó Só-
kratps.
144 PLATÓN

— ¡Poseidón me valga!—exclamó Alkibíades— . ¡Te pro­


híbo que protestes! Demasiado sabes que delante de tí no
alabaré a nadie.
—En este caso—intervino Erixímachos—, no tienes
sino obrar a tu gusto. Haznos el elogio de Sókrates.
—¿Te das cuenta de lo que dices, Erixímachos?—re­
plicó Alkibíades—. ¿De veras crees que debo...? ¿He,
pues, de caer sobre él y vengarme así en vuestra presencia?
— ¡Cuidado, amiguito!— se apresuró a añadir Sókrates.
¡Cuidado con lo que te propones! ¿Vas a hacer de mí uq
elogio que me deje en ridículo o qué pretendes?
—Me propongo decir simplemente la verdad si estás
dispuesto a escucharla.
—¿La verdad? ¡Ah! Si así es, no solamente estoy dis­
puesto, sino que te animo a ello.
—Pues allá voy—dijo Alkibíades— . Por tu parte, he
aquí a lo que te invito: Si digo algo que no sea cierto,
córtame la palabra sin el menor escrúpulo y di que he
mentido, pues hacerlo intencionadamente no quiero. Aho­
ra bien, que no te sorprenda oírme hablar sin orden, como
mis recuerdos me lo permitan, que en el estado en que
me encuentro no es fácil describir con todo detalle y de
la manera debida, a tan desconcertante individuo como
tú eres.
Para alabar a Sókrates, amigos míos, me serviré, pues,
de comparaciones. Por supuesto, él creerá que lo hago a
fin de ponerle en ridículo, mas no, pues lo que quiero ha­
cer obrando de este modo no es una caricatura, sino un
retrato real. Esto sentado, empezaré por decir que se ase­
meja enteramente a uno de esos silenos (125) que se ven
expuestos en los talleres de los escultores y a los que los
artistas representan con un caramillo o una flauta en la
EL BANQUETE 145

mano. Silenos que de abrirlos en dos se ve que contienen


estatuillas de otros dioses. Afirmo asimismo que se ase­
meja al sátiro Marsias (126). Y que físicamente te pare­
ces a estos semidioses, Sókrates, cosa es que ni tú mismo
te atreverías a negar. Ahora bien, que te parezcas a aqué­
llos en lo demás, esto es lo que voy a demostrar.
Desde luego, eres un gran burlón, ¿es o no es cierto
esto? Si no estás conforme, citaré testigos que lo demos­
trarán. Pero dirás: Yo no soy un tocador de flauta. ¡Ya
lo creo que lo eres! ¡Y mucho más maravilloso aún que
Marsias! Este encantaba a los hombres mediante los so­
nidos que su boca arrancaba a los instrumentos, y aún les
encanta cuando escuchan sus melodías, pues los aires que
tocaba Olimpos (127) son, a mi juicio, de Marsias, su
maestro. En todo caso, estos aires, sean tocados por un
gran artista o por una mediana tocadora de flauta, tienen
el don, y solamente ellos, de encantar los corazones. Y
precisamente por ser divinos, hacen reconocer a quienes
tienen necesidad de dioses y de iniciaciones. En cuanto a
ti. la única diferencia que hay entre tú y él es, que tú ha­
ces lo mismo mediante simples palabras y sin necesidad
de instrumentos.
Cuando se oye hablar a cualquiera, incluso si se trata
de un orador consumado, nadie, por decirlo así, presta la
menor atención. Pero cuando es a ti a quien se oye, o cuan­
do otro refiere tus palabras, por mediocre que sea el que
las repite, todos, mujeres, hombres maduros y jóvenes,
todos somos inmediatamente presos por ellas y encantados.
En lo que a mí respecta, amigos, si no temiese parece-
ros completamente borracho, pondría a los dioses por tes­
tigos de la impresión que sus razonamientos han causado
siempre, y siguen causando en mí. Cuando le oigo, mi
H6 PLATÓN

corazón palpita con más fuerza que el de los coriban-


tcs (128). Sus discursos hacen brotar las lágrimas de mis
ojos, y muchos otros que yo sé, experimentan las mismas
sensaciones.
Escuchando a Perikles y a otros grandes oradores, he
pensado con frecuencia que hablaban bien. Pero no sentía
la misma emoción. Mi corazón no se turbaba ni se indig­
naba de tener un alma de esclavo. Pero este nuevo Marsias
me ha puesto con frecuencia en tal estado, que me ha he­
cho insoportable la vida que llevaba.
Y no dirás, Sókrates, que todo esto ifo es verdad. Es
más, ahora mismo, seguro estoy de que si me prestase a
escucharle, incapaz de dominarme, experimentaría la mis­
ma turbación, pues siempre me obliga a confesar que, pese
a ser como soy, es decir, imperfecto en tantas cosas, me
despreocupo de mí por preocuparme de los asuntos de los
atenienses. A causa de ello, obligado me veo a taponar­
me los oídos como con las sirenas, con objeto de poder de­
jarle y huir si no quiero permanecer sentado junto a el hasta
mi vejez. Más diré, y es que es el único hombre ante el
cual experimento una disminución que nadie pensaría en­
contrar en mí: la de avergonzarme ante alguien.
Porque, en efecto, ante él me avergüenzo de mí mismo.
Por supuesto, bien me doy cuenta de la imposibilidad de
negar que sea preciso hacer lo que él manda; mas apenas
le he dejado, siento dentro de mí que la ambición de los
honores públicos me gana de nuevo. He aquí por lo que
huyo como un esclavo culpable y por qué cuando le veo
avergüénzomc de mis olvidados votos e incluso muchas
veces quisiera que ya no estuviese en este Mundo. Y, sin
embargo, de ocurrir tal cosa, bien sé que aún mi pena se­
ría mayor. Breve, que no sé cómo ni qué hacer con hom­
bre semejante.
EL BANQUETE 147

Tales son los efectos que los sones de la flauta de este


sátiro producen en mí y en otros muchos. Pero aún voy
a daros nuevas pruebas de su semejanza con éstos a quie­
nes le he comparado y de las maravillosas cualidades que
posee. Porque habéis de saber que ninguno de vosotros le
conocéis verdaderamente, en vista de lo cual, y puesto que
ya he empezado a desenmascararle, acabaré de hacerlo.
En apariencia, cual podéis comprobar observándole, So­
lerates diríase enamorado de los jóvenes hermosos, en tor­
no a los cuales anda siempre con los ojos extasiados. Ade­
más, y a creerle, nada sabe; todo lo ignora. ¿No es todo
esto propio de un sileno? ¡Enteramente! Pero todo ello
no son sino los disfraces bajo los cuales se oculta el bar­
bián, cual ocurre con los silenos esculpidos. Pues si le
abrís, mis queridos contertulios, ¡de qué sabiduría no le
encontraréis lleno! Porque aprended que la belleza física,
que desdeña hasta un punto imposible de imaginar, es su
menor preocupación. Y lo mismo las riquezas y todas las
demás cosas que como ventajas inapreciables estiman los
demás. Para él todos estos bienes no tienen valor alguno
y como nada a nosotros mismos nos considera; tenedlo
muy en cuenta y quedad advertidos. Y aunque pasa toda
su vida inquietando a las gentes con su aire inocente o
burlón, cuando se pone serio y el sileno se entreabre, yo
no sé si alguien ha visto las hermosuras que hay en su in­
terior, pero en todo caso, ¡yo sí! Yo sí, y me han pare­
cido tan divinas, tan esplendorosas, tan maravillosas y tan
bellas, que imposible me es resistir a cuanto quiere or­
denarme.
Ahora bien, creyéndole seriamente cautivo de mi her­
mosura, pensé que ello era para mí una suerte sin igual
y una extraordinaria fortuna, pues contaba que a cambio
de concederle mis favores me haría conocer todo cuanto
sabe. ¡Y los dioses son testigos de si yo tenía de mí una

JL
148 PLATÓN

opinión ventajosa! Con esta intención despedía, por estar


a solas con él, al servidor que tenía la costumbre de acom­
pañarme, en cuanto Sókrates llegaba... Pero voy a deci­
ros, es preciso, la verdad entera y completa; prestadme
atención. En cuanto a tí, Sókrates, si miento, confúndeme.
Como decía, amigos, me quedaba frente a frente con él, i
seguro de que iba a dirigirme las palabras que los aman­
tes prodigan a sus bienamados, y ello regocijábame de an­
temano. Pero nada de tal cosa sucedía. Entreteníase con­
migo como de ordinario, y acabada la jornada, partía. En
vista de ello empecé a invitarle a participar en mis ejer­
cicios gimnásticos y a adiestrarme con él, creyendo que
con ello mis propósitos avanzarían. Así llegamos a ejer­
citarnos juntos y hasta a luchar sin testigos. Pues bien,
os confesaré que ello no me sirvió absolutamente para na­
da'. Viendo entonces que por tal medio tampoco conse­
guía gran cosa, pensé que habría que seducirle a la fuerza
y no darme por vencido sin saber a qué atenerme, ya que
la empresa estaba comenzada. Y entonces le invité a ce­
nar conmigo, tal cual hacen los amantes cuando quieren
tender un lazo, a sus bienamados. Por supuesto, aceptó sin
la menor prisa, pero aceptó al ñn.
La primera vez que vino quiso marcharse apenas la cena
acabada, y yo, vencido por un sentimiento de pudor, le
dejé escapar. Pero volví a tenderle la misma celada, y tras
la cena prolongué la velada hasta muy entrada la noche,
de modo que cuando quiso partir, pretextando que era ya
muy tarde, le obligué a quedarse. Se echó entonces sobre
el lecho en que había cenado, lecho inmediato al mío, y,
por supuesto, sin que nadie más que nosotros dos dur­
miese en el mismo aposento.
Cuanto he dicho hasta ahora podría sin inconveniente
repetirse delante de todo el mundo; pero lo que sigue no
EL BANQUETE 149

lo oiríais si, como dice el proverbio, “con el vino (tam­


bién suele decirse de la boca de los niños) sale la ver­
dad” (129), y si, además, no me pareciese injusto tratán
dose de elogiar a Sókrates, dejar olvidado este maravilloso
ejemplo de continencia. Por otra parte, soy como aquel a
quien ha mordido una víbora que, según parece, niégase
a hablar de ello, salvo a aquellos que también han sido
mordidos, y esto a causa de que tan sólo éstos pueden
darse cuenta perfecta, y por ello disculparlas, de las ex­
travagancias que han hecho o dicho bajo el influjo del
dolor. Yo, por consiguiente, que me siento mordido por
algo aún más doloroso y en la parte más sensible de mi
ser, pues he sido picado y mordido en el corazón o en el
alma, como queráis, por los discursos de la filosofía (que
de dar con un alma joven y no desprovista de dones na­
turales penetran más cruelmente que el dardo de la víbora
y obliga a decir y hacer todo género de extravagancias),
yo, que veo ante mí a un Faidros, a un Agatón a un Eri-
xímachos, a un Pausanias, a un Aristófanes, sin hablar
de Sókrates y de los demás, víctimas como yo de la lo­
cura y furor filosófico, no puedo dudar en deciros todo,
seguro de que sabréis excusar lo que hice entonces y
que ahora voy a referir. En lo que atañe a los servidores,
a los profanos y cuantos ignorantes pueda haber aquí, que
cierren sus oídos con puertas muy espesas (130).
Decía, pues, amigos, que .cuando la lámpara fue apa­
gada y los esclavos hubiéronse retirado, juzgando que no
valía la pena de perder el tiempo con él y que era mejor
declárale claramente lo que pensaba, le dije tocándole un
poco:
—¿Duermes, Sókrates?
—Ni mucho menos—replicó.
—¿Sabes lo que estoy pensando?—seguí.
—Si no me lo dices...—añadió.
O
150 PLATÓN

—Pues pienso— repliqué—que eres el único amante


digno de mí y que veo dudas en declarárteme. Por mi par­
te, he aquí cuáles son mis semtimientos: Que sería ver­
daderamente insensato no complacerte tanto en esto como
en todo cuanto pudieras necesitar de mí, fortuna, bienes
y amigos. Y ello, porque lo de mayor interés para mí, en­
tre todas las cosas, es perfeccionarme lo más y mejor que
pueda. Y para conseguirlo, no creo que me fuese posible
encontrar ayuda más eficaz que la tuya. He aquí por qué
sentiríame mucho más avergonzado ante los hombres in­
teligentes de no haber cedido a los deseos de un hombre
como tú, que lo sería ante la multitud imbécil por haber­
lo hecho.
Entonces, tras haberme escuchado y siempre con ese
aire aparentemente inocente que le caracteriza, me res­
pondió:
—Evidentemente, querido Alkibíades, no estarías mal
avisado en lo que acabas de decir de mí, si ello fuese ver­
dad. O sea, si yo poseyese el poder capaz de hacer que
te volvieses mejor, en cuyo caso evidente es que habrías
visto en mí una belleza infinitamente superior a tus en­
cantos físicos. Ahora bien, si tras semejante descubrimien­
to tratas de entrar en relaciones conmigo con objeto de
cambiar belleza por belleza, no es flojo el beneficio que
tratas de obtener a costa mía, puesto que pretendes obte­
ner bellezas reales contra hermosuras imaginarias. Breve,
cambiar oro contra bronce (131). Pero no, hermoso ami­
go, mira las cosas con cuidado y procura no engañarte a
propósito de mi ínfimo valor. Claro que los ojos del espí­
ritu no empiezan a ser penetrantes sino cuando los del
cuerpo a su vez comienzan a perder agudeza, y tú aún
estás lejos de la edad en que tal ocurre.
Al oír esto yo le repliqué:
—En lo que a mí atañe, he dicho mis propósitos, y
EL BANQUETE 151

cuanto he dicho, bien pensado lo tengo. Por tu parte, con­


sidera lo que puede ser más conveniente, tanto para ti
como para mí.
—¡Bien hablado!—exclamó— . En lo sucesivo ya nos
pondremos de acuerdo con objeto de tomar el partido que
juzguemos más a propósito para los dos, tanto sobre esto
como sobre todas las cosas.
Luego de este cambio de palabras, y seguro de haberle
herido con los dardos que acababa de lanzarle, me le­
vanté sin darle tiempo a añadir nada, y extendiendo sobre
él mi manto, puesto esto ocurría en invierno, me cubrí yo
con el suyo viejo y pasando mis brazos en torno al cue­
llo de este hombre maravilloso y verdaderamente divino
dejé transcurrir así la noche entera. Y no creo, Sókrates,
que te atrevas a decir que miento esta vez.
Es decir, que a pesar de todas mis insinuaciones, en
vez de dejarse vencer por mi hermosura, no tuvo para ella
sino desdén, menosprecio e insulto. Y por tanto, ¡oh jue­
ces que me escucháis!, si algo estimaba yo en mí era esta
despreciada hermosura. Y digo jueces, porque tales os ha­
go de la jactancia desdeñosa de Sókrates. Y sabed bien,
¡y pongo de ello a dioses y a diosas por testigos!, que me
levanté de su lado, tras haber pasado junto a él toda la
noche, tal cual si hubiese dormido con un padre o con un
hermano mayor.
Tras esto, ya os podéis figurar cuál era mi estado de
espíritu. Por un lado me sentía humillado, mas por . otro
no podía menos de admirar el carácter de este hombre, su
continencia y grandeza de alma. Había acabado por en­
contrar un ser tan sensato y tan fuerte como jamás pensé
pudiera hallarse. Total, que ni podía enfadarme con él y
renunciar a su compañía, ni, por otra parte, conseguir mis
propósitos pues bien le sabía más invulnerable al dinero
que Aiax lo era para el hierro (132); y como habéis oído,
152 PLATÓN

con él mejor cebo, mediante el cual creí que podría te­


nerle, había fracasado también. No había, pues, salida para
mí, y sometido por él a esclavitud como jamás la sufrió
nadie, estaba enteramente a su merced.
Esto habíame sucedido ya cuando acaeció la expedi­
ción a Poteidaia (133). En ella tomamos parte los dos, y
hasta sucedió que fuésemos compañeros de mesa. Allí
mostróse superior no solamente a mí, sino a todos los de­
más, en cuanto se refiere a sufrir las fatigas de la guerra.
Así, por ejemplo, cuando privados, cual suele ocurrir en
los combates, de los medios de avituallamiento, nos veía­
mos obligados a ayunar, nadie podía compararse con él en
lo que a sufrir las privaciones atañe. Que, por el contrario
llegaba la abundancia, nadie tampoco era capaz de apro­
vecharse como él. Y si se le obligaba a beber, pues volun­
tariamente no lo hacía, daba cuenta de todos. Siendo lo
más extraordinario que nadie le vio ni le había visto jamás
borracho. Y la prueba de esto la tendréis por vosotros mis­
mos dentro de un momento (134).
En soportar, además, los rigores del invierno, y en aquel
país los inviernos son terribles, se mostraba incompara­
ble. Así un día, en medio de la helada más fuerte que se
pudo conocer, y cuando nadie atrevíase a asomar las na­
rices al exterior o, de hacerlo, era cubiertos a más no po­
der y bien calzados y envueltos en pieles de cordero, le
vimos salir a él sin otra capa que la que tenía por cos­
tumbre y marchar con los pies descalzos sobre el hielo con
la misma facilidad que los demás con los suyos bien cal­
zados. De tal modo, que los soldados empezaron a mirar­
le de través, creyendo que lo hacía por humillarles.
Todo esto, respecto a su resistencia física. Pero lo que,
por otra parte, ha ejecutado y soportado este héroe in­
trépido (135) allí, en campaña, vale la pena de que lo
EL BANQUETE 153

escuchéis. Concentrado en sus ideas, poníase a meditar al


despuntar el día, de pie, en un sitio cualquiera; y como no
diese con lo que buscaba, allí permanecía, obstinado en
su propósito. Y al llegar el mediodía, los soldados que le
observaban decíanse, sorprendidos, unos a otros: “Ahí está
Sókrates, desde el alba, perdido en sus meditaciones.”
Hasta que, al fin llegada la noche, algunos de los que le
observaban sacaban tras la cena sus lechos al exterior,
decididos a atisbarle aún y a dormir al fresco, pues era ya
verano, y podían verle allí mismo, inmóvil, hasta que lle­
gaba la aurora y se levantaba el Sol. Y sólo retirarse en­
tonces, tras haber hecho su oración al astro.
¿Queréis ahora saber cómo era en los combates? Que
preciso es también en esto hacerle justicia. Pues bien, en
aquella batalla, tras la cual los estrategas (136) me conce­
dieron el premio al valor, mi salvación a él solo se la debí.
Porque, habiendo sido herido, no consintió en abandonar­
me, y no solamente me salvó, sino también mis armas. Y
entonces fue cuando yo, Sókrates, rogué a los generales
que el premio fuese para ti. Y diciendo esto no temo tam­
poco tus reproches ni que me desmientas. Pero sobre estar
los estrategas decididos a conceder el honor a la estirpe
(137), aún tú acabaste de convercerles, pretendiendo que,
en efecto, era yo y no tú quien debía recibirlo.
Pero aún hay otros hechos, amigos, a propósito de los
cuales la conducta de Sókrates merece vuestra atención:
Y fue cuando la derrota del ejército que se retiraba de
Delión (138). La casualidad quiso, en efecto, que me ha­
llase junto a él. Yo estaba a caballo; él, a pie como hopli-
ta. Nuestros soldados, en plena derrota, como digo. El iba
al lado de Laches. Los encontré, como decía, por casua­
lidad y me puse a gritarles que no tuviesen miedo, que no
les abandonaría. Y fue en esta ocasión cuando pude, por
154 PLATÓN

estar a caballo y, por lo tanto, más seguro, observar a Só-


krates mejor aún que en Poteidaia.
Noté, pues, inmediatamente de qué modo era superior
a Laches en sangre fría. Vi, además, que allí, como si
estuviese en las calles de Atenas, marchaba cual tú has
dicho, Aristófanes, “gallardeándose y lanzando miradas
oblicuas” (139), observando con toda calma un lado y
otro, es decir, tanto a los compañeros como a los enemi­
gos. Dejando ver a todo el mundo, aun de lejos, que era
hombre que, de meterse con él, se defendería de vigorosí­
simo modo. Y ello mismo fue la mejor garantía, tanto
para él como para los nuestros, pues en la guerra nadie
gusta de inquietar a los hombres que dan muestra de tener
semejante temple; mientras que, por el contrario, son per­
seguidos aquellos que huyen a la desbandada.
Aún podría citar muchos rasgos admirables en alaban­
za de Sókrates. Cierto que, por lo que atañe a otros domi­
nios de la actividad, no hay duda que pudiera decirse otro
tanto de otros hombres. Pero he aquí lo que es en él en­
teramente extraordinario: el no parecerse a hombre algu­
no, ni de los tiempos pasados ni de los presentes. Porque
Aquiles, por ejemplo, tuvo quien se le asemejase, Brási-
das (140), y otros podrían comparársele. Perikles también
tiene los suyos en Nestor y Antenor (141), y tal vez no
sean los únicos. A todos los grandes hombres podría pa­
rangonárseles con otros de su género que tal vez les igua­
lasen. Pero un hombre tan original como éste, y capaz de
razonar como él lo hace, inútil seria buscar, pues no ha­
bría medio de encontrar quien se le asemejase, ni en los
tiempos pasados ni en los días presentes. A no ser que se
le comparase, cual ya he dicho, a los silenos y a los sátiros.
Pero con los hombres, ni él ni sus discursos admiten pa­
rangón posible.
EL BANQUETE 155

Porque aún he olvidado decir al principio una cosa, y


es que estos discursos parécense también de un modo per­
fecto a los silenos que se entreabren.
En efecto, cuando nos ponemos a escuchar sus palabras,
tentados estamos en un principio de encontrarlas grotes­
cas. pues envuelve sus pensamientos en tales expresiones
y en tales giros, que diríase la piel de un sátiro insolente.
Habla de burros albardados, de herreros, de zapateros, de
curtidores, y hasta parece que dice siempre las mismas
cosas y con los mismos términos. De tal modo, que no hay
ignorante o imbécil que no tome sus discursos como obje­
to de mofa (142). Pero que se abra estos discursos y se
penetre en su interior, y se encontrará, desde luego, que
'encierran un alcance de que carecen los demás discursos;
en seguida, que son los más divinos y los más ricos en
imágenes de la virtud y los que tienen el mayor fondo o,
por decir aún mejor, que comprenden todo cuanto convie­
ne tener a la vista para llegar a ser un hombre completo.
Y esto es, amigos míos, lo que tenía que decir en ala­
banza de Sókrates. Si he unido a los elogios los reproches,
ha sido a causa de la injuria que me ha inferido. Por su­
puesto, no he sido yo el único a quien ha tratado del mis­
mo modo. Otro tanto ha hecho con Charmides, hijo de
Glaukón; con Eutidemos, hijo de Diokles (143) y con mu­
chos otros o los que engañó ofreciéndose como amante,
cuando lo que en realidad quería y hace es adoptar la
postura de bienamado (144). Te lo advierto, pues, Agatón,
para que no te dejes embaucar por este hombre y para
que, advertido por la experiencia que nosotros ofrecemos,
tengas cuidado contigo y no imites al niño del proverbio,
que sólo a su costa aprende.
Mucho hicieron reír las palabras de Alkibíades a causa
de su franqueza, tanto más cuanto que aún parecía ena-
156 PLATÓN

morado de Sókrates. Por su parte, éste, cuando él acabó


de hablar, dijo:
—Nadie se atrevería a afirmar que estás bebido, Alki-
bíades; pues, de estarlo, imposible te hubiera sido dar vuel­
tas con tanta habilidad en torno al objeto verdadero de tu
discurso, que sólo al final has descubierto, pero que ocul­
tabas con artificios, pretendiendo alabarme solamente, cual
si lo otro fuese una cosa accesoria. Es decir, cual si no
hubieses tomado la palabra con el solo propósito, ahora lo
vemos, de indisponer a Agatón conmigo, pretendiendo que
forzosamente he de amarte, y tan sólo a ti, y que, por el
contrario, él ha de dejarse amar de ti, y de ti únicamente.
Pero en vano has pretendido engañarnos; claro se te ve
el juego, pese a todo, y bien advertimos lo que hay en ese
drama que has inventado de los sátiros y los silenos. Pre­
parémonos, pues, Agatón, para que no se salga con la su­
ya, y arréglatelas para que nadie pueda venir a sembrar el
germen de la desunión entre tú y yo.
—A fe mía, Sókrates, que puede que no te engañes
—replicó Agatón— . Y bien lo veo por el simple detalle
de haber venido a sentarse entre tú y yo, con objeto de
separarnos. Pero no lo conseguirá, porque voy a volver
junto a ti.
—Sí, sí—dijo Sókrates— ; ven a sentarte a mi derecha.
— ¡Por Zeus!—exclamó Alkibíades— . ¡Cuánto no ten­
dré aún que soportar de este hombre! Se imagina que en
todas partes ha de ser superior a mí. Eres como no hay
otro. Deja, al menos, que Agatón se siente entre los dos.
—Imposible—replicó Sókrates—, porque tú acabas de
hacer mi alabanza y es preciso que yo, a mi vez, haga la
del que esté a mi derecha. Luego si Agatón se pone a la
tuya, no va a empezar a elogiarme a mide nuevo antes de
que yo le haya alabado a él. Déjale, pues, ¡oh, divino ami-
LI. UANQULTL 157

go!, que haga como pretende, y no envidies ya de ante­


mano los elogios que le voy a dedicar. Cosa que, por su­
puesto, tengo vivos deseos de hacer.
— ¡Bravo!—exclamó Agatón— . Ya ves, Alkibíades, que
no es posible que siga donde estoy y que tengo imprescin­
diblemente que cambiar para ser elogiado por Sókrates.
— ¡Siempre igual!—replicó Alkibíades—. Donde está
Sókrates, imposible que otro distinto de él se acerque a
los jóvenes hermosos. Ved cómo, una vez más, ha encon­
trado un expediente fácil para que éste se siente a su lado.
Y en efecto, levantábase Agatón para ir a ponerse jun­
to a Sókrates, cuando de pronto una nutrida banda de
juerguistas apareció en la puerta, y encontrándola abierta
a causa de haberla dejado de este modo alguno que había
salido, irrumpió en la sala del festín, distribuyéndose los
que la formaban por la mesa. Con ello generalizóse el tu­
multo, y los invitados, incapaces de guardar ya la medida,
empezaron a beber sin reparo.
Entonces Erixímachos, Faidros y algunos más se reti­
raron, a creer a Aristodemos. En cuanto a él, vencido por
la fatiga, durmió a su placer, pues las noches eran largas.
Y cantaban ya los gallos y apuntaba el día cuando se des­
pertó. Y fue al abrir los ojos cuando se dio cuenta de que
los demás dormían o habíanse marchado, y que tan sólo
Agatón, Aristófanes y Sókrates permanecían despiertos y
bebiendo en una enorme copa que circulaba de izquierda
a derecha. Sókrates hablaba con ellos. Lo que dijeron no
lo recordaba Aristodemos, a causa de no haber podido se­
guir desde un principio su conversación por estar dormido.
Mas, por lo visto, Sókrates habíales obligado a reconocer
que está entre las falcultades de un mismo hombre el don
de componer comedias y tragedias. Es decir, que el que
158 PLATÓN

es poeta trágico por naturaleza, es también poeta cómico.


Ellos seguían sus razonamientos, bien que sólo a medias,
pues el sueño doblaba sus cabezas. Aristófanes fue el pri­
mero en dormirse. Luego, y cuando ya era día claro, Aga-
tón. Entonces Sókrates, tras haberle dejado en brazos del
sueño, se levantó y salió. Aristodemos le siguió, como so­
lía hacer siempre. Sókrates fue hacia el Liceo (145), don­
de, tras haberse bañado, pasó todo el día, ocupándose co­
mo tenía por costumbre. Y hacia la tarde volvió a su casa
para descansar.
ESTAMPA S O C R A T I C A

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