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PREFACIO
Un viento helador comenzó a abrirse camino procedente del noroeste y a colarse por el
estrecho pasillo delimitado por el pequeño archipiélago de las Sisargas y la escarpada costa
húmedas rocas de granito mientras aumentaba la fuerza de sus ráfagas de viento escoltada por
Como cada mes, la fragata Rosario había partido del puerto de La Coruña con destino al
puerto de Cádiz, pero esa noche del trece de noviembre de 1770 iba a ser diferente. Hacía
poco más de una milla que navegaban casi a la deriva, roto el velamen por los zarpazos de un
súbito temporal; otro más en la Costa de la Muerte. El capitán había decidido fondear con la
costa a barlovento tan pronto como fuera posible y evitar así las furiosas ráfagas de viento
El capitán de fragata y su segundo, de pie sobre el alcázar de popa, luchaban a duras penas
contra el embate de la mar y los bofetones del cortante viento otoñal para dar las órdenes que
apartó un mechón de cabello que amenazaba con colarse por su boca cuando una nueva
ráfaga de viento le arrastró hacia la borda de babor para perderse con un nuevo golpe de mar.
difícilmente podía sostenerse sobre la amurada antes de ser arrastrado por las olas. Estaban
frío observaba a lo lejos las hoscas y encorvadas figuras de sus marineros sobre el combés del
buque intentando dominar una fuerza muy superior. No esperaría más, daría la orden de
abandonar el barco y que cada cual pudiera poner a salvo su vida. No tuvo tiempo, un crujido
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seco sonó con furia partiendo en dos el palo mayor. La fragata se escoró a babor arrastrada
por la caída del mástil y se rompió con un sonido ensordecedor sobre los escarpados
acantilados de la Sisarga Grande. La fuerza del mar y de las rocas acabaron con el pantoque
del barco, que comenzó a inundarse de agua para hundirse en pocos segundos.
La sangre se congeló en sus venas cuando el teniente cayó al agua. Un frío helador recorrió
como un cuchillo su piel curtida en mil viajes. Da Costa levantó la cabeza hacia el cielo,
irremediablemente en el agua. Una gruesa pared de roca negra se encontró con su última
Los primeros restos del naufragio movilizaron a la población de Malpica para cumplir con el
cristiano deber de recuperar los cuerpos. Cuando los pescadores llegaron al lugar del desastre,
el espectáculo era dantesco: todo estaba lleno de restos del barco y cadáveres flotando. Solo
tres de los tripulantes pudieron ser devueltos con vida a la playa de As Torradas. Cuatro días
después del hundimiento del Rosario, aún seguían apareciendo cadáveres en las playas, y
PRIMERA PARTE
DESESPERACIÓN
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CAPÍTULO UNO
El tañido de las campanas de la iglesia de Santa María la Mayor que anunciaba un nuevo
amanecer. Su eco metálico cubría la urbe y descendía hacia el Atlántico, como si quisiera
enmudecer el dolorido llanto por las nuevas vidas cobradas por la mar.
La iglesia disfrutaba de una bonita vista a la Ría de Pontevedra, pero ese día no era así. El
cielo aún estaba oscuro y amortajado de nubes negras. Las cruces y lápidas de piedra de su
cementerio, cubiertas de rocío, brillaban con la luz de los errabundos relámpagos que
surcaban el cielo. Los ángeles y vírgenes de los panteones parecían llorar con el agua y
recobrar vida cada vez que Víctor desviaba hacia ellos su mirada.
lágrimas fluían de sus hermosos ojos verdes, ligeramente almendrados, mientras salía de la
misa, para acabar enjugadas en la bocamanga de su abrigo. Había sido corta, con poco boato,
muy del gusto de su madre. Le recordó de nuevo vestido con su elegante traje de teniente de
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navío; un desconocido que se pasaba la vida en el mar al servicio del rey, como le decía su
La grava crujía bajo sus pies mientras un carro transportaba el féretro de su padre hasta su
frío y eterno final. Su madre guardaba silencio, impertérrita, reviviendo lo que tantas veces
había presagiado.
Cuando llegaron a la tumba, Blanca Gallegos desvió instintivamente la vista unos metros a su
Involuntariamente, se llevó la mano al pecho y pensó en el futuro que les esperaría a sus hijos
con la mísera pensión del montepío de la Armada. Tan solo el frío de la humedad parecía
Víctor y Juan se agarraban a su falda cada vez con más fuerza, sin ser aún conscientes de las
dificultades que habrían de vivir. Miró a su alrededor y observó a los escasos asistentes al
entierro. Ni siquiera había nadie de la Real Armada, tan solo un secretario municipal en
Unos pasos más atrás se hallaban tres o cuatro vecinos de la aldea y algunos pescadores de la
cofradía. En total no más de diez personas, sin contar con el sacerdote y la pareja de
enterradores que se afanaban por pasar las cuerdas bajo el ataúd. Una vida de sacrificios al
servicio de Carlos III para acabar bajo dos metros de tierra húmeda acompañado tan solo por
un puñado de vecinos.
El ataúd comenzó a descender torpemente bajo el nuevo aguacero que había comenzado hasta
que tocó fondo en el barrizal. Mientras tanto, el sacerdote rezaba un salmo como preludio de
la vida eterna que el fallecido empezaba. Acabó en el mismo momento en que los dos
enterradores recogían las cuerdas con un chirriante roce sobre la madera de pino del ataúd.
Blanca se agachó humildemente y arrojó a la fosa un puñado de tierra sobre el féretro. Sus
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hijos repitieron el ritual imitando a su madre. Con el sordo sonido del último puñado, las
palas se pusieron raudas a trabajar para acabar antes de que la lluvia se hiciera más intensa.
Rápidamente los pocos asistentes comenzaron a acercarse a la viuda para expresarle las
consabidas condolencias. Rostros recatados, frases vagas de evocación de los méritos del
difunto. Qué gran marino y hombre abnegado… Blanca asentía con la cabeza sin escuchar
una palabra, estrechando las manos que le tendían de forma automática, evitando sus miradas.
El último de los asistentes, al que reconoció como cofrade mayor del gremio de los
—Le acompaño en el sentimiento. Otra vida más que se cobra nuestro mar. Al menos esta
vez le ha devuelto a su marido —le dijo con unas palabras que parecían sinceras mientras
Blanca murmuró un leve agradecimiento, le estrechó la mano y comenzó a andar con sus
hijos hacia la salida del camposanto. El cofrade siguió junto a ella en paralelo.
—Quiero que sepa que si necesita ayuda nos lo haga saber. Los pescadores sufrimos estos
golpes continuamente y no queremos que nuestras mujeres pasen penurias cuando faltamos
—Muchas gracias —respondió Blanca sin saber si había entendido bien—. Es usted un buen
hombre.
Tras estas palabras el cofrade se despidió de ellos. Blanca se quedó parada, con sus dos hijos
de la mano, rodeada ya de un lúgubre silencio, tan solo roto por algún errático trueno. Desvió
una última mirada al lugar donde yacía su marido y salió del cementerio. Mientras caminaba
con sus hijos hacia la aldea, comenzó a ser más consciente de lo que se le venía encima.
Estaba sola, sin ingresos de momento y con dos niños de cuatro y seis años. La historia de su
vida se le venía a la cabeza en rápidas imágenes. Otra vez. No podría mantener a sus dos
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hijos, tal vez ni a uno solo con la mísera pensión, suponiendo que recibiera alguna. Quizá
debería escribir a su cuñado a Toledo. Era médico y podría darle al mayor un futuro que a
ella le resultaría imposible. Intentaría mantener a Juan, si no, siempre quedaría la opción de
hablar con el padre Marcos para que acogiera a su hijo al servicio de la Iglesia. Tampoco
sería tan malo, ella lo pasó peor —pensaba mientras se dirigía a Poyo.
Antes de entrar en la aldea, Juan tiró de su falda, se paró y le preguntó con esa tierna voz que