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CAPÍTULO I

LO QUE ES UN HERMANO, EN SENTIR DEL PADRE CHAMPAGNAT

Nuestro piadoso fundador tenía en alto aprecio la


vocación y ministerio de los hermanos. En sus
pláticas, encomiaba a menudo la excelencia y
mérito de la sublime vocación del catequista, y no
agotaba nunca el tema cuando ensalzaba ese
oficio, que él llamaba ministerio apostólico, y
cuando ponderaba el bien que puede conseguir uno
de nuestros religiosos que tenga el verdadero
espíritu de su estado.

Para grabar más hondamente sus enseñanzas


acerca de este punto en la mente de los hermanos
y dejárselas como en un cuadro vivo, se limitaba
casi siempre a contestar a esta pregunta: ¿Qué es un hermano?

He aquí un compendio de las respuestas que daba. Encierra, según nuestro parecer, lo más propio para
convencer a los hermanos de la santidad de su vocación e infundirles alta estima de su oficio de catequistas
de los niños .

¿Qué es un hermano?

1. Es un alma predestinada a gran piedad, a una vida muy pura y a una virtud sólida; un alma sobre
la que Dios tiene especiales designios de misericordia.

Es un alma llamada a estudiar especialmente a Jesucristo, a ir en pos de él, a imitarle en tanto en cuanto
ello se concede a la fragilidad humana, a amarle, alabarle, bendecirle, visitarle asiduamente y resarcirle así
de la indiferencia e ingratitud de los demás hombres.

«Es un alma dice san Bernardo, llamada a amar a Dios sin medida. Quien es simple cristiano, ha de servir a
Dios; el religioso no debe separarse de él, dispuesto siempre a complacerle en todo. El simple cristiano ha
de creer en Dios, conocerlo y amarlo; el religioso ha de saborearlo y asimilarlo» .

Es un hombre abnegado que pone todo su empeño, para siempre, en el servicio de Dios. Le ligan a este
servicio los mandamientos comunes a todos y los tres votos religiosos.

Es un alma predestinada a redención más copiosa y a mayor gloria en el cielo: se le dan todos los medios
de santificación y salvación. Si hace buen uso de ellos, si corresponde con fidelidad a las gracias especiales
que se le conceden, le espera, en la eternidad, magnífica recompensa. Jesucristo la llama tesoro, por ser
tan superior a la de los demás elegidos, representada por un denario .

Es un alma a la que nada puede contentar en la tierra, para quien el mundo es demasiado pequeño y a la
que sólo el cielo puede satisfacer.

2. Es el auxiliar de Dios, el socio de Jesucristo en la santa misión de salvar almas.

Continuar la labor de Jesucristo, hacer lo que él hizo en la tierra, a saber, instruir a los ignorantes,
enseñarles la ciencia de los santos: ¡qué oficio más noble!

«Por más que investigue dice el piadoso Gersón, nada hallo más grande que enseñar el catecismo a los
niños y arrancarlos de la infección del vicio y del pecado . ¡Oh santa empresa, la de arruinar la obra del
demonio, sacar a esas tiernas almas de las puertas del infierno, plantar en el jardín de la Iglesia esos
renuevos delicados que constituyen las delicias de Jesucristo , cultivarlos, regarlos y prepararlos para las
bodas del Cordero , la primera comunión!»

Ésa es la más hermosa de todas las tareas, pues en decir de san Dionisio«cooperar con Dios en la
salvación de las almas es el más sublime, el más divino de todos los ministerios» .

Los hermanos que trabajan en instruir y formar a los niños en la virtud, recogen los frutos de la cruz y de la
sangre de Jesucristo. Pueden, como san Pablo, afirmar: Nosotros somos unos coadjutores de Dios;
vosotros sois el campo que Dios cultiva, sois el edificio que Dios fabrica . ¡Qué gloria, qué honor para un
hermano!

Dice san Juan Crisóstomo: «Si el cielo amenazase ruina y Dios se dignase invitaros: «Ayudadme a
sostenerlo», ¿no os concedería un gran favor y no lo tendríais a mucha honra? Pues bien, ese niño al que a
veces tenéis por vil y despreciable, es a los ojos de Dios más noble y grande que el cielo. Para él creó Dios
el cielo y la tierra; Dios mora en él más dignamente que en la mansión celestial. Os otorga el honor de
elegiros para sostener ese cielo vivo que se desmorona, para reparar las brechas que la ignorancia y el
pecado han abierto en su alma. ¡Qué honor y qué gloria! Ser socio de Dios, cooperar con él en la enmienda
y conservación de sus criaturas más perfectas: ¡qué oficio! ¡qué vocación! Realmente encierra algo tan
grande y sublime, que precisaría lengua angelical para hablar de ello digna y adecuadamente.»

3. Es el hombre sabio del que habla Isaías y que pasa la vida asentando cimientos y reparando
ruinas.

Al formar la conciencia de los niños y preservarlos del mal, pone los cimientos del temor al pecado. El
corazón del niño es tabla rasa, lienzo que el pincel no ha tocado, aparejado para recibir los colores que se le
quieran dar. Si en él se imprimen pronto el temor de Dios y el odio al pecado, toda la vida conservará esos
sentimientos; serán la brida que le frene todos los movimientos desordenados del alma, le domeñe las
pasiones, le componga el lenguaje y regule las acciones. Ese temor de Dios y horror del mal han sido el
principio de la virtud de todos los santos, y les han hecho huir del pecado más que de la muerte.

Al formar el corazón del niño, pone los cimientos de todas las virtudes. Cuando la educación ha sido buena,
las virtudes brotan como espontáneamente en el alma del niño; las prácticas y hábitos religiosos se le hacen
connaturales, son para él como una necesidad. No se cosecha en un campo sino lo que en él se sembró: si
la semilla fue de trigo, se cosechará trigo; si fue de cizaña, no se puede recoger más que cizaña. El niño
que recibe principios de virtud, da frutos de virtud; el que, entregado a su libre albedrío, recibe mala
educación, dará frutos de muerte. La base y fundamento de una vida virtuosa o de una vida de vicios es, por
consiguiente, la educación.

Pone los cimientos de la prosperidad de las familias. «Mirad dice el cardenal de la Lucerna, las casas de
abolengo en las que, generación tras generación, se conservan la pureza de ideales, la honradez, las
buenas costumbres, la religión y todas las virtudes de los caballeros cristianos. Preguntad a sus cabezas de
dónde sacan tales virtudes y cómo perduran éstas en sus hogares. Os responderán todos que son el fruto
de la buena educación que han dado o logrado que dieran a sus hijos.»

Pone los cimientos religiosos de las parroquias. Los niños son el semillero de la Iglesia, que se renueva por
medio de ellos y, a través de ellos, conserva la fe y la piedad. «Así como la fuente que mana copiosa en
medio de un vergel, lleva hasta el último de sus rincones la belleza y la fertilidad, de igual modo, un buen
centro cristiano produce en una parroquia frutos de todas las virtudes. De una escuela de niños formados en
la piedad y sólidamente ejercitados en las virtudes cristianas, saldrá una parroquia de recios cristianos.» «Y
como de un solo Abraham sigue diciendo el cardenal de la Lucerna nació el pueblo de Dios, una sola
escuela profundamente religiosa puede engendrar una nación de santos.»

Pone los cimientos del ministerio eclesiástico. Los frutos venideros del ministerio pastoral eclesiástico se
encierran, como en su germen, en la primera instrucción dada al niño: de ella pende todo el éxito de la Tabor
sacerdotal. Es inútil que el ministro sagrado anuncie la palabra de Dios, si no le entienden. Y ¿cómo le han
de entender, si los niños se crían en la ignorancia? Descuidar la instrucción y educación de los niños es, por
consiguiente, tornar estéril el ministerio eclesiástico y negar a esas almas todos los recursos que, andando
el tiempo, podrían hallar en las pláticas de los pastores. «Los niños cuya instrucción se ha descuidado dice
Massillón, son como plantas que se dejan secar en cuanto brotan: por mucho que las rieguen después, el
daño ya no tiene remedio; de ningún modo se puede ya lograr que medren.»

Finalmente, pone los cimientos de la eternidad del niño. No solamente la vida del niño tiene su base en la
primera educación, sino también su salvación eterna. La salvación o condenación de un niño depende, en
gran parte, de la educación que le han dado y la senda por la que le han guiado en la juventud. El niño se
halla entonces en una encrucijada, dispuesto a tomar el camino que le indiquen. Generalmente, si se le
pone en la vía de la virtud, llegará al cielo; si le abandonan en la senda del vicio, irá derecho al infierno.

El hermano que se entrega a la enseñanza de los niños pone, pues, cimientos de virtud, piedad y salvación
para el tiempo y para la eternidad. ¡Qué hermosa es la misión de educar a los niños!

4. Es el sustituto de los padres.

La plaga peor de nuestro siglo es la ruina casi general de la educación doméstica. La mayoría de los padres
ya no dan instrucción religiosa a los hijos, ora por estar enfrascados en los negocios, ora por
desconocimiento de la religión, ya que personalmente carecieron de tal formación en la infancia; ora
principalmente porque son irreligiosos y, por consiguiente, no les preocupa la salvación de los hijos. En
realidad, miran con tierna solicitud por su alimento y vestido, les buscan una colocación, acumulan riquezas
para ellos; pero les tiene sin cuidado su alma, su educación cristiana, su eternidad: como si diera igual que
esas tiernas criaturas adquieran o dejen de adquirir religión, piedad y virtud. ¡Cuántos niños podrían hoy
repetir lo de san Cipriano: «En nuestros propios padres ¡ay! hemos topado con unos parricidas. Les
debemos la vida natural, pero pronto, en el seno de la familia, perdimos la vida de la gracia, porque nuestros
progenitores descuidaron el instruirnos en las verdades de la fe e inspirarnos el temor de Dios!»

«¡Pobrecillos! os diré con Gersón, me duele en lo más hondo vuestra mala suerte. ¡Ay, cuántos escollos os
rodean por todas partes en una edad que admite toda clase de impresiones, especialmente las que halagan
la naturaleza corrompida! ¿Qué veis, qué oís en vuestros hogares? Unos padres desenfrenados e impíos
que os aturden con blasfemias y zumbas contra la religión; que os enseñan, con sus malos ejemplos, a
quebrantar la ley de Dios y la de la Iglesia; que os transmiten las máximas del siglo y os pegan sus vicios y
defectos.»

Al hablar así, parece que Gersón está narrando la historia de los padres actuales y describe el
estado lastimoso de los niños de nuestro tiempo. Por desgracia, es demasiado real. De donde se
sigue que un sinnúmero de niños permanecerían en la ignorancia, encenagados en el vicio, y se
perderían si Dios, en su infinita misericordia, no se hubiese compadecido de ellos y no hubiese
suscitado maestros piadosos para cuidar de ellos y darles educación cristiana. Ese es el porqué
de las escuelas de los hermanos y el fin que Dios se ha propuesto con su fundación .

5. Es el auxiliar de los pastores de la Iglesia.

En los primeros siglos de la Iglesia, los obispos ejercían personalmente las funciones de catequistas.
Cuando más tarde, al aumentar el número de los fieles, las circunstancias les obligaron a confiar a otros tal
tarea, pusieron buen cuidado en no elegir para ese empleo sino a los hombres más capaces y virtuosos de
su iglesia. Vemos, pues, en la historia eclesiástica, que los más excelsos doctores tuvieron a honra cumplir
las funciones de catequistas. San Cirilo, obispo de Jerusalén, san Ambrosio, arzobispo de Milán, san
Gregorio de Nisa y san Agustín compusieron incluso libros para instruir a los catequistas y formarlos en el
método de enseñar a los niños las verdades y misterios de la fe. En el transcurso de los siglos, los hombres
más sabios y eminentes tuvieron también a gala explicar el catecismo. San Gregorio Magno, san Francisco
de Sales, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier, san Vicente de Paúl, Gersón, el cardenal Belarmino y
otros muchos enseñaron con frecuencia la doctrina.

Por un privilegio, pues, los hermanos comparten hoy con el sacerdote la gloriosa función de catequistas de
los niños; son así auxiliares, cooperadores de los pastores de la Iglesia que, demasiado ocupados ya por las
demás funciones del sagrado ministerio, no pueden dedicar a la instrucción y educación de los niños el
tiempo que requiere una tarea tan importante.

Efectivamente, la instrucción que el niño recibe en la iglesia en la época de la primera comunión,


es a todas luces insuficiente para hacer dé él un cristiano cabal. Si le falta la educación de la
familia o de la escuela, podrá afirmarse de él lo que Tertuliano decía de los que habían recibido
una instrucción insuficiente: «Cristianos son, si os parece, pero cristianos fofos» .

6. Es el sustituto de los soldados y de la guardia civil.

¿Por qué hay tantos soldados? ¿Por qué hay tantos guardias civiles? Porque el número de los malhechores
se multiplica sin término; pero si hay tanto criminal, es porque los niños carecen de instrucción o no han sido
educados. “Si los padres dice san Juan Crisóstomo se empeñaran en dar buena educación a los hijos, para
nada se necesitarían leyes, guardias, jueces, tribunales ni verdugos; si hay cárceles y borreros, sólo es
porque hay carencia de religión y de moralidad.». Un gran monarca repetía a menudo que disminuiría el
número de soldados y de tribunales, en cuanto los súbditos se volvieran más religiosos .

Al dar instrucción sólida y educación cristianísima a los niños, el hermano previene los crímenes y, en
consecuencia, ahorra guardias, jueces y magistrados.

7. Es el ángel custodio de los niños.

La inocencia es el más preciado de todos los bienes y el más excelso de todos los dones. Un niño
conservado en la inocencia bautismal es, para Dios, un tesoro más precioso que todos los reinos de este
mundo. Pero, como el niño desconoce el valor de esa inocencia y los peligros que la amenazan, Dios ha
confiado la tutela de ese tesoro de valor infinito al maestro cristiano. Yo te he puesto a ti le avisa en Ezequiel
por centinela en la casa de Israel (Ez 33, 7), es decir, en el grupo de niños de cuya educación se te ha
encargado. Al confiar un niño al maestro, Dios parece decirle, como antiguamente Jacob a sus hijos, al
entregarles Benjamín: Juradme que os encargaréis del chico; me daréis cuenta de él, y si no me lo
devolvéis inocente como yo os Io entrego, aceptáis que no os perdone nunca tal falta.

Para ser el ángel custodio de los niños, el hermano debe ejercer sobre ellos una vigilancia
continua, que se extienda a todos los muchachos, a todas sus acciones y sentidos. «Has de
procurar decía nuestro Señor a santa María Magdalena de Pazzi, has de procurar, en cuanto de ti
dependa y con la gracia que yo he de darte, tener tantos ojos cuantas son las almas confiadas a
tus cuidados.»

«Por brillantes que sean las dotes de vuestros hijos aconseja el cardenal de la Lucerna, mirad por ellos día y
noche: no los abandonéis nunca a su albedrío; vigilad, a ser posible, sus mismos pensamientos; sin
desvelos semejantes, no esperéis que se conserven puros. ¿Qué se precisa para que el demonio león
rugiente (1 Pe 5, 8) devore a un niño y le arrebate la pureza? Basta que os descuidéis un instante. Una
chispa es suficiente para provocar un incendio, y el corazón del hombre está hecho de azufre. Por buenos y
virtuosos que sean vuestros hijos, Io repito, mirad por ellos, pues el vino de la mejor solera, si se le
descuida, se avinagra muy pronto; la fruta más exquisita degenera, si no se poda y escamonda el árbol que
la da; el rebaño mejor cebado decae si un pastor vigilante no lo cuida.»

Ahora bien, ¿a qué debe aplicarse especialmente dicha vigilancia?

1. A las relaciones. Una amistad de mala índole es la causa más natural y corriente de la corrupción.

2. A los modales y postura del cuerpo. Al alumno sorprendido en actitud sospechosa, se le ha de reprender y
vigilar de cerca.
3. A los malos colegiales y las malas compañías. Las enfermedades contagiosas se pegan con el trato. Una
manzana podrida echa a perder un montón de ellas; una oveja sarnosa inficiona el rebaño entero; un solo
apestado puede contagiar a una ciudad populosa; basta un muchacho corrompido e irreligioso, cual
levadura infecta, para pervertir toda una clase, una casa entera de jóvenes .

4. A las conversaciones, antojos, tendencias y, en suma, a cuanto represente un peligro para la virtud de los
alumnos.

El hermano celador tendrá la dicha de conservar la inocencia de los niños y, no pocas veces, logrará que
lleguen a la primera comunión sin haber cometido faltas graves. Hará evitar a todos un buen número de
pecados; atajará el contagio del mal; a los chicos estragados, les obligará a reprimir sus malas tendencias y
a luchar, aunque sea de mal grado, contra las propias pasiones. ¡Qué honrosa es la misión de ser ángel
custodio de los niños!

8. Para los niños y para el público en general, es un modelo y un evangelio vivo.

El olvido de Dios, la codicia, el apetito desordenado de placeres, el espíritu de independencia o falsa libertad
y el egoísmo son los cinco vicios principales que reinan en el mundo y que el niño está presenciando a la
continua. Para que no se deje seducir por tantas causas de perversión, Dios le ha deparado en el educador
religioso un modelo que, sin cesar, le está dando ejemplos totalmente contrarios a esas cinco pestes del
mundo.

Veámoslo:

1. La vida del hermano transcurre en el estudio, meditación y enseñanza de la ley de Dios. Cada día
consagra varias horas a la oración. Nada más adecuado que esos ejemplos para corregir el olvido de Dios y
formar a los niños en la piedad y deberes del cristiano.

2. El hermano abandonó fortuna y parientes, cuanto en el mundo poseía o podía, más tarde, ser objeto de
su ambición; en una palabra, hizo voto de pobreza y no aspira a más hijuela que la posesión de Jesús. Esa
actitud heroica condena manifiestamente el ansia de riquezas, honores y vanidades mundanas, y da a los
niños ejemplo continuo de humildad y desprendimiento de los bienes terrenales.

3. Al hacer el voto perpetuo de castidad, ha renunciado para siempre a los placeres carnales. ¿Quién, mejor
que él, puede inspirar a los niños el amor a la más hermosa de las virtudes, y el horror al más vergonzoso y
alarmante de los vicios?

4. Ha profesado obediencia y su vida es ahora de sujeción absoluta: la obediencia regula todas sus
acciones desde que se levanta hasta que se acuesta. Nadie, pues, está en mejores condiciones de enseñar
esa virtud a los niños, de enmendar el espíritu de independencia la peor plaga de nuestro siglo y de inspirar
a los niños la obediencia y sumisión a Dios, a los padres, a los pastores de la Iglesia y a las autoridades
civiles.

5. La vida del hermano es un acto perpetuo de entrega: no ha querido aquí abajo ni bienes, ni familia, ni
intereses materiales de ningún género, para darse enteramente al servicio de los alumnos, vivir en medio de
ellos, consagrando a su educación todos los desvelos, preocupaciones, trabajos, fuerzas y hasta la propia
vida. Admirable testimonio, que condena el egoísmo del mundo e incesantemente pregona la caridad, la
humildad y todas las virtudes cristianas.

Por su tierna caridad para con los alumnos, paciencia en aguantarles defectos y faltas, entrega a su
formación en la virtud y en los conocimientos más provechosos, vigilancia para alejar cuanto les pueda ser
nocivo y dedicación cotidiana a sus intereses espirituales y materiales, el hermano es el mejor modelo de
los padres: les da lección continua de lo que han de ser y hacer para educar cristianamente a los hijos.

Tal es el modelo que Dios ha deparado al niño y a los fieles en la persona del religioso educador. Por eso no
es de extrañar que todo el mundo quiera a los hermanos y que hayan merecido el respeto y simpatía de las
poblaciones.
9. Es el sembrador del evangelio.

Mirad que digo sembrador, no precisamente segador. ¿Con qué finalidad? Para aviso de algunos de
vosotros. Os quejáis del escaso éxito de vuestros sacrificios y creéis que los alumnos no sacan ningún
provecho de vuestras enseñanzas. Apenas abandonan las aulas decís, andan menguados de piedad, se
alejan de la Iglesia, descuidan los sacramentos y las ceremonias litúrgicas, para seguir la corriente de los
malos ejemplos.

Oídme bien los que así razonáis. La época de cosechar los frutos no es la estación del laboreo, en que se
prepara la tierra para que los dé. No nace el trigo en los días de la sementera. Durante un tiempo parece
que está perdido; sin embargo, ni la destemplanza atmosférica, ni el crudo invierno con todos sus rigores
logran arruinarlo. Mientras dejáis oír tanto lamento, germina la simiente en el corazón de vuestros
muchachos y frutecerá a su debido tiempo.

Cuando el profeta Eliseo pensaba que todo estaba perdido y que sus enseñanzas habían sido estériles, le
dijo Dios que el mal no era tan grave como él se había imaginado y que más de siete mil hombres se habían
mantenido fieles . Retirar a los niños de los peligros del mundo, alejarlos de los malos ejemplos,
preservarlos del pecado o, al menos, de falta grave hasta los diez, doce y a veces quince años , infundirles
el hábito de las prácticas religiosas, enseñarles las verdades y misterios de la fe, lograrles la gracia de una
buena primera comunión: ésos son, ciertamente, frutos reales alcanzados por el celo de los educadores
religiosos. ¿Os parecen tan mezquinos? Por otra parte, vuestras enseñanzas aparejan el retorno a la
virtud, de los alumnos que puedan descarriarse. ¡Cuántas personas, que aparentemente habían olvidado las
enseñanzas de una madre piadosa o las lecciones de un maestro virtuoso, tras largos desvíos volvieron a la
senda de la sabiduría y, con claras virtudes, honraron a la religión que les había acunado en la infancia! San
Agustín, arrastrado por sus descarríos, nunca pudo olvidar las instrucciones de su piadosa madre ni borrar
de la mente el nombre de Jesús que, con tanta frecuencia, ella le había repetido . Si a aquel gran santo no
le hubieran instruido en la religión y acostumbrado a la virtud desde la infancia, probablemente habría
permanecido en la herejía de los maniqueos y la Iglesia habría perdido, con él, al doctor de la gracia.

¿Qué tabla de salvación, qué medio para escapar del naufragio les queda a quienes se han visto privados
del beneficio de la educación religiosa? Ninguno.

10. Es un hombre que, como Jesucristo, pasa haciendo el bien a todos por doquiera,

se consagra por entero al servicio de la religión y de la patria, y sacrifica las fuerzas y la vida en pro de la
gloria de Dios y santificación del prójimo.

11. Es, finalmente, dique contra el mal y el contagio del mundo.

Su misión es luchar contra el vicio y el pecado, derribar el imperio del demonio, sembrar gérmenes de virtud
en el corazón de los niños, debilitar y destruir al hombre del pecado, formar al hombre de la gracia, al
hombre celestial, el de la gloria: ésa es la vocación, ésa la misión del hermano

CAPÍTULO II
QUÉ ES UN HERMANO JOVEN Y CUÁNTO
IMPORTA QUE RECIBA BUENA FORMACIÓN

Un hermano director de cierta edad, hosco de carácter y algo


estrecho de mente, molesto un día por la presencia y bulla de
unos hermanos jóvenes, exclamó en un pronto de impaciencia:
«¡No sé para qué sirve tanto cuarterón de hermano! No hacen
aquí más que turbar el orden y el recogimiento, y devorar los bienes de la congregación; y en las escuelas,
son objeto de la rechifla y habladurías de la gente, estorban a los demás hermanos y son una rémora para
el éxito de nuestra enseñanza.»

El venerado padre, que pasaba casualmente por allí, oyó la tarascada y, de momento, no hizo más que
reírse y contestar: «¡Un cuarterón de hermano! Realmente es demasiado poco, es un desprecio exagerado
de los jóvenes; atribuya a cada uno siquiera una mitad de hermano.»

Pero tomó luego pie de la ocurrencia para dar a los mayores unas pláticas sólidas sobre la estima en que
habían de tener a los jóvenes y los medios de que habían de servirse para encariñarlos con la vocación y
formarlos en la virtud. He aquí un resumen de las conferencias que les dio sobre ese tema tan interesante:

Cualquiera que sea la edad en que se recibe, la vocación religiosa es siempre una gracia extraordinaria.
Después del bautismo, es la más excelente que Dios puede conceder a un alma. Es una señal de
predestinación, una segunda preferencia y elección para la gloria del cielo.

Pero, a mi entender, ser llamado joven a la vida religiosa, hallarse alejado del mundo antes de haber
probado el mal, perdido la inocencia y contraído malos hábitos, es un favor insigne; me atrevo a decir más,
es una gracia de primer orden. Esa elección es una prueba de que Dios tiene designios singulares sobre
esa persona, que la llama a encumbrada virtud y quiere servirse de ella para su gloria y santificación del
prójimo.

Es la prenda más segura de fidelidad a la vocación, pues quien se entrega a Dios ya en la infancia, adquiere
más facilidad y energía para la práctica de la virtud; las observancias religiosas y la regularidad se le hacen
connaturales.

Dispone, por último, de todo el tiempo de la juventud para adquirir los conocimientos necesarios y
capacitarse para cumplir debidamente el fin de su vocación. Por esa razón, si se les educa y forma
adecuadamente, los hermanos jóvenes son una bendición para la casa madre; son la esperanza, el tesoro
inestimable del instituto, y llegarán a ser un día su gala, su gloria, sus columnas y contrafuertes.

Para entender mejor los desvelos que nos exige la formación y educación de los hermanos jóvenes,
digamos con franqueza lo que son; no ocultemos ninguna de sus debilidades. Veremos así mejor qué es lo
que necesitan.

1. Un religioso novel es una planta tierna.

Necesita injerto si es silvestre, es decir, si recibió malos principios en el mundo, si viene algo dañada
por el contagio del siglo. Unos principios sanos, una instrucción sólida y una buena confesión general, para
la que se le ha de disponer, injertarán en el alma de ese hermano la gracia santificante, las virtudes
cristianas y las disposiciones requeridas para emprender el camino de la perfección.

Un hermano joven es planta que necesita poda. Ahora bien, ésta cambia según la especie de árbol. Si es de
tallo alto y al aire libre, basta escamondarlo anualmente y cercenar las ramas secas. Es una poda fácil,
requiere pocas precauciones y puede llevarla a cabo uno cualquiera: es la imagen de los cuidados y
educación que necesitan los cristianos corrientes.

Pero la poda de árboles enanos y de los cultivados en espaldera es muy distinta. Incluso es de dos clases:

1. Una es de estética, ora para hacerlos crecer en forma de pirámides, torres o cubos; ora para adosarlos a
las tapias o disponerlos en planos paralelos formando setos vivos. Esta es la imagen fiel del religioso a
quien se forma según la regla y el fin de la vocación que ha abrazado, y se cultiva hasta ver en él
personificado el espíritu de la congregación.

2. La segunda es de orden pragmático, perfecciona y ayuda a la primera: se trata de que el árbol dé fruto.
Para ello, una o dos veces al año, se cortan los chupones, los vástagos leñosos y ramas locas, de modo
que toda la savia del árbol vaya a los brazos frugíferos. Esta poda es igualmente figura del religioso,
probado a la continua, y al que se le cercenan o corrigen cuantas malformaciones trae en la mente, el
corazón o el carácter.

Fijaos bien. Cuanto más se poda, cultiva, sujeta y dirige un árbol, tanta más fruta da, y la mejor, la más
hermosa y exquisita se halla siempre en los árboles que se han podado, atado y, como quien dice,
crucificado al rodrigón o a la pared. De igual modo, los religiosos mejor formados, los de más dura
probación y más sometidos a la obediencia, son los que dan frutos más sabrosos y abundantes, a saber:
virtud más sólida y constante, perfección más acabada y subida. Los religiosos más probados son los más
idóneos para procurar gloria a Dios, servir al instituto y conseguir siempre y doquiera un bien más seguro,
duradero y universal. En suma, tales religiosos tienen aptitud y capacidad para todo.

Fijaos de igual modo en que la poda es absolutamente necesaria al árbol bueno. Mirad la vid: si se la deja
crecer espontáneamente, es un arbusto informe, que se arrastra por el suelo o gatea, se consume en
sarmientos estériles, no da uva o, a lo sumo, produce agrazón, y finalmente se asilvestra; basta podarla una
vez para que dé uva buena, si bien no mucha; pero, si se la poda dos veces, al llegar la primavera y en julio,
y además se la sujeta a un rodrigón o una pared, el arbusto trepa, medra hasta hacerse árbol y produce, en
gran cantidad, uva excelente. Imagen sensible del religioso: cuanto más se le forma, se le prueba y somete
a un reglamento, a la obediencia, tanto más virtuoso llega a ser y más apto para cualquier oficio en la orden;
por el contrario, cuanto más se le descuida y se le deja a su arbitrio, tanto menos virtuoso llega a ser,
volviéndose inepto y a veces vicioso.

Observad, por fin, que un hortelano bueno y prudente no deja que dé el árbol exceso de frutos, por miedo a
que se agote: cercena algunos, si es preciso, y sólo deja los que permiten el vigor y corpulencia del árbol.
Los frutos de virtud del religioso han de guardar también proporción con su edad y con la gracia de Dios que
haya en él. El exceso de oración mental podría turbarle la mente o endurecerle el corazón; las privaciones o
penitencias excesivas le arruinarían la salud; las prácticas de virtud exageradas engendrarían el gusano del
orgullo, la estimación propia y la singularidad. Es fácil comprender que la piedad, la modestia, la
mortificación y, en resumen, la virtud de un religioso joven no puede ser la de un veterano y que no se
puede exigir al primero tanto como a este último.

2. Un hermano joven es una flor.

La flor es el principio, el germen del fruto. Nada hay más tierno ni delicado que una flor: el menor accidente
la puede ajar y una ráfaga puede troncharla. Para que un hermano joven se desanime y lo eche todo a
rodar, bastarán a veces los tratos ásperos y procedimientos rudos de un provincial o de un director.

Las lluvias demasiado abundantes pueden desbaratar la flor y arrastrar el germen. Una bondad e
indulgencia excesiva por parte del superior, demasiados consuelos espirituales o una devoción sensible
harto prolongada, pueden afeminar a un religioso joven, engendrar en su mente el gusano del orgullo, de la
presunción y de la propia estima, que arruinan su virtud incipiente.

3. Un hermano joven es fruto que está granando, al que amenazan mil percances antes
de que llegue a sazón.

Puede secarse por escasez de savia, es decir, por falta de piedad. Puede agusanarse, es decir, puede
viciarle una pasión desordenada, un hábito funesto. Puede echarlo a perder una corriente de aire o unos
miasmas dañinos, a saber, los malos ejemplos, compañías funestas, lecturas peligrosas y contagio del
mundo, que le rodean como atmósfera letal para su virtud. Está expuesto a los mordiscos y voracidad de
una res o, por inadvertencia, a quedar magullado y con macas. Sí, puede morderle un vicio pecaminoso,
devorarle el demonio que incesantemente, a su derredor, anda girando como león rugiente (1 Pe 5, 8);
puede perecer en infinidad de sucesos desgraciados, si no se mira por él, si no se custodia y rodea de mil
cuidados por parte de los superiores vigilantes.

Por otra parte, la fruta, e incluso toda la planta, puede ser destruida por las orugas, que empiezan por comer
las hojas, las flores o los frutos, y luego acaban con el árbol. Sí, un nido de orugas puede causar la muerte
de un árbol. Pero, comparativamente, ¡qué es un nido de orugas? Un defecto fomentado en el que se cae
con facilidad y frecuencia, que engendra el hábito de pecados veniales.

El hermano joven inflado de amor propio y vanidad, juguete de mil pensamientos de soberbia, que sólo
busca el agrado de la gente y la ostentación, da pábulo, en concreto, al repugnante gusano del orgullo y
comete cada día un sinnúmero de pecados veniales, que acabarán por carcomerle la virtud.

Ved al otro, cuya pasión dominante es la sensualidad. Le avasalla la gula, bebe y come entre horas, corre
con avidez tras las satisfacciones de la naturaleza, rehúye el trabajo, es amigo de la holganza y fomenta así
un hábito funesto de pecados veniales, camino del vicio feo que san Pablo prohíbe nombrar y de la muerte
del alma. Sí, es verdad demasiado comprobada: quien fomenta un hábito de pecados veniales llega, tarde o
temprano, al pecado mortal. ¡Cuán oportuno es inspirar a los hermanos jóvenes extremo horror a las faltas
veniales y convencerles de que una de las añagazas más peligrosas del demonio es que se cometan sin
ningún remordimiento!

Una serpiente en un árbol es menos peligrosa que un gusanillo: éste puede penetrar hasta la medula y
arruinar el tronco. La serpiente, en el símil, es una pasión violenta pero conocida, contra la que se lucha, o
una falta grave en la que se incurre por sorpresa, pero de la que uno se levanta en seguida. El gusano que
se esconde en la medula y la roe, es un defectillo al que uno está apegado, que se fomenta y pasa a ser
fuente de pecados veniales; ese defecto, convertido en hábito, roe el corazón, debilita el vigor del alma,
destruye sus buenas disposiciones y la arruina por completo. ¡Fuera, pues, gusanillos roedores!

4. Un hermano joven es un niño que no sabe aún andar.

Hay que enseñárselo, como a los nenes, con tirantes o andaderas. Es incapaz de caminar solo con Dios en
los ejercicios piadosos, no sabe en qué ocupar la mente ni Io que ha de pedir. Ayudadle, pues, con vuestros
consejos y estímulos; pedidle cuenta, a menudo, del empleo del tiempo en las oraciones vocales, en la
meditación y la lectura espiritual.

No sabe andar solo consigo. Los propios defectos y carencias le irritan; la imaginación le engaña; el genio,
si es vivo, le arrebata; si es fofo, le hunde en la apatía y la indolencia; el corazón le seduce y le inclina a
aficionarse a lo que debiera aborrecer; su voluntad titubea sin saber qué quiere y le deja ondular al capricho
de cualquier impresión venida de fuera.

No sabe qué conducta ha de seguir en las relaciones con los hermanos. Movido por los primeros hervores
de las pasioncillas, no sigue más que los prontos de su genio, faltando fácilmente a los buenos modales, sin
respeto ni caridad para con el prójimo. Al no ver más que las propias necesidades e intereses, cree que
todos los demás no están en este mundo más que para dar satisfacción a sus caprichos y fantasías.

No sabe desempeñar solo el empleo. Además de ser novicio en todo, la menor dificultad le desanima y le
hace echarlo todo a rodar.

Finalmente, para nada es capaz de andar solo; sin guía no puede dar ni un paso. Habrá, pues, que
sostenerlo, dirigirlo, darle ayuda y alientos a la vez que instrucción, ya que, si le dejáis solo, se descarriará y
lo echará todo a perder.

5. Un hermano joven es un ser débil, inconstante e inexperto.

Flojo de raciocinio. Ved a un crío de dos años, incapaz de conocer la naturaleza de las cosas, su uso y
cualidades buenas o malas. No ve los peligros que corre y juega con un cuchillo o cualquier herramienta
afilada: sin darse cuenta y a modo de juego, se saja las manos. Como quien saborea la fruta más exquisita,
se lleva el veneno a la boca, o canta y retoza a orillas de un precipicio. Imagen fiel del religioso joven, que
trata el grave asunto de la vocación, de la salvación, de la eternidad, como si fuesen bagatelas. No ve el
peligro que corre al intimar con tal hermano que le da malos consejos y le descarría, al leer un libro que le
aviva las pasiones, al permanecer en un empleo que tanto anhelaba y le ha puesto en ocasión próxima de
pecado: se ha de herir, caerá y perecerá infaliblemente, si una mano amiga no llega, en momento oportuno,
a retirarlo del precipicio o apartarlo de lo que le puede arruinar.

Flojo de luces e instrucción. No sabe lo que es, ni lo que puede, ni lo que debe ser. Desconoce los propios
defectos y buenas cualidades. No distingue el talante espiritual que le lleva hacia Dios, de las inclinaciones
de la naturaleza corrompida que de él le alejan. No conoce las facultades del alma y menos aún lo que
éstas encierran de bueno o de malo. No ve con claridad lo que es sentir y consentir, la diferencia entre la
inestabilidad del corazón y la de la voluntad, entre la substracción de la gracia sensible y la de la gracia
actual y necesaria, que nunca se nos retira. No conoce sus obligaciones ni los motivos que tiene de
cumplirlas.

Ignora los designios que Dios tiene sobre él y ni se le ocurre que ha de secundarlos. Desconoce su pasión
dominante y los lazos que le tienden los enemigos de la salvación. Siempre en la orilla del precipicio, anda
por ella con extraña seguridad y no se da cuenta de que ha caído sino cuando ya está en el fondo de la
sima.

Flojo de virtud. ¿Se le ha educado bien? Irá por buen camino. ¿Se le ha criado mal? Llevará rumbo aciago.
Si vive con gente buena, será virtuoso; si se halla entre condiscípulos perversos, será malo o llegará a serlo
fácilmente.

Los principios y encantos de la virtud, las solemnes ceremonias religiosas le embelesan y enternecen, le
entusiasman y conducen a un Dios al que se entrega en cuerpo y alma. Pero en cuanto el mundo le sonríe y
despliega ante él sus falsos placeres y vanidades, se arroja ciegamente en sus brazos con olvido de las
promesas que había hecho al Señor. Cambia según las disposiciones de un corazón inestable: hoy piadoso,
mañana disipado, desvanecido, desganado de la oración, sin pensar siquiera en Dios; hoy activo, obediente,
porque el trabajo le gusta; mañana perezoso e indócil, porque le repugna lo que le han mandado. Obra
llevado por instintos, el gusto personal y la imaginación; es más, con frecuencia incluso le mueven el
capricho y la fantasía, en vez de la virtud y la conciencia del deber.

Flojo de carácter y de voluntad. No le cuestan nada los buenos propósitos, pero es raro que los cumpla. Por
la mañana y durante el santo sacrificio, es puro ardor y fuego; pero la menor dificultad, la más leve
contradicción basta para apagar aquella hoguera y hacer que el joven lo eche todo a rodar.

Se cree capaz de todo, y por menos de nada se arredra y cede el campo al enemigo. Si ha tenido un acierto
y le dais un elogio, está que no cabe en sí de alegría; pero el menor revés le hace llorar y le hunde en la
tristeza.

Padece dos enfermedades muy serias: el desaliento y la inconstancia. Las menores tentaciones le abaten y
le ponen en peligro inminente de ruina. Hay que levantarle continuamente el ánimo, moverle la voluntad,
fomentar y avivarle la piedad, proporcionarle pertrechos para las facultades del alma. Abandonado a su
arbitrio, es una auténtica veleta: en los pensamientos, que pasan atropelladamente por el camino real de su
imaginación; en las disposiciones, que varían a cada instante según las impresiones o influencias que
recibe; en los actos, puro efecto y resultado de sus pensamientos y disposiciones.

Expongamos ahora brevemente los medios de que debéis serviros y la conducta que habéis de observar
para la formación y dirección de los hermanos jóvenes en la corrección de sus defectos, y la ayuda que sus
muchas flaquezas requieren.

1. Darles buen ejemplo.

El buen ejemplo es el camino más breve para formar a los hermanos jóvenes en la virtud. Dan,
efectivamente, más crédito a lo que ven que a lo que oyen; el ejemplo les hace ver que la virtud es fácil;
tienden naturalmente a imitar; por otra parte, son tan débiles, que no es fácil se decidan a obrar el bien, si
primero no ven que lo practican los que les dirigen.

Un hermano director tiene tantas copias de sus actos e imitadores de su conducta, cuantos son los
religiosos que dirige. Habrá, pues, de portarse siempre de manera que pueda repetir a los súbditos lo que
san Pablo decía a los primeros fieles: Sed imitadores míos, así como yo lo soy de Cristo (1 Co 4, 16; 11, 1).
César nunca decía a los soldados «Haced esto», sino «Hagámoslo», y estaba siempre al frente de ellos
participando en todas sus fatigas'. Así debe hablar y actuar un hermano director. Los discípulos se forman a
imagen y semejanza del maestro. Un superior piadoso, regular, humilde, amante del silencio y de la
modestia, celoso, tendrá el consuelo de ver que los súbditos le copian esas virtudes.

2. Infundirles el espíritu de piedad.

«El que sabe orar bien, sabe vivir como Dios manda», dice san Agustín. Sí, quien reza bien vive como buen
religioso, educa bien a los alumnos, cumple debidamente el empleo y practica todas las virtudes. Formar,
pues, a los hermanos en la oración es, en cierto modo, capacitarlos para todo. Es hacer de ellos santos
religiosos. Dice, efectivamente, nuestro venerado fundador: «Ser realmente piadoso equivale a ser buen
religioso». Pues bien, con el fin de inspirarles una sólida piedad, obligadles a leer obras ascéticas y
adecuadas para aficionarlos al estado religioso. Pedidles cuenta de la meditación, ayudadles a ejercitarse
en ella y a rezar debidamente todas las oraciones. Sugeridles que hagan algunas novenas a la santísima
Virgen y al sagrado Corazón de Jesús para obtener el don de piedad. Poned empeño, sobre todo, en lograr
que cumplan exacta y devotamente todos los ejercicios espirituales prescritos por la regla.

3. Infundirles aliento.

La tentación más ordinaria del demonio, para perder a los jóvenes, es desanimarlos abultándoles las
dificultades de la virtud, exagerando incluso los defectos que tienen, para que lo abandonen todo.
Fortaleced, por consiguiente, y levantad a la continua el ánimo de vuestros hermanos jóvenes, si deseáis
que eviten ese lazo del demonio. El hombre necesita alientos en cualquier época de la vida, pero son
indispensables para los jóvenes porque, faltos de experiencia, se arredran ante la menor dificultad y olvidan
sus buenos propósitos. Al ser ingenuos, sencillos y crédulos, asienten con facilidad a Io que se les dice y no
oponen resistencia al impulso que se les da. Si, pues, se les dirige bien, si les dan buenos consejos y les
animan, siguen el camino de la virtud y van por él con paso firme. Por el contrario, si se les deja a su
arbitrio, si se les trata duramente y no se les saca de la cabeza que a virtud es difícil, que son incapaces de
practicarla y carecen de aptitud para su empleo y estado, no se precisa más para que se desalienten y lo
echen todo a rodar. ¡Qué desgracia, para un hermano joven, la de caer en manos de un director severo,
áspero, de escasa caridad y prudencia. La crianza de un niño requiere la bondad y delicadeza, los desvelos
y atenciones; en una palabra, el corazón de una madre. Pues bien, la formación de un religioso joven
requiere todavía más ese corazón de madre. Hijitos míos, por quienes segunda vez padezco dolores de
parto, hasta formar a Cristo en vosotros ( Ga 4,19 ), escribía san Pablo a los primeros fieles. ¿Por qué
hijitos míos? ¡Qué significan esas palabras? Que hay que ser padres y tener los adecuados sentimientos
para llevar los jóvenes a Dios y formarlos en la virtud; que no bastan, ni mucho menos, la autoridad y el
corazón de un maestro.

4. Se han de evitar los regaños.

Tal vez resulte necesario dar frecuentes avisos a los hermanos jóvenes; llamarles la atención cuando no
hacen bien las cosas y enseñarles el modo adecuado de ejecutarlas, realizando personalmente delante de
ellos lo que no saben hacer. Pero no se les debe regañar ni tratar con rudeza, pues nada es más propio
para desalentarlos. Por lo demás, la costumbre de reñir hace perder al hermano director la estima de los
súbditos, vuelve inútil cuanto les dice, provoca la murmuración e introduce el mal espíritu en la comunidad.
No es menos importante el no echarles en cara a la vez demasiados defectos. Mejor es advertírselos de uno
en uno, para que no se desalienten.

5. Darles tareas proporcionadas a sus fuerzas, inteligencia y capacidad.

Exigir a un hermano más de lo que puede hacer, es una injusticia. Es exponerle a que se amohíne y se eche
definitivamente al surco. Supongamos que, por flojedad de carácter, escasez de aptitud o formación
incompleta, un hermano no logra en clase más que una disciplina débil y poco éxito; otro, encargado de la
cocina, deja que desear en ese empleo por las mismas causas: daos por satisfechos con la buena voluntad
de ambos; no les mortifiquéis manifestándoles vuestro desagrado, riñéndoles, exigiéndoles más de lo que
pueden.

¡Gran talento, hermosa cualidad en un superior, la de saber qué tarea conviene a cada hermano y darse por
satisfecho con lo que éste realice según su capacidad!
6. Seguirlos en los detalles de la conducta.

Es la mejor manera de conocer sus defectos, carencias, dotes espirituales o corporales, y de poder
enmendar lo torcido, o mantener y vigorizar lo bueno. Es medio oportuno también para que el joven se
acostumbre a la obediencia y se guarde del apego al propio juicio, que es pésimo defecto.

7. Respetarlos.

¿Qué se ha de respetar en los hermanos jóvenes?

1. Su inocencia. Hay que ser muy reservados en las palabras, no hablando nunca del mundo ni de cuanto
puede enseñarles el mal o sugerírselo. He oído decir a muchos hermanos jóvenes: «Tal conversación,
mantenida ante mí, me resultó funesta, fue causa de tentaciones peligrosas y de caídas.» ¡Tremenda
responsabilidad la de un hermano director poco prudente en palabras y acciones!

2. Su virtud, especialmente el aprecio de la regla, el respeto, confianza y franqueza con el superior mayor.

3. Su autoridad. Evítese cuidadosamente el reprenderlos delante de los alumnos o hablarles sin el debido
miramiento.

4. Sus derechos, escuchando sus descargos y excusas; admitiendo éstas, si están justificadas; dejándoles
plena libertad para acudir al superior mayor siempre que lo deseen.

5. Su persona, usando de buenos modales con todos, mandándoles con mansedumbre, tratándoles como a
hermanos y miembros de un mismo cuerpo, y como a la propia persona.

6. Su juventud y flaqueza. Todo lo débil merece delicadeza y consideración. Ahora bien ya Io hemos dicho,
todo en el joven es feble: el carácter, la voluntad, la virtud, el raciocinio, la vocación; todo, pues, requiere de
nuestra parte miramientos, ánimos, precauciones, delicadeza y respeto.

CAPÍTULO III
LA DESGRACIA DE PERDER LA VOCACIÓN

AI pasar un día por el aula, el venerado fundador vio de rodillas


a uno de los novicios más piadosos.

¡Cómo!, exclamó. ¿Usted castigado? ¡Qué vergüenza!

El hermano agachó la cabeza y no abrió la boca. Durante el


recreo que siguió a la comida, el padre volvió a topar con él y se
apresuró a preguntarle:

¿Qué falta había cometido?

Padre, me había ido un poco de la lengua.

Me extraña que le hubieran castigado tan sólo por unas


palabras de más.

Es que no eran sólo de más, zaherían a un compañero.

¿Qué agravio era?


Estaba el hermano Luis explicándonos lo que es malograr la vocación, y se me ocurrió decir a
Fulano: Eres un novicio malogrado. El se enfadó y me denunció al hermano Luis, quien me impuso el
castigo que usted vio.

¿Se lo había dicho en son de chanza, o con cierta malicia en el dicterio?

Le confieso, padre, que mis palabras expresaban hasta cierto punto mi juicio y convicción sobre ese
hermano.

Peor todavía. Más le hubiera valido escuchar atentamente al hermano Luis. Por lo menos se habría
enterado bien de lo que es malograr la vocación.

El venerado padre, que echaba mano de cualquier ocasión para instruir a los hermanos, al ver que unos
cuantos se habían acercado y escuchaban el coloquio, agregó:

¿Qué es malograr la vocación?

Es ahorcar los hábitos, contestó uno.

¿No ve la diferencia entre malograr la vocación y perderla? Sin embargo, la hay y es muy grande.
Malograr la vocación, perder la vocación y profanarla, o serle infiel, son cosas muy distintas.

Padre exclamaron varios novicios, explíquenos, por favor, esos puntos, ya que el hermano Luis no entró en
semejantes pormenores, que no pueden menos de resultar interesantes.

¡Bueno! contestó el padre, voy a hacerlo. Atentos, pues, y recordad bien lo que voy a deciros.

Malograr la vocación

es ignorar los designios de Dios sobre la propia persona: desconocer la vocación o no tener idea muy cabal
de la misma. En tal situación se hallan las personas que, siendo naturalmente buenas e inclinadas a la
piedad, con aptitud para la vida religiosa, ignoran la existencia de las comunidades y no dan con la
oportunidad o medio de abrazar tal género de vida. Una conducta arreglada, una vida piadosa en el siglo
suplirá para esas personas, si son fieles a la gracia, la vocación que no han podido abrazar por carencia de
luces y de conocimientos suficientes.

Perder la vocación,

tras haberla conocido razonablemente y haber ingresado en una comunidad, es salir de ésta antes de haber
profesado. Se pierde la vocación por una de estas causas:

• El abuso de la gracia y menosprecio de las cosas pequeñas.

• La pasión desordenada por el estudio u otra finalidad cualquiera.

• La infracción habitual de la regla.

• La desidia en los ejercicios de piedad.

• Tentaciones violentas acompañadas de faltas graves y repetidas.

• Finalmente, el desaliento, la causa más común.


Para hacer perder la vocación, basta una cualquiera de esas causas, si no se lucha por evitarla y se
convierte en hábito de pecados veniales, como ocurre con frecuencia.

La ruina de la vocación trae consigo las consecuencias más graves:

1. Una vida desgraciada. La persona que no está donde Dios quiere que esté, viene a ser un miembro
dislocado: sufre y hace sufrir a todo el cuerpo.

2. Una cadena interminable de faltas. Massillón afirma: «Todo se vuelve tentación o escollo para quien
abandona una vida santa a la que Dios le ha llamado y se lanza al mundo: los placeres más inocentes le
mancharán el corazón; los objetos más anodinos resultarán funestos para su inocencia; los deberes más
fáciles se le harán imposibles de cumplir; todo lo echará a perder por el uso indebido; por todas partes
hallará cepos en que va a quedar atrapado». Y Tronsón agrega: «Tres consecuencias funestas se siguen
del abandono de la vocación: la privación de numerosas gracias, una concatenación de pecados y el
pasaporte para el infierno».

3. El fracaso en todas las empresas. ¿Cómo se va a acertar en un oficio o estado al que Dios no llama? El
que resiste a Dios no puede contar con su ayuda. Le ha de suceder lo que dice el real Profeta: Si el Señor
no es el que edifica la casa, en vano se fatigan los que la fabrican (Sal 126, 1). Ese individuo se ha de
arrojar a todas las empresas, lo ha de acometer todo y en todo ha de fracasar.

Escuchad, amados jóvenes, una anécdota que os ha de gustar, porque refuerza lo que acabo de deciros y
porque interviene en ella la Virgen, a la que tanto amáis.

Santa Catalina de Suecia, hija de santa Brígida, sufría tentaciones violentas de abandonar la vocación.
Rezó por ella su madre y, a la noche siguiente, Catalina vio el mundo envuelto en llamas: allí estaba ella
rodeada de fuego por todas partes. En semejante apuro, vio a la santísima Virgen y nada le apremió tanto
como exclamar:

iSanta Madre de Dios, socórreme!

Vaya! le contestó la Virgen. De modo que desprecias la vocación y quieres ir al mundo, donde hay
tantos peligros. Te empeñas en lanzarte deliberadamente a las llamas del infierno y ¿me pides que te
socorra? Yo no ayudo a los que se lanzan al peligro.

Catalina prometió desoír la tentación, ser fiel a la llamada divina. Inmediatamente, la Virgen apagó aquel
incendio que amenazaba consumirlo todo.

Pues bien, hijos míos, si alguno de vosotros siente la tentación de abandonar su estado, recuerde ese
ejemplo e invoque a María.

El hermano marista que confíe la vocación a la divina Madre, no la perderá nunca.

Veamos ya lo que es profanar la vocación y apostatar.

Apostatar es abandonar la vocación cuando ésta ya no es de consejo, sino de precepto, es decir,


tras haber profesado. La profanación de la vocación y de los sagrados compromisos contraídos con Dios,
trae a menudo consigo la ruina total de la salvación eterna: es un naufragio en alta mar, sin posibilidad de
alcanzar el puerto. Es la bancarrota universal: toda la economía de la salvación, toda la fortuna espiritual se
va a pique. Fuera de los casos de locura, nunca se llega a ese extremo sino por crímenes, profanación de
los votos y de los sacramentos, olvido completo del deber, o cualquier falta enorme.

Nada hay peor que los religiosos apóstatas. De ellos afirma san Agustín: «No he visto hombres más
perversos ni más profundamente corrompidos que los que se han maleado en la religión». Según
Belarmino, son ellos los representados por los higos que vio Jeremías, tan agusanados y podridos, que sólo
verlos provocaba náuseas y vómitos. A ellos se refiere Jesucristo cuando afirma: Ninguno que después de
haber puesto su mano en el arado vuelve los ojos atrás, es apto para el reino de los cielos (Lc 9, 62). De
ellos habla santo Tomás cuando asegura que una de las señales más claras de condenación eterna es la
inconstancia en la vocación. Finalmente, a ellos alude san Pablo al afirmar: Es imposible que los que han
sido una vez iluminados y han gustado el don celestial... y que después de todo esto han caído, es
imposible es decir, muy difícil que sean renovados por la penitencia, puesto que, cuanto es de su parte,
crucifican de nuevo en sí mismos al Hijo de Dios y /e exponen al escarnio (Hb 6, 46). Agrega, efectivamente,
el Apóstol: La tierra que brota espinas y abrojos, es abandonada, y queda expuesta a la maldición, y al fin
para en ser abrasada (Hb 6. 8). Si, ahora comprendo lo que decía san Ignacio: «En un religioso profeso, la
tentación contra la vocación es la más peligrosa». Pero basta ya, queridos hermanos, de un tema tan triste y
espantoso.

Concluyamos diciendo en qué consiste la infidelidad a la vocación.

Ser infiel a la vocación es:

1. No llegar al grado de virtud y perfección al que Dios llama; no corresponder a la gracia, asustarse ante la
santa violencia, vivir cobardemente en estado habitual de tibieza.

2. No haber realizado todo el bien que exigía la gracia de Dios, que se podía y debía haber conseguido.
Todo religioso que descuida la perfección y el estudio, es más o menos infiel a la vocación.

He aquí ahora las funestas consecuencias de tal infidelidad:

• Un sinnúmero de faltas leves, y a veces graves.

• Una vida inquieta y desgraciada: no está uno satisfecho de sí, ni de los hermanos, ni del mismo
Dios. Se ve uno privado del céntuplo de consuelos y felicidad prometido por Jesucristo.

• El peligro de perder la vocación y verse abandonado de Dios.

• Un gran temor de la muerte, un punzante pesar y ansiedades espantosas en ese momento terrible.

• Un purgatorio largo y riguroso.

Ahí tenéis, amados hermanos, la explicación que me habíais pedido. ¡Quiera Dios dárosla a entender
cabalmente, haceros ver la excelencia de vuestra vocación y conservaros fieles a ella hasta la muerte!

CAPÍTULO IV
EL AYUNO DE LOS NOVICIOS

En vida del padre Champagnat, el fervor era muy vivo en el noviciado. Todos los hermanos, incluso los más
jóvenes, se entregaban a la virtud por conciencia del deber, por
amor y santo deseo de imitar a Jesucristo y Ilegar a parecerse a él.

Ocurrió, pues, que un año, con motivo de la cuaresma, a todos los


hermanos jóvenes les dio por ayunar durante todo ese tiempo
santo, a ejemplo del divino Salvador. El proyecto juvenil de
mortificación se fraguó durante un recreo.

¡Ea! se dijeron unos a otros, ya llegó el tiempo cuaresmal, es decir,


el del ayuno y la penitencia.

Tengo intención de ayunar todos los días, exclamó uno de ellos.


Yo también, agregaron varios más.

Sí contrapuso uno de éstos, pero dicen que no se deja ayunar a los hermanos jóvenes.

¡Vaya por Dios! ¡Qué lástima!, respondieron todos.

Es verdad replicó con viveza uno de los más jóvenes, que hay que tener veintiún años para poder ayunar
sin mayores dificultades, pero si pedimos licencia para ello, se nos va a conceder, ya que no estamos
enfermos, antes gozamos todos de muy buena salud.

Convinieron, pues, y determinaron que seis de ellos irían a ver al venerado padre y, en nombre de todos, le
pedirían permiso para ayunar.

El fervor de aquellos hermanitos era tan intenso, su sencillez tan candorosa, que ni les pasó por las mientes
la idea de que se les fuera a negar ese favor. Los seis procuradores fueron al aposento del venerado padre.
Tímidamente entraron y, tras profunda venia general, el mayor, de dieciséis abriles escasos, habló en
nombre de todos y dijo:

Muy reverendo Padre, venimos a pedirle, con humildad y total confianza, que nos autorice a ayunar durante
la cuaresma.

¿Toda la cuaresma?

Sí, padre, toda la cuaresma.

Es muy larga. ¿Sabéis cuántos días de ayuno tiene la cuaresma?

Si, padre.

¿Lo deseáis los seis?

No sólo nosotros seis, sino todos los demás hermanos jóvenes, en cuyo nombre hemos venido a pedir este
favor.

Hijos míos, alabo vuestro fervor y vuestro anhelo de penitencia. Para animaros a perseverar en la práctica
de esas virtudes, os concedo ayunar durante la cuaresma. Decídselo a los demás que os han comisionado.
Ahora bien, sois jóvenes, carecéis de experiencia y necesitáis que se os dirija en todas las cosas. Mañana
os explicaré cómo vais a practicar ese largo ayuno de cuarenta días. Entretanto, será mejor que cenéis bien,
de modo que el estómago esté mejor preparado para ayunar mucho durante la cuaresma. Id a decir a
vuestros compañeros que os otorgo el permiso de ayunar, pero que me reservo el explicaros la manera de
llevar a cabo y santificar dicho ayuno.

Los hermanitos dieron efusivamente las gracias al padre, salieron rebosantes de alegría y corrieron a
comunicar a los demás que se había atendido su petición y podían prepararse para ayunar durante toda la
cuaresma.

Pronto se corrió por la casa que los hermanos noveles se disponían a competir en penitencia y mortificación
con los veteranos. Todo el mundo se alegró, especialmente el cocinero, ya que se le aligeraba con ello la
tarea y se le ahorraba la preparación del desayuno.

Al día siguiente, como lo había prometido y según acostumbraba en la inauguración de la cuaresma, el


padre Champagnat dio a toda la casa una plática sobre el modo de santificar el ayuno. Aunque era día
consagrado a la penitencia, el venerado padre estaba más alegre de lo que solía: se reflejaban visiblemente
en su rostro el contento y la alegría santa.

Carísimos hermanos, dijo, tengo la satisfacción de comunicaros que todos los miembros de la comunidad
están cabalmente dispuestos a santificar la cuaresma. Prueba de ello es que, por feliz contagio, el espíritu
de mortificación y penitencia de los hermanos mayores se les ha pegado a los jóvenes, y éstos han venido a
pedirme que les deje ayunar toda la cuaresma. Os extrañará, sin duda, que les haya concedido ese favor.
No les tengáis envidia. Alegraos, más bien, de que vuestros ejemplos estén dando frutos tan excelentes. Sí,
hermanos jóvenes, ayunaréis todos, porque todos necesitáis hacer penitencia para conservar limpia el alma,
imitar a Jesucristo y merecer la gloria que os espera. Pero la Iglesia es madre bondadosa, que mira por el
cuerpo igual que por el alma de todos sus hijos. Os concede, por la debilidad de vuestros pocos años, que
practiquéis un ayuno menos riguroso que el que pide a vuestros hermanos mayores y a todos los fieles que
han cumplido veintiún años. Os dispensa de hacer ayunar el estómago y, para otorgaros el mérito y
recompensa del ayuno, sólo desea de vosotros estas cuatro menudencias:

1. El ayuno de los ojos, mediante la modestia.

Agrada mucho a Dios ese ayuno y es de mérito muy subido por tres razones:

1a Porque la modestia reprime las pasiones y opone una barrera al pecado. ¿Sabéis lo que significa aquella
sentencia de la sagrada Escritura: La muerte ha subido por nuestras ventanas (Jr 9, 21)? Que el pecado, la
muerte del alma, entra por los ojos cuando no se procura sujetarlos con la modestia. El santo varón Job,
que había rumiado esa máxima, declara: «Hice pacto con mis ojos de no pensar jamás en cosa mala». ¿Por
qué dice «no pensar», en vez de «no mirar cosa mala»? Porque el pensamiento va tan íntimamente unido a
las miradas, que no puede separarse de ellas. Así pues, la modestia nos preserva del pecado.

2a Porque la modestia engendra el recogimiento, destierra las distracciones, fomenta la piedad y la


devoción. Quien desee rezar bien las oraciones, ha de ser muy recatado.

3a Porque la modestia edifica al prójimo, le aficiona a la virtud y le lleva a Dios. La modestia de los religiosos
santos inspira punzantes remordimientos a los pecadores y reprime su desenfreno. San Bernardino, por
ejemplo, contenía con su modestia a los compañeros licenciosos que, al verle, exclamaban: «Portémonos
como Dios manda, que viene Bernardino.» De san Efrén se refiere que no se le podía mirar sin sentir
devoción, sin proponerse llegar a ser mejor, debido a lo extraordinario de su modestia y a la virtud que
rezumaba. La modestia de san Luciano, mártir, era tan admirable y eficaz, que compelía a los paganos a
abrazar la fe cristiana. El tirano Maximiano, conocedor de tal prodigio, citó al santo; mas, por miedo a que le
convirtiera su actitud recatada, mandó poner un velo entre ambos.

Hermanos carísimos, observad el recogimiento y la modestia en las miradas, la actitud, los gestos.
Conseguid que todos vuestros sentidos ayunen por medio del recato. Santificaréis así debidamente la
cuaresma, y sus cuarenta días darán frutos opimos de virtud y de méritos.

2. El ayuno de la lengua, con la práctica del silencio.

Dos grandes ventajas proporciona ese ayuno:

1a Conseguir que se evite el pecado. Efectivamente, está escrito: En el mucho hablar no faltará pecado (Pr
10, 19). Y en otro lugar: Quien habla mucho, hará daño a su alma (Eclo 20, 8), y también: La lengua
desenfrenada es decir, que no observa el silencio es un mundo entero de maldad (St 3, 6). Por consiguiente,
si lográis que ayune la lengua, respondo de que no cometeréis la mitad de las faltas diarias. ¡Cuán
provechoso resulta, pues, dicho ayuno para el alma y la conciencia!

2a Pero hay algo más: ese ayuno conserva, nutre y hace crecer todas las virtudes. Por eso ha dicho el
Espíritu Santo: Si alguno no tropieza con palabras, ese tal es varón perfecto (St 3, 2). Quiere decir que tiene
todas las virtudes.

Para enterarse de la salud de una persona, basta que le miren la lengua: si la tiene encendidamente roja, o
sucia y blanquecina, no goza de buena salud. De igual modo, para conocer en qué estado se halla el alma
de un religioso, hay que prestar atención a la lengua: cómo la rige y qué uso hace de ella. Si habla mucho,
es casi seguro que tiene el alma plagada de culpas y pecados. Si habla poco, si es recatado y circunspecto
en las palabras, estad seguros de que tiene el alma adornada de hermosas virtudes.
El prurito de hablar, el hábito de contar chistes, la afición a la chunga y la disipación son indicios seguros de
conciencia vana y torcida, de espíritu superficial, de alma enclenque y vacía de virtudes. Tan convencido de
ello estaba santo Tomás, que afirmaba abiertamente: «Si veis a un religioso que gusta de las
conversaciones fútiles, de las chanzas y frivolidades del siglo, de ninguna manera penséis que se trata de
un hombre espiritual y virtuoso, aunque hiciere milagros».

Lograr que ayune la lengua es, pues, medio excelente de guardarse del pecado, hacer medrar las virtudes,
ser gratos a Dios e incluso aprender a hablar debidamente.

3. El ayuno de los defectos y de las pasioncillas.

¿Sabéis cómo se hace ayunar a los defectos? Combatiéndolos y no dejándose dominar por ellos. ¿Sentís
inclinación, por ejemplo, a mentir de vez en cuando, hablar mal del prójimo, zaherir a los hermanos, llegar
tarde a cualquier ejercicio de comunidad, etc.? Si corregís todo eso, si os abstenéis de ello hasta Pascua,
habréis conseguido que ayunen los defectos. Someter las pasiones al ayuno es luchar contra las
tentaciones y malas tendencias de la naturaleza corrompida; es evitar el pecado y mortificarse para arrancar
del corazón todas las malas hierbas que en él haya sembrado el demonio. Supongamos que sentís
inclinación a la pereza, al orgullo, envidia, gula, placeres prohibidos, tristeza, etc. Luchad contra todo eso,
decid a las pasiones desordenadas: ¡Fuera!, marchaos lejos; no volváis a molestarme hasta Pascua; os
declaro lucha a muerte durante toda la cuaresma. Quiero, además, aplicarme singularmente a la práctica de
las virtudes contrarias a esas pasiones. De modo que lucharé contra la pereza con mayor fidelidad al
reglamento y aplicación al estudio y al trabajo manual. Combatiré el orgullo con el ofrecimiento de los actos
a Dios, realizándolos todos por él y no por complacer a los hombres; prestando a los hermanos todos los
servicios que pueda, convirtiéndome así en el fámulo de la comunidad. Entraré en lid contra la gula con el
arma de la mortificación en las comidas, y contra la sensualidad renunciando a todo lo que no me sea
necesario.

Si así lo hacéis, ¡qué ayuno más bueno vais a practicar!, ¡qué cuaresma tan santa vais a pasar! Ese es el
medio más seguro de imitar a Jesucristo, participar en sus dolores y aseguraros un tesoro de méritos para la
eternidad.

4. No consentir jamás que ayune el alma, no darle nunca pan mohoso.

Se hace ayunar al alma cuando se falta a los ejercicios de piedad: meditación, examen, lectura espiritual,
misa, comunión. Se hace ayunar al alma cuando se descuida la práctica de las virtudes y de las buenas
obras, cuando uno es infiel a la gracia, cuando se obra por rutina, sin rectitud de intención y, por
consiguiente, sin mérito.

Se le da pan mohoso cuando se rezan mal las oraciones, se recitan distraídamente, con desidia y tibieza,
sin preparación ni devoción. La oración rezada con descuido y distracciones consentidas, la lectura
espiritual hecha sin atención, sin deseo de aprovecharla practicando lo que enseña, son para el alma Io que
el pan mohoso para el cuerpo: alimento deteriorado, que altera la salud y la desconcierta, en vez de
mantenerla y fortalecerla.

No impongáis, pues, ayuno al alma, no le deis pan mohoso, a saber: no abandonéis uno solo de los
ejercicios de piedad; no os contentéis con la asistencia a ellos; llevadlos debidamente a cabo y luchad
animosamente contra las distracciones.

Pero ahora tengo que preguntaros: ¿Qué finalidad tiene el ayuno prescrito por la Iglesia? Con toda
seguridad, me vais a responder: Hacer penitencia, combatir y domeñar las pasiones con la mortificación del
cuerpo y, en último término, imitar a Jesucristo.

Muy bien, estoy conforme con vosotros en que son ésos los motivos principales del ayuno. Pero, ¿no falta
nada? Sí, se ayuna y se priva uno de parte del alimento para socorrer a los pobres y distribuirles más
abundantes limosnas, dándoles todo aquello de que uno prescinde. Es lo que hacen los buenos cristianos:
entregar a los pobres el beneficio integro del ayuno.

Deseo, carísimos hermanos, que hagáis algo parecido. Ofreced para ello a Dios y con el fin de obtener la
conversión de los pecadores y de los infieles, la santificación de los niños de nuestras escuelas y el alivió de
las almas del purgatorio todos los actos de virtud que vais a practicar con la modestia, la observancia del
silencio y el santo vigor que necesitáis para combatir defectos y pasiones, para orar debidamente y practicar
las virtudes de nuestro santo estado. Tal ofrecimiento y entrega serán una obra muy agradable a Dios,
utilísima al prójimo y mucho más meritoria para vosotros mismos que el privaros de un zoquete para dárselo
a los pobres.

Vamos a ver, hermanos:

¿Estáis conformes con el ayuno que os propongo? ¿Satisface vuestra devoción y amor a la penitencia?

El padre se detuvo aquí un momento, como quien espera una contestación. Los hermanos jóvenes, que le
habían escuchado con atención, aunque un (poco defraudados en su piadoso anhelo, ligeramente
cabizbajos pero sonrientes, parecían decir:

Sí, padre, estamos satisfechos y cumpliremos exactamente lo que acaba de aconsejarnos.

EI venerado padre agregó:

Para que veáis el interés que tengo en animar a cuantos gustan de la penitencia y mortificación, y
manifestaros lo edificado y satisfecho que estoy de vuestra docilidad, os autorizo la práctica del ayuno
corporal ordinario todos los viernes de cuaresma, en honra de la pasión de nuestro Señor Jesucristo.

CAPÍTULO V
HERMANOS QUE NO AGRADABAN AL PADRE CHAMPAGNAT

El padre Champagnat era muy alegre y expansivo en las recreaciones.


Aunque sus coloquios versaban generalmente sobre temas serios y
edificantes, les daba siempre un tono agradable y agudo que caía en gracia y
entretenía, a la vez que instruía.

En cierta ocasión, tras haber hablado de las dotes que ha de tener un maestro
para atraer a los niños, preguntó a los hermanos en tono festivo:

¿A que no adivináis cuáles son los hermanos que no me gustan? Al verlos en


apuros para contestar, el venerado padre prosiguió:

1. No me gustan los hermanos predicadores, que echan sermones

El trabajo de un hermano no consiste en dar explicaciones largas, poner preguntas difíciles, menos aún echar
sermones.

Dejad esa labor para los clérigos; vosotros contentaos con que los niños aprendan perfectamente el texto del
catecismo y contesten a algunas preguntas fáciles, para ver si entienden lo que decoran; limitaos a grabar
profundamente en sus almas las verdades fundamentales de la religión, insistiendo a menudo en ellas y en
los misterios principales; formad a los niños en las prácticas de la piedad cristiana, infundidles sumo horror
al pecado, gran confianza y amor a nuestro Señor Jesucristo.

Ahora bien, todo eso puede lograrse con ahorro de palabras, con preguntas sencillas a modo de
advertencias y consejos, en vez de discursos farragosos que aburren a los niños y no les dan instrucción.
2. No me gustan los hermanos señoritos, que se pasean por el aula.

Mientras esos hermanos recorren con paso largo y solemne la clase, a espaldas de los niños, éstos hacen
travesuras y a veces se escandalizan y enseñan mutuamente el mal.

Con razón, pues, pide la regla que los hermanos permanezcan en la cátedra y no bajen de ella sin
necesidad: Pueden así dominar perfectamente con la vista a los alumnos, darse bien cuenta siempre de lo
que están haciendo y mantenerlos en la imposibilidad de trastornar el orden, de apartarse del deber o burlar
la vigilancia del maestro. La disciplina, el buen espíritu, e incluso los progresos de la clase, dependen
esencialmente de la exacta observancia de ese artículo reglar.

3. No me gustan los hermanos menegildas, carentes de dignidad, que acarician


torpemente a los niños y les estropean el carácter.

Enseña la experiencia, efectivamente, que los niños mimados, acariciados, que reciben sin ton ni son
halagos y lisonjas, pierden todo respeto y estima al profesor, se tornan orgullosos, hipócritas, tercos,
irascibles, díscolos, ingratos y egoístas; con frecuencia acaban por hacerse licenciosos y tremendamente
perversos.

Se echa a perder a un niño de distintas maneras: se le malea la mente con las adulaciones; el corazón, con
excesos de mimos y demostraciones de afecto; la voluntad, dejándolo entregado a sus caprichos; el
carácter, tolerando sus defectos. Pero, sobre todo, con las familiaridades viles es como se llega a malear a
la vez todas las facultades del niño. Un hermano cuerdo, que mire por su reputación, que tenga conciencia
de su dignidad y de la del alumno, y por encima de todo desee conseguir el bien y precaverse contra
cualquier peligro, guarda sumo respeto a sus discípulos, les habla siempre :on discreción y nunca los
acaricia ni pone la mano en ellos.

4. No me gustan los hermanos verdugos.

Qué vergonzoso defecto el de abofetear a los niños, pegarles con la mano, a chasca o el puntero, tirarles de
las orejas o del cabello! ¿No es eso, en cierto modo, imitar a los verdugos de Jesucristo, que cubrieron de
oprobios la augusta y sagrada cabeza del Salvador divino?

Con toda razón, por consiguiente, nos indica la regla que todos esos modos de corregir a los niños son
indecorosos y opuestos a la caridad, manifiestan pasión, y los tienen prohibidos los hermanos. ¿Acaso se
puede educar a los niños y formarlos en la virtud a palmetazo limpio? De ninguna manera. Los buenos
modales, la razón y la piedad son los que logran que os alumnos sean dóciles y se inclinen al bien, no los
castigos corporales.

Pero, padre replicó un hermano, el Espíritu Santo encarece que se castigue al niño y se le corrija con
diligencia.

Es verdad contestó el padre que el Espíritu Santo quiere que se corrija al niño, que incluso impone ese
deber a los padres y, por consiguiente, a los que hacen sus veces. Pero castigar al muchacho no es
pegarle, y en la sagrada Escritura el término «castigar» no quiere decir corrección aflictiva, sino cualquier
penitencia.

Padre, con su permiso haré observar que los castigos son necesarios para lograr la disciplina que tanto nos
encomia usted y de la que asegura que ella sola es media educación.

Efectivamente replicó el padre, la disciplina es tan esencial para la educación, que ésta no es posible sin
aquélla. Pero, ¿le parece a usted que con los castigos corporales es como se establece la disciplina en una
escuela? Yo creo que la disciplina es obra de la autoridad moral y no de los castigos. Estos generalmente no
hacen más que irritar a los alumnos y alejarlos de la escuela. La competencia, la virtud, una conducta
siempre ejemplar, una entrega sin límites a la formación de los niños y un talante siempre sereno, son los
que dan la autoridad moral de que os hablo.

Por otra parte, ¿a qué se endereza la disciplina? ¿Tan sólo a imponer orden externo en el aula, a domeñar
por la fuerza a los niños y sujetarlos de buena o mala gana al reglamento de la escuela? No, la disciplina
tiene como fin conquistarse el corazón del niño, formarlo en la virtud, inducirle a que cumpla el deber por
amor, y no causarle espanto ni doblegarlo por la fuerza. Para ello es preciso que sea paternal; de lo
contrario, no educa verdaderamente al niño y lo malea en vez de mejorarlo. Mostraos más bien padres que
maestros con los alumnos: ya veréis cómo os respetan y obedecen fácilmente.

El espíritu de una escuela marista ha de ser el de una familia y no el de un cuartel o de un penal. Pues bien,
los sentimientos mutuos de respeto, amor y confianza son los que predominan en una familia buena, y no el
temor de los castigos. La cólera, la brutalidad y el rigor son inspiraciones del demonio para acabar con el
fruto de los santos principios inculcados a los alumnos. Y así como la cizaña ahoga el buen grano, así los
tratos rudos sofocan las buenas disposiciones que las enseñanzas y ejemplos hacen brotar en el corazón
de los niños.

En ese momento, el toque de campana vino a interrumpir y cerrar aquella plática tan interesante. Mas, no
bien llegó el recreo siguiente, los hermanos rodearon al padre y le preguntaron:

¿Hay algunos hermanos más que no le gusten, padre?

Sí, hay unos cuantos.

5. No me gustan los hermanos que crían molleja.

Y ello por cuatro motivos:

1° Porque los holgazanes no son aptos para la vida religiosa. Ésta, de por sí, es vida de trabajo, entrega y
mortificación.

2° Porque «la ociosidad es maestra de todos los vicios», según dice san Juan Crisóstomo, que agrega: «La
tierra dejada en barbecho no da más que abrojos; de igual modo, el hombre que se entrega a la ociosidad
es un criadero de tachas, vicios y pecados». Al hombre que trabaja, le tienta sólo un demonio; al perezoso,
le acosa una legión de espíritus infernales. Según santo Tomás, la pereza es el cebo con que el demonio
pesca más almas. Fijaos en esto: mientras Sansón guerreó contra los filisteos, guardó intacta la fuerza y la
virtud; mientras David estuvo empeñado en las labores del comienzo de su reinado, se vio libre de faltas; y
mientras Salomón estuvo ocupado en la construcción del templo, fue prudente y triunfó de sus pasiones.
Pero cuando esos tres hombres preclaros se dieron a un ocio funesto y a la molicie, cayeron y se dejaron
llevar de las pasiones más vergonzosas.

3° Porque la ociosidad desagrada mucho a Dios y ella sola basta para arruinar un alma. Esa es la
enseñanza de Jesucristo cuando condena al siervo malo y perezoso (Mt, 25, 26) que había escondido el
talento; cuando maldijo la higuera en la que nada encontró, sino follaje (Mc 11, 13) y cuando sentenció:
Todo árbol que no produce buen fruto será cortado y echado al fuego (Mt 3, 10). La misma verdad enseña
san Pablo con esta comparación: La tierra que embebe la lluvia que cae a menudo sobre ella, y produce
yerba que es provechosa a los que la cultivan, recibe la bendición de Dios; mas la que brota espinos y
abrojos, es abandonada y queda expuesta a /a maldición, y al fin para en ser abrasada (Hb 6, 78).

4° Porque el hombre ocioso es un ser inútil, un estorbo para todo el mundo. Por eso dice la sagrada
Escritura: Como el vinagre a los dientes y el humo a los ojos, así es el haragán para los que le mandan (Pr
10, 26). Hace sufrir a cuantos viven con él y trabajan junto a él en el mismo empleo y la misma casa. El
perezoso lleva el malestar y el desorden a todas partes. Quien rehúye el trabajo, cumple mal el oficio e
impide que los demás lo cumplan debidamente. Al no efectuar la labor que le corresponde, aumenta la de
los otros hermanos; todo aquello de que se desentiende, lo han de realizar los demás, obligados a suplir lo
que la pereza le hace descuidar a él.

El hermano haragán nunca podrá cumplir adecuadamente un empleo. No es apto para la enseñanza, ya
que instruir a los alumnos requiere capacidad y entrega; no vale para dirigir una casa, puesto que ese cargo
exige ciencia, experiencia y reflexión, dotes que sólo pueden adquirirse con diligencia y con virtud sólida; ni
siquiera es idóneo para un trabajo manual, ya que éste supone esfuerzo y sujeción, y eso asusta a un
hombre perezoso y desganado. ¿Qué podrá hacer, por consiguiente, el religioso que rehúye el trabajo?
Ningún bien y mucho mal. En ningún sitio cae bien, porque no es capaz de nada; echa a perder cuanto pasa
por sus manos; es el azote de las comunidades y una carga para todo el mundo.

6. No me gustan los hermanos domésticos. Todo mi cariño lo guardo para los


hijos de la casa.

Pero, ¿deseáis saber en qué difieren el hermano doméstico y el que es hijo de la casa?

1° El hermano doméstico mira al superior como a un amo adusto o un guardia civil: le teme, huye de su
presencia y le oculta, cuanto puede, sus acciones. El que es hijo de la casa ve en el superior a un padre:
tiene plena confianza en él, le da a conocer los propios defectos y necesidades, no guarda ante él nada
secreto. El espíritu filial que le anima, le lleva a estimar como un beneficio cuanto le viene de parte del
superior, y a recibir sus avisos y amonestaciones cual prendas de afecto y demostraciones de la amistad
más tierna.

2° El hermano doméstico mira a los miembros de la comunidad como extraños, no tiene para con ellos
caridad ni cortesía, no hace nada para aliviarlos, prestarles servicios o endulzarles la vida. El hijo de la casa
ve tantos hermanos cuantos son los miembros de la congregación, comparte sus penas y alegrías, siempre
está dispuesto a procurarles ayuda y alivio, y a prestarles incluso los servicios más humildes y penosos.

3° El hermano doméstico se considera a sí mismo extraño en la comunidad; los intereses de ésta le tienen
sin cuidado; nada le importa que el instituto prospere o vaya a menos; carece de abnegación y celo por el
bien común; no cumple el oficio más que para salir del paso; derrocha los bienes de la congregación; por no
molestarse en cuidar de las cosas, deja que se echen a perder; en una palabra, usa de ellas como de
bienes del Estado. El religioso hijo de la casa mira el instituto como su familia y nada le interesa tanto como
verlo prosperar bajo la bendición de Dios. Se afana, pues, por adquirir su espíritu, poseer las virtudes y
conocimientos requeridos para su fin, y hacerse apto para los distintos empleos que se le puedan confiar.
Totalmente dedicado al bien del instituto, siempre antepone las ventajas de la congregación, o el bien
común de una casa, a sus intereses personales. A todo lugar lleva el buen espíritu y en todas partes da
buen ejemplo; está siempre dispuesto a sacrificar lo que más le cueste: gustos propios, satisfacciones
personales, labores, fuerzas, salud y la misma vida, en aras del bien del instituto.

4° El hermano doméstico vive en la religión como en el exilio o en la cárcel; es un infeliz que no tiene un
amigo, porque nadie simpatiza con él. El hijo de la casa disfruta de todos los encantos y dulzuras del
ambiente de familia: tiene tantos servidores, o, mejor, tantos hermanos cariñosos cuantos miembros tiene la
congregación; halla en la vida religiosa el céntuplo prometido por Jesucristo; todo se convierte para él en
dicha y consuelo.

7. No me gustan los hermanos lunáticos.

Son de la misma ralea que los aludidos por el Espíritu Santo, cuando afirma: El necio se muda como la luna
(Eclo 27, 12). Esa clase de individuos no estiman la vocación y toda la vida renquean. Son poco idóneos
para la virtud, ya que ésta requiere carácter recio y voluntad firme; valen todavía menos para la enseñanza,
ministerio que pide muchísima constancia y paciencia a toda prueba. El hombre santo persevera en la
sabiduría como el sol (Eclo 27, 12), dice el Espíritu Santo. Lo cual significa que es firme y constante en la
vocación, sin añorar las cebollas de Egipto; firme y constante [58] en los buenos propósitos de cada día, en
los estudios, en el empleo y en todo lo que emprende; firme y constante en la lucha contra las tentaciones,
sin dar tregua a los defectos ni arredrarse ante la santa violencia que ha de imponerse para evitar el
pecado, conservar la gracia y practicar la virtud.

8. No me gustan los hermanos que van a Egipto en busca de consejos.

Cuando un hermano los necesita para la propia conducta o la dirección de la escuela, ha de pedírselos al
superior. Si anda en busca de otros asesores, se expone a recibir consejos extraños a sus necesidades y al
espíritu de su vocación.

El fármaco mejor contra las tentaciones es franquear el corazón al superior y obedecerle: nada hay más
eficaz, especialmente en las tentaciones contra la vocación. Quien, en esos trances, pretende ser guía de sí
mismo, corre a la ruina. El que, en vez de dirigirse al superior y seguir sus consejos, busca la orientación en
otra parte, se extravía también. Quien vaya a buscar consejos a Egipto, se perderá con los consejos de
Egipto. Nadie hay más indicado que el superior para juzgar de la vocación de un religioso, porque tiene para
ello gracias de estado y es el guía establecido por Dios para orientar a los súbditos que se le han confiado.
Un hermano que, en tales ocasiones, encubre su actitud al superior o desprecia su consejo para seguir el de
otro, cae a menudo en la ilusión y corre a su ruina.

9. No me gustan los hermanos orgullosos, presumidos. Mis predilectos son los


hermanitos que se ocultan como las violetas y andan siempre en busca del
último lugar.

Dios se complace en los humildes y los bendice en todas sus empresas. Por el contrario, aborrece a los
soberbios y les retira la ayuda de la gracia, porque intentan arrebatarle la gloria y se atribuyen a sí mismos
todo el bien que logran o creen lograr. En mi opinión, no hay defectos que más perjudiquen a las obras de
Dios y sean más propios para hacerlas fracasar, que la presunción, la fe en los propios talentos y la
confianza en las propias fuerzas. Estoy, pues, convencido de que los hermanos de más talento, si no son
humildes, son los menos aptos para lograr el bien, porque sólo cuentan consigo mismos y no con Dios. Lo
que se precisa para llevar a cabo las obras de Dios no es talento, sino mucha piedad, abnegación,
confianza en Dios y buen espíritu.

Un hermano humilde y convencido de su pequeñez se hace agradable a todos por la modestia, la cortesía y
buenos modales en sus relaciones con toda clase de personas; la humildad sublima todo lo que de él
procede, da realce a sus virtudes, avalora sus actos más corrientes, da gravedad a sus palabras, le merece
la confianza y respeto de los demás, le conquista el aprecio de todos.

El orgulloso es rechazado por Dios y por los hombres. Así como un estómago fétido arroja regüeldos dice el
Espíritu Santo, así sucede con respecto al corazón del soberbio (Eclo 11, 32). Dondequiera que se halle, el
orgulloso introduce el desorden. Un espíritu altivo promovió la división de los ángeles en el cielo. No se
precisa más que una mente orgullosa, altanera, arrogante, endiosada, para fomentar la turbación y el
desorden en una familia o en una comunidad. ¡Pésimo vicio es el orgullo! No me extraña que san Juan
Crisóstomo lo llame «extremada locura» y asegure que es preferible ser loco antes que orgulloso. El
primero, efectivamente, se queda con su desgracia; el soberbio hace partícipes de la suya a los demás.

10. Finalmente, no me gustan los hermanos tardones.


Con el fin de que se acostumbrasen los hermanos a la máxima puntualidad, el venerado padre había
prescrito una penitencia para quien llegara el último a los ejercicios de comunidad. A ése le tildaba él de
tardón. Los hermanos desidiosos, que infringen fácilmente la regla, son los peores enemigos del instituto:
ellos son los que hacen perder la estima y amor de las reglas, quienes las hacen pasar por una carga, un
yugo pesado del que uno debe liberarse lo más posible; ellos son los que arruinan la regularidad y fomentan
el mal espíritu, los abusos y todos los desórdenes que penetran en las casas religiosas.

Ya el bondadoso padre cerró la charla con esta consideración:

Ya lo comprendéis, hijos míos, no es que no ame a los hermanos que acabo de enumerar: sus defectos son
los que me resultan odiosos. Yo quiero a todos los hermanos y, si alguna predilección siento, es
precisamente por los que más necesitan de mi ayuda.

CAPÍTULO VI
LOS TRES PRIMEROS PUESTOS

Cierto domingo del mes de julio, en una plática sobre el


evangelio de la fiesta de Santiago, que ese año caía al
día siguiente, el venerado padre fundador estaba
haciendo unas preguntas a un hermano. Este le
manifestó su extrañeza ante la petición de la madre de
los hijos del Zebedeo. He aquí la respuesta que le dio:

Hermano, aunque no nos parezcan fruto de reflexión


muy madura, hay muchas cosas que hemos de saber
perdonar al amor de una madre. Usted opina que esa mujer era demasiado ambiciosa. Pues bien, he de
manifestarle que yo Io soy mucho más. Ella sólo pedía un primer asiento para sus dos hijos; yo estoy
pidiendo tres, cada día, para todos vosotros. ¿Sabéis cuáles son los tres primeros puestos que pido a Dios?
El primer puesto en el portal de Belén, el primero en el Calvario y el primero al pie del altar.

Los hermanitos de María tienen que amarla humildad, sencillez y modestia, la vida oculta: son ésas las
virtudes que nos alcanzan el primer puesto en el portal de Belén.

Tienen que amar la cruz, el sufrimiento y la mortificación, pues la práctica de esos ejercicios da el primer
puesto en el Calvario.

Tienen que amar la santa misa y comunión, las visitas frecuentes al santísimo Sacramento, que son la
moneda con que se paga el derecho al primer lugar junto al ara en que se inmola y permanece día y noche
Jesucristo. Los hermanos maristas han de tener corazón de oro candente, hecho ascuas de amor, ya que al
amor de Jesús se le reserva el primer lugar en todas partes.

Mi anhelo es que los hermanos de María sean los familiares íntimos de Jesús en la cuna de Belén, de Jesús
en el Calvario y de Jesús en el altar. Han de ser sus palaciegos en todos los misterios de su vida, en todas
sus acciones y sufrimientos: ése ha de ser el tema principal de todas las meditaciones que hagan; han de
acompañar a Jesús en todas las circunstancias de su vida, pero conviene que le acompañen sobre todo en
la cuna, la cruz y el altar.

Los hermanos maristas han de considerar como pronunciadas para ellos estas palabras de Isaías: El
cíngulo de sus lomos (del Señor) serán los justos, y los fieles el cinturón con que se ceñirá el cuerpo. ¿De
qué modo son los justos el cíngulo del Señor? Acompañándole en todas sus acciones, siguiéndole en todos
sus misterios, meditando diariamente su santa vida, sus trabajos y sus beneficios.

¿Sabéis, queridos hermanos, por qué anhelo que seáis los familiares de Jesús en el portal de Belén, en el
Calvario y en el altar? Porque esos tres sitios son las tres fuentes más abundantes de la gracia, y desde
ellos Jesús la derrama copiosamente sobre sus elegidos. Oíd, una vez más, al profeta Isaías, que clama:
Sacad agua con gozo de las fuentes del Salvador (Is 12, 3). Allí encontraréis todas las gracias: la gracia de
la misericordia, con la que os podréis purificar de toda mancha y pecado; la paz del alma, los consuelos
divinos, la santa alegría, la buena voluntad, la fuerza y santo arrojo para venceros, combatir el pecado y los
defectos; la gracia de las luces divinas, que os revelarán la grandeza de Dios y el servicio que se le debe, la
excelencia de vuestro estado, lo que vale el alma y la estima que os han de merecer las cosas santas y la
regla; la gracia de la devoción y de la sólida piedad. ¡Qué fervoroso llegará a ser y cuánto ha de medrar en
la virtud, quien medite asiduamente la encarnación, la redención, la eucaristía y todo lo que el divino
Salvador hizo por nosotros! La cuna de Belén, el Calvario y el altar son tres fuentes inagotables de piedad,
gracia y fervor. El hermano que more junto a esos hontanares sagrados, llegará a ser semejante al árbol
plantado a la vera de las aguas, que echa robustos sarmientos y no deja de dar fruto (Sal 1, 3; Jr 17, 8; Ez
19, 1011).

Encontraréis allí, sobre todo, el amor de Jesús, la más valiosa de todas las gracias. Dios es caridad, dice
san Juan (1 Jn 4, 16). Si, Dios es caridad en todas partes, pero singularmente en la cuna, la cruz y el altar,
tres lugares donde se manifiesta su amor infinito; en esos tres lugares, sobre todo, enciende en su divino
amor el corazón de los santos; en esos tres lugares nos hace ver cuánto nos ama.

Yo he venido a poner fuego en la tierra, nos dice Jesucristo, y ¿qué voy a querer sino que arda (Lc 12, 49) y
en él se encienda y abrase el corazón de todos los hombres? Jesús vino a traer el fuego sagrado a la tierra
y lo difunde por el mundo entero; pero puso tres fraguas a las que vienen a abrasarse todos los santos,
todas las almas fervorosas: el portal de Belén, el monte Calvario y el altar. ¡Oh hermanos, id a las fuentes
del Salvador, sacad de ellas con gozo aguas abundantes!

¿Oís bien lo que se os dice? «Sacad aguas abundantes». No aleguéis que se os mide la gracia, que se os
reparte con parsimonia, que os veis obligados a esperar; no volváis a quejaros de que pedís y no alcanzáis
nada. Quien os la distribuye no es el sacerdote, ni siquiera os la da la mano generosa de Jesús: vosotros,
sí, vosotros mismos la sacáis; podéis tomar cuanta os plazca. Vosotros, pues, tenéis la culpa, si sacáis
poca: es que la estáis sacando con recipiente pequeño. ¡Ea!, id a las fuentes del Salvador, id con frecuencia
y sacad siempre gracias copiosas.

Los ricos de este mundo, los grandes de la tierra, tienen varias mansiones o palacios en los que moran
sucesivamente, según las estaciones del año o sus caprichos y satisfacciones naturales. Los santos, los
amigos de Jesús, tienen también varias moradas, pero sienten apego especial a tres aposentos:

1. El portal de Belén, donde se recogen para meditar el inefable misterio de la encarnación y contemplar al
Niño Jesús.

2. El Gólgota, donde pasan la cuaresma y todos los viernes del año en conversación familiar con Jesús
crucificado, meditando sus dolores y oprobios, y especialmente el amor inmenso de su divino Corazón.
«¡Qué bien se está aquí exclamaba san Buenaventura cuando se encerraba en esta celda, quiero hacer tres
moradas en Cristo crucificado: una en las manos, otra en los pies, la tercera en su adorable Corazón. En
ellas alcanzaré cuanto desee». San Agustín decía: «Vivo en las celdas de las llagas de mi amado Jesús y
encuentro en ellas cuanto he de menester, ya que sus llagas rebosan misericordia».

3. Finalmente, el tercer aposento de los santos es el altar, junto al cual se recogen cada día para adorar y
amar a Jesús, acompañarle y exponerle sus peticiones de socorro. San Eleázaro escribía a su esposa santa
Delfina: «Si me buscas, si deseas verme, me hallarás en el Corazón de Jesús, en el santísimo Sacramento:
allí es donde suelo vivir».

Esos tres aposentos son para los santos tres hornos donde el alma se les consume en las llamas de la
divina caridad; llegan a ser, en esas moradas santas, serafines de este mundo, y crecen más y más en
virtud.

Al igual que los santos, los hermanos de María han de vivir sucesivamente en esos tres aposentos,
trasladándose del portal de Belén al Calvario, y del Gólgota al altar. Han de anhelar el primer puesto en
cada uno de esos tres sitios y, para lograrlo, ser humildes, mortificados y abrasados en amor.
CAPÍTULO VII
EL ANEURISMA, IMAGEN DE LA INFIDELIDAD A LA REGLA

El hermano Pacomio, Juan María RÉOUR, falleció súbitamente a


consecuencia de una hemorragia. Como tanta gente en el mundo,
había vivido mucho tiempo lejos de Dios. Se convirtió al escuchar un
sermón de nuestro venerado padre sobre la incertidumbre de la
muerte. La conversión fue tan perfecta, que abandonó el mundo y
abrazó la vida religiosa. Durante el retiro de 1838 tuvo el
presentimiento de su fin próximo, y lo hizo como si hubiera de ser el
último de su vida.

Tenía la buena costumbre de elegir, al principio de cada mes, una


máxima de la sagrada Escritura o de los padres de la Iglesia, que le
sirviera de pauta durante esos treinta días. La sentencia que le tocó para diciembre de aquel año fue
ésta: Estad apercibidos, porque a la hora que menos penséis, ha de venir el Hijo del hombre (Mt
24, 44). Creyó ver en ella un aviso de su fin próximo e intensificó la vigilancia, la piedad y el fervor
para prepararse

Aunque no se le había alterado la salud, cuanto más corría el mes a su fin, más se le intensificaba el
presentimiento de la muerte. El 9 de enero tuvo de repente una hemorragia tan profusa, que en
menos de dos horas acabó con él. Pero al haberse preparado desde mucho antes, la vio llegar sereno
y la aceptó no sólo resignado sino con santa alegría.

El venerado padre aprovechó aquella circunstancia para dar a los hermanos una plática muy
interesante sobre el peligro en que pone su salvación el religioso infiel a la regla.

La regla les dijo es el alma de una casa religiosa, el corazón de la perfección de sus moradores. Por
eso, el hábito de infringirla es, para la perfección y la salvación eterna de un religioso, un mal tan
grave como el aneurisma para la salud y la vida de un hombre. Para saber si una persona está
enferma y conocer la gravedad del achaque, se le toma el pulso. Tratándose de las almas, para darse
cuenta de la salud espiritual o perfección de un religioso, tomadle el pulso de la regularidad: no
andaréis equivocados si, para calcular su virtud, le aplicáis el termómetro de la fidelidad a la regla.

El hermano que observa cabalmente la regla, es un religioso santo; el que la infringe con facilidad,
es un religioso tibio; el que no la toma nada en cuenta y la quebranta habitualmente, es un religioso
perverso.

El aneurisma engendra alteración y trastorno general en el cuerpo, produce jaqueca y derrengadura.


El quebrantamiento habitual de la regla mata la vida de comunidad, perturba el orden de la casa y
compromete la buena marcha de las escuelas.

Todo religioso habitualmente infiel a la regla perjudica al instituto, le afrenta y baldona, le priva de
las bendiciones de Dios. Viene a ser para los hermanos ocasión de tropiezo, piedra de escándalo. Si
una persona solitaria vive en el desbarajuste, se pierde, pero no es ruina contagiosa; por el contrario,
un religioso en comunidad no necesita cometer grandes crímenes, basta que sea infiel a la regla,
cobarde y quebrantador de ciertas observancias, para arrastrar en pos de sí a otros muchos y alterar
el orden de una casa.
Infringir habitualmente la regla es hacerse reo de una maldición espantosa. Tronsón, efectivamente,
afirma: «Quien funda una comunidad es partícipe de todas las obras buenas que en ella se hacen, y
engarzará en su propia corona tantos florones cuantas sean las almas que en ella se santifiquen. Pero
quien, por su conducta relajada, introduce el desorden en una comunidad, se hará reo de todas las
faltas cometidas por los que él haya escandalizado y por los que éstos escandalicen a su vez». «La
casa religiosa dice Salviano, en la que han dejado de observarse las reglas, ya no es asilo ni puerto
de salvación, sino lugar de escollos y naufragios para cuantos allí se refugian».

¡Ay, pues, de los quebrantadores de las reglas!, porque son promotores de la ruina de las almas.

El aneurisma trastorna el estómago, corta la digestión, entorpece la respiración, inflama e irrita las
entrañas, invalida los buenos efectos de la alimentación, el aire y el descanso: lo paraliza todo. La
infidelidad a la regla produce los mismos efectos: echa a perder los ejercicios de piedad por el mero
motivo de que no se cumplen a su debido tiempo y según el espíritu de la regla; aja las virtudes y
les quita el mérito, porque se practican al impulso del espíritu propio y no por obediencia; impide
que los sacramentos produzcan los efectos debidos; paraliza o anula todos los medios de salvación;
perturba todas las facultades del alma: el entendimiento, que divaga, se altera y desatina cuando no
se nutre según la regla; el corazón, que se malea y estraga al entregar su afecto a bagatelas y, con
frecuencia, a cosas malsanas, en vez de apegarse al deber, al afán de perfección, a la regla y a
Jesucristo; la voluntad, que al sacudirse la disciplina, la formación, la fortaleza y el cauce de la
regularidad y puntualidad, se vuelve caprichosa, voluble, débil e incapaz, por lo mismo, de un acto
generoso de virtud.

El aneurisma debilita las fuerzas, la energía y la salud; reduce el cuerpo a un estado de sufrimientos
continuos. La infidelidad a la regla, al frustrar el influjo de la gracia, quita también las fuerzas del
alma y la energía para luchar contra el pecado y practicar la virtud.

La sangre circula por las arterias hasta las últimas extremidades del cuerpo; también la gracia, por la
sumisión a las reglas, riega todas las facultades del alma. Así pues, cuantas sean las infracciones que
cometáis contra las reglas, otras tantas son las gracias que perdéis.

¿De qué gracias priva la infidelidad a la regla?, preguntaréis.

De las gracias atribuidas al tiempo, lugar y acatamiento de cada artículo reglar; de las gracias de
estado, de las gracias de supererogación y privilegio, sin las cuales no hay virtud sólida ni piedad
genuina, la perfección se viene abajo y se pone en gran peligro la salvación. «La predestinación del
religioso afirma san Francisco de Sales depende de su fidelidad en la observancia de las reglas».

Aneurisma, enfermedad mortal. La infidelidad habitual a la regla es también achaque, enfermedad


que lleva al pecado grave, a la muerte del alma. Infringir una regla no es un mal menor cuando hay
hábito de ello, sobre todo por las secuelas de tales infracciones cuando se repiten con frecuencia.
Una sola arteria rota pone en peligro la vida de una persona. Para que se origine un incendio, basta
una chispa. El menor portillo abierto en la muralla puede facilitar la entrada al enemigo y causar la
rendición de la plaza. Basta que se desprenda una piedra de la bóveda para que se venga abajo toda
la sillería. El menor orificio en un estanque basta para vaciarlo.

Todas esas comparaciones nos avisan que las faltas leves debilitan el alma, la privan de la gracia y
la llevan a faltas mayores, al pecado y a la muerte. Lo confirma esta sentencia del mismo Salvador:
El que es infiel en lo poco, también lo es en lo mucho (Lc 16, 10). Finalmente, es cosa bien sabida
que nadie se ha santificado en una comunidad sin observar las reglas. Quien destruye el vallado,
mordido será de la serpiente (Ecl 10, 8), dice el Sabio. El vallado es la regla, la serpiente es el
pecado mortal.

El aneurisma expone a una muerte instantánea. La persona que lo padece puede fallecer en pocas
horas por una gota de sangre coagulada que Ilegue al corazón, por congestión cerebral o por simple
hemorragia. La infidelidad a la regla produce los mismos efectos y expone el alma a los mismos
peligros. El religioso quebrantador de la regla camina constantemente por la orilla del abismo, no
puede contar con un solo día de salvaguardia: la ausencia de un solo ejercicio de piedad, una visita
irregular, una concesión a la pereza o a la gula, cualquier artículo de regla infringido, pueden
ocasionar una caída grave y ser principio de reprobación.

¿Por qué cae tan fácilmente dicho religioso?

1. Porque las reiteradas infracciones le han debilitado el alma, afeminado la voluntad, arrancado de
la conciencia el horror al pecado y preparado así el camino para las caídas peores, los pecados
mortales.

2. Porque el religioso que anda fuera del debido lugar, se encuentra sin gracias de estado ni de
protección, sin la ayuda sobreabundante para evitar el mal. El socorro especial está vinculado al
puesto en que debiera hallarse; fuera de él, se le deja con la propia debilidad, se halla cercado de
enemigos y no tiene defensa. ¿A quién puede extrañar que caiga en el pecado y en él se atolle? Es
verdaderamente un caso lastimoso.

Tal es la esencia de la admirable plática que el venerado padre dio a la comunidad con motivo de la
muerte casi repentina del hermano Pacomio.

CAPÍTULO VIII
LO QUE ES EL PECADO

Como todos los siervos de Dios, como todos los santos, el padre
Champagnat tenía extremo horror al pecado. Los acontecimientos
más enojosos, las tribulaciones, la oposición de la gente, la pérdida
de bienes temporales, nada era capaz de alterarle la paz del alma ni
su talante siempre alegre. Sólo el pecado le afligía visiblemente y
daba a su rostro una expresión dolorosa y triste. «Ver que se ofende
a Dios y se pierden las almas decía son para mí dos cosas
insoportables y que me parten el corazón».

En las instrucciones que daba a sus religiosos, no cesaba de insistir


en el pecado, recordándoles la injuria que infiere a Dios, el daño que
hace al hombre, los castigos terribles con que el Señor lo sanciona, el
horror que ha de inspirar y lo que hemos de hacer para evitarlo. Sería
interminable intentar referir ahora todo lo que le hemos oído sobre
ese tema tan importante. Nos limitaremos a dar un compendio de
algunas de sus pláticas.

¿Qué es el pecado?

Es ésta una pregunta que los sabios, los doctores y santos más ilustres vienen haciéndose desde hace seis
mil años; una pregunta en cuyo estudio y meditación han empleado la vida entera sin que ninguno de ellos,
ni todos juntos, hayan podido contestarla perfectamente. No, ni los sabios, ni los doctores, ni los mismos
ángeles comprenden ni pueden explicar lo que es el pecado. Sólo Dios conoce toda su enormidad y malicia,
sólo Dios puede reparar los males que causa doquiera entre.

1. El pecado es el mal de Dios porque:

1° Ataca a todas sus perfecciones, las hiere, deshonra y ultraja: Dios es la verdad, el pecado es error y
mentira; Dios es la bondad infinita, el pecado es perversidad y mera malicia; Dios es pureza y santidad por
esencia, el pecado es mancha, abominación y oprobio; Dios es la justicia infinita, el pecado es injusticia y
desorden; Dios es unidad, el pecado es división; Dios es el ser necesario, el pecado es la nada, la carencia
absoluta de todo ser. El pecado es, por consiguiente, lo contrario, lo más opuesto a Dios y a sus infinitas
perfecciones: Dios es el bien supremo, el pecado es el peor de los males.

2° Echa a perder todas sus obras y lleva la turbación a todas partes; se opone a todos sus designios,
arruina su gloria y aparta a todas las criaturas de su fin, que es esa misma gloria.

3° Aniquila los méritos de Jesucristo, haciendo inútil la muerte que por nosotros sufrió; pierde a las almas
que el Salvador vino a redimir con todos los trabajos de su vida.

4° Aflige a Dios, ha hecho sufrir a Jesucristo, cuya pasión y muerte renueva cada día. Cuanto es de su
parte, dice san Pablo, crucifican (los pecadores) de nuevo al Hijo de Dios y le exponen al escarnio (Hb 6, 6).

2. El pecado es el mal del hombre.

Le arrebata todos los bienes y le trae todos los males. En el alma que lo comete, el pecado produce los
mismos efectos que la muerte en el cuerpo:

1° La muerte quita al cuerpo la vida, el primero y mejor de todos los bienes materiales. De igual modo, el
pecado quita al alma la vida, es decir, la gracia santificante, la caridad y amistad de Dios, y al mismo Dios,
que es la verdadera vida del alma. El alma que pecare, ésa morirá (Ez 8, 4), y Santiago añade: El pecado,
una vez consumado, engendra la muerte (St 1, 15). San Agustín enseña también: «Muere el cuerpo cuando
el alma se retira y lo abandona; muere el alma cuando Dios se retira de ella. Ahora bien, Dios se retira del
alma en cuanto ésta comete el pecado mortal».

2° La muerte arrebata la belleza del cuerpo. Por muy hermosa que haya sido una persona humana, en
cuanto ha fallecido, se le va la hermosura; no queda más que un cadáver horrible, espantoso de ver. El alma
en gracia es admirablemente bella, más brillante que el sol; nada en la tierra se puede comparar con el
esplendor que la envuelve. AI ver un alma en gracia, santa Catalina quedó arrobada y tan hechizada, que
afirmó: «Si la fe no me hubiera asegurado que hay un solo Dios, habría tomado a esa alma por una
divinidad». Y exclamó: «Jesús mío, ya no me resulta extraño que, por una criatura tan hermosa, hayas
sufrido muerte de cruz». Pero, en cuanto cae el alma en pecado mortal, pierde por completo la belleza, ya
no es más que un objeto de horror. ¡Cómo se ha oscurecido el oro, y mudado su color bellísimo! (Lam 4, 1),
lamenta Jeremías. Aquella alma, más blanca que la nieve, se ha vuelto más negra que el carbón; era
semejante a los ángeles y más esplendente que el sol, ahora es semejante al demonio; al perder la gracia,
se le ha ido toda la hermosura, y es ahora más fea, más asquerosa, más horrible y envilecida que si se
hubiera transmutado en animal inmundo. Si se manifestara en tan horroroso estado, haría morir de espanto
a cuantos la vieran. ¡Oh, qué inmunda y espantosa es el alma que ha perdido la vida de la gracia! Pero aún
hay más.

3° La muerte despoja al hombre de todas las riquezas: oro, plata, tierras feraces, mansiones soberbias,
pericia, cultura, etc. No hay excepción: al morir, nadie se lleva nada, lo deja todo. Desnudo vino al mundo,
desnudo se irá de él. «Ningún rey ni emperador dice san Ignacio se ha llevado al otro mundo una hebra de
oro como insignia de las grandezas y fortuna que abandona». De igual modo, cuando una persona muere
en pecado mortal, adiós riquezas y bienes espirituales; junto con la caridad o vida de la gracia, lo pierde
todo: virtudes, méritos, obras buenas, etc. Dice el Señor:: Si el justo abandonare la virtud e hiciere obras
malas..., morirá en su pecado y no se hará cuenta alguna de las obras buenas que hizo (Ez 3, 20).
Supóngase el caso de una persona que ha repartido toda su fortuna a los pobres, ayunado a pan y agua
durante cincuenta años, practicado en el curso entero de la vida todas las virtudes y toda clase de obras
buenas. Si comete un pecado mortal, todo lo pierde: sí, todos sus méritos, virtudes, obras, preces,
comuniones, todo se echa en olvido, todo perece, nada se le tendrá en cuenta, si muere con esa falta
execrable. ¡Qué ruina espantosa la del pecado mortal!

4° La muerte priva al hombre de todos los sentidos: le quita la vista, el olfato, el oído, la sensibilidad. Un
cadáver ya no ve, ni habla, ni se mueve.

He ahí la imagen de lo que ocurre al que cae en pecado mortal. Éste le quita la vista del alma, la luz, la
inteligencia, el afecto. Ya le pueden avisar que se halla en mal estado, que se pierde y condena: ni ve ni
entiende nada; camina como un ciego, como un loco, de abismo en abismo. El pecado mortal estraga todas
las facultades: echa a perder la memoria, anubla el entendimiento, turba el juicio, corrompe y endurece el
corazón, arruina la conciencia, debilita y extravía la voluntad, embrutece el alma y la vuelve del todo animal.
Por eso, nuestro Señor llamaba a los judíos: ¡Serpientes, raza de víboras! (Mt 23, 33). Mucho peor todavía,
el pecado convierte al hombre en demonio: Vosotros sois hijos del diablo (Jn 8, 44), echó en cara Jesús a
esos mismos judíos. Y en otro lugar, al referirse a Judas, afirma: Uno de vosotros es un demonio (Jn 6, 70).
¡Dios mío, qué cosa tan horrible es el pecado!

3. El pecado es la causa de todas las desgracias temporales que afligen a la


humanidad.

1° El pecado hace perder los bienes, los honores y todos los encantos de la vida: Contaminaste la tierra con
tus fornicaciones y maldades, por cuya causa cesaron las lluvias abundantes, y falló la lluvia de primavera
(Jr 3, 23). ¿Quién arrancó la corona de Israel a Saúl? La desobediencia. ¿Quién derribó del trono a
Nabucodonosor? El orgullo.

2° El pecado arruina y destruye la familia. Has hecho el mal delante de mis ojos..., dice el profeta Natán a
David (de parte de Dios), por lo cual no se apartará jamás de tu casa la espada...; yo haré salir de tu propia
casa los desastres contra ti (2 R 12, 911). El pecado arruinó la familia de Helí, la de Acab y un sinnúmero de
ellas. Mientras Focas, emperador de Constantinopla, estaba haciéndose fortificar el palacio, oyó en la noche
una voz que le dijo: «Príncipe, en vano te pertrechas y construyes murallas para defenderte: el mal está
dentro, tu pecado es el que te arruina». Al día siguiente pereció él y toda su familia.

3° El pecado acorta la vida. He aquí amenaza el Señor a Helí que llega el tiempo en que cortaré tu brazo, y
el brazo de la casa de tu padre, de suerte que ya no haya anciano en vuestra familia..., y una gran parte de
tu casa morirá al llegar a la edad varonil (1 R 2, 3133). Los hombres sanguinarios y alevosos no llegarán a
la mitad de sus días (Sal 54, 24). Cortada ha sido mi vida, como tela por el tejedor; mientras la estaba aún
urdiendo, él me la ha cortado (Is 38, 12). Son oráculos del Espíritu Santo. El día del juicio, veremos que, por
causa de sus pecados, muchas personas han fallecido antes de tiempo.

4. Para saber qué mal tan grave es el pecado, júzguese por el terrible castigo infligido a
Adán por una simple desobediencia.

No bien hubo probado Adán la fruta prohibida, la ira de Dios descargó sobre él todos los males que se
puedan imaginar:

1° Se le despojó de la inocencia, de la justicia original y de todos los dones naturales que la acompañaban.

2° Perdió la gracia y amistad de Dios.

3° Se vio sujeto a la ignorancia, la debilidad, la concupiscencia y el dolor.

4° Fue arrojado del Edén y condenado a comerse el pan con el sudor del rostro durante más de novecientos
años.
5° Toda la creación se rebeló contra él: el propio cuerpo contra el alma; las pasiones contra la mente y la
razón; los elementos, las estaciones, las bestias y los mismos hombres le declaran la guerra.

6° Se le condena a muerte, a la descomposición del sepulcro.

¿Se acabó ya con eso el castigo del pecado de Adán? No, ésa no es más que una parte mínima.

7° Por causa de ese mismo pecado, todos los hombres nacen sujetos a todas las miserias: dolores, hambre,
sed, fatiga, enfermedades, muerte y podredumbre del sepulcro.

8° Todos nacen hijos de ira, enemigos de Dios, esclavos del demonio, indignos e incapaces de poseer la
gloria.

9° Vienen todos al mundo envueltos en la ignorancia, la concupiscencia o inclinación al mal, y un sinfín de


otras calamidades.

10° Lo que es más de lamentar, es la pérdida de una infinidad de criaturas que mueren cada día sin
bautismo entre los infieles, herejes, cismáticos e incluso católicos; en efecto, todos esos niños ya no verán a
Dios, porque mueren reos del pecado.

11° Juntad todos los males de la tierra: hambres, guerras, devastación de tantas poblaciones, achaques,
sufrimientos, enfermedades y todo género de azotes que abruman a la humanidad. Sin miedo a equivocaros
podéis decir: el pecado de Adán es la fuente funesta de todos esos males. Un sólo pecado de Adán atrajo y
ha de atraer, hasta la consumación del mundo, todas esas desgracias a su posteridad.

Ahora bien, si Dios castiga así en los hijos el pecado del primer hombre, que en cierto modo les es ajeno,
¿cómo castigará los pecados cometidos deliberadamente por cada uno de nosotros? Si en este mundo, por
una simple desobediencia de Adán, recae su cólera sobre criaturas inocentes, es más, sobre justos y
santos, ¿qué hará frente a tantas lascivias, blasfemias, escándalos y homicidios que los grandes pecadores
amontonan cada día sin el menor remordimiento? ¡Cuán terrible, Dios mío, es tu justicia, cuán
incomprensible es la maldad del pecado!

5. El pecado es una acción vergonzosa, infamante para el hombre.

Por eso decía san Pablo a los corintios: Desechamos lejos de nosotros las ocultas infamias (2 Co 4, 2). Y
san Juan afirma: Los hombres amaron más las tinieblas que la luz, por cuanto sus obras eran malas (Jn 3,
19). Séneca, con todo y ser gentil, comprendía que el pecado es una infamia y un oprobio: «Aunque supiera
que los hombres lo iban a ignorar y Dios a perdonar, no cometería un delito, por la misma vileza de tal
acto».

Sólo el pecado afrenta y sonroja al hombre. Aunque a uno le echen en cara que es pobre, ignorante,
enfermo, lisiado, cubierto de lodo, desaliñado, no se da por ofendido. Pero si a esa misma persona se la
sorprende en robo, fraude o lascivia y se le dice: eres un ladrón, un embustero, un lujurioso, al punto se
sonroja; prueba evidente de que el pecado es una infamia y envilece al hombre.

6. El pecado es un acto de locura.

¿Qué juicio os merece Esaú que, por un plato de lentejas, vendió el derecho de primogenitura? ¿Qué diríais
de un hombre si, por el gusto de probar la miel, se expusiese a cadena perpetua, o bien a arder durante un
año en una hoguera? ¿Qué se podría pensar de quien, por una fruslería, por un breve solaz, vendiera la
libertad, cediera toda su fortuna y aceptara vivir para siempre como esclavo, en la más dura privación?
Diríais que son actos de locura.
Pues bien, el que por un pecado, un placer de un momento, una satisfacción pasajera y vergonzosa,
sacrifica el alma, Dios y la gloria, y elige el infierno, es decir, penas espantosas, incomprensibles y eternas,
¿no comete un acto de locura mil veces más increíble? ¡Cuán cierto es que según afirma el Espíritu Santo
los pecadores andan enajenados! (Sal 57, 4).

Todo pecador está loco, pues el pecado es la mayor de todas las locuras:

1° Está loco, ya que no sabe discernir lo que le resulta más ventajoso: antepone la criatura al Creador, el
barro al oro, un veneno mortal a la gracia, el infierno al cielo, una satisfacción vil a la gloria eterna. Está loco,
pues se deleita en el mal, se encariña con su enfermedad, rehúye el remedio, desprecia los avisos, se cree
más sabio que todo el mundo. ¡Qué estupidez!

2° El pecador está enajenado, loco, ya que a sabiendas se suicida. Si, pecadores, aunque vuestros
semejantes os tengan por hombres juiciosos y avisados, cuando pecáis, dais muestras evidentes de locura.

3° Si alguien os dijera: Fulano se arrojó voluntariamente del tejado de la casa, quedó con el cuerpo
magullado y se quebró todos los huesos. ¡Ay! exclamaríais, estaba loco, un delirio furioso le había turbado
la razón y trastornado el juicio. Conque ¡estaba loco! Pero, ¿no lo estáis vosotros mucho más? Estabais en
gracia, erais hijos de Dios y así, a buenas, todo lo habéis sacrificado, todo lo habéis perdido; habéis dado
muerte al alma, os habéis hecho esclavos de Satanás. ¿Puede darse locura peor que la vuestra? ¡Con
cuánta razón el Espíritu Santo llama locos a los pecadores, pues prefieren el mal al bien, la muerte a la vida!
Decía Platón que Zeus había quitado a los esclavos la mitad del cerebro; con mayor razón podemos afirmar
que el pecado se lo quita del todo a los que lo cometen.

7. El pecado mortal es una fiebre que hace caer al alma en el delirio y la mata
rápidamente.

1° La fiebre comienza con escalofríos, malestar general, y acaba con ardores. El pecado grave se inicia con
la tibieza, la desidia, la vagancia, y se consuma en el ardor de las pasiones: orgullo, lujuria, gula. Es decir,
los vicios menores, los defectillos, abren la puerta a las pasiones mayores; las faltas leves preparan las
caídas peores, los pecados mortales; el descuido de los deberes corrientes, de las prácticas religiosas del
propio estado, preparan el alma para el abandono de los deberes más importantes del religioso y del
cristiano.

2° La fiebre estraga el gusto, elimina el apetito y las ganas de comer. El pecado grave mata la piedad; el
alma queda sin fuerzas para elevarse hasta Dios; la oración le causa tedio; nada le resulta más penoso que
entregarse a ese santo ejercicio, pues no se atreve a comparecer ante Dios; igual que Adán y Caín, huye de
la vista de Dios: oración, sacramentos, mortificaciones, prácticas de virtud, lectura espiritual, todo eso le
resulta intolerable.

3° La fiebre quita al hombre fuerza y lozanía. El pecado mortal destroza las facultades del alma, arruina la
conciencia y embota la voluntad. Al entregarse al pecado, el alma se ha puesto en la pendiente de una sima,
sin poder detenerse. Las pasiones tienen ahora el mando, las tentaciones arrecian más y más, y ella se
siente oprimida como por el peso de una montaña; a la menor tentación, sucumbe y va rodando de abismo
en abismo; ha perdido la gracia, la genuina fuerza espiritual; ha perdido la firmeza, las virtudes, los dones,
todo lo que la hermoseaba a los ojos de Dios. El pecado la ha vuelto fea, horrorosa, y esa fealdad se
transparenta a veces en el mismo cuerpo: los ojos se tornan apagados, la mirada a menudo incierta, la
frente se cubre de arrugas, el rostro de sombras; la tez otrora pulcra, rubicunda, se vuelve pálida, plomiza;
las mejillas cárdenas, hundidas, macilentas; el andar tardo y torpe. Todo lo ha devastado el pecado mortal:
ha destruido cuanto había de hermoso en aquel cuerpo y marcado en él los estigmas de las pasiones.

4° La fiebre priva de la razón y hace caer en el delirio. ¡Ay!, ya lo hemos comprobado, no se da loco peor
que el pecador. Se ha visto a muchos jóvenes correr frenéticos por el campo, tras haber consentido en una
vil pasión. Preguntad a ese hermano joven por qué desea abandonar la vocación. Si es sincero, os
contestará: Ya no puedo aguantar más aquí; sufro espantosamente desde que caí en ese pecado execrable;
ya no soy dueño de la imaginación, se me va la cabeza; la mente y la razón se me han turbado; tengo que
correr mundo en busca de un sedante. Además, ya no sé ni lo que hago, ¡he perdido el juicio!
5° La fiebre es cruelmente dolorosa. Pero, válgame Dios, ¿quién puede narrar los sufrimientos del hombre
pecador? ¿Quién podrá describir los remordimientos, angustias y aflicciones de toda clase, que sufre en
este mundo? Pero sobre todo, ¿quién nos dirá lo que penan los réprobos en el infierno? ¡Qué verdugo más
cruel es el pecado!

6° La fiebre excita una sed ardiente, abrasadora, que no se puede apagar con nada. El pecado mortal
enciende en el alma el fuego de todas las pasiones. El hombre en pecado mortal arde con la llama del
orgullo. Miradle el rostro: en cuanto se le roza el amor propio, se pone al rojo vivo. Miradle el corazón: está
más seco que la yesca, por la fiebre de la lujuria que lo consume. Observad cómo se le apagan y
desvanecen los sentimientos, con la fiebre de la ambición y la codicia de los bienes terrenales. El hombre en
pecado mortal arde con la fiebre de todas las pasiones. ¡Qué situación más lastimosa!

7° Los accesos de fiebre vienen uno tras otro. El hombre en pecado mortal va de tumbo en tumbo, de un
pecado grave a otro más grave todavía; comete tantas faltas cuantos pasos da; llega a beberse la iniquidad
como el agua (Jb 15, 16).

8° La fiebre se puede diagnosticar por la irregularidad del pulso. El estado de pecado se descubre por los
remordimientos, inquietudes, preocupaciones y temores. Fijaos en el hombre que acaba de cometer un acto
malo: la imaginación se le exalta, la inteligencia y la razón se le nublan, el corazón se le agita, la conciencia
se le desquicia, todas las facultades del alma se le trastornan. ¡Qué fácil es darse cuenta de que un alma
está en pecado mortal! Pero ¡qué cosa más horrible es dicho pecado! ¡Qué situación más espantosa la del
hombre en pecado mortal! Su alma es aborrecible, y el mismo cuerpo disforme y horroroso.

8. El pecado mortal es un mal irreparable después de la muerte.

Extingue por completo la vida de la gracia en el alma que lo ha cometido y hace que su muerte y
condenación sean eternas. Quien, en tal trance, renuncia una vez a Dios, renuncia a él para siempre. ¡Qué
espantosa duración la de un acto que parece tan breve! Dentro de cien años, de mil, de diez millones de
años, preguntad a un réprobo qué es lo que le aprisiona en el infierno. Os contestará:

El pecado que cometí.

Pero, después de tantos siglos pasados en ese fuego, ¿no se ha borrado la falta cometida? El
hierro, el acero, el mármol y el diamante más duro se habrían derretido, calcinado, destruido, reducido a la
nada hace ya mucho tiempo.

Pues no, mi pecado no se ha destruido ni borrado. ¡Está ahí entero, tan horrible, tan diabólico como en el
momento en que lo cometí!

El infierno no puede destruir el pecado. Los santos, con sus penitencias, lágrimas y méritos, tampoco son
capaces, por sí mismos, de borrar un solo pecado mortal. En tan deplorable situación, nada se puede
esperar ni de los ángeles ni de los hombres: pueden rezar por uno, pero no borrarle el pecado. Sólo Dios,
únicamente los méritos de Jesucristo pueden sacar al pecador de la sima en que ha caído, borrarle los
pecados y reconciliarle con el cielo. ¡Dios mío, qué mal tan grave es el pecado! ¿Por qué no lo
comprenderemos algo mejor?

9. Dios odia extremadamente el pecado.

El odio que Dios tiene al pecado es implacable, necesario, infinito. Lo odia tanto como se ama a sí mismo,
ya que es el bien soberano, y el pecado es el mal supremo. Tanto lo aborrece, que arma todos los
elementos y levanta todas las criaturas para combatirlo y castigarlo. Emplea el fuego y el azufre contra
Sodoma, el diluvio en tiempo de Noé, el rayo contra Juliano el Apóstata, el viento contra Jonás, el mar
contra el Faraón, la tierra contra Coré y sus cómplices, los osos contra los niños que se burlaban de Eliseo,
los leones contra los babilonios, los gusanos contra Herodes, las langostas contra los egipcios, la peste
contra David, las llamas contra los sacrificadores profanos.
Todos los azotes que afligen al mundo tienen por fin castigar y combatir el pecado. Para luchar contra el
pecado, envió Dios del cielo a su Hijo y lo entregó a la muerte. Para combatirlo, instituyó Jesús los
sacramentos, el sacerdocio, y nos da la gracia. Finalmente, para combatir y castigar el pecado, Dios creó el
infierno y arroja al mismo a cuantos cometen la iniquidad y mueren en pecado.

10. El temor y el odio al pecado han sido notas características de todos los santos.

Como el Sabio, todos han dicho: «Perderé todos los bienes, sufriré todos los males, antes que pecar en mi
alma». Fijaos en los mártires: ¡cuánto sufrieron! Les despojaron de sus bienes, los encarcelaron, los
azotaron cruelmente, fueron descuartizados, sometidos a tormentos espantosos. Preguntadles por qué se
expusieron a semejantes excesos. Os contestarán: Para evitar lo que más aborrecemos, el pecado. Os
dirán todos, como los primeros cristianos: Antes morir que pecar; pasaremos por todos los suplicios, antes
que manchar la conciencia. ¡Ojalá tuviéramos un rayo de la luz que iluminaba a los santos y les hacía ver el
pecado como el peor de todos los males, el único mal que hay en el mundo! En vez de murmurar en medio
del dolor o desalentarnos ante las tentaciones, diríamos como ellos: Para el cristiano, una sola cosa es
necesaria, no pecar.

Con semejantes instrucciones, frecuentemente repetidas, el padre Champagnat logró infundir en el corazón
de sus religiosos el temor de Dios y el horror al pecado; les hizo adquirir la conciencia delicada que teme
hasta la sombra del pecado y que en sentir de san Gregorio es la señal más segura de un alma virtuosa.
Tan feliz disposición fue el fundamento de la sólida virtud que vemos en nuestros primeros hermanos. No
sólo temían las faltas graves; les asustaban los pecados más leves, y su máxima era que se había de luchar
sin tregua contra el pecado venial, para no exponerse nunca a la caída grave.

Dios quiera que todos los hermanos maristas tomen como norma de conducta esta máxima: Huir del
pecado, aun venial, y temerlo más que todos los males del mundo.

CAPÍTULO IX
EL CÉNTUPLO DE LA VIDA RELIGIOSA. CADA CUAL LO RECIBE SEGÚN SUS
OBRAS

Jesucristo afirma: Cualquiera que dejare casa, o


hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o esposa, o
hijos, o heredades por causa de mi nombre, recibirá cien
veces más, y poseerá después la vida eterna (Mt 19, 29).
Ahora bien, igual que se da el céntuplo de bendiciones,
paz, alegría y toda clase de bienes espirituales a los
religiosos buenos y fervientes, hay también el céntuplo de
amarguras, angustias, penas y toda clase de
tribulaciones para el religioso tibio, y más aún para el
religioso perverso. Es la lección que se desprende de la
siguiente parábola y de las reflexiones que la
acompañan.

Los religiosos de un convento de la edad media llevaban


vida tan fervorosa, que la Reina de las vírgenes se
dignaba, con notable frecuencia, aparecérseles para
animarlos. Todos los días, hacia las tres, los moradores
de aquella santa mansión se juntaban en la iglesia para
cantar el magníficat ante el altar de la Virgen; era ése el
momento elegido por la Madre de Dios para
aparecérseles y bendecirlos, tras de lo cual se retiraba cada uno a su celda para comer el panecillo que,
enviado por María, un ángel traía del cielo. Era un pan de sabor delicioso, de especialísima virtud para dar
al alma fortaleza, paz y santo ardor en el servicio de Dios.
Tal era el principal efecto que producía en el corazón de todo buen religioso. Pero así como las
comunidades más relajadas tienen entre sus miembros algunos religiosos santos, que no se contagian y
parecen colocados allí para censura y reprobación de sus hermanos claudicantes, tampoco hay comunidad,
por regular y perfecta que se la quiera suponer, sin algunos miembros achacosos o gangrenados, que
abusan de la gracia y se pervierten en medio de los santos, como queriendo atestiguar continuamente esta
verdad terrible: el hombre puede echarse a perder en cualquier parte, y la santidad no depende de los
lugares sino de las obras.

Ahora bien, en la comunidad de que venimos hablando, ocurrió lo siguiente: Un día, cierto religioso joven,
tras la visita de la Madre de Dios, se fue a la celda para tomar allí la refección acostumbrada. Mas, ¡oh
sorpresa!, se halló con un panecillo mohoso, duro, moreno y desabrido. Con dos bocados que tomó, tuvo de
sobra para provocarle náuseas, vómitos, tiritones, y dejarle derrengado. Lleno de pesadumbre, se fue a
llevar el pan al superior, quejándosele amargamente.

Mire su paternidad lo que la Virgen me envía. ¡Vaya un alimento! ¿Quién va a poder, con esto, aguantar los
trabajos de la vida religiosa? ¡Dios mío, qué vida más pesada!

El superior se puso a llorar y contestó:

Hijo, el corazón se te ha agostado por haberte alejado de Dios. Te has dejado invadir por el tedio, has
puesto la mirada en el mundo y sus vanidades, te has vuelto tibio y desidioso. Nada tiene de extraño que
Dios te trate conforme a tus obras.

No bien el venerable anciano terminó esas palabras, llegó otro monje de semblante siniestro y mirada torva.
Presentó el pan hallado en la celda y dijo:

Este panecillo es pésimo, cubierto de polvo y suciedad; está lleno de gusanos y despide un olor
nauseabundo. Lo poco que he probado se ha convertido en veneno, y esos como gusanos se han vuelto
verdaderas serpientes que me devoran el estómago y las entrañas. ¡Qué tormento, Dios mío, qué dolores!
¡Parecen los del infierno!

Hijo contestó el padre abad, tu corazón es malo, criminal y perverso. Has abusado de los dones divinos y
profanado los sacramentos. Dios te da el trato que mereces, te paga según tus obras.

En aquel mismo instante llegan los demás religiosos del convento con semblante despejado y radiante de
alegría. Se colocan en corro alrededor del venerable superior y le dicen:

Padre, venimos a comunicarle el favor que acaba de otorgarnos la Reina del cielo. Ya sabe con qué solicitud
maternal cuida de nosotros y cómo nos manda cada día el pan de nuestra manutención. Pero ese pan,
siempre sabrosísimo, era hoy tan delicioso, que nos ha llenado el alma de dulzura, anegándola en dicha tan
intensa, tan grande, que sólo la del cielo puede superarla. ¡Cuán cierta es la promesa de Jesucristo: el
céntuplo en este mundo, y después la vida eterna!

Sí, carísimos hermanos contestó el padre abad con tono sereno y magistral, la palabra de Jesucristo es
infalible: el céntuplo de dicha y toda clase de bienes para los buenos religiosos; el céntuplo de angustias,
amarguras y aflicciones para cualquier mal religioso. Justo eres, ¡oh Dios!, y equitativo: das a cada uno
según sus obras. Tengo ahora de ello, a vista de ojos, la prueba más patente.

Veamos, pues, qué es la vida religiosa. Según la leyenda que acabamos de escuchar, es claro que esa
pregunta puede contestarse de diversos modos:

1. La vida religiosa es un verdadero paraíso para los hermanos piadosos y de virtud sólida.

Lo es por la caridad y unión de los corazones. Esa unión de afectos trae al alma la paz y la serenidad,
destruye cualquier preocupación o pena, proporciona alegría perpetua. Los religiosos de virtud sólida
pueden, con toda verdad, repetir lo del real Profeta: ¡Oh cuán buena y cuán dulce cosa es el vivir los
hermanos en mutua unión! (Sal 132, 1). Donde hay unión y caridad, allí está Cristo, allí está Dios, allí la
santísima Trinidad; allí, por consiguiente, el paraíso y la dicha perfecta.
Lo es por la paz del alma y la alegría de la buena conciencia. «La buena conciencia es un festín continuo»,
dice el Espíritu Santo. «No hay viandas más apetitosas agrega san Ambrosio que el testimonio de la buena
conciencia y las delicias reservadas al alma pura». «Un alma semejante sigue diciendo san Juan
Crisóstomo goza de dicha tan intensa, que no se hallan términos capaces de expresarla». En parangón con
la dicha que da la buena conciencia, cuanto hay de más agradable y confortador en el mundo, no es más
que amargura.

Lo es por la exención de estorbos, preocupaciones y miserias de la vida; por el alejamiento de los riesgos y
peligros de ofender a Dios; por los consuelos, santa alegría y unción de la gracia, como por toda clase de
bienes que Cristo derrama con largueza sobre los religiosos que lo han dejado todo para servirle y que le
pertenecen por entero.

Las dulzuras que Dios reserva a los que le aman son inefables; no hay palabra humana que las pueda
expresar. Por eso dice el Espíritu Santo: Gustad y ved cuán suave es el Señor: bienaventurado el hombre
que en él confía (Sal 33, 9). Efectivamente, las dulzuras, consuelos y alegrías de los siervos de Dios son
incomprensibles para cuantos no tienen la dicha de probarlas.

San Francisco de Asís, que todo lo había dejado por Jesús, estaba tan lleno de consuelos y alegría en
medio del más completo despojo, que se creía ya en el cielo y exclamaba:

Tanto es el bien que yo espero, que en las penas me deleito.

La alegría que le rebosaba del corazón a san Francisco de Borja, le impedía dormir por la noche, de modo
que se veía obligado, por razón de salud, a pedir a Dios que se la moderase.

San Felipe Neri amaba a Jesús sin medida; hubiera sufrido la muerte antes que cometer el menor pecado
venial o infringir la mínima regla. Pero esa fidelidad y amor le fueron bien compensados: el divino Salvador
le inundaba de tales consuelos que, cuando el siervo de Dios se hallaba en cama, a veces decía: «¡Basta
ya, Jesús mío! Modera tus dulzuras y déjame dormir»

San Efrén desfallecía bajo el cúmulo de consuelos que sentía, y rogaba humildemente al Señor que se los
templara. «Dejadme solo, Jesús, pues la debilidad de mi cuerpo no puede tolerar la grandeza de tus
dulzuras ni la dicha que me embarga».

Santa Teresa aseguraba que una sola gota de consuelo divino da más satisfacción que todos los placeres y
recreos del mundo".

San Agustín no acertaba a explicar la dicha que sentía en el servicio de Dios. «¡Oh Jesús! exclamaba me
infundes a veces sentimientos del todo extraordinarios y me das a probar no sé qué dulcedumbre de que
estoy inundado hasta el punto de que, si creciera y me anegara, no sé qué sería de mí. A la gente del
mundo, que sólo juzga por los sentidos, le cuesta creer eso, y no me extraña: hay que haberlo probado para
entenderlo. Si se lo digo a un religioso que ama a Jesús, me entenderá en seguida; pero si hablo con un
religioso frío, falto de devoción, tibio e infiel a la gracia, nada entenderá, porque no lo ha probado».

Las promesas de Dios son infalibles. Ahora bien, Jesús ha prometido el céntuplo de bienes, dicha y felicidad
a los que, por seguirle, desprecian los deleites del mundo. Ahí están todos sus siervos para atestiguar que
da más de lo que promete.

2. Para el hermano piadoso, de virtud sólida, la vida religiosa vale por un verdadero martirio.

Si, el religioso es mártir de la castidad y de la pobreza que ha de observar toda la vida. «Someter la carne al
espíritu dice san Bernardo es una especie de martirio; a primera vista, es menos espantoso que el de la
espada y el fuego, pero es más penoso por la duración». «Quien conserva intacta la castidad, es un mártir,
agrega san Jerónimo. «La pobreza voluntaria es un auténtico martirio», afirma también san Bernardo.

El religioso educador es un mártir por el holocausto que ofrece de su albedrío y libertad, por la continua
violencia que se impone para observar la regla, por su celo de la gloria de Dios y su entrega a la educación
de los niños. «No ha de considerarse únicamente martirio el derramamiento de la sangre por la fe, afirma
san Jerónimo; también merece ese nombre la sumisión a Dios y a los superiores». «Una vida empleada y
consumida en el seguimiento de Cristo, es un martirio sublime», afirma san Lorenzo Justiniano. El religioso
que deja a sus padres con el fin de entregarse al servicio de los niños, a su educación y a ganarlos para
Dios; el religioso que dedica todos sus afanes, que consume la fuerza, la salud y la vida entera en inspirar la
virtud a los niños y preservarlos de la muerte eterna, es un verdadero mártir. No hay día, hermanos, en que
yo no muera por vuestra gloria (1 Co 15, 31) decía san Pablo a los primeros fieles, dándoles a entender que
consumía sus fuerzas y se sacrificaba por ganarlos para Cristo. Así hace el religioso santo. Sí, cuando se
observan estrictamente, los tres votos de religión vienen a ser un martirio continuado, con todo el mérito del
otro.

Tal vez digáis: Si la vida religiosa es dolor, pena y sacrificio perpetuo, en suma, un martirio, ¿cómo puede
ser un paraíso de delicias?

Es un martirio porque, en realidad, el cuerpo y el alma del religioso se inmolan, y dicho religioso en
expresión de san Bernardo entrega la sangre, como quien dice, gota a gota.

Es un edén, porque dicha inmolación es voluntaria y como dice donosamente un autor «donde hay amor,
sabroso se hace el dolor». Y es que el amor es más fuerte que el dolor y aun que la muerte: transforma en
delicias todos los sacrificios y tormentos. Testigos son: el apóstol san Pablo, que decía: Reboso de gozo en
medio de mis tribulaciones (2 Co 7, 4); san Francisco Javier, a quien en el despojo más completo le
embargaban las delicias; san Lorenzo en las parrillas y san Vicente en el calabozo, que cantaban y no
podían contener su alegría. Testigos son igualmente los santos religiosos de la leyenda referida, que
gozaban de una dicha inefable en medio de las privaciones, ayunos, mortificaciones y penitencias más
duras para la naturaleza. El panecillo enviado por la Virgen les proporcionaba delicias, consuelos y felicidad
muy superiores a las que puedan disfrutar los hombres mundanos en una vida larga.

Hasta cierto punto, podemos decir del religioso, como de Jesucristo, que es comprensor y viador, que goza
y sufre: en él es tan intensa la alegría del alma, que no siente como quien dice ni penas ni dolores; mejor
dicho, las cruces, privaciones y sufrimientos, lejos de agotar o disminuir las alegrías y consuelos del
religioso santo, no hacen más que acrecentárselas.

3. La vida religiosa es una vida amarga.

Ése es el lenguaje de los hombres tibios, de los religiosos que sólo han puesto un pie en la vida de
perfección y no se han dado nunca seriamente a la observancia reglar; de los religiosos sensuales,
mundanos, voluptuosos, tal vez infelices y carentes de lo necesario en casa de sus padres, y que siguen
creyéndose desgraciados porque no gozan del lujo, superfluidad y placeres de los grandes de este mundo;
religiosos que desconocen el precio de la propia alma y lo que Jesucristo ha hecho por salvarla; que no han
llegado nunca a entender quién es Dios, ni la excelencia de la vida religiosa, la dicha y gozos de la virtud,
porque nunca han sido fervorosos; individuos que han venido a la religión, no para sufrir y ofrecerse en
holocausto a Dios, sino para gozar, darse vida regalada y pasarlo mejor que en el mundo; religiosos
cobardes, tibios, infieles a la gracia, encallecidos en el hábito de los pecados veniales y que no sienten en
religión sino angustias, penas, sinsabores, como aquel monje novel cuyo unico alimento era un panecillo
mohoso.

4. La vida religiosa es un penal.

Lo es para todo religioso violador de los sagrados compromisos contraídos con Dios y que profana los
votos. Es penal e infierno para el religioso sacrílego, que vive en pecado mortal, cuya conciencia es un
verdugo que le atormenta sin cesar.

Es un penal para el religioso que ha perdido el espíritu y el amor de su santo estado, que sólo permanece
en comunidad porque no sabe dónde ir. Ese religioso no tiene sino el cuerpo en religión; como el galeote, es
cautivo, es esclavo; como el galeote, toda la vida está arrastrando los grillos, a saber, las observancias
reglares y los ejercicios de piedad que le estomagan a más no poder y que sólo cumple por fuerza y
compulsión, porque no tiene más remedio.

Finalmente, es un infierno para todo religioso dado al desenfreno y al vicio. Por su mala conducta, juicio
propio y carácter retorcido, necesariamente ha de estar enfrentado con los superiores y enemistado con
todos los hermanos; pues se ve continuamente obligado a hacer lo contrario de lo que desea y no puede
sentir ningún consuelo. Todo es pena y suplicio para él: entregado a la tiranía y furor de las pasiones, no
puede recrearse; todo lo que ve, hace y oye, le resulta un suplicio y no le da más que remordimientos; su
conciencia, como la del monje de rostro siniestro de que hemos hablado, es guarida de serpientes, es decir,
de pasiones, pecados y demonios que le hostigan, devoran y tiranizan sin cesar. Por eso también, como
aquel monje perverso, exclama: ¡Qué tormentos! ¡Parecen los del infierno!

Ya se ve, por consiguiente, que la vida religiosa es la más feliz o la más aciaga. Es como se la vive: llena de
dicha para los religiosos de virtud sólida; llena de angustias y aflicciones para el religioso tibio; vida de
tormentos y desgracias para el religioso empecatado, criminal y sacrílego.

Al igual que el maná, sabe a todo: sabe a gloria para las almas puras y mortificadas; es ímproba y
repugnante para las almas flojas y superficiales, que desconocen el don de Dios; rebosa hiel, es un
tormento para las almas carnales.

En suma, la vida religiosa es ni más ni menos lo que hace de ella cada uno.

CAPÍTULO X
EL PECADO PERJUDICA AL QUE LO COMETE, A SU FAMILIA Y A SU COMUNIDAD

Cara y cruz de la comunión de los santos.

Uno de los primeros hermanos, al hablar del venerado


padre Champagnat, afirma:

El primer sentimiento que procuraba inspirar a un alma,


era el temor y horror al pecado; no desaprovechaba
ocasión alguna de hacer hincapié en este punto, pues
entendía que el odio al pecado es el fundamento de
toda santidad.

Sobre ese tema recibí de él una lección que creo útil


dar a conocer. Al confesarme con él, me acusé, en
cierta ocasión, de haber dicho una mentira. Agregué
que dicha falta no había perjudicado a nadie. Con
prontitud, me replicó:

¿Cómo que no? Cualquier pecado perjudica siempre


al que lo comete. Nadie puede ofender a Dios sin
herirse el alma, sin hacerse daño a sí mismo. La falta de que se acusa es, por consiguiente, un auténtico
daño para usted, y no es del todo exacto afirmar que a nadie perjudica.

Ya lo sé, padre, pero quería decir que tal mentira no era de las llamadas perniciosas, y que no había
perjudicado en nada al prójimo.

También yo, hermano, me había dado cuenta de lo que usted había querido decir. Si le hablo de ese
modo es para que, a su vez, entienda perfectamente que una falta siempre es perjudicial para el que la
comete, y que si, para evitar la mentira, uno halla razón en el daño hecho al prójimo, debe evitarla sobre
todo por el propio perjuicio: antes y más ha de amarse a sí que al prójimo. Por lo demás, fíjese en esto: igual
que nuestras virtudes y obras buenas, en virtud de la comunión de los santos, aprovechan a todos los
hombres, puede afirmarse que nuestras faltas perjudican siempre en cierto modo a todos los hombres; al
menos, no dejarán de hacer daño a nuestros parientes, hermanos, alumnos, a las personas con las que
vivimos y con las que tenemos comunidad de bienes.

La honda impresión causada por estas reflexiones del venerado padre me llevó, pocos días después y en
una conversación espiritual mantenida con él, a insinuarle que tratara el mismo asunto. He aquí lo más
sustancioso de lo que me dijo sobre ese tema:
1. No hay duda, querido hermano, de que la virtud y las buenas obras del religioso
observante son un verdadero tesoro para él mismo, para sus hermanos de religión y
cuantos viven con él.

El religioso santo es un tesoro para su familia, para su comunidad y para una comarca entera. A cualquier
parte que vaya, le acompaña la bendición de Dios, que le da acierto en todo lo que hace, en todo lo que la
obediencia le encarga; por él, Dios bendice a menudo a todos sus colegas y cuantos viven bajo el mismo
techo. ¿No habéis leído en la Biblia que el patriarca Jacob que era un santo llevó la bendición divina y la
prosperidad a la casa de Labán?. José igualmente santo atrajo la bendición divina y la prosperidad a la casa
de Putifar e incluso a todo Egipto.

El religioso santo es fuente de salvación y santificación para toda la familia: sus oraciones y obras buenas
caen cual lluvia de gracias y bendiciones sobre sus padres, sus hermanos y todos sus parientes. El padre
de san Luis Gonzaga había comprendido esa verdad y, sollozando, exclamaba en el lecho de muerte:
«Debo a Luis mi conversión; sus oraciones son las que me han conseguido la contrición de los pecados y
una confianza plena en la misericordia divina». AI trabajar con celo en la propia perfección, un religioso
trabaja, pues, por la salvación de sus familiares, y para conseguírsela, nada mejor puede hacer que llegar a
ser fidelísimo a la gracia y responder a los designios de Dios. Con tal conducta, sin buscarlo directamente,
arregla los negocios de sus allegados: las cartas que les envía, la menor de sus insinuaciones, su simple
recuerdo, les conmueven, les inspiran buenos sentimientos, les impulsan al bien y los tornan mejores.

El religioso santo es también fuente de gracias para cuantos viven con él. Un solo religioso santo basta a
menudo para la santificación de una comunidad entera y aún de toda una región. Con sus virtudes heroicas
y oraciones fervientes, santa Teresa reformó la orden del Carmen y obtuvo la conversión de millares de
pecadores. Nuestro Señor dijo un día a santa Margarita de Cortona: «Por tu afán en pertenecerme por
entero, te concederé una gracia especial de conversión para todos aquellos por quienes me ruegues e
incluso para los que simplemente oigan hablar de ti». De todos

los santos puede afirmarse lo que san Juan Crisóstomo dice de Elías: «Elías es el mediador entre Dios y el
pueblo, arranca a los pecadores de las manos de la justicia divina, llama al pueblo descarriado y lo guía
nuevamente a la patria celestial, pone paz entre Dios y el hombre, entre el Creador y la criatura.»

El religioso santo es un protector y defensor, que aparta de su comunidad, de su familia y de su patria los
azotes del cielo. « ¿Quién ignora pregunta san Ambrosio que los santos son muralla sólida y valiosísima de
la patria? Su fe nos guarda, su justicia nos preserva del castigo y del exterminio. Si la ciudad de Sodoma
hubiera tenido diez justos, no habría perecido». En atención a Noé que era santo Dios conservó este
mundo. Por amor a san Pablo, Dios preservó del naufragio a cuantos se hallaban con él en la nave y cuyo
número era de doscientos veinte.

El religioso santo atrae las bendiciones divinas a favor de los miembros de su comunidad, es prenda de
bonanza para la casa en que mora y para el instituto al que pertenece. Igual que el fuego comunica el calor
a cuantos objetos le rodean, así también la piedad y fervor del religioso santo se comunican y trascienden a
los hermanos que viven con él.

2. Pero ¡ay! no es menos cierto que los pecados y conducta aviesa de un solo religioso
vienen a ser desgracia de todos sus hermanos y de cuantas personas se relacionan
con él.

Sus desenfrenos y escándalos debilitan la virtud de los demás; sus pecados atraen contra
ellos, contra la comunidad y todo el instituto, las maldiciones de Dios. Hay muchas pruebas de
esta verdad en la sagrada Escritura. El profeta Natán dijo a David: «Cometiste adulterio; has de
saber que el castigo del cielo no se apartará de tu casa, y la venganza divina recaerá sobre tus
hijos y cuanto te pertenece». Al mismo rey, por haberse dejado llevar de un pensamiento de
vanagloria, le fueron arrebatados por la peste setenta mil súbditos en tres días.. A todo Israel se
imputó el pecado de Acán: Y dijo el Señor a Josué: ...lsrael ha pecado y violado mi pacto. Ha
venido a ser anatema: no estaré más con vosotros hasta que exterminéis al que es reo de esta
maldad (Jos 7, 1012). La desobediencia de Jonás atrajo la ira del Señor contra la nave entera
en que viajaba, y la tempestad se habría tragado a marineros y pasaje, si Jonás se hubiera
quedado con ellos y no le hubieran arrojado al mar.

A veces, la prosperidad de una escuela se ve repentina y extrañamente paralizada por un suceso enojoso, y
surgen las preguntas: ¿A qué se debe el que los niños hayan cambiado casi de modo súbito y no respondan
como antes al celo de los educadores? ¿Por qué la simpatía que los padres mostraban para con los
hermanos se ha vuelto hostilidad? ¿Cómo es posible que ese caballero se haya hecho enemigo de los
hermanos y su perseguidor? Se imaginan toda clase de razones, cuando no hay más que una, en la que
nadie piensa: el anatema está dentro de casa. El causante de todas esas adversidades es un religioso que
ha profanado los votos, un hermano que ha caído en falta grave, un hermano sacrílego, tal vez un hermano
infiel a la gracia, que lleva vida de tibieza e incurre habitualmente en pecados veniales. Esa es la única
razón de todos los infortunios de dicho colegio. Mientras esa causa subsista, mientras el anatema esté
dentro, no esperéis la bendición del cielo ni la prosperidad de la escuela. El hermano que se deja vencer por
el pecado mortal es, por consiguiente, un verdadero azote para sus colegas y para la casa en que mora;
puede creer con razón que él es la causa de todas las calamidades que afligen a la comunidad y perjudican
a la escuela.

Dios mira complacido las casas habitadas por religiosos santos y las colma de bendiciones; pero sus ojos se
apartan de aquellas en que viven hombres olvidados de la santidad de su estado, que abren la puerta del
corazón al demonio y cometen la iniquidad. ¡Un religioso en pecado grave! ¡Dios mío, qué desgracia para él
y para todos sus hermanos! San Ignacio de Loyola entendía cuán peligroso es vivir con un hombre
semejante, al decir: «No me atrevería a pasar la noche y dormir en una casa donde supiera que hay un
hombre en pecado mortal, por miedo a que la techumbre nos aplastara bajo sus ruinas.»

¡Señor!, líbranos del pecado mortal, nuestro mayor enemigo, y azote de nuestras comunidades. Si, por
humana fragilidad, algún hermano llegare a cometerlo, concédele que se arrepienta y levante cuanto antes
de su caída.

CAPÍTULO XI
ORIGEN Y RAZÓN DE CIERTAS PRÁCTICAS PIADOSAS OBSERVADAS EN NUESTRO
INSTITUTO

El buen religioso tiene apego entrañable a las


reglas y prácticas piadosas de su congregación.
Cuanto más antiguas, más amor les profesa y con
mayor fidelidad las cumple. Con el fin de inspirar a
todos los hermanos gran estima de nuestras
prácticas piadosas, queremos dejar aquí
constancia de su origen y aducir el porqué de su
institución.

Hay cuatro devociones decía nuestro venerado


padre de que se alimenta la piedad del buen
cristiano y del religioso ferviente, a saber:

1. La devoción a nuestro Señor Jesucristo.

2. La devoción a María santísima.

3. La devoción a los ángeles custodios y santos patronos, especialmente a san José'.

4. La devoción a las benditas ánimas del purgatorio.

Un hermano agregaba nunca tendrá piedad sólida, si no sobresale en esas cuatro devociones. Quien
carezca de ellas, no tendrá sino piedad árida, reseca, y no llegará nunca a saborear los inefables consuelos
de la religión. El venerado padre no se cansaba de explicar y recomendar a los hermanos esas cuatro
devociones; no perdía una sola ocasión de lograr que se encariñasen con ellas. Esa es la razón principal de
las prácticas piadosas que vamos a enumerar.

1. Devoción a nuestro Señor Jesucristo.

La virtud sólida consiste en conocer, amar e imitar a Jesucristo. Por eso, nuestro venerado padre decía que
la devoción a nuestro Señor es la primera de todas las devociones. Estudiar a Jesucristo, meditar su santa
vida, seguirle en cada uno de sus misterios, tal era su ocupación cotidiana. Cada año preparaba
cuidadosamente la fiesta de Navidad y la celebraba con la mayor solemnidad posible. La víspera mandaba
instalar un belén, para representar tan fausto acontecimiento con todas las circunstancias que le rodearon.
Con la comunidad iba a adorar al Niño Dios recostado en las pajas del pesebre, y le dirigía las plegarias
más tiernas.

«¡Hermanos míos nos decía, amemos al Niño divino de Belén! Por nosotros ha bajado del cielo y se ha
hecho hombre pobre y doliente. Lleguémonos a Jesús, cuyo corazón encierra todas las perfecciones divinas
y humanas; pero vayamos a él por el mismo camino que siguió para venir a nosotros, es decir, por la senda
de la humildad y de la mortificación; pidámosle esas virtudes, pidámosle su amor y cuanto hayamos
menester: nada nos puede negar».

La costumbre de instalar un belén y la práctica de la adoración del Niño Jesús durante las fiestas de
Navidad, se ha mantenido siempre en las casas de formación del instituto.

El padre Champagnat se pasaba la cuaresma meditando los padecimientos del divino Salvador. Convencido
de que ese tema era el más adecuado para fomentar la piedad en sus religiosos e inspirarles tierno amor a
Jesús, no les proponía ninguno más para la meditación ni la lectura espiritual, ni siquiera para la lectura en
el refectorio, donde mandaba que se leyera cada cuaresma la obra del padre Alleaume, Los trabajos de
Jesús.

Durante mucho tiempo el piadoso fundador y la comunidad entera ayunaron a pan y agua el viernes santo.
Ese día no hay recreo después de la comida; se consagra todo el tiempo a la asistencia a los oficios
litúrgicos y a la lectura y meditación de los padecimientos de Jesús. El canto solemne del oficio de tinieblas
así como el de la vigilia de Navidad se estableció en cuanto se dispuso de una capilla, en 1824. Aunque la
comunidad era entonces más bien reducida y pocos hermanos eran capaces de participar en el canto, el
piadoso fundador no dejaba de ejecutar el oficio completo, a saber, los tres nocturnos. La práctica del oficio
de tinieblas se ha mantenido en las casas de noviciado, pero se han abandonado los maitines de Navidad,
contentándose con cantar el Venite, adoremus y el Tedéum antes de la misa del gallo. Mientras se ejecutan
esos dos cantos, la comunidad permanece en pie y los hermanos, de dos en dos, van a adorar al Niño en el
pesebre.

A ese mismo año de 1824 se remonta la costumbre de las procesiones del Corpus en la casa matriz del
Hermitage. No brillaban por el fasto de los ornamentos, pues la comunidad era pobre, pero sobresalían por
la piedad de los hermanos y la sencillez de los altares, adornados con ramos y flores, y preparados de
trecho en trecho a lo largo del recorrido.

La visita del santísimo Sacramento es una de las prácticas que más ha recomendado el venerado padre
Champagnat. Ya en los primeros años, cuando aún estábamos en la Valla, tres veces al día por norma, los
hermanos iban a la iglesia: por la mañana, para la misa; después de la comida y cuando los días eran más
largos después de la cena, para la visita al Santísimo. Otro tanto se hacía en las escuelas: los hermanos
iban con los niños a misa antes de las clases de la mañana; a las once y media, y al salir de clase por la
tarde, para la visita. Mosén Coeur, párroco de Mornant, se Io echó como quien dice en cara al padre
Champagnat:

Sus hermanos son por demás piadosos; yo creo que van demasiado a la iglesia con los niños.

No se preocupe le contestó, antes pida a Dios que nunca digan de ellos: No son muy piadosos; pocas veces
van a adorar al Santísimo y no inculcan bastante esa práctica a sus alumnos.
Cuando ya se dispuso de capilla, además de la asistencia al santo sacrificio y las visitas privadas que cada
uno podía hacer durante el día, la comunidad entera iba tres veces a la capilla para adorar a Jesús
sacramentado: por la mañana, al despertar; a mediodía, al levantar la mesa; y por la noche, antes de ir a
acostarse.

«La verdadera devoción a Jesucristo decía el padre Champagnat abarca todos sus misterios, su vida
entera. Comprende, pues, la devoción a su santa infancia, al santo nombre de Jesús, a la pasión, a su
Corazón sagrado y al santísimo Sacramento. Quien ama al Salvador y desea progresar más y más cada día
en el amor divino, sigue a Jesús en todos sus misterios, en

todas sus acciones, y se afana sin descanso por adquirir su espíritu e imitar sus virtudes».

2. Prácticas marianas.

Desde 1824, las cinco fiestas principales de la santísima Virgen, a saber, la inmaculada Concepción, la
Purificación, la Anunciación, la Asunción y la Natividad, se han guardado siempre en el instituto y celebrado
con solemnidad. Esos días hay comunión general, misa mayor y, por la tarde, exposición del Santísimo. Con
motivo de esas fiestas, el venerado padre tenía siempre algunas gracias especiales que pedir. Su tierna
devoción a María y su celo ingenioso le sugerían mil industrias para fomentar esa preciosa devoción y
excitar la piedad de los hermanos.

Dos de esas festividades la Inmaculada y la Asunción se celebran en el instituto marista con singular
devoción y solemnidad. Las precede siempre una novena mayor hecha en comunidad: cada día, por la
tarde, hay un ejercicio piadoso en la capilla, donde se entona el Ave, Maris Stella con algún otro cántico, y
se rezan las letanías de la inmaculada Concepción, si se prepara dicha fiesta; o las del Corazón de María, si
se trata de la Asunción. Las sigue un octavario, con exposición y bendición diaria del Santísimo. Ese
octavario de funciones eucarísticas se estableció en 1843 para la fiesta de la Asunción, y en 1854 para la
Inmaculada, en prenda de agradecimiento por la promulgación de este dogma. Con esas novenas mayores
preparatorias y el octavario de funciones eucarísticas, agosto y diciembre se han convertido en dos meses
enteramente consagrados a María. Costumbre y tradición marista es pedir a la santísima Virgen, durante el
mes de agosto, la gracia de una buena muerte; y en el mes de diciembre, el don de oración, la santa virtud
de la pureza y la gracia de verse preservado del pecado mortal.

El mes de las flores se remonta a los primerísimos comienzos del instituto, ya que el padre Champagnat, no
bien llegó a la Valla, lo estableció en dicha parroquia. Lo practicaba todos los días, después de haber
celebrado el santo sacrificio. Con su ejemplo y exhortaciones consiguió que todas las aldeas de la parroquia
tuvieran el ejercicio de las flores, y muy pronto, cada familia aderezó un oratorio en el que, al caer de la
tarde, todos sus miembros se congregaban en torno a la imagen de María, para implorar su protección,
cantarle alabanzas y meditar sus grandezas. Apenas fundado el instituto, el mes de María se celebró como
ejercicio reglar. Se estableció también su práctica en las escuelas mediante un artículo de la regla, que dice:
«Tomen todos los hermanos a pechos el cumplir exactamente el mes de María y procuren que sus alumnos
también asistan a él con afición y piedad».

Como consecuencia de la revolución de 1830, se persiguió a los hermanos en varias localidades y el


gobierno amenazó incluso con cerrar el noviciado del Hermitage y suprimir el instituto. En trance tan difícil,
en vez de amilanarse, el padre Champagnat acudió, según su costumbre, a la santísima Virgen, para
confiarle su comunidad. Reunió luego a los hermanos, inquietos por la visita domiciliaria que el fiscal de la
audiencia había efectuado con un pelotón de gendarmes, y les dijo:

No os turbéis por las amenazas que pesan sobre vosotros, ni temáis lo mínimo por vuestro porvenir. María,
que nos ha congregado en esta casa, no consentirá que seamos expulsados de aquí por la malicia de los
hombres. Con más fidelidad que nunca, sigamos honrándola, manifestando que somos verdaderos hijos
suyos e imitando sus virtudes. Redoblemos nuestra confianza en ella. Recordemos que es nuestro Recurso
ordinario. Para merecer su protección y alejar de aquí todo peligro, cantaremos la salve por la mañana,
antes de la oración mental».
No quiso tomar otra precaución. Y María, en quien él había puesto plena confianza, no le defraudó: fue
removido el prefecto y los moradores de la casa no sufrieron la menor molestia.

Desde entonces se siguió con el canto de la salve, que ha venido a ser artículo de regla.

La costumbre de rezar la salve después de misa en las casas de noviciado es más antigua y se remonta a
1824. Se inició en la capillita edificada en medio del bosque y en la que nuestro venerado padre celebraba
el santo sacrificio durante la construcción de la casa del Hermitage.

Cuando el padre Champagnat fue a París en 1838, en busca del reconocimiento oficial del instituto, iba con
frecuencia a encomendar tan importante negocio a Nª. Sª. de las Victorias, y se adhirió a la archicofradía del
Corazón inmaculado de María, recién fundada por mosén Desgenettes, cura de aquella parroquia. Firmado
por éste, en 1841, se concedió incluso diploma de agregación a la archicofradía, para todos los miembros
del instituto. Desde entonces se estableció la exposición del Santísimo todos los jueves.

El padrenuestro, avemaría y Acordaos que se rezan después de la bendición, recuerdan la finalidad de esta
función eucarística: rogar, unidos a todos los miembros de la archicofradía, por la conversión de los
pecadores.

El ayuno del sábado es otra de las primeras prácticas del instituto. Pero según señalaba el padre
Champagnat la oración ha de acompañar siempre al ayuno. Por eso insistía en que se pidiera con fervor a
la Virgen inmaculada la pureza y la gracia de quedar preservados del pecado mortal. «El sábado agregaba
ha de consagrarse enteramente a María: en honra suya se asistirá a la misa; no se omitirá nunca el hablar
de ella en el catecismo y entonarle piadosos cantos de alabanza».

3. Devoción a los santos patronos y a los ángeles de la guarda.

A principios de cada mes, el venerado padre mandaba elegir a un santo como protector y modelo para esos
treinta días. Echadas las papeletas en cántaro de suertes, se saca el patrono del mes y luego se lee su vida
en el santoral. Diariamente se le reza esta jaculatoria: «San N., ruega por nosotros que acudimos a ti. Para
que sepamos imitar tus virtudes y seguir tus ejemplos», seguida del padrenuestro y avemaría. El día de la
fiesta del santo se vuelve a leer su vida y se oye misa en honra suya. Esta práctica se difundió luego por las
escuelas y se ha mantenido siempre en los noviciados y en todas las casas donde ha habido directores
piadosos.

Los hermanos maristas han profesado siempre devoción especial a san José, el glorioso esposo de María.
«La santísima Virgen afirmaba el padre Champagnat es nuestra madre, y san José, nuestro primer
patrono». Por eso, ya en los comienzos, fue deseo suyo que los hermanos acudieran diariamente a su
amparo y se le consagraran con la oración «Glorioso san José, te elijo desde ahora y para siempre por mi
particular patrón y protector...», plegaria que forma parte de nuestras preces vespertinas. Más tarde, para
las casas de noviciado, mandó además que, al terminar el rosario, se agregaran las letanías del santo
Patriarca. La fiesta de san José se ha celebrado siempre en el instituto con gran piedad. El capítulo de 1860
dispuso que se guardara dicha fiesta en todas las casas de formación y que se celebrara en ellas con la
misma solemnidad que las de la santísima Virgen.

Un apunte de puño y letra del fundador, del año 1818, compendia las cosas principales que los hermanos
han de enseñar a los alumnos. Consta en él lo siguiente: «Los hermanos tendrán especial devoción al ángel
de la guarda, le invocarán a menudo, así como a los ángeles custodios de los niños que se les confían. Se
colocará en todas las clases una litografía del ángel de la guarda. No dejen los hermanos de aprovechar
todas las ocasiones que se les ofrezcan para recordar a los niños los señalados servicios que nos prestan
los ángeles custodios, lo mucho que les debemos y lo provechoso que resulta invocarlos con frecuencia y
tener gran confianza en ellos». El venerado padre narraba a menudo ejemplos de protección de los santos
ángeles y exhortaba a los hermanos a que hicieran lo mismo; pero recomendaba se tomasen dichos
ejemplos, a ser posible, de la sagrada Escritura y vidas de los santos.
4. Devoción a las almas del purgatorio.

No menos querida del fundador era la devoción a las benditas ánimas del purgatorio. La recomendaba
continuamente y para espolear la piedad de quienes no se sintieran movidos por la caridad a rezar por los
fieles difuntos, narraba de vez en cuando este ejemplo:

En las crónicas de la orden de san Francisco se cuenta que un hermano se apareció, después de muerto, a
los demás religiosos y aseguró que sufría espantosamente en el purgatorio, por su falta de caridad para con
los hermanos vivos y difuntos. Agregó que de nada le habían valido hasta entonces las buenas obras que se
habían ofrecido a su favor, como tampoco las misas celebradas ni oración alguna. Efectivamente, en castigo
de su negligencia en rezar por las ánimas del purgatorio, Dios nuestro Señor había aplicado aquellos
méritos a otros hermanos que, durante la vida, habían soportado caritativamente los defectos del prójimo y
rezado mucho por las ánimas.

Ya veis, hermanos agregaba nuestro fundador, se nos ha de tratar conforme hayamos tratado nosotros al
prójimo. Si nos olvidamos de nuestros hermanos y bienhechores difuntos, nadie se acordará de nosotros y
habremos de pagar hasta el último centavo. Un hermano que reza a menudo por las almas del purgatorio e
inspira esa práctica a sus alumnos, permanecerá poco en aquel lugar de expiación: la caridad le ha de
cubrir todas las faltas leves, y lo que haya hecho por el prójimo se le devolverá centuplicado.

Al concluir el retiro anual, el venerado padre daba siempre una plática sobre el purgatorio y mandaba
celebrar oficio solemne, con procesión al cementerio, por los hermanos difuntos y todos los bienhechores de
la congregación. Con esa misma intención, el domingo, después de vísperas, rezaba un De Profundis. Y
agregaba, por los bienhechores aún vivos, un padrenuestro y un avemaría. Esa práctica se observa desde
1824. Para recordar su finalidad, el padre fundador la comenzaba siempre con esta invitación: «Oremos por
los bienhechores vivos y difuntos».

5. Otras prácticas.

De siempre, en el instituto, la oración de la noche se ha concluido con el rezo del padrenuestro, avemaría y
miserere. El padrenuestro y avemaría se rezan por los superiores y los alumnos de las escuelas; el
miserere, para pedir a Dios perdón por las faltas que los miembros del instituto hayan cometido durante ese
día, e implorar la divina misericordia en favor de los que tengan la desgracia de hallarse en pecado mortal.
¡Entregarse al descanso con el alma en pecado mortal! Es una cosa horrible, mil veces más peligrosa que
dormir con un áspid. «¡Dios mío exclamaba el venerado padre, no permitas que vaya jamás a dormir uno
de nuestros hermanos teniendo conciencia de pecado grave. Cuando se ha tenido la desgracia de caer en
pecado mortal, hay que levantarse cuanto antes e ir a confesarlo. No se os ponga el sol estando airados (Ef
4, 26), aconsejaba el Apóstol a los primeros cristianos. Y yo os digo: No se os ponga nunca el sol cuando
tengáis conciencia de pecado mortal; id pronto a reconciliaros con Dios mediante una confesión muy
sincera, ya que podéis morir esa noche. Y aun cuando no os ocurra tal desgracia, ¡qué horror el de un
religioso reo de pecado grave! Viene a ser Satanás en medio de los hijos de Dios, la abominación
desoladora en el lugar santo (Mt 24. 15). Recemos, pues, con sumo dolor el miserere, para que Dios aleje
de todos nosotros el infortunio de caer en pecado mortal y nos perdone las faltas de cada día».

En las constituciones de las religiosas de la Visitación, san Francisco de Sales estableció por norma que, a
lo largo del día y aun durante los recreos, hubiera una hermana encargada de recordar de vez en cuando a
las demás el santo ejercicio de la presencia de Dios con estas palabras: Recuerden todas las hermanas la
santa presencia de Dios. Nuestro venerado padre encomiaba mucho esa norma, pero, muy acertadamente,
decía: «La campana cumplirá ese oficio mejor que un hermano». Estatuyó, por consiguiente, que, al dar las
campanadas de cada hora, se rezase una breve plegaria, con el fin de recordar la presencia de Dios,
ofrecerle la obra que se está ejecutando, pedirle ayuda y fomentar el espíritu de fervor.

«Cuando el fogón está bien encendido agregaba, basta echar de vez en cuando un leño para mantener la
lumbre y conservar el calor en el aposento. De igual modo, si se hace bien la meditación por la mañana y se
oye la misa con piedad, es suficiente rezar la oración de la hora para mantener el fervor y las buenas
disposiciones del alma. El que observe esta práctica con fidelidad, sacará de ella frutos abundantes; estará
siempre listo y dispuesto para orar y practicar devotamente los ejercicios de piedad». He ahí la razón de ser
de dicha plegaria, cuya práctica entre nosotros es tan antigua como el instituto.
«Cuando uno es fervoroso, cuando le mueve el celo de la perfección –decía el padre Champagnat, hace
muchas novenas. Tales prácticas son un medio excelente de conservar el fervor, mantenerse firme en la
lucha contra las tentaciones peligrosas y renovarse en la piedad. La frecuencia de las novenas es buena
señal de celo por la perfección; por eso me da pena ver que los hermanos tibios y desidiosos en el servicio
de Dios descuidan las novenas y demás ejercicios de las almas auténticamente piadosas».

Al partir del Hermitage para ir a fundar la escuela de Saint Pol (Paso de Calais), el hermano director pidió
permiso al padre Champagnat para llevarse el libro titulado Fórmulas de novenas y triduos para todas las
fiestas de nuestro Señor y de la santísima Virgen. «Sí, lléveselo contestó y úselo con frecuencia. Les harán
falta novenas allá arriba, si quieren conseguir las bendiciones de Dios. Haga todo lo posible para dejar allí
bien asentada la práctica de las novenas y demás ejercicios usuales en el instituto: recuerden que van a
poner cimientos, y lo que ustedes hayan establecido es lo que se seguirá haciendo después».

El beso de paz se remonta a los comienzos del instituto. Se da al felicitarse el día de año nuevo. También se
daba al concluir el retiro anual y con motivo de las tomas de hábito, en prenda de amistad y para fomento
del espíritu de familia. Posteriormente se le ha reducido al día de año nuevo, para todos los hermanos. Los
días de toma de hábito o de profesión religiosa, ya sólo se lo dan los profesos o novicios y el superior.

El día de su elección, el hermano superior general y los asistentes sirven en el comedor durante la comida.
El venerado padre fue quien estableció personalmente esa práctica de humildad, en 1839, cuando se eligió
al hermano Francisco para sucederle. Sin duda, quería con ello recordar al superior y a sus consejeros, que
recibían mandato para servir y no para dominar a los hermanos. Intentaba igualmente dar a entender a
todos los miembros del instituto que la prelacía, más que un honor, es carga pesada, es puesto que exige
entrega, solicitud y caridad, y no prebenda que proporciona recreo, satisfacción y descanso

CAPÍTULO XII
LA ACCIÓN DE GRACIAS Y LA ÚLTIMA NOCHE DEL AÑO

El fervor es virtud rara; es patrimonio de las almas fieles y, de éstas,


no hay muchas ni siquiera en la vida religiosa. Muchos cristianos y la
mayor parte de los religiosos sirven a Dios como a un amo; pocos le
sirven y aman como a un padre. San Bernardo lamentaba ese
desorden y decía a sus monjes: «A todos nosotros se dio el espíritu
para la salvación, mas no así para el fervor. Son pocos, en efecto, los
que se llenan de ese espíritu, pocos los que se afanan por lograrlo.
Nos damos por satisfechos con eludir el pecado mortal y decimos: con
tal de que me salve, basta».

¿Cuál es la causa de esa especie de descuido tan


general en las comunidades? Se podrían citar muchas. He
aquí las principales:

• La carencia de vida interior, de donde viene


la rutina, que nos echa a perder la mayor parte de los
actos.

• La falta de espíritu filial. No conocemos a


Dios, tenemos un concepto muy erróneo de él, lo vemos como un amo adusto y severo, nos
portamos con él como esclavos. Todo ello encoge el corazón, ahoga la piedad y el espíritu filial.

• El desconocimiento de nuestro Señor Jesucristo y de los bienes infinitos que en él


tenemos, así como el descuido en meditar sus misterios y vivir en su intimidad.

• Finalmente, la ingratitud, el olvido del agradecimiento.


Para precaverse contra semejantes defectos, el padre Champagnat ponía sumo empeño
en avivar el espíritu de fe y la confianza en Dios, la oración mental, la consideración de la vida de
Jesucristo y el ejercicio de la acción de gracias.

La gratitud es nota característica de todos los santos. Bendice al Señor, alma mía, y
guárdate de olvidar ninguno de sus beneficios. Bendigan todas mis entrañas su santo nombre
(Sal 102, 12): ésa era la oración cotidiana de David. Por eso, el Espíritu Santo afirma de él que
en todas sus acciones dio gloria al santo y excelso Dios con himnos de alabanza (Eclo 47, 9). La
santísima Virgen exclama: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu está transportado de gozo en
el Dios, salvador mío; porque ha puesto /os ojos en la bajeza de su esclava (Lc 1, 4648) y me ha
colmado de gracias. San Buenaventura da por cierto que la augusta Madre de Dios dirigía
ininterrumpidamente gracias al Señor, y para que los cumplidos de la vida corriente no vinieran a
distraerla de las alabanzas divinas, solía responder a los saludos con estas palabras: «Demos
gracias a Dios». Doy gracias a Dios, repetía incansablemente san Pablo en sus epístolas y
nunca dejaba de exhortar a los fieles a cumplir debidamente ese deber. «El agradecimiento dice
san Juan Crisóstomo es propio de almas sólidamente virtuosas», y san Jerónimo asegura que es
deber normal de los cristianos dar gracias a Dios por todos sus beneficios. La sagrada Escritura
hace este hermoso elogio de Tobías: No se quejó contra Dios por la desgracia de la ceguera que
le envió; sino que permaneció firme en el temor de Dios, dándole gracias todos /os días de su
vida (Tb 2, 1314).

La acción de gracias era tan habitual entre los primeros cristianos, que se saludaban
diciendo «aleluya» o «demos gracias a Dios». En sus oraciones entraba siempre la acción de
gracias y por esa razón añadieron el gloriapatri después de cada salmo. A su llegada a Oriente,
san Jerónimo quedó tan encantado de tal doxología y se encariñó tanto con aquella práctica, que
rogó al papa san Dámaso la estableciera en la Iglesia de Occidente, donde, en efecto, se ha
venido practicando desde entonces.

Precisamente, para imitar a los primeros cristianos y conforme al espíritu de la Iglesia,


quiso el padre Champagnat que el gloriapatri fuese la oración jaculatoria de los hermanos y
viniera a ser la plegaria de cada hora.

«La Iglesia nos dijo dirige incesantemente a Dios un concierto de alabanzas y hace que
resuene por doquiera la voz del agradecimiento, cantando y repitiendo a cada hora: ¡Gloria al
Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo! No hay oración más grata a Dios que la ofrecida por la
Iglesia. El gloriapatri será, pues, nuestra jaculatoria de cada hora; imitaremos así no sólo a la
Iglesia militante, sino a la triunfante, a los ángeles y santos, que eternamente cantan esa
doxología.

«Pero además, queridos hermanos, si nos fijamos bien, ¿qué es nuestra vida en este
mundo? Una preparación para la vida eterna. Pues bien acabo de sugerirlo, amar a Dios,
alabarle, bendecirle, darle gracias, ésa es la ocupación de la corte celestial. El lenguaje de los
santos se condensa en estas palabras: Al que está sentado en el trono, y al Cordero, bendición,
y honor, y gloria, y potestad, por los siglos de los siglos... Amén (Ap 5, 1314). Si la vida de los
santos en el cielo se pasa glorificando a Dios y dándole gracias, tiene que transcurrir igual en la
tierra. Con el tiempo se acabarán todas las oraciones, menos la acción de gracias, que durará
eternamente. Ahora bien, si queremos participar en la acción de gracias sin fin que constituye la
gloria y dicha de los elegidos, hay que empezarla en el tiempo, hay que aprender en la tierra lo
que deseamos hacer en el cielo».

No se os olvide: la gratitud es nota característica de los santos. Por eso, el Espíritu Santo
exhorta: Bendecid al Señor, todos sus elegidos, tened días alegres y tributadle alabanzas.
Glorifica al Señor por los beneficios que te ha hecho (Tb 13, 10 y 12). ¿Entendéis esas palabras,
Bendecid al Señor, todos sus elegidos? ¿Las habéis meditado atentamente? ¿Qué significan?
Que el agradecimiento es el clamor y sentimiento habitual de los elegidos, como la ingratitud es
el vicio y talante de los réprobos. Sí, la acción de gracias es la oración de todos los amigos de
Dios: la comienzan en el tiempo y la proseguirán en la eterna bienaventuranza.

El reconocimiento y el ejercicio de la acción de gracias es medio excelente de conseguir


nuevos favores y progresar en la virtud. Por algo dijo un escritor antiguo: «La mejor manera de
pedir es dar gracias». Y san Juan Crisóstomo asegura: «Para hacernos crecer en virtud y
unirnos a Dios, nada hay mejor que la acción de gracias». Y san Bernardo agrega: «Bajan del
cielo ríos de gracias; justo es que a él suban caudales de agradecimiento. Efectivamente, si ll por
la acción de gracias esa agua celestial vuelve a su [123] origen, nueva y más copiosamente
caerá sobre nosotros. Sabedor de este secreto era el apóstol san Pablo. Por ello, y con el doble
fin de mostrarse agradecido y adelantar en la virtud, Io iniciaba todo con la acción de gracias.
Primeramente, doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo acerca de todos vosotros (Rm 1,
8). En otro lugar exhorta: Dad siempre gracias por todo a Dios Padre, en el nombre de nuestro
Señor Jesucristo (Ef 5, 20). Y también: Todo cuanto hacéis, sea de palabra o de obra, hacedlo
todo en nombre de nuestro Señor Jesucristo, dando por medio de é/ gracias a Dios Padre (Col 3,
17). Y para que entendamos bien que alabar, bendecir y amar a Dios y progresar en la virtud es
todo uno, previene: Ya que habéis recibido por Señor a Jesucristo, seguid sus pasos, unidos a él
como a vuestra raíz... y confirmados en la fe que se os ha enseñado, creciendo más y más en
ella con acción de gracias (Col 2, 67).

Cuando el padre Champagnat determinó, con los hermanos más graves, que el gloriapatri
se rezara siempre en la oración de cada hora, uno de aquellos hermanos le dijo:

- Padre, ¿no sería mejor rezar la fórmula del acto de caridad?

- Hermano, le contestó, el agradecimiento es un acto de amor. Le damos gracias a


Dios porque le amamos, porque sus bondades nos llegan al corazón, nos admiran y nos
conquistan para él.

Tan es así, que en el cielo, más que nunca, daremos gracias a Jesús, cuando haya
colmado sus dones con el mayor de todos, la bienaventuranza eterna. La acción de gracias es el
amor agradecido y contrito de haber disgustado [124] a Dios infinitamente bueno. Ahora bien, si
la acción de gracias es ll un acto de amor, ciertamente no hay medio mejor para hacernos
adelantar en el camino de la perfección, ya que la caridad es la virtud más meritoria y la que más
nos une a Dios.

En un religioso o en un alma devota, la ingratitud es uno de los peores defectos, de los


que más desagradan a Dios y le hieren el corazón. Oíd cómo se queja en la Escritura: He criado
hijos y los he engrandecido, y el os me han despreciado (Is 1, 2). Cura Jesús a diez leprosos, y
nueve de ellos se muestran ingratos: uno solo regresa para dar gracias a su bienhechor. El
corazón de Cristo se aflige de tal ingratitud y no puede menos de quejarse: ¿Pues qué, no son
diez los curados? ¿y los nueve dónde están? (Lc 17, 17). ¿Cuántas veces habremos causado
esa pena tan singular al corazón de Jesús? ¿Cuántas veces habremos olvidado el darle gracias
por sus beneficios? No me extraña que exclame san Bernardo: «Me causa extremo horror la
ingratitud. ¿Sabéis por qué? Porque estoy convencido de que en los hijos de bendición, los
religiosos, nada hay que desagrade tanto a Dios como la ingratitud frente a sus beneficios».

Tres graves consecuencias se siguen de la ingratitud:

1a. Seca la fuente de las gracias. ¿Por qué Dios, tan bondadoso que, aun cuando
estábamos en el mundo y sin que se lo pidiéramos, nos colmó de beneficios, no nos los concede
ahora en la religión, cuando le apremiamos sin cesar para que nos otorgue tal o cual gracia?
¿Por qué parece sordo ante nuestro clamor? ¿Se le ha debilitado el poder? ¿Se le han agotado
las riquezas? ¿Se le ha mudado la bondad para con nosotros? Nada de eso. La verdadera y
única razón es que hemos sido ingratos, se nos olvidó darle gracias por sus beneficios. La
ingratitud, al privarnos de la gracia, nos deja con nuestra debilidad en manos del enemigo, nos
conduce al pecado. «Dios asegura Ruperto retiró su mano y protección al primer hombre y le
dejó caer en el pecado, porque no le había agradecido el beneficio de la creación y todos los
demás dones que le había concedido». En cambio, el Espíritu Santo nos enseña que Dios
concedió a David la victoria sobre sus enemigos en premio a su gratitud y porque el santo rey le
había tributado amor, alabanzas y cordiales acciones de gracias.
2a. Con frecuencia es causa de la pérdida de la vocación. La vocación religiosa es una de
las gracias más excelentes que Dios puede conceder a un alma. Pero los que no la aprecian
bastante ni se muestran agradecidos, se vuelven indignos de ella y Dios, para castigarlos, les
retira ese beneficio y lo da a otros que serán más agradecidos.

En el capítulo de culpas, el padre Champagnat impuso muchas veces a los hermanos


jóvenes la penitencia de rezar el gloriapatri o el magníficat para dar gracias a Dios por haberles
sacado del mundo. Cuando se trató de las oraciones que habrían de rezarse en las ceremonias
de toma de hábito o de profesión, determinó que siempre fuera una de ellas el tedéum, para
agradecer a Dios decía el beneficio concedido al instituto al darle nuevos socios, y enseñar a
todos los hermanos el deber que tienen de dirigir a Dios frecuentes acciones de gracias por el
inestimable tesoro de la vocación.

Al dar cuenta de conciencia al venerado padre, un hermano le dijo que no sentía mucho
apego a la vocación y sufría la tentación de abandonarla.

- ¿Lucha usted contra esa tentación?, le preguntó el padre.

- Muy poco.

- ¿Hubo algún tiempo en que apreciara usted mucho la vocación?

- Durante el noviciado la estimaba y quería bastante.

- ¿Ha dado gracias a Dios con frecuencia por haberle concedido ese favor?

- Casi nunca.

- Ahora entiendo replicó el padre el porqué de su desgracia. Ha sido un ingrato, se


le quita el don de Dios, que va a ser dado a otro más fiel y agradecido. Hace apenas un
instante, un hermano de su promoción estaba, en ese mismo puesto en que está usted,
pidiéndome licencia para una comunión extraordinaria con que coronar la novena que suele
hacer cada tres meses, para dar gracias al Señor por la vocación y demás favores que de él
ha recibido. Ese hermano es fervoroso, saborea la dicha y contento de su santo estado y
tiene tal apego a la vocación, que no la cambiaría me ha dicho por un imperio». Vea cómo el
agradecimiento le conserva un beneficio que la ingratitud le hace perder a usted.

3a. Es enemiga de la piedad y conduce a la tibieza. ¡Cuántos religiosos hay que no


cumplen debidamente el deber, porque no hallan la felicidad en la religión y no sienten consuelo
alguno en los ejercicios de piedad! Siempre y doquiera, en la meditación, el examen, el santo
sacrificio de la misa, tienen el corazón envuelto en velo tupido, que no llegan a rasgar ni el
ejemplo de los hermanos, ni el brillo de las ceremonias, ni siquiera la gracia divina. A esas almas,
los beneficios de Dios les resultan tan pesados como a otras sus castigos. La oración se les
hace penitencia, la confesión tormento, la comunión verdadero suplicio. Los favores de Dios las
irritan como heridas quemajosas. Las gracias que sobre ellas derrama, las inquietan y turban, en
vez de darles paz y dicha. ¿A qué se debe todo ello? Preguntad a esos religiosos por su actitud
para con Dios, ved si se le han mostrado agradecidos. Daréis así con el secreto de su estado
lamentable: no han visto en Dios a un padre, sino a un amo adusto y severo. Casi nunca han
pensado en darle gracias. La ingratitud es el vicio radical de su vida. Temen a Dios, o más bien
sus castigos; no le aman. Le piden verse libres del infierno; no se les ocurre alabarle y darle
gracias por sus beneficios. Avasallados por la actitud servil, nunca les ha movido el espíritu filial.
Tal es la explicación de su tibieza. Son religiosos ingratos; ignoran lo que es y lo que vale dar las
gracias; la ingratitud los mantiene empicotados en la imperfección; no adelantarán un solo paso,
mientras no se despojen de esa mentalidad servil.

¡Qué detestable, ay, es el vicio de la ingratitud! ¡Cómo lo aborrece Dios nuestro Señor!
Con razón, pues, dice san Bernardo que ese defecto seca la fuente de las gracias, agosta los
buenos sentimientos del alma, la hiere en lo más íntimo y le corta el camino de la salvación.
El padre Champagnat estaba realmente encariñado con la práctica de la acción de
gracias. Jamás recibía un favor del cielo sin corresponder con el debido reconocimiento. Solía
celebrar novenas y misas frecuentes para dar gracias a Dios por sus beneficios. Para él eran
días festivos, consagrados por entero a la acción de gracias, los aniversarios del bautismo,
primera comunión, ordenación sacerdotal, profesión religiosa y otras ocasiones parecidas, en
que había recibido favores señalados.

Con la misma intención de agradecer los dones recibidos, pasaba en oración la última
hora del año. Por varios motivos tomaba muy a pechos esa práctica. «Es una manera decía de
reparar las pérdidas de todo el año. Si, ante nuestra conciencia, no tenemos la satisfacción de
dar fe de que hemos vivido y empleado como Dios manda todos los días del año, procuremos
resarcirnos santificando la última hora con la oración y el santo ejercicio del agradecimiento.
También nos interesa en sumo grado humillarnos ante Dios profundamente, pedirle perdón por
nuestras faltas, con el fin de lograr su remisión completa y no arrastrarlas con nosotros al
empezar el año nuevo».

Es también importantísimo ofrecer a Dios las primicias, la primera hora del año que
comienza y tomar precauciones para pasarlo santamente. Es lo que hacía el padre Champagnat.
Su modo de emplear esas dos horas era el siguiente:

1° Pedir perdón a Dios por todas las faltas cometidas durante el año que según decía él
caía en la eternidad.

2° Recordar las gracias y favores recibidos de Dios y agradecérselos efusivamente. Nada


conmovía tanto como oírle exclamar: «¿Qué soy, Dios mío, sino una suma de tus beneficios?
Las gracias que me has otorgado son tan numerosas, que me costaría más enumerarlas que
contar los granos de arena del mar. Más de trescientas veces he tenido la dicha de inmolar el
Cordero sin mancha. ¡Oh favor! ¡Oh favor! ¡Oh favor! Jesús mío, me siento abrumado por tal
cúmulo de beneficios. ¡Bendito seas eternamente por tantas gracias como he recibido de ti!
¡Alábente y glorifíquente por siempre los ángeles y santos! ¡Oh María, mi reina y madre,
permíteme tomar tus sentimientos y palabras, para exclamar contigo: Magnificat anima mea
Dominum!... (Lc 1, 46).

3° Ofrecerse personalmente a Dios y consagrarle el año nuevo con todo lo que en este se
proponía cumplir.

4.° Rogar a Dios, por intercesión de la santísima Virgen y de los santos patronos, que
bendijera el año nuevo, aceptara y santificara todas las obras que en él iba a realizar, y se lo
concediese feliz, exento de pecados, lleno de gracias, de virtudes y de merecimientos.

CAPITULO XIII
NECESIDAD DE LA ORACIÓN Y DE LA MEDITACIÓN

«La meditación, la oración, la gracia actual, la gracia habitual, la


perseverancia en la caridad y en la vocación, y la salvación eterna,
son seis cosas íntimamente trabadas entre sí como eslabones de la
misma cadena», decía el padre Champagnat. Y agregaba: «En la
economía corriente de la gracia, sin oración o meditación, no hay
gracias actuales; sin copiosas gracias actuales es imposible
rechazar las tentaciones, conservar la gracia habitual y, por ende, la
vocación, ya que el pecado grave, al dar muerte al alma, mata a la
vez la vocación y arruina hasta los cimientos el gran negocio de la
salvación eterna».

Vamos a aclarar esa aseveración de nuestro venerado padre,


haciendo ver que la oración y, por consiguiente, la meditación, sin la
que no puede darse aquélla, es necesaria para iluminar la mente, fortalecer el corazón, evitar el pecado,
corregir los defectos, practicar la virtud y perseverar en la vocación.

1. Iluminar la mente.

Sólo podemos salvarnos sirviendo a Dios; sin amarle no podemos servirle; no podemos amarle de todo
corazón, si no le apreciamos mucho, y nunca tendremos de él un concepto bastante elevado, sin el
suficiente conocimiento de sus perfecciones. Ahora bien, no se puede adquirir ese conocimiento sin la
meditación cotidiana. Si no se sirve a Dios como es debido, o, mejor, si aun nosotros le servimos con tanta
negligencia, es porque no le conocemos. ¡Oh Padre justo! exclama Jesucristo, el mundo no te ha conocido
(Jn 17, 25) y por eso note ha amado. «La causa de todos los desórdenes dice el profeta Oseas es que la
verdad y el conocimiento de Dios han desaparecido de la tierra». Para alcanzar la salvación, además del
cabal conocimiento de Dios, se precisa el propio conocimiento. San Agustín estaba tan convencido de tal
verdad, que todos los días rezaba esta oración: «Conózcate, Dios mío, y conózcame también a mí.
Conózcame, para despreciarme y aborrecerme; conózcate, para estimarte y amarte».

Efectivamente, para trabajar con eficacia en la propia perfección, hay que conocer:

1.° El fondo de corrupción con que hemos venido al mundo, para humillarnos y desconfiar de nosotros
mismos.

2° La fuerte inclinación al mal que llevamos dentro, para reprimirla; nuestra incapacidad de obrar el bien,
para recelar de nosotros mismos y poner la esperanza en Dios.

3° La pasión dominante, para combatirla; y los demás defectos, para corregirlos.

4° Los pecados personales, para borrarlos y llorarlos con lágrimas.

Y es evidente que, para adquirir ese conocimiento propio, se necesita absolutamente la reflexión y la
meditación cotidiana.

Pero además, para lograr la salvación es preciso conocer debidamente los deberes de estado, las
obligaciones del cristiano y del religioso. Ahora bien, sólo podremos conocerlas y observarlas con el estudio
y la meditación asidua. Por eso, el mismo Dios nos impone ese deber: Y estos mandamientos que yo te doy
en este día, estarán estampados en tu corazón, y /os enseñarás a tus hijos, y en ellos meditarás sentado en
tu casa, y andando de viaje, y al acostarte y al levantarte; y los has de traer para memoria ligados en tu
mano, y pendientes ante tus ojos, y escribirlos has en el dintel y puertas de tu casa (Dt 6, 69).

No basta conocer la ley de Dios. Se necesita, además, amarla y cumplirla. Pero no se llega a ese amor y
cumplimiento, si no se conocen su hermosura, equidad y ventajas; si se ignoran los premios prometidos a
su observancia, las amenazas, penas y castigos que esperan a los que la infringen. Por eso, tras haber
dado la ley a los israelitas, Dios enumera por un lado todas las bendiciones y recompensas que se han de
conceder a cuantos la observen; y por otro, les hace ver todas las desgracias y castigos que van a abrumar
a los que la violen. Si pudiéramos preguntar a los cristianos que se hallan en el infierno la causa de su
condenación, todos contestarían que no es otra sino el olvido de Dios, de su ley santa, de los premios
vinculados a la observancia de ésta, y de los castigos que su transgresión acarrea.

Sin meditación no hay luz; es decir, no hay el debido conocimiento de Dios, de nosotros mismos, de
nuestras obligaciones y de nuestro destino; no hay, por consiguiente, seguridad de salvación. «El que se
empeña en cerrar los ojos dice san Agustín no puede ver el camino que lleva a la patria, ni llegará a ella
jamás». La primera prevención de los filisteos, cuando se apoderaron de Sansón, fue sacarle los ojos. Es
también lo primero que hace el demonio al alma, cuando de ella se ha adueñado: la ciega y le impide
meditar y rezar.

El Espíritu Santo, ansioso de la salvación de las almas, las está exhortando continuamente: Acercaos al
Señor, meditad su ley santa, y os iluminará (Sal 33, 6)9. Lo que es el sol para la naturaleza, eso es la
meditación en el mundo interior de las almas. El sol calienta, ilumina, alegra y da vida; la oración mental
inunda el entendimiento con torrentes de luz, inflama y fortifica la voluntad, vierte alegría y felicidad en los
corazones, vivifica y alimenta las almas con las gracias que les consigue. Dejad la tierra sin sol: no habrá
más que tinieblas, hielo, tristeza y muerte. Quitad la meditación a una persona: la mente se le llenará de
tinieblas e ignorancia; la voluntad, de apatía y flojera; el corazón, de desabrimiento, amargura y angustia; su
alma perecerá de inanición, dice san Juan Crisóstomo. Santo Tomás estaba tan convencido de estas
verdades, que se atrevía a afirmar: «No merece el nombre de religioso, quien no sea fiel a la práctica de la
meditación, pues no hay efecto sin causa, y no se puede conseguir la luz interior sin reflexión, las gracias
sin oración, la virtud y la salvación eterna sin meditación».

2. Fortalecer el corazón.

Éste ha de ser bueno, sensible y dócil a los toques de la gracia. De por sí tiende a ser duro, recalcitrante,
insensible, frío y perverso; no puede menos de echarse a perder. Afirma efectivamente el Espíritu Santo que
el corazón duro parará al fin en la desgracia (Eclo 3, 27).

Pero, «¿qué es un corazón duro?», pregunta san Bernardo. Y contesta: «Es el corazón que no está triturado
y desgarrado por la compunción y el dolor de sus culpas; el que no se deja ablandar por la piedad, ni
encender por el amor de Dios; el ingrato, que no piensa en los beneficios de Dios ni se los agradece; el que
no se conmueve ante los ruegos ni se inmuta ante las amenazas, permaneciendo insensible aun a los
castigos; el que no se sonroja de sus crímenes, olvida el pasado, descuida el presente y no piensa en el
futuro; por fin, el carente de celo por la salvación y de temor del juicio que le espera si permanece en tal
estado».

Y ¿cuál es el remedio de ese mal? El único e infalible es la oración y la meditación. La dureza de corazón
no puede sanarse más que con la meditación diaria. La oración mental es para el corazón como el fuego
para el hierro. Cuando éste está frío, su dureza es muy grande y no hay posibilidad de forjarlo; pero el fuego
lo ablanda y lo hace dúctil en manos del herrero. Así también, la oración mental calienta el corazón, lo
enternece y le impulsa a emprender con ardor la práctica de las virtudes. El real Profeta, que meditaba
asiduamente la ley de Dios, exclama: Sentí que se me inflamaba el corazón, y en mi meditación se
encendían llamas de fuego (Sal 38, 4). Y en otro lugar agrega: Corrí.

¿Por dónde, pues, corriste, Rey santo?

Por el camino de los mandamientos del Señor, es decir, por la práctica de todas las virtudes.

¿Desde cuándo corréis así?

Desde que el Señor me ensanchó el corazón con la meditación de su ley.

Más adelante, en un momento de descuido y debilidad, se queja de que el corazón se le marchita:


Marchitado como hierba se deseca mi corazón, pues me olvido de comer mi pan (Sal 101, 5). ¿Qué pan? El
de la oración mental y vocal, interpretan lo santos padres.

«Por bueno que sea el terruño dice san Juan Crisóstomo, para lograr que sea fértil, es preciso que la lluvia
lo empape a menudo; de igual modo, necesitamos que la oración nos riegue con frecuencia el corazón, si
pretendemos que dé frutos de virtud y santidad».

«Para observar los preceptos divinos y los consejos evangélicos agrega fray Bartolomé de los Mártires se
necesita poseer un corazón tierno, capaz de recibir las huellas o impresiones de la gracia y traducirlas a la
práctica. Pues bien, la oración es la que da esa blandura de corazón y esa docilidad»

Salomón lo comprendía bien cuando pedía a Dios: Da, pues, a tu siervo un corazón dócil (3 R 3,9).
Finalmente, san Pablo nos lo da como doctrina, para. hacernos practicar la virtud, al afirmar: Y, por cuanto
vosotros sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el espíritu de su Hijo, el cual nos hace clamar: ¡Abbá!
¡Padre! (Ga 4, 6).
3. Evitar el pecado y conservar la vida de la gracia.

El alma necesita de la oración para guardar la vida de la gracia, igual que el alimento es necesidad
imperiosa del cuerpo para conservar la salud y la vida natural. El hombre que rechazara todo alimento,
moriría fatalmente; de igual modo, quien abandone la oración mental y vocal, que son el alimento del alma,
perderá la vida de la gracia y acabará por caer en culpa grave, en la muerte del alma. Así lo afirman
unánimes los santos doctores y padres de la vida espiritual.

San Juan Crisóstomo no teme afirmar y reiterar: «No sólo enfermo, sino muerto está el (religioso) que
abandona la oración. Pues así como juzgamos que un cuerpo es ya cadáver cuando ha cesado de respirar,
podemos también estar seguros de que ha expirado el alma que no reza».

San Buenaventura asevera: «El (religioso) que abandona la oración no sólo es un ser desgraciado e inútil
sino que, además, ante Dios es como alma muerta en cuerpo vivo»

En sentir de san Alfonso M.a de Ligorio, «el religioso que no medita las verdades eternas y abandona la
oración, tan sólo es ya cadáver de religioso».

Santa Teresa estima que «el (religioso) sin oración mental no necesita demonio que le lleve al infierno:
camina a él y en él se arroja por su propio impulso y albedrío».

El santo abad de Rancé, reformador de la Trapa, asegura: «Un religioso que descuida la oración mental,
descuida también la salvación y está en camino de ruina eterna». «Ese hombre agrega se parece al soldado
que arroja las armas en medio del combate, al náufrago que se deja arrastrar por la corriente en vez de
asirse al cable que le lanzan, al enfermo que rechaza el único medicamento que puede salvarle, o al
hambriento que se niega a comer: la ruina de tales desdichados es segura, y otro tanto le ocurre al que no
reza».

«Es moralmente imposible dice Belarmino que viva exento de pecado mortal, el que no reza». Y agrega
Gersón: «Sin un milagro, no puede vivir como cristiano, quien no medita».

Al abad Diocles le parecía la meditación tan necesaria para el religioso, que afirmaba: «Quien abandona la
oración se vuelve pronto bruto o demonio; con más exactitud, ambas cosas a la par: se vuelve bruto por la
ignorancia, y demonio por la malicia, la perversidad y el endurecimiento».

La oración es el arma que Dios nos ha proporcionado para luchar contra el demonio, rechazar las
tentaciones y librarnos del pecado. «Sin la meditación y la plegaria asegura san Alfonso de Ligorio, nunca
tendremos fuerzas para resistir a las tentaciones y mandar a las pasiones».

La oración es la puerta por la que han de pasar las gracias de luz y fortaleza que nos manda el Señor; si por
nuestra culpa se mantiene cerrada, ¿qué va a ser de nosotros? Caeremos infaliblemente. Mirad lo que
hicieron los mártires. ¿De dónde sacaron la fuerza y energía para resistir a los tiranos y aguantar los
tormentos? De la oración. San Teodoreto, tras haber soportado un intenso suplicio sobre copelas ardientes,
sintió que los dolores le llegaban a las entrañas y, al no poder ya aguantarlos, clamó al Señor pidiendo
auxilio, e inmediatamente obtuvo la gracia de una fortaleza tan grande, que sobrellevó con alegría aquellos
sufrimientos hasta la muerte.

No obstante, hubo cristianos, probados por los tormentos, que renegaron de la fe por haber descuidado la
oración. «Con honda pena dice san Cipriano he visto a hombres robustos y generosos, a punto de recibir la
corona después de prolongados sufrimientos, que renegaron de la fe por haber desviado la mirada de Aquel
que da la fuerza al débil, es decir, por haber abandonado la oración».

Esa necesidad de la oración para resistir al demonio se manifiesta más evidente en esta constatación
histórica: en los terribles combates que tuvieron que arrostrar los mártires, se vieron a veces hombres que
palidecían y renegaban de la fe, pero no se da un solo caso de doncella que haya temblado o, por lo menos,
que haya muerto apóstata. Prueba clara y contundente de que la gracia, y nada más que ella, sustentaba a
los mártires. Pero no cabe duda tampoco de que no conseguían tal gracia sino por la oración perseverante.
En el Japón, un anciano condenado a ser aserrado lentamente con un instrumento de bambú, aguantó con
fortaleza aquel suplicio durante varias horas; pero antes de expirar, habiendo cesado de encomendarse a
Dios, renegó de la fe y al instante murió. Ejemplo espantoso: confirma, una vez más, que en las lides contra
los tormentos o las tentaciones, la oración es la que da fuerzas y asegura la victoria.

«Se sabe por experiencia afirma san Alfonso que la oración mental y el pecado no pueden vivir juntos. Los
que meditan asiduamente, no caen; y si accidentalmente les ocurre tal desgracia por sorpresa o debilidad,
se levantan con prontitud»

«Puede tenerse por cierto añade santa Teresa que un alma que persevera en el ejercicio de la oración, no
consentirá en el pecado ni se perderá, por recias y frecuentes que sean las tentaciones». La oración es la
acequia por la que nos llegan las aguas de la gracia, los refuerzos y ayudas que nos hacen evitar el pecado.
Para desbaratar dicha acequia, pone el demonio todo su empeño en conseguir que no se rece: sabe muy
bien que no puede contar con las almas que no abandonan la meditación ni los ejercicios de piedad. Santa
Teresa estaba muy convencida de esa verdad y decía que la más funesta y peligrosa de las tentaciones es
la que nos induce a descuidar la meditación y la oración. San Lorenzo Justiniano afirma igualmente: «La
añagaza con que el demonio echa a perder a más almas es la de disuadirlas de la oración, ya que el
abandono de ese ejercicio le da el triunfo en las tentaciones».

4. Corregir los defectos.

«De la oración, dice Rodríguez, depende el gobierno de nuestra vida, que andará concertada o
desconcertada, según cumplamos bien o mal con la oración». «Si veis, por consiguiente agrega san
Alfonso, a un religioso tibio, vanidoso, sin mortificación ni obediencia, flojo en la observancia de la regla,
colérico y rencilloso, podéis afirmar sin miedo a equivocaros: ése no tiene oración».

«La meditación, afirma san Bernardo, nos da el conocimiento propio y nos hace ver los defectos; la oración
nos consigue la gracia de vencernos y corregirnos; la meditación nos señala las virtudes que no tenemos, la
oración nos las alcanza; la meditación nos muestra el camino que lleva al cielo, la oración nos hace andar
por él con pie seguro y con diligencia; la meditación nos descubre los peligros que nos rodean y los
enemigos con los que hemos de enfrentarnos, la oración nos hace salvar dichos riesgos y nos da fuerza
para luchar contra los enemigos y vencerlos».

La meditación alumbra y purifica el alma, nos orienta el talante, gobierna las acciones, corrige los defectos,
templa las costumbres y ordena todo el curso de la vida. Quien no tenga oración, jamás podrá conocer los
propios defectos ni corregirlos; no verá los lazos del demonio y se dejará atrapar por él; no caerá en la
cuenta de los peligros en que pone la salvación del alma y ni siquiera va a pensar en evitarlos. «Finalmente
concluye san Bernardo, sin la meditación uno ya no es sensato, se deja engañar por el demonio, dominar
por las pasiones, roer por los defectos; sin meditación no queda más que ignorancia en el espíritu, debilidad
en el corazón, deslealtad en el querer; la vida se reduce a una concatenación de vicios y pecados».

Según Teodoreto, «la meditación es remedio universal de los males del alma, medicina infalible para
limpiarla de defectos». Al explanar dicha idea, añade: «Los médicos curan las enfermedades del cuerpo
cada una con un remedio; y muchas veces, para sanar una, aplican muchos remedios, porque todos son
remedios cortos y de virtud finita y limitada; empero, la oración es un remedio general y eficacísimo para
todas las necesidades y para resistir a todas las tentaciones y encuentros del enemigo (y para alcanzar
todas las virtudes), porque aplica al ánima un bien infinito, que es Dios, y en él se funda y estriba. Y así,
llaman a la oración omnipotente».

«Y así comparan muy bien la oración y dicen que es como la mano en el cuerpo, que es instrumento para
todo el cuerpo y para sí misma; porque la mano trabaja para que todo el cuerpo se sustente y se vista, y
para todo lo demás necesario del cuerpo y del alma, y también para sí misma; porque si está enferma, la
mano cura la mano; y si está sucia, la mano lava la mano; y si fría, la mano calienta la mano; en fin, todo lo
hacen las manos. Pues así es la oración».

Padre preguntaba un ermitaño novel a un anciano del yermo, ¿qué he de hacer para no rendirme a
los malos pensamientos que me asaltan?

Rezar, hermano.
¿ y para reprimir el desenfreno de la lengua?

Rezar.

¿Para no claudicar cuando el enemigo me sugiere que abandone la celda y vaya a disiparme con
los hermanos?

Rezar.

¿Para cortar de raíz y acabar con el orgullo, la sensualidad y el propio albedrío que me esclavizan?

Rezar.

¿Por qué no me da, padre, sino un remedio para tantos males distintos?

Por dos motivos: ése es remedio universal y siempre eficacísimo, que todo lo consigue; por otra
parte, comprende y sustituye a todos los demás.

5. Practicar en grado excelente la virtud y vivir como religioso bueno y ferviente.

San Agustín afirma: «Dios ha concedido al alma la facultad de cultivarse a sí misma y, con piadoso empeño,
adquirir todas las virtudes y todos los dones que la elevan a la más alta perfección». Pues bien, esa facultad
es el poder y la gracia de la oración.

Toda dádiva preciosa, y todo don perfecto, de arriba viene, como que desciende de/ Padre de /as luces (St
1, 17). ¿Qué significan esas palabras del apóstol? Según san Juan Crisóstomo, quieren decir que la oración
es causa y madre de las virtudes y que, si un alma deja de comunicar con Dios por la oración, no alcanzará
ni un solo elemento de todos los que constituyen la verdadera santidad

Según el papa san Inocencio I, significan que en vano intentaremos salir victoriosos de la lid contra las
pasiones y levantar el edificio de las virtudes y la perfección, si no nos atraemos la gracia mediante
fervorosas y constantes oraciones.

«Con las palabras todo don perfecto de arriba viene, el Espíritu Santo afirma san Buenaventura ha querido
enseñar que, sin la oración y la santificación, ninguna gracia desciende del cielo, ninguna virtud sólida y
perfecta puede conseguirse».

Finalmente, el cardenal Cayetano concluye: Así como no se puede lograr efecto sin causa ni fin sin medios,
tampoco es posible practicar la virtud sin oración mental; por consiguiente, no puede llamarse religioso
quien no medita, pues carece de las virtudes de su estado.

Por el contrario, un alma de oración es como el árbol plantado junto a /as corrientes de las aguas, el cual
dará su fruto en el debido tiempo y cuya hoja no caerá; cuanto hiciere tendrá próspero efecto (Sal 1, 3).
Fijaos en la expresión a su debido tiempo, lo cual quiere decir, en el lance oportuno: el religioso de tal índole
será sufrido, obediente, humilde, amigo de la regla, modesto, caritativo, celoso y mortificado. Según san
Juan Crisóstomo, la oración es para el alma lo que una fuente copiosa para el huerto: sin agua no hay más
que tierra seca y estéril, donde todo perece; con ella, todo medra, todo es frescor y delicia, toda planta da
frutos buenos y abundantes. De igual modo, la oración conserva en perpetuo frescor y lozanía los árboles
santos de la obediencia, la humildad, el amor de Dios y todas las virtudes.

El don de oración es prenda de virtud sólida. San Gregorio afirma: «Si dais con una persona favorecida con
intenso don de piedad, no lo dudéis, Dios la llama a subida perfección y a grandes empresas por su gloria».
Lo mismo asegura san Juan Crisóstomo: «Si veo un religioso aficionado a la meditación y fiel cumplidor de
todos los ejercicios de piedad, deduzco inmediatamente que es un alma rebosante de gracia, pues si en
decir del Espíritu Santo quien anda con sabios, sabio será (Pr 13, 20), ¿cómo no va a adquirir gran
sabiduría quien trata familiarmente con Dios, y cómo no van a ser perfectas sus virtudes?» El mismo santo
doctor sigue explicando: «Dios no puede conformarse con una morada mísera, sin orden ni aliño. En cuanto
un alma le franquea la entrada con la meditación y la oración, la pone en orden y la llena de sus dones
divinos. Ante todo, le infunde suma delicadeza de conciencia que no aguanta las faltas más leves; le da
luego un corazón generoso y nobleza de sentimientos que la inducen a despreciar riquezas, placeres y
honores, de tal forma que cuanto el mundo encierra de más precioso, no es para ella sino vaciedad y
estiércol. Por otra parte, le fortifica la voluntad, le inspira un ánimo elevado capaz de sobreponerse a
contratiempos, aflicciones, sufrimientos e incluso a la muerte, y de llegar a la virtud más heroica.
Finalmente, por medio de la oración, Dios hace dar a esta alma con mil caminos y medios de llevar vida
pura y santa, de practicar con provecho toda clase de obras buenas».

6. Perseverar en la vocación y dar cabal cumplimiento a su finalidad.

Nadie guarda un objeto que menosprecia y del que no hace el menor caso. Para conservar la vocación, se
necesita, pues, apreciarla cual joya valiosísima. Ello supone meditación frecuente de su excelencia,
ventajas, dones celestiales que proporciona y peligros de que nos guarda, vida apacible y virtuosa que nos
permite llevar, trabajos y miserias que nos ahorra.

Un religioso no pierde la vocación de golpe, sino poco a poco; paso a paso y como insensiblemente, llega a
la infidelidad, a la apostasía. Primero reza mal las oraciones, luego las abrevia, y termina abandonándolas
totalmente. Los comienzos del fatal eclipse en el que Dios se nos oculta enteramente, son como los de los
eclipses solares: apenas perceptibles al principio, acaban por sumir al alma en noche lóbrega: para
preservarse de semejante desgracia, hay que meditar las verdades eternas y no perder nunca de vista el
gran negocio de la salvación.

«Me preguntáis, dice Bourdaloue, si la meditación es muy necesaria. Permitid que, a mi vez, os pregunte:
¿Es tan necesario amar a Dios, evitar el pecado, corregir los defectos, llevar vida de gracia, perseverar en
vuestro santo estado y en la práctica del bien; en suma, es tan necesario salvar el alma, librarse del infierno
y conquistar la gloria? Si me respondéis que todo eso es necesario, os contestaré que la meditación y la
oración lo son más todavía, ya que sin éstas no se consigue aquello».

Han de considerarse, dice san Vicente de Paúl, como efectos de la oración mental la perseverancia en la
vocación, el éxito en el oficio que uno desempeña, la victoria en las tentaciones, el retorno a los brazos del
Padre tras las caídas en que uno pueda incurrir y la perseverancia final».

Por muy graves peligros a que esté expuesto un religioso, se puede responder de su virtud, con tal de que
persevere asiduo en la oración mental, el examen de conciencia y la frecuente recepción de los
sacramentos. Por el contrario, si descuida esas prácticas, por santo que sea de momento, no logrará
mantenerse firme; y el que ya es imperfecto, no tardará en llegar al descuido de las obligaciones más
fundamentales. Todos los que se hastían de su estado, todos los que pierden la vocación o merecen, por su
conducta muy poco edificante, que se les considere y trate como hombres inútiles, tan sólo se han perdido
yendo al origen de tal proceso por haber descuidado los ejercicios de piedad.

«Todos los religiosos asegura Belecio que caen en alguna falta grave, que desamparan la bandera de su
santo estado y escandalizan a la Iglesia, no llegaron a tal situación más que por haber abandonado la
oración mental o haberla hecho con flojedad y sólo para salvar las formas». Es más; según san
Buenaventura, basta que haya relajamiento en la meditación para que una comunidad e incluso un instituto
religioso entero pierda el fervor y la primitiva observancia, y acabe por extinguirse.

Si topáis con un religioso aburrido, desazonado y con poco aprecio de la vocación, podréis afirmar, sin
temor a equivocaros, que no medita. «Por el contrario dice el padre Jude, os desafío a que me señaléis un
solo religioso asiduo a la oración mental, al examen de conciencia, al santo sacrificio de la misa, al rezo del
rosario y del oficio, etc., y que no esté satisfecho de su estado, que no sienta apego a la vocación, no tenga
las virtudes propias de la misma, ni cumpla su fin y obligaciones».

«¡Ay!, cuántos religiosos -exclama san Alfonso- pecan, están encenagados en hábitos viciosos y defectos,
se pierden finalmente y dan en el infierno, porque no meditan ni rezan!»
Rezad, rezad, ¡oh religiosos! No dejéis de rezar y de meditar las verdades eternas. Si así lo hacéis,
aseguráis la perseverancia y la salvación; si abandonáis la meditación y la oración, os perderéis sin
remedio.

«Preciso es convencerse, concluye Massillón, de que orar es la condición del hombre, es su primera
obligación, su necesidad más apremiante; es el único recurso que le queda: es todo el hombre».

CAPÍTULO XIV
CINCO ESPECIES DE PIEDAD O DEVOCIÓN

El espíritu de piedad es el más excelso de todos los


dones; es tesoro del religioso, medio infalible para
lograr virtud sólida y responder perfectamente a los
designios de Dios.

San Gregorio Niseno afirmaba: «Entre todas las cosas


dignas de aprecio en esta vida, ninguna ha de
preferirse al don de piedad, puesto que la oración es el
recurso universal y eficacísimo para cumplir
exactamente el plan de la predestinación trazado por
Dios para cada uno de los elegidos».

San Francisco de Paula enseña: «Entendedlo bien, no


es posible expresar con palabras humanas los grandes bienes que le llegan al alma con el don de piedad.
La excelencia, el poder y mérito de la oración son infinitos; en ella está el origen y la fuente de todos los
dones, gracias y virtudes». Y el mismo santo agregaba: «Encareced sin cesar a todos los hermanos que se
den a la oración asidua y constantemente, que pidan cada día al Señor el don de piedad».

Nuestro venerado fundador llamaba a la piedad el punto capital. Según él, tener el don de una piedad
sólida es poseer todas las virtudes. «Si Dios decía os concede la gracia de la oración, os otorga con ella
todas las virtudes, ya que de la piedad se puede afirmar lo que Salomón afirmaba de la sabiduría: Todos los
bienes me vinieron juntamente con ella (Sb 7, 11). No es posible, realmente, conversar a menudo con
Jesús, sin adquirir su espíritu, sin parecerse a él por la imitación de sus virtudes. Así pues, siempre he visto
que quien tiene espíritu de piedad, tiene a la vez espíritu de obediencia, mortificación, celo y ansias de vida
perfecta. Los hermanos piadosos son los pilares del instituto; cualesquiera que sean, por lo demás, sus
talentos, fuerza o salud, en todas partes resultan útiles, porque a todas partes llevan el buen espíritu y Dios
bendice cuanto se les confía. Al revés, un hermano que carece de piedad, nada bueno logra ni para sí ni
para el prójimo; es incapaz de obrar el bien, pues carece de los medios necesarios para ello, a saber, la
oración y la unión con Dios. Una larga experiencia me ha demostrado que un hermano sin piedad es un
hombre que no vale para nada; en ningún sitio encuentra asiento, es un estorbo para todo el mundo».

Con razón repetía frecuentemente san Benito: «Jamás esperéis nada bueno del religioso sin piedad, por
muchas otras dotes que posea».

Pero, ¿en qué consiste la piedad sólida? Tener el don de piedad, ser sólidamente piadoso, es gustar de la
oración, deleitarse en su ejercicio, combatir con energía y constancia los obstáculos que se le oponen, como
las distracciones; es sentir necesidad continua de rezar, darse a la oración lo más posible; es no hallar dicha
y consuelo más que en las conversaciones con

Dios. Para juzgar rectamente de cómo andamos referente a la piedad, para saber en qué grado poseemos
un don tan valioso, o lo flojos que andamos en este punto tan decisivo, vamos a explicar brevemente las
cinco clases de piedad que existen.

1. La piedad del entendimiento.


Supone el conocimiento de los misterios de nuestro Señor Jesucristo y un alto aprecio de la oración, del
servicio de Dios, de la virtud y de cuanto se refiere a la salvación eterna.

«Un objeto enseña santo Tomás puede causar placer de dos maneras: a) por sí mismo, cuando influye real
y directamente en los sentidos, porque se le ve o saborea, y en tal caso produce la devoción del corazón, es
decir, los buenos sentimientos, el fervor, etc.; b) por la imagen que de él nos formamos al ocuparse la mente
en la idea favorable que de él ha concebido y la estima en que llegamos a tenerlo al descubrir su calidad y
excelencias». Ahora bien, tal estima constituye la devoción o piedad de la mente, que se adquiere y fomenta
con la lectura de obras ascéticas y, sobre todo, con la meditación profunda de los misterios del Salvador, de
los dogmas y verdades de nuestra santa fe. Es piedad muy necesaria y ventajosa, que engendra, nutre y
hace crecer todas las demás clases de piedad. Con relación a la siguiente, la piedad del corazón, es lo que
el germen con relación al fruto y lo que la leña con relación al fuego.

2. La piedad del corazón.

Consiste en deleitarse en la oración, en los sentimientos de confianza en Dios Padre, de agradecimiento por
sus beneficios; de amor a Jesús, de alabanzas por sus divinas perfecciones, contrición de los pecados; en
suma, de fervor y devoción afectiva.

Gracia y beneficio insigne es dicha devoción, con tal de que no se apegue uno a ella demasiado, que
aguante con resignación el verse privado de ella y evite cuidadosamente el convertirla en problema de
sensibilidad.

La piedad del corazón santifica, ennoblece y realza todas las demás. Es dulce y consoladora, allana la
práctica de la virtud y logra que se progrese en ella sin cesar, pues nada se hace penoso cuando se ama: el
amor es más fuerte que la muerte, los mayores sacrificios nada cuestan cuando se ama.

La piedad del corazón es la de las almas grandes, la de los corazones hidalgos, generosos, fervientes; es la
piedad de los santos en el cielo, cuya única ocupación y dicha consiste en el amor, la alabanza, el
agradecimiento y la alegría santa.

3. La piedad de la conciencia.

Es la del horror, temor y huida del pecado venial y de cuanto a Dios desagrade.

Es la más segura y menos expuesta a ilusiones. Cuando uno es efectivamente fiel a Dios y evita
cuidadosamente lo que pueda desagradarle, hay seguridad de que se va por buen camino y se progresa
hacia la perfección, aun cuando el corazón parezca estéril y vacío de buenos sentimientos, aun cuando la
mente se turbe o esté incapacitada, por cualquier motivo, para pensar en Dios y comprender la excelencia
de las cosas divinas.

4. La piedad de los brazos.


Consiste en actuar debidamente, en ser hombre de trabajo y buenas obras, en darse al empleo sin
reservas, en inmolarse por desempeñarlo debidamente y ser útil al prójimo.

Ésta es devoción común a todos los santos: todos han sido hombres de acción, fieles a los deberes de
estado; todos se han inmolado en aras del bien común, llenos de caridad para con el prójimo, al que han
prestado cuantos servicios estaban a su alcance; todos han sido hombres de celo, abrazados a toda clase
de sacrificios para lograr la gloria de Dios y la santificación del prójimo.

5. La piedad de la lengua.

Consiste en rezar muchas oraciones vocales. Aunque ocupe el último lugar, no por eso deja de ser útil: es
en gran manera ventajosa para el alma, con tal de que, al rezar esas oraciones, guardemos compostura y
sepamos animarlas con intenciones rectas.

Cuando esta devoción es consecuencia y fruto de las anteriormente expuestas como suele ocurrir
tratándose de almas fervorosas y religiosos santos, es piedad muy preciada y excelente. Tales oraciones y
multiplicación de actos piadosos son como efluvios ardientes del alma que, salidos cual dardos de fuego, en
oraciones jaculatorias, convierten todos los actos del día en oración continua.

Es devoción muy fácil; debidamente practicada, se convierte en manantial de gracias actuales, fomenta los
buenos sentimientos del alma, santifica todos los actos y es el mejor preludio de la oración mental, de la
comunión y de los ejercicios de piedad reglares.

Tras esta exposición, ya puede cada uno saber muy fácilmente si es piadoso: no tiene más que examinar en
qué grado posee las clases de piedad a las que acabamos de referirnos.

Quien carezca de aprecio a la oración, la virtud, la salvación eterna y el servicio de Dios, no es piadoso: no
tiene la base de la piedad sólida.

El de corazón duro, gélido y árido, que no abriga sentimientos de confianza, agradecimiento y amor, no es
piadoso: le faltan los elementos de la piedad sólida. La piedad genuina es la del corazón, y cuando a éste se
le indigesta la oración, es que no hay piedad auténtica.

El que descuida la conciencia, no teme demasiado el pecado venial, lo comete de ligero y sin
remordimiento, no es realmente piadoso: aunque rece muchas oraciones, su piedad es huera.

El que es remiso y negligente en el desempeño del oficio, que no antepone a cualquier otra ocupación los
deberes de estado, la aplicación y entrega a sus funciones, no es realmente piadoso: su piedad es pura
ilusión.

Por el contrario, quien se afana por conservar pura la conciencia, quien teme y evita el pecado, es
notablemente piadoso. Quien es fiel a los deberes de estado con entrega total a su oficio, que desempeña
sacrificándose, es notablemente piadoso. Y también el hombre formal, que no trata a la ligera el asunto de
la salvación eterna ni el de la vocación, ése es notablemente piadoso, aunque la oración, por natural
desgana, se le haga muy cuesta arriba.

Finalmente, para entender cuán excelente es el don de piedad y lo necesitados que estamos de él,
recordemos a menudo estos tres puntos de la regla:

1° Los hermanos han de considerar los ejercicios de piedad como el medio más adecuado y eficaz para
evitar el pecado y corregir los defectos, para adquirir la virtud y la perfección de su estado y para hacerlo
todo como Dios manda, según enseña san Pablo: La piedad es útil para todo (1 Tm 4, 8)9.
2° Nada han de anhelar tanto los hermanos como el espíritu de oración y el don de piedad, pues «el que
sabe orar bien, sabe vivir bien», según dice san Agustín. De ese punto importante depende el rumbo de su
vida, que estará bien o mal orientada, según cumplan debida o indebidamente los ejercicios de piedad.

3° Los hermanos pedirán con frecuencia a Dios el don de oración y echarán mano de todos los medios
posibles para adquirirlo y conservarlo. Si alguno anduviere muy flojo en punto tan esencial, habrá de solicitar
unos días de retiro para reponerse en la oración y el don de piedad, pues sin éste un hermano jamás será
buen religioso.

En una conferencia sobre la oración, nuestro venerado padre decía: Para llegar a ser sólidamente piadoso,
hay que lograr dos cosas:

1ª Apartar los obstáculos que se oponen a la piedad sólida.

Son éstos: la disipación, los pensamientos de la mente inútiles o malos, los afectos desordenados del
corazón y las faltas que cargan la conciencia.

Tened, pues, a raya la imaginación: que ande bien recogida; no la abandonéis nunca a pensamientos vanos
o peligrosos, ni a proyectos quiméricos.

Guardad el corazón: no dejéis que entre en él afecto alguno desordenado a las criaturas, ni menos la
inclinación al vicio, ni cosa alguna que lo pueda engolosinar y esclavizar.

Vigilad la conciencia: no toleréis que cargue con pecado ni nada que pueda empañar su pureza. Recordad
el aviso de san Agustín: «El ojo del alma es la pureza; sin este sentido, nada se ve en las cosas divinas, y la
primera condición para orar bien es una conciencia exenta de pecado, o una honda pena de haber ofendido
a Dios».

Los tres motores de la piedad son, pues, la mente, el corazón y la conciencia: Cuando los tres funcionan
bien, es decir, cuando el espíritu está libre de bagatelas y pensamientos mundanos, el corazón libre de
afectos desordenados y la conciencia sin mancha de pecado ni maldad, la oración es fácil: nada le cuesta al
alma unirse a Dios y gozar de su presencia.

2ª Rezar mucho.

Machacando se aprende el oficio. Hay que leer, además, obras que inspiren la piedad y aplicarse al estudio
del divino Salvador, meditando asiduamente su vida, padecimientos y virtudes.

CAPÍTULO XV
REZO DEL OFICIO

El oficio parvo, en honra de la santísima Virgen, fue una de las primeras


prácticas que el padre Champagnat impuso a los hermanos. Tuvo intención,
incluso, de hacerles rezar el oficio divino, y habló públicamente de ello varias
veces. Gustosamente lo habrían aceptado los hermanos, pero el piadoso
fundador volvió a la primera idea y les dijo: «Si los hermanos han de rezar un
oficio, que sea el de la santísima Virgen. Conviene, en efecto, que recen el
oficio de la que les ha dado el nombre y a la que han elegido por madre,
patrona, modelo y primera superiora».

Algunas personas respetables hubieran preferido que los hermanos, en vez


del oficio, consagrasen media hora más a la meditación. Alegaban que este
último ejercicio les resultaría menos pesado y más provechoso, ya que, al no
entender generalmente el latín, tenía que costarles mucho recogerse
interiormente y mantener el fervor durante una oración vocal tan larga. No fue
ése el parecer del venerado padre: «La clase y los demás engorros que
tienen con los niños contestó no pueden menos de proporcionar a los
hermanos quebraderos de cabeza; una oración vocal, pues, les resultará mucho más fácil que la
meditación». En otra ocasión dijo también: «Ha de ser el oficio una oración muy grata a Dios y a santa
María, ya que tiene muchos enemigos. Pero precisamente eso es lo que nos debe infundir el aprecio de esa
práctica y movernos a convertirla para siempre en uno de nuestros ejercicios principales».

Recomendaba, pues, con frecuencia a los hermanos que jamás lo omitiesen y expresó claramente su deseo
de que, cuando no se pudiera rezar, se sustituyese por los quince dieces del rosario.

En sus menudeadas instrucciones familiares sobre el modo de rezarlo bien, aconsejaba a los hermanos una
serie de piadosos recursos con miras a mantener el fervor y combatir las distracciones.

1. ¿Por qué se reza mal el oficio?

Es la pregunta que hizo una vez. Y contestó:

1.° Porque no se le aprecia bastante. Recordad que es una de las oraciones más santas y agradables a
Dios, una de las más antiguas y de uso más generalizado en la Iglesia para honrar a la Virgen santísima.
Recordad que contiene lo que expresan todas las demás preces marianas, y que se ha establecido para
celebrar cada día y a la vez todos los privilegios de la Virgen que la Iglesia va celebrando uno por uno en
distintas épocas del ciclo litúrgico. Veréis cómo lo rezáis con devoción.

2° A menudo se comienza su rezo sin preparación. El Espíritu Santo, por boca del Sabio, prohíbe entregarse
a la oración sin prepararse para ella: Antes de la oración, prepara tu alma, y no quieras ser como el hombre
que tienta a Dios (Eclo 18, 23). No hacerlo es pretender que cambie el curso normal de su intervención, y
exigirle un milagro. Pero, lejos de fomentar la desidia de los que le tientan, Dios los abandona a la tibieza.
«No lo dudéis dice Casiano, tendréis en la oración las mismas disposiciones que antes de comenzarla».

Si andáis disipados, llenos de pensamientos terrenales o de negocios, esos asuntos y disipación os


acompañarán en el oficio y rezaréis mal. Por el contrario, si vivís recogidos y absortos en santos
pensamientos, rebosaréis afectos piadosos y vuestra oración será fervorosa. «No bien hayáis oído el toque
de campana aconseja san Francisco de Sales, preparaos para el oficio», es decir, recogeos interiormente,
recordad la presencia de Dios, enderezad las intenciones, determinad interiormente la gracia que deseáis
pedir, evocad el misterio o el santo que deseáis hacer objeto de la consideración.

3º Se reza rutinariamente el oficio. Ahora bien, la rutina echa a perder la oración, engendra desidia y
conduce a la tibieza. «Hay muchos dice san Agustín que comienzan rezando con fervor, se abandonan
después a una rutina lamentable, para caer finalmente en languidez, acidia e insensibilidad». «No duerme el
demonio sigue avisando el santo doctor, a tu lado está para robarte el fruto de la oración y pillarte en sus
redes; y tú, tan pusilánime».

Recordad, pues, que estáis tratando con Dios el gran negocio de la salvación y que, en asunto tan serio, se
han de desechar totalmente la rutina y la flojedad.

4° Hay pereza en la lucha contra las tentaciones. Fácilmente nos dejamos engañar por la astucia del
maligno, que intenta desbaratarnos trayéndonos, durante el oficio, la preocupación por una obra santa o un
negocio que nos espera luego. Para evitar esa añagaza del demonio, recordad aquel aviso del Señor:
Marta, Marta, tú te afanas y acongojas distraída en muchísimas cosas (Lc 10, 41). Representaos a Jesús
que os advierte: ¿A qué viene ahora esa preocupación por tal asunto? En este momento una sola cosa
necesitáis: rezar bien el oficio. Imitad a san Bernardo y decid, como él, a los negocios que os distraen y
aturden: «Esperadme ahí, dejadme rezar tranquilamente el oficio, volveré luego a estar con vosotros».

«Quien lucha contra las tentaciones dice santo Tomás reza debidamente; a menudo, la violencia que ha de
ejercer sobre sí mismo para permanecer recatado, mantenerse unido a Dios y combatir los pensamientos
enfadosos, hace más meritoria y grata a Dios su plegaria».
5° Se reza el oficio con demasiada prisa, como si se escatimara el tiempo debido a Dios. «La precipitación
es la ruina de la devoción», advierte san Francisco de Sales. Nunca llegará a ser piadoso quien harbulla las
oraciones y las atropella para acabar cuanto antes. San Agustín afirma que el ladrido de los perros viene a
ser más grato a Dios que el rezo precipitado e indevoto de los salmos. «Cada palabra del oficio agrega san
Francisco de Sales puede ser fuente de nuevos méritos, si lo rezáis atenta y devotamente; y al revés, si lo
rezáis mal, causará más y más daño al alma».

Rezar mal el oficio es realmente una falta. Dice santo Tomas: «No deja de haber pecado en quien, aun
tratándose de una oración no obligatoria, se entrega voluntariamente a distracciones; parece, en efecto,
burlarse de Dios, como una persona que habla a otra y no atiende a lo que dice».

Sí, los que rezáis el oficio con desidia o atropelladamente, cometéis una falta, pues ofendéis a Dios al
hablarle sin miramiento; ultrajáis y afligís al Espíritu Santo, que anhela haceros rezar con devoción; afrentáis
a Jesucristo, en cuyo nombre se reza esa plegaria; alegráis al demonio y contristáis a los ángeles y santos;
abusáis de los sentidos, malgastáis el tiempo y volvéis contra Dios lo que debiera contribuir a su gloria.
«¿No os dais cuenta pregunta san Cesáreo de que lo que debiera santificaros os hace reos de mayor culpa,
y lo que debiera ser medicina del alma se le vuelve ponzoña?»

Rezar mal el oficio es, por consiguiente, una desgracia. En efecto, cada distracción voluntaria infiere al alma
una herida y le hace a uno reo de nuevo castigo. Cada falta que se comete en el oficio, además de manchar
el alma, la priva de un grado de gracia, de un grado de mérito y caridad, y de un grado de gloria. Por otra
parte, quita ayudas espirituales a las almas por las que se debiera rezar, y roba a Dios la gloria que se le
debe y puede tributar rezando devotamente el oficio.

Mírese como se mire, ¿no es una desdicha grande? ¿Puede un hermano concienzudo y temeroso del
pecado quedar satisfecho cuando ha rezado mal el oficio? ¿No le importarán nada los males que se
acarrea, ni la pérdida de tantos bienes?

2. Medios para rezar bien el oficio.

1° Recordad que el alma se nutre con la oración. Para la manutención del cuerpo es preciso darle de comer
varias veces al día. Pues bien según san Nilo, «la oración es el alimento del alma y le es tan necesaria para
la vida espiritual, como el pan para la vida natural del cuerpo». « ¿Qué le ocurre pregunta el santo al
hombre que no mira por el alimento? Se vuelve débil, lánguido, achacoso. Si cae, es incapaz de levantarse;
si le atacan, no puede defenderse; si le hieren, no puede curarse; si le llaman, le falta la voz para contestar;
si ha de actuar, carece de vigor, fuerza y aliento; si se desmaya, corre peligro de morir.»

Ahí tenéis la imagen y retrato del religioso que reza mal el oficio y no es piadoso: cae a menudo y rara vez
se levanta; le arrastran con frecuencia las pasiones y pocas veces les opone resistencia; le hiere a menudo
el pecado y rara vez cura de sus heridas; le hace Dios frecuentes llamadas y él pocas veces le contesta. El
religioso que descuida la oración o no reza como es debido, pierde el vigor espiritual y da muerte a la propia
alma; por eso afirma san Buenaventura: «Quien abandona la oración, lleva alma muerta en cuerpo vivo».

2° Imitad a David. Mirad cuántas necesidades, defectos y miserias tenéis, y cuán poca virtud. Y, como el real
Profeta, orad: Vuelve, Señor, hacia mí tu vista y ten compasión de mi porque me veo solo y pobre (Sal 24,
16). No tengo gracias ni virtud, no tengo luz ni fuerza para obrar el bien; no tengo más que vicios y defectos;
no obstante, aquí estoy en tu presencia, cual pordiosero ante un rico generoso: delante de tu divina
majestad, no hago más que pedir compasión y suplicarte me corrijas los defectos, extirpes los vicios, cures
el alma y me des las virtudes de un buen religioso.

3° Tened presente que la oración, cuando se reza en estado de gracia y devotamente, es un acto meritorio
con el que podéis lograr muchos grados de méritos y gloria para la vida eterna; es obra de satisfacción por
los pecados y con ella, por consiguiente, podéis alcanzar la remisión de la pena temporal debida a la justicia
de Dios, y suplir o acortar el purgatorio; es acto impetratorio de la gracia y, en consecuencia, si rezáis
debidamente el oficio, alcanzaréis aumento de las gracias actuales, que os inundarán de consuelo y os
darán gran facilidad en el desempeño de vuestras funciones y en la práctica de las virtudes de vuestra santa
vocación.

4° No olvidéis que rezáis el oficio no sólo en nombre de la congregación a la que pertenecéis, sino además
en nombre de toda la Iglesia. Ella es la que os delega ante Dios para que celebréis sus alabanzas y
aboguéis por los pecadores. Sí, sois voceros de la iglesia militante, encargados de pedir gracias y socorros
para todos los que combaten; rezáis por la iglesia doliente y de vosotros esperan su liberación las ánimas
del purgatorio; unís vuestra alabanza con la de la iglesia triunfante y hacéis lo que los ángeles y santos
hacen en el cielo. Son motivos más que suficientes para rezar con devoción y tener confianza sin límites.

5.° Pensad que estáis rezando por el mundo entero y por las necesidades de todos los hombres. Acordaos,
por consiguiente, del número incalculable de infieles que pueblan Asia, Africa, América y Oceanía, para
quienes habéis de impetrar el don de la fe; del sinnúmero de herejes y cismáticos, para los que se os
encarga que pidáis la vuelta al redil y la sumisión a la Iglesia. Si os mueve la caridad, debéis amar a todos
los hombres y rezar por todos ellos, para que todos lleguen a la salvación. «Tal es el espíritu de la Iglesia
dice san Juan Crisóstomo y el espíritu de Jesucristo. El corazón de Pablo, que impetraba el favor de Dios
para todos sus hermanos, era el corazón de Cristo». Es lo que debéis hacer: uniros a todas las almas
fervorosas que rezan y alzan al cielo suspiros y votos ardientes para alcanzar que Dios se compadezca de
todos los hombres.

6° Recordad que la oración es la fuerza y amparo de la Iglesia, su baluarte más firme. Pero, ¿a quién confía
ella el montar guardia sobre tal trinchera? A vosotros, encargados de la custodia de sus hijos; a vosotros,
que habéis de alcanzar victoria para los asediados por la tentación y el demonio, consuelo para los afligidos,
socorro para cuantos lo necesiten; a vosotros, que habéis de lograr, con vuestras oraciones, operarios
evangélicos para las naciones que carecen de ellos, sacerdotes santos para todas las parroquias.

Oíd a Cristo que os dice, como a santa Magdalena de Pazzi: «¡Hijo mío, ayúdame a salvar almas, a acabar
con el pecado, a extender el reino de Dios en la tierra; reza, reza con fervor para que mi muerte y la sangre
que he derramado no sean inútiles para tantas almas como se pierden!».

¿Dios mío!, ¿habrá quien se niegue a rezar o permanezca tibio y flojo en la oración, si medita esas
verdades?

3. Otras consideraciones.

Rezaréis bien el oficio si meditáis lo que sigue:

1° ¿Quiénes os contemplan cuando estáis orando? Os mira el diablo, vuestro enemigo más peligroso.
Andad, pues, sobre aviso: vigilad los sentidos, la imaginación y el corazón, pues el demonio apunta y lleva
cuenta de cada una de vuestras faltas.

Estáis en presencia de los ángeles y de los santos, todos ellos ardientes de fervor. ¿Cómo va a unirse a su
oración la vuestra, si es fría y lánguida? Os mira el ángel de la guarda, encargado de presentar vuestras
preces a Dios y de anotarlas en el libro de la vida. Mirad si son dignas de quien las ha de presentar y de
aquel a quien las presenta, y si merecen premio eterno.

Estáis rezando en presencia de la santísima Trinidad. «No olvidéis aconseja san Cipriano que os ve y
escucha Dios: procurad serle gratos por el porte modesto y el tono respetuoso de la voz».

2° Por la oración igualáis a los ángeles y santos, cuyas funciones desempeñáis en este mundo.
Efectivamente, ¿qué hacen los ángeles y santos en el cielo? Alaban, bendicen, aman y adoran a Dios, lo
mismo que hacéis vosotros cuando rezáis. Unos años más, y vais a hallaros en su compañía. Figuraos,
pues, que al rezar el oficio os halláis en medio de ellos. «Colocad dice Tomás de Kempis a Jesús a la
derecha, María a la izquierda, y todos los santos en vuestro derredor. Imaginad que los miembros de la
comunidad son los ángeles, y enfervorizaos pensando que pronto habréis de ir a cantar las alabanzas de
Dios en el cielo con los que os acompañan al salmodiar ahora en la tierra. Uníos a toda la corte celestial
para tributar a Dios las alabanzas que le son debidas».

3° Esa plegaria santifica al hombre entero: la memoria, al recordar las verdades básicas de nuestra santa
religión; la imaginación, al evocar los misterios de la vida y muerte de Jesús; el entendimiento, al ocuparlo
en la meditación de la ley de Dios y su palabra; la voluntad, al moverla a actos de amor. Pero hay más
todavía: se santifica la conciencia con el cumplimiento del deber de la plegaria; el corazón, porque se llena
de santos afectos; la boca, porque bendice al Señor; el cuerpo, que presta su energía para celebrar las
alabanzas de Dios; el tiempo, que se dedica a ocupación tan santa; la vida entera, al asegurar las gracias
que se necesitan. Por consiguiente, nada podéis hacer mejor, ni más útil y provechoso, que rezar
debidamente el oficio.

4° Mientras lo estáis rezando, muchos enfermos son víctimas de acerbos dolores; muchas personas están
agonizando y van a exhalar el último suspiro en ese momento; muchas almas son el blanco de terribles
tentaciones y tal vez caigan en el abismo del pecado por falta de ayuda, si no rezáis como debéis. Una
multitud de hombres blasfeman contra Dios, ultrajan e insultan su divina majestad, y lanzan al cielo sus
gritos insolentes. ¡Cuántos pecadores, acosados por la desesperación más espantosa, están a punto de ser
presa del demonio y verse condenados, sin remedio, a los eternos suplicios! ¿Permaneceréis insensibles
ante semejantes desgracias? ¡No tenderéis una mano caritativa a esos desdichados? ¡Dios mío, cuántos
motivos hay para rezar bien el oficio!

5° Pensad que no estáis solos cuando rezáis: una multitud de religiosos y sacerdotes santos, así como de
fieles devotos, rezan al mismo tiempo que vosotros y entonan con gran fervor los salmos del oficio; otros
ofrecen a Dios los sacrificios más costosos, las penitencias más duras, e incluso exponen la vida por la
gloria de Dios, por darle a conocer y ganarle almas. Pensando en tantas virtudes heroicas, no podéis
abandonaros a la desgana y la desidia. Habríais de ser crueles, insensibles, ciegos y malandantes, si tales
ejemplos os dejaran encallecidos en vuestra cobardía y tibieza.

6° Finalmente, recordad que, si permanecéis unidos a Jesucristo, él es quien reza por vuestra boca y
corazón.

«El divino Salvador dice san Agustín reza por nosotros como sumo pontífice; reza en nosotros porque es
nuestra cabeza, y nosotros le rezamos como a nuestro Dios».

«Tu boca añade otro santo padre ha de ser boca de Cristo: él es quien pronuncia por tus labios las palabras
del oficio; él quien adora al Padre, si tú le adoras; él quien canta sus loas, cuando tú entonas los salmos o
los himnos; él quien trabaja y sufre, si tú sufres o trabajas».

Excelente manera de rezar es, pues, afirma santa Teresa, representarnos al Señor orando en nosotros y
con nosotros». Recemos también nosotros con él y, por consiguiente, como él: con el mismo respeto interior
y exterior, con el mismo amor y la misma constancia, con la misma perfección.

Son ésos los recursos a que hemos de acudir para divinizar nuestra plegaria; los pensamientos y afectos en
que nos hemos de entretener para llegar a ser piadosos y desear sinceramente rezar bien el oficio.

CAPÍTULO XVI
EL HERMANO HIPÓLITO, EL DE LA
LINTERNA

I. Nota biográfica.

Cuando entró en religión, el hermano Hipólito era un


mozo de veintiséis años. Entendía de corte y confección
y era, incluso, muy buen oficial de sastre. Estaba en
condiciones de prosperar en el mundo, pero el anhelo de
asegurar la salvación del alma le urgía a entregarse a
Dios. Entre el mundo y la gracia, que en él contendían,
no acababa de salir de la duda: la vida religiosa le atraía con sus encantos, pero el mundo también se los
ofrecía. Cuando así vacilaba, vino a ver al venerado padre Champagnat y, para no echarlo todo a un envite,
pidió que se le probara sólo unos cuantos días. El venerado padre le acogió con bondad, pero no quiso
recibirle a modo de ensayo ni sin exigirle previamente la pensión del noviciado: temía, en efecto, que se
desalentara ante las primeras probaciones, que suelen resultar las más duras para la naturaleza,
especialmente cuando aún no se ha roto enteramente con el mundo.

Triunfó finalmente la gracia. El hermano Hipólito lo abandonó todo y se fue al Hermitage con el dinero de la
pensión del noviciado, que entregó al padre Champagnat, a la vez que le afirmaba: «Ya sólo me preocupa
llegar a ser buen religioso». Encantado de tales disposiciones, el venerado padre le recibió gustosamente,
pues andaba muy necesitado de un sastre.

Aquella misma noche, al hablar de él con uno de los hermanos principales, le dijo:

- Dé usted gracias a Dios por habernos traído hoy a un hermano para la sastrería. Cuento con su
perseverancia, ya que ha venido con buena señal de vocación.

- ¿Cuál es esa buena señal, padre?

- Los trescientos francos que me entregó. Ese mozo añadió estaba abriéndose buen paso
en el mundo y allí había ganado el dinero de la pensión: no habría echado a rodar su
porvenir ni sacrificado sus ahorros, de no estar desprendido de los bienes terrenales y
resuelto a perseverar en la vocación.

El venerado padre no se había equivocado. El hermano Hipólito no añoró el mundo, se aficionó de veras a
su santa vocación y muy pronto se le pudo confiar la sastrería. Desempeñó ese oficio con gran habilidad y
en él sobresalió por una entrega absoluta, una paciencia y mansedumbre inalterables.

Cuarenta y un años vivió el hermano Hipólito en comunidad. Cuantos le han conocido pueden confirmar
que, durante todo ese tiempo, se distinguió por estas cuatro notas:

1a La firmeza en la vocación y el amor a su santo estado.

Jamás, desde el día que entró en religión, tuvo añoranza de lo que había dejado, ni le pasó por las mientes
la idea de regresar al mundo. No le tentó una libertad engañosa ni la vanidad de los bienes de la tierra.
«Estoy al servicio de Dios, decía. Me encuentro aquí a mis anchas y aquí me quedaré toda la vida».
Gustaba especialmente de repetir la respuesta que dio san Policarpo al tirano que le exhortaba a renegar de
Jesucristo:

«Ochenta años hace que le sirvo respondió el santo mártir, no me ha hecho más que beneficios, y ¿voy a
renegar de él? ¡Líbreme Dios de semejante ingratitud!». Con toda sencillez, el hermano Hipólito comentaba:
«Muy justa y razonable me parece esa contestación. Al igual que a aquel glorioso mártir, Dios me da plena
satisfacción; servirle me complace y me llena de dicha. ¿Cómo voy a abandonarle? Me he entregado a Dios
y quiero ser de Dios toda la vida, toda la eternidad».

El hermano Hipólito no podía menos de rozarse con los que abandonaban el instituto, pues era
ordinariamente el encargado de proporcionarles traje seglar. «Es lo único decía que se me hace cuesta
arriba en mi empleo. Siempre sufro al ver a esos pobres mozos, inquietos, tomar nuevamente el camino del
mundo». A veces les decía: «¡Ay!, no sabéis ni lo que estáis dejando ni lo que vais a hallar. ¡Ojo! no se os
estén yendo los días más felices de vuestra vida y no tengáis que añorar el tiempo venturoso que habéis
consagrado al servicio de Dios. Yo sí conozco el mundo: de lejos, parece encantador, pero de cerca, es
espantoso; promete mucho y sólo da migajas de consuelo, de satisfacción y de dicha verdadera».

2.a La mansedumbre
Todos los hermanos que le han conocido pueden confirmarlo: el hermano Hipólito era incapaz de enojarse.
Nadie le ha visto airado, ni siquiera llevado de uno de esos prontos de irritación o impaciencia tan frecuentes
en personas muy atareadas. Interrumpido a menudo en su labor, acosado muchas veces por un gran
número de hermanos cada uno de los cuales reclamaba lo que había menester, el hermano Hipólito,
siempre sereno, siempre impasible, para todos tenía palabras afables: «Ahora mismo le atiendo, hermano;
tenga la bondad de esperar un momento». «Un poco de paciencia, por favor, a todos he de servir», etc.
Jamás se le oyó dar a nadie una respuesta desabrida, jamás sus labios pronunciaron una palabra hiriente.
Si no tenía lo que le reclamaban, o carecía de licencia para satisfacer los deseos de algunos hermanos, se
disculpaba con los mejores modales y se notaba que, al no poder otorgar lo que le pedían, sufría él más que
los que habían de aguantar la negativa.

3.a La afabilidad y actitud permanente de servicio para con todo el mundo.

El hermano Hipólito se había constituido en doméstico de todos los demás hermanos. Ya no era hombre
libre: desde el amanecer hasta la puesta del sol no se ocupaba sino del prójimo; a cualquier hora del día o
de la noche que se acudiera a él, siempre estaba dispuesto a prestar el servicio que se le pidiera. A ejemplo
de san Francisco de Sales, hallaba su dicha en servir a los demás y despulsarse por el bien de los
hermanos y los intereses de la comunidad.

Sus modales apacibles, su mansedumbre y cortesía, su carácter benigno daban encanto particular al bien
que hacía y a los servicios que prestaba. Como todos los predestinados, el hermano Hipólito era de corazón
tierno, bondadoso, sensible, con tendencia natural a la compasión y la indulgencia. Por eso era incapaz de
negar nada y se desvivía en provecho de los hermanos. A ejemplo del Maestro divino, pasó la vida haciendo
bien a todos.

4.a El amor al trabajo y entrega total al desempeño de su oficio.

Era éste uno de los más importantes y de los que piden mayor sujeción: no es posible, sin embargo,
expresar el celo perseverante con que administró la ropería de la comunidad durante más de cuarenta años.
Apenas ingresado en el instituto, se le puso al frente de la sastrería y en ella permaneció, sin pedir ni
ambicionar otro puesto, hasta el día de su muerte. Pasaba allí días y semanas enteras removiendo y
ordenando toda la ropa usada, para que nada se echase a perder o se deteriorase. Rendido por el trabajo,
fiel y abnegado hasta el fin, la muerte le sorprendió con las armas en la mano.

Este hermano excelente era, además, piadoso. Jamás las muchas ocupaciones engorrosas de su empleo le
hicieron descuidar los ejercicios espirituales. Era la suya una piedad sin afectación: cuadraba perfectamente
con su carácter sencillo, apacible, sereno, constante y firme. Con entrega total a los hermanos, apegadísimo
al instituto, sumiso a los superiores, lleno de amor filial a Dios, pasó la vida sirviendo al prójimo, sin ofender
a nadie.

ll. La lámpara de la prudencia.

El hermano Hipólito echaba mano habitualmente de una linterna para no andar a oscuras de noche, en sus
rondas por la casa. El venerado padre, que gustaba tanto del ahorro, le reconvenía por ello algunas veces y
hasta llegó a reprocharle en público el no apagarla siempre a su debido tiempo o haberla usado sin
verdadera necesidad. Sin una palabra de excusa, aguantaba él humildemente aquellas reprensiones, pero
sin enmendarse mayormente, porque estaba convencido de que iba más de prisa con la lámpara y perdía
menos tiempo, pero sobre todo porque corría menos peligro de tropezar con algún mueble o darse
cabezadas contra alguna pared.

Aunque, por mor del ahorro, censuraba al hermano Hipólito, el padre Champagnat decía que le agradaba
verle armado de la lámpara, ya que le recordaba al hombre sabio, siempre alumbrado por la luz de la
reflexión y dirigido por la prudencia. «Al igual que el hermano Hipólito agregaba, el hombre virtuoso, el
religioso cabal y el director prudente, no andan nunca sin lámpara: el espíritu de reflexión les alumbra en
todas las acciones, la prudencia les dirige en todo Io que proyectan y realizan».

En otra ocasión nos dijo: «Hay una prenda y una virtud de cuya necesidad no parecéis bastante
convencidos: esa prenda es el espíritu de reflexión, y esa virtud es la prudencia. Ahora bien, hermanos
míos, la prudencia, que viene a ser fruto del espíritu de reflexión, es tan necesaria que, en opinión de santo
Tomás, es ojo y brújula del almas. Significa esto que, para guiarse en la senda espiritual, dicha virtud es tan
necesaria al hombre, como los ojos al cuerpo para el camino material».

Es virtud tan necesaria, que el célebre patriarca san Antonio no duda en concederle el primer puesto entre
las virtudes morales. Hallábase el santo abad en conferencia con un grupo de venerables eremitas
debatiendo esta cuestión: ¿Cuál es la virtud más adecuada para librar al religioso de los lazos del demonio y
conducirle con mayor seguridad a la perfección? Hubo quien dijo que el ayuno y la mortificación; quien, la
vigilia; otro, el desprendimiento de los bienes terrenales; el de más allá, por fin, la caridad para con el
prójimo. Tras haberlos oído a todos, san Antonio sentenció que era la prudencia. «En efecto les dijo, si bien
quienes desean servir a Dios necesitan todas esas virtudes que habéis enumerado, por la experiencia que
tenemos de la caída de muchos, no podemos hallar en ninguna de ellas el medio principal y como infalible
de llegar a la meta anhelada».

Se han dado casos frecuentes de religiosos fieles observadores de ayunos y vigilias, otros que sobresalían
por la pobreza y otros por la entrega total a los ejercicios de la caridad fraterna, pero que, prendidos no
obstante en los lazos del demonio, cayeron lamentablemente por falta de prudencia y discreción en la buena
senda que habían emprendido.

La prudencia es tan necesaria, que san Bernardo se atreve a afirmar: «Sin ella, la virtud degenera en vicio».

¿Cómo es posible?, preguntaréis.

Os lo voy a explicar con unos ejemplos.

Quitad la prudencia al religioso novel que anhela darse del todo a Dios y progresar cada día en el camino de
la virtud: veréis qué pronto carga con un peso abrumador de prácticas piadosas para las que no le bastan
las veinticuatro horas del día, y se nubla la mente con prolongadas meditaciones; veréis qué pronto, por
exagerado afán de penitencia, priva al cuerpo del descanso y alimento que precisa, arruinando la salud, y
no puede practicar las penitencias prescritas al común de los fieles; veréis qué pronto empezará a correr
tras una perfección imaginaria o ajena al espíritu de su estado, echándose en brazos del propio juicio y
albedrío para intentar adquirir, en pocos meses, una santidad que requiere labor de muchos años y no
puede ser más que fruto de una vida muy larga.

Dejad sin prudencia a ese hermano director tan dado a la regularidad y la devoción, celoso de que éstas
reinen en la comunidad, y veréis lo que hace y consigue: reclama exactitud y puntualidad exageradas, que
no es posible alcanzar; amonesta por infracciones que sería preferible pasaran inadvertidas; impone
penitencias por faltas que bastaría señalar afablemente; a los débiles, jóvenes o enfermos, les niega
mitigaciones requeridas por necesidades auténticas, que la caridad obliga a conceder; sin miramiento
alguno, exige de todos una perfección y virtud que sólo son patrimonio de almas selectas. Con semejante
director, la excelente virtud de la regularidad se convierte en tiranía que le hace perder el respeto y estima
de los hermanos, echa a perder en éstos el espíritu filial y amor de la regla, les hace áspero y pesado el
yugo suave y leve de Jesucristo, les priva de los consuelos de la vida religiosa y del céntuplo prometido por
el Señor. Con semejante director, la regularidad, cuyo objeto es conseguir la observancia de la regla,
introduce el desorden en la casa y convierte la comunidad religiosa en sección de soldados. A ese director,
carente de prudencia, la regularidad excesiva le cambia en amo adusto y severo, alguacil a quien todos
temen y de quien huyen, cuando le tendrían que amar y buscar como a un padre bondadoso.

Despojad de la prudencia a ese hermano celoso y abnegado, veréis en qué se convierten esas virtudes y a
qué descarríos le lanzan. So pretexto de impartir mejor instrucción a los niños, descuida los ejercicios de
piedad; dedica al estudio y preparación de las clases el tiempo que debiera emplear en el rezo, la lectura
espiritual y el cuidado del alma. Tan entregado está a la salvación del prójimo, que compromete la suya
propia y olvida aquel aviso del Señor: ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?
(Mt 16, 26). Se lanza a empresas peligrosas, en las que su floja virtud no puede menos de fallarle.
Emprende obras que Dios no quiere, actividades que la regla no le exige y para las que no tiene aptitud ni
gracias de estado. Ejerce sobre los alumnos una vigilancia inquieta, y ellos se cierran y se hacen maliciosos,
solapados, hipócritas; o al revés, engañado acerca de los peligros que corren, les concede excesiva
confianza, no los vigila y deja que se maleen y perviertan mutuamente.

Consecuencias de todo ello: para él personalmente, piedad en merma, alma debilitada, expuesta a caer en
la tibieza y el pecado; para los niños, educación frustrada, peligros encontrados allí donde tenían que
hallarse a salvo, pérdida de virtudes y buenas dotes allí donde tenían que fomentarlas y aprender a
robustecerlas; para la comunidad, violación de la regla, introducción del desorden, escándalo de los
religiosos y éxito comprometido, al no poder continuar las obras que el director había emprendido.

lll. Necesidad y ventajas de la prudencia

La prudencia es tan necesaria, que el Espíritu Santo la llama ciencia de los santos (Pr 9, 10)11, es decir,
ciencia de personas selectas, sabias, ejemplares, de mente privilegiada, de corazón magnánimo, bueno y
generoso, de voluntad firme, de conciencia bien formada, objetiva y subjetivamente recta: en una palabra,
hombres perfectos, lo que son los santos.

La prudencia es el gran secreto y el medio más propio para evitar los lazos del maligno y el pecado. En
efecto, el hombre prudente desconfía de sí y no se expone nunca al peligro. Según el consejo del Espíritu
Santo, no tuerce ni a la derecha ni a la izquierda (Nm 20, 17; 22, 26; Jos 1, 7; Dt 28, 14; Pr 4, 27)12, pues
en ambas se halla el vicio, mientras la virtud está en el medio. Camina, pues, seguro a través de los lazos
del demonio, como quien, en tinieblas, sigue la lámpara que le guía. Interrogado sobre el modo de pasar la
vida sin cometer pecados graves, santo Tomás de Aquino respondió: «Si uno se porta con prudencia en
cada acción y de tal manera que se dé cuenta del móvil de su obrar, evitará ciertamente el pecado. Al revés,
el hombre imprudente camina siempre a oscuras, no ve el peligro ni las trampas del demonio, en las que
cae sin darse cuenta. Corre tras el señuelo de la concupiscencia, sigue a la pasión que le atrae y se
precipita así en la sima de toda clase de pecados.

La prudencia es el gran secreto y el medio más adecuado para conservar las virtudes, robustecerlas y
progresar en ellas constantemente. Por eso, algunos Padres llaman a la prudencia madre y custodia de las
virtudes

El hombre prudente y reflexivo pesa las palabras, habla poco y siempre oportunamente. No suele faltar al
silencio y guarda modestia y discreción. No es porfiado en las propias opiniones, sabe ceder, evita
discusiones y contiendas; de ese modo, se mantiene en caridad, paciencia y mansedumbre. No emprende
obra alguna sin examinar las circunstancias y estar seguro de la licitud, conveniencia y ventajas de lo que se
trata de hacer; pone a salvo así la justicia y la moderación. Desconfía de sí, lo que protege su humildad; no
se apoya en las propias luces, sino que pide a menudo consejo, sigue la dirección de los superiores, y se
mantiene así obediente.

Suprimid la prudencia, y adiós obras de virtud congruentes: siempre les faltarán algunos requisitos, serán
defectuosas y tendrán no pocas tachas; no serán, pues, gratas a Dios.

Quien necesita especialmente la prudencia es el hermano director. «¿Quién va a gobernar a los demás?»,
pregunta el Sabio. Y el Espíritu Santo responde: «El hombre prudente».

Si preguntáis: ¿Quién va a encargarse de la cocina?, os diré: Basta un hermano robusto, amante de la


limpieza y abnegado. ¿Quién dará clase? El que tenga instrucción, celo y abnegación puede encargarse de
ella. ¿Quién desempeñará los demás oficios de la casa? Se podrán confiar a religiosos dóciles, piadosos,
con tal que tengan cierta aptitud para el empleo que se les va a dar. Pero cuando se trata del gobierno y
dirección de los hermanos, no bastan para tal ministerio la piedad, la virtud ni los conocimientos. Para
desempeñarlo debidamente, hay que agregar a esos tres requisitos un criterio seguro y el hábito de la
reflexión. Habrá que confiarlo, pues, a un hombre prudente, que diga a Dios como David: «Señor, da luz a
mi antorcha, para que no me desvíe ni a diestra ni a siniestra, y mi antorcha alumbre a los demás».

Brújula del superior es la prudencia. Ahora bien, así como el piloto sería incapaz de gobernar el barco sin
brújula, perdería el rumbo y jamás tornaría al debido puerto ni podría impedir que la nave fuera a fracasar
contra las rocas o a perderse en los abismos del océano, tampoco el superior puede guiar a los hermanos,
si carece de mente juiciosa. Si no tiene prudencia, no sólo les resultará inútil, sino perjudicial. A ejemplo de
David, debe, pues, rezar con frecuencia esta oración: «Señor, da luz a mi antorcha, dame criterio sano,
hábito de reflexión, concédeme la prudencia».

Dicha virtud le enseñará a merecer la estima de los hermanos, por su fidelidad a la regla y sus buenos
ejemplos; a conquistar su confianza y afecto, por la bondad, la caridad, la condescendencia y el cuidado en
proporcionarles Io que necesiten; a conseguir que sean dóciles, con la oportunidad, sabiduría y equidad de
las órdenes impartidas, y que amen y respeten su autoridad, con el empeño en demostrar que es paternal y
afable.

Le enseñará también que hay gran diversidad de caracteres y que, para guiar debidamente a una
comunidad de hombres o un grupo de escolares, hay que observar el carácter y complexión de cada uno,
para darle dirección conforme a su temple. Los tímidos necesitan palabras de aliento; a los que adolecen de
ligereza y disipación, hay que frenarlos con el temor y un poco de severidad. Se ha de aplicar a unos el
acicate que les espolea y hace adelantar; se ha de embridar a otros para que no se desmanden. Los hay
que sólo necesitan consejos; a otros hay que arrastrarlos con los ejemplos. Provechosa es la alabanza para
éste, pero a aquél le torna orgulloso. Habrá que reprender a uno aparte, y a otro en público. Con éstos se
han de usar palabras suaves; con aquéllos habrá que echar mano de mayor severidad. Hay quien requiere
guía y vigilancia hasta en los actos más insignificantes, pero habrá que hacer la vista gorda con otros,
aparentando no haberlos visto. En resumidas cuentas, si el hermano director no se desprende de la
lámpara, verá que entre los religiosos que se le han confiado, no hay dos que se parezcan y a los que haya
de guiar de modo semejante. Dará, pues, a cada uno las lecciones y remedios que le cuadren mejor

La prudencia le enseñará a ser discreto con las autoridades y los padres de los alumnos, y a reducir las
relaciones con el mundo a lo estrictamente necesario. Evitará así los peligros de toda clase que corre un
director que gusta de lucirse o deja que penetre el espíritu del mundo en la comunidad.

Finalmente, la prudencia, que es el ojo del alma y podría definirse como la facultad de ver las cosas según
son y distinguirlas perfectamente de lejos, le irá descubriendo todos los peligros que le amenazan, todos los
lazos tendidos a su debilidad; le proporcionará los medios de evitarlos, le hará prever las dificultades con
que sus buenos propósitos puedan tropezar, y lo que ha de hacer para vencerlas o sortearlas; le dará el
éxito en todas las empresas y le atraerá el aplauso de los hombres y las bendiciones de Dios.

CAPÍTULO XVII
POR QUÉ NOS TIENTA EL DEMONIO

Un hermano joven, ansioso de perfección pero de imaginación


algo exaltada y carácter muy enojadizo, venía con frecuencia a
ver al padre Champagnat para comunicarle sus penas íntimas,
particularmente las tentaciones violentísimas que sufría contra
la castidad.

El venerado padre, sabedor de la conciencia timorata de aquel


religioso novel y de su excesiva sensibilidad, le infundía ánimos
y como remedio eficacísimo le aconsejaba serenidad y
confianza.

El hermano, al que asustaba más el pecado que la muerte, y no


llegaba a distinguir el sentimiento del consentimiento, ni la
imagen maligna del afecto al pecado, sólo a medias quedaba
satisfecho con el remedio que le había dado y no alcanzaba a
entender que se pudiera resistir a la tentación con el mero
desprecio de la misma. Afligido por ello, le dijo un día al padre
Champagnat:
Los embates que me veo obligado a arrostrar son tan recios, que ya no puedo resistir. No sé qué va a ser de
mí, si persisten. Por favor, déme un remedio heroico para librarme del enemigo que, día y noche, me acosa
con rabia infernal. No tema abrumarme el cuerpo, cuya salud me importa menos que la del alma. Ante todo,
he de asegurar la salvación y, por consiguiente, evitar el pecado.

El venerado padre, convencido con razón de que la instrucción necesitada por aquel buen hermano para
serenarse sería provechosa para bastantes más, le dijo:

Voy a dar, un día de éstos, una conferencia sobre las tentaciones y el modo de combatirlas. Espero que
halle, en dicha instrucción, el remedio heroico que me pide. Quédese tranquilo mientras tanto y confíe en
Dios.

Pocos días después, el venerado padre dio efectivamente la instrucción prometida y la inició con esta
anécdota:

Una vez convertido, san Martín hizo propósito de servir a Dios perfectamente y, para conseguirlo, decidió
retirarse a un monasterio. Se dirigía hacia aquel santo asilo de la virtud, cuando el demonio, alarmado por la
fortaleza y fervor del santo, puso el mayor empeño en cruzársele en sus propósitos. Adoptó forma humana,
como de caminante, y se le acercó preguntándole broncamente adónde se dirigía. El santo, que le
reconoció al instante, contestó:

Voy adonde Dios me llama.

Enojado el maligno por tal contestación, no pudo contenerse ni seguir disimulando:

A cualquier sitio que vayas le dijo, emprendas lo que emprendieres, ten la seguridad de que me cruzaré
siempre en tu camino para perseguirte, tenderte lazos y perderte.

Y el demonio cumplió su palabra: le acosó toda la vida y hasta se le apareció en el trance de la muerte.
Extrañado de aquella constancia y encono satánico, san Martín le apostrofó:

¿Qué estás haciendo aquí, fiera cruel? ¿A qué estás esperando? Nada hallarás en mí que puedas reclamar
como tuyo y, a despecho de tu rabia y malicia, han de recibirme en el seno de Abrahán.

Carísimos hermanos, la guerra que el demonio declaró a san Martín, se la ha declarado a todos los elegidos
y la sigue declarando actualmente a todos los religiosos buenos. Quien se da a Dios, sepa que ha de
encontrar siempre al demonio en su camino; prepárese para las tentaciones más terribles y para luchar toda
la vida contra el enemigo. Es una verdad que se nos enseña en cada página de la sagrada Escritura. Hijo
dice el Espíritu Santo, en entrando en el servicio de Dios, persevera firme en la justicia y el temor, y prepara
tu alma para la tentación (Eclo 2, 1). Muchas son las tribulaciones de los justos avisa el real Profeta, pero de
todas los librará el Señor (Sal 33, 20). Y, por lo mismo que eres acepto a Dios advierte el ángel a Tobías, fue
menester que la tentación te probase (Tb 12, 13). Y agrega san Pablo: El Señor al que ama, le castiga; y a
cualquiera que recibe por hijo suyo, le azota (Hb 12, 6).

Queréis saber, sin duda, la causa o razón de esas tentaciones. Pueden reducirse a dos: la bondad del
Señor para con sus elegidos y el furor del demonio contra esos mismos predestinados.

En su infinita bondad, Dios permite la tentación para bien nuestro. Quiere purificarnos y humillarnos,
hacernos diligentes, precavidos y mortificados, y obligarnos a orar. Las permite para ejercicio y
robustecimiento de la virtud, aumento de méritos en la tierra y de gloria en el cielo. Tales son los propósitos
de Dios al someternos a la tentación.

Los del demonio son totalmente distintos, y me interesa hoy mucho poneros muy al tanto de lo que se
propone al abofetearnos con la tentación, para que no os dejéis prender en sus lazos y trampas.

El demonio, enemigo de Dios, al no poder nada contra éste, se venga en nosotros, su imagen. Nos tiene
declarada guerra sin cuartel, rabioso de los designios de misericordia de Dios sobre nosotros, de las gracias
que nos otorga, de los bienes eternos que nos tiene preparados y de que nuestro destino sea ir un día a
ocupar los tronos que los ángeles rebeldes perdieron por su orgullo. Envidioso de nuestra dicha, anda
girando como león rugiente a nuestro alrededor, en busca de presa que devorar (1 P 5, 8). Fijaos en que
san Pedro no dice morder, sino devorar. Lo que busca, efectivamente, es nuestra ruina total. Lo vais a ver
por las intenciones perversas que abriga al tentarnos y luchar sin tregua contra nosotros. Se propone:

1. Conseguir que ofendamos a Dios: arrebatarnos la vida de la gracia, principio y prenda de la vida de la
gloria; afearnos el alma, esclavizarnos y acabar por llevarnos al infierno. Se conoce de sobra ese propósito
de Satanás, se está seguro de que intenta arruinarnos y hacernos compartir su desgracia y castigo. Pero
¡cuántas personas piadosas, cuántos religiosos ignoran las demás intenciones perversas que mueven al
demonio a acosarnos sin tregua con las tentaciones! Informaos, pues, hoy de sus designios perniciosos,
para no dejaros prender en sus redes.

2. Cuando el demonio no consigue que ofendamos a Dios, procura, con las tentaciones, quitarnos el
sosiego, hostigarnos, volvernos pesada la virtud, insomportable el yugo de Jesucristo y hacernos malgastar
el tiempo.

«Cuando el demonio, enseña san Francisco de Sales, ve que un alma se le va de las manos y él no va a
conseguir que pierda la eterna bienaventuranza, se da por satisfecho con molestarla, entretenerla con
tentaciones y hacerle perder el tiempo.

3. Con eso mismo se propone detener el progreso hacia la perfección, echar a perder las virtudes y
buenas obras, disminuir los méritos y, por ende, la gloria eterna.

4. Impedir que recemos y hacernos descuidar los ejercicios piadosos.

La primera condición para orar bien es la serenidad y paz del alma. Si hay desasosiego y dudas acerca de
si se ha ofendido al Señor, no se tienen ganas de rezar y no hay tiempo de mayor aflicción que el de los
ejercicios de piedad. Por otra parte, basta entrar en oración para verse atacado por todas las tentaciones del
infierno. Mas, ¿por qué el demonio pone tanto empeño y arma tal alboroto? Porque sabe que la oración es
la fuente de todas las gracias y quiere secarla.

5. Apartarnos de la comunión. La comunión frecuente es el medio mejor de abrasarse en el amor de


Jesucristo, de progresar rápidamente en la virtud y asegurar la salvación del alma. El demonio lo sabe y ésa
es la razón de que tiente con semejante violencia a las almas piadosas la víspera de los días de comunión.
Si consigue aturdirlas, hacer que duden si han consentido en la tentación, y lograr que se decidan a dejar de
recibir la eucaristía, entonces se apunta un triunfo y se alegra de haber alcanzado una gran victoria.

En efecto, privar a un alma de la comunión, alejarla de Jesucristo, es arrebatarle el tesoro de gracias que
proporciona una sola comunión, es una pérdida inmensa para el alma y una victoria notable para el infierno.
Sin embargo, hay multitud de religiosos que caen en trampa tan burda. El demonio, conocedor de su
inexperiencia y debilidad, les asalta violentamente, les acosa y hostiga hasta conseguir que pierdan los
estribos y entren en dudas: entonces, para remate de su faena, lleva a esas pobres almas al desaliento y a
una honda tristeza. En tal trance, ni siquiera se atreven ya a mirar su interior ni pueden aguantarse a sí
mismas; se les esfuma la confianza en Dios, se les enfrían la devoción y la piedad; pasan días, semanas
enteras dominadas por el tedio y la tibieza; cumplen los ejercicios reglares por pura fórmula, dejan las
comuniones y, como consecuencia, caen en un sinnúmero de pecados veniales y no acaban de salir de la
imperfección. ¿No es ésta la historia de muchos de los que me estáis escuchando?

6. Agriar el carácter. Probablemente, no os imaginabais que el propósito del demonio, al acosaros con
las tentaciones, fuera agriaros el carácter. Pues bien, estad seguros de que es una de sus bellaquerías más
corrientes. Echar a perder el carácter de un hombre es tornarle muy difícil la virtud; echar a perder el
carácter de un religioso es hacerle casi imposible la vida de comunidad y convertirle en el tormento de los
demás hermanos; agriar el carácter de un religioso dedicado a la educación de los jóvenes es paralizar todo
el bien que podría lograr ese maestro.

¿Qué va a poder hacer, efectivamente, un religioso de mal genio? En el campo de las obras de celo, nada.
El demonio lo sabe y ésa es la razón de que os acose con tentaciones, para induciros a la tristeza, al tedio y
al desánimo. En tal situación se le sube a uno la sangre a la cabeza, se le turba la mente, se le aja el
corazón, y el carácter se le vuelve tremendamente irritado; está uno descontento de todo, se enfada y riñe
por un quítame allá esas pajas, se hace pesado a sí mismo e insufrible para los demás, y choca con todo el
mundo.

7. Ofuscar y torcer la conciencia con la perplejidad y los escrúpulos. Altera la paz y la razón. ¡Cuántos
infelices, seducidos por el diablo, comenzaron con los escrúpulos y acabaron en un manicomio! Y ¡cuántos
más todavía empezaron por los escrúpulos y dieron en la impiedad y el desenfreno!

Ahora bien, ¿cómo se llega al escrúpulo? Por sugestión diabólica y excesivo temor de las tentaciones. Para
engañar a un alma y ponerla en ese trance, el demonio le hace ver pecado en todo y le pinta el escrúpulo
como virtud y delicadeza de conciencia. Es uno de los errores más perniciosos. El escrúpulo es un defecto
grave, es el peor enemigo del amor de Dios. «Una conciencia escrupulosa se atreve a afirmar el doctor
Gersón es con frecuencia más nociva para el alma que una conciencia de manga ancha y demasiado
indulgente». Y Fenelón, con todo y ser tan blando, llega a decir: «¡Ay del alma encogida y reseca, que de
todo se asusta, y de tanto temer el pecado y la tentación, no tiene tiempo de amar y lanzarse a la perfección
con impulso generoso!».

Huid, pues, de ese temible veneno que mata la piedad, y repetid con san José de Cupertino: «¡Fuera
angustias y escrúpulos! ¡No quiero ni verlos en mi casa!».

8. Debilitar las fuerzas, arruinar la salud y convertir a un hombre en un pelele. A buen seguro, nada
hay más propio para echar a perder la salud que las congojas del alma, la melancolía y ansiedades de una
conciencia que ha perdido la paz, que vive perpetuamente alterada, temerosa de cometer el pecado y
condenarse.

Son ésos los propósitos de Satanás. ¿De qué instrumento se vale para hacer tanto daño? De la
imaginación, a la que llena de temor, ilusiones y quimeras. ¿Deseáis no dejaros prender en sus redes y
eludir todos los males que os tiene preparados? Seguid el método siguiente:

1° Comenzad con los remedios preventivos.

Huid de la ociosidad, de las relaciones con el mundo y de toda ocasión peligrosa. Alejaos también del
orgullo, de las familiaridades con los alumnos, de la curiosidad y de todo lo que pueda avivar las pasiones,
llevar al pecado o inducir a tentación.

2° Recordad que todo don perfecto de arriba viene (St 1, 17)

y que, por vosotros mismos, no podréis alcanzar la pureza. Pedidla con insistencia y perseverancia; sea ella
la intención principal en todas vuestras oraciones.

3° Consagraos cada mañana a la Virgen santísima.

Imponeos alguna práctica para merecer su protección y pedidle especialmente la gracia de no cometer
nunca un pecado mortal. No dejéis de hacer diariamente la misma petición a Jesús, durante el santo
sacrificio y después de la comunión.

4° Tomadas esas cautelas con fidelidad y constancia, no temáis las tentaciones: sed
animosos y vivid siempre alegres. San Antonio solía decir que uno de los mejores medios
para vencer las tentaciones era mostrar ánimo y alegría en los combates. Esa disposición aflige
al demonio y le hace desesperar de prendernos en sus redes. Al demonio, en la sagrada
Escritura y según la versión de los Setenta, se le llama «Mirmicoleón», es decir, león y hormiga.

¿Por qué, pregunta san Gregorio, se le llama león y hormiga?

Porque es, efectivamente, león fiero, verdadero tirano para los que le temen, que vienen a ser para
él hormigas. Y porque tan sólo es una hormiga para las almas animosas, que son para él leones.
Era tal para santa Teresa, quien aseguraba sin rodeos que no le temía más que a una mosca. Y era igual
para san Pacomio, que le decía: «Me río de ti. Tu presencia me inspira menos espanto que el susurro de
una hoja estremecida por el viento.

5° Apercibíos contra las tentaciones, consideradlas como algo inevitable, incluso


necesario. Recordad la historia de san Martín. Estad alerta y resignaos a que el demonio se os
cruce siempre en el camino. No extrañéis sus embates, que os acarrearán gloria y buen
premio. La razón de que os hostigue es que sois virtuosos. Los santos, los justos dice el profeta
Habacuc son para el maligno manjares exquisitos (Ha 1, 16)19. Los piratas no abordan navíos
que sólo llevan lastre, sino los que van cargados de oro, plata o mercancías valiosas. Los
ladrones no asaltan a los pordioseros, sino a los ricos. Así también, el demonio deja en paz a
los pecadores, naves vacías y auténticos mendigos, a quienes nada se les puede robar; ataca
a los religiosos buenos, cargados de méritos y virtudes: se ufana de vencerlos, se regocija
mancillándolos, despojándolos y convirtiéndolos en unos infelices.

6° Oponed a las tentaciones el desprecio. Los mejores maestros de la vida espiritual


coinciden en señalar el menosprecio de la tentación como el medio más breve y eficaz de
resistir al demonio y evitar el pecado; más eficiente, incluso, que las palabras y actos de la
virtud contraria.

Este último medio tiene la inmensa y doble ventaja de que no requiere trabar combate con el enemigo ni
salir jadeante o mancillado de la lid, y de que desalienta al demonio y pone pronto término a la lucha.
Imaginad a un hombre que camina tranquilamente y, de pronto, le sale un perro que ladra y corre tras él. Si
el caminante continúa la marcha sin mirar para atrás, sin hacer el menor caso de los ladridos ni intentar
nada para hacer callar al perro, éste deja de ladrar y corre a otra parte; pero si el transeúnte se asusta, si
amenaza con piedras al can o hace ademán de darle con un garrote, irrita al animal y prolonga la lucha, con
riesgo de que le muerda: imagen fiel de lo que ocurre con las tentaciones. Si despreciáis al demonio, os
dejará tranquilos, o rara y flojamente os va a tentar; pero si le tenéis miedo excesivo, si forzáis la
imaginación, si os turbáis y combatís con movimientos de cabeza y cosas parecidas, grabáis más
hondamente en la memoria esas imágenes, prolongáis las tentaciones, os alteráis el juicio, arruináis la salud
y os exponéis a peligro próximo de ofender a Dios.

San Francisco de Sales coincide totalmente con dicha opinión, cuando dice: «Estaba últimamente junto a un
corcho y algunas abejas se me posaron en la cara. Quise espantarlas con la mano, pero un campesino me
advirtió: No, no tengáis miedo, no las toquéis, no os van a picar; pero si intentáis ahuyentarlas, os morderán
sin duda. Le hice caso y ni una me picó». «Hacedme caso también concluye el santo, no os azoréis por las
tentaciones, no las temáis, y no os han de hacer daño; pasad de largo, no os dejéis embromar por ellas».

Hay un temor exagerado más propio para llevar al precipicio que para alejar de él. Parece mentira que un
hombre pueda andar y hasta correr por un tablón angosto colocado en el suelo, y no se atreva a dar un
paso por él, si se lo colocan a gran altura. Y es que entonces, presa del pavor, se le encoge el ánimo y se le
retira la sangre al corazón, le tiemblan las piernas, siente vértigo y la mera aprensión del peligro le hace
caer. Es la imagen de lo que ocurre en las tentaciones: si se azora uno ante ellas y se desmanda la fantasía,
el juicio se altera, se intensifica el incentivo, falla el aliento y se consiente en el pecado.

Cuando el ladrón que se dedica al timo quiere robar la plata a un hombre ingenuo y simplón, o enredarle en
algún trapicheo, le invita a ir a la taberna, le escancia libaciones copiosas y, cuando lo ve ya achispado y
con la mente enajenada, le tiende el lazo: le arrebata el dinero o le hace firmar una escritura fraudulenta.
Son ésas las trazas del demonio, ésa es su astucia: os achispa y enajena el juicio y, dueño de vuestra
mente, llega ya sin obstáculo al corazón y arranca el consentimiento de la voluntad. Lo importante en las
tentaciones es, por consiguiente, guardar la cabeza, conservar sano y sereno el juicio, no alterarse ni
amilanarse y combatir las tentaciones con el desprecio.

Unos padres del yermo se habían reunido para conferenciar sobre asuntos espirituales. El de más edad dijo
a uno de ellos:

- ¿De qué te vales para combatir las tentaciones?

- Considero la fealdad del pecado, y ya no preciso más para ahuyentarlas.


- Y tú, ¿qué método empleas?, preguntó el anciano a otro.

- Yo invoco el auxilio de la Virgen santísima hasta que la tentación haya cesado.

- Lo único que hago yo intervino otro es despreciar al demonio, no prestar atención a lo que me sugiere y
seguir con mis ocupaciones en presencia de Dios.

- Tu estrategia sentenció el anciano es la mejor por dos motivos: porque te deja con entera libertad de juicio
al no alterarte ninguna facultad, y porque siempre la tienes a mano.

En efecto, no siempre se puede meditar, rezar o combatir a estocadas, pero siempre es factible despreciar y
volver el rostro al enemigo. Este es el mejor medio, el más seguro y fácil. Por otra parte, cuanto más se
prolonga la tentación, mayor seguridad se tiene de no haber consentido. «Buena señal es afirma san
Francisco de Sales que alborote el demonio tanto y levante esas tempestades alrededor de la voluntad: es
una demostración de que no ha entrado en ella. Nadie pone asedio a un alcázar ya tomado; mientras duren
los embates, se puede estar seguro de que la resistencia continúa, y no se ha consentido».

Las personas que temen el pecado, que piden diariamente verse libres de él, que montan guardia continua y
evitan las ocasiones peligrosas, pueden quedar tranquilas: no son voluntarios los pensamientos, incentivos
y rebeliones de la carne que las hostigan; no deben, pues, desanimarse por ellos; basta que los desprecien
y se humillen ante Dios. Examínense de estas materias como rozándolas y declaren lacónicamente al
confesor los descuidos de que se crean culpables. Los exámenes prolongados antes de la confesión, o con
el fin de saber si se ha consentido, encierran dos peligros muy graves:

1° Azuzan la imaginación, evocan más y más las tentaciones, fomentan el fuego de la concupiscencia, etc.
Si se toca demasiado una llaga, en vez de cicatrizar, se encona.

2.° A la larga, merman el horror al pecado mortal y hacen perder al alma su recato, ya que, si el vicio impuro
ni siquiera ha de nombrarse, mucho menos se ha de pensar en él.

Quien tenga la cabeza asediada por feas imágenes y ande hurgando en ella continuamente para saber si ha
consentido o no, acaba por no temer el mal, echa a perder la conciencia y se expone a los riesgos más
graves.

Huid, pues, de ese lazo como uno de los más peligrosos; no os asustéis de las tentaciones y usad contra
ellas el arma del desprecio.

CAPÍTULO XVIII
NUESTRA SEÑORA DEL CORDÓN

Es ésta una historia que nuestro fundador gustaba


mucho de narrar por dos razones: porque es muy
adecuada para inspirar plena confianza en la santísima
Virgen y por las aplicaciones morales que de ella
sacaba para instrucción de los hermanos.

I. La tradición.

A comienzos del siglo XI, la peste causó


estragos horrorosos en la ciudad de
Valenciennes. En pocos días, el azote
segó la vida de ocho mil personas. La
ciudad, consternada, ofrecía por doquiera
el triste espectáculo de la muerte. Los
habitantes, hechos un mar de lágrimas, al no esperar ya nada de la tierra ni de los hombres,
acudieron a Dios y corrieron en tropel a refugiarse junto al altar de la Madre de la
misericordia. Vivía entonces, en aquella comarca, un ermitaño piadoso que, compadecido de
la aflicción de sus paisanos, redobló las penitencias y plegarias. «¿Oh María, consuelo de los
afligidos exclamó, ¿dejarás que perezca el pueblo que a ti acude y que confía en ti? ¿Se
llegará a decir que en vano ha invocado tu auxilio?»

El cinco de septiembre, mientras el fervoroso ermitaño rezaba esa ardiente oración, quedó de súbito
deslumbrado por el brillo de una luz más pura que la del sol. Al mismo tiempo se le apareció la Madre de la
misericordia con rostro bondadosísimo y le dio esta orden: «Ve al encuentro de mis hijos de Valenciennes y
asegúrales que he aplacado a mi Hijo con mis súplicas; diles también que es mi deseo salga toda la gente,
la noche de la víspera de mi Natividad, y suba a las murallas, a contemplar desde ellas la prenda de
protección que quiero darles».

El piadoso ermitaño dio a conocer la aparición al pueblo y el siete de septiembre, no bien se puso el sol, los
baluartes, los torreones de la ciudad y todos los promontorios se cubrieron de gente conmovida y anhelante
de contemplar la realización de las promesas celestiales.

No se frustró su confianza. Muy pronto abrióse el cielo como con luz del alba, se disipó la oscuridad, la
noche se volvió día esplendoroso, y apareció una reina, llena de majestad, con destellos de luz paradisíaca,
como la de los cuerpos bienaventurados y más brillante que el sol. La Reina, acompañada de una corte de
ángeles, tenía en las manos un cordón o cinta con la que, en un instante, ciñó a la ciudad. No hay palabras
para expresar los sentimientos de alegría y fervor que, ante semejante espectáculo, conmovieron a los
habitantes de Valenciennes: postrados todos en tierra, clamaron a la Virgen que les diera la bendición. La
Madre divina los bendijo, en efecto, y los libró de aquel azote para siempre.

Se apareció también al ermitaño y le encargó dijera al pueblo que, en adelante, el ocho de septiembre había
de ser siempre festivo para ellos y que era voluntad suya se hiciera en ese día una procesión solemne,
siguiendo el itinerario marcado por el santo cordón. La ciudad, representada por sus magistrados, hizo voto
de celebrar anualmente una procesión conmemorativa, que se mantuvo efectivamente hasta la revolución
de 1793. El cordón celestial fue recogido con respeto y guardado en relicario precioso.

//. Aplicaciones prácticas.

¿No es verdad, queridos hermanos agregaba el padre Champagnat, que envidiáis la dicha de los habitantes
de Valenciennes y os gustaría, como a ellos, ver a la santísima Virgen y quedar ceñidos por su cordón,
señal visible de su amparo? Pues bien, os aseguro que sois cien veces más dichosos que aquellas gentes,
y que la Madre divina os ciñe con un cordón mucho más precioso y sagrado que el de Valenciennes. Los
habitantes de tan dichosa ciudad sólo vieron el cordón de María un instante, y aquél los rodeó sólo un
momento; pero el cíngulo que la Virgen os pone a vosotros subsiste siempre, y de continuo os defiende y
ampara.

Mas, ¿cuál es ese cordón?, preguntaréis.

Ese santo cíngulo es:

1. El hábito religioso,

que es vuestra ejecutoria de hermanos e hijos de Maria. Ese hábito que os distingue y os separa de la gente
del mundo, y pone entre vosotros y ella una barrera infranqueable; el hábito que os merece consideración
hasta de los impíos; el hábito religioso, a cuya sola vista se sonrojan los libertinos, porque les tapa la boca,
les obliga a reportarse y les levanta ampollas de remordimiento; el hábito que espanta y ahuyenta a los
demonios, pero infunde respeto a los ángeles mismos y les lleva a proporcionaros ayuda y protección. ¡Oh
santo hábito, de cuántos peligros nos preservas! Ahora acabo de entender por qué san Estanislao de Kostka
lo besaba con piedad cada mañana, al ponérselo. Y es que el hábito es prenda de protección: es el cordón
de María que nos separa del mundo y sus vanidades y, al amparo de la Virgen, nos guarda de los peligros
que encierran esas vanidades.
En tiempos remotos, al entregar el escapulario a S. Simón Stock, la santísima Virgen le dijo: «Toma este
hábito, prenda de mi protección; te salvarás, si lo llevas hasta la muerte». Al darnos el hábito religioso, la
Madre de Dios dice también a cada uno de nosotros: «Toma este hábito; si lo conservas con respeto y lo
guardas hasta la muerte, alcanzarás la salvación».

¡Oh insigne santo Tomás de Aquino!, qué bien comprendías la felicidad de guardar el hábito religioso y morir
en la vocación, tú que, momentos antes de expirar, a la vez que apretabas cariñosamente el hábito, con
hondos sentimientos de alegría y acción de gracias, exclamaste: «Te doy gracias, Dios mío, por haberme
otorgado la merced de guardar el santo hábito y llevarlo hasta la muerte».

2. Para nosotros, el cordón de María es también el convento,

bendito lugar totalmente consagrado a Dios, donde no contemplamos sino buenos ejemplos y donde no se
respira más que el aroma de las virtudes. Todo en él nos induce a las buenas obras; sus mismas paredes
nos hablan de Dios y nos inspiran santos pensamientos. En él, la concupiscencia queda debilitada y como
avasallada por la atmósfera religiosa de que el recinto está empapado, así como por las gracias y ayudas
tan diversas que en él se nos prodigan. Pasiones y demonios están en él encadenados. En él los religiosos
viven con plena seguridad, mientras que los seglares han de aguantar los golpes de las pasiones y del furor
de Satanás, dueño y señor del mundo: nada tiene de extraño que santa María Magdalena de Pazzi se
abrazara a los muros del convento y los besara exclamando: «¡Paredes benditas, puerto de mi salvación, de
cuántos peligros me libráis!».

Por eso, hermanos jóvenes, el demonio, apuntando hacia la puerta del convento, os cuchichea: Aquí no
tienes libertad, aquí estás arrastrando una vida penosa y triste; traspasa la puerta de una casa que sólo es
una cárcel para ti y vete al mundo, donde te están esperando la libertad, la dicha y la fortuna. Es igual que si
os dijera: Aquí tengo las manos atadas, mi fuerza está domeñada y no puedo tenderte lazos; no puedo
inducirte al mal a mi antojo; no puedo llevarte a la ruina y te me escapas, si permaneces aquí. Pasa, pues,
esa puerta y vete al mundo, donde podré adueñarme de ti y hacerte mi siervo, y esclavo de todos los vicios
y pasiones.

Refiere san Gregorio que Satanás, con lenguaje encubierto, habló así a un monje y le arrancó la decisión de
abandonar el cenobio. Pero no bien el desdichado religioso había pisado fuera del recinto monacal, cuando
el demonio se le apareció en figura de perro alano dispuesto a devorarle. El monje, asustado, retrocede y
corre a echarse a los pies de san Benito, su abad, quien le dice: Hermano, te había advertido que el
demonio no intentaba sacarte de este asilo, donde no logra tu ruina, más que para devorarte y lograr, con
facilidad suma, que te condenes en el mundo. ¡Ojalá, en adelante, la misericordia con que Dios te ha
mostrado el peligro que corrías, te haga más prudente!».

De otro monje, el mismo san Gregorio nos cuenta que, inducido por idéntica tentación del demonio, salía
igualmente del convento. Pero apenas traspasados los límites de los terrenos de la abadía, divisó un
monstruo horrible que le echó una soga al cuello y le dijo: Te estoy esperando aquí, ya que me va a ser fácil
dominarte. Asustado, el pobre religioso cae de rodillas y hace voto de regresar al convento y permanecer en
él hasta la muerte. Y huyó el demonio lanzándole terribles amenazas.

¡Benditos muros del convento, sois nuestro cordón de María, que detiene el furor del demonio y nos
defiende de sus emboscadas! Cinta preciosa, que parece imperar al maligno: No traspasarás este límite, tu
furor vendrá a estrellarse contra esta muralla, y los hijos de la Reina del cielo que viven dentro de este
recinto descansarán seguros. Sí, el hermano marista amante de su casa religiosa, que viva oculto en ella y
desconocido del mundo, que no salga de la misma sino por verdadera necesidad, conservará la vocación y
la virtud; la Madre divina le ha de bendecir y preservar de la peste del vicio, y correrá de virtud en virtud
hasta alcanzar la vida eterna.

3. Para nosotros, religiosos, el santo cordón son los votos de pobreza, castidad y obediencia,

por los que morimos para el mundo y todas sus concupiscencias; que retiran los mayores obstáculos de la
salvación, a saber: la codicia de los bienes temporales, derruida por el voto de pobreza; la lascivia,
domeñada por el voto de castidad; el desbarajuste del propio albedrío, enfrenado por el voto de obediencia.
¡Cordón bendito de la profesión!, unes al religioso con Dios mediante un triple vínculo. ¡Cordón bendito de
los votos!, ¿quién puede calcular el número de almas cuya vocación y, por consiguiente, cuya virtud has
preservado? El día del juicio, millones de religiosos manifestarán que deben a los votos el haber evitado el
pecado, practicado la virtud y logrado la salvación. ¡A cuántos hermanos nuestros he oído confesar
sinceramente: Sin los votos, ya no sería religioso, a ellos debo la perseverancia en la vocación! Santa
Madre de Dios, ¡cuánto hemos de agradecerte el habernos ceñido con el cordón de los votos! Dígnate,
Madre de la bondad, concluir esa obra y, mediante ese cordón bendito, guardarnos siempre en el camino de
la castidad, de la pobreza y la obediencia, que es el camino del cielo.

4. Finalmente, para nosotros, el bendito cordón de María son las reglas.

Cual seguro baluarte, nos rodean e impiden al demonio penetrar en nuestra alma. Y así, mientras
los del mundo se hallan en la liza, asendereados por el enemigo de la salvación, presos, atados y bien
sujetos como esclavos, nosotros religiosos, plenamente seguros y resguardados por el baluarte de las
reglas, podemos contemplar sin peligros el combate. Mientras ellos bogan por mar proceloso, en medio de
tempestades y escollos en que tantos perecen, nosotros religiosos, los vemos desde el puerto seguro en
que nos hallamos.

El bendito cordón de la regla circunda por completo al hermano. Y mientras éste permanezca en el cerco
formado por tan preciosa cinta, no puede contagiarse con el vicio, ni ofender a Dios ni perderse.

Carísimos hermanos, observad las reglas relativas a la modestia, y jamás entrará la muerte en vuestro
corazón por las ventanas de los ojos; guardad la regla del silencio, y os veréis libres de la peste de la
maledicencia y la calumnia; sed fieles a las normas que regulan vuestras relaciones con la gente del mundo,
huid de los seglares, permaneced en casa, no andéis buscando el lucimiento, y os veréis libres de la
calamidad del espíritu mundano y de las bajas pasiones; sed fieles a las reglas de la humildad y sencillez
que se os trazan, y no se os entrará en el corazón la peste del orgullo, de la vanidad y el amor propio;
cumplid con exactitud Io que manda la regla referente a los ejercicios devotos, orad, y os preservaréis de la
peste de todos los vicios. Si, el hermano que guarda la regla y no traspasa el cerco de ese santo cordón, se
mantendrá puro y santo; no le morderá nunca la serpiente infernal y si, por humana fragilidad, se dejare
morder alguna vez, nunca será devorado.

Escuchad esta narración breve:

«El beato Jordán profesaba devoción particular a la Virgen santísima. Había puesto, pues, a toda la
comunidad bajo el amparo de la divina Madre y diariamente le pedía que preservara a sus religiosos del
pecado. Pues bien, un día tuvo esta visión: le pareció ver a una excelsa reina que, rodeada de numerosa
corte, recorría el convento y bendecía a cada uno de los hermanos, según iban pasando delante de ella.
Sólo hubo una excepción, un fraile al que la reina ni se dignó mirar. Extrañado por ello, el santo prior se
acerca y, al reconocer en aquella noble dama a la Madre de Dios, respetuosamente le pregunta:

¿Por qué, Reina divina, no has bendecido a ese hermano?

Porque no guarda la regla y sus infracciones le han arrastrado al pecado mortal. Dile que se
convierta, y le bendeciré.

«Y agregó luego la Virgen:

Has de saber, hijo mío, que en prenda de tu piedad, he conseguido tres gracias especiales para
toda la orden: la primera es que todos tus religiosos aborrezcan mucho el pecado; la segunda, que ninguno
pueda permanecer mucho tiempo en pecado mortal, sino que se convierta o se averigüe su estado; la
tercera es que cuantos se empeñen en persistir en el pecado a pesar de las gracias que les he de conceder
para que de él se libren, sean proscritos y desterrados del convento, para que no contagien a los demás ni
sean la vergüenza de la orden. Y así, quien pacte con el pecado mortal, no permanecerá en este convento».

He ahí, hermanos míos, un favor preciosísimo y que no se puede menos de envidiar. No necesito añadir que
espero se nos conceda esa misma gracia. Sí, espero que la santísima Virgen preservará del pecado mortal
a cuantos guarden fielmente la regla. Espero que conceda eficaces gracias de conversión a cuantos hayan
tenido la desgracia de dejarse seducir por el demonio y hayan caído en falta grave, para que salgan pronto
de ese estado. Espero, finalmente, que no haya de tolerar viva en su casa un religioso empecatado y que
haya abusado de la gracia, sino que, del modo que ella entienda, cercene del cuerpo del instituto ese
miembro gangrenado.
Hermanos de mi alma, amad y venerad el santo cordón de la regla, permaneced en el recinto por él
marcado, no lo traspaséis nunca: y yo os prometo la constante protección de la Madre bondadosa, la dicha
de quedar preservados de faltas graves, la perseverancia y la salvación eterna

CAPÍTULO XIX
UN ASUNTO CAPITAL

I. Gravedad de la impureza.

¿Quién morará eternamente en el tabernáculo del Señor?,


pregunta el real Profeta.

El hombre sin mancilla, contesta el Espíritu Santo.

El mismo Jesucristo no promete la visión divina sino a los


limpios de corazón.

«Así como la luz solar enseña san Agustín sólo puede


contemplarse con ojos limpios, así tampoco pueden contemplar
a Dios más que las almas puras». Por eso san Juan afirma que
nada mancillado entrará en el cielo, y agrega: ¡Fuera
impúdicos!

¿Qué ha de hacerse, pues, para asegurar la salvación? Hay


que ser casto y luchar sin tregua contra el vicio impuro, que es
el sello de Satanás. «Ante todo declara Orígenes, quien desee
salvarse ha de ser puro». Contar con poder salvarse sin
practicar la pureza y pagando tributo al vicio feo, es un error,
una ilusión, una locura. «No os llaméis a engaño agrega san
Clemente de Alejandría, no hay más cristianos verdaderos que
los castos». «Esta virtud en opinión de Tertuliano es el fundamento de la santidad; si se zapa esa base, todo
se desmorona y no queda más que un montón de escombros».

San Bada el Venerable afirma: «La sal del cristiano es la pureza; a quien la ha perdido, le devoran las
pasiones, igual que los gusanos devoran la carne que está sin salar». Y san Efrén añade: «La pureza es la
vida del espíritu y la raíz de las virtudes». «Por muy humilde, mortificado y devoto que sea un hombre, si no
es casto, no es nada», dice santo Tomás de Villanueva. No hay santos sin castidad: es virtud absolutamente
necesaria para salvarse. Profundamente convencido de tal verdad, san Jerónimo decía: «El hombre
prudente, que toma en serio el negocio de la salvación, observa ante todo la castidad, porque comprende
que, perdida esta virtud, todo se derrumba y arruina».

El vicio impuro desagrada sumamente a Dios y todo lo arruina en el hombre. «Dios aborrece de tal modo la
impureza enseña san Agustín que prefiere el ladrido de los perros, el mugido de los bueyes y el gruñido de
los cerdos, a la oración y canto de los impúdicos». San Pedro Damiano asegura: «Profanar el cuerpo y el
alma con un pecado vergonzoso es falta más grave que profanar una iglesia o un vaso sagrado». «La
impureza, dice santo Tomás, aleja infinitamente de Dios; ahora bien, lo que tanto aleja de Dios tiene que ser
pecado muy grave».

San Gregorio afirma: «La impureza convierte al hombre en demonio», y san Pedro asegura que «Dios se ha
reservado castigar a los malvados, especialmente a los impúdicos». «¡Ay, ay! exclama san Bernardo, ay del
que se deja arrastrar por ese vicio vergonzoso!».

«Desgraciadamente escribe san León, el hombre está sujeto a muchos achaques del alma, pero de todas
las enfermedades espirituales, la más peligrosa es la impureza: es fiebre contagiosa, fuego devorador, lepra
que todo lo corroe, sarna que desfigura y afea todo lo que alcanza a tocar». «Tras haber matado todos los
gérmenes de virtud dice san Buenaventura, trae consigo y fomenta todos los desórdenes: es semillero de
todos los vicios». «En quien se ha hecho esclavo de pasión tan vergonzosa afirma san Cesáreo no queda
nada bueno: méritos, virtudes, lozanía física y moral, todo lo pervierte, corrompe y arruina».

Según san Clemente de Alejandría, «la impureza es una úlcera corrosiva, un mal casi incurable». «Una vez
prendido en esa red, que es la más recia de Satanás afirma san Jerónimo, ya no se sale de ella, o al menos
rarísima y dificilísimamente; ese vicio abominable es un pecinal en el que, cuando se intenta sacar un pie, el
otro se hunde más todavía». «El hombre deshonesto añade san Juan Crisóstomo ya no es dueño de sí, es
como un endemoniado, está en posesión del maligno, que le trata a su antojo». Y san Cipriano escribe: «El
vicio impuro es la degeneración de la raza humana. Destruye todas las facultades anímicas: quita el genio y
el juicio, apaga la inteligencia, merma la memoria, debilita y destroza la voluntad; echa a perder la
conciencia y da un corazón de animal bruto, es decir, sin ningún sentimiento; arruina la salud, demuda la
belleza y cambia las facciones del rostro; embrutece por completo al hombre». Y lo confirma san Euquerio:
«El impúdico no difiere del bruto irracional». «Si se nos diera poder constatar el envilecimiento de un alma
impura dice san Juan Crisóstomo, el sepulcro nos parecería preferible a tan triste estado». Frente a
semejante ignominia, san Cesáreo exclamaba: «Para un alma semejante, ya no hay un solo día festivo y
alegre en la tierra; toda su suerte y patrimonio se reduce a lágrimas, pesares y amarguras».

Los santos tenían todos sumo horror a la impureza. El mero pensamiento de ese pecado impulsaba a san
Benito a revolcarse entre espinos; a san Francisco de Asís, a echarse a un estanque helado,; a san
Jerónimo, a herirse el pecho con un canto

Nuestro venerado fundador aborrecía tanto el vicio impuro, que no podía oír hablar de él sin ser presa de
espanto. Una falta ostensible contra la pureza le hacía derramar lágrimas. Se volvía terrible e inexorable
cuando temía el contagio, y los corruptores nunca le merecían perdón: los despedía irremisiblemente. Le
denunciaron, una vez, uno de esos individuos. Eran las diez de la noche y hacía una hora que la comunidad
se había retirado a dormir. No pudo tolerar que el culpable pernoctara en la casa. Le mandó levantar y le
despidió en el acto. El joven le suplicaba de rodillas que le permitiera pasar la noche en cualquier rincón de
la casa o en el establo, aduciendo que era muy tarde para encontrar albergue en otro sitio.

¡No, no!, le contestó el padre. Mientras se encuentre usted aquí, no dejará de estremecerme el miedo a que
la maldición divina caiga sobre nosotros.

Y al pronunciar estas palabras, le apremió a que saliese y atrancó la puerta. Un instante después, un
hermano le hizo observar que el postulante había dejado el equipo.

Vaya usted le contestó, recójale toda la ropa y tírela al otro lado del arroyo, para que estemos separados no
sólo de él, sino de cuanto le pertenezca, y para que la corriente del agua corte el contagio que, de otro
modo, no podría menos de cundir y llegar hasta nosotros.

II. Excelencia y ventajas de la castidad.

Los santos doctores llaman héroes de la humanidad a los que se conservan vírgenes, y definen la pureza
como «perfección de la vida humana y anticipo de la del cielo» ¡Oh castidad! no puede el hombre decir lo
que eres ni publicar dignamente tu mérito y gloria. Será menester contemplarte en el cielo, a la luz de Dios,
para conocer toda tu hermosura.

1. La castidad nos asemeja a los ángeles.

«Quien ha vencido a la carne dice san Juan Clímaco ha vencido a la naturaleza; ahora bien, el que ha
superado a la naturaleza está por encima de lo humano y raya en lo angélico». Esa es la razón por la que
san Ambrosio no duda en afirmar que «el hombre casto es un ángel»; san Bernardo, que «tiene su arrojo,
fuerza y mérito»; Casiano, que «se equipara a dichos espíritus bienaventurados»; y san Gregorio, que «ser
virgen o ángel es todo uno, pues ambas cosas son iguales» .

2. Es más, la pureza nos hace semejantes a Dios y nos otorga el primer rango en su reino,
según afirma el Sabio: «La pureza es lo que más acerca a Dios». Al acercarnos más a Dios, nos hace
participar más copiosamente de sus divinas perfecciones y suprema felicidad. Por eso está escrito que las
almas puras ocupan rango aparte en el cielo y siguen al Cordero doquiera que vaya (Ap 14, 4) para formar
su corte, y cantan un cantar nuevo que nadie más puede cantar (Ap 14, 3) .

3. Nos convierte en los predilectos de Jesús.

Es una verdad enseñada por la misma sagrada Escritura: Quien ama la candidez del corazón, gozará la
amistad del rey (Pr 22, 11). Tiene, pues, Jesús amor de predilección por las almas puras, se les comunica
especialmente, las colma de gozo y consuelo, las ampara y defiende contra las tentaciones del demonio.
Por mandato de Jesús dice un autor antiguo, los santos ángeles se aglomeran alrededor de las almas
castas, para impulsarlas a la virtud y defenderlas del demonio. Tiene especial cuidado de su progreso en la
virtud, aparta los obstáculos que pudieran detenerlas y las provee de facilidad maravillosa para la práctica
de la oración y de las virtudes. Finalmente, vela de modo particular por su conducta y cuanto las concierne,
ya que las almas perfectamente puras no piensan más que en Jesús, y él no se deja vencer en generosidad
y amor. Por otra parte, es congruo mirar cuidadosamente por los objetos raros y preciosos; pues bien, nada
en la tierra ni en el cielo es más precioso que un alma pura. Por eso Jesús las ama y mira tanto por ellas.

4. Nos coloca en subido grado de santidad.

AI comentar la parábola de la buena semilla, san Jerónimo dice: «El estado de virginidad es el que da fruto
a ciento por uno, y el que sólo da treinta es el de los seglares en el mundo». San Marcial asegura que, en el
cielo, las personas que hayan guardado la castidad tendrán cien veces más de gloria que las que se hayan
santificado en la vida matrimonial. Por eso san Juan las llama «primicias de la redención», apuntando a que
el Señor las hace partícipes de sus méritos, de su sangre y de su gloria en el cielo.

5. Tiene el mérito y la gloria del martirio.

«Aun en medio de la paz afirma san Jerónimo con la espada de la pureza, alcanzamos la palma del martirio.
«El martirio de sangre añade san Bernardo parece más cruel, pero es menos doloroso que, a la larga, el de
la castidad. Cuesta menos morir de un solo tajo, que castigar la carne toda la vida con la pureza».

6. «La pureza es flagelo de los vicios»,

dice san Cipriano, y modera y domeña todas las malas inclinaciones. Se sabe por experiencia, en efecto,
que el hombre de gran pureza odia, aborrece y evita cualquier pecado. No puede soportar el mal y lucha
contra él en todas partes, porque lo propio de la pureza es tornar la conciencia timorata y delicadísima.

7. Perfecciona y hermosea todas las facultades del alma.

«La pureza dice san Adelmo es el sol del espíritu; convierte al hombre en ángel». Ahora bien, según santo
Tomás, «los ángeles, a causa de su pureza, se allegan más a Dios, participan más copiosamente de sus
luces, de su inteligencia y perfección».

San Juan era virgen, por eso alzó el vuelo como un águila hacia Dios y sacó del seno de la sabiduría eterna
la ciencia más sublime e inefables secretos.

Santo Tomás de Aquino era virgen, y ya sabemos que para quedar asociado a la ciencia de los ángeles y
ser llamado el doctor angélico, se necesitaba que tuviera la pureza de los ángeles y que un ángel le pusiera
el cíngulo de la castidad

San Jerónimo asegura que las sibilas habían alcanzado del cielo el don de profetizar, como recompensa del
celibato que guardaban. Es una realidad conocida por todos y constatada por la historia, que las mejores
obras maestras y las más pasmosas maravillas de la mente humana han sido producidas por hombres
castos. Si, a las almas puras pertenece la diadema de la inteligencia y la razón.

Un monje dijo un día con toda sencillez a san Pacomio:


Padre, cuéntanos, por favor, alguna de tus visiones; aseguran que las has tenido maravillosas.

A un pecador como yo respondió el santo, no le es lícito desear tener visiones. Pero, ¿sabes, hermano, cuál
es la más estupenda de todas las visiones? La vista de un hombre casto y humilde. La castidad perfecta da
a conocer, manifiesta a Dios y las cosas santas más perfectamente que la ciencia más subida y que todas
las visiones.

Al revés, el primer estrago de la impureza es debilitar el entendimiento. «El vicio impuro dice santo Tomás
ciega la mente y hace perder la razón». El alma caída bajo el yugo de la pasión infame ya no tiene
inteligencia, está embrutecida. «Cuando el fuego impuro devora a una persona afirma san Gregorio, ya no
puede ver el sol de justicia». Las pasiones arrojan a uno a simas profundas, a lugares tenebrosos y a la
oscuridad de los sepulcros.

La pureza es la llama del corazón: lo hace bueno, sensible, agradecido.

Me gusta la pureza más que todas las otras virtudes, exclamó un día san Gil.

No será de mayor precio que la caridad, le replicaron.

¿Puede haber caridad sin pureza?, preguntó. La pureza es la que alimenta el amor: un corazón
carnal nada entiende de amor, la llama santa no se enciende en el Iodo.

Es verdad tan evidente, que hasta los malvados la han comprendido. «Lo mantengo sin temor a ser
desmentido afirma Juan Jacobo Rousseau, el joven que ha conservado la inocencia hasta los veinte años
es, a esa edad, el más generoso, el mejor, el más amante y amable de los hombres. Por el contrario, los
jóvenes viciosos no tienen sino almas raquíticas, corazones duros y depravados; he constatado siempre que
eran crueles e inhumanos; desconocen la compasión y la misericordia; sacrificarían al padre y a la madre, al
mundo entero por el más ruin de sus placeres».

¿Quién despojó a David de la bondad y mansedumbre de la que daba gracias a Dios como uno de los
dones más preciados que había recibido de su liberalidad? El adulterio. Tras dicha falta, el más afable de los
hombres vino a ser el más cruel. Dos veces había perdonado la vida a Saúl, su peor enemigo, y mandó
degollar a Urías, su siervo, en el momento mismo en que tan generoso oficial le estaba dando pruebas de la
fidelidad más inviolable. «No es de extrañar exclama san Bernardo que el hombre carnal sea cruel y no
entienda de amor; ya no tiene corazón de hombre, sino de fiera».

«La pureza dice san Cipriano es el nervio y la fuerza de la voluntad». Te has portado con varonil esfuerzo y
has tenido un corazón constante, porque has amado la castidad (Jud 15, 11).

La virgen santa Águeda, niña de quince años, decía a los verdugos: «Flagelad, desgarrad, sajad, tronzadme
el cuerpo: no me doblegaréis la voluntad». Afrodius, al referir al tirano la fortaleza de la niña, le dijo: «Más
fácil sería ablandar la piedra de granito o convertir el hierro en plomo, que doblegar a Águeda y arrebatarle
su amor a Jesucristo».

Godofredo de Bouillon era capaz de partir en dos a un enemigo, de un pendiente. Alguien le preguntó cuál
era el secreto de la fuerza de su brazo: «Esta mano contestó jamás se ha mancillado con tocamientos
afeminados; la castidad es, pues, la fuerza de mi voluntad y de mi brazo».

8. Finalmente, la pureza es buena señal de predestinación y prenda de salvación eterna,

según afirma san Cipriano. Se comprende eso fácilmente, pues si el cielo es de los que huyen del
pecado, la pureza es la ruina de los vicios; si el cielo se concede por los méritos, la castidad los multiplica
hasta el infinito; si el cielo es la casa de los amigos de Dios, las almas puras son singularmente amigas de
Jesús. El mismo Jesús beatificó a los hombres castos: Bienaventurados los limpios de corazón, porque
ellos verán a Dios (Mt 5, 8).

Para condensarlo todo en pocas palabras, la pureza es el sello con el que Jesús marca a sus elegidos, así
como el vicio impuro es el sello que Satanás imprime en los réprobos.
lll. ¿Quién es el hombre puro?

Es una pregunta importante, y muy fácil, sin embargo, de contestar. «El hombre puro responde san Agustín
es el que vela sobre los cinco sentidos y rechaza cuidadosamente todo lo que es ilícito en el uso de los ojos,
el oído, la lengua, el tacto, el olfato y el paladar».

Para conservar la pureza se necesita, pues:

1. Velar sobre los ojos

para mantenerlos en gran modestia. «Por los ojos dice san Jerónimo penetran las flechas envenenadas
que hieren el corazón. Por eso ha dicho Jeremías: La muerte ha subido por nuestras ventanas y penetró en
nuestras moradas (Jr 9, 21). Y también: Mis ojos contristan mi alma» (Thren 3, 51).

Una simple mirada puede causar fascinación y ser principio de ruina y motivo de caída. Por eso, sin duda,
Hugo de San Víctor llama a los ojos «escollos funestos en los que naves cargadas de riquezas han
zozobrado; rocas crueles y bárbaras contra las que se han despedazado miserablemente multitud de
almas».

«Los ojos dice san Gregorio son maestros y doctores en todo; no les permitáis, pues, ver objetos carnales,
si no deseáis que os lleven a ser carnales. El pensamiento y el deseo siguen tan de cerca a la mirada, que
no se puede contemplar lo que no es lícito desear».

«Acostumbraos aconseja san Francisco de Sales a ver a las personas de distinto sexo de un modo general,
no con mirada fija, morosa e inquisitiva».

San Luis Gonzaga no miraba nunca a la emperatriz de Austria, de la que era paje; de manera que, tras
varios meses de permanencia en palacio, aún no la distinguía. Es más, ni siquiera fijaba los ojos en su
propia madre.

San Hugo, obispo de Grenoble, no conocía de vista a la suya, por no haberla mirado nunca fijamente .

San Pedro de Alcántara mantenía los ojos con tal modestia, que no conocía a los frailes del convento: los
distinguía por la voz, no por el rostro. Otro santo religioso, que había recibido alto don de castidad, cuando
le preguntaron por qué era tan recatado con las mujeres, contestó: «Cuando se huye de las ocasiones, el
mismo Dios le guarda a uno; pero si uno se expone voluntariamente al peligro y da excesiva libertad a los
ojos, Dios le abandona y le deja caer en faltas graves».

No os fiéis de la virtud de quien no modera la vista. «Todo el que tiene ojos impúdicos afirma san Cesáreo
no puede tener alma casta, ya que la pureza de los ojos y la del corazón corren parejas».

2. Velar sobre la lengua.

«La lengua de un hombre le pone al descubierto la conducta: según le pinte el lenguaje, así tendrá el
corazón», dice san Isidoro. El hombre púdico usa siempre un lenguaje púdico. El demonio nos tiende
emboscadas por todas partes, pero nos las tiende particularmente por la lengua. «Ningún órgano afirma san
Juan Crisóstomo le sirve más para matar a las almas; ningún órgano se concierta mejor con él para el
ministerio de la muerte y el pecado. Ese acuerdo es el que prepara las caídas, la perdición y la muerte del
alma».

Según san Agustín, la lengua es un horno de impureza en un hombre estragado por el vicio feo. Por eso, el
Apóstol exclama: No deis lugar a la seducción: las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres
(1 Co 15, 30). Y en otro lugar: Pero la fornicación..., ni aun se nombre entre vosotros...; ni tampoco palabras
torpes, ni truhanerías, ni bufonadas, lo cual desdice de los santos (Ef 5, 34).
Una palabra destemplada hacía desmayarse a san Estanislao de Kostka. San Carlos Borromeo despidió de
su casa a un criado que le narraba en términos poco decentes un crimen cometido en la ciudad. San
Francisco de Sales prefería que no se hablara de la pureza:

Hay dos virtudes decía que se han de practicar constantemente sin nombrarlas: la humildad y la
castidad.

¿Por qué no se va a alabar la pureza?, le preguntó alguien.

Por temor a dejar en la mente contestó como un rastro secreto e imperceptible del vicio contrario y exponer
así a la tentación.

San Juan Crisóstomo quiere que, en la confesión, sea uno breve y evite cuidadosamente las repeticiones y
detalles no legitimados por motivos justos. «¡Ay dice, cuántas veces con un pretexto frívolo, la pobre
naturaleza, privada de todo lo demás, busca una especie de resarcimiento por medio de la vista o la
palabra!».

No pongas en el número de los hombres castos a quien no es muy comedido y recatado en las palabras;
huye de él, pues según san Gregorio «ese hombre es socio del demonio para perder a las almas; su lengua
es más feroz que la de los animales salvajes y más venenosa que la de las serpientes». De la abundancia
del corazón habla la boca (Mt 12, 34); por consiguiente, las palabras obscenas descubren un corazón
corrompido. ¡Ay, cuántas personas se llaman a engaño en este punto y se permiten pronunciar vocablos
que llevan el incendio a las almas!

Es a modo de broma, dicen.

¡Cómo! ¿Os permitís chanzas con el pecado, violando la ley de Dios, escandalizando y perdiendo a las
almas, extendiendo el contagio del vicio? ¡Andad! ¡Largo!, hombres perversos. Sois los secuaces de
Satanás; la maldición de Dios recaerá sobre vosotros.

3. Velar sobre las manos.

Un átomo hiere un ojo, un hálito marchita una flor, el menor choque rompe el cristal. ¿Qué se precisa para
vulnerar a un alma, para ajar el lirio de la pureza, para quebrar el vaso en el que, según san Pablo, llevamos
nuestro tesoro y en el que está escrito en letra titular: FRAGIL? Una nonada. Guardaos, pues, de
testimonios de afecto exteriores; no sólo de los que hacen llorar a los ángeles y reír a los demonios, sino de
los más inocentes en apariencia.

«Las familiaridades y juegos de manos dice san Jerónimo son indicios de una pureza que agoniza y una
virtud que se está muriendo».

«Huid de los más leves tocamientos, no diré de personas desvergonzadas, sino aun de las más honestas,
escribía Lamberto, maestro general de la orden de los dominicos. La tierra es buena, la lluvia es buena y,
sin embargo, juntas forman el lodo. Tocad la pez, se os ensuciarán los dedos».

San Luis Gonzaga no consintió que le curaran una llaga que tenía en un brazo.

Mientras nos quede la menor centella de calor vital, el fuego de la concupiscencia se mantiene en los
miembros. A menudo, bajo una capa de ceniza, un ascua parece apagada y se pone a arder en cuanto se la
toca. También ocurre con frecuencia que un trozo de carbón se apaga, y vuelve a arder en cuanto se le
acerca a otro. El arte mayor del demonio es andar removiendo tueros casi apagados, juntarlos y ponerse a
soplar encima.

San Ursino, tras haberse ordenado de presbítero, vivió con su mujer como con una hermana, en perfecta
continencia. Cuando entró en agonía, acercósele ella al rostro para cerciorarse de si aún respiraba. El santo
se dio cuenta, recobró la energía y le dijo: ¡Mujer, apártate de mí, aún no se ha apagado el fuego, aleja de él
la paja!
«El agua fresca dice san Francisco de Sales pierde su limpidez, si un animal la toca y remueve; la fruta
excesivamente manoseada pierde su lozanía y aroma, se marchita, se pudre y nadie la quiere. El religioso
que se permite libertades, familiaridades, aun irreflexivamente y sin mala intención, pierde la flor de la
pureza. Nuestros cuerpos son como vasos de cristal, que se quiebran a poco que se toquen unos a otros;
son como la fruta que se maca y pudre al chocar una pieza con otra, aunque estén todas enteras».

San Nicerio, obispo de Lyon, no tocaba nunca a los niños en el rostro ni las manos.

No hay tocamiento que no encierre peligro. Una piadosa compañera de santa María de Oignie, la tomó un
día de la mano sin intención torcida. Pero oyó inmediatamente una voz del cielo que la avisaba: ¡No me
toques! Efectivamente, la santa comunicó en seguida a aquella persona, que había sentido cierta emoción
desordenada.

San Gerardo, abad, había sido milagrosamente curado de parálisis. Un día vino a verle, para celebrarlo, una
cuñada suya muy piadosa. Fue tal su alegría y entusiasmo, que asió el brazo santificado por la curación
milagrosa y lo besó. En el mismo instante volvió la parálisis a aquel brazo: Dios quiso manifestar así el
cuidado con que hemos de rehuir todo tocamiento.

4. Velar sobre el paladar.

El paladar no enfrenado es un grave escollo de la pureza. Escuchad la doctrina de los santos sobre este
punto. San Jerónimo y san Agustín aseguran que la gula es madre de la impureza y que ambos vicios
andan juntos.

San Gregorio asegura que «a la impureza la arrastran dos fogosos corceles, la gula y la pereza, y que un
hombre sensual jamás será puro». Agrega: «Gula, desidia, pereza y demonio son cuatro cosas idénticas,
cuatro compañeros inseparables».

Según san Juan Crisóstomo, «nadie es más amigo del demonio que el goloso, porque ese vicio engendra
todos los demás, particularmente la impureza». Dice también que el estómago sobrecargado de alimento es
cual navío con excesiva carga, que se va a pique si le sorprende la tempestad, es decir, la tentación.

Santa Catalina repetía con frecuencia a las novicias de su convento: «Quien no se mortifique en la comida,
no puede conservar la inocencia, ya que Adán se perdió por la gula».

«Jamás, jamás tendré por hombre casto exclama san Jerónimo a quien no sea sobrio en la comida y la
bebida». «Si se me considera apto para dar un consejo, si merece crédito mi experiencia dice también,
considerad el vino, tomado sin moderación, como un veneno, como aceite que se arroja a la llama». Y
termina con estas palabras: «Doquiera haya exceso en el comer y beber, el vicio impuro señorea, impera
cual dueño absoluto».

Ése es el motivo según san León de que «todos los santos, nuestros maestros y prototipos, hayan
inaugurado la lucha contra las tentaciones con la abstinencia y mortificación en la comida, la bebida y el
descanso». «El lino no blanquea sino a fuerza de clarilla y maceración dice san Ivo de Chartres, y el cuerpo
no se hace casto sino a fuerza de privaciones y penitencias».

«Hijo mío decía san Felipe Neri a uno de sus penitentes que solía beber y comer entre horas, si no corriges
ese defecto, no darás nunca un paso adelante en el camino de la perfección, y quedarás expuesto al peligro
de perder la pureza».

San Lorenzo Justiniano no bebía ni agua entre comidas, rechazando ese alivio aun durante los calores
estivales más recios. A quien le parecía un exceso de severidad, el santo respondió: «Lo hago por conservar
la pureza y ahorrarme purgatorio».

La sobriedad y mortificación es uno de los mejores medios para guardar la pureza. Dice, efectivamente,
santo Tomás: «Cuando se rechaza y vence al demonio en las tentaciones de gula y sensualidad, ya no
presenta combate en el campo de la impureza, pues entiende que anda lejos de caer en combates mayores,
quien no cede en los menores».
5. Velar sobre la mente, para no dejar penetrar en ella ningún mal pensamiento.

Las acciones dependen de los afectos, y los afectos de los pensamientos. Es, pues, de suma importancia
rechazar los pensamientos malos, frívolos e incluso inútiles, y no dejar penetrar en la mente sino
pensamientos santos o útiles. «Todas las acciones buenas o malas dice san Agustín tienen su origen en el
pensamiento; tal es el motivo de que el Espíritu Santo nos diga en la Escritura: Los pensamientos tortuosos
apartan de Dios... El espíritu santo de la disciplina huye del engaño y se aleja de los pensamientos
insensatos» (Sb 1, 3 y 5).

«Lo propio del demonio asegura san Isidoro es sugerir pensamientos criminales». Y agrega san Juan
Crisóstomo: «Los pensamientos impuros son flechas disparadas por el demonio para herirnos».

La pasión es el fuego, los malos pensamientos son la paja. «¡Cuán fácil es exclama san Gregorio que dicha
paja prenda y produzca un incendio!»

No dejéis de combatir el mal pensamiento so color de que es cosa sin importancia; una chispa parece una
minucia, casi ni se la ve; pero si cae en leña seca, produce un incendio capaz de devorar una casa, una
ciudad entera. Rechazad, pues, el mal pensamiento en cuanto se presente, o despreciadlo. «Mientras el
enemigo es débil advierte san Jerónimo, mátalo, no le dejes crecer» «Quebrantad la cabeza de la serpiente
añade san Agustín. ¿Cuál es esa cabeza? La primera sugerencia del mal. Aplastadla y seréis dueño de todo
el cuerpo». Un remedio eficaz para ahogar los malos pensamientos es llenar la mente con los buenos:
recordad, pues, la muerte, el juicio, el infierno, la eternidad o la pasión de Jesucristo. Quien no vela sobre el
espíritu, sino que deja entrar en él toda clase de pensamientos vanos, inútiles y peligrosos, jamás será casto
y se expone a caídas lamentables.

6. Velar sobre el corazón.

La vida del corazón es el amor y no hay corazón vacío de amor. Ahora bien, ¿de qué amor vivís? Mirad lo
que amáis. «Si vuestro corazón ama a Dios dice san Agustín, se diviniza; si ama la tierra, se torna terrenal;
si ama la carne, la criatura, se hace carnal, tan sólo es barro».

El corazón es el asiento y fuente de la pureza. Por eso avisa el Espíritu Santo: Fórmate dentro de ti un
corazón de buen consejo. Una palabra o un consejo malo altera el corazón, del cual nacen estas cuatro
cosas: el bien y el mal, la muerte y la vida (Eclo 37, 17 y 21).

«Nada tenemos más veleidoso que el corazón afirma san Gregorio. Se nos escapa continuamente de las
manos para correr tras los malos deseos. El corazón es lo más versátil que hay, lo más escurridizo» Por eso
agrega san Bernardo: «No halla el demonio en el cuerpo del hombre órgano alguno más favorable a sus
solicitaciones, artificios y quimeras». Convencido de tal verdad, san Agustín asevera: «El soldado de Cristo
debe ante todo guardar el corazón con la mayor solicitud, si no quiere que le queme la lujuria»

Guardaos, guardaos de afectos naturales, sensuales: son la puerta que conduce a los carnales y delictivos.
Huid, huid de amistades particulares: son uno de los lazos más peligrosos del demonio. «Son el cabello dice
san Francisco con el que el demonio empieza a atar a las almas; luego viene el hilo, después la soga y,
finalmente, la cadena de hierro».

Ese afecto excesivamente humano que sentís hacia una mujer o uno de vuestros alumnos, y que no
combatís, crecerá con las palabras cariñosas, las miradas y carantoñas, los regalitos; luego estallará la
pasión y os veréis sujetos con cadenas de hierro y de muerte. ¡Qué riesgo corre la pureza, cuando el
corazón es presa de un afecto excesivamente humano contra el que no se lucha! Es uno de los peores
escollos de la virtud angélica. «Los que amáis la pureza y deseáis conservarla advierte san Juan Clímaco,
precaveos contra ese lazo del demonio»

No me digáis que no sentís nada, ni asaltos de la apetencia, ni desenfrenos de la imaginación, ni simpatías


desordenadas. «¡No, no! os contesta san Juan Crisóstomo, no me vais a persuadir que sois uno para otro
como dos trozos de mármol; y que el cielo, para favorecer una amistad cuando menos inútil, vaya a tener
que acallar la concupiscencia y, como quien dice, la naturaleza»

7. Velar sobre cuanto pueda serviros de ocasión de tropiezo y causa de caída.


No olvidéis nunca estas dos sentencias de la sagrada Escritura: Espinas y lazos hay en el camino del
hombre perverso: mas el que guarda su alma, se alejará de ellos (Pr 22, 5). Quien ama el peligro, perecerá
en él (Eclo 3, 27).

«Buscar ocasión de pecar dice san Bernardo es señal de pecado ya cometido y causa de que se le vuelva a
cometer». «Tenedlo por seguro agrega san Cipriano, quien se expone a ocasiones próximas de pecar,
seduce a su propia alma y cae en espantosa ceguera»

Sólo quien vela, huye, teme y desconfía de sí mismo, deja de perecer. «¡Cuán elevado es el número de los
que pierden la castidad por presunción!», exclamaba san Jerónimo en el lecho de muerte. Fue ésa la última
lección que dio a sus discípulos

Arrojarse en medio de las llamas con la esperanza de no arder, es locura, es cosa imposible. «Se precisaría
un milagro dice Cornelio y Dios no tiene por qué hacerlo; el que así obra, no lo merece; ha hecho, por el
contrario, todo lo que ha podido para alejarse de Dios y perecer. Y es lo que ocurre, que se zozobra
miserable y escandalosamente». «Las tentaciones que, contra nuestra voluntad, hemos de combatir dice
san Basilio, son una guerra indispensable; entonces, con el auxilio de Dios, salimos victoriosos; pero
crearse adrede una guerra encarnizada, exponiéndose voluntariamente al peligro, es el colmo de la
demencia». «Arrojarse vanamente al peligro es diabólico», afirma san Juan Crisóstomo

¡Ay del ciego presuntuoso que ni ve ni teme el peligro, y se divierte con las víboras! Tarde o temprano le
morderán

Conversar sobre materias relativas al sexto mandamiento y al vicio impuro sin verdadera necesidad, es
andar jugando con víboras.

Leer un libro pernicioso o simplemente peligroso por razón de las disposiciones del que lo lee, es andar
jugando con víboras.

Aprender, por mera curiosidad, materias que convendría ignorar toda la vida, es andar jugando con víboras.

Mantener coloquios prolongados y a solas con personas de distinto sexo y sin necesidad, es andar jugando
con víboras.

Familiarizarse con un alumno porque se siente para con él un afecto natural, sensual, es andar jugando con
víboras.

Faltar de recato consigo mismo o con otros, en lo relativo a esta materia de la castidad, es andar jugando
con víboras.

Trabar amistad íntima con un hermano de religión o un seglar poco edificante y poco reservado en las
palabras, es andar jugando con víboras.

¡Ay de quien se entrega a tales diversiones! Tarde o temprano caerá; tarde o temprano le morderá la víbora
del vicio impuro.

Huid de la ociosidad, que es la precursora de la impureza. «El demonio dice el insigne san Atanasio se
regocija cuando ve a un religioso desocupado». ¿Por qué? Porque sabe, por experiencia, que la desidia
conduce infaliblemente a la impureza.

¿Qué es la imaginación del religioso vago?, pregunta el abad de Claraval.

Es, responde, el camino real por el que se pasean todos los demonios impuros.

¿Qué es su corazón?

Una sentina en la que se crían y rebullen las más feas tentaciones.


Y añade san Buenaventura: «Es una plaza fuerte desmantelada, blanco de todos lo proyectiles del infierno:
el lecho, la blanda almohada en que reposa deliciosamente Satanás».

Según san Jerónimo, «al que trabaja sólo le tienta un demonio, mientras que al ocioso le atacan una legión
de ellos, que le asuelan y depredan el alma».

Al religioso que desea mantenerse firme y guardar castidad perfecta, no le basta la piedad, ni apenas la
afición al trabajo: necesita, en cierto modo, la pasión del trabajo. «Recordad dice san Juan Crisóstomo que
Adán, ocioso, fue arrojado del paraíso terrenal, mientras san Pablo, que se ocupaba en tejer tiendas, fue
arrebatado al tercer cielo». «Procura que a la oración siga el trabajo, y al trabajo la oración», escribía san
Jerónimo a Nepociano. Gustad de la lectura de libros buenos, de la oración y el trabajo: no os inclinaréis al
vicio de la carne, y las llamas de la concupiscencia se apagarán como por ensalmo.

Huid de las pláticas inútiles con mujeres, como de las espinas, la peste o el fuego. Casi siempre dan llama
que arde o humo que tizna. Por un lado, el tizón; por el otro, la estopa; y entre ambos, el demonio, que los
arrima y sopla. Aquí es donde puede aplicarse de modo especial el proverbio de Salomón: En el mucho
hablar no faltará pecado (Pr 10,19). El que está sujeto por un hilo a la aguja de una torre, pone la vida en
menos peligro que el religioso la castidad, cuando éste mantiene conversaciones prolongadas con mujeres.

«Hemos de usar de gran precaución con las mujeres y ser breves con ellas aconseja san Alfonso M. de
Ligorio; cuando tengamos seis palabras que decir, limitémonos a tres». ¿Por ventura puede un hombre
esconder el fuego en su seno, sin quemarse los vestidos? ¿O andar sobre ascuas, sin quemarse las plantas
de los pies? (Pr 6, 2728).

«¿Quién es comenta el cardenal Hugo de Saint Chef el que esconde fuego en el seno? El que
gustosamente habla con personas de diferente sexo. ¿Quién camina entre ascuas? El que morosamente las
mira». Muchos son los que así se pierden jugando con el fuego.

Santo Tomás de Aquino era muy reservado en la conversación, incluso con su madre.

Pero ¡hombre! le dijo alguien, ¿no es tu madre? ¿Por qué huyes de ella? Precisamente por eso replicó el
santo me cuido.

San Agustín no quiso que su propia hermana viviera con él, El sabio y santo cardenal Belarmino propinó una
fuerte reprimenda al hermano que le acompañaba, por haberle dejado solo con una dama noble y de
probada virtud.

En los viajes y visitas que se hacen, la triple salvaguardia del religioso la constituyen el hábito, el compañero
y la modestia. ¡Ay de quien abandone uno solo de esos custodios! No se puede uno fiar de la virtud de
quien se permite pláticas prolongadas con mujeres: tarde o temprano, su temeridad le hará caer. Según san
Efrén, «es imposible evitar los malos pensamientos, la rebelión y ardores de la concupiscencia, mientras no
se huya de las ocasiones peligrosas». «Quien no anda precavido dice san Agustín y no huye del peligro
contra el que debe prevenirse y del que debe huir, tienta a Dios y será de él abandonado».

En los peligros de la castidad, la timidez que obliga a huir, viene a ser intrepidez. Se corre a la victoria al dar
la espalda; se centuplican las fuerzas al confesar la propia flaqueza y pedir socorro. En los demás combates
se reta al enemigo gritando ¡adelante!; en el de la pureza se le inflige la derrota al grito de ¡sálvese quien
pueda! «Quien huye de la persecución, rehusando sufrir por Dios dice san Agustín, pierde la corona del
martirio; pero quien huye del campo de la voluptuosidad, por temor a comprometerse con el peligro,
conquista la corona de la castidad». La vigilancia sobre nosotros mismos, la huida de las ocasiones
peligrosas, ése es el único puerto de seguridad para la pureza; quien sale de ese puerto, puede estar
seguro de que naufragará.

IV. ¿Basta velar sobre los sentidos para ser puros?

No. Se necesita además:

1. La oración.
Nos lo manda el Señor: Velad y orad, para que no accedáis a la tentación (Mt 26, 41; Mc 14, 38). La
castidad es don de Dios; pero toda dádiva preciosa, y todo don perfecto, de arriba viene, como que
desciende del Padre de las luces (St 1, 17). Y luego que llegué a entender dice Salomón que no podría ser
continente, si Dios no me lo otorgaba..., acudí al Señor, y se lo pedí con fervor (Sb 8, 21).

«La virtud de la pureza agrega Casiano es algo tan excelso y precioso, que el hombre no puede alcanzarla
por sí mismo, si la gracia de Dios no le saca del lodazal de su pobre naturaleza». Nadie, pues, es casto, si
no reza con perseverancia.

2. La confesión frecuente.

Es el freno más eficaz para contener a uno en las tentaciones y para reanimarle y rehabilitarle después de
las caídas. Quien aplique ese divino remedio, triunfará siempre del demonio y de las pasiones más
violentas.

Los dos enemigos más temibles de la pureza son la presunción y el desaliento. Quien arrostre el peligro, se
exponga a la tentación o no vigile los sentidos ni los someta al freno, jamás será casto; infaliblemente habrá
de perecer. Es tentar a Dios y engañarse a sí mismo, pretender conservar la pureza lanzándose en medio
de los peligros; quien lo hace, demuestra que ya perdió la flor de la castidad

El desaliento es lazo tan funesto y tal vez más común que la presunción. Es imposible adquirir la pureza en
alto grado sin combates, tentaciones y hasta, en ocasiones, sin sentir momentos de flaqueza. Ahora bien, lo
peor que puede ocurrir en casos semejantes, es entregarse a la tristeza y al desánimo.

Quien se levante inmediatamente con la confesión y vuelva a la lid con alientos, acabará alcanzando la
victoria total, por violentos que sean los peligros y tentaciones en que se halle. El vicio impuro es planta que
no crece sino en la sombra, en las tinieblas y en el secreto; quien lo expone al sol mediante el sacramento
de la penitencia y la dirección espiritual, consigue que se requeme y perezca.

Luchemos, pues, contra el desaliento y la presunción.

3. La comunión.

La sangre de Cristo es baño que calma la concupiscencia y apaga el fuego de las pasiones. «El amor de
Jesús, dice san Antonio, es el arma más poderosa para luchar contra el infierno».

Creedme, hermanos, Satanás teme las vigilias, ayunos y oraciones; pero mucho más teme la santa misa y
la comunión. La simple señal de la cruz, la invocación del santo nombre de Jesús le desarman y ahuyentan.
«Si estáis menos tentados y conserváis la pureza decía san Bernardo a sus religiosos, se lo debéis a la
sagrada comunión».

4. La devoción a la santísima Virgen. Todo el mundo sabe que uno de los mayores beneficios de la
devoción a la santísima Virgen es lograrnos la pureza. La primera gracia que la Madre divina pide para sus
siervos e hijos, es la preservación de cualquier pecado. Se sabe por experiencia que las almas más devotas
de María son las que sobresalen en pureza. En las tentaciones, la invocación del santo nombre de María
basta para ahuyentar al demonio. Imponeos algunas prácticas
particulares para pedir esa virtud a la Reina de los ángeles, y la
conseguiréis infaliblemente.

CAPITULO XX
QUÉ ES UN SANTO

Durante la novena preparatoria a la magna festividad de Todos los


Santos, del año 1822, el padre Champagnat, con el fin de estimular
y fomentar la piedad de los hermanos, les dirigió, cada noche, unas
palabras sobre el fin y objeto de dicha fiesta. Un día, al terminar la
cena y antes de dar las gracias, me preguntó:
- Dígame, hermano, ¿cuántas Iglesias hay?

- Hay tres, le contesté: la Iglesia triunfante, la purgante y la militante.

-¡Muy bien! ¿Puede usted explicarme lo que es cada una de esas tres Iglesias?

- La Iglesia triunfante es la asamblea de los santos que triunfan y están gozando para siempre de la vista y
posesión de Dios en el cielo. La Iglesia purgante es la reunión de los fieles difuntos que están retenidos
temporalmente en el purgatorio, para que se purifiquen de las faltas leves o satisfagan a la justicia divina por
las penas debidas a los pecados ya perdonados. La Iglesia militante es la sociedad de los fieles que viven
todavía en la tierra, profesan la misma fe, participan de los mismos sacramentos, obedecen a los mismos
pastores legítimos y luchan contra los mismos adversarios: las pasiones, el demonio, el mundo y el pecado.

- Realmente me deja sorprendido, replicó el padre. ¡Me está contestando como un teólogo!

Mi amor propio estaba saboreando deliciosamente aquella felicitación y me sentía ufano de semejante
elogio delante de toda la comunidad. Pero no me duró mucho la alegría. El venerado padre se dio cuenta de
que mi vanidad necesitaba una bofetadilla, y me dirigió la tercera pregunta:

- ¿Sabe usted qué es un santo? No se trata ahora de un santo de la Iglesia triunfante o paraíso, sino
de un santo de la tierra, de la Iglesia militante. Veamos si es capaz de decirme lo que es un santo que está
viviendo todavía en la tierra.

Al no satisfacerle la respuesta que le di, me concedió, igual que a los demás hermanos, un día para
pensarlo. No necesito confesar que la respuesta me absorbió por completo: estuve dándole vueltas gran
parte de la noche y empleé todo el día siguiente en prepararla. Lo mismo hicieron los demás hermanos y
novicios, porque cualquiera de ellos podía tener que contestar.

Nos propuso nuevamente la pregunta y, obligado a responder el primero, me levanté con decisión y le dije:

- Un santo de la tierra es un hombre que hace milagros.

- ¡Un hombre que hace milagros!, exclamó el venerado padre. Si fuera así, san Juan Bautista, su
santo patrono, no sería santo, pues no hizo un solo milagro en toda la vida. Tampoco parece haberlos hecho
la santísima Virgen, al menos ni el Evangelio ni la Historia de la Iglesia los mencionan. Para ser santo, no se
precisa hacer milagros. Si no hubiera más santos en el cielo que los que han hecho milagros, pocos habría.
Su contestación no vale absolutamente nada.

Mientras yo iba tragando en silencio y cabizbajo la humillación que me correspondía, el venerado padre
interrogó a varios hermanos más, que no contestaron mucho más acertadamente que yo. Pero a él le
interesaba sobre todo instruirnos y enseñarnos en qué consiste la virtud sólida y la verdadera santidad.
Tomando, pues, un tono de voz más serio, nos dijo:

Queridos hermanos, desgraciadamente hay muchos fieles que ignoran, como vosotros, en qué consiste la
santidad y la ponen en cosas singulares o en obras que Dios no exige. Me interesa, pues, sobremanera
daros bien a entender lo que constituye la santidad y qué hemos de hacer para ser santos.

1. Un santo es una persona que teme el pecado más que todos los males del mundo y
huye de él más que de la muerte.

Un santo no puede tolerar el pecado en el alma; si comete algunas faltas por debilidad, inmediatamente le
acosan los remordimientos; el pecado se le hace más pesado que una montaña; no goza de paz y alegría
hasta que no lo ha confesado y vomitado del corazón. Su lema es: ¡Odio al pecado! ¡Antes morir que pecar!
2. Un santo es una persona sólidamente piadosa,

profundamente convencida de que la oración le es tan necesaria para el alma como el alimento para el
cuerpo; una persona para quien la oración es una necesidad, un consuelo, y, por consiguiente, que pone
empeño en los ejercicios de piedad y nada descuida para cumplirlos lo mejor que puede.

3. Un santo es un hombre que ama a Jesús,

que siente simpatía por él, que sufre si ve que le ofenden, que aprovecha gustoso cuantas ocasiones se le
ofrecen para procurarle gloria. El amor dice san Agustín es la señal de los predestinados; da a conocer a los
hijos de Dios y los separa de los hijos del diablo. El amor distingue a los elegidos de los réprobos; es la
señal del grado de santidad de un alma». Si un alma tiene alto grado de caridad, es grande y excelsa en
santidad; si sólo tiene un grado medio, es exigua en virtud; si no tiene caridad, no es nada, pues lo dice san
Pablo: No teniendo caridad, no soy nada (1 Co 13, 2).

4. Un santo es un hombre obediente,

fiado enteramente de los superiores y que se deja guiar como un niño. San Felipe Neri repetía a menudo a
sus religiosos que la santidad consiste en cuatro dedos de la frente, es decir, en renunciar al propio albedrío.
En religión, obediencia y santidad son sinónimos: ser perfectamente dócil es ser santo. La obediencia es el
camino real del paraíso. Jesús lo recorrió el primero, como guía de los predestinados; todos los santos lo
han seguido y ni uno solo llegó al cielo por otro camino.

5. Un santo es un hombre humilde,

en lucha continua contra el orgullo; lejos de pretender avasallar a los demás, busca ser el menor y el siervo
de todos. Aprended de mí, nos dice Jesucristo, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29). Todos los
santos estuvieron en la escuela de Jesús; todos aprendieron de él la humildad; todos fueron prototipos de
dicha virtud; todos tuvieron esa señal de predestinación.

6. Un santo es una persona mortificada,

sin temor a los padecimientos y pruebas de cualquier clase. A los que Dios tiene previstos también los
predestinó para que se hiciesen conformes a la imagen de su Hijo (Rm 8, 29) crucificado, es decir, los hizo
pasar por el crisol del sufrimiento y de las pruebas. «Sin pruebas, tentaciones y contradicciones dice san
Juan Crisóstomo no hay victoria, pues no hay combate; y no hay corona, por ausencia de virtud». Un
hombre sensual, un hombre sin tentaciones ni pruebas, no es santo.

No hay santo que no posea dichos seis caracteres y ningún religioso puede pretender ser santo, si no los
posee o no se afana por adquirirlos. De tal modo son esas notas la esencia y base de la santidad que, si
falta una sola, se acabó la santidad. Por ejemplo, un hombre que no tema el pecado y lo cometa con
facilidad, no es santo, aunque haga milagros. Un hombre desobediente, que no hace caso de las órdenes
de los superiores y se entrega al propio albedrío, no es santo, aunque se pase los días enteros en oración y
buenas obras. El temor al pecado, la piedad sólida, la humildad, la obediencia y la mortificación son, pues,
el fundamento de la santidad: todo edificio de perfección que no se base en dichos fundamentos, se
desmorona o lo arrastra el viento de las tentaciones. Nadie es santo, si no huye del pecado, si no es
obediente, mortificado y humilde. «El orgullo dice san Agustín no sube al cielo; la desobediencia, la avaricia,
la lujuria, la sensualidad, ningún vicio o defecto sube al cielo con Jesucristo».
Por consiguiente, si queremos ser santos e ir al cielo, hemos de combatir el pecado y las pasiones, corregir
los vicios y defectos, y sustituirlos por virtudes sólidas

CAPÍTULO XXI
CONTINUACIÓN DEL MISMO TEMA

Durante toda su vida, el padre Champagnat insistió mucho en este mismo


tema y explicó de muchas maneras lo que es un santo. Creemos que
agradará a los hermanos y fomentará su piedad, referir ahora las distintas
definiciones de la santidad que daba el venerado padre.

1. Un santo, nos decía, es luz y sol que alumbra y vivifica a los que
le rodean.

De todos lo santos puede decirse lo que decía Jesucristo de san Juan


Bautista: era una antorcha que ardía y brillaba (Jn 5, 35). Los santos son
antorchas ardientes, porque arden en el amor de Dios y difunden a su
alrededor el calor suave de la caridad; lámparas brillantes que iluminan a
aquellos con quienes viven y les muestran el camino de la salvación. Con
razón, pues, dice el Espíritu Santo en el libro de los Proverbios: La senda
de los justos es como una luz brillante, que va en aumento y crece hasta
el mediodía. Al contrario, el camino de los impíos está lleno de tinieblas:
no advierten el precipicio en que van a caer (Pr 4, 1819).

2. Un santo es un modelo para todo el mundo.

Es un libro en el que sabios e ignorantes pueden leer lo que han de hacer para conseguir la salvación.
«Un santo dice Tertuliano es un resumen del evangelio». Sus buenos ejemplos hacen que se ame la
virtud, y llevan a los hombres a practicarla; cada una de sus acciones condena el mal y el pecado. Por
eso, al hablar de los primeros fieles, que eran todos santos, dice el mismo Tertuliano que bastaba su
presencia para confundir todos los vicios.

3. Un santo es el instrumento de las bondades y misericordias de Dios.

Es canal por el que envía sus gracias a los hombres; es un medio singular de salvación para un pueblo
entero. Efectivamente, basta a menudo un justo para santificar a una familia, una parroquia, una región,
un reino entero. Sírvannos de testigos san Vicente Ferrer, que logró volvieran a Dios España y Francia;
y san Francisco Javier, que conquistó reinos enteros para Jesucristo.

4. Un santo es un hombre como nosotros.

Muchas personas se imaginan que a los santos no les ha alcanzado la caída de Adán, que la virtud les
es congénita y que obran el bien sin dificultad ni esfuerzo. Los santos son hombres como nosotros, es
decir, tienen naturaleza inclinada al mal como la nuestra; hallan, pues, dentro de sí el germen de todos
los vicios, de todas las pasiones, y tienen que luchar contra los mismos adversarios: la carne, el mundo,
el demonio y el pecado. Están expuestos a las mismas tentaciones y sus pruebas han sido casi siempre
superiores a las nuestras. Son débiles como nosotros, se topan con los mismos obstáculos, los mismos
peligros, las mismas dificultades para mantenerse en gracia de Dios y obrar el bien. La virtud les
cuesta, y sólo mediante una violencia continua la practican y son fieles a la gracia.

5. Los santos siempre están contentos y nunca se quejan.

No se quejan del tiempo ni de sus destemplanzas. Al igual que el profeta, dicen: Lluvias todas y rocíos,
bendecid al Señor; bendecid, todos los vientos, al Señor; bendecid, fuego y calor, al Señor, bendecid,
fríos y heladas, al Señor (Dn 3, 6467). Soportan con paciencia y alegría de corazón las incomodidades
del frío y de los calores; para ellos, todo se convierte en motivo de bendición al Señor y de práctica de
la penitencia. Están satisfechos en cualquier región adonde les envíe la obediencia, porque a Dios,
objeto de sus afectos, lo hallan en todas partes.

Pero los hombres sensuales, exclusivamente preocupados por satisfacer a la naturaleza, se pasan la vida
precaviéndose contra las intemperies de clima y estaciones; se quejan, ora de que la región no les prueba,
ora de que hace demasiado frío, o del exceso de calor que les ahoga y debilita; en suma, se quejan porque
no son mortificados y carecen de la sexta nota de la santidad.

6. Los santos no se quejan nunca del empleo.

Sea el que sea, se aficionan a él porque Dios, en la persona del superior, se lo ha confiado. Si resulta
penoso, le tienen doble afición, porque es más meritorio; si es un empleo vil, ven un motivo más de
desempeñarlo con cariño, porque les da ocasión de practicar la humildad. Nunca se les escapan de los
labios las quejas tan corrientes de los hombres imperfectos: No es empleo que me cuadre; es contrario
a mis aficiones; está por encima de mis fuerzas y capacidad. 0 bien: Es demasiado penoso; es una
clase demasiado numerosa para mí; puedo dar una clase superior; se me rebaja y sacrifica al darme tal
empleo, la cocina, etc.

Los hombres carentes de virtud quieren, a menudo, hacer Io que no pueden o no deben hacer. Los cargos
son para ellos un suplicio y basta que se vean obligados a hacer algo, para que le tomen aversión. Se
quejan del empleo por inconstancia, capricho, ambición, deseo de medrar, ganas de perder de vista tal o
cual dificultad que sienten. Se parecen al enfermo intranquilo y febril, convencido de que la colocación en
que se halla es siempre la más incómoda, pero que, al cambiar de posición, no encuentra mejoría.

7. Los santos nunca se quejan de los superiores.

Y es que sólo ven en ellos a la persona de Jesucristo, y reciben sus órdenes como si vinieran del
mismo Dios. Nunca se paran a considerar las cualidades del superior, sólo ven en él una cosa: la
autoridad de que Dios le ha investido al ponerlo en su lugar. Nunca examinan ni se permiten juicios
sobre lo que se les manda; dejan tal examen y juicio a la jerarquía superior y sólo piensan en obedecer.
Convencidos de esas verdades, les parece bueno todo lo que les viene del superior y nunca sienten la
tentación de quejarse.

Los religiosos de talante mohíno, o carentes de virtud, se quejan fácilmente, se desalientan por menos de
nada, se ofenden por un gesto o una palabra del superior. AI no considerar en él más que a un hombre
corriente, le ven lleno de defectos y se quejan absolutamente de todo. Ora, de que el superior es demasiado
joven y, según ellos, carece de prudencia, tacto y consideración; ora, de que es viejo y, por eso mismo,
amargo, mandón, demasiado tajante, y no tiene en cuenta las observaciones que se le hacen. Se quejan de
un permiso que se les ha negado, o de que se les obligue a guardar la regla, de que se les eche en cara
algún defecto, etc. ¡Pobre superior, cuando le tocan súbditos sin virtud o de mal espíritu! Y al revés, ¡dichoso
quien tiene que guiar a religiosos santos!
8. Los santos no se quejan nunca de sus hermanos de religión ni de las personas con
las que han de convivir.

En las relaciones con el prójimo tienen sin cesar ante los ojos esta exhortación de san Pablo:
Revestíos de entrañas de compasión..., sufriéndoos los unos a /os otros (Col 3, 12 y 13). Son, pues,
bondadosísimos con todos los hombres; de su corazón no brotan sino sentimientos de misericordia,
indulgencia y piedad frente a las miserias del prójimo; nunca dan acceso en su corazón ni en su mente
a las sospechas, juicios temerarios, envidia o celos. Aguantan, sin quejarse jamás, los defectos del
prójimo y le ayudan a corregirlos con los buenos ejemplos y avisos caritativos que les dan. Soportan su
talante, por renuente que sea, y ni siquiera dejan traslucir lo mucho que han de penar para transigir y
acomodarse a todo y a todos.

Soportan los achaques corporales del prójimo y le prestan todos los servicios que reclame su estado
enfermizo, sin manifestar jamás la menor repugnancia. Le aguantan los agravios, los modales groseros, las
impaciencias e ingratitud, disimulándolo todo y correspondiéndole solamente con miramientos y caridad a
cada instante. Llevan la carga del prójimo, es decir: su tarea, ayundándole a cumplirla; sus penas y
aflicciones, compartiéndolas sinceramente, etc. En suma, lejos de quejarse del prójimo, buscan el
complacerle en lo que es justo; para serle útiles y agradables sacrifican las propias aficiones, el descanso y
la misma salud.

Los hombres de carácter adusto y virtud floja, al no ver más que los defectos del prójimo, en, ningún sitio
hacen más que criticar, censurar y condenar; una palabra, un descuido, la menor cosa les enoja, les irrita y
hace prorrumpir en quejas amargas; quisieran que los demás fuesen perfectos, y no son capaces de
perdonar nada, aun cuando ellos mismos están llenos de defectos y necesitan la compasión de todo el
mundo.

9. Los santos no se quejan nunca de sus enemigos y perseguidores.

No saben vengarse más que haciendo el bien. Santa Catalina cuidó mucho tiempo a una mujer que la
había difamado y luego había caído enferma. San Ajusto' vendió los bienes y hasta los vestidos para
aliviar la miseria de uno de sus mayores enemigos. San Ambrosio fijó una pensión al hombre que había
intentado asesinarle. San Sabino curó al tirano que acababa de cortarle una mano. Santa Juana rezaba
de continuo por sus enemigos, hasta el punto que se decía de ella: La mejor manera de tener amplia
parte en sus oraciones es maltratarla. Santa Teresa afirma: «Cuando algunas personas hablan mal de
mí, siento que se redobla mi amor hacia ellas»

Tal es el comportamiento de los santos: lo aguantan todo y jamás se quejan. Sus ejemplos serán la
condenación de las almas rencorosas, que desgarran la reputación de aquellos contra quienes tienen
quejas; que se amohínan durante meses enteros por la menor palabra ofensiva o cosa que les disguste; que
nunca perdonan un agravio, una injuria, sino que han de vengarse tarde o temprano, es decir, en cuanto se
les presente la ocasión.

10. Los santos no se quejan nunca de la comida y trato que reciben en la comunidad.

Desean aprovechar todas las ocasiones que se les ofrecen de mortificarse, y se dan por satisfechos
con cualquier comida que les presenten, cualquier habitación que les asignen, cualquier ajuar y ropa
que les proporcionen. «Los hombres sensuales dice un autor espiritual adquieren el mal espíritu en el
refectorio, mientras los santos hallan en él una fuente de mortificaciones y muchos méritos para la
eternidad. Todo es bueno para los santos y, lejos de quejarse, desean y buscan en todas partes lo peor
que pueda haber y lo más penoso».

11. Los santos nunca se quejan de los achaques corporales.


Como Job, suelen decir: Dios me la dio (la salud), Dios me la quitó; bendito sea su santo nombre (Jb 1,
21); como san Pablo, exclaman: Con gusto me gloriaré de mis flaquezas, para que haga morada en mí
el poder de Cristo (2 Co 12, 9). Como san Augusto, dicen a Dios: «Saja, quema aquí abajo, pero
perdóname en la eternidad». «Las enfermedades según san Vicente de Paúl no son males que se
hayan de temer, sino medios eficacísimos de santificarnos. Murmurar, cuando Dios nos las envía, es
quejarnos del bien que desea hacernos».

Los santos comprendían esas máximas y, lejos de lamentar las enfermedades, se las agradecían a Dios.
Santa Liduvina permaneció treinta y ocho años sobre un tablero, cubierta de llagas, consumida por los
dolores, sin quejarse jamás. Santa Clara estuvo enferma veintiocho años, sin dejar oír un lamento. San
Teodoro tuvo toda la vida una Ilaga enorme en el cuerpo, y decía que Dios se la había enviado para
obligarle a darle gracias por ella todos los días. «Hermanas decía santa Teresa a sus religiosas , aprended a
sufrir los achaques sin que todo el mundo tenga que enterarse de ellos». Personalmente sufrió grandes
dolores durante cuarenta años, y nunca se quejó.

Los hombres de cabeza débil y virtud floja, cuando están enfermos o sufren algún achaque, en vez de imitar
a los santos, no hacen sino quejarse, emboticarse y guardar cama. Es inútil recordarles los deberes de
estado, las tareas, la regla: no se ocupan más que de su corpecito y creen que, para aliviarlo y curarlo, todo
les está permitido.

12. Los santos no se quejan de las tentaciones y pruebas que Dios les manda.

Saben que las tentaciones son necesarias para robustecer la virtud y dar lugar al mérito. Cuando
llegan las tentaciones, en vez de lamentarse, los santos hacen tres cosas:

1.a Velar sobre sí para apartarse de los peligros y combatir celosamente la tentación con algún acto de virtud
y sobre todo con el desprecio.

2.a Conservar la alegría, el gozo santo y la confianza en Dios.

3.a Pedir diariamente a Dios la gracia de no ofenderle nunca en nada.

Una de las añagazas del demonio, de las más peligrosas y en las que caen con frecuencia las almas
débiles, es el temor excesivo de la tentación y el desaliento cuando las tentaciones son recias y frecuentes.
No os dejéis prender en la trampa, pues un alma en desánimo está ya medio vencida. Imitad a los santos, y
la tentación vendrá a ser para vosotros medio de santificación y ocasión de demostrar a Dios vuestra
fidelidad.

13. Finalmente, los santos no se quejan ni siquiera de sus defectos.

Antes bien, se empeñan sin descanso en corregirlos. Su disposición habitual es el contento y la santa
alegría. Pero, ¿de dónde sacan ese contento y alegría santa que se les ve en el rostro? De la vida
santa que llevan, pues una vida santa y piadosa deja siempre en herencia la alegría. «Nada hay más
precioso dice san Bernardo, nada más dulce para el corazón, nada más tranquilizador que la buena
conciencia».

San Francisco de Asís exclamaba:

Tanto es el bien que yo espero,

que en las penas me deleito.

La alegría santa y el contento en el servicio de Dios son buena prueba de virtud sólida y de
santidad. San Buenaventura se atreve a decir: «La alegría espiritual es señal segura de que la
gracia santificante habita en el alma». Por el contrario, la insatisfacción, el desabrimiento, las quejas
y la melancolía son malos indicios. Si veis a un hombre víctima de esa enfermedad espiritual,
compadeceos de él, encomendadle a Dios: lo necesita mucho

CAPÍTULO XXII
LA TENTACIÓN MÁS GRAVE

En una conferencia sobre las tentaciones y los lazos


que el demonio tiende al hombre para perderle,
nuestro venerado padre decía a los hermanos:

La vida del hombre es una lucha perpetua: todas las


pasiones, todos los vicios se desatan contra él. Pero
me interesa señalaros especialmente tres clases de
tentaciones, porque son las más comunes y, por
medio de ellas principalmente, el demonio seduce y
pierde a las almas.

La primera es la tentación contra la castidad: la llamo


tentación peligrosa.

La segunda es la tentación contra la vocación: san


Ignacio la tilda de tentación mala'.

La tercera es la tentación contra nuestro Señor: hay que llamarla la tentación más grave.

1. La tentación contra la castidad.

Es una tentación muy peligrosa, porque tiene su foco en nosotros mismos, penetra en nuestra alma por
todos los sentidos, nos trastorna fácilmente las facultades, nos exalta excesivamente la imaginación,
perturba el juicio, debilita la voluntad, ablanda el corazón, y nos expone así a los mayores peligros de
ofender a Dios. Es, además, la tentación más prolongada, la de toda la vida, de todos los tiempos y lugares,
y basta un momento para consentir, es decir, para cometer una falta grave.

2. La tentación contra la vocación.

Se la llama con toda razón la tentación mala cuando se da en un religioso profeso. Efectivamente, en tal
caso:

1° Demuestra que se trata de un alma inconstante y tibia, que ha abusado de la gracia.

2° Revela al religioso descontento, que ha perdido el espíritu de familia y siembra el mal espíritu en la
comunidad.

3° Arruina la piedad y la obra entera de la perfección, pues quien no está del todo fijo en la vocación o
proyecta abandonarla, nada bueno hace ya en la vida religiosa.

4° Pone en peligro la economía entera de la salvación, y en juego a un solo envite toda la fortuna espiritual,
ya que abandonar la vocación es dejar todos los medios extraordinarios de salvación y perfección que el
Señor nos ha dado, es arrojarse a los mayores peligros de perderse, es hacerse reo de la más negra
ingratitud.
5° Trastorna y compromete la obra de Dios. El Señor ha llamado a ese hermano a la vida religiosa para dar
instrucción y educación cristiana a un gran número de niños privados de ese beneficio. Si dicho hermano no
es fiel a tal vocación, si la abandona o la cambia, ¿qué será de esos niños cuya salvación tal vez dependa
de los buenos principios que él tenía misión y gracia para comunicarles? Semejante pensamiento hacía
exclamar a san Pablo: ¡Desventurado de mi si no predicare el evangelio! (1 Co 9,16), y a san Francisco
Javier: «Me parece que no podría evitar el infierno si me negara a ir al Japón».

Siempre y doquiera, Dios ha exigido estabilidad. Por eso ha habido o hay circuncisión entre los judíos,
bautismo entre los cristianos, ordenación para los sacerdotes, matrimonio para los seglares: todos ellos son
compromisos perpetuos. El hombre que no entienda semejante disposición de la divina Providencia, no está
dotado para alcanzar virtud sólida y no hará más que llevar a todas partes el desorden.

3. Muy razonablemente se llama tentación más grave a la que nos induce a alejarnos del
Señor y privarnos de la sagrada comunión y santa misa.

En efecto, Jesús es nuestra luz, nuestra fuerza, nuestra vida, nuestra salvación y nuestro todo. Al
separarnos de él, dicha tentación nos hace perder todo lo que él hizo por nosotros y arruina, hasta en sus
cimientos, la obra de nuestra salvación.

Es una tentación que comenzó en el cielo. San Basilio, san Cipriano, san Dionisio, Suárez y otros muchos
teólogos enseñan que, después de haber creado a los ángeles, Dios les reveló la encarnación de su Hijo, y
les mandó que le acataran y adoraran. Envidioso de que el Hijo de Dios fuera a tomar naturaleza humana y
no pudiendo aguantar que se le antepusiera un hombre, Lucifer se negó a sometérsele y se rebeló contra
Dios, arrastrando consigo a una multitud de ángeles. Condenado al infierno por su desobediencia y orgullo,
Satanás juró guerra sin cuartel a Jesucristo y se propuso arruinar los frutos de su encarnación, echando a
perder a los hombres e impidiendo que sacaran provecho de la redención que se les preparaba. Concibió
inmediatamente la insolente traza de poner bajo su tiranía a todos los hombres y, sin perder tiempo, en
cuanto fue creado Adán, le atacó e hizo de él su esclavo. Engreído por tal éxito, declárase abiertamente rival
de Dios y quiere que, en lugar de éste, se le adore. Por eso «echa a perder todas las obras de Dios dice
Tertuliano y enseña a los hombres a corromper el uso de las mismas: astros, elementos, plantas y animales,
todo lo convierte en objeto de idolatría»; de modo que, cuando nació Jesucristo, el universo era un
espacioso templo de ídolos y, en expresión de Bossuet, «todo era Dios menos el mismo Dios». Así se
comprende que, durante cuatro mil años, el demonio se afanara por desterrar del mundo el conocimiento de
Dios, por alejar a los hombres del Redentor que se les había prometido, y encenagarlos en toda clase de
crímenes. Tras la muerte del divino Salvador, el demonio armó, durante tres siglos, a todos los reyes y
poderes de la tierra contra el cristianismo, para extinguirlo y ahogarlo en la sangre de los mártires.

Al ver que las persecuciones no hacían más que fortalecer a la Iglesia y propagar el conocimiento de
Jesucristo, el demonio promovió las herejías para dar al traste con los misterios de la encarnación y de la
redención, que son la salvación del mundo.

Arrio, al negar la divinidad del Verbo, destruía a la vez los misterios de la santísima Trinidad, de la
encarnación y de la redención: si Jesucristo hubiera sido puro hombre, no habría podido rescatarnos.
Nestorio profesaba que había dos personas en Jesucristo: negaba que el Hijo de Dios se hubiera hecho
hombre, que fuera hijo de la Virgen santísima, que hubiera padecido y hubiera muerto por redimir a los
hombres.

Eutiques, otro heresiarca, enseñó lo contrario de Nestorio, a saber, que la naturaleza humana de Jesucristo,
después de la encarnación, había sido absorbida por la divinidad; por consiguiente, al no haber más que
una sola naturaleza en Jesucristo, el misterio de la redención quedaba trastornado. En efecto, conforme a
tal doctrina, se ha de negar la pasión y muerte de Jesucristo, o afirmar que la divinidad ha padecido y
muerto, lo cual es una blasfemia. Si la divinidad absorbe a la naturaleza humana, Cristo no puede ser
redentor, modelo y pontífice del nuevo Testamento: siendo solamente Dios, no puede orar, padecer ni
humillarse.

Los monotelitas negaban que hubiera dos voluntades en Jesucristo, lo que también equivale a destruir el
misterio de la redención: sin voluntad humana, Cristo no podía obedecer, merecer, orar ni satisfacer por
nosotros.
Pelagio la emprendió contra el pecado original y la necesidad de la gracia para evitar el pecado y practicar
el bien: suprimidos ambos, viene a ser inútil la redención de Cristo.

Con todas esas herejías no buscaba el demonio sino acabar con los misterios de la encarnación y de la
redención, y así perder al hombre, privándole de la gracia y de los méritos de Jesucristo.

Satanás aborrece todo lo que nos recuerda a Jesucristo, todo lo que nos lleva a él. Por eso, incitó a los
iconoclastas a declarar la guerra a Jesucristo y a todas las imágenes del Salvador, para romperlas,
quemarlas y arrojarlas al cieno.

Más tarde suscita a Berengario, Lutero, Calvino y sus discípulos, para ir contra los sacramentos,
especialmente la penitencia y la eucaristía, que son dos fuentes abundantísimas de la gracia y el mejor
medio de salvación. En lúgubre visión, Satanás declara a Lutero que odia y detesta soberanamente el santo
sacrificio de la misa, y le induce a suprimirlo y hacerlo desaparecer del mundo entero.

Vinieron luego los jansenistas. Según ellos, Jesucristo no habría muerto por todos los hombres. Exigían
disposiciones tan perfectas para poder comulgar, que se abandonó este sacramento; creían esos sectarios
que hacían bien en alejarse del sagrado banquete durante años enteros, e incluso toda la vida.

Fruto amargo de todas esas herejías fue el filosofismo del siglo pasado. Una muchedumbre de impíos,
ignorantes de las cosas de Dios, de costumbres perversas y mente superficial, llevaron la osadía hasta
afirmar que Jesucristo era un hombre como nosotros. En su furor, Voltaire llegó a llamarle infame, impostor.

Tal ha sido, en resumen y a lo largo de los siglos, la labor de Satanás para acabar con la obra redentora de
Jesucristo y privar de ella al género humano

Pero no paran ahí su furor y malicia. No satisfecho con la lucha contra la redención en el conjunto de la
humanidad, la ataca en cada individuo, sin tregua en su afán por separarlo de Jesucristo, privarle de la misa
y alejarlo de la sagrada comunión. Los medios más ordinarios de que echa mano para ello son:

1° El abuso y profanación de los sacramentos.

¡Cuán desgraciada es la situación de los que, por vergüenza, ocultan sus pecados al ir a confesarse, o de
los que, por falta de contrición, en vez de recibir el perdón y la gracia, añaden un nuevo crimen a sus otros
pecados. El hombre sacrílego imita a Judas y crucifica nuevamente a Jesucristo. «Los que profanan al
Señor que reina en el cielo afirma san Agustín pecan más gravemente que los que le crucificaron cuando
estaba en la tierra». ¡Dios mío, qué crimen tan espantoso: convertir la redención en ruina, la comunión en
veneno, la vida en instrumento de muerte! ¿Es raro ese infortunio? La aversión que el demonio tiene a los
sacramentos es tan fuerte y su empeño en seducir a las almas tan continuo, que hace caer en esa trampa a
un sinnúmero de personas.

2º Las tentaciones y el miedo al sacrilegio.

¿A qué se debe el que las almas piadosas sufran tan recias tentaciones la víspera de los días de
comunión? Si el demonio las acosa con tanto empeño, sólo es por alejarlas del pan de vida. En cuanto ha
logrado turbarlas, hacerlas caer en la duda de si han consentido o no en un pecado, en cuanto ha
conseguido que se decidan a dejar la comunión, se retira y ya no las molesta. Ciertamente es una gran
victoria la que acaba de reportar y se regocija: tiene larga experiencia de que hace caer fácilmente en
pecado mortal a los que se privan de ese divino alimento. ¡Qué lastimosa pérdida para un alma, la de la
comunión! ¡Cuántos religiosos viven sumidos en sus defectos, en la tibieza, y aman poco a Jesucristo
porque no conocen el don de Dios y se alejan fácilmente de la comunión! ¡Cuántos hermanos jóvenes caen
en la tentación y siguen siendo presa de sus malos hábitos porque dejan la confesión y no comulgan
asiduamente!

La eucaristía es un arma soberanamente eficaz para alcanzar la victoria en las tentaciones; es remedio que
preserva de faltas graves y deja el alma limpia de pecados veniales. Este sacramento es arroyo de agua
fresca, que extingue el ardor de las pasiones. Con frecuencia no se atreve el demonio a tentar a las almas
cuando las ve empapadas de la sangre de Jesucristo. San Bernardo preguntaba a sus religiosos: «¿A qué
se debe que dominéis las pasiones, sintáis menos el fuego de la concupiscencia, os guardéis del pecado y
viváis como ángeles en cuerpo mortal? ¿A quién debéis tal beneficio? A Jesús, a quien tan a menudo recibís
en la sagrada comunión».

3° Los escrúpulos.

No es raro toparse con personas piadosas cruelmente atormentadas por semejante aflicción. No están
satisfechas de sus confesiones, y la conciencia inquieta no les deja un momento de reposo. Pero, ¿cuál es
la causa principal de tal situación? El demonio. Y ¿por qué atormenta así a dichas almas? Para alejarlas de
la comunión, impedir que se preparen a recibirla y disminuir los frutos y las gracias que puedan sacar de
ella. En efecto, en vez de entregarse tranquilamente a los deseos santos de recibir la comunión, a
sentimientos de humildad, confianza y amor, se inquietan y entregan a exámenes interminables, para tener
la seguridad de que no se hallan en pecado. Cuanto más se aproxima el momento de ir a comulgar, tanto
más se les apoca el ánimo y arrecian los temores. Toda su preocupación se reduce a temer y temblar. Y así,
la comunión, que debiera constituir su dicha y su tesoro, se les convierte en suplicio y se quedan
hambrientos, por no estar en disposición de recibir las gracias que Jesucristo desea otorgarles, ni de
aprovechar sus dones.

4° Las ocupaciones.

Hay cristianos y aun religiosos que, movidos por el Maligno, con el pretexto de asuntos apremiantes, de
estudios, de trabajos manuales e incluso de obras de celo, dejan misa y comunión. Suelen decir: «No
dispongo de tiempo para ir a misa, para prepararme a la comunión.» 0 también: «Una misa más o una misa
menos tiene poca importancia.»

¡Conque no tenéis tiempo para ir a misa! ¡Tenéis acaso algo que hacer más importante que cumplir los
ejercicios de piedad prescritos por la regla? Vuestra labor más importante es orar, alabar al Señor y
santificaros. ¿Habéis olvidado que os habéis hecho religiosos para tener la dicha de asistir cotidianamente
al santo sacrificio de la misa?

Santa Juana de Chantal escribía a una maestra de novicias: «Ante todo, vuestro primero y principal empeño
ha de ser el de enseñar a las novicias a cumplir lo más perfectamente posible el ejercicio de la santa misa y
de la comunión, porque son los dos actos más importantes que nos es dado realizar. Recordadles con
frecuencia que Dios las ha llamado a la religión para que asistan piadosa y diariamente al santo sacrificio, y
para que comulguen con frecuencia y fervor».

¡No tenéis tiempo, decís! ¡No sabéis que la piedades útil para todo (1 Tm 4, 8), que nos enseña a cumplir
debidamente todas las cosas y trae consigo el éxito en los negocios? Un religioso de piedad sólida es más
eficaz que cuatro tibios, porque Dios le da entendimiento y bendice cuanto pasa por sus manos».

Cuando uno está atareado, es cuando tiene que ser más fiel a los ejercicios de piedad, a las comuniones
que se le hayan permitido; es cuando ha de asistir con la mayor piedad, cada mañana, al santo sacrificio de
la misa, para alcanzar de Dios las luces y la fuerza, las gracias y la abnegación que necesita, en esos
casos, para dar abasto a todos sus deberes. Quien no entienda tal verdad, por muchos talentos que posea,
sólo a medias logrará el éxito y nunca será apto para grandes realizaciones.

5° La desgana, la tibieza y la falta de piedad.

A veces ¡ay! se oye a los religiosos hablar así: «Poca importancia tiene una misa más o una misa menos;
dejo las comuniones por carecer de devoción y porque ningún fruto saco de ellas.»

«Una misa más o una misa menos tiene poca importancia». Es lenguaje satánico. Tú que así hablas,
¿sabes lo que es la misa? Es el acto que da a Dios la mayor honra que se le puede tributar; es la obra que
proporciona los socorros más eficaces a las benditas ánimas del purgatorio; es la llave que abre a los
hombres el tesoro de todos los méritos y de todas las gracias de Jesucristo. Una sola misa oída con las
debidas disposiciones es más que suficiente para satisfacer todas las deudas que tengamos.

Para el demonio no hay ejercicio de piedad más temible que la misa, ya que este santo sacrificio aniquila
todas las fuerzas del infierno y es la fuente de todos los bienes para el hombre. ¡Oh riquezas incalculables
del santo sacrificio de la misa! «Entended bien esta verdad, exhorta san Bernardo. Con la asistencia
piadosa a una sola misa se puede merecer más que por consagrar toda una fortuna a aliviar las miserias de
los pobres, por ir en peregrinación al cabo del mundo, por visitar devotamente los santuarios de la Madre de
Dios, de Tierra Santa, de Roma y de Loreto». La fuerza de semejante afirmación estriba según el Doctor
Angélico en lo siguiente:

«En un solo sacrificio de la misa se encierran todas las gracias, todos los tesoros que el Hijo de Dios tan
copiosamente ha derramado sobre la santa Iglesia, mediante el sacrificio de la Cruz».

Los primeros cristianos se exponían al martirio por asistir a misa, conquistaban a los guardias con dinero y
penetraban así en las cárceles y calabozos donde se celebraba el santo sacrificio. ¿Y un religioso carecerá
de ánimos para molestarse un poco, dejar un momento el estudio o un negocio anodino, y asistir a misa? El
señor de Bernière (sic) afirmaba: «Antes perder el mundo, si fuera mío, que perder una sola misa. Es éste el
acto más sublime que se puede cumplir en este mundo. ¡Qué gran consuelo siento cuando he asistido a
misa! He ofrecido al Señor un sacrificio de infinito valor, le he tributado infinitamente gloria y acción de
gracias, y le he ofrecido un precio que puede solventar todas mis deudas; con esta sola acción, por
consiguiente, he hecho más que con todos los demás actos de mi vida».

También se dice: «Dejo las comuniones porque no siento devoción y me veo demasiado imperfecto.»
Contesta san Norberto: «El religioso que así habla, es decir, el que omite las comuniones so pretexto de
tibieza y frialdad, se parece a un hombre que dijera: No me acerco a la lumbre, porque tengo frío; o también:
No acudo al médico ni tomo remedio alguno, porque estoy enfermo». ¿Es ésa la conducta de un hombre
razonable? «Jesucristo afirma san Efrén al entregarnos su cuerpo y sangre, nos da a comer y beber fuego»:
expresión metafórica para dar a entender que la virtud propia de la eucaristía es abrasarnos en el amor de
Dios, darnos la piedad y las virtudes que nos faltan. Quien desee, pues, salir de la tibieza y curar los males
del alma, no puede rechazar este sagrado bálsamo. Con sólo pensar: «Esta mañana he comulgado» o
«Mañana tengo que comulgar», uno se siente empujado al bien, detenido ante el mal y animado de toda
clase de buenos sentimientos. Omitir la comunión por sentirse culpable de algunas negligencias es añadir
otra falta a las ya cometidas, es querer seguir viviendo en la desidia y la tibieza de los demás días de la
semana.

Pero ¡si no saco provecho alguno de las comuniones!

¿Quién te ha dicho que no sacas ningún provecho de las comuniones? El demonio, porque ve, mejor que tú,
el bien que te reportan. Sabe que la comunión te fortalece frente a las tentaciones y te preserva del pecado
mortal; sabe que de la comunión te viene la gracia de la perseverancia en tu estado, el vigor para el debido
cumplimiento de tu oficio; y para secar la fuente de esas gracias, te dice: No sacas ningún provecho de esas
comuniones, será mejor dejarlas. ¡Ojo!, como sigas esos consejos satánicos, te has de perder.

San Gregorio celebraba un día el santo sacrificio por un hombre que había dejado una fundación y hacía
ochenta años que había fallecido. Al rezar las palabras Requiem aeternam..., «Señor, dales el descanso
eterno; y les alumbre la luz perpetua», le contestó una voz:

¡Nunca me alumbrará!

¿Por qué?, replicó san Gregorio.

Estoy condenado por haber omitido una comunión: me tentó el diablo y me hallé sin fuerzas para resistirle,
por haberme privado del cuerpo de Jesucristo. Caí, pues, en pecado mortal y estoy en el infierno.

¡Cuántos cristianos, cuántos religiosos perdieron el fervor, el espíritu de su estado, y cayeron en la tibieza,
luego en el pecado mortal, permaneciendo en él y condenándose, por haber descuidado el sacramento de
la penitencia y haber omitido la comunión!

Separar de Cristo a las almas, alejarlas de los sacramentos y privarlas de la misa, es arruinarlas
infaliblemente. El demonio lo sabe. Por eso, la tentación contra nuestro Señor es la más grave, la que más
aprovecha el Maligno para seducir a las almas y malograr los frutos de la redención.
Coordinación del Site: Hno. Marcelo De Brito, Hno. José Diez Villacorta, Hno. Carlos Huidobro y Luis Marchesi.
Diseño y Realización: Luis Marchesi

CAPÍTULO XXIII
LAS CINCO ÉPOCAS DE LA VIDA RELIGIOSA

I. De los quince a los veinte años: época de la docilidad

Durante este período de la vida, el joven es cera blanda que admite con
facilidad todas las huellas, todos los moldes. Poco o nada discurre por su
cuenta: cree sencilla y firmemente todo lo que se le dice. Es la edad en
que necesita más dirección y cuidados asiduos, pero también en que es
más fácil guiarle, porque su fe y confianza en los superiores son perfectas.
¡Ay del superior que, por ligereza de conducta, haga perder al súbdito
semejantes sentimientos, precioso amparo de su virtud!

De los quince a los veinte años, el novicio estudia prácticamente la


vocación y es aprendiz de las virtudes de su estado y de los diferentes
empleos que se le puedan confiar más adelante.

Probándolo así, ve si el género de vida y las actividades del instituto le


convienen y, a su vez, los superiores pueden juzgar si el candidato
conviene al instituto y tiene aptitud para cumplir su misión.

Durante ese período de probaciones, el novicio ha de ser podado, formado y pulido; es decir, que se le ha
de preservar el corazón para echar en él los cimientos de una piedad ferviente y una sólida virtud; iluminarle
la conciencia y sentar en ella principios que le inspiren extremo horror al pecado; doblegar, domar y
fortalecerle la voluntad, para someterla a la obediencia y a la regularidad, virtudes esenciales de la vida
religiosa; pulirle y, si fuere necesario, reformar y suavizarle el carácter, hasta comprobar que es apto para la
vida de comunidad. Finalmente hay que labrar al novicio hasta que, en cierto modo, quede moldeado según
el espíritu de la congregación.

La época de los quince a los veinte años es, para el novicio, la de las recias luchas y tentaciones. En cuatro
de éstas necesita especialmente dirección y ayuda:

1.ª La tentación contra la castidad. Para luchar contra ella, precisa el joven mucha franqueza de corazón
y gran docilidad. Mencionamos especialmente ese medio porque en él quedan comprendidos los demás y
con él se logra que se pongan todos en práctica.

El vicio impuro sólo crece a la sombra y en las tinieblas. Como un cáncer, devora el corazón que no se
franquea y que se queda solo. A un hombre así va singularmente dirigido el anatema del Espíritu Santo: ¡Ay
del que está solo! pues si cae, no tiene quien lo levante (Ecl 4, 10). El hermano joven que lucha contra el
demonio impuro ha de ser tratado con extrema bondad; necesita que, sin cesar, se le aliente, reanime y
conforte. La oración, la confesión frecuente, la ocupación continua, la sobriedad en el comer y beber: ésos
son los remedios con los que alcanzará la victoria, si se le pone en condiciones de usar fácilmente de ellos.

2.a El hastío de la oración.


Esta prueba dice nuestro venerado fundador es muy frecuente en los jóvenes de dieciséis a veinte años. Es
la época más crítica de la vida, el momento en que los sentidos se adueñan más del alma, en que las
pasiones empiezan a despertar y declarar al hombre una guerra cruel que va a durar hasta la muerte.

A esa edad, el alma siente por un lado el incentivo de las pasiones, y por el otro, la abruma el peso de sus
miserias y el cansancio de las luchas que ha de sostener, y no hay nada que le apetezca. Las cosas más
sagradas la dejan indiferente y apenas si los novísimos alcanzan a sacudirle un poco la modorra espiritual y
a enfrenar sus malas inclinaciones. Casi todos los hombres pagan un lastimoso tributo a dicha edad, y aun
los que, por tendencia natural, son buenos y devotos, sienten poco la unción de la gracia y la piedad.

Para el joven que se halla en esa edad, nada hay más necesario ni ventajoso que una dirección paternal y
prudente. Es el único de los medios externos que puede contrarrestar el avasallamiento de los sentidos; es
para el joven lo que el tutor para la vid y el rodrigón para el arbolillo al que ha de sujetar y enderezar.

Pero además se ha de poner al joven en buen clima, buen ambiente; es decir, en una casa que viva con
regularidad, en la que reine la piedad y en la que halle hermanos que le den buen ejemplo, animados de
buen espíritu y con los que se sienta feliz. Hay que reglamentarle las lecturas y, ante todo, desaconsejarle
las novelas que sólo pueden darle gustos frívolos y espíritu superficial; lograr que lea vidas de santos y
obras propias para inspirarle estima y amor de su santo estado, e infundirle sentimientos de piedad y virtud.

Se le han de recordar a menudo los principios básicos y las verdades fundamentales de la religión, para
asentarle reglas fijas en la mente, proveerle de un freno en la conciencia, de sentimientos nobles y puros en
el corazón, de vigor y motivaciones sobrenaturales en la voluntad, y dar así sólida cimentación a su virtud.

Hay que poner empeño en inspirarle profundo amor al Salvador, verdadera devoción a la santísima Virgen, y
aconsejarle prácticas adecuadas para el fomento y desarrollo de tan preciosas devociones, como pueden
ser las novenas frecuentes.

Insístase mucho en que no permanezca ocioso durante la oración mental; oblíguesele a ocuparse en ella
reflexionando o rezando vocalmente, recordando la presencia de Dios, o al menos leyendo algún libro que
se le haya indicado.

Recuérdesele con frecuencia la fidelidad a la gracia y a las cosas menudas. Lo están pidiendo tres razones
poderosas sobre las que nunca se insistirá bastante ante los religiosos jóvenes:

a. La fidelidad a la gracia y a los detalles preserva del pecado venial, que es la causa más común de la ruina
de la piedad.

b. Los triunfos menudos que el religioso joven alcanza sobre sí mismo para observar la regla, ser fiel a la
gracia y evitar faltas leves, le preparan para los combates mayores, los actos heroicos de virtud, y le
preservan del pecado grave, que es la muerte del alma, de la vocación y de la piedad.

c. Por otra parte, todo acto de virtud, por pequeño que sea, merece una nueva gracia. El que practica esa
fidelidad, consigue la piedad, el fervor y una mayor participación del espíritu de Jesucristo, y va creciendo en
virtud cual árbol plantado junto a las aguas.

3° Las dificultades del empleo.

No hay aprendizaje que no sea penoso. Se le hace cuesta arriba a todo el mundo, especialmente a los
hermanos jóvenes, porque la economía doméstica y la enseñanza son empleos difíciles, que requieren no
poca inteligencia y mucha entrega.

Preciso es, por consiguiente, que los hermanos jóvenes se confíen a directores de larga experiencia y bien
dotados para darles la formación que necesitan. Es menester, ante todo, que el empleo, clase o cocina,
tenga cierta adecuación con la inteligencia, habilidad y fuerzas físicas del hermano joven.
Es muy importante que el hermano director le observe en los detalles de la conducta, que se muestre
bondadoso con él, que le enseñe a hacer las cosas y, si el joven no tiene dotes para hacerlas con
perfección, se ha de contentar con que las haga no demasiado mal. Por otra parte, hay que saber esperar.
Hay personas lentas en el progreso, que no alcanzan durante un tiempo más que un éxito mediano; pero, si
se las guía con solicitud y paciencia, acaban por capacitarse y llegan a ser muy buenos profesores y
excelentes religiosos.

4° El desaliento.

Es una de las tentaciones más comunes: pocos jóvenes se ven libres de ella.

El demonio del desaliento es muy astuto: se infiltra en el alma y penetra por todas sus facultades. Reviste
todas las formas: la del vicio, la de la virtud, incluso la de la humildad, ya que las más de las veces uno se
desalienta con el pretexto de la incapacidad.

El desaliento es tentación peligrosísima. Es para el alma lo que la parálisis para el cuerpo: la hiere en todas
sus facultades y le hace imposible la lucha contra las tentaciones. Engendra temor exagerado, tristeza,
desgana y tedio: enfermedades, todas ellas, que arruinan y matan la piedad, la alegría santa, la confianza
en Dios y el espíritu filial.

El desaliento es la tentación de Judas y de todos los réprobos. Por eso, el padre Caraccioli, célebre teólogo
italiano, afirma que «es la causa de condenación de todos ellos, y que nadie se condenaría si no hubiera
desatiento».

Póngase, pues, todo empeño en precaver a los hermanos jóvenes contra dicha enfermedad del alma. Para
ello, hágaseles comprender perfectamente:

• Que la vida del hombre es vida de lucha y, por consiguiente, que se han de esperar pruebas y
tentaciones.

• Que los mayores santos han sido los más tentados y probados de todas las maneras.

• Que, dentro de los designios misericordiosos del Señor, son para nosotros medios de perfección,
ejercicio de virtud, ocasión de mérito, y no precisamente obstáculos para la salvación.

• Que es propio del hombre caer, y propio de Dios perdonar y volver a levantar. Por consiguiente, no
nos han de extrañar nuestras caídas, ni menos aún desalentarnos, sino inducirnos a arrojarnos con toda
confianza en los brazos de Dios.

• Que de los defectos, y aun de las faltas, podemos sacar astilla, porque nos obligan a montar la guardia
sobre nosotros mismos, a rezar, a humillarnos y a contar sólo con Dios.

• Que el hombre constante, inasequible al desaliento, llega siempre a capacitarse para la profesión, a
cumplir cabalmente el empleo y a adquirir virtud sólida.

Se han de aprovechar cuantas ocasiones se presenten para inculcar esos principios en la mente y el
corazón de los hermanos jóvenes, recordárselos en cualquier circunstancia, vigorizar sin tregua sus
facultades, armarlos de valor y reanimar su confianza en Dios. Quien no sea capaz de partir adecuada y
abundantemente el pan del estímulo, no es apto para guiar a los novicios y puede fácilmente llegar a ser la
causa de su perdición.

II. De los veinte a los treinta años: época de la fijación.


En la vida religiosa es el tiempo en que se la abraza definitivamente con la profesión perpetua. Quien se
ponga entonces a regatear, carece de ánimos, de generosidad y de fidelidad a la gracia. Es un defecto
peligrosísimo por las malas consecuencias que de él se derivan. El que entonces no para de ponerlo todo
en tela de juicio o permanece nadando entre dos aguas, compromete la vida entera y se arruina el porvenir.
El examen y prueba de la vocación han de ser prudentes, pero no prolongarse demasiado. «Semejante
lentitud no es necesaria dice Suárez, suele ser óbice para la llamada divina y la expone a graves peligros».

Una vez concluido el tiempo normal de probación, retrasar voluntariamente la profesión religiosa con frívolos
pretextos y temores exagerados, es obrar contra la sabiduría, la sagrada Escritura, los santos padres y la
recta razón; por el contrario, es sensato y ventajoso entregarse a Dios temprano y ligarse a la vocación tras
las pruebas convenientes. Según el texto sagrado, a un adolescente fue a quien Jesucristo invitó con estas
palabras: Si quieres ser perfecto, anda, vende cuanto tienes, y dáselo a los pobres...; ven después, y
sígueme (Mt 19, 21).

Según san Juan Crisóstomo, el peor enemigo de la vida religiosa es el demonio, que pone en juego todas
sus artimañas para apartar de la vocación a los que han sido llamados a ella y, cuando no puede nada
contra ellos, intenta por lo menos persuadirles de que difieran la ejecución de tal proyecto, y estima que es
buena ganancia si logra un retraso de un día para el ingreso en religión o la emisión de los votos». ¡Cuántas
veces, con tales retrasos, el enemigo de la salvación logra arruinar buenas vocaciones y echar a perder una
vida entera! «¡Cuántos vemos escribe san Bernardo a quienes la falsa prudencia del mundo ha seducido,
extinguiendo en su alma todos los buenos sentimientos que el cielo les había inspirado! Nada hagáis con
precipitación les había insinuado, pensadlo mucho, volved a examinarlo; ya que apuntáis tan alto, calculad
vuestras fuerzas, consultad con los amigos, andad con cuidado, reflexionad y volved a reflexionar. Vais a
dar un paso del que tal vez hayáis de arrepentiros más tarde»

Y sigue diciendo el santo: «Ésa es una sabiduría terrena y animal, rayana en la locura, enemiga de Dios y
de vuestros verdaderos intereses; engendra tibieza e infidelidad a la gracia; provoca náuseas al mismo
Dios, que os va a vomitar de su boca y alejar de su corazón».. ¡Cuántas vocaciones ha echado a perder! ¡A
cuántos jóvenes ha descarriado y arrojado al infierno!

En la época de los veinte a los treinta años es cuando se contraen y arraigan los hábitos buenos o malos. Si
el joven no se ancla entonces firmemente en los buenos principios y costumbres de sólida virtud, se
engalgará para siempre en hábitos viciosos, en imperfecciones y defectos de los que no va a desenredarse
en toda la vida.

De los veinte a los treinta es la época de desarrollar el juicio, levantar el espíritu y darle la mayor amplitud
posible de miras. Si durante ese tiempo el joven queda abandonado a su libre albedrío y al propio criterio, si
teme la dirección y la rehúye, tendrá siempre estrechez de miras y no será nunca hombre íntegro. «La vista
de un hombre decía el padre Champagnat, aunque sea óptima, resulta siempre débil y de poco alcance. Los
catalejos y demás instrumentos de óptica son los que la alargan y le permiten alcanzar las profundidades
del espacio. De igual modo, por muchas luces y dotes que tenga un hermano, si se le abandona y deja
consigo mismo y su débil razón, quedará corto de juicio o se descarriará».

Al llegar a los veinte años, el joven está expuesto a tres nuevas tentaciones:

1.a Se para a pensar, examina la vida pasada, se pone a dudar de la vocación; le entran ganas de
comenzar otra carrera, so pretexto de haber ingresado y permanecido en la vida religiosa sin darse cuenta
de lo que hacía. Es argumento erróneo, que sólo pueden inspirar las pasiones y el demonio. A un
adolescente de catorce a quince años, sin suficiente capacidad de reflexión, Dios no le habla por medio de
la mente, sino del corazón. Hace a éste dócil para seguir los atractivos de la gracia, los consejos de un
director prudente, de un padre, de una madre, de un amigo; le infunde amor a la piedad, a la vida religiosa, y
le concede la gracia de seguir el camino señalado. Ese modo de llamar a la vida religiosa es un colmo de
misericordia: preserva al niño de un sinnúmero de faltas, le protege contra los peligros del mundo, en los
que su virtud sin duda habría naufragado, y es tanto más seguro cuanto que para nada intervienen aquí el
criterio propio ni los móviles humanos. Desestimar gracia tan insigne, ser infiel a una llamada que puede
calificarse de divina, no querer ver, en una obra tan providencial, la mano de Dios, su protección y designios
misericordiosos, es hacerse reo de negra ingratitud.

2.a La presunción es el segundo peligro. El joven se las da de hombre cabal, presume de las propias
fuerzas, confía demasiado en sus talentos; quiere que se le consulte sobre el destino de su persona y mil
detalles que no le conciernen; de sus labios brota incesantemente un monosílabo: ¡YO! Yo a troche y
moche, no hay más que el yo. Se trata escuetamente del orgullo egocéntrico, lastimoso defecto que, de no
combatirse y enmendarse, echa a perder los mejores temperamentos.

3.a La tercera tentación es consecuencia de la segunda: el joven, al creerse capaz de orientarse solo,
abandona la dirección de los superiores y se confía a su propio criterio, exponiéndose a faltas
considerables y a lanzarse por sendas perdidas que le llevarán al abismo. De los veinte a los treinta años, el
joven necesita la dirección igual que de los quince a los veinte. ¡Ay de él, si abandona ese único medio de
formar el juicio y de afirmarse en el camino de la virtud y de los buenos hábitos!

III. Cuando el joven ha llegado a los treinta años, puede ya decirse de él: genio y figura, hasta la
sepultura.

Sus aficiones y hábitos están ya formados; tal como los dejó arraigar y crecer en sus facultades, así los va a
conservar toda la vida. Su manera de ser podrá admitir ligeras modificaciones, pero fundamentalmente no
va a cambiar. Si no está entonces sólidamente hirmado en la virtud, es muy de temer que no lo esté nunca;
si ha adquirido algún resabio vicioso, lo va a tener toda la vida.

¿Se ha visto alguna vez a un religioso, tras diez o quince años de infracción habitual de la regla, que,
pasados los treinta, haya empezado a aficionarse a la observancia y haya llegado a ser modelo de
regularidad? Poquísimas veces.

¿Quién ha visto a un religioso renquear, de los veinte a los treinta años, por tibieza, tedio de los ejercicios de
piedad y abandono injustificado de los mismos, que haya llegado a ser, pasado ese término, sólidamente
piadoso y ferviente? Será un caso rarísimo.

¿Se habrá visto alguna vez un religioso ancho de conciencia, despreciador de los detalles, sin temor al
pecado venial y cometiéndolo con frecuencia sin el menor remordimiento, que haya dejado arraigar en el
alma, desde los veinte hasta los treinta años, el hábito de toda clase de faltas y que, después de esa edad,
se haya vuelto fiel a la gracia, cabal cumplidor de la regla, de conciencia delicada y timorata? Casi nunca.

¿Sabéis de algún religioso poco firme en la vocación, que no para de ponerla en tela de juicio, indeciso y
nadando entre dos aguas desde los veinte hasta los treinta años, y que, pasado ese tope, se haya
consolidado realmente en la vocación, haya perdido el hábito de la inconstancia y se haya entregado con
toda el alma al servicio de Dios y a su santo estado? El religioso que, de los veinte a los treinta años, no ha
echado raíces, no las echará nunca. Aunque profese entonces, no lo deis por seguro: dejará siempre un
portillo, ocultará segundas intenciones, y la menor ocasión bastará para derribarle y echarle al mundo.
«Esos individuos decía nuestro venerado padre son de la misma ralea que los aludidos por el Espíritu
Santo, cuando afirma: El necio se muda como la luna (Ecclo 27, 12); renquean toda la vida y no son
constantes en nada».

¿Habrá algún religioso que, de los veinte a los treinta años, ande jugando con las víboras, deje penetrar en
el corazón la raíz de la impureza, luche flojamente contra esa vil pasión y se le rinda, que se corrija luego y
guarde fielmente el voto de castidad? Ese religioso aficionado a las víboras, jugará más o menos con ellas
toda la vida; cada uno de sus años quedará señalado con la vergonzosa mancilla de algunas faltas graves
contra la virtud angelical.

Finalmente, ¿cuándo se ha visto a un religioso esclavo, desde los veinte hasta los treinta años, de cualquier
pasión como la ira, la afición al vino, la insubordinación o cualquier otra mala tendencia, que la haya
desarraigado, corregido y dominado, pasada esa edad? Nunca o rarísima vez. Llegado a los treinta años, lo
dicho: genio y figura, hasta la sepultura.

Tal vez alguien pregunte: ¿No puede una persona corregirse y convertirse en cualquier época de la vida? Sí,
la gracia no falta nunca, uno puede convertirse en cualquier momento; eso no quita que tal clase de
conversiones sean excepcionales. Un vicio que, a esa edad de los veinte a los treinta y con los medios más
abundantes para corregirlo, ha pasado a ser hábito, es lo más difícil que hay de desarraigar y extirpar. El
religioso que ha abusado de la gracia durante diez o quince años, es lo más reacio que hay en el mundo a
la compunción y la conversión. Es preciso un milagro de la gracia para conseguirlo y realizar tal trueque: se
trata, pues, de conversiones tan raras como los milagros.

La perturbación atmosférica de una sola estación del año sobre todo cuando se trata de la primavera basta
para comprometer la cosecha, estragar todos los productos del año y hacer que la esterilidad y el hambre se
abatan sobre la tierra. De igual modo, el trastorno y desorden en una sola época de la vida sobre todo si se
da en la juventud basta para malear toda esa vida y hacerla estéril en virtud. El religioso que, de los veinte a
los treinta años, no llega a ser piadoso, sino que se deja dominar por lamentables hábitos, echa a perder
toda la vida; nunca será sino un simulacro de religioso.

«Con el abuso de la gracia y el descuido de las cosas pequeñas dice san Gregorio, insensiblemente
seducido y sin darse cuenta, cae uno en las grandes». Entonces se peca sin remordimiento, y cuando se ha
llegado a ese grado de perversidad, ya no hay remedio. San Juan Crisóstomo enseña: «El alma, una vez
corrompida y envilecida por el hábito del mal, padece enfermedad incurable. Por muchos remedios que Dios
le ofrezca, ya no sanará».

El pecado que llega a ser habitual, se identifica en cierto modo con el hombre que lo comete: el pecador
habitual se ha convertido en pecado; por eso es casi imposible que se corrija. La sagrada Escritura echa
mano de tres comparaciones espantosas para expresar la desgracia del hombre que se halla en semejante
estado: Vistióse de la maldición como de un vestido; penetró ella como agua en sus entrañas, y caló como
aceite hasta sus huesos (Sal 108, 18). La maldición envuelve al pecador habitual como un vestido, ya que le
rodea por todas partes, se adueña de todas sus acciones y palabras; penetra como el agua en su interior,
donde va a malear todos sus pensamientos e intenciones; finalmente cala como el aceite hasta sus huesos,
es decir, hasta el alma, el corazón y la mente, arruinando y reduciendo a la nada todas sus facultades.

No parecen entenderlo esos hermanos jóvenes que dicen: No hay prisa para entregarse al Señor y
comprometerse con él. Ya habrá tiempo, más adelante, para corregir los defectos, luchar contra las
pasiones y sujetarse a la regla. ¡Hombres aturdidos, habláis como insensatos! Habéis olvidado el oráculo
del Espíritu Santo: La senda por la cual comenzó el joven a andar desde el principio, esa misma seguirá
también cuando viejo (Pr 22, 6). Y este otro: Sus huesos estarán impregnados de los vicios de su mocedad,
los cuales yacerán con él en el polvo del sepulcro (Jb 20, 11). Eso es lo que os espera, lo que seréis más
tarde.

IV. Llegado a los cuarenta años, si el religioso ha descuidado el cultivo del alma y no es sólidamente
virtuoso, es infeliz y está descontento.

Si preguntáis las causas de su desazón y de sus penas interiores, se os responderá:

1.a La mirada retrospectiva sobre el pasado le espanta y llena de amargura: ve claramente que ha sido infiel
a la gracia, que ha abusado de los dones de Dios y que no ha aprovechado los muchos medios de salvación
y perfección que se le habían prodigado. Al cabo de veinte años de vida religiosa se halla carente de virtud;
después de tantas confesiones, comuniones, plegarias, buenas lecturas y ejercicios espirituales, sus
defectos siguen siendo los mismos; peor aún, han crecido y echado más raíces. Siente y ve que todos esos
medios de perfección, de que ha abusado, le han dejado estéril y no le producen más que remordimientos
intolerables y un vacío espantoso. Ve con temblor que la vida se le ha ido en vanidades y que todas sus
obras están agusanadas por la rutina y el amor propio, debido a que las ejecutó sin dirigir la intención a
Dios, o con intenciones torcidas.

2.a Está, pues, insatisfecho. ¿De qué? De todo: del lugar de destino, en el que se ha desgastado; del
empleo, que se le hace costoso; del instituto, cuyo espíritu ha perdido; de la vocación, que ya no estima; de
sí mismo, pues comprende que su triste situación es fruto de sus obras. Y lo que recrudece sus penas y
angustias es sentir que Dios no está contento de él, ni lo están los superiores ni los hermanos que viven con
él, aun en el supuesto de que nada reprensible se hallare en su conducta, pues sabe que no ha vivido como
buen religioso, ni difundido el buen olor de la virtud y el buen ejemplo.

3.a Por todos los conceptos, le asusta el porvenir: la regla y los deberes religiosos se le hacen
incomportables; no les tiene afición, le causan tedio. El yugo de Jesucristo, tan suave y leve para las almas
fervorosas, se le hace carga abrumadora que no puede aguantar. Todo le desagrada, todo le resulta
penoso, todo se le convierte en suplicio. Le asaltan las tentaciones más horribles, más peligrosas, más
terribles. Siente inclinaciones y tendencias' extrañas, que no había experimentado en el tiempo normal de
las grandes tentaciones y luchas. Se produce en él un vacío espantoso; pierde el apego a cuanto le rodea, a
todo lo que debiera amar, a los hermanos, los superiores y el instituto; su corazón empecinado se pega a las
criaturas y a lo que debiera despreciar y aborrecer. La clase se le hace insufrible; la casa religiosa le parece
una cárcel; todo le desagrada en la comunidad; sus pensamientos y aficiones están en el mundo.

El religioso que se halla en esa triste situación, está en religión como un preso en la cárcel; igual que éste,
está al acecho de la primera ocasión favorable para escapar del convento, que se le ha convertido en
prisión. Pero, ¿qué va a ser de él en el mundo? El Espíritu Santo nos lo enseña con estas palabras: El
hombre perverso es perniciosísimo, no habla más que iniquidades: guiña los ojos, refriega los pies, habla
con los dedos, maquina el mal en su depravado corazón, yen todo tiempo siembra discordias. De repente le
vendrá a éste su perdición, y súbitamente quedará hecho añicos, sin que tenga ya remedio (Pr 6, 1215).

Entre los treinta y los cuarenta años es deber del buen religioso seguir creciendo en virtud sólida y formarse
en el arte de la dirección de las almas. ¿Cómo podrá lograrlo? Manteniéndose muy unido a los superiores,
sometiéndoles todas las dificultades que se le presenten y siguiendo con fidelidad sus orientaciones. Puede
lograrlo con la práctica, ya que es la época en que accede a los cargos, a la dirección de una casa, y en que
se le prueba, según sus talentos, un poco en todo aquello de que es capaz. Si, pues, es dócil e inteligente,
aprende con facilidad a tratar los negocios, a guiar a los hermanos, a dirigir escuelas y aprovechar sus
dotes.

Y ya que el arte de gobernar se basa en estos tres puntos: mente amplia, sólida y profunda, buen corazón y
buen carácter, pondrá empeño particular en perfeccionar el criterio; en santificar el corazón para que sea
bueno, generoso y lleno de caridad; en reformar y limar el carácter, hasta llegar a hacerse con facilidad todo
para todos, a adoptar todas las formas para ser útil al prójimo y lograr el mayor bien posible. El hermano que
así se deja formar, podar y dirigir por los superiores, y que se ha labrado a sí mismo en cuanto le ha sido
posible, al llegar a los cuarenta años, es capaz de todo lo que concierne al fin de su vocación.

V. De los cincuenta años para arriba. Si carece de fervor, piedad y virtud sólida, el religioso de esa
edad cae en la segunda infancia.

Con frecuencia, aun antes de esa edad, comienza a perder juicio de tal modo que, a los cincuenta años, ya
no es capaz de seguir desempeñando el empleo y hay que jubilarlo. La ociosidad le ha hecho perder los
conocimientos que había adquirido; las infidelidades a la gracia y la desidia para alimentar la mente con las
verdades santas, le han hecho perder el espíritu y el sentido religioso; a menudo razona peor que un
hombre mundano. Según él, el mundo ya no es el mismo, todo ha cambiado en esta tierra. Y no se da
cuenta de que el único que ha cambiado es él mismo, pues con la edad ha ido perdiendo el espíritu de su
estado y la sensatez. La gracia y los sacramentos, que hubieran debido reformarle el corazón, dilatárselo y
llenárselo de bondad e indulgencia, se lo han dejado frío, duro, egoísta e insensible a los males ajenos.
Junto con el juicio y el corazón, también se le ha agriado el carácter: se ha vuelto suspicaz, melancólico,
enojadizo, vidrioso, de modo que por menos de nada se ofende, pierde la serenidad, se sulfura y se torna
quejoso y molesto para todo el mundo. Las facultades del alma se le debilitan cada vez más y llega a un
punto en que ya no tiene suficiente criterio ni virtud para mandar ni para obedecer.

El hombre es un ser perfectible: puede seguir creciendo siempre en entendimiento, virtud y experiencia;
pero si descuida la obra de la perfección, si no lima sin tregua sus defectos, si abusa de la gracia, si, llevado
de las tendencias naturales, se entrega a la rutina y la tibieza, pierde sus dotes y malogra sus facultades: se
debilita y degenera, llegando a ser un hombre inepto, inútil, por no decir cosa peor.

¡Cuán distinta es la situación del buen religioso! Éste va siempre adelante, medrando en inteligencia,
experiencia, virtud, bondad de carácter y en toda perfección. La edad y los achaques a menudo le abruman
el cuerpo, pero no le alteran en absoluto las hermosas cualidades del alma. La verdad, con la que toda la
vida alimentó la mente, le proporciona luces tan abundantes y da a sus juicios y miras tal altura y
profundidad, que capta el bien y la justicia, y distingue, en el acto, lo verdadero de lo erróneo.
De tal modo la piedad y los sacramentos le han transformado el corazón y perfeccionado el carácter, que la
bondad, la generosidad, la indulgencia, la compasión y la misericordia se le han hecho connaturales. La
inteligencia, el juicio, la bondad de corazón y la afabilidad de carácter siguen creciendo en él con los años, a
pesar de los achaques y debilitamiento de la naturaleza. La edad, los trabajos, las enfermedades pueden
inmolarle el cuerpo, arrebatarle vigor y energías, y clavarlo en un lecho de dolor; pero le dejan intactas la
inteligencia, que brilla como una luz en sus ojos hundidos; la bondad de corazón, que se manifiesta en su
mansedumbre e imprime un sello especial a todas sus obras; la afabilidad de carácter, que de continuo le
mantiene sereno, alegre, santamente jovial, y hace que todos le aprecien.

CAPÍTULO XXIV
LA CARIDAD

El precepto mío es que os améis unos a otros (Jn 15, 12).

¿Por qué lo llama Jesucristo su precepto?

• Porque Jesús es caridad, vino expresamente del cielo a traer a los


hombres la paz, la caridad, y antepone ese mandamiento a todos los
demás.

• Porque nos lo enseñó no tanto con sus palabras como con sus
ejemplos: su vida entera no fue sino un acto de amor al hombre.

• Porque todos los demás mandamientos se encierran en éste, toda


la Ley se reduce al precepto de la caridad: ama y haz lo que quieras.

• Porque la religión de Jesucristo es religión de amor, y en el amor se


encierra toda la religión. Por la caridad, los hombres son hijos de Dios,
son todos hermanos: todos forman una sola grey, una sola Iglesia, una sola familia, un solo cuerpo.
Suprimid el mandamiento de la caridad, y todo ese hermoso edificio se viene abajo.

• Porque la caridad es el distintivo de los discípulos de Jesucristo, quien declaró: En esto conocerán
todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros (Jn 13, 35).

• Porque la caridad es el sello de los predestinados: En esto se distinguen los hijos de Dios de los hijos de!
diablo (1 Jn 3, 10).

• Porque este mandamiento durará eternamente, mientras que todos los demás han de cesar.

Ahora bien, ¿qué es amar al prójimo?

1. Amar al prójimo es desearle el bien y hacérselo.

Hijitos míos, no amemos de palabra, y con la lengua, sino con obras y de veras (1 Jn 3, 18). El amor nunca
es estéril y dice como Raquel: Dame hijos es decir, obras, de otra manera yo me muero (Gn 30, 1).

«¿Con miras a qué busco un amigo?, pregunta Séneca. Para tener por quien pueda morir, para tener a
quien seguir en el destierro, y poder sacrificarme por tratar de evitarle la muerte». Amar al prójimo es hacer
todo eso por él, lo que hizo Jesucristo. En esto hemos conocido la caridad de Dios, en que dio el Señor su
vida por nosotros; y así nosotros debemos estar prontos a dar la vida por nuestros hermanos (1 Jn 3, 6). En
cuanto a mí dice san Pablo, gustosísimo expenderé cuanto tengo, y aun me entregaré a mí mismo por
vuestras almas (2 Co 12, 15).
2. Amar al prójimo es vivir en armonía con los hermanos,

ya que todos formamos un solo cuerpo en Jesucristo. Nada hay más admirable que la unión entre todos
los miembros del mismo cuerpo. ¡Hay que ver cómo miran unos por otros! Se aman sin fingimiento, nunca
se dañan mutuamente; antes por el contrario, se alivian, sirven y defienden unos a otros.

«Vivir unidos por el lugar y no el corazón es un tormento; vivir unidos por el corazón y no el lugar es una
dicha; pero vivir unidos de corazón y de lugar es un auténtico paraíso», dice Hugo de San Víctor.

«La caridad afirma san Jerónimo hace que existan los religiosos y los junta bajo una misma regla; sin ella,
los cenobios son infiernos, y sus moradores, demonios; pero con ella todos los monasterios son paraísos en
la tierra, y sus moradores, auténticos hermanos, o más bien, ángeles». Y entonces es cuando se puede
exclamar: ¡Oh, cuán buena y cuán dulce cosa es vivir los hermanos en mutua unión! (Sal 132, 1).

San Juan Crisóstomo asegura: «Aun cuando los cristianos hicieran cientos de milagros, si no se aman, si no
se entienden entre sí y viven en disensiones y desorden, parecerán ridículos a los mismos infieles». «El
demonio dice san Bernardo no teme a los que, en las comunidades religiosas, se entregan a ásperos
ayunos, vigilias prolongadas, y que practican la mortificación en sumo grado, porque ha derribado a más de
uno de éstos; a los que teme de veras y desespera de engañar, considerándolos ya como perdidos para él,
es a los que viven en paz, en unión con Dios y los hermanos».

«¿Por qué hace agua y se hunde un navío? Por falta de trabazón entre sus tablas. Así también, la causa
principal de que una comunidad religiosa se eche a perder y se hunda, es que sus miembros no están bien
unidos y ensamblados por la caridad». «Así pues continúa el santo doctor, los que están unidos por las
reglas, estén igualmente unidos en el espíritu; refuércense unos a otros, defiéndanse, ayúdense a llevar el
yugo de Jesucristo,

pues dice el Sabio: «Cuando un hermano ayuda a otro, ambos se consuelan mutuamente; pero si llegan a
reñir y despedazarse, ambos están perdidos».

3. Amar al prójimo es soportar sus defectos con la máxima paciencia.

«Tanto mejor aguantamos al prójimo dice san Gregorio cuanto más le amamos». Si amáis mucho a los
hermanos, los aguantaréis siempre y ni os vais a enterar de sus defectos; pero si no los amáis, careceréis
de paciencia con ellos y sus defectos os dañarán los ojos del alma, como el sol causa daño a los ojos
enfermos. Comportad las cargas unos de otros exhorta san Pablo, aguantad el carácter difícil, el mal humor,
los achaques, pasiones y faltas de los hermanos, y con eso cumpliréis la ley de Cristo (Ga 6, 2). ¿Cuál es
esa ley? La de la caridad, en la que se encierran todos los preceptos. ¿Quiénes son los que se toleran
mutuamente? Los que practican la caridad. «Cuando los ciervos dice san Agustín pasan a nado un brazo de
mar, cada uno de ellos posa y apoya la cabeza sobre las ancas del que precede, hasta que el primero se
cansa; entonces éste deja su sitio para ir a ocupar el postrero y gozar a su vez del alivio que daba a los
otros. De ese modo sobrellevan mutuamente su debilidad y, con tal ayuda, hacen la travesía sin naufragio,
porque la caridad les sirve de navío». Así es como debemos ayudarnos, aliviarnos y tolerarnos unos a otros.

Todos formáis un solo cuerpo en Jesucristo y sois miembros unos de otros. Pues mirad lo que unos
miembros hacen por otros: cómo se sufren, con qué ternura y solicitud se socorren.

Supongamos un hombre con una herida en un pie: aunque sea la parte más baja del cuerpo, aunque la
llaga sea repugnante y esté llena de podre y hedor, los demás miembros no lo van a aborrecer por tal
motivo: al revés, el ojo lo mira compasivo, las manos lo lavan y vendan, la lengua pide para él remedios a
los hombres, a los santos y al mismo Dios. En suma, todos los miembros hacen cuanto pueden para
aliviarlo, curarlo y aguantarlo

«¡Miembros de Jesucristo! exclama san Agustín, amaos, sobrellevaos mutuamente los achaques, no os
desaniméis ante vuestras mutuas flaquezas y, mediante el ejercicio de la caridad, alcanzaréis el reino de los
cielos».
4. Amar al prójimo es excusar y ocultar sus faltas y defectos.

«En cuanto tapamos los defectos del prójimo, Dios oculta los nuestros; en cuanto los descubrimos, él
descubre los nuestros y los manifiesta, para que se vean», dice san Pemón.

En la Vida de san lgnacio leemos que hablaba siempre de todos en tan buenos términos, que uno se
persuadía fácilmente de que le apreciaba y quería, y de resultas, a su vez él mismo era querido y respetado
por todos.

Al santo abad Conestable se le llamaba «manto de sus hermanos», porque ocultaba sus defectos y
procuraba excusar siempre sus faltas. Santa Teresa hacía igual, y sus religiosas afirmaban que doquiera se
hallase la santa, tenían ellas guardadas las espaldas, porque estaban seguras de que las defendía.

«El que difama al prójimo ausente dice Horacio, el que da a conocer sus defectos y faltas, y descubre los
secretos que se le confían, es un ciudadano perverso». Hemos de añadir, por nuestra parte, que es mal
religioso y falso hermano.

Para manifestar cuán peligrosa es la lengua maldiciente, los estragos que causa y cuán temible es, la
sagrada Escritura la compara a una espada, un azote, al fuego, al león y al leopardo, a la muerte y al
infierno.

Santa María Magdalena de Pazzi afirma: «Señaladme a un hombre que oculte los defectos y faltas de sus
hermanos, que nunca se manche la lengua con palabras que hieran la caridad, y os aseguraré, sin temor a
equivocarme, que es un santo»".

Con relación al cuerpo, la muerte del hombre comienza por la lengua y poco a poco llega al corazón. Con
relación al alma, comienza también por la lengua, es decir, por las palabras, y llega insensiblemente a la
voluntad y el corazón. Por algo dice san Pedro: El que de veras ama la vida y quiere vivir días dichosos,
refrene su lengua del mal y sus labios no se desplieguen a favor de la falsedad (1 Pe 3, 10).

Si veis, por consiguiente, que un hermano ha cometido una falta, no os toméis la libertad de acusarle y
condenarle; antes bien, excusad dicha falta. Si no podéis excusar la acción, excusad la intención: decid que
se trata de una imprudencia, que ha sido una sorpresa. Si las pruebas son tan evidentes y claras, que no
podéis ocultar ni excusar nada, al menos achacadlo todo a la violencia de la tentación. Así es, según san
Bernardo, como hemos de buscar siempre alguna razón para excusar las faltas de los hermanos.

5. Amar al prójimo es avisarle cuando comete faltas y ayudarle a corregir los defectos.

«Dios dice el Espíritu Santo ha mandado al hombre que atienda al prójimo y le ha encargado que mire por
él». Por eso, todos los siglos han reprobado la contestación dada por Caín, cuando este malvado dijo: ¿Soy
yo acaso guardián de mi hermano? (Gn 4, 9). Y es que Dios nos ha puesto en el corazón un sentimiento
que nos lleva a mirar unos por otros. Hermanos escribe san Pablo, si alguno, como hombre que es, cayere
en algún delito, vosotros, los que sois espirituales, al tal instruidle con espíritu de mansedumbre (Ga 6, 1).

«La corrección fraterna, con miras a la enmienda de nuestros hermanos, constituye un precepto», agrega
santo Tomás; pues, si viola el precepto de la caridad quien deja morir a un hombre herido en el cuerpo,
cuando podría curarlo vendándole y poniéndole apósitos en la Ilaga, con mayor razón infringe la caridad, si
ve el alma del hermano cubierta de llagas de pecado y le niega el remedio de la corrección fraterna».

Dice el Sabio: No temas hablar a! prójimo cuando cae; repréndele y no reprimas tu palabra, cuando puede
ser saludable (Eclo 4, 2728). ¿No se ayudan los miembros unos a otros para asearse? Haz igual con los
hermanos que tienen tachas e imperfecciones, y que han manchado el alma con pecados.
Plinio asegura que cuando un elefante ha caído en una hoya, todos los de más acuden para ayudarle a
levantarse y salir. Y nosotros, ¿dejaremos a un hermano en la sima del pecado?

6. Amar al prójimo es evitar cuidadosamente las contiendas, litigios y controversias.

La verdadera caridad excluye las riñas, bromas pesadas y altercados. El Apóstol enseña: Huye de
contiendas de palabras, que de nada sirven, sino para pervertir a los oyentes... A! siervo de Dios no le
conviene altercar, sino ser manso con todos (Tm 2, 14 y 25). Y el Espíritu Santo nos advierte: Es honor de!
hombre huir de las contiendas (Pr 20, 3). Es el medio de evitar los pequeños enconos y enfriamientos del
amor mutuo que suelen engendrar ese género de altercados, y uno se libra así de muchas faitas, según
aquella otra afirmación del Espíritu Santo: Absténte de litigios, y te ahorrarás pecados (Eclo 28, 10).

«Nada hay más indigno de los buenos religiosos dice san Bernardo que el andar altercando como unas
mujerzuelas». Con razón, pues, afirma el Espíritu Santo que adquiere honor quien se abstiene de litigios (Cf.
Pr 20, 3). Si, porque practica la caridad al evitar las penas y amarguras que nacen de tales contiendas;
practica la humildad al sobreponerse a la inclinación tan natural de vencer a los contendientes, y realiza un
acto de prudencia y buen juicio al preservar la paz y buen entendimiento entre todos.

El glorioso san Efrén pudo ufanarse, en el testamento espiritual, de no haber tenido nunca altercados con
nadie; antes bien, de haber cedido siempre para el fomento de la paz.

San Moisés el Etíope, al reñir un día a san Macario, le dirigió unas palabras ofensivas y aviesas. Dios le
castigó en el acto y permitió que un demonio se posesionara de él inmediatamente; pero un demonio tan
sucio, que le hacía proferir todo género de basuras e inmundicias, y todo ello se prolongó hasta que san
Macario, puesto en oración para librarle de tal posesión diabólica, le consiguió el perdón de tal falta.

Un castigo tan riguroso en tal santo manifiesta cuánto aborrece Dios esas faltas y cuán opuestas son a la
caridad.

7. Amar al prójimo es tratarle con mansedumbre y evitar cuanto puedan causarle


desagrado.

La caridad se opone no sólo a lo que puede causar un grave perjuicio al prójimo, a los ultrajes sangrientos,
sino también a las injurias leves, a las chanzas maliciosas, a los menores disgustos que puedan ofenderle
un tantico. Un hombre no se contenta con no quebrar las piernas o los brazos de un amigo, sino que ni
siquiera se atreve a arañarle la piel, porque el amor induce a apartar del objeto amado todo género de
males y a procurarle toda clase de bienes. «Si veis a un hombre afligido y alterado, aun levemente, por lo
que hacéis o decís enseña san Doroteo, deteneos, no paséis adelante. Os lo digo y os lo repetiré mil veces,
no pronunciéis ni una palabra más: mucho más conveniente es portarse así que apenar al hermano; échese
todo a perder con tal que la caridad se salve»

La caridad condena toda palabra desabrida, ruda, despectiva, y no pone en los labios más que palabras
dulces, afables, respetuosas, que manifiestan a cada uno la estima en que se le tiene. Juzga del prójimo por
ti mismo (Eclo 31, 18), dice el Espíritu Santo. Consúltelo cada uno consigo mismo: vea si le agradaría que le
hablasen ásperamente, que le respondieran con acritud o le mandaran con altivez; y si juzga que semejante
conducta le afectaría mucho, absténgase de esos modales con los hermanos, pues son hombres como él.

Uno de los procedimientos más eficaces para conseguir que florezca la caridad, es la mansedumbre en las
palabras yen el modo de tratar con la gente. La palabra dulce dice el Espíritu Santo multiplica los amigos y
aplaca a los enemigos (Eclo 6, 5). Procurad, pues, adquirir y conservar siempre, en las palabras y los actos,
el espíritu de mansedumbre que, según el Sabio, hace que los demás nos amen.

«Igual que sin la fe afirma san Bernardo es imposible agradar a Dios, tampoco es posible agradar a los
hombres, sin mansedumbre y afabilidad».
8. Amar al prójimo es prestarle servicio siempre que se presente la ocasión para ello.

Sed siervos unos de otros por un amor espiritual (Ga 5, 13). El hermano bueno será, pues, obsequioso y
servicial; siempre dispuesto a compartir el trabajo de los demás, a aliviar a los que están sobrecargados, a
complacer a todos, de manera que pueda repetir lo que decía Jesucristo: Estoy en medio de vosotros como
el que sirve (Lc 22 27).

Dice san Ambrosio: «Nada contribuye tanto a fomentar la caridad como el seguir la doctrina de san Pablo:
Procurad anticiparos unos a otros en las señales de honor y deferencia (Rm 12, 10). Estimando cada uno al
prójimo más que a sí mismo, se afanarán los inferiores por anticiparse a los deseos de los superiores, y
éstos por servir a los inferiores como una tierna madre sirve a sus hijos».

«El amor que deben tenerse los hermanos dice el padre Champagnat ha de ser un amor efectivo; consiste
en prestarse mutuamente servicios en cualquier ocasión, reemplazarse en el cuidado de los niños, ayudarse
y suplirse en el oficio que se confíe a cada uno, y estar siempre dispuestos a ser deferentes con los demás»

«Hermanos míos decía san Bernardo, necesitáis vivir con auténtico espíritu de caridad, es decir,
soportándoos, ayudándoos y sirviéndoos mutuamente, para que pueda afirmarse de vosotros como del
profeta Jeremías: Este es verdadero amador de sus hermanos (2 M 15, 14)34.

9. Amar al prójimo es consolar al triste, sentir sus penas como propias y participar de
su aflicción cuando padece.

«Los justos son benignos y ejercitan la misericordia» en cualquier ocasión, de modo que pueden repetir lo
de Job: Desde la infancia creció conmigo la misericordia, habiendo salido conmigo del vientre de mi madre
(Jb 31, 18), y siempre me he complacido en aliviar las fatigas de los pobres y enfermos, en consolar a los
afligidos y levantar los corazones abatidos por el desaliento.

San Pablo hace esta exhortación a todos los cristianos: Alegraos con los que se alegran, y llorad con los
que lloran (Rm 12, 15), participando en todas sus penas. Hasta tal punto es verdad que el hombre caritativo
es sensible a las calamidades ajenas, que en la lengua hebraica la misma palabra empleada para designar
al hombre bueno, justo y santo, significa también misericordia, ternura y compasión. «La verdadera justicia
dice san Gregorio va siempre acompañada de compasión; y la falsa, de rudeza y desdén». Y san Macario
añade: «El corazón de los santos es sensible, fácil de conmover; el de los demonios es insensible, porque
tienen entrañas de pedernal». Por eso, a Plutón, dios de los infiernos, Horacio le designa como «el que no
llora» ni se compadece de las calamidades de los pobres.

«¡Qué hermoso es exclama san Alfonso de Ligorio consolar a los tristes, servir a los enfermos, alentar y
sostener a los apocados, alegrar a los afligidos y melancólicos! Cuanto más os entreguéis a esas obras de
misericordia, cuanto más participéis en las calamidades ajenas, tanto más os amará Dios nuestro Señor».

10. Amar al prójimo es proporcionarle bienes del alma y darle siempre buen ejemplo.

La caridad ha de proponerse, sobre todo, proveer a los hermanos de los bienes de la gracia, alcanzarles la
vida eterna, ya que, según nuestra regla, para llegar a ser santos es para lo que nos hemos reunido en
comunidad. Ella nos induce, pues, a rezar de continuo por ellos, a darles consejo cuando lo necesiten, y
hacerles notar los defectos; sobre todo nos ha de llevar a darles buen ejemplo en todas partes.

«En un motín dice Séneca, cuando la muchedumbre se apiña y empuja, no cae una persona sin hacer caer
a otra». Lo mismo sucede en el terreno moral. En comunidad particularmente, nadie puede caer en un vicio,
sin dar a varios ocasión de caída. El miembro gangrenado no tarda en estragar los demás miembros; la
cabeza se resiente del malestar del estómago; cualquier parte del cuerpo, por robusta que sea, se altera o
debilita por la relación que guarda con otra que esté enferma. El religioso, pues, ha de dar ante todo buen
ejemplo y evitar cuanto pueda producir escándalo al prójimo.

Hijo mío dijo un día nuestro Señor a un santo religioso, ayúdame a salvar almas.

¿Cómo podré ayudaros, Señor, en un ministerio que pide santidad tan excelsa?

Lo puedes contestó Jesús con la oración y el buen ejemplo. Observa fielmente la regla, sé para todos los
hermanos modelo de obediencia, piedad, caridad, celo, abnegación y buen espíritu: con eso los salvarás.

11. Finalmente, amar al prójimo es honrar y respetar a todos los hermanos.

Honrad a todos, amad a todos los hermanos, dice san Pedro (1 P 2, 17). Estimadlos y respetadlos, porque
son miembros de vuestra familia, se les ha llamado a la misma vocación; como vosotros, son hijos de Dios,
miembros y siervos de Jesucristo, coherederos de la gloria eterna que compartiréis un día con ellos.

Honrad, respetad a todos los hermanos porque, a pesar de todos sus defectos, son piadosos, tienen
conciencia timorata y rico fondo de virtudes.

Anticipaos unos a otros en las señales de honor y deferencia, exhorta san Pablo (Rm 12, 10). Tales señales
de deferencia, manifestadas con sinceridad, fomentan el amor, como el aceite sirve de pábulo al fuego de la
lámpara y sustenta la llama.

A todo hombre le gusta ver que se le ama y respeta, por un sentimiento íntimo que le hace muy sensible en
puntos de honra. Por eso se aficiona al que le trata con respeto, y siente la necesidad de pagarle con igual
moneda. Y por eso también, quien honra y respeta a los hermanos, será honrado y respetado de ellos.

Honrad y respetad a los hermanos, porque son imágenes de Jesucristo. Pensando en ello, san Apolonio
solía decir a sus religiosos que debían adorar a los hermanos, cuando éstos les visitaban. «No los adoráis a
ellos les decía, vuestra veneración no se detiene en ellos, sino que llega a Dios, que en ellos reside». Y
agregaba: «¿Has visto a tu hermano? Pues has visto a tu Señor y tu Dios»

CAPÍTULO XXV
LA CORRECCIÓN Y EL AVISO FRATERNO

Para conservar a los hermanos en el espíritu de su


estado religioso y defenderlos contra los peligros del
mundo, el padre Champagnat les dejó las reglas más
prudentes. Pero, entre todas ellas, hay una que merece
especial consideración: es la que prescribe el aviso
fraterno.

Profundamente imbuido de aquella máxima del Espíritu


Santo: El Señor mandó a cada uno de ellos el amor de
su prójimo (Eclo 17, 12), quiere que los hermanos se
guarden mutuamente en Cristo: para facilitarles ese
deber, sentó como principio no enviar nunca a un
hermano solo. Estatuyó, además, que los hermanos
diesen la clase juntos, es decir, por lo menos de dos en
dos, en aulas contiguas, comunicadas por camón de
vidrios. En su vivienda, los hermanos han de tener sala
de trabajo, dormitorio y comedor comunes. Todos los
ejercicios piadosos, así como los estudios, han de
hacerse en comunidad. Esta vida común es una de las
reglas más esenciales del instituto, y ningún hermano,
ni de día ni de noche, ni durante el trabajo o durante el recreo, ha de separarse de los demás ni buscar
exenciones. En las salidas y paseos, incluso cuando van a la iglesia, los hermanos han de estar juntos.

Se comprende que tal vida de comunidad sea un baluarte contra toda clase de peligros, cuando uno se fija
en que la regla impone a los hermanos el deber de avisarse caritativamente de los defectos y faltas, y poner
en conocimiento del superior los abusos que pudieran introducirse en las casas, las infracciones de la regla
y todo lo que en la conducta de los hermanos pudiera escandalizar al prójimo y comprometer la fama de los
individuos o el honor de todo el instituto.

El aviso fraterno comprende, pues, dos partes: la primera consiste en dar un buen consejo, una
advertencia caritativa, a quien descuide la corrección de los defectos o infrinja fácilmente la regla. Si con ese
aviso no se consigue la enmienda, la segunda parte exige comunicarlo al superior.

La regla que nos prescribe dar a conocer al superior los defectos y faltas de los hermanos no es nueva ni
propia del instituto: es común a todas las órdenes religiosas y consta en las constituciones de todas las
comunidades.

Las constituciones de los jesuitas mandan, a quien conozca una falta notable de un hermano, que avise al
superior para que éste, con prudencia y paternal solicitud, pueda aplicar el remedio conveniente.

En la regla de los franciscanos se dice: «Si un hermano conoce alguna falta de otro, irá a avisar al superior,
sin decir antes nada al que ha cometido la falta». Con expresiones similares hallamos las mismas normas
en las reglas de san Basilio, san Benito, san Pacomio, san Agustín, etc.

Nuestro piadoso fundador llamaba al aviso fraterno «salvaguardia de la virtud de los hermanos y baluarte
del instituto». No temía afirmar que no pocos debían a la práctica de ese acto de caridad el haber evitado
graves peligros, haber conservado la virtud y aun la vocación. Aseguraba también que «el aviso fraterno es
barrera contra los abusos y escándalos». Y añadía: «Por medio de él se entera el superior de cuanto hay de
reprensible en la conducta de los hermanos, toma las providencias necesarias para volver a encarrilar a los
extraviados, mantener la regla y prevenir o corregir los abusos» .

El aviso fraterno es una manifestación de amistad. «Reprender y corregir dice san Clemente es señal de
benevolencia y no de odio». «Quien me reprende o consigue que otro me reprenda añade san Juan
Crisóstomo me da mayor prueba de amistad que quien me halaga y tributa alabanzas».

Uno de los amigos de san Francisco de Sales afirma que el santo le corregía con frecuencia los defectos y
le decía luego: «Deseo que me lo agradezcáis mucho, ya que es el mejor testimonio de amistad que puedo
daros, y sólo reconoceré que me amáis, si me prestáis el mismo servicio. No puedo tolerar en vuestra
persona la menor tacha, porque os amo sobremanera; Io que en los demás me parecen mosquitos, en vos,
por lo mucho que os quiero, se me antojan elefantes».

Quien teme contristar al hermano y omite el avisarle o dar a conocer su falta al superior, no le ama de veras;
es más, puede afirmarse que le odia, ya que le deja perecer, y podría salvarle,

«Si un hermano dice san Agustín es presa de fuerte calentura, empleáis para curarlo todos los
medios habidos y por haber; si precisa remedios fuertes, por mucho que grite, se resista y forcejee, ningún
caso hacéis de sus gritos ni de sus forcejeos; si es menester, lo mandáis atar, para llevar a cabo las
operaciones dolorosas que el médico juzgue oportunas. Y al actuar de esa forma, lo hacéis con toda razón y
caridad. ¿A qué se debe, sin embargo, que no hagáis lo mismo cuando es el alma del hermano la que está
enferma? ¿Por qué le ocultáis sus defectos? ¿Por qué encubrís sus faltas a quienes han de corregirlas?
¿Por qué teméis causar disgusto al hermano con una reprensión o un aviso que le puedan dar? ¿No sabéis
que el amor supone cierta severidad, la cual, quiérase o no se quiera, pone remedio al mal? Haced, pues,
por el alma del hermano lo que hacéis por su cuerpo; de lo contrario, dais pruebas de crueldad para con él,
faltáis a la caridad y os hacéis reo de la pérdida del alma de aquel cuyas faltas y defectos disimuláis».

«Ocultar el pecado de un hermano al superior agrega san Basilio es sencillamente adelantar la muerte del
enfermo, es empujar al precipicio al hombre que ya va corriendo hacia él de por sí. Un pecado que se oculta
es como un tumor que no para de crecer hasta que llega al corazón y produce la muerte. Ahora bien, sería
prestar muy buen servicio a un hombre, el reventarle un tumor semejante, y al revés, sería un acto de
enemistad no reventárselo; de igual modo, no se portaría uno como amigo si ocultara al superior la falta de
un hermano, porque sería contribuir a su ruina y muerte espiritual».

Responderéis, quizá, que ese hermano es muy juicioso y ya se las arreglará para buscar el remedio donde
pueda hallarlo. Os equivocáis: no va a dar uno con el remedio cuando no tiene sosiego y le ciega la pasión.
Juicioso en todo lo demás, no podrá serlo en este punto, aunque lo fuera tanto como el rey David, que decía
a Dios: Tú me revelaste los secretos y recónditos misterios de tu sabiduría (Sal 50, 8). Ahora bien, el real
Profeta, acosado y cegado por una pasión, se vio obligado a exclamar: «Toda la sabiduría se desvaneció
tragada por un remolino impetuoso, por lo que me sentí perdido, si no me socorrían». ¡No!, ya no hay
sabiduría ni juicio que valga para quien está en manos de una pasión: un velo espeso le tapa los ojos, ya no
camina sino en tinieblas.

Otros hermanos, para zafarse del deber del aviso fraterno, alegan: Me sobra con lo mío, no quiero hacerme
custodio de los demás ni meterme en sus asuntos.

¿Te sobra con Io tuyo? ¡Pero si trabajas para ti mismo, cuando procuras la salvación del hermano, pues es
parte del cuerpo del instituto del que tú también eres miembro! Redunda en interés de todos los miembros
de un cuerpo el asistirse mutuamente. Obrar de otro modo es algo que va contra la naturaleza. Oye lo que
dice san Agustín: «Si una espina penetra en el pie, todos los demás miembros se apresuran a socorrerle. La
espalda se dobla, los ojos la buscan; si alguien dice: ¡ahí está!, los oídos atienden para escuchar, las manos
se aprestan a arrancarla». Eres miembro del cuerpo de Jesucristo y del cuerpo del instituto, de los que
también son miembros tus hermanos. Si uno de ellos cae en una falta que puede llevarlo a la ruina, ¿a qué
se debe que, en vez de ayudarle a corregirse como un miembro ayuda a otro, so pretexto de que te sobra
con lo tuyo, le miras fríamente, no le prestas ayuda, encubres sus defectos, le excusas y apruebas su
conducta callándote? Al portarte así, manifiestas que no amas al hermano y que ni siquiera te amas a ti
mismo.

Agregas que no quieres hacerte el custodio de los demás. ¿Sabes a quién te pareces al hablar de ese
modo? A Caín, el primero de los réprobos. Aseguras que no quieres constituirte en custodio de tus
hermanos. No necesitas crearte ese cargo, ya que Dios mismo te lo confía, y la regla te expresa el deber de
custodiarlos celosamente en Cristo: si no cumples tal deber, habrás de responder de su alma y cargarás con
la responsabilidad de las faltas que ellos cometan.

«Sí, afirma el padre Champagnat, quien descuida el aviso fraterno, con parte la culpa del hermano; si no
hubiese gariteros, no habría ladrón alguno, o casi ninguno; por eso aquéllos son tan culpables como éstos.
De igual modo en las comunidades, si no hubiese encubridores, es decir, religiosos que faltan a la caridad
fraterna y tapan con manto de pérfida compasión las faltas de los hermanos en vez de descubrirlas al
superior, nunca habría infracciones graves de la regla y no podría introducirse abuso alguno en las casas
religiosas».

Un hermano había faltado a dicha obligación y sentía remordimientos. Dio a conocer su falta al venerado
padre, y éste le contestó:

«Está en falta, se arrepiente: ¡bendito sea Dios! Ruegue a Dios nuestro Señor que le perdone, así como al
hermano cuya falta encubrió. Amigo, si queremos no tener ningún remordimiento, hemos de seguir siempre
la vía recta; es preciso que el respeto humano o una falsa indulgencia no nos hagan nunca perder de vista
la gloria de Dios y los intereses de los hermanos. No lo olvide: dejar de avisar al superior es una falta de
caridad; uno se hace responsable de la ruina de quien se aparta del deber, siendo así que una caritativa
advertencia del superior le hubiese vuelto al buen camino. Es menester, pues, querido hermano, que repare
lo ocurrido con una gran fidelidad a la regla en lo referente a dicha caridad fraterna».

No me meto en los asuntos de ese hermano. «Error y mentira te contesta san Juan Crisóstomo, ya que
es meterte en ellos miserablemente, ayudándole a encubrirlos. ¿Que no te metes en los asuntos de ese
hermano? Pero ¡hombre!, ves que el hermano se extravía, no tienes la caridad de avisarle, y ¿te crees libre
de pecado? La ley de Moisés mandaba: Si vieres un asno o un buey de tu prójimo caídos en el camino, no
pasarás sin hacer caso: sino que le ayudarás a levantarlos (Dt 22, 4). ¿Y el alma de tu hermano sería para ti
de menor importancia que un jumento? Pongo a Jesucristo por testigo de que, con tal conducta, te haces
reo de la ruina de ese hermano, y que Dios te pedirá cuenta de su alma».
El aviso fraterno es, por consiguiente, un deber de conciencia para todos los hermanos. Hay obligación de
avisar caritativamente al que infringe la regla; hay obligación de dar a conocer al superior dichas
infracciones, si los avisos privados no han surtido efecto. Si tu hermano, al que ya has dado aviso, no se
corrige, díselo a la iglesia (Mt 18, 17), manda Jesucristo; díselo al superior. Pues bien, la omisión de tal
deber puede a veces constituir pecado grave, no en virtud de la regla, sino en virtud de la importancia del
asunto y por razón de los males que pueden resultar para el hermano extraviado y para todo el instituto.

Andad, pues, precavidos, no sea que, por cobardía o temor de disgustar a un hermano, le expongáis a
meterse en un lío y comprometer el honor de todo el instituto. Y ¿dónde se ha visto que, para no disgustar a
un individuo, se haya de faltar a la fidelidad debida a toda la corporación? ¿A quién estáis más obligados, al
hermano que se extravía o al instituto? Es cosa mala, pésima, ocultar las faltas ajenas como si se estuviese
en connivencia con los que las cometen. De eso hay que avergonzarse y no de ser fiel al instituto y de
observar la regla.

Hay personas que, por poquedad de ánimo, falta de celo u otro motivo cualquiera, temen practicar el aviso
fraterno. Pero hay a quienes no les gusta recibirlo y a quienes espantan de modo extraño los informes
dados al superior. Semejante disposición es prueba de virtud floja y de que esos religiosos no desean
corregir los defectos. Un doctor grave compara esa clase de religiosos con el demonio, porque son
incorregibles como él, y añade que una de las notas que distinguen al pecador del demonio, es que éste es
eternamente incorregible, y aquél, mientras está en esta vida mortal, es capaz de corrección.

¡Ay del hombre que anda solo! exclama el Espíritu Santo , pues si cae, no tiene quien lo levante (Ecl 4, 10).
¿Qué es andar solo? Es ocultar al superior los propios defectos y faltas. El buen religioso nada tiene oculto,
ni siquiera el propio corazón, que permanece siempre abierto para el encargado de guiarle. Andar solo es
temer y rehuir la corrección; andar solo es parecerle a uno mal que se dé a conocer su conducta al superior.

Miseria e ignominia dice el Espíritu Santo experimentará el que rehúye la corrección (Pr 13, 18). Se verá
abrumado de males, repleto de vicios, cual barbecho invadido por los abrojos. El que aborrece la corrección
agrega el autor de los Proverbios es un insensato (Pr 12, 1). Al hombre de ese talante no se le puede labrar
ni pulir; cada vez será más defectuoso; en todas partes vendrá a ser persona inútil y piedra de escándalo
para todos.

Si andas por un camino extraviado y te dicen: deténte, vuelve atrás; de lo contrario, vas a dar en una sima, o
te van a devorar las fieras o a matar los ladrones, te mostrarás agradecido por la advertencia y manifestarás
reconocimiento al que tiene la caridad de avisarte. ¿Por qué, pues, te enfadas cuando, expuesto al peligro
de perder la virtud o la fama con motivo de ciertas visitas, en conversaciones con ciertas personas, te dicen:
¡Anda con cuidado!, deja esas visitas? ¿Es razonable reaccionar así?

Y no digas: Soy director, tengo más edad y experiencia que ese hermano, sé mejor que él por dónde ando,
ya sabré detenerme cuando convenga, etc. Te engañas si crees que podrás detenerte. Olvidas aquella
sentencia del Espíritu Santo: No te apoyes en tu prudencia... No te tengas a ti mismo por sabio (Pr 3, 5 y 7),
pues eres más frágil de lo que piensas. También te engañas al creer que ves el peligro en que estás, mejor
que el hermano que te avisa o procura que te avisen. En efecto, fuera de que nadie es juez válido en causa
propia, «ocurre con frecuencia afirma el abad Josefo que el más inteligente y sabio se engaña en lo que le
concierne, y uno menos dotado lo ve con más claridad». «Ningún religioso, pues concluye el abad Josefa,
piense que puede prescindir de los demás y que no necesita aviso de nadie».

El más grave castigo de Dios es que se calle y ya no reprenda, corrija ni castigue. ¡Ay del religioso, cuando
el superior imita esa conducta de Dios! Es indicio de que se trata de un enfermo desahuciado.

El buen religioso juzga de modo muy distinto y considera el aviso fraterno como uno de los mayores
beneficios de la vida religiosa. «¿Sabéis lo que es un convento?», pregunta san Francisco de Sales. «Es
contesta la academia de la adecuada corrección, en la que ha de aprender cada uno a dejarse cepillar,
labrar, pulir y doblegar, para quedar del todo liso y poder unirse a Dios perfectamente. Un convento es un
hospital de enfermos espirituales que desean sanar y, para ello, se exponen a sufrir sangría, lanceta, bisturí,
sonda, hierro, cauterio y toda la amargura de los fármacos; por eso antiguamente llamaban a los religiosos
los curanderos». El buen religioso está plenamente convencido de tal verdad y tiene cariño al convento
como academia de corrección.
«Desear la corrección, sigue diciendo san Francisco de Sales, es señal evidente de sabiduría y prueba
segura de que se progresa en la virtud. En efecto, así como el digerir con facilidad los alimentos bastos es
señal de buen estómago, así también da pruebas de salud espiritual robusta y vigor de alma, el que gusta
de que le avisen y reprendan los defectos. Cuando se reciben de buena gana los reproches, es señal
evidente de que hay aversión al vicio, y de que las faltas cometidas proceden más de la fragilidad y
sorpresa, que de la malicia y propósito deliberado; es prueba de que se trabaja seriamente en la enmienda
de los defectos». Quien acepta gustoso la corrección, demuestra tener deseo sincero de adquirir la virtud. El
enfermo que anhela sanar, toma animoso las medicinas que le receta el facultativo, por amargas y
repugnantes que sean. Al religioso que de veras tiende a la perfección, en la cual consiste la salud robusta y
verdadera santidad del alma, nada le parece costoso con tal de llegar a esa meta: juzga que las heridas de
un padre bondadoso que, a fuer de hábil galeno, pincha para curar, son mejores que las caricias y lisonjas
de un adulador.

San Agustín, el hombre más sabio de su siglo, en carta a san Jerónimo, le declara que está dispuesto a
recibir de él avisos, y aun de cualquier inferior. «Haz el favor, te lo ruego le dice, avísame con toda
confianza, si ves que lo necesito; pues aunque ahora, según el uso de la Iglesia, el episcopado se considera
superior al presbiterado, no obstante, ya que el obispo Agustín es inferior en muchas cosas a Jerónimo,
simple presbítero, no puedo rechazar ni despreciar la corrección venga de donde viniere, aunque proceda
del último de todos».

En la vida de san Ambrosio se lee que daba las gracias a los que le hacían notar sus defectos, y recibía
aquellos avisos como un favor insigne:

San Ignacio de Loyola estaba tan convencido de la necesidad de la corrección fraterna, que dispuso hubiera
siempre al lado del prepósito general y de los provinciales un religioso especialmente encargado de velar
por la conducta de dichos superiores y, en caso de necesidad, avisarles caritativamente.

El buen superior considera como testimonio de afecto los avisos y expresiones, inspiradas por una santa
libertad, que le puedan dirigir los inferiores. Esa conducta prudente es su mejor precaución contra un
sinnúmero de faltas, porque le avisan y previenen tantas personas cuantos súbditos tiene. Pedro
Ribadeneyra, cuando tenía tan sólo quince años, advirtió a san Ignacio de Loyola, prepósito general y de
edad muy avanzada, que corrían cuchufletas acerca de sus sermones, pues cometía no pocos solecismos y
sus ademanes resultaban ridículos. La advertencia encantó a san Ignacio, que le dijo: «Pedro, tenéis razón;
os encargo me vigiléis bien en adelante; anotad cuidadosamente todos mis yerros; os prometo que he de
enmendarme».

El que anhela realmente corregirse y aspira a la perfección, desea que todo el mundo tenga fijos los ojos en
él para obligarle al cumplimiento del deber y hacer que llegue con mayor seguridad a la meta que se ha
propuesto.

«¡Ojalá disfrutara yo exclamaba san Bernardo de la ventaja de disponer de cien superiores que miraran por
mí y me vigilaran! Cuanta más certeza tengo de que hay muchas personas que me guardan en Cristo, más
seguro me encuentro». «Locura inconcebible añade el santo doctor es enojarse porque haya quien siga de
cerca nuestra conducta y nos avise; personalmente, a Dios gracias, mucho más temo los dientes del lobo
que el cayado del pastor».

Todos los buenos religiosos sienten lo mismo que el abad


de Claraval y que los demás santos arriba nombrados:
gustan de la corrección y aman entrañablemente a las
personas que tienen la caridad de avisarles o de lograr que
les reprendan.

CAPÍTULO XXVI
LA MURMURACIÓN

«Os suplico, carísimos hermanos, con todo el afecto de mi


alma y por el mucho amor que me profesáis nos dice nuestro venerado padre os afanéis por lograr que
reine siempre la caridad entre vosotros. Amaos unos a otros como Cristo os amó'. Tened todos un solo
corazón y una sola alma. ¡Ojalá pueda decirse de los hermanitos de María como de los primeros cristianos:
¡Mirad cómo se aman!. Es el anhelo más vehemente de mi corazón en el último instante de mi vida».

El amor que el padre Champagnat deseaba que se profesasen mutuamente los hermanos, ha de ser
efectivo. Pedía, para ello, que se le hiciese consistir especialmente en cuatro cosas:

1.a Prestarse mutuos servicios en cualquier ocasión.

2.a Avisarse caritativamente de los defectos e infracciones de la regla.

3.a Soportarse mutua y caritativamente.

4.a Buscar excusa y manto para los defectos de los demás.

Deseaba que se ocultasen los defectos de los hermanos no sólo a la gente de fuera, sino también a los
miembros de la comunidad. Por esa razón dejó una regla que prohíbe a todos los hermanos referir lo que de
reprensible haya ocurrido en la comunidad, comunicarse las leves antipatías que hayan podido sentir para
con ciertos hermanos y los roces que haya podido haber entre ellos.

«No es menos indispensable agregaba guardar la reputación de los hermanos entre los miembros de la
comunidad que frente al público. Un hermano tiene aún más derecho a la estima de sus colegas que a la de
la gente extraña. A un religioso desacreditada ante el público, le puede consolar la satisfacción de contar
con la estima y confianza de sus hermanos; pero si ha perdido la fama ante los suyos, con quienes se ve
obligado a vivir, la estancia en la comunidad se le hace un suplicio: es imposible que la aguante, a no ser
que posea una virtud extraordinaria».

A modo de explanación de esa sentencia del venerado padre, nos atrevemos a afirmar:

1. La murmuración es uno de los peores escollos de la vida religiosa.

Uno de los mayores beneficios del estado religioso es que nos pone a cubierto de casi todos los peligros
exteriores de ofender a Dios. Sin embargo, el hombre es tan débil, que no halla en sitio alguno el remedio
infalible y absoluto contra el pecado, ni siquiera contra el pecado mortal. Así, el ángel sucumbió en el cielo,
el hombre en el paraíso terrenal, Judas en la compañía de Jesús y de los apóstoles. Es más, confesemos la
verdad íntegra: «Hay pecados graves dice Bourdaloue a los que se puede incluso estar más expuesto en la
religión que en el mundo; tales son, por ejemplo, el abuso de la gracia, el sacrilegio, los pecados que
malhieren la caridad. En la religión está uno más resguardado contra la avaricia y la ambición; pero está
más expuesto a las murmuraciones, quejas, maledicencia, etc. Poco importa perderse por este o por aquel
pecado, lo malo es merecer la desgracia de la condenación».

«De todos los pecados afirma san Juan Crisóstomo, el de la murmuración es el que más fácilmente se
comete, en el que se incurre con menos remordimiento y por el que se recibirá castigo más severo. Para los
demás pecados se necesitan medios externos, extraños a la persona, mientras que la murmuración no
necesita más que la voluntad, ni otro instrumento sino la lengua. Por eso se incurre tan fácilmente en esa
falta».

San Jerónimo asevera: «Hay muy pocas personas, incluso entre religiosos, que no se dejen arrastrar a la
murmuración. Tiene el hombre tal comezón de hablar de todo el mundo y criticar actos ajenos, que incluso
los exentos de otros vicios caen en éste como en el último y más peligroso lazo del demonio». Y agrega el
santo doctor: «No se crean a salvo los monjes ni digan: No cometemos pecados graves en el monasterio,
pues ni somos adúlteros ni homicidas. Os aseguro que cometéis un verdadero crimen cuando denigráis a un
hermano: le matáis con la lengua. Feo vicio es no querer callarse y andar de celda en celda murmurando de
los demás».
No te acompañes con los detractores (Pr 24,21), dice el Espíritu Santo. ¿Por qué? Porque ese vicio según
la Glosa pone a muchos en trance de naufragio.

«¡Ay! exclama san Juan Crisóstomo, con la vista ofuscada para ver los defectos propios, no se ven más que
los ajenos, se murmura por el mero placer de murmurar: ¡triste placer! Hay quien va al infierno, no por
camino ancho, sino por sendas y desvíos secatones: fiel a los mandamientos difíciles, se condena por los
pecados que más fácilmente podría evitar»

En las casas religiosas afirma Saint Jure ocurre con frecuencia esta desgracia: tras haber hablado mal del
prójimo, desvelado sus defectos, propalado sus faltas e infamado su conducta, se queda uno con conciencia
falsa, errónea: no se hace caso de tal falta, no se confiesa o se confiesa muy superficialmente, sin
escrúpulo, contrición ni reparación. Es un engaño grave: se fomentan así pecados secretos y se pone en
gran peligro la salvación».

El padre Acquaviva, quinto propósito general de la Compañía de Jesús, en consulta secreta, preguntó a
todos los padres de su instituto, de qué modo y por dónde estaban los miembros de la Compañía de Jesús
más expuestos a perder la caridad y hacerse reos de pecados graves. La inmensa mayoría de las
respuestas apuntaron al vicio de la detracción. Era la opinión personal del reverendo padre Acquaviva, y
estaba tan convencido del riesgo que corre un religioso en ese punto, que recomienda, en un tratado que
escribió sobre los remedios para curar los males del alma, que, si uno se ha descuidado en tal materia, no
vaya de ningún modo a la cama sin antes haberse confesado.

«En opinión de hombres prudentes y sabios dice Cornelio a Lápide muchas personas se condenan por el
pecado de murmuración y calumnia. La maledicencia es tanto más grave y peligrosa cuanto que se la
pondera poco y se la toma por una bagatela».

2. La murmuración es un pecado grave.

La maledicencia según santo Tomás es de por sí pecado grave. La parvedad de la materia o la falta de
consentimiento disminuyen la gravedad de ese pecado, pero siempre es pecado venial de los más serios,
porque ataca a la caridad y ofende a la justicia.

«A mi juicio opina san Juan Crisóstomo, la malicia del detractor es más grave que la del ladrón. La ley
cristiana, en efecto, que tanto se interesa por el amor del prójimo, mira mucho más a las almas que a la
bolsa, y la detracción quita al prójimo el más preciado de todos los bienes, la buena fama».

Habrá quien diga: No pongo malicia en ello y lo que digo del prójimo es verdad. «Por muy convencido que
estés responde san Juan Crisóstomo de la verdad de lo que afirmas y aunque no te mueva la menor
intención de venganza, hieres la caridad, eres culpable. Se te juzgará no por lo que los demás hicieron, sino
por lo que tú dijiste».

«Y un agravante más de la falta del detractor sigue diciendo san Juan Crisóstomo es que no le vale excusa
alguna». Los demás desórdenes, si bien condenados todos por la razón, pueden disculparse o por lo menos
explicarse por ciertas causas que los provocan: el disoluto alega la violencia de su temperamento, el ladrón
se escuda en la indigencia, el homicida en el arrebato de la cólera. El detractor no puede presentar ningún
pretexto: no le mueve la codicia del dinero, ninguna pasión le ciega. No tiene excusa.

Y, sin embargo, con una sola palabra, el murmurador produce con la lengua una llaga más honda que si le
clavara a uno los dientes. Al quitar la fama al prójimo, le hace un daño que nunca podrá reparar. Por eso me
atrevo a decir que es más criminal que un asesino, y que le espera un castigo más riguroso.

«La lengua maldiciente dice san Bernardo es una espada, una garrocha; con un solo hálito mata a tres
personas: la que murmura, la que escucha y la que es objeto de la maledicencia. Es víbora ponzoñosa que
inficiona mortalmente a tres almas».

«Estamos tanto más obligados dice nuestro venerado fundador a evitar cualquier maledicencia cuanto que
es facilísimo incurrir en culpa grave al propalar los defectos o faltas de los hermanos:
«a) Porque, a menudo, una cosa baladí se convierte en falta grave, o al menos va subiendo de tono al pasar
de boca en boca y divulgarse.

«b) Porque cualquier defecto o falta, incluso leve, que se da a conocer, puede hacer concebir mala opinión
de un hermano, malquistarle con las personas con quienes vive, robarle su estima y originar desavenencias,
discordias, turbación y desorden durante todo un año.

«c) Porque semejante maledicencia puede engendrar contra su autor, en el corazón de la víctima, un odio,
una aversión, un resentimiento que no podrán borrarse en muchos años.

«d) Porque dichas faltas se cometen sin escrúpulo, tomándolas por pequeñeces; con frecuencia ni se acusa
uno de ellas en la confesión, exponiéndose así a cometer sacrilegios; pues ocurre a menudo que una
maledicencia, una palabra contra la caridad, tenida por leve, es pecado mortal.

«Mírense como se miren, las faltas contra la caridad son, pues, peligrosísimas; por cuya causa, los
hermanos han de evitarlas con suma diligencia».

Finalmente, la maledicencia es un pecado que desagrada muchísimo a Dios, como se ve por estas palabras
de la sagrada Escritura: El murmurador, y el hombre de dos caras es maldito; porque mete confusión entre
muchos que vivían en paz (Eclo 28, 15). Seis son las cosas que abomina el Señor y otra además le es
detestable:... el que siembra discordias entre los hermanos (Pr 6, 1619). ¿Quién es el que siembra
discordias sino el detractor? Jesucristo rechaza del altar al detractor: Ve primero le dice a reconciliarte con
tu hermano, y después volverás a presentar tu ofrenda (Mt 5, 24).

La gravedad de la murmuración se mide:

1.° Por la gravedad de la culpa en que incurre el que murmura y la intención o pasión que le mueve.

2° Por el mal propalado. Es evidente que dar a conocer una falta grave es pecado mayor que si se tratara
de una falta leve.

3° Por el número de los que lo oyen. Es obvio que murmurar en presencia de cuatro personas es falta más
grave que hacerlo ante una sola.

4° Por los efectos y consecuencias de la murmuración.

5° Finalmente, por la dignidad de la persona contra quien se murmura.

Acerca de este último punto trae Rodríguez una consideración pavorosa. «Enseñan los teólogos dice que el
referir una falta leve del prójimo no llega a pecado mortal si se trata de seglares, porque no se les quita fama
con semejante manifestación; pero, tratándose de un religioso o de un sacerdote, puede incurrirse en
pecado grave. La razón de ello estriba en que algunos pecados veniales causan más deshonra a un
eclesiástico o a un religioso, que varias faltas graves a un seglar. Al decir de un sacerdote, un párroco, un
religioso, un superior, que es mentiroso, falto de juicio, carente de piedad, casquivano, etc., se le perjudica
más en el aprecio de los que lo escuchan, que afirmando de un seglar que no observa el ayuno eclesiástico,
que no oye misa los domingos, etc.».

La malicia del pecado de murmuración depende, pues, en gran parte, de la dignidad de la persona objeto de
la maledicencia. Motivo poderoso para no hablar nunca mal de los superiores ni de los sacerdotes.

3. La murmuración es causa de un sinnúmero de males.


La murmuración es fuente de males. «No hay uno solo que no emane de ella, afirma san Juan Crisóstomo.
De ella provienen las riñas, desconfianzas, disensiones, odios, enemistades, la ruina de las familias y el
trastorno de los pueblos. Es lo que nos enseña el Espíritu Santo con estas palabras: La lengua del
murmurador ha alborotado a muchos, y los ha dispersado de un pueblo a otro. Arruinó ciudades fuertes y
ricas, y destruyó desde los cimientos los palacios de los magnates. Aniquiló la fuerza de los pueblos, y
disipó gentes valerosas (Eclo 28, 1618)22.

El murmurador es un hombre temible en una casa: alborota a todos los que en ella viven; es un enredador,
un sembrador de cizaña. Según san Bernardo, «es una raposa que todo lo estraga y arruina».

¿Qué opináis de la maledicencia?, preguntaba un monje al santo abad Agatón.

La maledicencia, contestó el santo, es viento abrasador y enfurecido que todo lo derriba y consume, tira al
suelo todos los frutos del árbol de la caridad y lo trastorna todo en todas partes.

«El murmurador dice san Bernardo es un apestado, un leproso que pega su achaque a los demás y echa a
perder sus almas». «Es un azote público añade san Ambrosio que pasa arrasándolo todo, cual río que sale
de madre y asuela totalmente una comarca».

«Los religiosos murmuradores afirma Saint Jure son como las cloacas de una ciudad, a las que van a parar
todas las inmundicias, toda la basura. Cuantas imperfecciones y faltas hay en la comunidad van a dar a la
mente de los religiosos murmuradores; éstos despiden luego una hediondez que inficiona la casa entera; su
boca es un sepulcro abierto, repleto de cadáveres que despiden una infección mortal».

¿Sabéis de qué ralea es el que habla mal de los superiores y de los hermanos? De la raza de Cam, tercer
hijo de Noé, el cual, en vez de cubrir la desnudez de su padre, se mofaba de ella. Por tal motivo recibió la
maldición del padre, como la recibirán de Dios los murmuradores.

El religioso murmurador es el peor enemigo que tienen la unión y la concordia; nada hay más peligroso en
una comunidad que un miembro murmurador; una casa religiosa no puede subsistir cuando en ella se tolera
la desordenada licencia de hablar mal del prójimo. Porque estaban convencidos de esta verdad, fueron los
fundadores tan severos cuando se trataba de la detracción.

«Las casas religiosas decía san Francisco de Asís perecerán si se da entrada en ellas a un vicio tan
nefasto. Pido, pues, y prescribo a guardianes y superiores que pongan el mayor empeño en impedir que tan
terrible plaga se propague entre nosotros. Y para ello mando que se castigue severamente al hermano que
hable mal de otro hermano». ¿Qué penitencia se le habrá de imponer? «Quien despoje de su fama al
hermano, se le despojará a él del hábito religioso y se le prohibirá rezar con los hermanos hasta que repare
su culpa».

Cuando el abad Pacomio oía a alguien hablar mal del prójimo, se desviaba en el acto y huía del murmurador
como se huye de un enfermo rabioso o apestado.

San Bernardo no quería que se retuviera en el convento al religioso murmurador. «Se le ha de castigar dice
y despedir, en el caso de que no se enmiende»

San Basilio separaba de la comunidad a los detractores como a enfermos contagiosos, y castigaba
severamente a quienes les escuchaban.

San Jerónimo manda que se huya del murmurador como de una serpiente: «Si oís a uno que habla mal de
otro dice en la Regla, huid lejos de él, como de una víbora».

«A los religiosos de lengua viperina dice san Alfonso de Ligorio se les ha de echar del convento, o dejarlos
toda la vida encerrados en un calabozo; pues perturban el silencio, la devoción, la concordia, la unión y la
paz de los demás hermanos. Si se les deja libres, acaban por arruinar la comunidad».

San Agustín había puesto en el comedor una sentencia para avisar que nunca se hablara mal del prójimo.
Unos eclesiásticos, que estaban comiendo un día con él, cayeron en esa falta y el santo procuró dar otro
giro a la conversación. Al no lograr hacer callar a los culpables con ese reproche indirecto, se levantó y les
dijo con santa libertad: «Una de dos: o calláis, o me retiro».

El hombre murmurador va tejiéndose una vida miserable: se le teme, nadie le tiene simpatía, pasa por este
mundo sin amigos verdaderos, porque no tiene caridad. Por esa razón san Pedro, que deseaba la dicha y
tranquilidad de todos los cristianos, les escribía: El que de veras ama la vida y quiere vivir días dichosos,
refrene su lengua del mal, y sus labios no se desplieguen a favor de la falsedad (1 P 3, 10).

Pero no basta con evitar la detracción. Es preciso, además, no escucharla. «Consentir en la denigración o
escucharla es lo mismo», dice san Juan Crisóstomo. «El que murmura agrega san Bernardo tiene el
demonio en la lengua, y el que le escucha lo tiene en el oído».

¿Qué se ha de hacer al oír murmurar?

1.° Huir del murmurador y aprovechar el mejor pretexto para dejarle solo.

2.° Incluso reprenderle, si se tiene autoridad sobre él; y, tratándose de un igual, hacerle observar que no
obra bien.

3.° Hacerse el desentendido y no prestar atención a lo que se dice, cuando no sea posible retirarse. Para
conseguir que se calle el murmurador, también es buen remedio acoger sus palabras con profunda tristeza,
pues como dice Beda el Venerable, «si aparentáis alegraros, animáis al murmurador a seguir denigrando;
pero si le mostráis tristeza, dejará de contar complacido lo que escucháis apenados».

No hará falta recordar ahora que dar a conocer al superior, conforme a la regla, las faltas o defectos de los
hermanos, no es maledicencia sino acto de caridad con miras al bien del prójimo.

CAPÍTULO XXVII
SILENCIO Y DISCRECIÓN EN EL HABLAR

¿Qué es la lengua? Es la intérprete del corazón. «Cual


es el corazón, así es la lengua», dice Cornelio.

¿Queréis saber Io que es un hombre? Prestad oídos a


sus palabras, pues de la abundancia de/ corazón habla
la boca (Mt 12, 34). Sócrates decía a un adolescente:
«Habla, joven, para que te conozca: tu manera de
hablar será para mí espejo de tu alma»

Al destapar un recipiente lleno de inmundicias, despide


un olor fétido. Así, el corazón perverso echa por la boca
la corrupción de que está lleno: inficiona y mancha a
cuantos con él se relacionan. Por el contrario, el pomo
que contiene delicioso perfume, despide un olor suave.
Es lo que hace la lengua cuando es instrumento de un
corazón puro y alma inocente.

De la vasija que contiene vino, vinagre, aceite o miel,


sale un olor que revela lo que hay dentro; también la
lengua traiciona al alma y pregona lo que es.

Quien gusta hablar de cosas fútiles, manifiesta que tiene mente frívola, ligera, desvergonzada; si propende a
decir palabras desenvueltas y equívocas, es que le hierve la lujuria en un corazón que la rebosa; si se
complace en murmurar del prójimo, es señal de un alma sin caridad, justicia ni conciencia; si suele ufanarse
y mirar a los demás por encima del hombro, es un esclavo del orgullo. En una palabra, cual es el lenguaje,
tal es el alma y el corazón. Y así como el español habla su idioma, y el francés el suyo, así el hombre de
alma celestial habla de las cosas del cielo, y el de alma terrenal de las cosas de la tierra. Por último, el
Espíritu Santo dice: La boca de los impíos rebosa maldades (Pr 15, 28), porque tiene el corazón repleto de
iniquidad.

«El silencio indica la regla es necesario en una comunidad para mantener el recogimiento, la piedad, la
regularidad, la paz, la caridad y el amor al trabajo.

Sí, el silencio es necesario:

1. Para evitar el pecado.

Quien habla mucho enseña el Espíritu Santo hará daño a su alma (Eclo 20, 8). Y en otro lugar: En el mucho
hablar no faltará pecado, mas quien sus labios refrena, es hombre muy prudente (Pr 10, 19).

«Estoy convencido dice san Ambrosio de que la infracción de la regla del silencio y la comezón de hablar
son para el religioso el naufragio de la inocencia y la causa de tropiezos y caídas cotidianas». Había tomado
esa doctrina de la sagrada Escritura: ¿Bastará al hombre ser gran parlador para justificarse?, pregunta
(Sofar de Naamat en) Job 11, 2. No, no es posible que guarde el alma sin pecado. «Hablar mucho sin
ofender a Dios es un prodigio que no se da en la tierra».

«La lengua afirma san Bernardo no es más que una mínima parte del cuerpo. No obstante, causa mucho
daño: lame con la adulación, muerde con la maledicencia, mata con la mentira». «¡Ay! exclama este santo
doctor, con cuánta razón se dice que en el mucho hablar no faltará pecado (Pr 10,19)! Cuando me han dado
licencia para dirigir la palabra a una persona por necesidad, hablo de asuntos necesarios, pero también de
otros que no lo son; se me escapan palabras ociosas, fútiles, festivas, y en la retahíla de palabras con que
se mancha la lengua murmurando, rebajo aviesamente la fama de las personas virtuosas; jamás narro las
cosas que he visto u oído tal como se han hecho o dicho; afirmo una cosa por otra, las adorno y altero. En
una palabra, de todos los miembros del cuerpo, la lengua es el que más me daña».

Santiago afirma también que no hay órgano de nuestro cuerpo del que tanto se sirva el demonio, como de la
lengua, para hacernos cometer el pecado (cf. St 3, 6).

¿Por qué el demonio, aunque dejó el cuerpo de Job hecho una llaga, no le tocó la lengua? Porque sabía
que la lengua es causa y fuente de pecados, y esperaba que Job se sirviese de ella para ofender a Dios.

«El recipiente que no tenía tapadera dice san Pedro Damiano había de ser impuro, según la ley de Dios».
Es imagen del hombre cuya boca no se cierra con el silencio y cuya alma se echa a perder con las
impurezas de los pecados. El religioso se conserva, pues, exento del pecado mediante el silencio; pero se
arruina y comete un sinnúmero de faltas en cuanto se entrega a la cháchara y al parloteo.

«Treinta años hace confesaba a sus discípulos san Sisoes que ruego a Dios con lágrimas me preserve con
su gracia del pecado y de toda mala acción: sin embargo, a pesar de mis lágrimas y ruegos, no he logrado
domeñar enteramente la lengua, y peco de palabra cada día».

«La mayor parte de los pecados afirma san Alfonso de Ligorio proceden de haber hablado o de haber oído
hablar. ¡Ay, cuántos religiosos veremos, en el día del juicio, condenados por haber infringido la regla del
silencio!»

Preguntado acerca de lo peor y lo más peligroso que hay en el hombre, Anacarsis contestó: «Es la lengua».
Con razón, pues, decían los padres del desierto que jamás vencerá las tendencias carnales, quien sea
incapaz de regir la lengua.

2. Para vivir piadosamente.


«Tres cosas afirma el santo abad Agatón necesita un religioso: la observancia del silencio, el amor a la
oración y la renuncia de la voluntad propia. Pero, sin la primera de las tres, jamás conseguirá las otras dos».
«Eché el cerrojo a la puerta, y dialogué con mi amado», dice la esposa de los Cantares, para significar que
guardó silencio, se separó de las criaturas y renunció a todos los consuelos humanos para merecer
conversar con Dios. «El religioso charlatán según san Ambrosio pierde fácilmente la unción de la piedad y
los afectos virtuosos se le escapan de los labios como se derrama el líquido de un recipiente roto».
«Amadísimos hermanos decía san Doroteo a sus religiosos, ¿no es verdad que al abrir un horno, se le va
inmediatamente el calor? Es lo que os sucede cuando habláis sin necesidad: el parloteo os vacía la mente
de todos los buenos pensamientos que ésta albergaba».

«La experiencia enseña dice san Gregorio que los entregados a la oración se tornan sordos y mudos para
todas las cosas terrenales: no pueden hablar ni oír hablar de ellas, porque tan sólo anhelan conversar de lo
que aman». Moisés, al hablar con Dios, perdió casi el uso de la palabra. Apenas Jeremías hubo iniciado el
diálogo con el Señor, exclamó que tan sólo era un niño, y ya no era capaz de hablar a los hombres.

«No menos real asegura san Alfonso de Ligorio es que los que hablan mucho con las criaturas, conversan
poco con Dios». Son incapaces, en efecto, de mantener tal diálogo: sin el silencio no puede haber
recogimiento ni fervor ni espíritu compungido; sin el silencio, la oración resulta imposible o está llena de
distracciones. Por lo demás, quien habla mucho comete, por lo menos, faltas leves; ahora bien, el pecado
venial voluntario es uno de los mayores obstáculos para las comunicaciones divinas. El pecado venial
mancha el alma: es lepra que le afea el rostro y la deforma ante Dios, quien aparta de ella la mirada y la
abandona a su flaqueza y distracciones. El pecado venial contrista al Espíritu Santo, paraliza las
operaciones del mismo en el alma y echa a perder los sentimientos piadosos; entregada así el alma al
fastidio, a la sequedad y aridez, se le hace un suplicio la oración. Es, pues, verdad que, para vivir
piadosamente es preciso observar el silencio y mantenerse recogido.

3. Para vivir ejemplarmente.

El silencio fomenta, hace crecer y perfecciona todas las virtudes. Así pues, los antiguos solitarios tenían por
falta muy peligrosa la infracción del silencio, y la castigaban con mucha severidad.

San Arsenio preguntó a Dios qué debía hacer para salvarse. Oyó una voz que le decía: «Huye de los
hombres y guarda silencio». Tras haber vivido muchos años en el yermo, volvió a preguntar, para saber
cómo podría adquirir una gran virtud y llegar a la perfección. Y volvió a escuchar la misma voz que le decía:
«Huye de los hombres y guarda silencio».

Si alguno no tropieza en palabras, ése es varón perfecto (St 3, 2). «Y al revés prosigue san Bernardo al
comentar dicho texto, quien no sabe regir la lengua no sólo no es perfecto, sino que carece absolutamente
de virtud».

En decir de san Odón, «la vida y acciones de un religioso, por excelentes que sean, no merecen estima
alguna ni han de tenerse en cuenta para nada, si no es capaz de enfrenar la lengua».

En opinión de san Pedro Damiano, «el religioso preserva la virtud y la pureza de corazón mediante el
silencio y la modestia, pero pierde ambas cosas cuando suelta fácilmente la lengua sin verdadera
necesidad».

Dussaut se atreve a afirmar que «no guardar el silencio y ser mal religioso es poco más o menos lo mismo».
Igual opina san Isidoro: «El prurito de hablar, el hábito de las chanzas y de la disipación es señal segura de
conciencia vana y desordenada, de espíritu superficial, de alma débil y carente de virtud».

Preguntaron un día a santo Tomás de Aquino si había alguna señal para reconocer al hombre realmente
virtuoso. «Sí contestó, el espíritu de prudencia y de reflexión». Y añadió luego: «Si veis a un religioso que se
complace en parlerías inútiles, en chacotas y bagatelas mundanas, no le tengáis de ningún modo por
hombre espiritual, aunque obre maravillas. ¿Por qué? Porque su virtud carece de fundamento y trabazón».
«Me comunican, escribe san Jerónimo, a uno de sus amigos que has dejado el mundo y entrado en un
convento. Has levantado, pues, recia y sólida muralla para defenderte contra los enemigos de la salvación.
Pero te conozco bastante para estar seguro de una cosa: es que dejaste en la muralla un portillo por el que
puede entrar el demonio. Te lo voy a aclarar. Tienes el grave defecto de hablar mucho. El portillo, pues, es tu
boca. Por consiguiente, si deseas estar al resguardo del peligro enemigo, perseverar en la vocación y
adquirir virtud sólida, cierra el portillo y enfrena la lengua; sin ello, nada bueno podrás hacer y te expones a
caídas frecuentes».

No se oyó una palabra durante la reconstrucción del templo de Jerusalén. «Lo que significa según san
Pedro Damiano que el edificio de las virtudes y de la perfección ha de levantarse mediante el silencio»

El silencio es custodio del corazón y da al alma clarividencia y agudeza. Es germen de pensamientos


santos, de acciones generosas y heroicas; «enciende el corazón en el amor divino», según expresión de
san Francisco de Asís.

4. Para la mutua edificación y fortalecimiento de la observancia regular.

Una de las primeras intenciones que mueven a los religiosos a congregarse bajo una misma regla, es la
ayuda y edificación mutua en el logro de la perfección. Ahora bien, el religioso disipado y que no observa el
silencio, en vez de edificar y ayudar a los hermanos a practicar la virtud, los distrae y perturba, y viene a ser
para ellos motivo de escándalo y ocasión de tropiezo y caída.

«Me preguntáis dice san Bernardo lo que pienso del religioso que, por su mal ejemplo, induce a los demás
al relajamiento o los perturba con sus inobservancias e inquieta con su locuacidad, murmuración e
infracciones frecuentes del silencio. Contestaré que ese religioso contrista al Espíritu de Dios que habita en
sus hermanos, persigue la virtud y declara la guerra a Jesucristo»

«El religioso disipado es la alegría del demonio», afirma san José de Calasanz. No sólo es la alegría del
demonio, sino que «además según san Alfonso desempeña oficio de demonio, ya que impide al prójimo
observar el silencio y vivir en el santo ejercicio de la presencia de Dios». «Los religiosos charlatanes sigue
diciendo el mismo santo son los demonios familiares de los conventos, y causan en ellos un daño espantoso
de cuya gravedad sólo se darán cuenta después de la muerte».

San Ignacio de Loyola consideraba la infracción habitual del silencio como falta suficientemente grave para
justificar el despido de un individuo, sin duda por razón del escándalo y el perjuicio que causa semejante
religioso

Igual pensaba san Bernardo. He aquí sus palabras: «Quien escandalizare a uno de estos parvulillos que
creen en mí, mejor le sería que le colgasen del cuello una de esas piedras de molino que mueve un asno, y
así fuese sumergido en el profundo del mar (Mt 18, 6). Más le valdría no haber nacido (Mt 26, 24). Sí agrega
el santo, ¡ojalá no hubiera nacido en esta comunidad! Más le valdría que le impusieran en los hombros el
yugo pesado del mundo y le enviaran al siglo, ya que, si perece en el mundo, habrá de oír una sentencia de
condenación menos terrible que si perece en la religión». «Quien no da continúa el santo el buen ejemplo
que debiera dar, no espere sino una terrible condenación, puesto que, según san Pablo (1 Co 13, 3),
aunque uno entregue su cuerpo a las llamas, no puede menos de perderse, si no tiene caridad».

Es ello tanto más evidente cuanto que una comunidad no puede subsistir sin la práctica del silencio. «Por
eso dice Mabillón, todos los fundadores, sin excepción alguna, han impuesto la regla del silencio cual
baluarte principal y defensa contra cualquier peligro».

Santo Domingo llama al silencio el fundamento de su orden religiosa. «Se prohíbe señala infringirlo, y los
dominicos han de considerar como una falta el hablar sin necesidad». En otro lugar se llama al silencio
«columna principal de las casas religiosas, en las que, si aquél falta, todo se viene abajo».

El silencio es el punto capital de la disciplina religiosa: nunca se establecerá el orden en una comunidad, sin
la regla del silencio. Para san Ignacio, la fiel observancia de la regla del silencio era prueba segura de que
reinaba el fervor en una casa religiosa y de que en ella florecían todas las virtudes.
«¿Deseáis saber decía si hay piedad y virtud sólida en una casa religiosa? Ved si allí se observa el silencio»

Todas las virtudes moran en la casa en que halléis el recogimiento. En su Historia de la lglesia, Fleury
confirma esa opinión al escribir: «Los conventos más disciplinados y en los que más se practica la virtud son
aquellos en que más rigurosamente se observa el silencio».

Dom Calmet, que estudió muy seriamente este problema, no teme aseverar que «nada ha contribuido tanto
a la pérdida del espíritu religioso y a la ruina de las congregaciones, como la infracción de la regla del
silencio; cuando hay relajamiento en ese punto, ya no cabe esperar sino calamidades».

Profundamente convencido de tal verdad, san Lorenzo Justiniano escribe: «El religioso que descuida la
regla del silencio, desea perturbar y destruir el orden y la congregación, y desprecia al Espíritu Santo, que
ha establecido esa norma en las casas religiosas».

San Francisco de Sales, a pesar de toda su mansedumbre, no teme agregar: «Quien se niega a observar el
silencio, desea perturbar y destruir el orden y la congregación, y desprecia al Espíritu Santo, que ha
establecido esa norma en las casas religiosas».

Mírese por donde se mire, la regla del silencio es, pues, una de las más importantes

CAPÍTULO XXVIII
LAS VIRTUDES MENORES: ÚNICO MEDIO DE ESTABLECER
Y FOMENTAR LA UNIÓN Y EL ORDEN EN LAS COMUNIDADES

El hermano Lorenzo fue un día a ver al padre Champagnat y, con


su acostumbrada sencillez, le dijo:

Padre, vengo a manifestarle algo que me da mucha pena.

Bienvenido, hermano Lorenzo. Diga, dígame pronta y


francamente el motivo de su pena.

En la casa a la que me destinó hace pocos días, somos seis


hermanos. Si no me equivoco, creo poder afirmar que observamos
la regla en todos sus puntos. Los hermanos, en mi opinión, son
todos hombres virtuosos, que trabajan con celo en su santificación
y salvación. Me parece que todos buscamos el bien y nos
afanamos por conseguirlo. No obstante, la unión entre nosotros no es perfecta. Esa unión es aún más floja
en la comunidad de..., que son nuestros vecinos más próximos y a los que vamos a visitar de vez en
cuando. Y eso que son tres hermanos de más reciedumbre cristiana y fervor religioso que nosotros. Pues
bien, con frecuencia me pregunto: ¿Cuál puede ser la causa de los leves roces que hay entre nosotros?
¿Por qué no es perfecta la unión entre hermanos tan observantes y que tanto se afanan por su adelanto
espiritual? ¿Cómo es posible que la caridad perfecta, la unión de los corazones y la conformidad de
sentimientos dejen que desear entre nuestros hermanos vecinos, que son, así y todo, hombres de virtud
sólida? Ese es el motivo de mi pena, padre. Tenga la bondad de darme una explicación del porqué de tantas
desavenencias domésticas y señalarme sus remedios.

Querido hermano, tiene razón al decir que los hermanos con los que está viviendo y los de la comunidad
vecina son virtuosos: lo son de veras y le confieso con sumo agrado que los tengo por buenos religiosos. ¿A
qué se debe que no haya unión perfecta entre todos ellos? Podría limitarme a decirle que en todas partes
cuecen habas y que aun los hombres más virtuosos tienen defectos y están expuestos a cometer faltas, ya
que el justo dice la sagrada Escritura cae siete veces al día. Pero me parece mejor tratar seriamente el
problema y explicarle bien mi parecer sobre este punto.

Se puede ser sólidamente virtuoso y tener mal carácter. Pero ocurre que, para alterar la unión de una
comunidad y hacer sufrir a todos sus miembros, basta el mal talante de un solo hermano. Puede uno ser
regular, piadoso y tener afán de santificación; puede uno, en una palabra, amar a Dios y al prójimo sin tener
la perfección de la caridad, a saber, las virtudes menores, que son como los frutos, el adorno y corona de la
caridad. Pues bien, sin la práctica diaria, habitual, de las virtudes menores, no se da la unión perfecta en las
comunidades. El descuido o la carencia de las virtudes pequeñas: ésa es la causa principal, y tal vez la
única, de las disensiones, división y discordia entre los hombres.

Dispense, padre, pero no acabo de ver qué entiende por virtudes menores. ¿Tendría la bondad de
explicármelo?

Aunque es un poco larga la enumeración y definición de dichas virtudes, se la voy a dar. Son
virtudes menores o escondidas:

1. La indulgencia,

o facilidad para excusar las faltas ajenas, reducirlas a menos e incluso perdonarlas, aunque no pueda
uno permitirse semejante indulgencia consigo mismo. San Bernardo nos ofrece un ejemplo maravilloso de
ese espíritu de indulgencia. «Hermanos decía a sus monjes, podéis tratarme como os parezca, me he
propuesto amaros siempre, aunque no me améis vosotros. Seguiré afecto a vosotros, aun a vuestro pesar.
Si me lanzáis insultos, los aguantaré pacientemente; agacharé la cabeza ante los denuestos; venceré
vuestros rudos modales con nuevos beneficios; iré al encuentro de quienes rechacen mis atenciones; haré
bien a los ingratos; honraré a los que me desprecien, ya que somos todos miembros del mismo cuerpo».

2. La disimulación caritativa,

que no se da por enterada de los defectos, yerros, faltas o despropósitos del prójimo, y todo lo aguanta
sin protestar ni quejarse: Revestíos de entrañas de compasión... sufriéndoos y perdonándoos mutuamente
(Col 3, 1213). Os conjuro que andéis con paciencia, soportándoos unos a otros con caridad (Ef 4, 12),
exhorta san Pablo. ¿Por qué no dice el Apóstol: reprended, corregid, castigad, sino soportad? Porque, ge-
neralmente, no tenemos encargo de corregir, oficio propio de los superiores; nuestro deber es solamente
soportar. Porque, incluso si nos reprenden, hemos de aguantar, pues hay defectos que sólo se curan con el
ejercicio de la paciencia y de la tolerancia. Los hay, además, que aun en las almas virtuosas no se corrigen
a pesar de todos los esfuerzos, y que Dios deja para que se ejerciten en la virtud el que los tiene y los que
han de vivir con él.

3. La compasión,

que comparte las penas de los que sufren para suavizárselas, llora con los que lloran, participa en las
dificultades de todos y se afana por aliviarlas, o carga personalmente con ellas.

4. La alegría santa,

que toma también para sí los gozos ajenos con el fin de acrecentarlos y proporcionar a sus colegas
todos los consuelos y dicha de la virtud y de la vida de comunidad. San Pablo nos ofrece un admirable
ejemplo de la caridad que adopta todas las formas para ser útil al prójimo: Híceme flaco con los flacos, por
ganar a los flacos. Híceme todo para todos, por salvar a todos (1 Co 9, 22). ¿Quién enferma, que no
enferme yo con él? ¿quién se escandaliza, que yo no me requeme? (2 Co 11, 29).

San Cipriano, que seguía fielmente las huellas del Apóstol, decía a su grey: «Hermanos míos, comparto
todos vuestros dolores y todas vuestras alegrías; estoy enfermo con los enfermos, el amor que os profeso
me hace sentir todas vuestras aflicciones y todas vuestras alegrías».
5. La tolerancia,

que no impone nunca, sin graves motivos, las propias opiniones a nadie, sino que admite fácilmente Io
que haya de bueno y juicioso en las ideas de un hermano, y aplaude sin dentera sus aciertos y pareceres,
con miras a salvar la unión y la caridad fraterna. Huye de contiendas de palabras (2 Tm 2, 14), manda san
Pablo. Hay quien replicará. Mi actitud está justificada, no puedo tolerar las necedades o tonterías de los
hermanos. Oíd lo que contesta Belarmino: «Una onza de caridad vale más que cien libras de razón».
Manifestad vuestra opinión con miras a fomentar el diálogo, pero luego dejad que la rebatan sin defenderla:
es preferible ceder y transigir con lo que digan los demás. San Eloy decía que, en esa clase de lides, el
vencedor es el que cede, porque supera a los otros en virtud. San Efrén aseguraba que siempre había
cedido en las discusiones, con el fin de mantener la paz general, y san José de Calasanz agregaba: «Quien
desee la paz, no contradiga a nadie».

6. La solicitud caritativa,

que se adelanta a las necesidades del prójimo para ahorrarle la pena de sentirlas y la humillación que
supone tener que pedir ayuda. Es la bondad de corazón, incapaz de negar nada, que está siempre al
acecho para prestar servicio, complacer y obsequiar a todos. San Hugo, obispo de Grenoble, se retiraba de
vez en cuando a la Cartuja Mayor para vivir, bajo la guía de san Bruno, como un religioso más. En cierta
ocasión le tocó ser compañero de un monje llamado Guillermo. (En cada celda o casita vivían entonces dos
cartujos.) Pues bien, fray Guillermo se quejó amargamente del obispo ante san Bruno. ¿Sabéis cuál fue su
queja? Que, con gran pesar suyo, el santo obispo realizaba las faenas más humildes y penosas, y se
portaba no como compañero, sino como fámulo, prestándole los servicios más bajos. Rogó, pues,
instantemente a san Bruno que moderara aquella humildad y solicitud del santo obispo y diera orden de que
las labores humildes de la celda fuesen compartidas igualmente por los dos. A su vez, san Hugo suplicaba
también con insistencia a san Bruno que le permitiera satisfacer su devoción y entregarse con solicitud al
servicio de su hermano. Tales son las contiendas de los santos. ¡Cuán adecuadas para fomentar la paz!

7. La afabilidad,

que atiende a los importunos sin manifestar la menor impaciencia y está siempre lista para correr en
ayuda de los que reclaman su auxilio; que instruye a los ignorantes sin aparentar cansancio ni fastidio. San
Vicente de Paúl nos ofrece un maravilloso ejemplo de esta virtud. Se le vio interrumpir el diálogo que
mantenía con personas de condición noble, para repetir cinco veces el mismo encargo a alguien que no
acababa de entenderlo, y decírselo la última vez con la misma serenidad que la primera. Se le vio escuchar,
sin el menor asomo de impaciencia, a personas humildes que hablaban torpe y prolongadamente; se le vio,
abrumado de negocios como solía estar, permitir que, treinta veces en un día, le interrumpieran personas
escrupulosas que no hacían sino repetirle machaconamente las mismas cosas con términos diferentes;
escucharlas hasta el final con admirable paciencia, escribirles a veces de su puño y letra lo que les había
dicho, y explicárselo con más detención cuando no acababan de entenderlo; finalmente, interrumpir el rezo
del oficio y el sueño para prestar servicio al prójimo.

8. La urbanidad y decoro.

Es la inclinación a anticiparse a todos en testimoniar respeto, miramientos y deferencias, y a ceder siempre


el primer puesto para honrar a los demás. Anticipaos unos a otros en las señales de honor y deferencia (Rm
12, 10), aconseja san Pablo. Tributadas con sinceridad, tales deferencias fomentan el amor mutuo, igual que
el aceite sirve de pábulo para la llama de la lámpara: sin esos miramientos se apagan la unión y la caridad
fraterna.

A todo el mundo le gusta verse honrado, y ello se debe a un sentimiento recóndito que nos hace sentir
mucho el desprecio y nos vuelve pundonorosos: de ahí que le agrade a uno verse tratado con respeto y se
crea obligado a pagar con idéntica moneda. «Ama dice san Juan Crisóstomo y se te amará; alaba a los
demás, y ellos te alabarán; respétalos, y te respetarán; condesciende con ellos, y tendrán para contigo toda
clase de miramientos».

No maltrates a nadie, no faltes a nadie; guárdate de despreciar a uno solo de tus hermanos, o manifestarle
rudeza porque tiene defectos. ¿Te mofas de tu mano o tu pie cuando tienen úlceras, malformaciones o
magulladuras? ¿No los cuidas, por el contrario, con más solicitud? ¿No los tratas con más delicadeza que
cuando estaban sanos?.

9. La condescendencia,

que satisface sin dificultad los deseos del prójimo, no teme rebajarse por complacer a los inferiores,
atiende con gusto sus razones, aunque alguna vez carezcan de fundamento.

«Tener condescendencia dice san Francisco de Sales es doblegarse al beneplácito de todos en cuanto no
vaya contra la voluntad divina o la recta razón; ser susceptible, cual bola de cera blanda, de recibir todas las
formas, con tal de que sean buenas, y no buscar los propios intereses sino los del prójimo y la gloria de
Dios. La condescendencia es hija de la caridad, pero hay que evitar el confundirla con cierta debilidad de
carácter que impide corregir las faltas ajenas cuando hay obligación de hacerlo: no se trata, en tal caso, de
un acto de virtud, sino al revés, de participación en las faltas del prójimo». La condescendencia con el
talante ajeno y el soportar al prójimo eran las virtudes predilectas de san Francisco de Sales. No cesaba de
aconsejarlas a los que se ponían bajo su guía. Decía con frecuencia que es mucho más fácil amoldarse uno
a los deseos de los demás, que pretender doblegar todo el mundo al propio humor y a las opiniones
personales. No se podía dar con persona más complaciente y mansa que él, pero tampoco más hábil y
animosa para corregir y reprender.

10. La abnegación y entrega en favor del bien común,

que inclina a preferir los intereses de la comunidad e incluso los de cada uno de sus miembros a los
propios, y a sacrificarse por el bien de los hermanos y la prosperidad de la congregación.

11. La paciencia,

que se calla, aguanta, sigue aguantando, y no se cansa nunca de hacer favores aun a los ingratos.

San Euquerio, abad, era tan paciente, que llevaba esa virtud hasta el extremo de dar las gracias a los que le
hacían sufrir.

El hombre colérico se parece al enfermo de calentura, y el hombre paciente al médico que mitiga los
accesos de fiebre y devuelve la dicha y la paz a los que la han perdido por la ira.

Guardaos de la impaciencia y alteración ante los defectos ajenos. «Si vieras a uno que se arroja al río dice
san Buenaventura, ¿darías pruebas de prudencia arrojándote también, sólo porque él se haya arrojado?».
Tolerad, pues, con paciencia las imperfecciones, defectos y molestias del prójimo: no hay mejor remedio
para tener paz y fomentar la unión con todos.

12. La ecuanimidad y buen talante,

que ayuda a conservar el equilibrio; a no dejarse llevar de una alegría loca, del arrebato, el tedio, la
melancolía o el mal humor; antes bien, a permanecer siempre bondadoso, alegre, afable y satisfecho de
todo.

Las virtudes menores son virtudes sociales, es decir, útiles a más no poder para todo el que viva en la
sociedad de los seres racionales. Sin ellas no se podría gobernar este mundo pequeño en el que nos toca
vivir, y las comunidades se hallarían en continuo alboroto y desorden. Sin la práctica de tales virtudes no
hay paz doméstica, que es el mejor alivio en medio de las penas que nos afligen en este valle de lágrimas.
¡Ay!, qué desdichada es la comunidad en la que no se hace caso alguno de las virtudes pequeñas:
superiores y súbditos, jóvenes y ancianos, todos viven en discordia. Sin el amor y la práctica de esas
virtudes no es posible que tres religiosos vivan juntos bajo el mismo techo. Sin el amor y la práctica de esas
virtudes la casa religiosa se convierte en un presidio o un infierno.

¿Queréis que vuestra casa se convierta en un paraíso de concordia? Daos a la práctica fiel de las virtudes
menores: ellas son las que constituyen la dicha de las casas religiosas.

Voy a exponerle todavía unos motivos que nos pueden animar a la práctica de esas virtudes:

1.° Las flaquezas del prójimo.

Sí, todos los hombres son débiles, y por eso hay tantos defectos. Este es suspicaz y examina
minuciosamente cuanto se dice o hace; ése es picajoso y continuamente le acosa la idea de que se le mira
mal, se le falta, se desconfía de él, etc. Aquél es víctima del desaliento y la menor dificultad le amilana, le
vuelve melancólico, pesado para sí y para los demás. El de más allá es vivo como la cendra, se inflama en
cuanto se le dirige una palabra. En resumidas cuentas, cada uno tiene su flaco y propensión a diversos
defectillos e imperfecciones que han de aguantarse y que proporcionan continuas ocasiones de practicar las
virtudes pequeñas. Es justo y razonable tolerar esas flaquezas y se han de aguantar, por consiguiente,
todas las debilidades del prójimo.

2° La pequeñez de los defectos que se han de soportar.

La mayor parte de los religiosos, por su virtud y a menudo por simple educación, no incurren en defectos
groseros. Bien miradas, las flaquezas que hemos de soportar en nuestros hermanos son, las más de las
veces, meras imperfecciones, arranques de genio, debilidades que de ningún modo empecen para que
sean, los que las tienen, almas selectas, de fondo excelente, de conciencia timorata y virtud sólida. Un
hombre virtuoso y de buen criterio puede aguantar de sobra semejantes flaquezas en esas almas.

3° Considérese no sólo la parvedad de la materia, sino la ausencia de cualquier falta.

En efecto, son cosas indiferentes de por sí, y que no pueden tildarse de faltas, las que hemos de soportar
en el prójimo. Tales son ciertas facciones del rostro, fisonomía, timbre de voz, modales que no nos agradan,
ajes del cuerpo o del alma que nos repugnan, etc. Recordemos también aquí la diversidad de caracteres y
su posible choque con el nuestro. Uno es naturalmente alegre, el otro serio; hay quien es tímido y quien es
atrevido; éste es demasiado lento y se le ha de esperar, aquél es demasiado vivo e impetuoso y quisiera
hacernos coger el paso del tren o del telégrafo. La razón pide que vivamos en paz en medio de esa
diversidad de temperamentos, y nos acomodemos al talante de los demás con flexibilidad, paciencia y
benignidad. Alterarse por esa diferencia de temperamento estaría tan fuera de razón como enfadarse
porque haya a quien le agrade una fruta o un confite que a nosotros no nos gusta.

4° Todos necesitamos que nos aguanten.

No hay nadie tan bueno y cabal, que pueda prescindir de la comprensión ajena.

Hoy me tocará tolerar con paciencia a una persona; mañana le tocará a ella, o a otra, aguantarme a mí.
Sería totalmente injusto pedir miramientos, cortesía, y no corresponder sino con altanería y rudeza.

¿Te atreverías a decir que no tienes defectos, absolutamente nada que pueda molestar al prójimo? Escucha
lo que se respondió a alguien que se las daba de perfecto:
«Hermano, aunque se crea buen religioso y yo mismo le tenga por tal, le confieso que sufro un martirio con
usted. No quiere pan sino tierno, porque tiene mala dentadura; yo no lo puedo tolerar, me resulta indigesto y
sólo quisiera pan duro. Ha dado usted orden de que le traigan la sopa muy caliente, casi hirviendo; a mí me
gusta fría. No permite que sirvan ensalada, porque está débil de pecho; yo no comería otra cosa, y no
tenerla me supone un gran sacrificio. No quiere usted ver en la mesa otra fruta que la cocida; a mí no me
gusta más que la cruda e incluso sin madurar del todo. No puede aguantar la menor corriente, y nos obliga a
mantener siempre cerradas todas las ventanas; yo no estoy a gusto sino al aire libre; de seguir mis prefe-
rencias y tratarme conforme a lo que necesito, abriría de par en par todas las puertas y ventanas. Durante
los recreos siempre quiere estar sentado; con frecuencia, yo preferiría pasear. Todavía hay un sinnúmero de
cosas que usted hace por necesidad o por antojo, que me aburren y fastidian a más

no poder. Es usted un iluso, querido hermano, si piensa que nadie tiene la menor cosa que sufrir junto a
usted. A pesar de su virtud, que reconozco, le puedo asegurar que es para mí causa de continuos sacrificios
y aguante; pero no se lo digo en son de queja, porque tengo también mis defectos y necesito que usted me
los tolere».

5° Los lazos que nos unen con las personas a las que hemos de aguantar.

Abrahán decía a Lot: Ruégote no haya disputa entre nosotros, ni entre mis pastores y los tuyos, pues
somos hermanos (Gn 13, 8). ¡Qué motivo más hermoso y conmovedor! Las personas cuyos defectos hemos
de tolerar son, efectivamente, hermanos nuestros en Jesucristo: todos los miembros del instituto somos
hijos del mismo padre, nuestro fundador; no tenemos sino una madre, la Virgen santísima. Oigamos a
nuestro venerado padre cuando exclama: «¿Puede acaso nuestra divina Madre contemplar insensible que
mantengamos sentimientos rencorosos o de mera antipatía contra algún hermano, al que ella ama tal vez
más que a nosotros mismos? Os lo pido por Dios, ¡no causemos semejante pena y dolor a su corazón de
Madre!».

Las personas a las que hemos de aguantar son amigos de Jesucristo: comparten nuestra vocación, forman
con nosotros una sola familia, trabajan con el mismo fin que nosotros; contamos con ellos para el
desempeño de nuestro oficio; son nuestros colaboradores en un ministerio común. ¡Cuántos motivos para
amarlos, prestarles servicios y soportar con toda paciencia sus defectos!

6° La excelencia de esas virtudes.

Ahora me arrepiento de haberlas llamado «menores», pero no es mía esa expresión, es de san Francisco
de Sales. Son pequeñas porque apuntan, por su objeto, a cosas menudas: una palabra, un gesto, una
mirada, un detalle de cortesía; pero son muy grandes, si uno examina el principio que las informa y el fin
que tienen.

Para un buen religioso, la práctica de las virtudes menores es un continuo ejercicio de caridad para con el
prójimo. Ahora bien, la caridad es la primera y más excelente de las virtudes. Por eso, el ejercicio de las
virtudes menores es el que forma a los hombres sólidamente virtuosos: razón de mucho peso, que nos las
hace amar y facilita su práctica

CAPÍTULO XXIX
¿SERÁ POSIBLE QUE NUNCA SE ALTEREN LA PAZ
Y LA UNIÓN EN UNA COMUNIDAD?

Ésa es la pregunta que el venerado padre


Champagnat hizo una vez a sus religiosos. Deseoso,
como el que más, de ver reinar la paz y la unión
entre los hermanos, pero gran conocedor de las
flaquezas humanas, dio una contestación negativa,
basada en seis razones.

1. La diversidad de caracteres.
«El hombre enseña san Gregorio es el animal más diferenciado: jamás veréis a dos que tengan
exactamente los mismos rasgos y figura; ahora bien, esa diferencia de forma corporal se da igualmente en
el carácter».

Los hombres manifiestan tendencias y gustos muy variados: uno se presenta con modales afables, otro es
de aspecto rudo y grosero; por un lado se da un temperamento rebosante de ingenuidad y candor, que
encanta a todo el mundo; por el otro, un natural solapado, fingido o poco expansivo, y que nadie puede
aguantar; a éste le encantan la unión y la concordia, vive siempre contento, tranquilo, en paz consigo y con
todos; aquél busca pelea, siempre está descontento, turbado, mohíno, se complace en la discordia y todo lo
ha de criticar; como dice el Espíritu Santo, Su mano contra todos, y las manos de todos contra él (Gn
16,12). Jacob era hombre pacífico, lleno de mansedumbre, de natural encantador y de los más propios para
conservar la paz. Esaú era de condición ruda, huraño, pendenciero; su padre Isaac le había predicho que
siempre iba a guerrear y andar en contiendas.

No es raro que se hallen caracteres aviesos en una comunidad. Puede haber en ella religiosos mordaces y
burlones, que gustan de remedar gestos, palabras y acciones de los demás para ridiculizarlos: los hay que
son orgullosos, despectivos, zahareños; no aprecian ni alaban sino lo que ellos mismos hacen; no toleran
que se elogie a los demás hermanos y siempre se las arreglan para rebajar sus méritos. Otros no saben
reportarse en la crítica precipitada de lo que no alcanzan a entender, hablan con temeridad, sin
consideración de años, dotes o méritos de las personas. Los hay, finalmente, que usan entre sí de modales
toscos, inciviles, se tutean, se dirigen unos a otros palabras descorteses, etc. Todos esos hermanos tienen
caracteres enojosos que vienen a ser fermentos de discordia y causan la ruina de la caridad y unión
perfecta.

2. La falta de empeño, en más de uno, por conseguir la perfección.

Se dan con frecuencia, efectivamente, en las casas religiosas hombres de fondo excelente, ricos de talentos
y buenas cualidades, que no son, con todo, sólidamente virtuosos, ni capaces de la menor empresa; nunca
llegan a dar la talla que les corresponde y son causa de mil engorros en la comunidad. ¿Cuál es la causa de
semejante situación? La infidelidad a la gracia: esos religiosos se acobardan ante el esfuerzo; no quieren
molestarse en corregir ciertos defectillos, un error de criterio que les echa a perder, etc. Sus talentos y
buenas cualidades les resultan inútiles o sirven sólo para descarriarlos y producir alboroto en la comunidad.
Rota la menor rodezuela de un reloj, éste se para; una muesca de menos dada en la talla, basta para
eliminar a un recluta. De igual modo, un solo defecto no corregido, una pasión que no se quiere domeñar,
una falsa opinión del prójimo que no se rechaza, y mil cosas parecidas bastan, cada una de por sí, para
inutilizar cuanto de bueno hay en un hombre, hacerle infiel a la vocación y convertirlo en causa de molestias
y disensiones; todo ello porque en todas partes deja que desear, a todas partes lleva sus defectos y en
ningún sitio ni ocasión es lo que debiera ser. Por consiguiente, no lo dudéis: el religioso tibio es causa de
trastornos, divisiones y ruina para la caridad y la perfecta unión de los corazones.

3. La aspereza del corazón humano y su tendencia a la severidad.

El hombre es ruin por naturaleza y más propenso a creer lo malo que lo bueno, exagera fácilmente los
yerros del prójimo y casi siempre los aumenta; tiene vista aguda para los defectos, y miope cuando se trata
de las virtudes. Por eso llegó a decir santo Tomás que «la mansedumbre y la caridad para con el prójimo
son virtudes más raras que la castidad». ¿Quién puede afirmar que nunca haya faltado a la caridad?
Santiago y Juan, movidos por un espíritu que no era el de Jesús, le dijeron contra los samaritanos:
¿Quieres que mandemos que llueva fuego de/ cielo y los devore? (Lc 9, 54). Pedro se juzga superior a los
demás apóstoles. Aun cuando todos se escandalizaren por tu causa, yo no me escandalizaré jamás (Mt 26,
33). Pablo se separa de Marcos y Bernabé por haber porfiado algo con ellos. San Juan Crisóstomo y san
Epifanio se dijeron injurias, como veremos más adelante. San Bernardo se muestra severo con sus
religiosos hasta el punto de desanimarlos, etc. ¡Ay, caridad perfecta, qué virtud más rara! La malicia del
corazón humano, su falta de amor: ésa es la causa principal de las contiendas y disensiones en las
comunidades.
4. Las flaquezas humanas o defectos personales.

La casa religiosa semeja un árbol floribundo; pero una parte de sus flores cae, mientras la otra cuaja, cierne
y da fruto. Y aun entre los frutos del mismo árbol ¡qué diferencias! Unos son lozanos y hermosos, muy
pocos de excelente colorido y tamaño; otros son raquíticos y están macados; los hay incluso agusanados,
que se secan y caen del árbol.

¿Qué significa todo eso? Las flores que arrebata el viento antes de que cuajen, representan a los novicios
que no perseveran. Los frutos raquíticos son la imagen de los religiosos tibios, infieles a la gracia y que
renquean en la práctica de la virtud. Los frutos lozanos simbolizan el gran número de religiosos fervientes,
regulares y auténticamente virtuosos. Los de tamaño y sazón especiales, perfectamente coloreados por el
sol, sin maca ni defecto alguno, son las almas selectas, hombres de virtud heroica, religiosos fieles a la
vocación, verdaderos tesoros de una comunidad.

Ahora bien, esos religiosos tan diversos en cuanto a la virtud, son todos hombres, todos hacen sufrir: incluso
los mayores santos dan ocasión de ejercitar la paciencia, y el más perfecto no siempre es el que tiene
menos flaquezas. Por dar muchas rosas y embalsamar la atmósfera, un rosal no deja de tener espinas. En
las comunidades, los que son más circunspectos, los más virtuosos y que esparcen suave olor de santidad,
no dejan de ejecutar ciertas acciones, pronunciar ciertas palabras y tener ciertos modales que no a todos
agradan ni cuadran con todos los temperamentos, tornándose para más de uno en espinas punzantes,
dolorosas.

Los frutos agusanados , que se secan o pudren, representan a los religiosos empecatados y apóstatas. En
todas las comunidades hay hombres de esa estofa, desordenados y viciosos, piedras de toque para la
paciencia de los buenos. En la familia de Adán hubo un Caín fratricida; en la de Noé, un Cam merecedor de
la maldición paterna; en la de Abrahán, un Ismael insociable y vicioso, que intentaba echar a perder a Isaac;
en la de este último, un Esaú reprobado por Dios; en la de David, un Absalón incestuoso y parricida; en el
colegio apostólico, un Judas

«La Iglesia dice san Jerónimo está representada por el arca de Noé, en la que éste encerró el lobo y la
oveja, el león y el cordero, el cuervo y la paloma, todas las especies de animales puros e impuros. Las
comunidades son como la era del Evangelio, en la que todavía grano y paja están juntos; como la red que
recoge toda clase de peces, buenos y malos; como el banquete, entre cuyos convidados hay quien carece
de traje nupcial; como el coro de las diez vírgenes, de las que cinco son necias y cinco prudentes; como la
mansión señorial, en la que no sólo hay vasos de oro y de plata, sino también recipientes de madera, de
barro y de hierro; como el campo del padre de familia, en el que se ha mezclado la cizaña con el buen
trigo».

Por todo ello, san Agustín decía: «Mientras la Iglesia esté en este mundo, mientras el trigo candeal sufra y
gima entre la paja, y las espigas permanezcan mezcladas con la cizaña, los vasos de la misericordia con los
vasos de la ira, nunca nos faltarán adversarios que nos hagan sufrir y nos alboroten la paz». Un solo
religioso avieso basta para alterar la unión de una casa religiosa y ejercitar la paciencia de cuantos la
habitan.

5. La discrepancia de opiniones y pareceres.

Ocurre con cierta frecuencia, entre personas buenas, que se contrarían y apenan mutuamente sin malicia,
ya por antipatía natural, ya por divergencia de opiniones, ya sobre todo por la menguada capacidad de la
comprensión humana, que no mira las cosas más que bajo un aspecto y yerra, sin culpa ante Dios, en el
juicio que emite, aunque los hombres, desde su perspectiva, juzguen que hay culpa grave en ello.

También ocurre a menudo que esas personas buenas no llegan a entenderse: fundamentalmente todos
tienen razón, pero, por falta de claridad en el diálogo, yerran unos y otros. Baronio, en sus Anales, refiere
una contienda habida entre san Epifanio y san Juan Crisóstomo que viene, como anillo al dedo, a nuestro
caso.

Jamás sufriré a los origenistas, dice el primero.


Pues yo no confundiré al inocente con el culpable, protesta el segundo, que se reporta más.

Su nombre es tan infame y su crimen tan horroroso agrega san Epifanio, que es deber de la piedad
cristiana asfixiar, sin más contemplaciones, a esas víboras de la Iglesia.

Pero un buen juez replica san Juan Crisóstomo jamás condena a nadie sin haberle oído.

Ésos son puros remilgos.

Y lo tuyo, excesivo arrebato y falta de paciencia para averiguar la verdad.

¡Paciencia! Di más bien ceguera y disimulo.

O violencia y precipitación.

¿Pero te causa algún temor pregunta san Epifanio condenar a esos herejes?

¿Y tú no temes contesta san Juan Crisóstomo condenar a uno por otro y envolver al inocente en la
misma sentencia que al criminal?

Está claro que sientes cierta simpatía por Orígenes.

Pues yo me temo que estés entre los enemigos de la verdad.

¡Muy bien!, agregó finalmente san Epifanio. Me voy y te digo de parte de Dios que no has de morir
en Constantinopla, que te enviarán al destierro y que, en el curso de cierta navegación, concluirás tus días
en el mar.

Y yo te declaro de parte de Dios replicó san Juan Crisóstomo que no llegarás a tu diócesis y que
vas a morir en el mar igual que yo.

Los dos eran santos, los dos profetizaban; ambos llevaban razón y, no obstante, parecían andar algo
equivocados. La contienda terminó como acabamos de ver y ambos, conforme a la recíproca profecía,
perecieron en las aguas del mar.

La divina Providencia permite semejantes flaquezas en los santos para que no se fíen de sí mismos, se
humillen, confiesen su debilidad, su ignorancia, y no se aferren obstinadamente a los propios juicios. ¿Quién
va a extrañar, con esos datos, que no se altere de vez en cuando la paz entre los hijos de Dios y que haya
discusiones en las comunidades más fervorosas y observantes?

6. La fragilidad de la unión.

Si, la paz y la concordia son frágiles. Es difícil, efectivamente, que personas de temperamentos distintos,
con no pocos defectos y que vienen obligadas a vivir juntas, es difícil, repito, que no digan o hagan algo que
altere la paz o afloje la unión. Son tan diferentes los criterios, las voluntades tan contrapuestas, que
necesariamente los pensamientos, aficiones y gustos tienen que variar y ocasionar conflictos. Uno aprecia
lo que otro juzga que merece crítica; lo que éste aprueba, aquél se cree en la obligación de reprobarlo; a
uno le gusta lo que repugna al otro.

Todos los que saben escribir trazan los mismos caracteres; sin embargo, no hay dos que los hagan
enteramente iguales. Lo mismo ocurre con las opiniones, juicios y afectos. No extrañemos, por consiguiente,
que alguna vez aparezcan nublados que amagan con turbar la paz. A un hombre de criterio seguro y virtud
sólida, esas flaquezas no le extrañan más que los cambios de tiempo o los accidentes que añaden belleza
al paisaje. Por lo demás, es fácil si no evitar del todo esos leves altercados, al menos lograr que sean raros,
salvaguardando así, en cuanto sea posible, la paz y unión que han de reinar entre nosotros.
Basta, para ello, seguir los siguientes avisos que nos da el Espíritu Santo:

1. Imitad a san Pablo, que dice: Procuro complacer en todo a todos (1 Co 10, 33). Al igual que el Apóstol,
quien desee vivir pacíficamente en una comunidad, ha de adaptarse a los diversos caracteres, ser
plenamente afable y, según las circunstancias, plegarse sin dificultad no sólo en algo, sino en todo y a
todos. En la música, a pesar de que todas las notas son distintas, no dejan de producir suave armonía. Así
también en una comunidad, aunque los temperamentos sean diferentes, mediante la condescendencia y el
espíritu de caridad, han de producir agradable armonía. Procuro complacer en todo a todos, naturalmente,
en cuanto no haya pecado y en cuanto se trate sólo de cosas buenas o indiferentes; si hubiere ofensa
contra Dios, habrá que decir como san Pablo: Si prosiguiere complaciendo a los hombres, no sería yo
siervo de Cristo (Ga 1, 10).

2. Siendo como sois prudentes, aguantáis sin pena a los imprudentes (2 Co 11, 19), a los flacos de espíritu y
a los imperfectos. Sólo una gran cordura es capaz de tolerar cosas contrarias a la razón; la señal más clara
y cierta de gran amplitud de espíritu, de elevada inteligencia, de criterio hondo y firme acerca de la
naturaleza humana, es el estar muy convencido de que ésta es un amasijo de flaquezas, defectos, lacerias
y toda clase de imperfecciones, y el saber tolerar todas esas miserias. Por eso, los hombres de mucho juicio
y buen criterio son siempre y doquiera los más tolerantes, los más indulgentes, los menos quisquillosos y
más pacíficos, los menos exigentes y más fáciles de contentar. Al revés, los de juicio estrecho o limitado
siempre tienen la cabezuela enredada en los defectos del prójimo, como el carnero que vio Abrahán tenía la
suya enredada en el zarzal.

3. Revestíos, como escogidos que sois de Dios, de entrañas de compasión (Col 3, 12). Esas entrañas de
compasión por las flaquezas del prójimo son las más excelentes disposiciones para la práctica de los
deberes de la caridad.

Revestíos de entrañas de misericordia, tened compasión del prójimo y manifestadla exteriormente.


Revestíos. Eso es lo exterior, a saber: sed afables, corteses, obsequiosos; mostrad al hermano un rostro
amable, atractivo, capaz de conquistarlo; estad dispuestos a prestarle servicios y complacerle siempre que
se presente la ocasión; refléjense en vuestro semblante el suave contento y la santa alegría que consuelan
al afligido y levantan el ánimo al abatido; la calma y afectuosidad que disipan los prejuicios, la
susceptibilidad, el malhumor, la cólera y las antipatías. De entrañas. Es lo interior, es decir, amad
cordialmente al prójimo, de tal manera que, si tiene algún dolor, os duela y lo aliviéis; tened en gran estima
al prójimo, no penséis nunca mal de él; excusad, encubrid, disimulad sus defectos; jamás penetre en
vuestro corazón el odio, el egoísmo, la envidia ni cosa que se les parezca; no broten de ese corazón más
que sentimientos de misericordia, indulgencia y compasión de las miserias ajenas. El Apóstol llama a los
santos vasos de misericordia (Rm 9, 23). ¿Por qué razón? Porque lo propio de los santos es derramar a su
alrededor la misericordia; porque el corazón de un santo es un compuesto de bondad, caridad,
mansedumbre, indulgencia y amor para con el prójimo.

4. No quieras ser demasiado justo (Ecl 7, 17). Con los criterios ocurre como con los vestidos: no deben ser
ni demasiado estrechos ni excesivamente anchos. Si son tan estrechos que no perdonan el menor fallo a la
debilidad humana y no son un poco amplios, quien los tiene no está hecho para la vida de comunidad. «Si
veis a un hombre muy severo tratándose de las faltas de los hermanos, incapaz de perdonar un desliz o un
defecto de carácter, tened la seguridad afirma san Jerónimo de que ese hombre es más justo de lo debido».
¡Cuántas cosas hay que tolerar, cuántas que rozar ligeramente!

Cuando se trate de castigar al que ha faltado seriamente, no quieras ser demasiado justo, no traspases los
límites de una justicia lene que se compadece de los flacos. Tolera lo que no puedas corregir. Hay achaques
del cuerpo que no tienen cura, deficiencias que no tienen remedio. ¿Cómo sanar a un cojo, a un tuerto? Por
más que se haga, lo seguirán siendo. Sucede igual a veces con los fallos mentales; en cierto modo, no
admiten tratamiento: no hay más remedio que aguantarlos con toda la mansedumbre y serenidad posibles.

No quieras ser demasiado justo, ni siquiera para exigir las cosas buenas, el deber y el cabal desempeño del
oficio: date por satisfecho con lo que pueda realizar cada uno, según sus fuerzas y talento. Date por
satisfecho con la buena voluntad, pues pedir a un hermano más de lo que pueda hacer, exigirle perfección
excesiva, es lanzarlo al desaliento y arruinarlo.

No quieras ser demasiado justo, y nunca digas: No he de tolerar que se me falte, exijo que se me tengan los
miramientos debidos a mi cargo, a mi edad, etcétera. El que se despepita reclamando derechos, traspasa
fácilmente la raya de la justicia, haciéndose quejicoso y demasiado exigente. El buen religioso, al tenerse
por el último de la casa, respeta a todos los hermanos, se hace el siervo de todos y nada espera de nadie;
todos pueden arrinconarle o servirse de él como de un criado: ni repara en ello, porque está convencido de
que ése es su puesto y el trato que merece

5. Vivid siempre unidos y, a ser posible, pensando todos igual. ¿Por qué a ser posible? Porque entre
hombres de bien, y aun entre santos, hay espíritus que no siempre concuerdan, ya que miran las cosas
desde ángulos distintos y se guían por sus propias luces. Y además, en las cosas indiferentes, puede cada
uno seguir su parecer.

San Agustín y san Jerónimo tenían opiniones encontradas acerca de algunos problemas bíblicos no
aclarados. Se escribieron cartas vehementes en defensa de su opinión respectiva, sin llegar, no obstante, a
herir la caridad. Es muy posible que los santos no se entiendan a veces en determinadas cuestiones,
porque no opinan precisamente igual sobre ellas; pero están siempre conformes en la voluntad, porque
siempre buscan el bien y tienden a Dios; de lo contrario, dejarían de ser justos. San Agustín escribe a san
Jerónimo: «Puede darse el caso de parecerte a ti algo que no está conforme a la verdad; pero lo que
importa es que nada hagas que no esté conforme con la caridad» 30. Aun cuando se esté seguro de poseer
la verdad, habrá que defenderla con caridad.

6. Honrada todos (1 P 2, 17) dice san Pedro y salvaréis la unión, que es cosa tan frágil.

Honrad y estimad a todos vuestros hermanos: son siervos de Jesucristo, templos del Espíritu Santo, hijos de
Dios, criaturas excelentes y nobilísimas, almas selectas consagradas al servicio y culto divino; almas
predestinadas a una alta perfección y especial gloria en el cielo; almas dueñas, casi todas, de un tesoro de
virtudes; almas a las que ama Dios como a las niñas de sus ojos y a las que colma de bendiciones.

Honrad y respetad a todos los hermanos, porque son miembros de vuestra familia, llamados a la misma
vocación, comensales, colaboradores y partícipes de vuestros méritos, socios de la misma congregación; y
porque, al despreciar tan sólo a uno, los despreciáis a todos.

Honrad y respetad a los hermanos ancianos, porque os superan en edad, virtud, ciencia práctica, juicio,
experiencia y dignidad: ha sido y es deber de todos y en todas partes, respetar las canas y tributar honra a
la vejez.

Honrad y respetad a los hermanos jóvenes, porque son ingenuos e inocentes; porque son la riqueza y
esperanza de la congregación; porque de vosotros están esperando el buen ejemplo y sois responsables de
su formación: os toca a vosotros enseñarles finura, modales correctos, espíritu de familia y caridad
manifestada en la delicadeza y respeto mutuo.

Honrad y respetad a los iguales a vosotros, recordando que la grosería y baja familiaridad, el olvido del buen
tono y de las atenciones, engendran el desprecio, arruinan la amistad y provocan contiendas y discordia.

Honrad y respetad a todos los hermanos, singularmente a los que sufren achaques o flaquezas, estrechez
de espíritu, a los más pobres de alma y cuerpo; no olvidéis que lo más débil y dolorido merece atenciones y
aliento que ese hermano con ajes del alma o del cuerpo es parte de vuestra persona. Cuando un pie os
duele, ¿lo despreciáis? ¿Os burláis de vuestra propia mano porque tiene úlceras, malformación o suciedad?
Por el contrario, ¿no los cuidáis con más solicitud? ¿No tratáis a esos miembros enfermos con más
atenciones y delicadeza, mayor mimo y respeto que a los miembros sanos?

Honrad y respetad a todos los hermanos, porque todos tienen derecho a exigiros ese deber de caridad.
Todas las criaturas dotadas de inteligencia, ángeles y hombres, y el mismo Dios, son tan pundonorosos que
nuestro Señor, que aguantaba con paciencia divina las injurias de los judíos, se quejó de ésta: Honro a mi
Padre y vosotros me habéis deshonrado a mí (Jn 8, 49).

Honrad y respetad a todos los hermanos para salvar la caridad. En efecto, las manifestaciones de
deferencia y señales de honra, tributadas con sinceridad, fomentan el mutuo amor y la paz familiar, como el
aceite alimenta el fuego de la lámpara. Por consiguiente, sin tal respeto y mutuos miramientos, no hay
espíritu de familia ni caridad fraterna.
Honrad y respetad a todos los hermanos, ya que también deseáis que ellos os honren y respeten, y con la
misma medida con que midiereis a los demás, se os medirá a vosotros (Lc 6, 38). Pagad a todos lo que
debáis manda san Pablo, no estéis en deuda con nadie, sino amaos los unos a los otros (Rm 13, 78). ¿De
qué deuda se trata? Es la que comprende el honor, la deferencia, cortesía, buenos modales, pruebas de
aprecio y cariño, alivios en los apuros y, sobre todo, la edificación y buen ejemplo. Pero tal deuda ha de
quedar pagada cada día, si no quiere uno morir insolvente y si desea que se le pague con idéntica moneda.

Honrad y respetad a todos los hermanos, para imitar a Dios, que nos gobierna dice el Espíritu Santo con
moderación suma (Sb 12, 18) y gran respeto, y por caminos seguros conduce al justo y le da, con la ciencia
de los santos (Sb 10,10), gran estima del prójimo.

Honrad y respetad a todos los hermanos, para imitar a Jesucristo y henchiros de su espíritu. Como la vid
parece deciros, doy pimpollos de suave olor (Ecclo 24, 23) de mansedumbre y caridad; las relaciones que
con los hombres mantengo, van acompañadas de respeto como de perfume que embalsama los corazones.
«Al pronunciar el dulce nombre de Jesús afirma san Bernardo me imagino a un hombre manso, modesto,
servicial, insigne por su gentileza y cortesía».

7. Finalmente, meditad esta máxima de Jesucristo y adoptadla como regla de conducta: Bienaventurados
los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios (Mt 5, 9). San Juan Crisóstomo asegura: «Los que,
en las comunidades, aglutinan las mentes encontradas y fomentan la paz, suplen a Jesucristo, que vino al
mundo para reconciliar con Dios a los hombres, a éstos entre sí, y desterrar cualquier discordia. Al
dedicarse a labor tan excelente y divina, merecen ser llamados hijos de Dios. Son columnas, ornamento y
tesoro de las comunidades. Y al revés, los que en ellas introducen la perturbación y discordia, son su peste
y azote: se les debe castigar y separar de los otros religiosos»

CAPÍTULO XXX
LA PIEDRA DE TOQUE O EL EJERCICIO DE LA CARIDAD

La palabra toque o prueba significa examen, sondeo, depuración, cribado, y


elección o desecho. Efectivamente, según san Agustín, con la criba de la
prueba se separa la paja del buen grano. En el crisol de la prueba, el que es
de hierro pierde el orín; el que es de oro se purifica y abrillanta; el de paja
arde, se consume y disipa.

No se pierda nunca de vista esta verdad: Dios quiere salvar al hombre a


través de la contradicción, el sufrimiento y la cruz. Por eso afirma san Juan:
Jesús vino a lavar nuestros pecados con agua y sangre; no con el agua
solamente, sino con el agua y con la sangre (1 Jn 5, 6). El agua representa la
naturaleza humana; la sangre, los sufrimientos con los que ha de inmolarse
dicha naturaleza. Dios no nos ha dejado las secuelas del pecado original sino
para que sirvan de ejercitación en la virtud.

Según los principios de la fe, todas las cosas contribuyen al bien de los que
aman a Dios (Rm 8, 28): nuestras flaquezas, trabajos, pasiones, malas
tendencias y defectos han de servirnos de escabel para elevarnos hasta Dios. «Los vicios dice san Agustín
no suben al cielo, pero nos lo hacen alcanzar si los combatimos y pisoteamos». Hasta la malicia del
demonio, según las trazas de Dios, ha de contribuir a ejercitar y perfeccionarnos la virtud, y llevarnos al
cielo.

Al llegar a Palestina para visitar los santos lugares, Roberto, duque de Normandía, se topó con cuatro
sarracenos que se disponían a darle muerte y despojarle. No se intimidó el duque, ni mucho menos: los
dominó con la mirada, los apabulló con sus proezas y les forzó a que le llevaran en palanquín hasta
Jerusalén. Por el camino encontró a un amigo suyo que regresaba ya a su tierra y le preguntó qué nuevas
daría de su persona a los paisanos. «Les dirás respondió que viste al duque de Normandía llevado al
paraíso por cuatro demonios». No hay imagen más viva del alma fuerte que doma y rinde a las pasiones, y
triunfa en las adversidades. Convierte a su mayor enemigo, el demonio, en artífice de su fortuna y pedestal
de su gloria.
Las pruebas pueden clasificarse así:

a. Las que proceden directamente del demonio; es decir, las tentaciones con que nos acosa para inducirnos
al mal.

b. Las que nos vienen de nuestros semejantes, de nuestras relaciones con el prójimo.

c. Las que nos proporciona el empleo que se nos confía.

d. Finalmente, las que provienen de nosotros mismos, como los defectos de carácter o de las facultades, y
los achaques del cuerpo.

Nos limitaremos aquí a tratar de la segunda clase de pruebas, que comprende:

• Los defectos del prójimo que se han de tolerar con caridad y paciencia, y la diversidad de caracteres
con los que hemos de acomodar y hermanar el nuestro.

• Los achaques corporales de los hermanos y alumnos, ante los que no hemos de manifestar
repugnancia y que debemos aliviar en cuanto de nosotros dependa.

• Los malos ejemplos, que nunca hemos de imitar ni tampoco aprobar.

• La ingratitud ajena, que nunca ha de ser óbice para seguir favoreciendo al prójimo y prestándole
servicios.

• La diversidad de opiniones en materias libres, el espíritu de contradicción, la falta de miramientos,


etc.

• Las persecuciones y calumnias de los impíos o de los que se declaran enemigos nuestros.

¿Por qué permite Dios tal género de pruebas?

1. Para enmienda de nuestros defectos.

Las contradicciones son para los buenos como la lima en manos del orfebre que limpia la escoria del oro, el
cincel en manos del estatuario que pule una imagen, o la podadera con la que el jardinero monda y atusa
las plantas. San Juan de la Cruz lo había entendido perfectamente cuando aconsejaba a sus religiosos:
«Imaginad que vuestros hermanos son otros tantos escultores, cuyo martillo y cincel son sus defectos
personales, con los que han de enmendar los vuestros, y que se os ha colocado ante ellos cual bloque de
mármol destinado, según los designios de Dios, a ser imagen de Jesús crucificado con todas sus virtudes.»

Los defectos del prójimo sirven, pues, para corrección de los nuestros. Ocurre con los religiosos lo mismo
que con los cantos rodados de un río: se pulen al chocar unos con otros. Plutarco afirma: «Nunca llegará un
hombre a ser virtuoso y corregir sus defectos, si no tiene un amigo sincero o un enemigo declarado». Un
buen amigo nos manifestará los defectos que ve en nosotros. Pero, aparte de que es raro hallar tal amigo,
puede suceder que la caridad no le deje ver más que nuestras virtudes y que le haga demasiado indulgente
con los defectos. En cambio, un enemigo, tal vez un hermano avieso, impugnador, los mirará con lupa y nos
los reprochará y echará en cara de continuo, obligándonos así a corregirlos. Semejante manifestación es
dura, pero es útil. Por eso, dice san Alfonso de Ligorio: «Los espíritus criticones, esquinados y llenos de
defectos son útiles en las comunidades: ejercitan la paciencia de los demás y les obligan a cuidarse mucho,
evitar así un sinnúmero de faltas y corregir los defectos».
2. Para ejercicio de virtudes, para su desarrollo y perfección.

Error harto frecuente, aun entre personas espirituales, es hacer consistir el dominio de una virtud en la
ausencia de actos del vicio opuesto. La virtud es un hábito, y los hábitos tratándose de los adquiridos no se
pueden lograr sino por actos frecuentemente reiterados. No basta, por ejemplo, abstenerse de acciones
provocadas por la pasión de la ira, para tener mansedumbre: es preciso, además, repetir con frecuencia
actos de esa virtud en circunstancias propias para encender la ira.

Huir del vicio es caminar hacia la virtud, pero no es propiamente la virtud. No es ninguna cosa del otro
mundo que alguien sea manso, sin nada que le irrite, ofenda o contradiga; al revés, sería muy extraño que
se mostrara áspero y enojadizo aun cuando se le rodee de contemplaciones, cortesías y miramientos. Las
abejas clavan el aguijón a los que las irritan, pero son inofensivas para quienes, alrededor de la colmena,
procuran no alborotarlas. El gato esconde las uñas para jugar con el que le acaricia, pero hay que ver cómo
se las enseña a los que le maltratan. Hay personas que parecen de carácter muy apacible mientras todos
les llevan la corriente; pero no bien se tocan esos montes, veréis que arrojan fuego y humo, y os daréis
cuenta de que hay ascuas bajo aquellas cenizas.

La piedra de toque para distinguir la bondad genuina de la falsa, es la tolerancia de injurias y


contradicciones. Lo difícil no es manifestar bondad a quienes nos la manifiestan, sino ser buenos con
quienes nos persiguen; hablar con moderación, mansedumbre y afabilidad a los que se burlan de nosotros,
nos ofenden y calumnian: ésa es prueba segura de que se tienen, en grado excelso, las virtudes de la
mansedumbre y caridad.

No olvidemos nunca, pues, que la virtud se adquiere 'por actos frecuentemente repetidos, y que la virtud
más sólida y perfecta es la que crece, como el lirio, entre las espinas de las dificultades.

«No es extraño dice san Francisco de Sales que un religioso sea manso y cometa pocas faltas cuando nada
hay que pueda enojarle o probar su paciencia. Cuando me dicen: He aquí un religioso santo, en seguida
pregunto: ¿Ejerce algún cargo en la comunidad? Si me responden negativamente, poco admiro semejante
santidad, pues hay gran diferencia entre la virtud de ese religioso y la del que haya sido bien probado, ora
interiormente por tentaciones, ora exteriormente por las contradicciones que se le hacen aguantar. La virtud
sólida no se adquiere nunca en tiempo de paz, mientras no hay contrariedad de las tentaciones». Por
desgracia, no faltan espíritus flacos, poco expertos en los caminos de Dios, que no alcanzan a entender esa
verdad y ponen la virtud en una calma y serenidad sin escollos ni combates. Tal ignorancia es un peligro
serio y puede resultarles funestísima. Les hace considerar como obstáculo para la perfección lo que es un
medio necesario, y les induce a faltas de caridad por escandalizarse de los defectos del prójimo.

«La vida de los santos en opinión de san Agustín no puede estar sin contradicciones y combates, pues no
hay progreso espiritual sin pruebas». Los elegidos adelantan en virtud por medio de las tentaciones: lo que
el demonio les propone para su perdición, Dios se lo cambia en gloria. San León Magno asegura que «la
virtud se marchita si no tiene adversario, y no se dan virtudes sólidas sin pruebas duras». «La caridad para
con el prójimo advierte san Jerónimo medra en vigor y mérito según se van multiplicando los actos de la
misma». «De donde se deduce según san Fulgencio que al dejar de practicar esa virtud por falta de
ocasiones, se la pierde».

«No vayáis a creer añade san Agustín que hay en el mundo, sin designio superior, hombres muy
imperfectos e incluso malos: todo hombre imperfecto o malo vive para que se corrija o para servir de prueba
a los buenos. Por medio de los hombres perversos o muy defectuosos, Dios forma e instruye a los santos y
los habilita para la gloria. Las persecuciones de los malos y flaquezas de los hombres imperfectos, son lima
que rae el herrín a los santos, cincel que los pule, podadera que monda el ramojo, es decir, los defectos que
aún los afean».

«Por medio de los malos afirma Orígenes Dios fomenta y hace resplandecer las virtudes de sus elegidos. Si
se hiciera desaparecer la malicia de unos, las virtudes de los otros no serían tan heroicas ni esplendentes,
tan admirables y meritorias. Suprimid la envidia y perversidad de los hermanos de José; no necesitáis otra
cosa para privar al santo patriarca de todos los actos de virtud, de todos los méritos que la malicia de sus
hermanos añadió a su corona».

«El mundo advierte san Basilio es un campo de batalla».. Vemos que por un lado lucha el crimen, por el otro
la virtud; por un lado, el orgullo y la insolencia; por el otro, la modestia y la humildad; por un lado, la ira, los
arrebatos y denuestos; por el otro, la indulgencia, la tolerancia y la caridad que se vengan perdonando,
obrando el bien, y no contestan al mal sino con nuevos favores. Así es cómo los vicios, defectos y oposición
de los malos proporcionan a los buenos virtudes sólidas y constantes.

Y san Agustín concluye: «Dios permite y aguanta los vicios y defectos de los hombres libertinos, para dar a
los buenos ocasión de practicar la paciencia, la mortificación, la constancia y toda clase de virtudes».
Efectivamente según Beda el Venerable, «nadie puede llegar a ser Abel, sin la malicia de un Caín que
ponga a prueba su paciencia y virtud».

Los hombres faltos de entendimiento, sutileza, juicio y virtud, se extrañan e incluso llegan a escandalizarse
al ver tanta calamidad, tantas almas flojas, tantos religiosos con muchos defectos en las comunidades. Se
habían figurado que en los conventos no habría más que santos y almas ya exentas de toda debilidad
humana. Ese peligroso engaño les induce a juzgar severamente la conducta de los hermanos, a abultar sus
deficiencias, achacarles algunas que no tienen, considerar como faltas los defectos de carácter y no ver sus
virtudes.

Dichos religiosos, cualesquiera que sean, para remedio de semejante ilusión, han de recordar que:

• Los conventos en opinión de san Francisco de Sales son sanatorios adonde vienen, en busca de salud, los
enfermos espirituales; por lo que no es de extrañar que se hallen en ellos almas débiles, llenas de
defectos».

• Los hombres de virtud sólida ponen mucha atención y llevan cuenta de las virtudes y dotes de sus
hermanos, y apenas se fijan en sus defectos; al revés, los malos e imperfectos, los de cortos alcances, tan
sólo ven defectos en el prójimo y no miran las virtudes, por lo que se muestran injustos al emitir juicios
acerca de los hermanos.

• Nuestros defectos, según los fines de la divina providencia, entran en la traza de nuestra perfección. Por
eso a menudo, en sus designios misericordiosos, Dios deja a personas muy santas con algunos defectos,
para ejercitación de la virtud y progreso del alma.

• Los defectos del prójimo sirven, como se acaba de decir, para ejercitación de la virtud y proporcionan, a
todos los miembros de una comunidad, un excelente medio de santificación.

Lo atestigua san Pacomio al decir: «Vida espiritual y muerte del alma dependen, en cierto modo, del
prójimo». ¿Cómo así? Si logramos conquistarlo para Dios con el buen ejemplo, si toleramos pacientemente
sus defectos, si practicamos con él la caridad, nos salvamos a nosotros mismos y damos pasos de gigante
en el camino de la perfección. Es lo que opina también san Francisco de Sales: «La mitad de la santificación
nos viene de las relaciones con el prójimo: con la mutua tolerancia y el recíproco perdón nos ejercitamos en
todas las virtudes y las hacemos llegar a la perfección».

Pues bien, si el prójimo no tuviera defectos, ¿qué tendríamos que soportar? Quitad al prójimo los defectos,
¿dónde hallaríamos las ocasiones para la práctica de las virtudes más preciadas? Si nuestros hermanos
fueran perfectos y tuviéramos que vivir sólo con ángeles, ¿dónde hallaríamos la paciencia, la mansedumbre,
la mortificación, la caridad y todo su cortejo de hermosas virtudes? Nunca tendríamos ocasión de
practicarlas. Tan convencido estaba san Bernardo de semejante verdad, que no vacilaba en decir a los
priores: «Si la comunidad que regís no tiene más que religiosos santos, todos de carácter apacible, tenéis
que comprar uno malo, díscolo, rudo, arisco, pendenciero, para proporcionar a todos vuestros súbditos y a
vosotros mismos la ocasión de ejercitaros en la mansedumbre, la paciencia, la caridad y todas las
excelentes virtudes sociales». La virtud es flaca mientras no se la prueba con los tratos duros del prójimo;
las relaciones enojosas son el crisol de la caridad, paciencia y mansedumbre; ahí se ve hasta qué punto un
alma las posee.
Pero, ¿qué necesidad va a haber de comprar a precio de oro un súbdito defectuoso y avieso, si somos
todos cardos unos para otros? No hay rosas sin espinas, ni religiosos sin defectos: no es el más santo quien
no los tiene, sino el que más vela sobre sí y mejor los combate.

Todos, pues, tenemos flaquezas, todos nos ocasionamos mutuamente cierto ejercicio de virtud. El venerable
Libermann escribe: «Ni las comunidades más unidas y fervientes han podido soslayar el roce doloroso de
los hombres; si dos ángeles hubieran de vivir juntos, pero con naturaleza humana, no habría que esperar
veinticuatro horas para que apareciera algún nublado». Santa Juana de Chantal advierte con razón: «Por
mucho cuidado que se ponga en la selección de los individuos, Dios permite, para prueba de toda la
comunidad, que haya siempre en ellas algunos espíritus perversos. Lejos de quejarnos de semejante
disposición de la divina providencia, hemos de agradecer al Señor que nos dé ocasión de practicar las
virtudes más preciadas».

De tres modos dice el padre Champagnat nos ayuda el prójimo a llegar a Dios:

1.° Nos encamina a Dios por el perfume de sus virtudes y el buen ejemplo que nos da.

2° Por los defectos que tiene y que hemos de saber tolerar, disimular y excusar, con lo que practicaremos a
menudo la paciencia, la mansedumbre, la caridad y otras mil virtudes.

3° Por las oportunidades que nos proporciona para el ejercicio del apostolado, mediante los avisos y
amonestaciones que le demos, y la ayuda que le prestemos para su corrección.

Se entenderá, pues, fácilmente cuán equivocados andan los superiores que miran como una desgracia el
tener súbditos con defectos, necesitados de enmienda y formación, y que piden el traslado de los mismos a
otra comunidad. Por seguir tal política, se privan de una buena ocasión de ejercitar la virtud, de un excelente
medio de santificación, y faltan a la caridad para con aquellos cuyo traslado solicitan. Nadie sale ganando al
trasladar, sin motivo que lo justifique, a los religiosos cuya conducta o carácter dejan que desear. El buen
Superior no pide a la ligera esos traslados. Falta a la caridad quien los pide y carga a otro superior con un
hermano contra el que tiene quejas. Por otra parte, es muy raro encontrar hombres sin defectos, y puede
que el sustituto sea aún peor. Resulta, por consiguiente, más sencillo, razonable y caritativo poner empeño
en formar a los individuos que a uno le han confiado. El cochero que pide con excesiva frecuencia cambio
de tiro, da pie para pensar que no es muy ducho en el oficio.

El padre Baltasar Álvarez, admirable conocedor del mérito extraordinario que supone aguantar a ciertos
individuos y formarlos, rogaba a los provinciales que mandaran a su colegio a los religiosos díscolos y
rebeldes, para ganárselos con su prudencia y mansedumbre, y tener a la vez una buena oportunidad de
practicar la virtud. Otros hacen exactamente lo contrario, y los pobres enfermos espirituales, mandados así
de una casa para otra, cambian cada poco de médico y tratamiento, desmejoran cada vez más y acaban
¡ay! perdiendo la vocación.

San Vicente de Paúl escribía a uno de sus religiosos que se había quejado de otro al que tenía bajo su
dirección y para el que pedía traslado: «Soporte con mansedumbre a ese querido hermano del que me
habla. Tal vez no tenga usted los defectos que le achaca, pero tiene otros que él ha de aguantar. Si no
tuviera a ese hermano, nada tendría que sufrir, su caridad carecería de ejercitación y desarrollo, y en nada
se parecería su vida a la de Jesucristo, que tuvo a bien vivir con discípulos rudos y llenos de defectos. ¿Por
qué cree que obró así Jesucristo? Para ser el modelo de los superiores y enseñarles que, al soportar las
flaquezas de los súbditos, adquieren grandes méritos, progresan en la virtud y se hacen gratos a Dios
conquistándole almas».

3. Finalmente, las pruebas que provienen de las relaciones con el prójimo, al ayudarnos a corregir los
defectos y darnos la oportunidad de formarnos en las virtudes sólidas, aumentan ya nuestros
méritos y nos preparan un cúmulo de gloria en el cielo.
Por eso escribe san Buenaventura: «Es ventajosísimo para los buenos, mientras estén en este mundo, vivir
mezclados con otros que estén llenos de imperfecciones y defectos. Estos últimos son ocasión de subido
mérito y recompensa para los buenos, que se compadecen de las flaquezas de los otros, ejercitan el celo
empeñándose en corregirlos y formarlos en la virtud, y se cuidan para no imitarlos ni ofenderlos; con
frecuencia, incluso, pasan por el saludable crisol de las persecuciones promovidas por aquéllos, y se
humillan reconociendo ante Dios que sólo a él deben el no caer en faltas semejantes. Es evidente que, si los
buenos no tuvieran ocasión de realizar todos esos actos de virtud, tendrían menos méritos; sus virtudes
serían menos sólidas, menos esplendentes, menos perfectas y, por consiguiente, su recompensa eterna
quedaría menguada».

San Jerónimo daba tal importancia al aguante de los defectos del prójimo, que lo anteponía al mérito de la
vida contemplativa. Una persona de gran virtud y de noble familia romana le escribió solicitando el ingreso
en el monasterio que el santo había fundado en Belén. Para abandonar el mundo alegaba, entre otros
motivos, que su madre, con todo y ser muy piadosa, venía a serle obstáculo para la perfección y la exponía,
por su mal temple, a cometer muchísimas faltas. El santo le contestó: «Si tu madre es como dices, quédate
todavía con ella: aguantándola y llevando con paciencia todo lo que te contraría en ella, puedes formarte
mejor en la mansedumbre, la caridad, la obediencia, la mortificación, la renuncia a ti misma, y cosecharás
más méritos que en el noviciado».

Las personas empeñadas en adelantar por el camino de la perfección valoran como tesoro auténtico esas
ocasiones de ejercitarse en la virtud. Convencido de semejante verdad, san Doroteo consideraba la
tolerancia de los defectos del prójimo y el ejercicio de virtud que ella supone, como señal de predestinación.
«No sabe el hombre dice si es digno de amor o de odio, es secreto guardado en el corazón de Dios. Sin
embargo, es casi evidente cuando se tiene amor a los hermanos, es decir, cuando se les asiste en las
necesidades, se les soporta con paciencia y se les ayuda a enmendar los defectos: pues quien ama así al
prójimo, ama a Dios; y quien tiene amor a Dios, se halla en estado de gracia, es digno de amor y lleva en la
frente la señal de los elegidos».

Repitámoslo, ya que nunca estaremos sobradamente convencidos de tal verdad: nuestros defectos, según
las trazas de la divina providencia, entran en el plan general de nuestra perfección; los del prójimo nos
resultan beneficiosos por el ejercicio de las virtudes a que dan lugar. Hay que agradecer a Dios el
habérselos dejado y poner empeño en aprovechar bien ese gran medio de santificación que se nos
proporciona, mostrándonos llenos de caridad, indulgencia y tolerancia con nuestros hermanos.

CAPÍTULO XXXI
CUÁL HA DE SER LA VIDA DE UNA CASA RELIGIOSA

Al concluir la visita de una comunidad del instituto, el


venerado fundador, no muy contento de lo que había
podido observar, dijo al hermano director:

Su casa no me satisface.

¿Qué hay en ella que no le parezca bien, reverendo


padre?

Carece de vida religiosa, no tiene espíritu de familia.


En ella no puede haber felicidad, ni puede mantenerse la
virtud de sus hermanos.

Tras haber explicado brevemente esa observación, se despidió de todos, dejándolos muy apenados por el
reproche que acababa de dirigirles.

De regreso, según veníamos caminando, la conversación, como era natural, recayó en el estado de aquella
comunidad. Por lo que el padre me decía, comprendí que él mismo estaba muy apenado, porque el
hermano director no parecía haber entendido las advertencias que le había hecho.
Pocos días después me pasó recado de que le fuera a ver y me dijo:

Querido hermano, me ha parecido que entendió usted perfectamente lo defectuoso y contrario a la


vida religiosa que hay en la casa visitada recientemente por ambos. He decidido enviarle allá otra vez para
que recuerde y explique a los hermanos las observaciones que les hice: no podemos dejarlos en la situación
lamentable en que se encuentran.

Tras madura reflexión sobre lo que había visto personalmente en aquella casa y especialmente sobre lo que
había oído de labios del venerado padre, le dije:

Me parece, reverendo padre, que aquella casa deja mucho que desear en cuanto al espíritu de
familia: trátase, pues, en mi opinión, de reavivar ese espíritu en los hermanos.

Ha comprendido perfectamente mi idea: conoce el mal de que adolece aquella casa. Vaya y, con la
ayuda de Dios, procure aplicar el remedio.

Recibida la bendición del reverendo padre, me encaminé hacia aquella comunidad con el fin de cumplir la
misión que se me había confiado. Lo que dije a los hermanos puede resumirse de este modo:

Para vivir felices y santificarse en una comunidad, ha de reinar en ella el espíritu de familia.

Ahora bien, la vida de familia se condensa en estas dos fórmulas:

 sentimientos paternales del jefe;


 espíritu filial por parte de los súbditos.

I. Sentimientos paternales del superior

1. Del mismo Dios nos viene la primera lección de la vida de familia, cuando dijo: Hagamos al hombre a
imagen y semejanza nuestra (Gn 1, 26). No dijo el Padre eterno: «Voy a hacer» o «Haced», sino «Hagamos,
juntémonos para crear al hombre; aporte cada uno lo que en dicha obra le corresponde y coopere a ella en
perfecta unión con los otros dos». Efectivamente, así fue: el Padre puso la autoridad y poder; el Hijo, la
inteligencia; el Espíritu Santo, el amor. La creación es, pues, fruto de la unión, obra de familia.

Lo mismo ocurre con la redención: El Padre amó tanto al mundo, que no paró hasta dar a su Hijo unigénito
(Jn 3,16) para salvarlo; el Hijo, a imitación del Padre, ama tanto a los hombres, que entrega la vida para
rescatarlos; el Espíritu Santo coopera en este ministerio divino, pues por su obra se realiza el misterio de la
encarnación, y él es quien, al descender sobre los apóstoles para completar la obra de la redención,
santifica las almas y les aplica los méritos de la pasión de Jesucristo.

Se nos bautiza en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, porque las tres divinas personas se
unen para levantar al hombre, rehabilitarlo, salvarlo y elevarlo al orden sobrenatural, a la adopción divina.

Esa unión es modelo de la que debiera reinar en todas nuestras casas. Educar es cooperar a la
rehabilitación de la naturaleza caída: para ello no basta un hombre solo, es menester el concurso de todos
los miembros de la comunidad. Uno aporta su contribución de poder y autoridad, dirige; otro, inteligencia y
talentos; el de más allá, su amor, delicadeza, entrega y docilidad. De tal ayuda y concurso resulta una
autoridad siempre firme, cualquiera que sea la persona que la encarne; un impulso para el bien al que nadie
puede resistir; un conjunto de unión y fuerza que mantiene la disciplina, edifica a los alumnos y no les deja
apartarse nunca del deber ni de las sendas del buen comportamiento. La unión, la perfecta concordia entre
los miembros de una comunidad, es la fuerza y prosperidad de las escuelas, la paz y dicha de los
individuos, la virtud y el espíritu de Jesucristo: una comunidad semejante es un edén.

2. La segunda lección de la vida de familia nos la da Jesucristo. Vive, reza y trabaja con los apóstoles,
tratándolos como si fueran hijos suyos, como a hermanos y amigos, como si cada uno de ellos fuera su
propia persona. Es más, se convierte en ayo y doméstico suyo, enseñándoles y sirviéndoles con la mayor
paciencia. Estoy en medio de vosotros como el que sirve (Lc 22, 27), les declara. Esa es la auténtica vida de
familia, ésos los sentimientos de un padre bondadoso que ama a sus hijos, mira abnegadamente y se
desvive por ellos. Y así es como se han portado todos los buenos superiores.

3. San Pablo, el perfecto imitador de Jesucristo, llevaba esa vida de familia con sus discípulos y los primeros
cristianos. Hijitos míos exclama, por quienes segunda vez padezco dolores de parto, hasta formar a Cristo
en vosotros (Ga 4, 19). En ese ministerio de padre espiritual, a vosotros os busco yo, no vuestros bienes,
atento a que no son los hijos los que deben atesorar para los padres, sino los padres para los hijos (2 Co
12, 14). Híceme flaco con los flacos, por ganar a los flacos, híceme todo para todos, por salvarlos a todos (1
Co 9, 22). ¡Qué admirable modelo de vida de familia y de los sentimientos que deben animar a todo
superior!

4. Lleno del mismo espíritu, san Pedro, príncipe de los apóstoles, da la misma lección de vida de familia a
todos los pastores de almas y a todos los superiores. Apacentad es decir, gobernad y regid la grey de Dios
puesta a vuestro cargo, velando sobre ella no precisados por la necesidad, sino con voluntad que sea
según Dios; no por sórdido interés, sino gratuitamente; ni como queriendo tener señorío sobre la heredad
del Señor, sino siendo verdaderamente dechados de la grey (1 P5, 23). El espíritu de familia se refleja
perfectamente en esos textos sagrados y otros muchos que sería prolijo enumerar.

5. Todos los santos que han sido superiores se empeñaron en seguir esos ejemplos.

San Vicente de Paúl vivía con sus religiosos como el mejor de los padres con sus hijos. «Los trataba a todos
con tal solicitud dice su biógrafo que ni uno solo dejaba de creer que le amaba entrañablemente. Era cortés,
indulgente, siempre dispuesto a atenderles en sus necesidades, a escuchar a quienes deseaban hablarle.
Jamás hablaba mal de los ausentes, jamás reprendía ni corregía a nadie sin haberle avisado previa y
amigablemente, y sin haber escuchado lo que el culpable tuviera que decir en descargo propio».

San Macario se las arreglaba para complacer a los hermanos y resultarles placentero. Su gran
preocupación era, además de lograr que adelantaran en la virtud, proporcionarles dicha y contento, de modo
que el yugo de Jesucristo les pareciera suave, leve, y hacerles saborear, por el fervor de una vida santa, el
céntuplo de los consuelos prometidos por el divino Salvador a cuantos se entregan de verdad a su servicio.

La máxima favorita de san Bernardo era que «el superior no ha de mandar como amo, sino gobernar como
padre». En sus exhortaciones, gustaba de compararse a una madre; llamaba a los inferiores «niñas de mis
ojos», «pedazos de mis entrañas»; nada mandaba, nada exigía que no hubiera él cumplido antes. Con tal
proceder se ganó el corazón de todos sus religiosos, que le amaban como a un padre y le obedecían con
santa alegría.

San Honorato nos ofrece un modelo extraordinario de los sentimientos paternales que, en una comunidad,
han de animar al superior, y de la vida de familia que constituye la dicha de los religiosos. Bienes y males de
todos sus discípulos eran suyos. Se apropiaba sus logros y fracasos, sus progresos en la virtud y sus
flaquezas. Alegrábase con los que estaban contentos y lloraba con los tristes y afligidos. Solícito, activo,
incansable para prestar ayuda e infundir ánimos y consuelo, reprendía a uno en secreto y a otro en público;
a éste con severidad, a aquél con halagos; aun cuando mandaba, o urgía en circunstancias especiales,
siempre lo hacía con tiento y cordialidad, siempre afable y cortés. Estaba siempre atento a que no abrumara
a uno el exceso de trabajo, y el otro no cayera en tentaciones por falta de labor: preveía con tal perspicacia
lo bueno o lo malo para cada uno, según la diversidad de talantes, que parecía llevarlos a todos en el
corazón. Finalmente, todos sus pensamientos y solicitud tendían a lograr que sus hermanos vivieran
contentos, y a cuidar de sus almas como de la suya propia.

De lo dicho hasta aquí, fácilmente se deduce que un superior, para lograr que brote y se mantenga el
espíritu de familia en la comunidad, ha de mostrarse padre de sus religiosos y amarlos a todos
entrañablemente en Cristo. Tiene que darles buen ejemplo, acudir el primero a los ejercicios de comunidad,
gustar de hallarse en compañía de ellos, vivir, trabajar y solazarse con ellos, y no distinguirse de ellos sino
por una más fiel observancia de la regla.

Un buen padre de familia se desvive por los hijos; el superior perfecto se desvive por los inferiores, se las
arregla para merecer su aprecio, serles grato, hacerles feliz la vida, dulce la piedad y amable la virtud.
Con toda solicitud mira por su acierto en el oficio que les ha encomendado, por lograr que les resulte fácil la
tarea, formarlos y hacer que mejoren su preparación profesional, y atender a todas sus necesidades.

Con ojo avizor aparta lo que pueda herir el respeto mutuo, la caridad fraterna y la urbanidad en las
relaciones; en una palabra, cuanto pueda perturbar la cordialidad, concordia y unión que constituyen la vida
de familia.

Il. Espíritu filial

Es el segundo elemento de la vida de familia, la parte que corresponde a los inferiores.

Pero, ¿qué es el espíritu filial? Es el tierno amor del hijo para con el padre; el respeto religioso, la profunda
veneración de su autoridad y cuanto de él emana; es la plena confianza, que hace considerar y acatar todas
sus decisiones como las más convenientes; es la perfecta docilidad a sus órdenes y dirección, y la entrega
absoluta a todos sus deseos y a todo lo que sea de su agrado.

Dichos sentimientos se manifiestan con atenciones, cortesías y obsequios continuos; con palabras
apacibles, urbanas, reverentes, y todas las muestras de respeto debidas a un superior; con atención
perseverante y cortés para complacerle, aliviarle y prestarle todos los servicios posibles; con la unión, la
afinidad de miras y sentimientos, realizándolo todo no solamente conforme a sus mandatos, sino también, y
en tanto en cuanto podamos adivinarlas, según sus intenciones.

El principio que engendra, vivifica, conserva y desarrolla tales sentimientos, es la fe. Por ella creemos que el
superior es el sustituto de Dios, el representante de Jesucristo; por consiguiente, Dios es quien por su boca
nos habla y manda, y al mismo Jesucristo es a quien obedecemos o desobedecemos, según estas
palabras: El que os escucha a vosotros, me escucha a mí: y el que os desprecia a vosotros, a mí me
desprecia (Lc 10, 16).

La vida de familia pide, pues, que el superior se dé por entero a los hermanos, no viva sino para ellos,
dedique todo el tiempo y toda su capacidad a formarlos, instruirlos y dirigirlos; que atienda con solicitud a
sus necesidades temporales y espirituales, y que se considere obligado a trabajar por merecer la confianza
de todos, serles agradable y lograr que vivan contentos y felices.

Asimismo, la vida de familia exige que los inferiores se entreguen totalmente al superior y eviten
cuidadosamente cuanto pueda ocasionarle disgusto, aflicción o la más leve pena; que se afanen por
aligerarle el peso de la autoridad, hacerle más llevadero el cargo y más feliz la vida, en todo en cuanto de
ellos dependa.

La vida de familia supone comunidad de bienes y males. Nuestro amado padre afirma: «En el instituto ha de
haber comunidad no sólo de bienes materiales: también los bienes del espíritu, las dotes intelectuales de
cada uno, han de redundar en ventaja de todos. Dígase lo mismo de los bienes del cuerpo, salud y fuerzas,
y de los del alma, las virtudes. Por consiguiente, quien posea conocimientos singulares y talento para
enseñar o dirigir, ha de comunicarlos a los demás. Quien goce de buena salud y sea robusto, ha de ayudar
a los enfermos y a los de salud precaria. Por fin, cada uno ha de portarse de tal modo que los bienes
espirituales recibidos de Dios aprovechen a todos los hermanos; ha de rezar por ellos y darles de continuo
buen ejemplo».

El espíritu de familia abarca más: se apropia y hace personales los bienes concedidos a los demás. El buen
religioso se siente, pues, satisfecho, ufano y feliz por todas las dotes y virtudes, todos los talentos y bienes
de cualquier género que ve en sus hermanos. Se alegra de todos ellos, da gracias a Dios, saborea y
comparte el honor, la gloria y satisfacciones que a ellos les proporcionan, como una madre comparte los
bienes y gozos logrados por un hijo suyo.

Han de ser comunes también las penas, sufrimientos, aflicciones y adversidades. Cada uno ha de arrimar el
hombro para aliviar y consolar al triste, asistir al necesitado, compartir la labor del que está agobiado, cargar
con una parte de los males que afligen a toda la comunidad, o que abruman a algunos de sus miembros.
III. Enemigos de la vida de familia

Cuatro clases de personas perturban y arruinan la vida de familia:

1. Los miembros enfermos o dislocados.

A cada miembro le corresponde su propio lugar y función en el cuerpo humano. Cualquiera de ellos que se
disloque o rechace cumplir su respectiva función, trastorna la armonía, cansa y sobrecarga a los otros
miembros.

Los pies están hechos para soportar y llevar el cuerpo; los ojos para guiarlo. Si éstos quisieran llevar el
cuerpo y los pies alumbrarle, todo sería desorden y confusión. De igual modo, un hermano que se mete
donde no le llaman y usurpa el puesto del superior poniéndose a dar órdenes a los demás hermanos,
atender a las visitas, intervenir en lo que está reservado al hermano director, como cambios de programas,
permisos de ausencia, despido de alumnos, etc., es un miembro dislocado, un usurpador que falta
gravemente a sus obligaciones, escandaliza a los hermanos y trastorna la vida de familia.

El director que no respeta los derechos y cargos de los súbditos, que pone trabas a su comunicación con los
superiores mayores, les prohíbe castigar a los alumnos, impide al subdirector cumplir con las atribuciones
de su cargo, se lo oculta todo y no le deja participar en la administración de la casa conforme se lo autoriza
la regla; que se adueña de todo, pretende hacerlo él todo, en lugar de contentarse con mandar, dirigir y
orientar, es cabeza achacosa y trastornada que, en vez de comunicar a los miembros del cuerpo religioso
influencias benignas, vida y bienestar, los veja, les hace sufrir, los desconcierta y paraliza sus esfuerzos
para el bien.

Cualquier miembro paralítico o achacoso hace sufrir a los demás y les sirve de carga. Todo hermano que,
en la comunidad, descuide el empleo o lo cumpla mal, o se rija en él por impulso propio y no según la
orientación que le señale el superior, trastorna y echa a perder la vida de familia, hace sufrir a los hermanos,
les agrava el trabajo y causa perjuicio al bien común, a la prosperidad de la escuela. Tan evidentes son esos
males, que no merece la pena insistir más en ellos.

2. El miembro egoísta.

En el cuerpo humano es ley de la naturaleza que todos los miembros concurran al bien común. En virtud de
ese principio, los ojos ven para todo el cuerpo, el estómago digiere para todos los miembros, el corazón
distribuye y hace fluir la sangre y la vida por todas las arterias y venas, las manos prestan ayuda y trabajan
para todas las partes del cuerpo. Cualquier órgano que se aparte de esa ley y se niegue a seguir el orden
establecido, trastornará todo el cuerpo. Pues es precisamente lo que hace el egoísta. No mira sino a la
propia persona, no piensa más que en sus intereses y no trabaja más que para sí. En todas partes busca su
holganza, lo que pueda satisfacer sus antojos, sus necesidades y a veces sus pasiones. Carente de caridad
y de sentimientos de compasión, bondad e indulgencia, propios de las almas nobles, el egoísta tiene
corazón de pedernal, entrañas de acero: no siente los males de sus hermanos ni se da cuenta de sus
necesidades; nada hace para aliviarlos y ni siquiera piensa en ello. El egoísmo es el enemigo del espíritu de
caridad, la muerte de la vida de familia.

El buen religioso imita a los miembros del cuerpo humano: trabaja para el bien común; sacrifica siempre, en
aras del interés general, las satisfacciones personales; con entrega total a los hermanos, no se ocupa sino
de serles útil, se adelanta a remediar sus necesidades, se sacrifica para proporcionarles dicha y contento.
Olvidándose de sí, da siempre la preferencia a los demás, tan sólo se reserva lo que haya de penoso en los
trabajos, de peor en los cuidados de la salud y alimentación del cuerpo, y deja a los demás lo más cómodo y
mejor.

Escuchad esta anécdota y, si una ocasión semejante se os presenta, imitad el ejemplo que nos ha dejado el
excelente hermano Pascual:
Uno de sus alumnos le trajo un día una botella de licor y unas tabletas de chocolate. Estaba invitando al
niño a que entregara esos regalos al hermano director o al ecónomo de la casa, cuando le oyó otro
hermano, que le dijo:

¡No sea tonto! Guárdelo para ir tomando cuando lo necesite.

¡Bonito consejo me está dando usted!, replicó el hermano Pascual. ¿Aceptar yo un regalo personal?
¿Violar la regla y los votos? ¡Jamás!, ¡jamás! Pero ¿por quién me toma usted, por un egoísta? Se equivoca:
todo lo bueno que yo tenga, quiero compartirlo con los hermanos; y de lo más penoso que haya en la casa,
pretendo tener una ración abundante. En mi opinión, la igualdad y la caridad fraternas son las que
engendran la dicha de la vida de comunidad.

Agreguemos que ésa es la verdadera vida de familia.

Posteriormente, una de sus tías, que sabía que andaba algo flojo de salud, le hizo un regalo parecido, pero
con la condición de que se lo había de tomar él solo a escondidas.

Un regalo con tal condición le dijo el hermano Pascual no es un obsequio, es una ofensa. Ponga,
ponga usted las condiciones que quiera; yo tendré el mayor gusto en convidar a los hermanos con lo que
me dé: la satisfacción de hacerlo así será cien veces mayor y más provechosa que si me tomara yo solo
esas golosinas.

En 1824, el hermano Juan Pedro Martinol, director de Boulieu, vino una vez de visita a la Valla. Cuando al
día siguiente, de madrugada, se disponía a regresar a Boulieu, el padre Champagnat le dijo:

Mire, como no se ha levantado aún el hermano cocinero, llévese este bollo de pan bendito que me
correspondió el domingo por haber oficiado la misa mayor; desayúnese con él por el camino.

No, padre replicó el hermano, se lo llevaré a los hermanos y lo comeremos juntos. Nos va a saber a
gloria, pues todo lo que recibimos de la casa madre de la Valla nos resulta delicioso y nos sienta de
maravilla. Me encanta proporcionar tal dicha a los hermanos: seguro que saltarán de gozo y que, en toda la
comida, no hablaremos sino de usted y de estos hermanos de la Valla.

Encantado por tales sentimientos, el venerado padre exclamó:

Me hace llorar de alegría, querido hermano, al hablar así. Ésos son exactamente los sentimientos
del espíritu de familia que han de animar a todos los hermanos de María. Mientras conservemos
cuidadosamente esos sentimientos y ese espíritu, gozaremos plenamente de la felicidad de la vida religiosa.

3. El religioso descontentadizo, de espíritu avieso.

Ante todo, ¿qué es el espíritu avieso?

Es una ceguera del alma, una prevención desfavorable, engendrada por el orgullo, que tuerce la visión de
las cosas y de las personas, por lo que se emite sobre ellas un juicio erróneo, contrario a la verdad.

Es un fondo de humor mohíno que da carácter solapado e inconstante; una propensión a la censura, la
murmuración, los juicios temerarios y la maledicencia; una soterrada aversión a la autoridad y a cuanto de
ella emana; una oposición a la dependencia que induce a criticar al superior, desaprobar cuanto hace o
manda y eludir su dirección.

Es un desenfreno en el hablar, una secreta satisfacción en rebajar al superior, perjudicarle, prevalecer sobre
los demás, inducirles a la crítica, la murmuración y la desobediencia.

Nada hay más opuesto al espíritu de familia que el espíritu retorcido. «Ese espíritu dice san Bernardo es
veneno que corroe todas las virtudes sociales que constituyen el espíritu de familia; es ponzoña traída del
infierno, cuyo padre y modelo es el demonio, cuyo primer ejemplo dio también este último desde el principio,
al sembrar la cizaña y promover la guerra en el cielo».
El religioso esclavo de tan lamentable defecto desempeña en la comunidad el papel que desempeñó Lucifer
en el cielo y la serpiente en el paraíso terrenal; es decir, introduce en ella el desorden, la confusión, la
infidelidad, y arruina el espíritu de familia.

Vicio tan detestable acaba con todas las virtudes religiosas.

La vida religiosa es vida de obediencia. El espíritu avieso se entrega a la voluntad propia y no puede
aguantar la dependencia.

La vida religiosa es vida humilde, recatada. El espíritu avieso, engendro del orgullo, de la voluntad propia o
satánica, no gusta sino de la vanidad, la gloria mundana, las alabanzas; no busca más que lucirse y
sobresalir en todas partes.

La vida religiosa es vida de caridad, paz, concordia y tolerancia mutua. El espíritu avieso, radicalmente
egoísta, divide a los hombres, rompe la unión y lleva a todas partes la disensión y la discordia.

La vida religiosa, por parte de los inferiores, es amor filial, abnegada entrega al superior. El espíritu avieso
es el yo personificado, que suplanta a la autoridad; todo lo que procede de ésta le parece mal y lo censura.
Si el superior muestra celo por la observancia regular, le llama tirano; si, para restablecer el orden con
blandura, hace como que no ve, le acusa de cobarde, de tolerar el desorden y arruinar la disciplina; si es
ahorrador, le tilda de avaro, o pregona que no tiene caridad; si es generoso, le tacha de derrochador. El
maldito yo se convierte en su propio ídolo y nada le parece bien, sino lo que él traza y realiza.

La vida religiosa es vida de familia y caridad fraterna. En el espíritu avieso, todos los defectos contrarios a
las hermosas virtudes sociales se dan cita: es excesivamente enojadizo, quisquilloso, melindroso; se
formaliza, pica y ofende por menos de nada; una palabra, un gesto, una mirada, un acto indiferente
realizado sin la menor intención de herirle, le irrita y le hace torcer el morro días enteros. Pues bien, nada
hay más propio para matar la vida de familia que el conjunto de tales y tantos defectos.

El religioso dominado por ese mal espíritu es, sin duda alguna, tormento y cruz pesada para el superior,
cardo para los colegas, azote de la comunidad y verdugo de la vida de familia. «¿Qué se puede esperar,
pregunta san Juan Clímaco, del religioso movido por el mal espíritu? Nada bueno y un fin desastroso; es
miembro putrefacto que amenaza con gangrenar a los otros; es miembro que se ha de suprimir y cercenar
para arrojarlo al mundo, si se quiere que su ponzoña no contagie a todo el cuerpo. Con él, la vida de familia
es imposible.

4. El hermano doméstico.

«Para ser feliz en comunidad repetía con frecuencia nuestro piadoso fundador no hay que venir y estar en
ella como un criado, sino como un hijo de la casa». La sagrada Escritura nos dice: El hombre dejará a su
padre y a su madre, y estará unido a su mujer (Gn 2, 24). Pues también el religioso, si quiere vivir feliz en su
estado y disfrutar de los consuelos de la religión y de la vida de familia, tiene que abandonar padre, madre,
hermanos, hermanas y cuanto en el mundo tiene, para encariñarse con los superiores, los hermanos de
religión y el instituto, que viene a ser su familia. Quien no se entrega, pues, totalmente a la comunidad ni
pone empeño en adquirir los sentimientos de un hijo bien nacido, no es un religioso sino un doméstico: es
un miembro extraño de esa familia a la que sólo aporta elementos viciados y discordia. Ese hombre no tiene
espíritu filial: tan sólo ve en el superior a un amo o un capataz molesto. No tiene afecto ni caridad para sus
hermanos religiosos: le son extraños y no tiene para con ellos la menor consideración ni cortesía.
Únicamente preocupado por su yo y sus intereses, no trabaja más que para sí, nada le importan los demás,
aunque sufran o estén sobrecargados. En el desempeño de sus funciones, no mira más que por salir del
paso; como no le interesa el bien de la comunidad, lo mismo le da que ésta prospere o que fracase. No es
fácil hallar un hombre más desdichado que un religioso sin espíritu de familia, que no se ha entregado en
cuerpo y alma al instituto, que reserva su cariño para los que ha dejado en el mundo, y vive en comunidad
como un extraño cuyo bien y tesoros se hallan en otro sitio. Lo peor y más enojoso es que hace participar
de su infortunio a los que le rodean: les perturba la felicidad y debilita el espíritu de familia; compromete el
éxito de las escuelas y viene a ser engorro para todo el mundo y causa de ruina para la institución.

Un reverendo párroco, al despedir a los hermanos que partían para el retiro espiritual, dijo al hermano
director:
Regrese pronto y tráigame cuatro hermanos.

Nadie ha pensado respondió el hermano director en reducir el personal de la casa; tenga, pues, por
seguro que volveremos cinco.

El párroco no insistió. Cuando regresaron, les aclaró su reserva mental. Al ver allí delante a cinco hermanos,
insistió una vez más:

¿Me trae usted cuatro hermanos? Y, sin esperar respuesta, agregó:

Amigos míos, el año pasado no teníamos más que tres: había dos que no contaban, pues no tenían
el espíritu de su estado y no llevaban vida de familia. Cuando iba a vuestra casa, rara vez los encontraba
con los demás: nunca los vi participar en las labores de la huerta o el aseo de la casa. Tenían método
pedagógico aparte. Por sus modales, fácilmente se veía que eran maestros, pero no religiosos, y que la
educación y vigilancia de los alumnos les tenían sin cuidado. Eran dos unidades más en la comunidad, pero
no eran miembros de la misma, y ambos eran menos que nulidades para el bien, ya que entorpecían la
celosa labor de los demás. Abrigo mejores esperanzas con los recién llegados. Ya conocéis mi total
adhesión a vuestra obra, pero debo deciros que sólo me gustan los hermanos que lo son de veras: tengo
experiencia de que sólo ellos edifican a mis feligreses y hacen buena labor con los colegiales.

No le faltaba vista a aquel buen párroco y no se había equivocado al juzgar a aquellos dos individuos: eran,
efectivamente, hombres sin virtud ni espíritu religioso, de carácter rebelde que les hacía impropios para la
vida de comunidad.

Quejábase un hermano al confesor un santo religioso de que le hubieran retrasado la fecha de admisión a
los votos perpetuos y le pedía su opinión sobre el particular.

Nada veo, en el fuero de la conciencia le contestó el padre, que se oponga a su profesión: pero las
disposiciones que yo, como confesor, veo en usted, no me bastan para decirle que puede, con plena
seguridad, adquirir semejantes compromisos. Hay un punto que le puede servir de criterio, es el de
examinar si tiene el espíritu y las cualidades propias de su estado: ¿Está usted encariñado con la
institución? ¿Tiene amor a los hermanos? ¿Tiene espíritu filial, espíritu de familia? ¿Tiene el adecuado
carácter para la vida de comunidad? Sólo el superior puede asegurarle si reúne usted en grado suficiente
todas esas condiciones, ya que sólo él ha podido cogerle bien las vueltas y observar su conducta exterior.
Para quien carezca de esas cualidades, la vida religiosa no es un beneficio. Sufrirá mucho en la religión y
sin mucho mérito; lo peor de todo es que vendrá a ser tormento de los demás y quebrantador del espíritu de
familia.

Acertadísima respuesta, que nunca meditarán bastante los que se preparan para la profesión perpetua y los
miembros del consejo de admisión.

5. El miembro extraño.

La Regla prescribe: «No se permitirá que los seglares tomen el recreo con los Hermanos dentro de la casa o
sus dependencias». ¿Por qué? Porque todo miembro que no pertenece al cuerpo, le resulta extraño, y
perturba y debilita el espíritu de familia. Los hermanos no se sienten a gusto en presencia de los seglares:
se encierran en una reserva que impide la expansión propia de la vida familiar. Los seglares son, en el
cuerpo de la comunidad, auténticas patas de palo. Aunque lleve baño de oro, es decir, que se trate de un
cristiano excelente, e incluso un sacerdote, no deja de ser miembro de palo que no cuadra perfectamente
con los demás: disforma el cuerpo, le entorpece los movimientos, y perturba la vida y libertad del conjunto.
La vida de familia excluye cualquier pata de palo, no tolera ninguna.

El director que permite la entrada de seglares en la comunidad o da clases particulares, a niños o adultos,
en la sala de reunión de los hermanos, durante las horas de estudio o de recreo, perturba la vida de familia,
daña a los hermanos y los expone a peligros muy serios.

El hermano que provoca las visitas de sus familiares y procura que se queden lo más posible en la casa en
que está, manifiesta que tiene menguado espíritu de familia, que los afectos de su corazón no van
precisamente hacia su familia religiosa y que la comunidad no puede tener en él plena confianza.
Todo miembro extraño, cualquiera que sea, trastorna la dicha de la familia en la que penetra de modo
subrepticio. Superiores e inferiores han de poner empeño en apartar de la comunidad a los seglares, incluso
a los parientes.

Concluyamos: en la vida de comunidad, la dicha depende de todos sus miembros. Cada cual ha de poner lo
suyo y disfrutar de esa dicha conforme a los esfuerzos y sacrificios que se impone para procurarla a los
demás. Si ponéis alegría en la casa en que estáis, la tendréis: nada más justo. Se os debe dar lo que dais y
trataros como hacéis con los demás. Haced vosotros con los demás hombres nos manda Jesucristo todo lo
que deseáis que hagan con vosotros; ésta es la ley y los profetas (Mt 7, 12). La medida que con los demás
usareis, ésa se usará con vosotros (Lc 6, 38). Y san Pablo nos advierte: «Lo que siembre un hombre, eso
recogerá». Si siembras la paz, el contento y la dicha entre los hermanos, te devolverán la paz, el contento y
la dicha. Si esparces turbación, cosecharás inquietud; quien siembra vientos, recoge tempestades. Aplícase
aquí la ley del talión: infligir al reo el daño que él ha causado a los demás.

CAPÍTULO XXXII
VIRTUDES DE LA VIDA DE FAMILIA

Se le preguntó a san Basilio:

¿Cuáles son las ventajas de la vida de


comunidad?

Para anteponerla a la vida contemplativa solitaria,


entre otras razones dio la siguiente:

Permite practicar más perfectamente la caridad,


que es la primera y más excelente de todas las
virtudes.

En efecto, la verdadera vida de familia es la caridad


puesta en práctica; es la caridad, con todas sus
cualidades, convertida en hábito.

Tenía san Pablo admirable comprensión de esta verdad y la enseñaba a los primeros fieles con estas
palabras: La caridad es sufrida, es mansa y bienhechora; la caridad no tiene envidia, no obra precipitada ni
temerariamente; no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal;
no se huelga de la injusticia; complácese, sí, en la verdad; a todo se acomoda, cree todo el bien del prójimo,
todo lo espera y lo tolera todo (1 Co 13, 47). Es fácil ver, por todos esos pormenores, que la caridad abarca
todas las virtudes sociales, todas las reglas de la vida de familia, todos los sentimientos que han de animar
a superiores e inferiores, y, por consiguiente, todo lo que puede consolidar la dicha de éstos y aquéllos.

Un breve comentario de cada una de las notas de la caridad pondrá perfectamente en claro esa afirmación.

1. La caridad es sufrida.

El que la tiene, tolera sin quejarse los agravios que se le infieren, los desprecios, las injusticias, ironías
mordaces, faltas de miramiento y todas las descortesías de los hermanos. Siguiendo a san Ambrosio, dirá:
«Cuando alguien me reprende, me insulta y provoca a la ira o contienda, me callo y no me avergüenzo de
hacerme el mudo, pues no quiero parecerme a quien tan mal se está portando».

El hermano paciente jamás castiga a un niño por mal humor, en un pronto de enfado; evita igualmente
cualquier palabra áspera, ofensiva y que pueda herir la caridad o incluso la cortesía.
Acepta sin quejarse las penas inherentes a su profesión de pedagogo; aguanta la enemiga del mundo, la
ignorancia, tosquedad, ingratitud y demás defectos de los alumnos, y sufre con paciencia, unido a Jesús,
cuanto hay de penoso en ese ministerio plenamente caritativo. Nunca se desazona por el poco éxito que
logra en la enseñanza, y no deja, por ello, de repetir las mismas lecciones, dar los mismos avisos, las
mismas correcciones, aunque parezca que alcanza poco resultado. Recuerda que a él le toca cultivar,
arrancar, plantar, podar, regar, y corresponde a Dios dar el crecimiento.

Jamás devuelve mal por mal; antes bien, siguiendo el ejemplo del Apóstol, bendice a los que le maldicen,
ruega por los que le persiguen; si alguno le hiere en la mejilla derecha, le presenta también la otra, y cuenta
entre sus amigos a los que censuran su comportamiento y le calumnian.

Es lo que hacía el abad san Esteban: daba las gracias a quienes le zaherían, y ponía en la lista del
memento de los vivos, para rezar por ellos, a quienes le ultrajaban y perseguían.

San Francisco de Sales, amenazado, insultado y tratado de hipócrita por un hombre feroz, tras haberle
aguantado con paciencia un buen rato, le contestó: «Aunque me sacarais un ojo, estad seguro de que os
miraría con el otro tan cariñosamente como al mejor de mis amigos».

Ansiosos de agradar a Dios, los santos buscan las ocasiones de practicar la caridad tolerando
pacientemente al prójimo.

San Felipe Neri, vejado por los religiosos de su propio convento, en vez de manifestarles su disgusto o
quejarse de ellos al superior, los trataba con especial delicadeza y les prestaba todos los servicios que
podía. Invitado por uno de sus amigos a dejar aquella residencia, el santo contestó: «De ningún modo. No
quiero rehuir la cruz que Dios me envía». Sin embargo, al ver que, no obstante sus modales caritativos y
humildes, nada conseguía con aquellos malos religiosos, y que, lejos de ablandarlos, se le volvían más
desabridos, se dirigió a Jesús y, con los ojos puestos en el crucifijo, exclamó:

Jesús mío, por qué no me escuchas? Tanto tiempo como hace que te

pido instantemente la caridad y la paciencia, ¿por qué no me has atendido?

Te concederé esas preciadas virtudes, pero es mi voluntad que las logres de ese modo.

Desde entonces, aquel lugar en el que hallaba ocasión para la práctica asidua de la caridad y la paciencia,
se le convirtió al santo en mansión de delicias. Treinta años pasó en él y no salió de allí sino por orden del
romano Pontífice.

No hace mucho, uno de nuestros directores más capacitados me decía: «Echo de menos al hermano joven
que acaba usted de trasladar. Lo siento, no porque cumpliera bien su oficio, ya que lo desempeñaba harto
mal, sino porque me resultaba utilísimo para ejercitarme en la paciencia y mansedumbre». Hermosas
palabras y sentimientos nobilísimos, nuncios de un alma selecta, conocedora de la ciencia de los santos, fiel
a la gracia y ansiosa de aprovechar las ocasiones de adelantar en la virtud.

2. La caridad es mansa.

Según santo Tomás, la mansedumbre es una virtud que supone nobleza de alma. En efecto, quienes la
poseen se sobreponen a cuanto se les pueda hacer o decir. Aun en los momentos en que se les veja de
palabra o de obra, permanecen serenos y no pierden la paz del alma.

«Nada hay tan edificante para el prójimo según san Francisco de Sales como la bondad y la
mansedumbre».

San Vicente de Paúl opina que «la afabilidad y la mansedumbre ayudan a fomentar la paz, la concordia y
unión de los corazones». Y santa Juana de Chantal afirma: «Al correr de los años, cada vez me doy mejor
cuenta de que la mansedumbre es la virtud que se adueña de los hombres y hace fáciles y gratas las
relaciones con ellos». La mansedumbre es el azúcar de la conversación y el pan de la concordia. A todo el
mundo encanta esta virtud. Por eso no me extraña lo que se lee en la vida de san Francisco Javier: muchas
personas iban a visitarle sólo por el interés de ser testigos de su admirable mansedumbre y de la bondad de
su carácter..

He aquí la conducta que ha de observar el hermano marista deseoso de progresar en dicha virtud y vivir
auténtica vida de familia. Según el consejo de san Francisco de Sales, procura ver al prójimo en el pecho
del Salvador. Recuerda siempre las palabras del divino Maestro: Lo que hicisteis con alguno de estos
hermanos míos más pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 25, 40). Viéndolo así, con los ojos de la fe, ¿cómo
no va a amar al prójimo, cómo dejará de tratarle con mansedumbre y afabilidad?

Convencido de que las discusiones, contiendas, palabras desabridas e intolerancia de opiniones ajenas son
el azote de la conversación, observa lo que recomendaba ya la filosofía pagana: «En el coloquio, muéstrate
deferente con los superiores, manso con los iguales y benévolo con los inferiores».

Se afana especialmente en practicar la mansedumbre en las palabras, en las acciones y en todas sus
relaciones con el prójimo. Le gusta mucho y le sirve de norma de conducta esta máxima de san Francisco
de Sales. «La lengua ha de permanecer inmóvil, cada vez que el alma esté irritada». Cuando tiene que
habérselas con alguien que está airado o de mal humor, trae a la memoria esta sentencia del Espíritu Santo:
la respuesta suave quebranta la ira: las palabras duras excitan el furor (Pr 15, 1). Así pues, o se calla, o no
responde sino con extrema suavidad.

El abad san Juan, insultado por uno de sus monjes, no le contestó nada. Alguien le preguntó:

¿Por qué no haces callar a ese monje perturbador?

Cuando está ardiendo la casa contestó el santo, no hay que echar más leña al fuego. La
mansedumbre y el silencio valen más que la corrección para calmar a ese hermano.

El hermano marista del que venimos hablando, adopta las siguientes máximas de san Francisco de Sales:
«Se atrapan más moscas con una onza de miel que con cien barriles de vinagre». «Nunca se echa a perder
una salsa por exceso de azúcar, pero se las estropea a menudo por írsele a uno la mano en la sal o el
vinagre». Por consiguiente, en sus relaciones con los demás hermanos y los niños, se vale siempre de la
mansedumbre, de la persuasión e insinuaciones, y evita cuidadosamente la coacción, la rigurosidad y
cuanto pueda ofender al prójimo.

3. La caridad es bienhechora.

Como dice san Juan, la caridad se manifiesta no de palabra sino con obras (1 Jn 3, 18). Cualquier otra
manifestación de benevolencia es equívoca. «Hay quien dice: Amo al prójimo y, para demostrárselo, le
pongo buena cara y le trato con refinada cortesía. Eso está muy bien dice san Bernardo, pero es el grado
ínfimo de la caridad. Otro agrega: Yo hago más, quiero tanto al prójimo, que me impongo el deber de
prestarle servicios siempre que se me presente la ocasión. Este segundo grado está mejor, pero no basta.
Pues bien afirma el tercero yo quiero a los hermanos hasta emplear de buena gana todos mis bienes en
aliviarlos. Esa es una obra que manifiesta un grado excelso de caridad, pero no es el más perfecto. Por
encima de él hay aún otro grado. ¿Cuál es? El de poder decir con toda verdad, como el Apóstol: Sed
imitadores míos, como yo lo soy de Cristo (1 Co 4, 16; 11, 1); es decir, igual que Jesús ofreció por nosotros
sus trabajos y energías, su sangre, sus méritos y su vida, y se inmoló en holocausto por el bien y salvación
de los hombres, así también estoy dispuesto al sacrificio de mis labores, fuerzas, salud y vida en favor de
mis hermanos».

Está claro, pues, que la caridad es bienhechora y no se reserva nada.

4. La caridad no es envidiosa.
Un hermano realmente caritativo mira el bien de los demás como el suyo propio: desconoce los vocablos
mío, tuyo. A imitación de nuestro venerado padre, exclama: «No me hable usted de suyo o mío, pues todo
lo que me pertenece es también de todos lus hermanos, y todo lo de los hermanos es también mío, porque
no tenemos sino unos mismos intereses».

Se regocija, pues, con los éxitos de los hermanos, alaba a Dios por el bien que consiguen, y considera
como reveses personales todos los fracasos de los demás. La constatación de que ellos están más dotados
de talentos no sólo no le entristece, sino que le alegra. Ningún disgusto le da ver que le sobrepasan en
honra, estima y preferencia. Siente satisfacción al notar que se les confían cargos importantes, mientras él
permanece en oficios humildes y penosos. Gustosamente dice como Jonatás: «Tu mandarás, yo te seguiré
y obedeceré».

La caridad es tan perfecta en el cielo, que cada bienaventurado siente el mismo gozo por la gloria de los
demás santos que por la suya propia. Lo mismo le sucede al buen religioso: se siente rico y feliz con los
dones, talentos y demás dotes de sus hermanos y los disfruta como bienes personales.

Un santo religioso, al verse acosado por la envidia que otro le tenía, hizo propósito de mimarle y servirle de
fámulo. Se puso, pues, a arreglarle la cama, limpiarle el calzado, cepillarle los hábitos, barrerle la celda y
prestarle toda clase de servicios. Con esa actitud humilde y caritativa curó al hermano, se ganó su confianza
y afecto, y lo convirtió en el mejor de sus amigos.

5. La caridad no es ambiciosa ni busca el propio interés.

El hermano de María que desea imitar a su divina Madre, no ambiciona los primeros puestos, cargos ni
honores. Si le colocan en ellos, se cree doblemente obligado a practicar la humildad, siguiendo el aviso del
Espíritu Santo: Cuanto fueres más grande, tanto más debes humillarte en todas las cosas (Eclo 3, 20). Toda
su ambición se reduce a permanecer oculto y llevar vida de sumisión. Dejar un cargo no representa para él
un sacrificio, sino un solaz y una fuente de alegría. Se dedica gustoso a un trabajo manual; le atraen
especialmente los cursos o grados inferiores y cualquier oficio humillante para la naturaleza. No intenta
dominar a los hermanos, sino servirles y hacerse el fámulo de todos. Si la obediencia le carga con la
responsabilidad de mirar por la conducta de otros, no ejerce su autoridad sobre ellos sino con el buen
ejemplo y las obras de misericordia; se les impone como una tierna madre se impone a sus hijos, como la
hermana de la caridad a los enfermos, por el amor, la solicitud y toda clase de cuidados.

El papa Sixto Quinto, que había sido fraile del monasterio de los Santos Apóstoles en Roma, mandó aviso a
los religiosos de aquel convento, por medio del cardenal protector, de que deseaba conceder una gracia
especial a cada uno de ellos: que pensaran, por consiguiente, en lo que iban a pedirle. Muy halagados con
tal promesa, todos los frailes fueron al Vaticano. Y el papa, sentado en la cátedra pontificia, con un
secretario a la izquierda para registrar las peticiones de los religiosos, los mandó llamar de uno en uno ante
su solio, para que, tras besarle la mula, le hicieran la petición. La mayor parte de las instancias no merecen
mención, porque eran poco edificantes. Sólo vamos a referir tres que cuadran con nuestro tema y son
aleccionadoras.

Un fraile pidió un breve por el que se prohibiera a todos sus hermanos, bajo pena de excomunión, tener
altercados con él, ofenderle en lo más mínimo o dirigirle la menor palabra molesta. Razón tenía anota el
historiador al pedir tal salvaguarda: era un hombre insolente, soberbio, desabrido, que ponía a prueba, casi
de continuo, la paciencia de sus hermanos. Los buenos modales con que le trataban no conseguían
ablandarle ni hacerle entrar en razón; para poner coto a sus desafueros y librarse de sus vejámenes, se
veían obligados a aplicarle la ley del talión. Así pues, uno de ellos cuchicheó: «El breve que necesita es el
calabozo, o un verdugo que le aplique la ley del talión.»

El segundo pidió que su familia, una de las primeras de Nápoles por la nobleza, emparentara con la de los
Peretti, a la que pertenecía el papa. «Me parece muy bien contestó el pontífice, pero conviene que haya
cierta adecuación entre tu familia y la mía: despójate del hábito de fraile y ve una temporada a guardar
piaras de cerdos, como las guardé yo en la infancia. Sin esta condición, tú y yo no podremos emparentar» .
El religioso, doctor y provincial, encandeció y a punto estuvo de morir de vergüenza ante la lección que
acababan de darle para cura de su ambición, pero se guardó muy mucho de aceptar semejante cláusula.
Finalmente se presentó un hermano lego muy piadoso, que había desempeñado el oficio de cocinero
durante treinta años, y suplicó así al papa: «Beatísimo Padre, siento una inmensa alegría al veros hoy
cabeza de la Iglesia, después de baberos conocido como simple religioso: Personalmente, nada necesito;
tan sólo pido vuestra bendición. Mas, ya que vuestra Santidad se ha dignado admitirme en el número de los
peticionarios, con profunda humildad os pido mandéis se alumbre una fuente en el convento, cuya escasez
de agua ya conocéis, por haber sufrido tal incomodidad cuando tuvimos el honor de contaros entre los
nuestros».

Fue ésta la única petición atendida por el papa, y aún hoy se puede contemplar la magnífica fuente
levantada por su liberalidad en el centro del claustro conventual, como premio del espíritu de familia de
aquel piadoso lego. Las peticiones de los otros frailes arrancaron lágrimas al papa. «Esperaba les dijo que
ninguno de vosotros pensara en su interés particular, para mirar tan sólo por el provecho de la comunidad
religiosa. La obediencia que habéis profesado hubiera debido haceros olvidar cualquier interés propio. Los
religiosos cabales no pueden, sin detrimento de su honor y su conciencia, ambicionar nada que no vaya en
provecho de toda la orden. Vuestra ambición me ató las manos. Tendría conciencia de haber cometido un
crimen, si cayera en la debilidad de fomentarla con mis beneficios».

6. La caridad no se ensoberbece.

Nadie es caritativo de verdad, si no es humilde. Por eso decía el padre Champagnat: «Tener caridad, vivir
en paz con los hermanos, tolerar sus defectos, condescender con ellos cuando lo pide el fomento de la
concordia, y no ser humilde, es cosa imposible». Para luchar contra el orgullo, nada hay más adecuado que
la práctica de la caridad fraterna y la obediencia.

Una comunidad en la que los hermanos se dejen guiar por la obediencia, se presten servicios mutuamente y
tengan entre sí respeto y tolerancia, en una palabra, una comunidad en la que reine el amor ya que la
caridad lo abarca todo jamás conocerá la discordia: reinará allí la unión perfecta. Por el contrario, la casa
con individuos vanidosos, irritables, soberbios, parecerá un infierno, pues el orgullo engendra rebelión,
contiendas y cuanto produce turbación y discordia entre los hombres.

El orgullo introdujo el desorden, la rebelión y la división en el cielo entre los ángeles, en el edén entre los
hombres, y hace otro tanto en cualquier parte en que penetre. Quien busca vivir en paz con los hermanos,
no es fingido en las palabras; no se deja llevar de la vanidad en la conversación y nadie le sorprende
hablando con jactancia de sí mismo. Lejos de alardear de sus dotes y buenas cualidades, las esconde, y
obra el bien sin rataplán. Es tan recatado y modesto en toda su conducta, que su mano izquierda ignora el
bien y las buenas obras que ejecuta la derecha (Mt 6, 3). Limpio, pero no acicalado en el porte, jamás deja
traslucirse nada que descubra al hombre vano y frívolo.

7. La caridad no se huelga de la injusticia, antes se alegra del bien.

Quien ama al prójimo, se duele de verlo oprimido, perseguido, despreciado: siente esas vejaciones
como propias. Con frecuencia le duele más ver sufrir al prójimo que si sufriera él mismo. Alaba a
Dios y se alegra de todo lo bueno que ocurre a sus hermanos, por estas tres razones:

a. Porque ese bien aumenta la gloria de Dios, objeto primordial de sus ansias.

b. Por el provecho que sus hermanos hallan en ese bien.

c. Por su propio provecho, ya que hace suyo y comparte el de los demás. Si un comerciante se asocia con
otros, la habilidad de éstos en el negocio y las ganancias que consiguen no le causan pena alguna; muy al
contrario, son para él fuente de alegría, ya que todo redunda en provecho de todos los socios, provecho del
que también él participa.
8. La caridad no piensa mal.

«Las dos faltas más corrientes y en las que incurren más personas dice Cornelio son el exceso de severidad
y el exceso de indulgencia: severidad para los otros e indulgencia para sí mismo» 30. San Agustín lo advirtió
bien y lo condena enérgicamente. «Los hombres dice se despepitan por averiguar vidas ajenas y juzgarlas,
pero son tardos en reformar la propia».

¿Con qué cara dice Jesucristo te pones a mirar la mota en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que
está dentro del tuyo? O ¿cómo dices a tu hermano: Deja que saque esa pajita de tu ojo, mientras tú mismo
tienes una viga en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás cómo has de sacar la
mota del ojo de tu hermano (Mt 7, 35; Lc 6, 4142).

Ahí tenéis exactamente definidos los dos graves males que acabamos de señalar: juzgar rigurosamente al
prójimo y ser indulgente a más no poder consigo mismo; ver la mota en ojo ajeno, y no distinguir la viga en
el propio; pavonearse de la propia virtud permitiéndose censuras indiscretas, y echar mano de una
indulgencia criminal frente a los propios defectos; finalmente, arder en celo por hostigar al prójimo y
corregirle unos defectillos que nos ofuscan, mientras dejamos crecer los nuestros a su antojo y nos
entregamos a una relajación escandalosa.

El hermano realmente caritativo no se comporta así: desvía la mirada para no ver los defectos del prójimo y
no la dirige más que a las virtudes. Nunca juzga mal de los actos ajenos y todo lo interpreta favorablemente.
Quien tiene buen estómago, convierte en jugos benéficos los platos más indigestos y perjudiciales; quien, al
revés, tiene el estómago estragado, convierte en bilis y en humor maligno los mejores alimentos. Así
también, el alma justa y caritativa todo lo interpreta favorablemente, pero la que no tiene caridad todo lo
emponzoña y echa a mala parte.

Aunque sea testigo de una falta de otro hermano, el hombre caritativo no le condena. En semejante
circunstancia, al no poder excusar la acción, excusa la intención y achaca la caída del prójimo a ignorancia
o flaqueza. O imita al santo religioso del que habla san Bernardo que, al presenciar la caída en falta de un
hermano, exclamaba gimiendo: «¡Ay!, lo que él hace hoy, lo haré yo mañana, si Dios no me ayuda». Otro
religioso ejemplar, al visitar a los hermanos, si entraba en una celda desordenada y sucia, decía para si:
¡Dichoso hermano que apenas tiene en cuenta lo exterior y material, cuya mente vive tan absorta en las
cosas del cielo, que no repara en las de la tierra!» Al entrar en una celda limpia, exclamaba: «¡Cómo cuida
mi hermano la pureza del alma!» 35 De ese modo, de nadie juzgaba mal. Nunca decía, como los faltos de
virtud: «Este es un adán, el otro un pisaverde, mundano, presumido».

9. La caridad todo Io tolera y se acomoda a todo.

Sí, el hermano caritativo no es remilgado ni vidrioso; tolera fácilmente las faltas de respeto, cortesía y
miramientos, cuando esas faltas son consecuencia de educación defectuosa o se cometen sin malicia ni
torcida intención.

Aguanta los defectos de los hermanos, y les ayuda a corregirlos con los buenos ejemplos que les da, las
advertencias caritativas que les hace y las fervientes oraciones que reza para alcanzarles esa gracia.

Tolera las imperfecciones, flaquezas y escasos progresos de las almas débiles; las guía suavemente hacia
la perfección; evita el exigirles demasiado y poner sobre sus hombros cargas incomportables, por miedo a
desanimarlas y hacerlas abandonar la senda de la virtud.

Tolera o corrige con suma indulgencia los defectos de carácter o las faltas que los niños puedan cometer por
sorpresa y carencia de reflexión, y que se van corrigiendo necesariamente con la edad, la educación y el
roce social.

A veces, tolera incluso, durante algún tiempo, faltas más graves, para corregirlas después más oportuna y
eficazmente, en ocasión más favorable.
¿Por qué preguntó alguien a un superior tolera usted semejante defecto en ese hermano y qué
espera para echárselo en cara?

Estoy aguardando contestó el prudente superior a estas cuatro cosas:

1.a Que haga buen tiempo, con cielo despejado y luz alegre: sé por experiencia que el tiempo fosco y
nublado influye notablemente en algunos temperamentos, y no los prepara precisamente para sacar
provecho de la corrección.

2.a Que el hermano esté alegre, contento y con disposición de aceptar el remedio que necesita.

3.a Que Dios le haya dispuesto el corazón y comenzado a darle la lección, de modo que yo no tenga
más que secundar la gracia.

4.a Que yo mismo me halle bien preparado, tras haber impetrado el auxilio sobrenatural que tal acto
requiere.

Admirable respuesta, que deben meditar todos los responsables de conductas ajenas.

10. La caridad Io cree todo y todo Io espera.

El hermano caritativo cree especialmente lo que sigue:

• Todo el bien que oye del prójimo y todo lo que le dicen de bueno referente a los demás hermanos.

• Se cree el menos virtuoso y tiene a todos los demás por mejores y más perfectos delante de Dios.
Por eso busca en todas partes el último lugar y gustosamente se hace el siervo de todos.

• El mal que oye del prójimo lo considera falso o, al menos, exagerado. Así pues, nunca presta oídos
a las calumnias o maledicencias de los detractores.

• Cree, o por lo menos acepta de buena gana, las excusas que le presentan los hermanos y alumnos,
y lejos de complacerse en hallarlos culpables, se alegra al ver que no lo son o que lo son menos de lo que
parecía a primera vista.

• Cree en estas palabras de san Pedro: La caridad cubre o disimula una muchedumbre de pecados (1
P 4, 8). En virtud de. ese principio, le basta ver una virtud en un hermano, para hacer caso omiso de todos
sus defectos leves, y esa virtud le tapa todo lo demás.

• Cree que la caridad es la primera, la más excelente y necesaria de todas las virtudes.

Por consiguiente, hay que preservarla y fomentarla por encima de todo.Pero, como sólo se la preserva y
hace crecer con los actos, el hermano caritativo se ejercita en ella de continuo. Al recordar aquella
exhortación tan sugerente de san Pablo: No tengáis otra deuda con nadie, que no sea la del amor que os
debéis unos a otros (Rm 13, 8), paga diariamente al prójimo las deudas que con él tiene contraídas.

¿Cuáles son esas deudas?

1.a El amor, el respeto y el honor efectivos.

2.a La tolerancia de todos los defectos.

3.a Si el prójimo da lugar a ello, el aviso caritativo.


4.a Cuando la necesidad lo requiera, la ayuda y prestación de servicios.

5.a La oración, que expone incesantemente a Dios las necesidades espirituales de los hermanos.

6.a Finalmente, la constante edificación y buen ejemplo.

Así practica la caridad el genuino hermano marista, y tal caridad le hace feliz a él mismo y a los demás
hermanos, ya que a todos les hace disfrutar de los encantos de la vida de familia.

CAPÍTULO XXXIII
DE LA UNIÓN, VIENE LA FUERZA

El hermano ayudado por su hermano, es como una plaza fuerte;


y los juicios rectos son como los cerrojos de las ciudades (Pr 18,
19), que los enemigos no pueden forzar'. Nuestro venerado
padre conocía esa máxima, la había meditado profundamente;
por eso recomendó tanto a sus hijos la unión y la caridad
fraterna.

«Deseo, carísimos hermanos dice en una circular que la unión y


la caridad de que habla el discípulo predilecto, reine siempre
entre vosotros. Quienes han de obedecer, cumplan con
humildad esa obligación; y los que han de mandar, háganlo con
amor y mansedumbre: es la manera de que el gozo y la paz del
Espíritu Santo sean siempre con vosotros».

«De sobra sabéis escribía a los hermanos de una casa que os


amo a todos en Cristo. Por eso estoy deseando con toda mi
alma que viváis unidos y os améis unos a otros como hijos de un solo Padre, que es Dios; de una sola
madre, que es la Iglesia, y en suma, como hijos de María».

En otra ocasión y en carta circular dirigida a todos los hermanos para invitarles al retiro, escribía: «¡Qué
hermoso y halagüeño me resulta pensar que dentro de unos días tendré el gusto de abrazaros y deciros con
el Salmista: Quam bonum et quam iucundum habitare fratres in unum! (Sal 132, 1). Dulcísimo consuelo es
para mí veros a todos juntos, con un solo corazón y una sola alma, formando una sola familia, buscando
todos únicamente la gloria de Dios, los intereses de nuestra religión santa, alistados bajo una sola bandera,
la de nuestra divina Madre».

A ejemplo de Jesucristo, la lección última que nuestro venerado padre dio a sus hijos, momentos antes de
morir, fue la unión. «Os suplico,. carísimos hermanos les dijo, con todo el afecto de mi alma y por el mucho
amor que me profesáis, os afanéis por lograr que la caridad reine siempre entre vosotros. Amaos unos a
otros como Cristo os amó. Tened un solo corazón y una sola alma. ¡Ojalá pueda decirse de los hermanitos
de María, como de los primeros cristianos: ¡Mira cómo se aman! ¡Qué unidos están! Es el anhelo más
vehemente de mi corazón en el último instante de mi vida»

Comprendía que la fuerza viene de la unión, y que ésta es la garantía de la obediencia de los súbditos, y de
la prosperidad y buen régimen de una comunidad religiosa. No dejó, pues, de recomendar varias veces al
hermano Francisco, sucesor suyo, y a sus colaboradores en el gobierno de la congregación, que vivieran
acordes y permanecieran siempre unidos. «Tendrán muchas dificultades les dijo pero no pierdan la
confianza: Dios estará con ustedes, si permanecen unidos, puesto que es obra suya la que realizan».

El hermano Francisco y sus dos asistentes, no sólo por el cariño que profesaban a su venerado padre, sino
también por virtud y deber de conciencia, tomaron a pecho el mostrarse fieles a ese consejo del padre
Champagnat: su unión ha sido completa, constante e inalterable. Ha sido su fuerza y su gloria, les ha dado
autoridad ante los hermanos y ha sido la causa principal de todo el bien que han hecho al instituto marista.
Dejar constancia de ello aquí ha sido la razón de intitular este capítulo «De la unión, viene la fuerza», con el
fin de que sirva de modelo para todos los hermanos, singularmente para los llamados a gobernar la
congregación.

Cuando aún vivía el fundador, los hermanos Francisco, Luis María y Juan Bautista, los tres
aproximadamente de la misma edad, fueron elegidos por todos los hermanos profesos, en número de
noventa y dos, para gobernar el instituto: el primero como superior general y los otros dos como asistentes
suyos. Tras la elección, presidida personalmente por el R. P. Colin, el padre Champagnat se mostró
satisfechísimo del resultado del escrutinio y pronunció estas palabras: «Me alegro de la elección: son
precisamente los hombres que yo deseaba. ¡Alabado sea Dios por tales votaciones!»

Los tres eran veteranos.. Habían vivido mucho tiempo con el piadoso fundador, habían sido formados
particularmente por él y le habían ayudado en el gobierno del instituto. Habían aprovechado sus ejemplos y
lecciones, y estaban totalmente imbuidos de sus ideas y principios: el espíritu del fundador había pasado
íntegro a cada uno de ellos, y ese espíritu ha sido el alma de su administración y de cada una de sus
empresas.

Se les confió el gobierno de la congregación en el momento más crítico y en las peores circunstancias, a
saber, al morir el fundador: cuando el instituto andaba más necesitado de jefes prudentes e ilustrados para
su gobierno; cuando se imponía el recoger las tradiciones de los comienzos y revisar las reglas y el método
de enseñanza, aplicar todos los principios del fundador y dar remate a su obra.

Es evidente que no se trataba de una tarea fácil. Si la han llevado a cabo, es sobre todo porque han
permanecido unidos. He aquí algo realmente fuera de lo común y digno de admiración: tres hombres, de
temperamento muy distinto, han gobernado juntos la congregación durante más de veinte años, sin dejar
que asomase la menor divergencia de opiniones, sin que se haya podido notar, una sola vez, que cualquiera
de ellos pensaba algo distinto de los otros dos.

A cualquiera de ellos que se consultara, se oía siempre el mismo estilo, idénticas miras y valoración de las
cosas, idéntica manera de tratar los asuntos; en suma, el mismo espíritu y gobierno. Jamás concedió uno lo
que otro hubiera negado, jamás criticó cualquiera de ellos, ni siquiera con el menor gesto de desaprobación,
lo que los otros dos hubieran hecho o dicho.

Al escucharlos, al verlos actuar, se hubiera dicho que no tenían los tres sino un alma; al menos había de
reconocerse que les animaba un mismo espírltu. Dicha perfecta unión, que tanto les honra, era tan
manifiesta, que la autoridad y ascendiente eran idénticos en los tres, y se consideraba zanjado y sin
apelación lo que cualquiera de ellos hubiera ordenado, prometido o realizado.

Uno de los hermanos más capacitados y agudos, asombrado ante esa unión tan perfecta y constante, que
en tantas ocasiones hubiera podido, si no romperse, al menos debilitarse por divergencia de pareceres y
modos de actuar, exclamó: «Sería empresa más ardua dividir a estos tres hombres que plantar un rosal en
pleno océano». Locución un tanto pintoresca, pero muy adecuada para hacer ver cuán íntima era la unión,
lo que de ella pensaban los hermanos y cuánto influía en ellos para mantener el espíritu de sumisión y
obediencia.

Un sacerdote venerable, que hubo de tratar varios asuntos con la administración del instituto, dijo a un
hermano director: «Vuestros tres uno son la confirmación más evidente que he podido tener hasta hoy de
esta máxima del Espíritu Santo: Cuerda de tres ramales, difícilmente se rompe (Ecl 4, 12).

Lo más admirable y digno de encomio en tal unión es el haberse conservado inalterable en medio de las
circunstancias más propias para romperla o, al menos, debilitarla. El hermano Francisco, prácticamente
enfermo crónico o imposibilitado para actuar, se ve forzado a dejar el peso de la administración a los
asistentes, quienes se reparten el trabajo, tratan los negocios, dirigen a los hermanos, lo ordenan todo y se
ocupan de todo con tan perfecto espíritu de unión y entrega personal, que la autoridad del hermano
Francisco, lejos de menguar, no ha cesado de robustecerse, y apenas si los hermanos se han dado cuenta
de que él se eclipsaba y no actuaba sino por medio de sus dos asistentes.

El capítulo general de 1860 manifestó muy claramente cuánto había conmovido a los hermanos aquel
ejemplo de unión. Votó, por unanimidad, que se pintase un cuadro con el trío de superiores unidos por el
mismo espíritu, para que dicha representación recordara a todos los hermanos un hecho tan singular y
edificante. ¡Benditas y felices las casas del instituto en que ese modelo se imite y llegue a ser pauta de la
conducta de los hermanos! La paz, el consuelo, la alegría santa, la felicidad y el céntuplo de los bienes
prometidos por Jesucristo serán su herencia, y les pertenecerá también por accesión la prosperidad de la
escuela, el buen espíritu de los alumnos, la confianza del público y la benevolente protección de las
autoridades, de que suelen gozar las casas en las que reinan la unión y la caridad.

La unión es absolutamente necesaria para lograr el bien. Por la unión hizo Dios todas las cosas. Cuando
determinó crear al hombre, díjose a sí mismo: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza (Gn 1,
26). Para realizar esta obra, la más grande de todas, hay deliberación y consenso de las tres divinas
personas. Idéntica unión se manifiesta en la redención: el Padre envía al Hijo y se lo entrega a los hombres;
por obra del Espíritu Santo se realiza el adorable misterio de la encarnación; y el Hijo es quien se sacrifica,
pero conforme a la voluntad del Padre. En el nombre de las tres divinas personas recibimos la regeneración
del bautismo y la filiación divina.

Jesucristo funda también su Iglesia en la unión. «De entre los apóstoles dice san Jerónimo se elige sólo a
Pedro, para que, puesta una sola cabeza, se aparte cualquier división». Tan ardientemente desea nuestro
Señor esa unión de su Iglesia, que la pide con insistencia al Padre: ¡Oh Padre santo!, guarda en tu nombre
a estos que tú me has dado, para que sean uno como nosotros somos uno (Jn 17, 11 y 22).

¿Por qué anhelaba tanto dicha unión? Porque la unión es vida y el enfrentamiento es muerte; porque donde
hay unión hay virtud, y en el enfrentamiento sólo hay desorden y pecado; porque donde hay unión hay
pujanza, prosperidad y progreso, mientras que la discordia conduce a la debilidad, a la decadencia, a la
nada. La unidad dota al cielo del orden y la belleza admirables que en él reinan; al alma, de virtud y
santidad; al cuerpo, de vigor y salud. La unidad robustece a las familias, las ciudades y los reinos; la
discordia lo rompe y destruye todo, ocasionando luchas y guerras devastadoras.

Todo reino dividido en facciones contrarias será desolado; y cualquier ciudad o casa dividida en bandos no
subsistirá (Mt 12, 25; Lc 11, 17). El mismo infierno se mantiene por la unión: si Satanás estuviera dividido
consigo mismo, su reino se tambalearía.

La unión engendra fuerza y progreso. Hasta los paganos comprendieron esa verdad. El historiador Salustio
escribe: «Las cosas pequeñas medran con la concordia; las más grandes se vienen abajo con la discordia».
Se le preguntó a Agesilao por qué la ciudad de Esparta no tenía fortificaciones. Apuntó hacia los ciudadanos
perfectamente unidos y dijo: «Ahí tenéis los muros de la ciudad».

«Con la unión de diez hombres se consigue que uno solo valga por los diez, pues cada uno está en los diez
y los diez en uno solo», afirma san Juan Crisóstomo. Así pues, cada uno tiene veinte manos, veinte ojos, y
también tiene el aliento y la fuerza de acción de diez almas. Cada uno cuida de los otros como de sí mismo;
por eso, los ojos, las manos y los pies de los diez sirven a cada uno. Así es como uno solo puede mucho,
porque cuenta por diez; y otro tanto sucede cuando son ciento, mil, etc.».

La unión es fuente de dicha. Donde hay concordia, está Cristo, está Dios, está la santísima Trinidad; por
consiguiente, allí se hallan la felicidad y la dicha perfecta.

La unión que reina en el cielo constituye la beatitud de los santos. «Allá arriba dice san Agustín no hay
envidias ni diversidad de anhelos; en todos reina la unidad del amor». «Y esa unidad del amor agrega san
Gregorio aglutina de tal forma a los santos que, si uno de ellos no ha recibido un bien determinado, se
alegra al verlo en otro y siente la misma dicha que si lo hubiera recibido personalmente».

La gracia de la unión es prenda de todo bien. Les daré un solo corazón y un solo culto, para que me teman
todos los días de su vida, y sean felices ellos, y después de ellos sus hijos (Jr 32. 39). De ese modo tendrán
fuerza, paz, prosperidad; en suma, todos los bienes.

Quitad la unión, y sólo quedan ruinas; desgajad la rama del tronco, ya no da fruto alguno; si el arroyo no
empalma con la fuente, queda seco; un edificio no tiene consistencia más que por la trabazón de sus
distintas partes; sin la argamasa que las une, todo se viene abajo.
La concordia es la argamasa que une a los miembros de una comunidad. Deshaced la concordia, y los
hombres se despedazarán como fieras: se acabaron la caridad, la justicia, la indulgencia, la dicha; cuando la
unión desaparece, todo se arruina a la vez que ella, y la casa viene a ser un infierno.

¡Oh santa unión, cuán necesaria eres y cuántos bienes encierras!

¡Oh santa unión, tan recomendada por nuestro venerado padre, ven a habitar con nosotros, reina sobre
nosotros, todos anhelamos vivir bajo tu imperio!

¡Oh santa unión, de la que tan conmovedores ejemplos nos han dado nuestros primeros hermanos, henos
aquí dispuestos a cualquier sacrificio con tal de conservarte!

¡No te apartes nunca de nosotros y haz que, teniendo todos un solo corazón y una sola alma, pueda
siempre decirse de nosotros: mira cómo se aman, qué unidos viven!

CAPÍTULO XXXIV
LOS DESTINOS

Una de las grandes preocupaciones del


venerado padre Champagnat eran los
destinos. «Asignar a cada religioso el
adecuado empleo y sitio decía es la función
más importante y más difícil de un superior.

Es la más importante, pues de la organización


de una casa depende su prosperidad durante
el año, el contento de sus moradores, la paz y
unión entre ellos, así como la buena marcha
de las escuelas. Un solo individuo que no esté
en su lugar o esté incapacitado para
desempeñar su labor, basta a veces para
introducir el malestar en una casa, paralizar el
celo y abnegación de los demás hermanos y comprometer su labor apostólica.

Es la más difícil porque exige, de parte del superior, cabal conocimiento de los sujetos de que dispone, de
las necesidades y exacta situación de cada casa, mentalidad de las poblaciones y disposición de ánimo de
las autoridades locales.

Sin tal conocimiento se expone a dar destinos que serán para él un semillero de molestias durante el año;
para las casas, origen de turbación y desorden; para los hermanos, con frecuencia una causa de ruina, y
para las autoridades o bienhechores de la escuela, ocasión de quejas fundadas.

Al colocar a los hermanos, es preciso que el superior tenga presentes mil detalles: índole de cada uno, sus
virtudes y defectos, necesidades, capacidad, aptitudes, salud y, a menudo, hasta sus gustos y caprichos, o
su flaqueza mental. Sin esas precauciones, fácilmente puede ocurrir que, al errar en el destino de un
hermano, comprometa su acierto pedagógico y le ponga en situación arriesgada para su virtud y vocación.

Colocad juntos, por ejemplo, a unos cuantos hombres melancólicos: durante todo el año no habrá en esa
casa más que duelo y silencio riguroso. Poned juntos a individuos melindrosos, irritables: se pasarán el
tiempo espiándose, ofendiéndose y causándose enojos por nonadas. Colocad juntas a personas
inconstantes, inclinadas al desaliento: los más leves obstáculos, las menores dificultades las volverán
desdichadas, les impedirán cumplir su cometido y harán que estén escribiendo sin cesar cartas de queja.
Poned en la misma casa a hombres vanidosos, engreídos: en vez de paz, caridad y unión, tendréis allí
discordia y guerra. Finalmente, si juntáis a hombres de caracteres contrarios, de aficiones opuestas, todos
ellos serán, mutua y continuamente, causa de molestias y disgustos.
Por el contrario, si a un hermano melancólico le dais colegas alegres, le sacaréis de la melancolía y le
haréis la vida feliz. Si confiáis un joven quejicoso a un director muy razonable y que no se irrite por menos
de nada, le ahorraréis muchas penas y faltas, y acabaréis por corregir su picazón. Si un hermano
inconstante, de voluntad débil y corazón poco generoso lo encomendáis a un director de muchos arrestos,
que no se arredre por nada, éste será el tutor del pusilánime, le infundirá alientos y le comunicará
reciedumbre para el bien. Si enviáis al hermano engreído y vanidoso a donde haya un director sólidamente
humilde y de sencillez enteramente cristiana, doblegaréis su orgullo y le daréis la ocasión más favorable
para reconocer su necia vanidad y adquirir el espíritu de humildad y sencillez propio de un hermanito de
María. Finalmente y según dice san Vicente de Paúl «el medio más adecuado para corregir a una persona
de un defecto o vicio, es colocarla con otras que tengan las virtudes contrarias».

Profundamente convencido de tal verdad, el venerado padre fundador trazaba primero un plan de destinos y
se tomaba unos cuantos días para reflexionar sobre las posibles combinaciones y encomendarlas a Dios.
Exponía luego el esquema a su consejo y pedía a todos los miembros del mismo su parecer sobre las
designaciones que había proyectado. Sólo entonces fijaba definitivamente el puesto y oficio de cada uno.

San Ignacio de Loyola decía: «El hombre prudente lleva a cabo las cosas como si todo dependiera de su
habilidad y no hubiera de esperar el éxito de sus empresas más que del propio esfuerzo; pero cuenta luego
de tal modo con Dios, que todo lo espera de su mano protectora». Esos mismos eran los sentimientos y
conducta del padre Champagnat: no descuidaba un ápice para que todo resultara lo mejor posible, pero no
confiaba en absoluto en sus propias luces y combinaciones; sólo confiaba en las bendiciones del Señor.

«Hemos consultado lo más posible decía, echado bien las cuentas y tomado todas las precauciones para
dar a cada hermano lo que mejor le conviene; creemos haber tenido acierto y haber dejado bien arregladas
todas las cosas. Pero ¡ay!, desconfiemos de nuestra prudencia; si Dios no nos echa una mano y bendice
estas previsiones, no hemos hecho nada: las combinaciones que nos parecen más acertadas, serán las que
menos éxito tengan. Pidamos, pues, al Señor que bendiga nuestro trabajo, ya que nisi Dominus aedificaverit
domum, in vanum laboraverunt qui aedificant eam (Sal 126, 1).

Tomaba luego la lista de los destinos, la colocaba en el altar mientras celebraba, y durante varios días
rezaba fervientes oraciones con toda la comunidad, para alcanzar la protección de Dios en los arreglos
realizados.

Antes de leer la lista a los hermanos reunidos en asamblea, solía dirigirles unas consideraciones y
advertencias de contenido similar a éste: Amadísimos hermanos, os voy a comunicar el puesto que se os ha
asignado para este año. He procurado hacer cuanto de mí dependía para dar a cada cual una labor
proporcionada a sus fuerzas y talentos, para colocaros con colegas que contribuyan a vuestra felicidad y
santificación. No olvidéis, sin embargo, que el éxito en vuestro oficio, que vuestra paz y alegría dependen en
gran parte de vosotros mismos. Vais a acertar o fracasar, a ser felices o desdichados, conforme a vuestra
conducta buena o mala. En vuestras propias manos está vuestra suerte y cada uno la tendrá según se la
forje. Si deseáis que el Señor os bendiga y os conceda un año feliz, seguid fielmente estas normas:

1.a Aceptad, con gran espíritu de fe y como asignados por Dios mismo, el lugar y empleo que se os señala.
Cuanto más contrario a vuestras inclinaciones os parezca dicho empleo, cuanto más dura y penosa sea
vuestra labor, tanto más debéis amarla y contar con Dios para cumplirla. ¿Sabéis lo que sucede cuando la
obediencia os envía a un lugar y os confía un empleo? Si lo aceptáis con sumisión, os otorga Dios
inmediatamente las gracias necesarias para acertar y conseguir el bien, y esas gracias serán tanto más
copiosas cuanto más penoso y humilde sea vuestro oficio.

2.a Guardaos de cualquier prevención o recelo frente a los que van a ser vuestros colegas, y no prestéis
oídos a lo que os puedan decir en contra de ellos. Tal vez alguno diga: Pero si me aseguran que a tal
hermano director no hay quien le satisfaga, y que ese otro hermano tiene tan mal genio, que nadie puede
hacer buenas migas con él. Recordad que esas parlerías nunca son muy exactas y de ordinario los que más
se quejan son los que tienen menos razón. Y aunque fuera verdad que dicho hermano no puede congeniar
con otro, eso no quiere decir que no podáis vosotros entenderos con él. Sois de índole muy distinta de la del
hermano que se queja y os hallaréis muy a gusto allí donde él está sufriendo.
3.a Recordad que vuestra dicha y satisfacción durante el año dependen de vosotros. Al que sea piadoso,
observante y tenga anhelo de perfección, Dios le ha de bendecir y colmar de consuelos, además de
franquearle el corazón de todos los hermanos. Si uno obedece al director, se muestra caritativo, benévolo,
cortés y servicial, todos los hermanos han de amarle y contribuir a su dicha, devolviéndole centuplicados los
servicios que les preste y el bien que les haga. Pero, si en vez de observar tal conducta, suelta uno las
riendas a sus defectos, causa enojo a los hermanos, les molesta y ofende, se niega a prestarles servicios y
les escandaliza infringiendo las reglas, será desdichado y no podrá quejarse, pues el mismo Señor nos lo
dice: Con la misma medida con que midiereis a los demás, se os medirá a vosotros (Lc 6, 38). Os ha de
tratar Dios según vuestras obras y permitirá que se os aplique la ley del talión. ¿Sois para los demás un
cardo, les picáis, mordéis y despreciáis? Os aplicarán el mismo rasero y cada día os traerá de su parte una
nueva aflicción, aun sin que ellos lo hagan a mal hacer.

4.a No olvidéis que la buena marcha de la casa a la que se os destina, depende de cada uno de vosotros y
de la manera como desempeñe el oficio. Voy a intentar hacéroslo comprender con unos símiles. El año es
bueno y fértil cuando todas las estaciones cumplen su función; a saber, cuando el invierno trae nieves y
heladas, la primavera lluvias, el verano calor seco, y el otoño aire templado. El trastorno de una sola
estación basta para comprometer la cosecha y malograr los productos de todo. el año.

De igual modo, una comunidad navega viento en popa y hace obra de Dios cuando cada uno de sus
miembros cumple la labor que se le ha encomendado; la desidia o mal comportamiento de uno solo puede
trastornar toda la casa y hacer vanos los esfuerzos de todos los demás. Una ruedecilla que le falte a un
reloj, la menor pieza que se le rompa o desencaje, basta para causar retraso o adelanto, o paralizar el
aparato, convirtiéndolo en mueble inútil que ya no regula el horario de la casa y trastorna a toda la
comunidad.

En el cuerpo humano, un miembro débil o paralítico hace sufrir a los demás y les resulta oneroso. En una
casa religiosa, que es un cuerpo moral, un solo hermano que cumpla mal su cometido y deje que desear en
cuanto al comportamiento, hace sufrir a los demás y se les convierte en sobrecarga, ya que se ven
obligados a ejecutar lo que el otro omite por desidia.

Es evidente, pues, que la buena marcha de una casa depende del modo como cumpla cada uno su empleo,
y quienes lo descuidan por falta de entrega o no lo cumplen bien por cualquier otra causa, molestan a los
hermanos, les resultan gravosos y paralizan la prosperidad de la obra común.

5.a Estoy seguro de que os vais a asustar al oír detalladamente los males que causa un hermano si, por
desidia y falta de docilidad, por inconstancia y obstinación, en una palabra, por su culpa, desempeña mal el
empleo y obliga a que se le cambie. Prestad mucha atención:

1. Se priva del bien que podría lograr y de los méritos que podría adquirir en su oficio, si lo desempeñara
adecuadamente y conforme a su capacidad.

2. Esconde bajo tierra los talentos que Dios le ha otorgado y abusa de las gracias que se le dan para acertar
en el empleo y procurar la gloria de Dios.

3. Ese abuso de los dones y talentos recibidos, la infidelidad a la gracia y resistencia al querer de Dios, son
para el pobre hermano causa y origen de un sinnúmero de faltas que necesariamente ha de cometer; por
ejemplo, murmuraciones, quejas, enojos, desalientos, abandono parcial de su tarea y de sus obligaciones,
faltas de sumisión, impaciencias, etc.

4. Se hace reo de injusticias para con sus alumnos y los municipios, si está encargado de una clase; o con
el instituto, si desempeña otra función. Hartas veces he oído decir a excelentes hermanos directores: El
cocinero actual ha gastado el doble que su antecesor, no sólo en combustible, sino en toda clase de
condimentos, por ahorrarse el trabajo de guisar y porque no cuida de los alimentos y los deja echarse a
perder; no obstante, hemos tenido peor comida que otros años.

5. Escandaliza a los hermanos, a los alumnos y a cuantos son testigos de su conducta nada edificante.

6. Agrava la labor de sus colegas, entorpece la marcha de la institución, enajena la confianza y favor del
público, y perjudica al instituto.

7. Arruina la observancia regular y la disciplina de la escuela, pues quien cumple mal su empleo, introduce
el desorden doquiera le envíen.

8. No crea más que molestias ni proporciona sino cruces a los superiores mayores, a los que trae al
retortero para asignarle colocación, trasladarlo y hallarle una ocupación que le cuadre.

9. Altera la paz y bienestar de los hermanos no sólo en la comunidad en que se halla, sino también en las
demás: para hallarle a él colocación, se precisa a menudo cambiar a varios hermanos, de lo que se derivan
molestias y trastornos en demasiadas comunidades y aulas. Es él, por consiguiente, el responsable de tan
funestas consecuencias.

10. Esos cambios no pueden hacerse sin dispendios, de los que también tiene él la culpa.

11. Finalmente y en resumen, al obrar de ese modo, viene a ser desdichado y objeto de ludibrio; se pasa la
vida sin hacer nada, molestando al prójimo y dejando perecer lo que se le confía.

CONCLUSIÓN. ¿Deseáis conocer ahora cuál ha de ser vuestra conducta para desempeñar bien vuestro
oficio y evitar esos cambios?

• Cualquiera que sea, estimad el empleo que se os da. Para ello, recordad que es Dios quien os lo
confía y en él desea que le glorifiquéis, que trabajéis por vuestra salvación y merezcáis el cielo.

• Dejaos guiar, renunciad a vuestro modo de entender las cosas y a vuestro método particular, para
adoptar el del instituto y seguir los consejos del hermano director.

• Entregaos en cuerpo y alma al desempeño de vuestro oficio y rogad diariamente a Dios nuestro
Señor y a la santísima Virgen que bendigan vuestra labor y vuestros afanes.

Bajo la impresión de tales consideraciones, el venerado padre daba lectura a la lista de los destinos. La
escuchaban todos en profundo silencio y cada cual iba saliendo, decidido a no pedir traslado en el próximo
curso escolar.

CAPÍTULO XXXV
EN QUÉ CONSISTE LA EDUCACIÓN DEL NIÑO

Con la fundación de su instituto, el padre Champagnat no se proponía


solamente dar instrucción primaria a los niños, ni siquiera enseñarles sólo
las verdades de la religión, sino además darles buena educación. «Si tan
sólo se tratase afirmaba de enseñar la ciencia profana a los niños, no
harían falta los hermanos; bastarían los maestros para esa labor. Si sólo
pretendiéramos darles instrucción religiosa, nos limitaríamos a ser
simples catequistas reuniéndolos una hora diaria para hacerles recitar la
doctrina. Pero nuestra meta es muy superior: queremos educarlos, es
decir, darles a conocer sus deberes, enseñarles a cumplirlos, infundirles
espíritu, sentimientos y hábitos religiosos, y hacerles adquirir las virtudes
de un caballero cristiano. No lo podemos conseguir sin ser pedagogos, sin vivir con los niños, sin que ellos
estén mucho tiempo con nosotros».

Pero, ¿en qué consiste la educación del niño?

¿En cuidar de él, proveer a sus necesidades para no dejarle carecer de nada referente al vestido y
alimento? No.

¿Es enseñarle a leer y escribir, comunicarle los conocimientos que va a necesitar más adelante para
administrar sus negocios? No. La educación es labor más excelsa.

¿Es enseñarle un oficio y ponerle en condiciones de ejercer una profesión? No. No se confundan educación
y aprendizaje.

¿Es conseguir que sea fino, cortés, y adquiera distinción para el trato con la gente? No. Todo eso es bueno
y necesario para el niño, pero no es propiamente la educación, sino tan sólo su envoltura, lo menos
importante.

Proveer de esos bienes al niño, procurarle todas esas ventajas, es educarlo en cuanto al cuerpo, no
precisamente en cuanto al alma; es enseñarle a vivir temporalmente, no para la eternidad; es formarlo para
la tierra y el mundo, no para Dios, su único fin, ni para el cielo, su destino y su patria verdadera.

Dios creó al hombre en la inocencia y santidad. Si Adán no se hubiera rebelado contra el Creador, no habría
viciado su naturaleza y sus descendientes no habrían necesitado educación: tendrían, al nacer, toda la
perfección que correspondía a su ser, o al menos la habrían alcanzado de por sí conforme hubieran ido
desarrollándose sus facultades. Pero, debido a la caída original, el hombre nace con el germen de todos los
vicios, igual que con el de todas las virtudes: es un lirio, pero crece entre espinas; es una vid que necesita
poda; es el campo en el que el padre de familia echó buena simiente, pero en el que el enemigo sembró la
cizaña. Y el objeto de la educación es arrancar las espinas, podar la vid, cultivar el campo y eliminar la
cizaña.

Educar al niño será, pues:

I. Darle sólidos principios religiosos.

Enseñarle cuál es el fin del hombre, la necesidad de la salvación, las postrimerías (muerte, juicio, infierno o
gloria), lo que es el pecado, los mandamientos de Dios y de la Iglesia, la vida de nuestro Señor Jesucristo,
sus misterios, virtudes y pasión; todo lo que hizo por la salvación del hombre, los sacramentos que instituyó,
la redención copiosa que nos trajo, lo que hemos de hacer para que se nos apliquen sus méritos, para llevar
con dignidad el título de hijos de Dios y merecer la gloria eterna a la que estamos destinados y que Jesús ha
ido a prepararnos.

II. Enderezar sus tendencias torcidas.

Corregirle vicios y defectos: orgullo, indocilidad, doblez, egoísmo, gula, grosería, ingratitud, desenfreno,
robo, pereza, etc. Ahora bien, todos esos vicios y otros semejantes han de ser ahogados en germen: hay
que matar el gusano antes de que llegue a ser víbora, y remediar una indisposición antes de que degenere
en dolencia mortal. Cuando asoma un defecto en un niño, basta una reprensión blanda, un castigo ligero
para remediar el mal y ahogar el germen nocivo; pero si lo dejáis crecer, se convertirá en hábito que no
lograréis corregir por más que os empeñéis en ello. Los defectos y vicios incipientes a los que no se da
importancia y, con tal pretexto, se dejan de reprimir, «son dice Tertuliano gérmenes de pecados que
presagian una vida criminal» Las espinas, cuando empiezan a brotar, no pican; las víboras, al nacer, no
tienen veneno; sin embargo, con el tiempo, las puntas de las espinas se vuelven duras y afiladas como
puñales; y las víboras, conforme van envejeciendo, se hacen más ponzoñosas. Sucede igual con los vicios
y defectos de los muchachos: si se les deja crecer y medrar, se convierten en pasiones tiránicas y hábitos
criminales que oponen resistencia invencible a cualquier intento de corrección.

III. Moldearle el corazón.

Desarrollar sus buenas disposiciones y depositar en él las semillas de todas las virtudes; afanarse en
hacerlo dócil, humilde, compasivo, lleno de caridad y agradecimiento, manso, paciente, generoso y
constante; proporcionarle medios para la puesta en práctica de esas virtudes, para su desarrollo y
perfección.

El corazón del niño es tierra virgen que recibe por vez primera la simiente. Si se prepara y cultiva bien ese
corazón, si la semilla es buena, dará frutos abundantes y duraderos.

El hortelano experto cerca, injerta y rodriga el árbol mientras es tierno y flexible. El alfarero moldea el
recipiente antes de que la arcilla endurezca. De igual modo, hay que formar al niño en la virtud cuando es
joven, inocente y dócil, cuando su mente y corazón reciben con facilidad la impresión de los buenos
principios. Comenzará por obrar bien, sólo porque se lo mandan; pero pronto, con el desarrollo de sus
facultades, lo hará por amor y elección, de tal modo que se dará a la virtud no sólo sin dificultad, sino con
gusto. «Una larga experiencia afirma san Pío V demuestra que los jóvenes formados en la virtud desde su
tierna infancia, casi siempre llevan después vida cristiana, pura, ejemplar, y a veces llegan a una santidad
eminente; mientras que los demás, cuyo cultivo en las virtudes se ha descuidado, viven carentes de virtud y
encenagados en vicios y desórdenes que les llevan a la perdición».

IV. Formar la conciencia del niño.

Para ello es menester:

1. Darle sólida instrucción religiosa y convencerle bien de que siempre ha de regirse, no por las opiniones
del mundo, sino por los principios de la ley de Dios, las motivaciones de la fe y los dictámenes de la
conciencia.

2. Inspirarle sumo horror al pecado e inculcarle profundamente esta máxima: No existe mayor desgracia que
el pecado, y el único bien verdadero es la virtud

3. Enseñarle que la virtud y el pecado proceden del corazón., que éste es el que consiente en el mal o
promueve actos de virtud. Por consiguiente, que se han de vigilar los pensamientos, deseos e impulsos del
corazón; que no basta ser hombre honrado, ni siquiera observar exteriormente la ley de Dios y serle fiel
delante de los hombres, sino que se ha de amarla y observarla siempre en todas partes, y no hacer nunca
nada contra la voz de la conciencia.

4. Inspirarle profundo amor a la verdad, extremada aversión a la mentira, y exhortarle con frecuencia a la
total sinceridad e integridad de la confesión.

V. Formarlo en la piedad.

Es decir, darle a entender la necesidad imperiosa y las grandes ventajas de la oración; acostumbrarle,
desde la más tierna infancia, a rezar con respeto, modestia, atención y recogimiento; familiarizarle con las
prácticas de la piedad cristiana, para lograr que en los ejercicios religiosos y en la oración, halle su dicha y
consuelo.
Nunca nos cansaremos de repetirlo: en lo referente a la educación, la piedad lo es todo; cuando se
tiene la dicha de hacerla penetrar en el corazón del niño, hace brotar en él todas las virtudes y, a modo de
incendio, consume a ojos vistas todos los vicios y defectos. Si lográis que el niño sea piadoso, que ore y que
frecuente los sacramentos, si le inspiráis tierno amor a Jesús y entrañable devoción a la santísima Virgen, le
hacéis bueno, dócil, cortés, animoso, diligente, manso, humilde y constante. Si lográis que sea piadoso, ya
veréis cómo se vuelve abierto de carácter, franco, amable, servicial. Si lográis que sea piadoso, conforme
vaya aumentando su amor a Dios, sus defectos se irán esfumando, se disiparán y derretirán, como se
derrite y desaparece la nieve con los rayos de un sol abrasador. Inyectad, pues, una fuerte dosis de piedad
en el corazón del niño y veréis cómo hace brotar en él todas las virtudes que deseáis hacerle adquirir, y
cómo ha de matar todos los vicios y defectos cuya destrucción os habíais propuesto.

VI. Conseguir que se encariñe con la virtud y la religión.

Para que el niño ame la religión y se apegue a la misma por convicción y deber de conciencia, es necesario
que entienda bien estas cuatro verdades:

1.a La religión es la gracia más valiosa que Dios ha otorgado al hombre.

2.a Cada uno de los mandamientos de la ley de Dios es un auténtico beneficio y una fuente de felicidad para
el hombre, aun desde el punto de vista material.

3.a La religión no se opone en nosotros sino a nuestros enemigos, a saber: el demonio, el pecado, los vicios
y pasiones perversas que nos degradan y envilecen, que son causa de todos nuestros males.

4.a Solamente la virtud hace feliz al hombre, aun aquí abajo. Deber y dicha corren parejas y son
inseparables. Verdad de fe es que la alegría, los consuelos y la felicidad son la herencia del hombre
virtuoso, como es cierto también que los remordimientos, la angustia y la tribulación acosan por doquier al
hombre que obra mal y se entrega a los vicios..

VII. Robustecer la voluntad del niño y acostumbrarle a obedecer.

El más funesto azote de nuestro siglo es la independencia: todo el mundo quiere obrar a su antojo y se cree
más capacitado para mandar que para obedecer. Los hijos se niegan a obedecer a los padres, los súbditos
se rebelan contra los monarcas; la mayor parte de los cristianos desprecian las leyes de Dios y de la Iglesia;
en una palabra, la insubordinación reina en todas partes. Se presta, pues, un excelente servicio a la religión,
a la Iglesia, a la sociedad, a la familia, y especialmente al niño, doblegando su voluntad y enseñándole a
obedecer.

Pero, ¿cómo se le inculca la obediencia? Es preciso:

1. No mandarle ni prohibirle nada que no sea conforme a justicia y razón; no prescribirle nunca nada que
provoque la rebelión en su mente o tenga visos de injusticia, tiranía o tan sólo capricho. Tales mandatos no
consiguen sino turbar el juicio del muchacho, inspirarle profundo desprecio y aversión al maestro, y pertinaz
repulsa de cuanto le manden.

2. Evitar el mandar o prohibir demasiadas cosas a la vez, ya que la multiplicidad de las prohibiciones o
mandatos provoca la confusión y el desaliento en el corazón del niño y le hace olvidar parte de lo mandado.
Por lo demás, la coacción no es necesaria ni da otro resultado que desanimar y sembrar el mal espíritu.

3. No mandar nunca cosas demasiado difíciles o imposibles de llevar a cabo, pues las exigencias
inmoderadas irritan a los niños y los tornan testarudos y rebeldes.
4. Exigir la ejecución exacta e íntegra de lo que se ha mandado. Dar órdenes, encargar deberes escolares,
imponer penitencias y no exigir que se ejecuten, es hacer al niño indócil, echarle a perder la voluntad y
acostumbrarle a que no haga caso alguno de los mandatos o prohibiciones que recibe.

5. Establecer en la escuela una disciplina vigorosa y exigir a los alumnos entera sumisión al reglamento.
Esa disciplina es el medio más adecuado para robustecer la voluntad del niño y darle energías; para hacerle
adquirir el hábito de la obediencia y de la santa violencia que cada uno ha de ejercer sobre sí mismo para
ser fiel a la gracia, luchar contra las malas pasiones y practicar la virtud. Semejante disciplina ejercita
constantemente la voluntad con los sacrificios que impone a cada momento. Obliga al niño a cortar la
disipación, guardar silencio, recoger los sentidos, prestar atención a las explicaciones del maestro, cuidar la
postura y los modales, reprimir la impaciencia, ser puntual, estudiar las lecciones y hacer las tareas; ser
reverente con el maestro, obsequioso y servicial con los condiscípulos; doblegar y acomodar el temple a mil
cosas que le contrarían. Ahora bien, ese ingente número de actos de obediencia, esa larga serie de triunfos
que el niño alcanza sobre sí mismo y sus defectos, son el mejor método de formación de la voluntad, la
manera mejor de robustecerla y darle flexibilidad y constancia.

VIII. Formarle el juicio.

De todas las facultades del niño, es la que más importa proteger, formar y desarrollar. En efecto, ¿qué
puede hacer un hombre carente de razón, sin discernimiento práctico, sin tiento ni experiencia del trato
social? Nada.

Incapaz de adquirir virtudes cristianas y sociales, no vale ni para los negocios del mundo ni para la vida
espiritual. Para ser virtuoso o espabilado, hay que ser hombre. Pero, ¿dónde está el hombre, si no tiene
juicio? El buen criterio es indudablemente un don natural que nadie puede prestar a quien no lo ha recibido.
Pero admite grados e, igual que las demás facultades del alma, puede crecer y desarrollarse más y más.
Por consiguiente, es de suma importancia desarrollar dicha facultad en el niño y ponerle en condiciones de
continuar desenvolviendo y perfeccionando él mismo ese discernimiento.

Para ello se necesita:

1. Hacerle adquirir el hábito de pensar antes de hablar y dar su opinión sobre cualquier cosa. El error mental
procede siempre de una estimación y habitual manera de ver incompleta; lo que más expone a contraer
dicha enfermedad intelectual es el juicio precipitado, ya que no se puede ver sino superficialmente Io que se
mira de prisa y corriendo.

2. Repetidle a menudo la célebre máxima de san Agustín: «La reflexión es el principio de todo bien».
Acostumbradle a pautar la conducta y el juicio según los grandes principios de la moral cristiana, verdadera
luz de la mente, antorcha de la razón y fuente de la sabiduría.

3. Adiestradle, en las instrucciones que le dais, a discernir el punto básico, el objeto principal de una
pregunta, de un relato, de una lección cualquiera, y no le dejéis divagar ni perderse en detalles nimios.

4. Obligadle a recapacitar con frecuencia sobre los detalles de su conducta, señalándole en qué ha faltado
al buen criterio y tino, y cómo dejó lo principal por lo secundario, lo sólido por lo brillante, los principios
fundamentales por criterios discutibles o erróneos.

5. Ocupadle en estudios y trabajos que exijan reflexión; adiestradle en combinar ideas, saber unirlas, sacar
consecuencias de un principio y prestar atención a todo.

6. No os canséis de repetirle que la razón, la prudencia y la virtud son tres cosas inseparables que se hallan
siempre en el fiel de la balanza, no en los extremos; por consiguiente, que la razón y el buen criterio
excluyen cualquier exageración, cualquier perfección quimérica, todo lo que es desorbitado.

7. Preservad la inocencia del niño y ejercitadlo en la virtud, pues las pasiones ciegan la mente y alteran el
juicio.
IX. Dar temple y pulido al carácter del muchacho.

Un carácter ideal es un don insigne de Dios, es un tesoro y una fuente de felicidad para toda una familia.

Al revés, tener mal carácter es una desgracia para quien nace con él y para quienes con tal persona han de
vivir. Es causa de discordia y puede ser un verdadero azote para una familia entera. Pero, a Dios gracias, el
carácter se puede modificar, corregir y mejorar. Sí, aun el peor genio, con una buena educación, puede
reformarse.

Para llevar a buen término esa difícil tarea, el maestro debe:

1. Estudiar el carácter del niño, sus aficiones, defectos, aptitudes y propensiones. Si no, ¿cómo va a
conocer lo que en él se ha de reformar? ¿Cómo va a trabajar en el cultivo, desarrollo y perfección de sus
buenas cualidades?

2. Dejar al niño cierta libertad respetuosa, pues si se le reprime demasiado, no habrá modo de conocer sus
defectos y corregírselos.

3. Combatir sin tregua el egoísmo, la rudeza, el orgullo, la insolencia, la grosería, la vidriosidad y otros
defectos parecidos que echan a perder el carácter, siembran por doquier el desorden, y arruinan la paz y la
caridad fraterna.

4. Poner empeño en lograr que el niño sea cortés, servicial, obsequioso, agradecido, y en acostumbrarle a
los buenos modales para con todo el mundo, singularmente con sus padres, maestros y cuantos tengan
autoridad sobre él.

X. Ejercer vigilancia continua sobre el niño.

Es decir, rodearle de cuidados para preservarle del vicio, apartarle de las malas compañías, ejemplos
perniciosos y cualquier contagio maligno; protegerle contra todo lo que pueda representar un peligro para su
inocencia, comprometer su virtud o echarle a perder su buen juicio infundiéndole principios erróneos.

XI. Inculcarle amor al trabajo.

Hacerle adquirir hábitos de orden y limpieza; darle a entender que sólo en la honradez, el trabajo y el ahorro
puede hallarse la fuente de la prosperidad, el desahogo y la riqueza.

XII. Darle la instrucción y conocimientos que pidan su condición y estado.

Lograr que se encariñe con dicha posición social, sea la que fuere, y enseñarle cómo podrá mejorarla, vivir
feliz, gozar de honra y santificarse en ella.

XIII. Mirar por la salud corporal del niño.


Apartarle de influencias nocivas, conservar la integridad de sus miembros y llevarlos al mayor desarrollo
posible; en suma, preservarle de cualquier accidente y de cuanto pueda alterar su constitución física o
comprometer la integridad de sus órganos.

XIV. Finalmente, educar al niño es proporcionarle todos los medios para adquirir la perfección
de su ser.

Es hacer de ese niño un hombre cabal. Y, ya que el hombre tiene el privilegio de poder progresar siempre
para llegar a ser perfecto, como es perfecto su Padre celestial, el maestro ha de lograr que el muchacho no
salga de la escuela sin estar convencido de que ha de proseguir por sí mismo esa educación mediante el
estudio, la reforma personal, la lucha contra las malas inclinaciones, la corrección de los defectos y el
empeño en llegar a ser cada vez mejor cristiano.

Tal es el fin de la educación y el nobilísimo ministerio que se confía al maestro de la juventud. Es la obra
más santa y sublime, ya que es prolongación de la obra divina en lo que ésta tiene de más noble y excelso,
la santificación de las almas.

Es la obra más santa, pues su objeto es formar santos y elegidos para el cielo. Es también la más difícil y la
que pide más entrega; le costó a Jesucristo su sangre y vida; y el maestro no puede cooperar con él y
ayudarle a salvar almas, si no es con el sacrificio y la inmolación propia. De cuanto precede se
deduce claramente que enseñar a los niños la lectura y escritura, la gramática, la aritmética, la historia, la
geografía, o incluso lograr que sepan de memoria el catecismo, no es realmente educarlos. El maestro cuya
labor no pase de ahí, no cumple todo su deber con los alumnos. Le falta lo más importante, que es darles
educación, es decir, formarlos en la virtud, corregir sus defectos, infundirles amor a la religión y
acostumbrarlos a practicarla. En una palabra, hacer de ellos cristianos piadosos, cumplidores de sus
deberes.

El padre de Sócrates era estatuario. Un día mostró al hijo un bloque de mármol y le dijo: «Hay un hombre
encerrado en ese molón. Voy a hacerlo salir a martillazos». Cuando os traen un niño aún ignorante, rudo,
sin educación, que no conoce más vida que la de los sentidos, podéis decir con más razón que el padre de
Sócrates: Hay en él un hombre, un buen padre de familia, un caballero cristiano, un discípulo de Jesucristo,
un santo elegido para el cielo, y voy a hacer que se manifieste: voy a enseñarle sus obligaciones y destino;
voy a reformarlo, transformarlo y convertirlo en lo que puede y debe llegar a ser.

Le cuesta al niño llegar al uso de razón y discernimiento, que no alcanza normalmente sin el roce y
comunicación con personas dotadas igualmente de esos dones: necesita, pues, el concurso de otros
hombres para lograr la integridad y perfección de sus facultades. Pero necesita ese concurso mucho más
para formarse en la práctica del bien y prepararse a recibir los principios de la fe, las gracias y virtudes que
necesita para llegar a su destino eterno.

El hombre es el gran instrumento de Dios para educar al hombre y, lo que es mucho más importante, para
salvarlo. Esta gloriosa misión resulta siempre difícil y a menudo es dolorosa, sangrienta, pues nadie salva a
otros sin entregarse y, a veces, inmolarse por ellos. Para Dios, es un ministerio tan glorioso, que quiso
honrar con él a su Hijo: el Verbo se encarnó para ser maestro, dechado y salvador del hombre.

¡Qué gloria, la de un religioso educador, asociado a semejante misión!

CAPÍTULO XXXVI

NECESIDAD DE LA EDUCACIÓN

¿Quién pensáis ha de ser este niño? (Lc 1,


66). Es la pregunta que se hicieron unos a
otros los parientes y vecinos de Zacarías e
Isabel, cuando el nacimiento del santo Precursor; es el interrogante más natural, cuando ve la luz un nuevo
ser humano.

Pues bien, el Espíritu Santo respondió ya a tal pregunta, al enseñar que la senda por la cual comenzó el
joven a andar desde el principio, esa misma seguirá también cuando viejo (Pr 22, 6).

¿Qué creéis ha de ser ese niño? Lo que haga de él la educación, es decir: un caballero cristiano, si se le
cría debidamente; un libertino, adversario de Dios y de la religión, perturbador del orden social, si,
abandonado a sus antojos, se le deja sin educación.

«Diadema del niño es la educación», dice un proverbio árabe, para significar que de la educación depende
el porvenir del muchacho, sus andanzas, todo lo bueno o malo que vaya a ser y a hacer en el mundo.

Ahora bien, la sociedad se remoza incesantemente con los muchachos que a ella afluyen desde las
escuelas, igual que el océano se alimenta de los ríos que en él desembocan. Puede afirmarse, pues, que la
educación es el blasón de la sociedad, el molde que le imprime un espíritu y unos principios.

Razón tenía el escritor antiguo que afirmó: «La educación lo es todo; ella es la que da el hombre; de ella
procede la sociedad, la religión, el bien, el mal, como el río viene de la fuente y la encina de la bellota». Los
mismos paganos habían comprendido tal verdad y Platón aseveraba: «La buena educación es fundamento
de la sociedad y de los pueblos; la educación desde los más tiernos años es absolutamente necesaria para
informar la vida entera; es el asunto más importante de que ha de ocuparse la república, y el deber
primordial del magistrado de una ciudad es el mirar por los niños, desde la primera infancia, para que se les
críe honrada y santamente».

De ahí el pertinaz empeño con el que, en todos los tiempos y lugares, los dos bandos, el del bien y el del
mal, riñen la batalla por el imperio de la educación. El problema, aparentemente anodino, de saber quién se
arrimará al muchacho para enseñarle a leer y escribir, el cálculo y demás asignaturas elementales, encierra
en último análisis otra cuestión de soberana trascendencia, el triunfo del bien o del mal: el niño pertenecerá
toda la vida a éste o al otro bando, es decir, al primero que se adueñe de su corazón. Si una gran mayoría
de niños se educa cristianamente, no corre peligro el reino del bien; por el contrario, si esa masa de niños
queda sin educación o la recibe mala, prevalecerá el reino del mal y la sociedad entera correrá a su ruina.

Unos cuantos símiles nos lo harán comprender mejor:

1. La educación es para el niño lo que el cultivo para el campo. Por muy bueno que éste sea, si se deja de
arar, no da más que zarzas y abrojos. De igual modo, por muy buenas disposiciones que tenga un niño, por
fértil que sea el terruño de su alma, si no se le educa, si no se cultiva ese campo, no dará virtudes: su vida
será estéril para el bien o producirá sólo agarrones, obras muertas.

Así como el cultivo resulta indispensable al campo para extirpar las malas hierbas, zarzas y espinos que en
él crecen, y disponer el terreno para producir buenas plantas, así también la educación es absolutamente
necesaria para corregir los defectos incipientes del niño, enderezar sus malas inclinaciones y disponerle el
alma para que dé frutos de virtud.

¿Qué es la vida de un hombre que no ha recibido educación, es decir, al que no se le ha inculcado piedad y
virtud? Es un año sin primavera; el verano nada tendrá que madurar ni el otoño que cosechar en él; y el
curso entero de esa vida será triste estación de invierno, en que todo se hiela, hasta el sol queda sin brillo, y
la naturaleza permanece desnuda, yerta.

¿Cuál es el origen del desenfreno de las pasiones que amenazan con invadir la tierra? ¿De dónde procede
la perversidad precoz de tantos jóvenes que son el azote de la sociedad? De la falta de educación o de una
enseñanza sin principios religiosos.

¿Por qué pregunta san Bernardo hay tantos hombres de edad viciosos o carentes de virtud? Porque no
recibieron educación o les enseñaron mal y, cuando eran mozos, no les enmendaron los vicios ni les
dispusieron el corazón para la virtud».
2. La educación es para el niño lo que la poda para el árbol. La buena poda es la que da belleza al árbol y
depara cantidad y calidad de frutos: cuanto más se cuida la planta, cuanto más se la poda y escamonda,
tanto más abundante y exquisita da la fruta. Cualquier árbol que deje de podarse, sólo produce madera o, a
lo sumo, redrojos. De igual modo, la educación es la que desarrolla las buenas disposiciones del niño y le
prepara las facultades del alma para las más excelsas virtudes. Si la educación no reforma al niño, si no
corrige y cercena cuanto hay en él de defectuoso, las pasiones que ya tiene en germen al nacer, crecerán
con los años y ahogarán todas las buenas cualidades con que haya nacido, y no le dejarán sino vicios
groseros para su propia vergüenza.

«Igual que la vid afirma san Antonino, el alma del hombre necesita la poda». Si se la deja crecer y se la
abandona, la vid es la planta que más pronto se asilvestra. Al hombre le ocurre lo mismo: basta privarle del
beneficio de la instrucción y educación cristiana, para ver cómo degenera y vuelve a caer en la barbarie y el
desenfreno del paganismo.

3. Al arbolillo tierno se le pueden dar todas las formas que se deseen: se le doblega hacia cualquier parte,
toma sin resistencia la dirección que se le impone y la conserva siempre; pero si, cuando es grueso y duro,
se pretendiera enderezarlo, se quebraría. Es la imagen fiel del niño y de los buenos efectos que en él
produce la educación. En la primera infancia no es difícil doblegar su voluntad rebelde: se le corrigen
fácilmente las malas inclinaciones, se le reforman cómodamente todos los defectos de carácter; pero
cuando es mayor, ya no hay manera de hacerle cambiar. Podad, pues, al niño; escamondadle en su
temprana edad: es el modo certero e infalible de asegurarle una vida ubérrima en obras buenas y virtudes.

4. La educación es para el niño lo que un guía seguro para el viandante inexperto. Si a éste se le dirige bien,
llega sin dificultad y felizmente al término del viaje. Pero si va por sendas descarriadas, acabará por dar en
una sima, si no cae apuñalado por un asesino o despedazado por las fieras.

5. La vida es como un viaje, en el que depende todo de los primeros pasos: se puede tener la seguridad de
un término feliz, cuando se ha tomado el camino recto; pero quien se desvíe de éste, apenas iniciada la
marcha, se descarriará tanto más cuanto más ande.

«Los niños en decir de Gersón se hallan ante los dos ramales de una bifurcación y plenamente dispuestos a
seguir el primero en que se les ponga. Es, pues, de suma importancia señalarles temprano el camino de la
virtud y acostumbrarlos a andar por él, porque seguirán toda la vida la dirección que se les dé. Dos amos les
invitan a seguirlos: Jesús y el demonio. Si se los conquista para Jesús y se les enseña a seguirle en el
camino del cielo, toda la vida serán de Jesús y caminarán por las sendas de la virtud. Al revés, si se les deja
emprender los derroteros del vicio y, sobre todo con el mal ejemplo y lecciones perversas, se les induce a
seguir tal rumbo, se someterán al demonio y le seguirán hasta el infierno. Ved qué difícil resulta convertir a
judíos, turcos, herejes o cismáticos. ¿Por qué tienen tal apego a su error? Porque lo han mamado con la
leche; y la educación, como quien dice, les ha incrustado en la mente las falsas opiniones de sus padres.
¿Por qué siguen con tal constancia las desviadas trochas que les conducen al infierno? Porque
emprendieron tal camino en la infancia, y no les dejan salir de esos carriles los principios que les inculcaron
en la primera educación».

6. La educación es para el niño lo que el piloto para la nave. Un barco sin timonel va infaliblemente a
estrellarse contra las rocas o acaba por irse a pique en pleno océano. El joven que estrena mundo sin
educación cristiana que le inmunice contra los peligros que en él ha de hallar, es nave lanzada al océano sin
piloto que la gobierne, sin brújula que le señale el rumbo: juguete de todos los vicios, combatido por todas
las olas, irá a estrellarse contra toda clase de escollos hasta que se lo lleve la vorágine a lo más hondo del
abismo. Hay que decirlo sin tapujos: la falta de educación o la mala educación son las que pueblan la tierra
de criminales, la sociedad de anarquistas y el infierno de réprobos. Quien toma el camino del infierno ya en
su tierna infancia, seguirá andando por él hasta llegar a tan espantosa morada.

7. La educación es para el niño lo que son para una casa los cimientos. Un edificio sin fundamento carece
de estabilidad. Si la base es floja, si la construcción no se asienta sobre roca firme, la derribará el viento o
se desplomará con las primeras lluvias que reblandezcan el suelo (cf. Mt 7, 2427). Los cimientos de la vida
del hombre se echan en la infancia.

«En esa edad dice san Juan Crisóstomo el porvenir depende por completo de la educación recibida: durante
la infancia es cuando el hombre se forma para el bien o para el mal, y adquiere hábitos que va a conservar
toda la vida». La educación es la que le grabará en la mente los principios religiosos que siempre habrán de
ser norma de su conducta; la educación ha de sembrar en su corazón el germen de las virtudes que le
guiarán al puerto de la salvación y harán de él un cristiano cabal, un predestinado; la educación le dará los
conocimientos propios de la posición social y el género de vida al que la Providencia le llame; la educación,
en suma, ha de prepararle el buen éxito en todos los negocios que se le confíen. Si le falta la educación o,
por cualquier motivo, no le proporciona esas ventajas, su vida carecerá de fundamento, estará viciada
desde los principios y no le va a traer más que una larga serie de culpas y desgracias.

8. Para envenenar las aguas de un río, basta arrojar ponzoña en sus manantiales: desde éstos se
propagará por todos los regueros. Para adueñarse de un reino, basta ocupar sus principales plazas fuertes:
desde éstas puede uno franquearse con facilidad la entrada en todo el territorio. Así también, para viciar la
vida entera de un niño, basta dejarle sin educación o inculcarle principios erróneos: esos principios
comunicarán su malicia y veneno a todas las facultades del alma y echarán a perder todas las acciones y
virtudes.

¿Qué puede esperarse de un niño abandonado a sus caprichos o mal criado, sino una vida de desórdenes y
crímenes? Cuanto más adelante en la vida, tanto más se irá encenagando en el vicio, y llegará a hacerse
insensible a cualquier consideración. Al principio, sólo pecará por debilidad; luego se entregará al mal
apasionadamente, incluso ufano y satisfecho de sus desmanes. «Ha de adquirir dice san Ambrosio hábitos
detestables que, al no hallar ya resistencia alguna, se robustecerán hasta hacerse invencibles. Decidle
entonces que reforme sus inclinaciones perversas y cambie de vida. Os responderá: Soy demasiado mayor
para cambiar; me he criado así y no puedo ya obrar de otra manera».

El vicio no enmendado refuerza la pasión; la pasión falsea el juicio; el juicio pervierte la voluntad, y la
voluntad depravada se complace en la perversión; de todo lo cual se origina el mal hábito. Y una vez creado
el mal hábito, éste engendra como una necesidad de vicio y pecado. Para dar a entender la fuerza y la
desgracia de semejantes hábitos, la sagrada Escritura echa mano de unas expresiones enérgicas y
pavorosas, que debieran hacer temblar a los jóvenes viciosos: Los huesos del impío están impregnados de
los vicios de su mocedad, los cuales yacerán con él en el polvo del sepulcro (Jb 20,11). ¿Por qué? Porque
han quedado insertos en su naturaleza, adheridos a su propio ser.

«Me han educado pésimamente, confesaba con frecuencia el zar Pedro el Grande, emperador de Rusia.
Lejos de reprimir los desmanes de mi genio feroz, los adularon; me doy cuenta ahora y me avergüenzo de
ello, mas la fuerza del hábito es tal, que no puedo domeñar mi humor colérico y bárbaro. ¡He logrado
cambiar las costumbres de mis súbditos, pero no he podido mudar las mías!».

9. La educación es para el niño lo que el canal para el agua. «Como el agua dice san Jerónimo sigue el caz
que se le ha preparado, así también el niño aún tierno da en la flor de Io que se le inculca, se deja guiar y
sigue el carril en que se le pone».. Del Espíritu Santo es esta sentencia: La senda por la cual comenzó el
joven a andar desde el principio, esa misma seguirá también cuando viejo (Pr 22, 6). Una experiencia
secular ha confirmado ese proverbio y nadie puede menos de reconocer que, si con los años se le ha ido
serenando la imaginación, consolidando el juicio, y ha acopiado conocimientos, sigue, no obstante, con las
mismas aficiones y tendencias, con las primeras costumbres que había adquirido. De modo que, referente a
vicios y virtudes, todos los hombres son, poco más o menos, lo que fueron en la juventud: cristianos o
libertinos, sobrios o destemplados, castos o disolutos, conforme a la educación recibida. En lo concerniente
a moralidad y conducta, se puede juzgar de lo que fue un hombre en la juventud, por lo que es actualmente;
así como se puede vaticinar lo que un muchacho va a ser más adelante, por la conducta que observa al salir
del centro escolar.

De los diecinueve reyes de Israel, no hay uno solo que no hubiera sido ya perverso en su juventud, y
ninguno se volvió a Dios ni se convirtió antes de la muerte. En Judá hubo también diecinueve reyes desde
Salomón hasta el cautiverio de Babilonia. Sólo hubo cinco buenos: Asa., Josafat, Joatán, Ezequías y Josias.
Todos los demás fueron impíos. Pues bien, los buenos comenzaron a serlo en la juventud y continuaron
siéndolo toda la vida. La mayor parte de los que fueron impíos, iniciaron su mala vida en la juventud y ya no
cambiaron; tan cierta es la sentencia del Espíritu Santo: La senda por la cual comenzó el joven a andar
desde el principio, esa misma seguirá también cuando viejo (Pr 22, 6).

10. Finalmente, la educación es para el niño lo que para la tierra es la semilla. En un campo no se cosecha
sino Io que se ha sembrado: si la semilla es de trigo, se cosechará trigo; si es de cizaña, se recogerá cizaña.
El corazón del niño es tierra virgen que recibe por vez primera la simiente. Si se prepara y cultiva bien ese
corazón, si la semilla es buena, dará frutos abundantes y duraderos. «Lo que se aprende en la infancia dice
san Ireneo va creciendo en la mente con los años y no se olvida nunca». Y san Ambrosio agrega: «Así
como el arte de leer, cuando se ha. adquirido en la infancia, llega a ser tan natural que se ejercita sin el
menor tropiezo y no se pierde nunca, de igual modo, cuando desde la infancia se ha imbuido uno de los
preceptos divinos y los ha tomado por regla de conducta, toda la vida los seguirá guardando».

CONCLUSIÓN. Reconozcámoslo una vez más: la vida del niño depende por completo de su educación. Si
ésta le falta o, a Io largo de ella, le inculcan malos principios, el niño será un vicioso y emprenderá la senda
de la perdición desde el comienzo; y sus pasos, hechos a deslizarse por la pendiente del vicio, le lanzarán a
todos los desmanes y le llevarán fatalmente a la muerte eterna. Por el contrario, la buena educación nunca
deja de producir sus frutos, aun en los que temporalmente se apartan de los buenos principios que les
inculcaron. Las verdades religiosas que llevan profundamente grabadas en el corazón, nunca se borrarán
del todo. Por mucho que los vientos de las pasiones sacudan el árbol haciendo caer la fruta y desgajando
incluso algunas ramas, el tronco despojado seguirá en pie con las raíces hundidas en la tierra y recibiendo
savia nutricia que, llegado el momento providencial, hará que broten nuevas ramas y el árbol dé frutos
abundantes. Las conversiones incesantes de que somos testigos, la vuelta a las buenas costumbres y a la
práctica de la virtud, son ciertamente consecuencias beneficiosas de la educación cristiana, cosecha de la
temprana siembra de la fe y la piedad en el corazón de los niños.

Dión tuvo la desgracia de que su hijo cayera en poder de Dionisio el Tirano. Este urdió contra su enemigo
una venganza singular, tanto más cruel cuanto más anodina hubiera podido parecer. En vez de mandar que
mataran al muchacho o le encerraran en horrible calabozo, decidió estragarle todas las buenas cualidades
del alma. Con tal fin, le dejó sin educar, le abandonó a sus antojos y dio orden de que le toleraran todos los
caprichos. El mozo, arrebatado por el torbellino de las pasiones, se entregó a todos los vicios. Cuando el
tirano vio que ya había logrado lo que buscaba, se lo devolvió al padre. Lo encomendaron a pedagogos y
maestros sabios y virtuosos, que nada omitieron para hacerle cambiar de conducta. Pero fue todo inútil:
antes que enmendarse, se arrojó de lo más alto de la casa y se estrelló contra el suelo.

CAPÍTULO XXXVII
CÓMO SE HA DE ENSEÑAR EL CATECISMO

En las instrucciones que daba a los hermanos, el


padre Champagnat repetía con frecuencia esta
máxima: «Una lección de catecismo, entiendo una
lección bien dada, vale más que cuantas
penitencias pudierais imponeros».
Un hermano joven, al que el inciso «entiendo una lección bien dada» había despertado la curiosidad, se
levantó un día y le rogó con timidez:

Dispense, padre, si me atrevo a pedirle que tenga a bien explicarnos cómo se enseña debidamente el
catecismo.

Lo haré con sumo agrado, hijo mío, contestó el venerado padre. En mi opinión, la lección de catecismo es
buena cuando:

• Se la prepara bien con el estudio.

• Se la riega con la oración.

• Viene respaldada con el buen ejemplo.

• Se la pone al alcance de los niños con método adecuado y celo industrioso.

Vamos a desarrollar en este capítulo esa contestación del venerado padre, y a menudo con sus propias
palabras, pues fueron muchas las veces que comentó personalmente su afirmación: «Una lección de
catecismo, entiendo una lección bien dada, vale más que cuantas penitencias pudierais imponeros».

I. La catequesis bien dada ha de prepararse con el estudio.

No cabe la menor duda, los frutos de la catequesis siempre serán proporcionados a la preparación. Quien
siembra poco, no puede cosechar mucho; quien nada siembra, no cosechará nada. Un hermano poseído de
respeto hacia la palabra divina y de celo por la santificación de los niños, que estudia asiduamente la
religión y prepara cada día lo que va a decir a los alumnos, siempre conseguirá algo. Y al revés, quien no
prepara la catequesis, la convierte en lección inútil para los niños; la pereza que le ha impedido estudiar y
prever lo que iba a decir, hará que nadie le escuche ni se conmueva al oírle hablar. Es natural, en efecto,
que al escucharle no se le preste una atención que él no pone en preparar las enseñanzas religiosas. Y no
tiene derecho a quejarse de lo poco que le escuchan los alumnos, ni del escaso provecho que sacan y que
tan flojo empeño puso en lograr.

Temeridad grave es la del catequista que se atreve a dar una lección sin haberla preparado: es faltar de
respeto a Dios y a las verdades santas; es exponerse a emitir opiniones poco exactas y correr el riesgo de
que los niños oigan con desgana las instrucciones y lleguen a veces a aborrecer la religión. «Un hermano
dice mosén de la Salle ha de estudiar asiduamente la religión, pues su ignorancia resultaría criminal, porque
acarrea la ignorancia de los alumnos que se le confían».

En efecto, nadie puede enseñar si no ha aprendido, y sólo se aprende con el estudio, ya que los
conocimientos humanos, y sobre todo las verdades religiosas, no son acertijos que se adivinen fácilmente.
¿Cómo es posible enseñar a otros, cuando se ignora lo que se les ha de enseñar? Se ha de hacer acopio
en secreto, antes de distribuir en público. Hay que ser hontanar, antes de convertirse en río. «Nadie avisa
san Gregorio puede enseñar lo que ignora, y la misma razón manifiesta que, antes de instruir a los demás,
tiene uno que instruirse personalmente».

«Sería una tacha vergonzosa en un hermano afirma el padre Champagnat no dominar suficientemente los
conocimientos religiosos, y un verdadero escándalo el ser menos capaz de impartir la catequesis que de
enseñar las demás ciencias. No puede un hermano descuidar el estudio religioso sin contraer grave
responsabilidad, y la desidia en ese punto es falta que acarrea consecuencias pavorosas. En primer lugar,
es exponerse a no conocer nunca uno mismo la religión y ser toda la vida un hombre superficial; además, es
inhabilitarse para dar a los niños la instrucción religiosa y la educación cristiana. ¿Se fijan, los que
descuidan el estudio de la religión, en esas consecuencias tan exactas como espantosas? Si se reparase en
ellas, rara vez se daría con una excusa legítima para prescindir de ese estudio. Dicen algunos que no
disponen de tiempo para ello: vana excusa, ya que lo encuentran para estudiar otras materias. Por otra
parte, no podéis carecer de tiempo, puesto que, según la regla, disponéis de una hora diaria para ese
estudio y no podéis, lícitamente, dedicar ese tiempo a otra materia, según vuestro antojo. Otros alegan que
ya han leído varias veces los tratados de catequesis que tienen en la biblioteca. El estudio de la religión no
consiste sólo en la lectura de esa clase de obras, sino en familiarizarse con los libros ascéticos, vidas de los
santos, historia de la Iglesia, etc., y en la meditación de lo que se ha leído».

Ese estudio y meditación habitual de las obras religiosas es la preparación remota de la catequesis. Para
una preparación próxima se requiere:

1. Aprender de memoria, o al menos leer muy atenta y reflexivamente, la lección que se va a explicar.

2. Anotar los puntos más importantes en los que se ha de conseguir que se fijen los niños.

3. Prever las preguntas secundarias que se vayan a hacer sobre esos puntos, buscando la ilación de unas
con otras, de modo que sobresalga la verdad y se la haga asequible a las inteligencias menos perspicaces.

4. Preparar los rasgos históricos, las comparaciones adecuadas para ilustrar y confirmar las explicaciones.

5. Preparar asimismo las conclusiones prácticas que. se van a derivar de cada instrucción.

Así ha de ser la preparación para que la catequesis se imparta debidamente y produzca frutos de salvación.

Il. La catequesis bien dada ha de regarse con la oración.

El padre Champagnat afirmaba: «Vuestras enseñanzas, avisos e incluso correcciones, son la simiente
esparcida en el alma y el corazón de los niños; mas, para que llegue a germinar y dar fruto, esa semilla ha
de regarse con la oración. Sin humedad, la tierra no produce nada; sin oración, nada podemos hacer ni por
nosotros ni por los demás. Cuantos más defectos tengan algunos niños, cuanto más díscolos sean y más
cueste formarlos, cuanto menos provecho saquen de vuestras instrucciones y solicitud, tanto más debéis
rezar por ellos. Sólo con la oración se llevan a Dios esos muchachos».

Para conmover los corazones, el hermano necesita rezar. El estudio da la ciencia religiosa, la oración
proporciona el fervor y la unción que penetran y ablandan los corazones. «Una palabra de un catequista
piadoso, inflamado en el amor de Dios afirma san Alfonso de Ligorio, produce más efecto que cien lecciones
de un teólogo tibio». Y san Vicente de Paúl agrega: «Para enternecer los corazones y llevarlos a Dios, se
necesitan palabras ardientes que sean como dardos de fuego del amor divino; ahora bien, la oración vocal y
mental prolongadas son las que abrasan los corazones de los operarios evangélicos; a los pies del crucifijo,
o cerca del Señor en el santísimo Sacramento del altar, es donde el catequista puede adquirir la unción que
ablanda, la llama celestial que ilumina, abrasa y convierte los corazones». «Para dar sólida convicción de
las verdades eternas dice mosén de la Salle hay que ir a tomarlas en su fuente, que es el mismo Dios. De
ahí que un día vivido en la regularidad, el recogimiento, el fervor y el puntual cumplimiento de los ejercicios
de piedad, sea la mejor preparación del catecismo».

Quien no tiene espíritu de fe, jamás hará nada realmente bueno: podrá meter mucha bulla, pero sin
provecho alguno. Causa a veces extrañeza ver que en algunas aulas, a pesar de las dotes y solicitud del
maestro, todo lo que se relaciona con la piedad languidece; mientras que en otras clases los alumnos dan,
al respecto, mayor satisfacción. Se achaca aquel resultado a una serie de causas peregrinas, cuando la
única verdadera es la falta de piedad en los educadores. «Si el Espíritu Santo dice san Gregorio no enseña
interiormente y no habla al oído del corazón de los oyentes, es inútil que la voz del catequista repercuta en
los tímpanos corporales».
¡Cuántos maestros, después de todo un curso escolar en el que han hablado y se han afanado mucho, no
han conseguido una sola vez despertar en los alumnos el menor deseo de mejorar la conducta! ¿Por qué
dan tan poco fruto tantas instrucciones y afanes? Porque no están conmovidos los corazones de los
maestros, porque no sacan de la oración los sentimientos que conmueven a las almas, porque el Espíritu
Santo no corrobora las palabras que pronuncian.

La piedad hace saborear las cosas espirituales. La ciencia de lo espiritual es ciencia de experimento y
práctica. Quien no habla de ello más que por lo que lee, no habla sino fría e imperfectamente.. «De dos
modos –enseña santo Tomás podemos juzgar de una cosa: porque conocemos por experiencia propia su
naturaleza, o por lo que alcanzamos a saber con la especulación y los libros».

La primera, no cabe duda, es mucho más segura y perfecta que la segunda. El hombre casto, por ejemplo,
conoce mucho mejor la excelencia y dicha de la guarda de la pureza, que el moralista vicioso. De igual
modo, referente al dolor, juzgamos mucho mejor del malestar, calentura y desazón procedentes de la fiebre
cuando nos ataca, que con todas las explicaciones del facultativo. Exponed un dedo a la llama: con tal
prueba, conoceréis lo que es el fuego harto mejor que con todos los discursos que podáis oír de sus
propiedades. «Quien prueba la miel dice san Alfonso María de Ligorio la conoce mejor que todos los
filósofos que ponderan y explican su naturaleza».

Ahora bien, la ciencia de los santos según el mismo autor. no se aprende en los libros, sino en la oración
mental, escuela en la que enseña el maestro Jesucristo y en la que el libro de lectura son la cruz y las llagas
del divino Salvador».. Acercaos a Dios con la oración dice el Salmista y os iluminará (Sal 33, 6). En ella os
infundirá el conocimiento de las cosas espirituales, os dará el discernimiento de los espíritus y os enseñará
los medios más adecuados para luchar contra los vicios y defectos de los alumnos, e inspirarles el amor a la
virtud.

«A veces afirma san Alfonso se aprende más en una hora de meditación que en diez años de estudio en los
libros». San Alberto Magno era del mismo parecer y solía decir: «Para progresar en las ciencias divinas,
ayuda más la piedad que el estudio», y apoyaba su opinión en esta máxima del Sabio: Deseé yo la
inteligencia, y me fue concedida; invoqué del Señor el espíritu de sabiduría, y se me dio (Sb 7, 7).

Hay, en la sagrada Escritura, más confirmaciones de esa verdad: El alma de un varón piadoso descubre
algunas veces la verdad, mejor que siete centinelas apostados en un lugar alto para atalayar (Eclo 37, 18).
Gustad y ved cuán suave es el Señor (Sal 33, 9). No dice el Salmista: Estudiad, investigad en los libros,
sino: Gustad, es decir, probad, practicad la virtud, amad a Dios, servidle con fidelidad, y sabréis por propia
experiencia cuán amable es; se os revelará la belleza de la virtud y la felicidad de los que la practican.
Cuanto más se ama a Dios, por consiguiente, tanto mejor se le conoce y tanto más se capacita uno para
darle a conocer y amar.

III. La catequesis ha de ir respaldada por el buen ejemplo.

El buen ejemplo es la primera lección que un hermano ha de dar a sus alumnos. Brille vuestra luz ante los
hombres dice Jesús de manera que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en
los cielos (Mt 5, 16). ¿Por qué el Señor, que en otro lugar nos manda guardarnos de hacer las obras buenas
delante de los hombres, orar en secreto y dar limosna sin que la mano izquierda se entere de lo que hace la
derecha, aquí pide que nuestra luz, es decir, las buenas obras, brillen ante los hombres? «Para enseñarnos
contesta san Agustín que los encargados de guiar a otros, no deben solamente ser piadosos y santos, sino
que también han de parecerlo; pues, de igual modo que han de tener pureza de conciencia para la salvación
propia, así también deben gozar de buena fama de virtud para trabajar en la salvación de los demás».

Has de ser dechado de los fieles en el hablar, en el trato, en la caridad, en la fe, en la castidad (1 Tm 4, 12).
El primer deber del educador es enseñar a los alumnos con el ejemplo personal: sus actos han de ser
catecismo incesante que muestre a los niños cómo se vive cristianamente; su vida, el evangelio vivo en el
que todos puedan leer en qué consiste la imitación de Cristo y qué es un cristiano perfecto. En suma, ha de
vivir de modo que pueda aconsejar a los que instruye, como san Pablo a los corintios: Sed, pues, imitadores
míos, como yo lo soy de Jesucristo (1 Co 11, 1).

Para inspirar la virtud a los niños, no hay mejor atajo que el ejemplo, por tres razones:

1.a Porque el hombre, singularmente el niño, da más fe a lo que ve que a lo que oye; y por eso, un buen
ejemplo vale más que cien sermones.

2.a Con el ejemplo se demuestra que la enseñanza impartida puede ponerse por obra: es lo que más
convence al niño y le decide a practicar el bien.

3.a Porque los niños nacen con instinto de imitación. «Son dice san Basilio como los papagayos y los
monos: aquéllos repiten lo que oyen, éstos lo que ven. Igual hacen los niños».

Efectivamente, los niños aprenden mucho más por la vista que por el oído: son naturalmente curiosos y sus
ojos ávidos buscan por todas partes lecciones y ejemplos. Pero, ¿a quién miran sobre todo? A los que les
instruyen, en quienes ven modelos que pueden imitar en todo. Esté el hermano, pues, seguro de que
tiene tantos observadores e imitadores cuantos son los alumnos: no olvide nunca que jamás le pierden de
vista, que en todas partes le siguen y observan. Sin que lo sospeche, examinan su carácter y cualidades
buenas o malas, y se creen autorizados a imitar todo lo que ven.

No basta, por consiguiente, mandar repetir diariamente el catecismo a los niños, ni siquiera desarrollarles la
doctrina con explicaciones: se impone apoyar la enseñanza con el ejemplo de todas las virtudes. Más
provechoso que todo lo demás, será el buen ejemplo. «Si deseáis que los alumnos practiquen el bien decía
mosén de la Salle practicadlo vosotros mismos: les inspiraréis el amor a la virtud y el deseo de practicarla
mucho mejor con el ejemplo de una conducta prudente y ajustada a la regla, que con todas las prédicas que
les podáis hacer».

IV. Es buena lección de catecismo la que se pone al alcance de las inteligencias infantiles
con método adecuado y celo industrioso.

Para instruir con provecho a los niños, las lecciones dadas han de ser metódicas, breves y claras.

1. Nada agrada tanto al niño, nada le ayuda tanto a recordar las verdades que se le enseñan, como el
método. Una instrucción muy buena, con abundantes rasgos conmovedores y luminosos, pero que no es
metódica, se parece a una selva con variedad de plantas magníficas que se alzan enmarañadas en
desesperante confusión. Por el contrario, la lección metódica es como plantación en cuadro: colocándose en
los puntos céntricos, la vista abarca sin dificultad todas las líneas y calles. En la primera, se puede andar
vagando un día entero e ir descubriendo a cada instante cosas nuevas, pero después de haber corrido
tanto, de todo lo visto no se guarda más que una idea confusa. En la segunda, los ojos abarcan toda la
perspectiva y dejan una impresión tan exacta, que 'no es fácil se pierda su recuerdo.

La división y reparto del tema en varios puntos se puede hacer de distintas maneras: ora se harán ver las
excelencias de lo que se predica, por ejemplo: la caridad es la virtud más grande, más perfecta, más
provechosa, más exquisita y más necesaria. Ora se insistirá en los efectos, v. gr.: el pecado mortal mata al
alma, nos hace enemigos de Dios y reos de las penas del infierno. Otra enumeración interesante es la de
los motivos. ¿Por qué hemos de amar a Jesucristo? Porque es Dios, porque él nos amó primero, porque
murió por nosotros y nos ha colmado de beneficios, etc. También se puede partir de la diversidad de
circunstancias. «Así dice san Francisco de Sales en todo misterio se pueden considerar estos puntos: ¿Por
qué? ¿Para qué? ¿Cómo? ¿Quién ha nacido? El Salvador, el Mesías. ¿Por qué y para qué? Por amor,
para salvarnos y ser nuestro modelo. ¿Cómo? Pobre, desnudo, en un establo, expuesto a las inclemencias
del tiempo, etc.».

2. La brevedad consiste en:

a. No dedicar a la explicación más tiempo que el señalado por la regla.

b. No hablar mucho y conseguir que intervengan los alumnos.

c. Procurar que las preguntas secundarias sean breves y concretas.

d. Atenerse estrictamente al tema central de la lección, descartando cualquier pregunta indiscreta,


demasiado encumbrada o sutil, etc.

3. Finalmente, la claridad emana de la sencillez de los conceptos y la propiedad del lenguaje.

Para que los conceptos sean claros, es menester que estén al alcance de los niños y tan adecuados a su
inteligencia, que éstos no puedan menos de captar la verdad, si prestan atención a lo que se les dice.

La claridad del discurso consiste en expresar los conceptos con términos sencillos y en estilo llano; evitar el
uso de locuciones con sentido figurado, rebuscadas, técnicas, etc., es decir, todo lo que pueda complicar las
cosas y provocar un embrollo en las mentes infantiles.

Al dar el catecismo, un hermano empleó unas palabras un poco altisonantes. El padre Champagnat, que le
había oído, le mandó llamar después de la clase y le dijo: «Me ha causado mucha pena la tonta vanidad de
que da prueba en sus instrucciones. ¿Por qué no emplea términos más adecuados para dar a entender lo
que dice? ¿Qué significan para sus alumnos las palabras celestial Sión? ¿No le entenderían mejor si les
dijera cielo o paraíso? Si fuera usted humilde, si tuviera más celo, hablaría llanamente, de modo que le
entendieran los niños más tiernos e ignorantes» (cf. CM 1, 476).

CAPÍTULO XXXVIII

RESPETO SANTO QUE SE DEBE AL NIÑO

I. Qué es el niño, objeto de tal


reverencia

Es la más noble y perfecta de todas


las criaturas visibles; «el más
asombroso milagro de Dios», en
expresión de san Agustín; «una
maravilla», exclama el Sabio.

Es la obra maestra de las manos


divinas. Su dignidad y nobleza son
tales, que Dios mandó a sus ángeles que cuidaran de él, le sirvieran y guardaran en todos sus pasos. El
niño es no sólo obra de las manos de Dios, es imagen y gloria de Dios (1 Co 11, 7); en él está impresa la luz
del rostro de Dios (Sal 4, 7). «Tiene vigor de auténtico fuego, porque su origen es del todo celeste».
Es el lugarteniente de Dios en la tierra, con dominio sobre todas las criaturas visibles: todo ha sido puesto a
sus pies, todo se ha hecho para su servicio. «Es el rey del universo, al que Dios ha coronado de gloria y
honor en lo que se refiere al alma y al cuerpo dice Bossuet dotándole de justicia y rectitud original y
otorgándole la inmortalidad y el imperio del mundo». Para él creó Dios ese mundo, lo conserva y pone en
acción a todas las criaturas. Para su salud, satisfacción y servicio, los cielos despliegan su esplendor y giran
majestuosamente en el firmamento, el sol llena de resplandor el orbe, los astros no cesan de enviar a la
tierra influencias suaves y benignas, los vientos soplan, la humedad se condensa en nubes, la lluvia cae,
corren los ríos, la tierra produce toda clase de plantas, los animales viven y se reproducen; en suma, la
naturaleza entera trabaja para él.

2. El niño está hecho a imagen y semejanza de Dios. Como Dios, es trinidad: es un ser vivo, dotado de
inteligencia, razón y amor; esas cualidades constituyen el fondo de su naturaleza. A semejanza del Padre,
tiene el ser; a semejanza del Hijo, tiene la inteligencia; a semejanza del Espíritu Santo, tiene el amor; a
semejanza del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en el ser, en la inteligencia y en el amor, tiene una sola
felicidad y vida. Nada se le puede quitar, sin quitárselo todo.

Creado a imagen de Dios, posee, para conocer, una inteligencia de capacidad casi infinita. Cuanto más
aprende, más capaz es de aprender: puede abarcar con su inteligencia un mundo entero e imaginar una
infinidad de otros mundos. Conoce las cosas materiales y las del espíritu; las cosas creadas y la esencia de
Dios; todo lo penetra; discurre acerca de todo y, por inducción, infiere las cosas más secretas. Su memoria
es una enciclopedia de un sinfín de conceptos, «cual sala inmensa en la que se contienen cielo, tierra, mar y
cuanto se conoce», dice san Agustín. Su voluntad puede adherirse a toda clase de bienes, incluso al bien
infinito; dicha voluntad es tan noble y magnánima, que ningún bien puede saciarla, a no ser el mismo Dios.
Su libertad es tan absoluta y fuerte, que ni todas las criaturas del mundo la pueden forzar; ni siquiera todos
los ángeles juntos serían capaces de obligarla a abrazar lo que no quiere: sólo Dios tiene dominio sobre
ella.

Digámoslo una vez más: esa criatura sublime que es el niño, lleva en el fondo de su naturaleza, en la
elevación, poder y armonía de sus facultades y en todo su ser, la impronta e imagen de Dios.

3. El niño es hijo de Dios (Rm 8, 16), hijo del Altísimo (Sal 81, 6). Sí, por enclenque, débil y ruin que os
parezca, ese niño no sólo lleva el nombre de hijo de Dios, sino que lo es, y lo es ahora mismo bajo esos
harapos que le cubren. Sí, Dios es su padre y modelo y, como él mismo, lo quiere grande, santo y perfecto.

4. El niño es la conquista y precio de la sangre del divino Salvador; es miembro y hermano de Jesucristo,
templo del Espíritu Santo y objeto de las complacencias del Padre. Es el retrato de Jesús niño, el recuerdo
de su infancia, debilidad, pequeñez y obediencia. Es la criatura agraciada a la que Jesús llama diciendo:
Dejad que los niños se acerquen a mí (Mt 19, 14; Mc 10, 4; Lc 18,16), y en la que halla sus delicias: Son
todas mis delicias el estar con los hijos de los hombres (Pr 8, 31). El niño es el amigo, el predilecto de
Jesús. «Así como los reyes de la tierra dice san Agustín tienen sus favoritos, también Jesús tiene los suyos:
son los niños, a los que acaricia, ama y bendice, interesándose por su educación, porque siente para con
ellos una inclinación y un amor singularísimos.

5. El niño es la esperanza del cielo, el amigo y hermano de los ángeles y de los santos. Es el heredero del
reino celestial y de las palmas eternas. Ese niño humilde ha nacido para ser rey, rey temporal y rey eterno.
Sí, un doble reinado es su destino: si lleva dignamente su corona en la tierra, se le abrirá un día el reino de
los cielos.

6. «El niño es lo más amable y encantador que hay en la tierra, la flor y el adorno del género humano», dice
san Macario. Es la primera edad de la vida, encanto de los ojos, de trato amable y extraordinariamente dócil
para dejarse formar en la observancia de los deberes más sagrados. De corazón puro y sencillo, acepta
confiadamente la religión, porque no tiene oscuros intereses que defender contra ella, y se deja atraer
gustosamente por su voz maternal.

El niño es un alma inocente, cuyo apacible sueño aún no han turbado las pasiones y cuya rectitud aún no
han alterado la mentira ni los engaños del mundo. Es un indecible secreto de beatitud que revela un origen
enteramente celestial: tiene nobleza y dignidad propias, que no se hallan en los hombres corrientes.

El niño es sencillez, candor e inocencia, alegría del presente y esperanza del porvenir.
7. El niño es tu hermano y semejante, hueso de tus huesos (cf. Gn 2, 23), es otro tú. Tiene el mismo Padre
celestial que tú, idéntico fin y destino, tiene la misma esperanza; se le destina a gozar de la misma felicidad.
Es tu compañero de viaje en este destierro temporal; será coheredero tuyo y tu socio en la patria, ¡en el
cielo!

8. El niño es el campo que Dios te ha encargado que cultives: brote tierno, planta débil; pero será un día
árbol frondoso cargado de los frutos de todas las virtudes, que proyectará a lo lejos sombra gloriosa y
benéfica. El niño es un hilillo de agua, fuente que empieza a manar; pero llegará un día a ser río caudaloso
si tú, a imitación del hábil fontanero del que hablan los libros sagrados, procuras encauzar sus aguas dóciles
y nunca toleras que vengan a enturbiar su curso otras corrientes extrañas, impuras y amargas.

El niño es el objeto de tus afanes, fatigas y ejercicios de virtud. Será tu consuelo en la hora de la muerte, tu
defensa ante el Juez divino, tu corona y tu gloria en el cielo.

9. El niño es una bendición del cielo, la esperanza de la tierra, de la que ya es riqueza y tesoro, y un día
será fuerza y gloria; es la esperanza de la patria y de toda la humanidad, que se renuevan y rejuvenecen en
él; es, sobre todo, la esperanza de la familia, pues constituye desde ahora su gozo y sus delicias, y más
adelante será su honor y su gloria.

El niño, en una palabra, es el género humano, la humanidad entera, nada más y nada menos que el
hombre: tiene derecho a la mayor consideración y, a su vez, la debe a los demás. Ya veis lo que es el niño
al que debéis reverencia.

II. Lo que se ha de respetar en el niño.

Ante todo se ha de respetar su inocencia. Pero, ¿cuál es el respeto debido a la inocencia? «El que se
tributa a los santos y a sus reliquias», asegura Massillón. «Nada hay en la tierra sigue diciendo ese obispo
ilustre tan grande ni tan digno de nuestra veneración como la inocencia. Respetemos, en el niño, su
hermosa inocencia, el excelso tesoro de la primera gracia del bautismo que él tiene todavía y que nosotros
hemos perdido. Tributamos culto público a los santos que, tras haber tenido la desgracia de perderla, la
recobraron con su vida penitente. ¿No debiéramos tener la misma veneración para los niños en los que aún
habita ese don de justicia y santidad? Tributémosles una especie de culto, como templos santos en los que
reside la gloria y majestad de Dios, no mancillados aún por el hálito de Satanás. Esos niños son depósitos
sagrados por cuya guarda se ha de velar; merecen tanta estima como las reliquias de los mártires
depositadas en los altares y que atraen los homenajes y veneración de los fieles. Si los mirásemos así, con
los ojos de la fe, no creeríamos rebajarnos al dedicar a esos niños la solicitud y cuidados que reclaman su
edad y sus necesidades, y jamás faltaríamos al respeto que se les debe»..

San Juan Crisóstomo exclama: «¡Oh educador de la juventud!, ¿estás al tanto del miramiento y reverencia
que debes al niño? Consulta la fe: ella te dirá lo que es y lo que le debes. En su frente leerás el sello de la
divina adopción, y tú has de impedir que el pecado lo rompa. En la cabeza y el pecho lleva la impronta y
carácter de hijo de Dios: si se altera, responderás de ello ante Dios. Su corazón es verdadero santuario del
Espíritu Santo, y tú eres el guardián del mismo. En su alma, si la examinas atentamente, descubrirás el
germen y principio de todas las virtudes: te corresponde conseguir que den fruto. A ese niño lo dice
Jesucristo le rodean los ángeles de Dios, encargados de protegerlo., y tú compartes ese oficio. Considera,
pues, cuán digno de tu veneración es ese niño y cuán merecedor de tus desvelos».

Detallemos lo que particularmente nos pide el respeto santo que debemos al niño:

1. Mucha cautela en las palabras, acciones y modales, para no decir nada, no hacer nada que pueda
escandalizar al niño o sugerirle cualquier idea del mal.

2. Extremada vigilancia para alejar de él todo lo que pueda exponerle a perder el preciado tesoro de la
inocencia.

3. Mucho recato y circunspección en nuestras relaciones con él, no permitiéndonos ni tolerándole


familiaridad alguna, ni libertad que desdiga de nuestra profesión y de una estricta modestia.
4. Vigilancia incesante sobre nosotros mismos, para portarnos en todo de tal forma que ofrezcamos al niño,
en nuestra persona, el ejemplo de todas las virtudes y un modelo de conducta que pueda siempre admirar e
imitar.

Preguntó alguien a un santo sacerdote dedicado a la enseñanza:

¿Cómo puede usted permanecer siempre sereno y conservar en todo momento una paciencia, moderación
y modestia que parecen sobrehumanas?

El venerable eclesiástico respondió:

Nunca pierdo de vista el admirable consejo que nos legó la antigüedad: «El niño se merece el mayor
respeto». Antes de dedicarme a la enseñanza agregó repetía con frecuencia para mis adentros: Dios me ve.
Esa máxima saludable que todos los maestros de la vida espiritual señalan como excelente antídoto contra
el pecado, me preservó muchas veces, cuando iba a caer en el abismo. Pero soy tan débil, que ni siquiera
ese pensamiento tan elevado me hacía evitar un sinnúmero de faltas leves. Ahora, desde que me han
confiado la educación de un grupo de muchachos, digo para mí: Estos niños me están viendo. Y el temor
de causarles escándalo me ha hecho como impecable.

Bueno le replicó el amigo, pero esos muchachos no están continuamente con usted.

Naturalmente le respondió, pero el empeño que pongo en cuidarme cuando estoy con ellos, se me ha hecho
habitual. Por otra parte, podemos decir de ellos, en cierto modo, lo que con plena realidad decimos de Dios:
nos ven en medio de las tinieblas, nos oyen cuando creemos estar solos.

III. El horror del escándalo.

Acabamos de ver el respeto que se merece la inocencia del niño. Sabemos que Dios nos confía tan
preciado tesoro y que nos pedirá cuenta de su preservación. ¡Qué amargo pensamiento nos viene ahora a
las mientes! ¡Qué terror, si en vez de ser los custodios de la virtud de niños tan tiernos, fuéramos sus
corruptores!!

¡Escandalizar a un niño! ¡Enseñarle el mal! ¡Qué horror! ¡Es un crimen que clama venganza!!

«Si la demolición de un edificio consagrado a Dios enseña san Juan Crisóstomo es sacrílega impiedad,
mucho más grave es mancillar una alma inocente de la que el Espíritu Santo ha hecho su morada.
Efectivamente, un alma vale infinitamente más que un templo material: por ella murió Jesucristo, no por
unos edificios de piedra».

«Escandalizar a un niño sigue diciendo el santo doctor es un crimen peor que clavarle un puñal en el pecho.
Quien mata a un niño en la cuna, le arrebata la vida del cuerpo, que necesariamente habría de perder un
día; pero tú le arrebatas la vida de la gracia, vida inmortal por su naturaleza. Tras la muerte que el homicida
causa al niño, éste pasa a gozar de una vida eternamente feliz; pero tú entregas el cuerpo y alma del niño a
tormentos sin fin, al fuego inextinguible. Ya lo veo, te hace palidecer el homicidio; teme, pues, el homicidio
espiritual, ya que ciertamente este último crimen es tanto más execrable que el otro, cuanto más excelente
es el alma que el cuerpo».

¡Ay de quien escandalice a uno de estos pequeñuelos! (Mt 18, 6). Fijaos que no dice Jesucristo: Si alguno
escandaliza a un grande de la tierra. ¿Por qué? «Para darnos a entender comenta san Juan Crisóstomo que
el alma del niño le merece mucha más estima por razón de su inocencia; porque escandalizar a un niño es
un mal mucho más grave que escandalizar a un adulto, a causa de la inexperiencia de aquél y de los
funestos resultados que para él se derivan del mal ejemplo» .. Quien escandalizare a uno de estos
parvulillos que creen en mi mejor le sería que le colgasen del cuello una de esas piedras de molino que
mueve un asno, y así fuese sumergido en el profundo del mar (Mt 18, 6 ; Mc 9.42; Lc 17.2).
«Mejor fuera para él dice san Bernardo que no hubiese nacido en la comunidad a la que acaba de
deshonrar y deslustrar; que no hubiese venido a la casa en la que acaba de introducir la abominación y la
desolación; más le valdría que le colgasen del cuello el pesado yugo del mundo y le arrojasen al siglo».

Si alguno escandaliza a uno de los pequeñuelos que creen en mi ¿qué le ocurrirá? Oíd y temblad: Mejor le
sería que le colgasen del cuello una de esas piedras de molino y le arrojasen al mar. Fijaos vuelve a insistir
san Juan Crisóstomo que ese castigo se anuncia sin esperanza de perdón». En efecto, quien es arrojado al
mar, puede salvarse a nado y alcanzar el puerto; pero si está en el fondo del océano, con la enorme piedra
de molino, ¿le quedará algún remedio? Ninguno. Quien escandalizare a uno de estos parvulillos que creen
en mí, mejor le sería que le colgasen del cuello una de esas piedras de molino que mueve un asno y le
arrojasen al mar (Mt 18, 6). «La piedra que mueve un asno según san Gregorio Magno es el símbolo de las
penas y trabajos de la vida presente; el fondo del mar simboliza !a condenación eterna». El corruptor de la
infancia será, pues, desdichado en este mundo y en el otro. ¡Sobre él recae la maldición en el tiempo, sobre
él la maldición eterna!

¡Ay de quien escandalizare a un niño! (Mt 18, 7; Lc 17, 1). Ese pequeñuelo había venido a ti en busca de
protector y guardián de su inocencia, ¡y tú se la has arrebatado y mancillado! Había venido a vuestra
escuela como a puerto seguro, y halló en ella un escollo: ese escollo eres tú; tú, que habías de ser su ángel
custodio, te has convertido en Satanás, en su demonio. Un triste naufragio le ha hecho perder lo mejor que
tenía en el mundo, y ese naufragio tiene lugar en vuestra casa, ¡y tú le has arrebatado ese tesoro! ¿Qué va
a hacer, el pobrecito, tras semejante pérdida, después de tal desgracia? ¿Qué va a ser en adelante? Le has
enseñado el mal: lo hará. Le has iniciado en la voluptuosidad y puesto en la pendiente del vicio: por ella
rodará. Va a cometer docenas, centenares, millares de pecados de pensamiento, palabra y obra. ¿Qué va a
llegar a ser? El corruptor de sus compañeros y de cuantos le rodean. Pues todos esos crímenes se te
habrán de atribuir, porque fuiste su causa primera, su primer origen. ¡Ay!, cuando ingresó en vuestra
escuela, más le hubiera valido entrar en la guarida de un león o de un tigre: dicha fiera le habría desgarrado
en seguida a dentelladas, pero no le habría arrebatado la inocencia. Devorado por ese animal carnicero, no
habría perdido más que una vida frágil y perecedera; pero tú le has desbaratado el cuerpo y el alma, la
gracia divina y la paz de la conciencia, la salvación, ¡el cielo! ¡Oh infame, teme no se abra la tierra bajo tus
pies y te trague vivo!

Si alguno profanare el templo de Dios, perderle ha Dios a él (1 Co 3, 17), dice san Pablo. ¿Habrá templo
más santo y más grato a Dios que el corazón de un niño inocente? «Según la ley del Señor dice san Juan
Crisóstomo al que peca se le aplica la pena de muerte. ¿Qué habrá de hacerse con el que no sólo peca,
sino que induce a otros a pecar y enseña el mal a un niño inocente, al que debe edificar y formar en la
virtud, y cuya custodia se le ha encomendado? ¡Escandalizar a un niño, arrebatarle la inocencia! ¡¡Dios mío,
qué crimen!!

Cierta dama de Roma había vestido a su hijo de una manera mundana, y se le impuso por ello un severo
castigo, si bien no había hecho más que, aun sintiéndolo, obedecer a su marido; intentaba éste que el niño
se aficionara a las vanidades del mundo, para hacerle desistir del propósito de consagrarse a Dios. La
noche siguiente se apareció un ángel a aquella madre culpable y le dijo: «¿Cómo te has atrevido a obedecer
a tu marido antes que a Dios? ¿Cómo has tenido la osadía de poner una mano profana en un niño
consagrado al Señor? Esa mano criminal va ahora mismo a quedar seca para que, por la severidad del
castigo, comprendas toda la gravedad de tu culpa. Y, si reincides en semejante falta, dentro de cinco meses
presenciarás la muerte de tu marido y de tus hijos, y tú misma serás arrastrada al infierno». Todo ocurrió
como le había dicho el ángel. Por la muerte súbita de aquella mujer se comprendió que había esperado
excesivamente para hacer penitencia y reparación.

San Jerónimo, que narra esa historia, concluye: «Así castiga Dios a quien profana su templo». Y si Dios
inflige tan terrible castigo a una madre por haber vestido al hijo con ostentación, ¿qué hará con el educador
que pervierta a sus alumnos?

Se refiere también que un hombre mató a un niño, y la conciencia no le dejaba un momento de reposo al
criminal. De día, de noche, a cualquier parte que fuera, le parecía oír la voz del niño asesinado, que
incesantemente le repetía: «¿Por qué me mataste?» Aquel grito se le convirtió en tormento atroz,
insoportable. Fue, pues, a declarar su crimen al juez y rogarle que se le condujera al cadalso.

Y el educador que haya escandalizado a un niño, ¿podrá soportar el recuerdo de su crimen? ¡No oirá
continuamente, en lo más hondo del corazón, la voz del desgraciado niño, que le gritará toda la vida y toda
la eternidad: «¿Por qué me mataste? ¿Por qué me arrebataste la inocencia con la que habría merecido el
cielo? ¿Por qué entregaste mi alma a Satanás? ¿Por qué me has arrojado a este abismo espantoso? ¡Ay de
ti! ¡Mal hayas, mal hayas toda la eternidad, por haberme corrompido!»

CAPÍTULO XXXIX
INSTRUCCIÓN SOBRE LA DISCIPLINA

Un jueves salimos de excursión por los montes del Pilat. Tras


haber habla. do de muy distintos temas, los hermanos más
formales se pusieron a discutir sobre los medios de atraer a los
niños a la escuela y aficionarlos al estudio.

Lo que mejor resultado me da afirmó uno son las


recompensas. Con un punto bueno, una estampa, una remisión,
consigo lo que quiero de los niños y me comprometería a
llevarlos al cabo del mundo.

Pues a mí continuó otro la emulación me parece el medio


más adecuado: en cuanto se logra establecerla, ya no les
cuesta nada el trabajo a los niños, el estudio les resulta ameno y
se entregan gustosos a él.

Yo opino añadió el tercero que las dotes del profesor y su


abnegación valen más que todo eso.

Pues yo creo hubo quien replicó que para atraer a los niños a la escuela, no hay nada tan bueno como las
hermosas muestras de caligrafía y los diseños lindamente perfilados.

Entonces, el venerado padre, que había estado escuchando la discusión, nos dijo:

Todos esos recursos son buenos, pero no bastan, ni aun empleándolos todos a la vez, si no están
sostenidos y reforzados por una disciplina a la vez recia y paternal.

Algunos de vosotros no tenéis el debido aprecio de la disciplina, ni comprendéis bien su dignidad e


importancia. Es más, hay quien se imagina que aleja de la escuela a los niños, cuando es lo contrario: la
experiencia está demostrando cada día que un centro escolar en el que reina un orden perfecto, gusta a los
niños y se gana el aprecio de los padres. Es natural: el orden agrada a todo el mundo, y a nadie agrada el
desorden. Los niños están contentos y se hallan a gusto en una escuela donde hay disciplina, mientras
sufren y aborrecen el estudio en una clase desordenada. En las aulas, la carencia de disciplina es igual que
la pasión dominante en las personas: origen de todos los males, causa directa o indirecta de todas las faltas
que se cometen. La falta de disciplina compromete o, más bien, desbarata todos los demás medios de
conquistar a los niños para Dios y atraerlos a la escuela.

La disciplina, en mi opinión, es tan necesaria que, sin ella, no hay instrucción ni educación posibles. Por eso
Platón, aun siendo pagano, llegó a decir que toda la fuerza y el éxito de la educación estriban en una
disciplina bien ordenada.

Expongamos ahora brevemente los felices resultados de la disciplina:


1. Es gloria y prez de un centro de educación y le atrae alumnos. La gente se deja cautivar fácilmente
por las cosas exteriores, y juzga de la educación de una escuela por la disciplina que en ella observa. Una
disciplina vigorosa llama la atención y gusta a todo el mundo, gana la estima y confianza del público, y basta
a menudo ella sola para dar fama a la escuela y atraerle alumnos.

2. Es prenda de instrucción sólida y adelanto, pues guarda las buenas costumbres de los niños y
mantiene el orden y silencio en el aula; es acicate de la pereza por medio de la emulación que establece y el
cuidado que pone en no permitir a ningún alumno el eludir los deberes comunes, y en asegurar el buen
empleo del tiempo. La clase disciplinada y fiel al horario establecido es siempre una clase diligente, un
plantel de alumnos ejemplares

3. Fomenta la piedad de los alumnos. Con tal fin vela por el cumplimiento de los deberes religiosos, exige
que los niños estén con reverencia y recato durante la oración, que contesten clara y devotamente; destierra
cualquier palabra o acto que pueda ofender a la fe, debilitar el respeto debido a la religión y la fidelidad a las
prácticas de devoción cristiana.

4. Conserva la honestidad de los alumnos y, por ende, su salud corporal; al ejercer sobre ellos vigilancia
continua y no dejarlos nunca solos, los preserva de las malas compañías, de la pereza, y los mantiene
siempre ocupados.

5. Inspira a los niños buen espíritu, porque les hace reverenciar a los educadores, luchar contra los
defectos y pasiones, y les infunde docilidad, confianza, amor recíproco y todas las virtudes que acompañan
al espíritu de familia.

6. Previene las faltas de los alumnos y ahorra castigos. Cuanta más disciplina hay en un aula, menos
penitencias hay que imponer a los niños. Los maestros más flojos de carácter y los que no quieren
molestarse en mantener el orden mediante la vigilancia, la asiduidad y exacto cumplimiento de las normas
reglamentarias, son los que maltratan a los niños.

7. Da temple a la voluntad del niño, y fuerza para resistir al mal y luchar contra las inclinaciones torcidas;
le dispone para la práctica de la virtud, logra que adquiera el hábito de cumplir con el deber y le infunde
docilidad a las inspiraciones de la gracia. ¿Cuál es la causa de que, hoy día, la mayor parte de los hombres
sean volubles, sensuales, no sepan negarse nada ni puedan tolerar nada que contraríe a la naturaleza? Es
que les han educado sin disciplina, no les han enseñado a obedecer, a gobernarse, a imponerse algo de
violencia y combatir las malas inclinaciones. Mantener al niño bajo una disciplina a la vez vigorosa y
paternal, acostumbrarle a obedecer, es prestarle el mejor servicio.

8. Protege la salud del maestro. En un aula disciplinada, los alumnos escuchan con atención y el maestro
ahorra el tener que repetir muchas veces las mismas explicaciones y esforzar la voz, saliendo así muy
favorecidos los pulmones. En una clase debidamente disciplinada, el orden, la calma, la paz y el buen
espíritu que allí reinan, aseguran al maestro una serenidad ideal, preservándole de enfados y distintas
penas morales que le agotan las fuerzas y la salud. En una palabra, en la clase disciplinada, los enojos son
cien veces menores, y los consuelos cien veces mayores que en la clase desordenada. No es difícil, pues,
comprender que la disciplina ahorra fuerzas al maestro y le protege la salud.

Vengamos ahora a los medios para alcanzar esa disciplina vigorosa y paternal que da resultados tan felices.

La disciplina paternal y religiosa sin la cual no pueden darse la educación de la voluntad ni el desarrollo de
las facultades del niño es fruto de la autoridad moral.

Hay dos clases de autoridad: la autoridad de derecho y la moral.

La primera es la que el cargo confiere. No se precisa más para obtener disciplina y formar cuadros militares,
pero es incapaz de formar cristianos. Son tres las atribuciones de esta autoridad: dar órdenes, castigar y
premiar. Ahora bien, en una escuela no se trata de dominar a los niños por la fuerza, sino de formarlos en la
virtud y someterlos al deber mediante el sentimiento religioso y el freno de la conciencia. Aquí, la autoridad
de derecho con sus tres atribuciones de mandato, castigo y premio, no es más que un medio muy
secundario de conseguir disciplina. Y si se hace uso indebido de dicha autoridad, es decir, si uno se sirve de
ella sin reflexión, de modo imprudente y con rigor excesivo, irrita a los alumnos, les infunde mal espíritu e
introduce en el aula malestar y desorden.

La autoridad moral, la que de veras educa al niño, es la influencia que el maestro ejerce sobre los alumnos
por su virtud, capacitación, conducta ejemplar y gobierno prudente. Esta autoridad se atrae el respeto,
estima, confianza, amor, agradecimiento, sumisión, temor de disgustar y deseo de complacer al maestro.

¿Cómo se adquiere?

1. Con virtud y conducta ejemplar.

2. Con la aptitud profesional y la entrega a la instrucción de los niños. Ciro el Joven preguntó a su abuelo
Artajerjes, de qué medios podría valerse para someter a los pueblos y ganarse su estima y cariño.
«Demuéstrales siempre le contestó que eres el hombre más virtuoso e idóneo: entonces los pueblos se te
han de someter sin dificultad».

3. Actuando con la razón, el buen criterio y el sentido práctico. Virtud, razón e idoneidad empuñan el cetro
del mundo y señorean en todas partes; nadie se niega a someterse a su imperio; por eso dijo un autor
antiguo: «Siempre es el hombre más virtuoso y razonable el que gobierna; impone la ley sin pretenderlo;
todos aceptan su opinión y se rinden a su autoridad sin darse cuenta».

4. Mediante la seriedad, la modestia, la moderación y el recato en las relaciones con los alumnos, y el
empeño en respetarlos y hacerse respetar de ellos.

5. Velando por que no asomen los propios defectos, faltas, imperfecciones e incapacidad.

6. Con el uso muy moderado de castigos y premios, y el esmero en evitar cualquier acto de rudeza o de
severidad excesiva.

7. Con un modo de obrar tan prudente y atinado, que jamás dé pie a los niños para criticar con razón al
maestro.

Así es como se adquiere autoridad moral. Solamente ella educa, sólo ella puede lograr que los niños lleguen
a ser caballeros cristianos.

No hay suficiente autoridad moral cuando el maestro no consigue el respeto, la docilidad y el cariño de los
alumnos. Es indudablemente floja, cuando los alumnos no tienen la convicción de que el maestro es hombre
virtuoso, idóneo y razonable, y de que les quiere con amor de padre.

Otra señal de autoridad muy floja es la falta de respeto para con los monitores o sustitutos ocasionales del
maestro, la carencia de disciplina cuando falta el maestro. Si veis que, en cuanto éste se ausenta, se altera
el orden, es que no tiene autoridad moral sobre los alumnos y los domina únicamente por la fuerza material.
En un aula semejante no hay educación posible. El maestro desempeña en ella el papel de un guardia civil.

CAPÍTULO XL
LA VIGILANCIA. OBJETO Y NORMAS
DE LA MISMA

/. Cuatro máximas del Padre Champagnat

1. El hermano es el ángel custodio de sus


alumnos.
La inocencia es el primero de todos los bienes y el más preciado de todos los dones. En la estima de Dios,
un niño que no ha perdido la inocencia bautismal, vale más que todos los reinos de este mundo. Pero a esta
delicada inocencia la cercan enemigos que han jurado su ruina, y el niño ignora cuánto vale su preciosa
virtud: la lleva en vaso frágil (2 Co 4, 7), sin conocer los peligros que corre ni los lazos que le tienden por
todas partes para hacerle caer y arrancarle su tesoro.

Pues bien, no siendo el niño capaz de conservar por sí solo ese bien de valor infinito, Dios ha confiado su
custodia al educador cristiano y se lo ha entregado en depósito, para que lo guarde y defienda. Te he
puesto a ti por centinela de la casa de Israel (Ez 33, 7), es decir, en el grupo de niños que tienes misión de
educar. Al comentar este pasaje, san Juan Crisóstomo dice: «Igual que se coloca al centinela en la atalaya
para observar de lejos los movimientos del enemigo y evitar que sorprendan al ejército que acampa en la
llanura, así a los encargados de la guardia e instrucción de los niños, se les comisiona, por encima de todo,
para vigilar atentamente las maniobras del enemigo, para alejar de ellos los lazos y peligros que les tiende
el demonio con el fin de hacerles caer en sus redes». «El maestro asegura Rollin es el ángel custodio de los
niños y, mientras estén bajo su dirección, no puede dejar un solo instante de responder de su conducta».

«De cada uno de vosotros agrega el beato de la Salle al dirigirse a sus hermanos puede afirmarse que es
obispo, a saber, celador de la grey que el Señor le ha confiado; por consiguiente, tiene estricta obligación de
velar por todos los que la forman».

Un hermano debe tenerse por alcaide de un alcázar asediado por el enemigo, y que no se concede un
momento de reposo por miedo a que se lo tomen; o timonel que no para de alzar la vista a las estrellas para
seguir el rumbo, y bajarla hacia el mar para descubrir los posibles escollos en los que la nave ¡ay! podría dar
al través y zozobrar; o también, pastor que no puede permitirse el menor descuido mientras una manada de
lobos acecha al rebaño, y que toma todas las precauciones para apartar a las ovejas de pastaderos
peligrosos. Puede incluso aprender del enemigo, al ver lo que brega el demonio, cuya vigilancia es tan
funesta como útil resulta la del educador. El enemigo de la salvación no pierde de vista a esos tiernos niños;
les sigue a todas partes, no cesa de atisbar las ocasiones de sorprenderlos. ¿Tendrá un religioso menos
celo para la salvación de estos muchachos, que el desplegado por ese monstruo para su perdición? ¿Podrá
vivir tranquilo, mientras el león rugiente anda girando a su alrededor para devorar a unas almas puestas en
sus manos por descuido culpable?

2. Dios pedirá al educador cuenta de los niños que le ha confiado.

La vigilancia es una de las cosas más importantes en la educación de los niños. Es uno de los deberes más
imperiosos del maestro, obligación cuyo descuido puede acarrear las consecuencias más funestas: los que
se desentienden de ella, se exponen a los castigos más terribles.

«Si la falta de vigilancia enseña Rollin da al enemigo, que anda siempre girando alrededor de los niños,
ocasión de arrebatarles el tesoro precioso de la inocencia, ¿qué podrá contestar el maestro, cuando Cristo
le pida cuenta de esas almas y le eche en cara el haber velado menos por guardarlas que el demonio por
perderlas?. Te pediré cuenta de su sangre (Ez 33, 8) dice el Señor, de las almas que has dejado perecer. Y
por el mismo profeta nos avisa: Si el centinela viere venirla espada y no sonare la bocina, y el pueblo no se
pusiere en salvo, y llegare la espada y quitare la vida a alguno de ellos, este tal verdaderamente por su
pecado padece la muerte, mas yo demandaré la sangre de él al centinela (Ez 33, 6). Al confiar un niño al
maestro, Dios le dice lo que Jacob a sus hijos cuando dejó en sus manos a Benjamín: «Juradme que
responderéis de este muchacho; os pediré cuenta de él y, si no me lo devolvéis sano y salvo, consentís en
que jamás os perdone tal falta».

«Vuestros niños dice san Juan Crisóstomo son el depósito que se os confía; daréis cuenta de ellos a Dios;
velad solícitos sobre su conducta, sus pasos, compañías, amistades, y no esperéis perdón de Dios, si no
cumplís ese deber».

3. La vigilancia ha de ser una de las primeras cualidades del religioso educador.


El sentido de la vigilancia, atención y exactitud han de ser notas características del educador. «Entre las
virtudes de un buen maestro dice Rollin la vigilancia y la solicitud son primordiales; nunca las extremará
demasiado, con tal de que las ejerza sin estrechez ni afectación».

No debe el hermano reducir a la clase la vigilancia de los alumnos; con ojo avizor ha de seguirlos a todas
partes: fuera, dentro, en el recreo, en clase, en las calles, en la iglesia, de día y de noche. La vigilancia de
un buen maestro jamás dormita y, por temor de que el demonio arrebate a esos niños tan estimados el
tesoro de la inocencia, vela sobre ellos en todo tiempo y lugar. Sabe que, mientras dormían los criados del
agricultor, llegó su enemigo y sembró la cizaña que había de ahogar al buen trigo. Sabe que Sansón cayó
en manos de los filisteos porque Dalila consiguió adormecerle para entregárselo. Sabe que, si duermen los
pastores, se alegran los lobos, «y entonces como dice san Ambrosio es cuando el taimado tentador hace
alguna de las suyas, al amparo de la incauta seguridad del custodio».. Sabe que el demonio, cual león
rugiente, anda siempre girando alrededor de los niños para devorarlos. y que, para corromperlos, tan sólo
espera el primer momento de descuido por parte del pastor. Sabe que el niño es crédulo, confiado, sensible,
blando, de máxima plasticidad para recibir toda clase de impresiones, presa fácil de cualquier seducción;
por consiguiente, que necesita continua vigilancia y dirección; le sigue, pues, y le endereza por el camino
del bien. Sabe que el tiempo de las recreaciones en una escuela en que hay niños que vigilar, no es tiempo
en que sea lícito entregarse a la ociosidad o a la diversión, sino que entonces ha de ejercer mayor celo y
actividad. Y así, aunque no aparente observar, se da cuenta de todo: palabras inconvenientes o groseras,
relaciones peligrosas o demasiado íntimas, señas equívocas, evasiones furtivas, coloquios prolongados,
molicie en los juegos; en una palabra, todo lo que pueda ofender a la honestidad. Ve todos esos peligros y
muchos más, y permanece sin cesar entre los niños para ponerlos en guardia contra esos lazos y
hacérselos evitar.

Tal vigilancia ha de abarcar a todos los alumnos, todos sus sentidos y acciones, de modo que aleje hasta la
idea del mal por la imposibilidad de realizarlo. Decía el Señor a santa Magdalena de Pazzi: «Procura,
conforme a tu empeño y la gracia que yo te dé, tener tantos ojos cuantas sean las almas que se te
confíen».. Ocurre igual con cada religioso educador; ha de tener tantos ojos como alumnos, para no olvidar
a uno solo, para que ninguno quede entregado a su capricho, y para que los actos, las palabras y hasta los
pensamientos de todos los niños puestos bajo su custodia, se le revelen como por influencia misteriosa.

4. Sin dicha vigilancia es imposible preservar las buenas costumbres de los niños.

«La juventud es fogosa», dice san Juan Crisóstomo. Nunca se tomarán excesivas precauciones ni se le
aplicará demasiado apoyo y vigilancia para defenderla contra su propia fogosidad. Si deseáis que conserve
la inocencia, no escatiméis avisos, reproches ni principio alguno de autoridad de que podáis serviros.

Por muy buenas prendas y óptimas disposiciones de que estén dotados vuestros alumnos, vigiladlos día y
noche, no les dejéis hacer lo que quieran; de lo contrario, no esperéis conservarlos puros.

En efecto, el vino más generoso, si no se le adereza, se avinagra; los frutos más exquisitos degeneran en
cuanto se deja de cultivar y escamondar el árbol; el rebaño de pelo más lucido empieza a adelgazar en
cuanto le falta la solícita vigilancia del pastor. Sin cuidados asiduos no esperéis conservar el corazón del
niño en la inocencia, virtud tan preciosa y delicada, tan importante para su dicha no sólo eterna, sino aun
temporal; tan necesaria para su progreso en la piedad, en los estudios, e incluso para su salud y su vida.

Sin vigilancia asidua, el niño ha de adquirir, sin que lo advirtáis, la ciencia del mal; ciencia que, cual hálito
pestilente emanado del infierno, abrasa y devora la flor de la pureza en el momento mismo en que se abre
el capullo; ciencia que corrompe y degrada el carácter mejor dotado; ciencia que hace contraer hábitos
deplorables, que tal vez el niño nunca sea capaz de corregir; ciencia que, ya desde la flor de la edad,
prepara todos los excesos del libertinaje y el desenfreno, para acabar en vejez roída de achaques y muerte
bochornosa. Ahora bien, ¿qué se precisa para arruinar esa hermosa inocencia y acarrear tantas desdichas?
Tan sólo un instante de descuido. Basta una chispa para causar tal incendio, y el corazón del hombre
prende como la pólvora. Una mirada bastó para hacer de David un adúltero y un asesino. Una conversación,
un paso imprudente, una intimidad sospechosa, una salida del aula, un momento de ausencia de un recreo
durante el cual los niños han quedado solos, abandonados a su albedrío: tales son, demasiado a menudo,
las primeras y únicas causas de la ruina de muchos jóvenes.
//. A qué ha de aplicarse particularmente la vigilancia.

El fin principal de la vigilancia es apartar del niño todo lo que pueda entorpecer su educación; prevenir las
faltas alejando las ocasiones en que pudiera verse arrastrado a cometerlas, impedir que prenda en él el
fuego de las pasiones quitándole cuanto pudiera darles pábulo, cerrar la entrada en su mente a los
pensamientos peligrosos alejando de él cuanto pudiera sugerírselos.

Pero particularmente se han de vigilar:

1. Las amistades.

«Las amistades aviesas son el origen más natural y la causa más corriente de la corrupción», afirma el
cardenal de la Lucerna.

La intimidad excesiva de dos muchachos, especialmente si hay entre ellos cierta diferencia de edad y
ninguno de los dos es muy virtuoso; el empeño en andar uno tras otro y colocarse juntos en clase o fuera de
ella, en lugares alejados de la inspección del maestro; sus gestos y ademanes en la conversación, una
sonrisa, un guiño, una inmodestia apenas perceptible, son otros tantos indicios de que pudiera haber entre
ellos algo turbio. En semejantes casos, sin manifestarles lo que se sospecha, se les aconsejará que
prescindan de esas familiaridades y observen más recato. Por la actitud con que reciban la advertencia y la
pongan en práctica, se podrá ver lo que llevan dentro. Hay que seguir vigilándolos sin perderlos de vista un
instante.

Para impedir que se traben esas amistades, o para acabar con ellas, procuren los hermanos hacer cambiar
de puesto con frecuencia a los alumnos y mantener dispersos en las aulas, dormitorio, capilla o iglesia a los
muchachos de la misma región, barrio o calle, y a los propensos a esa clase de intimidad. Cuiden también
de que en recreos y salidas no se junten demasiado dichos colegiales; echen mano, para ello, de cautelas o
razones plausibles para mantenerlos separados y lograr que anden y jueguen con otros.

2. Los modales.

Los modales manifiestan de ordinario lo que son las personas. Un muchacho sorprendido a menudo en
postura sospechosa, particularmente si por ello se sonroja y adopta en el acto una actitud correcta, ha de
ser reprendido y hay que seguirle muy de cerca. Póngase mucho empeño en que los niños adquieran el
hábito de la actitud correcta y de los modales urbanos y decentes. Se les han de explicar las normas del
recato y acostumbrarles a ponerlas en práctica.

En clase habrán de mantener el cuerpo recto, no doblado, con las manos encima de la mesa y los pies casi
juntos. En los recreos y salidas hay que exigirles que vistan siempre con decencia, que no lleven las manos
metidas en los bolsillos del pantalón y que sus prendas de vestir estén convenientemente abotonadas.
Cualquier actitud que se aparte de estas normas y otras que se hayan dado y han de recordarse con
frecuencia, cualquier gesto o indicio de pasión ha de ser reprimido e incluso castigado.

3. Los alumnos aviesos.

Las enfermedades contagiosas se propagan por la comunicación. Un solo muchacho vicioso, cual fermento
putrefacto, puede corromper una clase, todo un centro escolar: es epidemia que cunde rápidamente y lleva
la infección y la muerte a cuantos se le acercan. ¡Ay!, ¡a cuántos niños de buena índole, dotados de
inclinación a la virtud, pertrechados con principios religiosos adquiridos en la familia o en la escuela, se les
ha visto perder todo eso por haberse arrimado a un compañero vicioso y corruptor!.. Por tal razón, es norma
de inspección importantísima, no tolerar de ningún modo y nunca, en un centro de educación, a un alumno
que pueda pervertir a los demás. En esos casos siempre se ha de expulsar al alumno peligroso e
incorregible.

Para convencerse de ello, basta cambiar el punto de aplicación y preguntar si se dejaría entre los demás
niños a uno atacado por cualquier enfermedad contagiosa. ¿Es tal vez menos peligroso el contagio de los
vicios y tiene consecuencias menos graves? ¿Puede un educador religioso acallar la conciencia alejando el
pensamiento, tan espantoso como exacto, de que Dios le pedirá un día cuenta de todas las almas que se
hayan perdido en su escuela porque, dejándose llevar de miras interesadas, de excesiva complacencia o
flojedad, no arrojó de ella a los corruptores?

«No toleréis dice mosén de la Salle a los libertinos entre vuestros colegiales; es menester que la virtud y las
buenas costumbres sean el patrimonio de todos vuestros alumnos, si deseáis que os bendiga Dios nuestro
Señor y os otorgue la prosperidad de la escuela».

4. Las palabras, las preferencias, las inclinaciones.

Jesús en persona nos avisa: De la abundancia del corazón habla la boca (Mt 12, 34). Un alumno de corazón
corrompido no dejará de revelar algo en sus palabras, y el maestro vigilante, que todo lo oye y pesa, que se
da cuenta de todo, verá pronto quiénes necesitan vigilancia especial a ese respecto. Se ha de castigar
severamente cualquier palabra equívoca, indecente o demasiado libre.

El niño propenso a la molicie, a lecturas frívolas o peligrosas, a la gula, a prontos de arrebato y cólera, ha de
ser objeto de estrecha vigilancia: semejantes tendencias anuncian costumbres más que sospechosas.
Dígase igual de los que andan en busca de perifollos y no cesan de contemplarse en el espejo, ostentando
una cabellera relamida. Cuenta monseñor Dupanloup que un hombre de mucha experiencia le decía: «Un
colegial que empieza a peinarse con afectación y cuida la corbata, se está volviendo, con toda seguridad,
mal estudiante, y en la mayoría de los casos, su honestidad empieza a decaer».

Los niños disimulados, taciturnos, a los que no les gusta jugar, que se retraen y andan de acá para allá
cuchicheando, huyendo siempre de la presencia del maestro, son por lo general muchachos corrompidos; si
no se toman precauciones, pronto llegan a ser la peste de un centro de educación. Esa clase de alumnos ha
de ser objeto de singular vigilancia; sin ésta, sus bajos instintos se desarrollarán velozmente y sus vicios se
propagarán como un incendio.

5. Todo lo que pueda representar un peligro para la virtud de los alumnos.

La inocencia es flor que sólo vive de precauciones. Para conservarla en los niños, es menester que vuestra
asidua vigilancia levante a su alrededor una especie de muralla que impida llegue hasta ellos nada que
pueda mancillar su pureza, que los aleje de cuantas ocasiones puedan serles nocivas. El remedio más
eficaz, el único seguro contra las tentaciones debéis de saberlo por experiencia personal es alejarse de
ellas. De nada servirá a los alumnos aconsejarles que sean buenos y huyan del pecado, si les facilitáis las
ocasiones de verlo y cometerlo. Para mantener a régimen al convaleciente hambriento, no se le arrima a
una mesa opíparamente servida; ni se derriba la tapia de un huerto para poner un simple aviso: «No robar».
Debéis, por consiguiente:

• Alejar de la mente de los niños cualquier idea impúdica, todo lo que pueda sugerirles el pecado o
causarles una impresión perturbadora.

• Velar sobre ellos tan solícitamente, que sin cesar estéis al tanto de lo que hacen, dicen, quieren y
desean.

• Registrar de vez en cuando los anaqueles, pupitres, baúles y demás muebles o lugares donde
guardan los enseres, para ver si no hay en ellos libros perniciosos, canciones, grabados u otros objetos
nocivos para las buenas costumbres. El muchacho sorprendido en la ocultación de tales objetos, ha de ser
castigado e incluso despedido, si reincide y anda prestándolos y propagándolos entre los compañeros.

• Evitar, cuando se les lleva de paseo, el tránsito por lugares en que estén expuestos a ver escenas y
oír palabras que puedan escandalizarlos o sugerirles la idea del mal.

6. El propio educador ha de velar sobre sí mismo, para guardar:

• Singular reserva en las palabras, con el fin de evitar cualquier dicho no sólo inmoral, sino aun
atrevido o imprudente.
• Gran recato en todas las acciones, gestos y modales, de manera que nada pueda lastimar la más
estricta modestia.

• Continua atención para portarse de modo que todo en él edifique sirva de ejemplo de virtud para los
niños.

• Puntualidad para entrar en clase a la hora exacta y estar siempre con los alumnos en el recreo y
doquiera se necesite vigilancia.

No se puede negar que una vigilancia tan minuciosa y continua es penosa; pero es absolutamente
indispensable; si no se mantienen bien cerrados, con atenta solicitud, todos los portillos por donde pueda
penetrar el contagio del vicio, la serpiente se colará por un resquicio insospechado. ¡Cuántos niños, ¡ay!, se
han echado a perder por descuido en la vigilancia!

Ésta no concierne sólo al encargado de ese oficio. Es labor de todos los hermanos; nadie puede, en
conciencia, desentenderse por completo de tal cometido, fiado del vigilante principal; todos han de ayudarse
mutuamente, todos han de hacerse cargo de la conducta de todos los alumnos, sea cual fuere el curso al
que pertenezcan. Cualquier hermano que permite se cometa el mal, por descuido en la vigilancia y por no
reprender a los que sorprende en falta, se hace reo de ese mal; en el día del juicio responderá ante Dios de
los pecados que dejó se cometieran y de las faltas toleradas, aunque los niños no fueran de su clase.

Nada, pues, podrá dispensar a un hermano de la vigilancia de los niños: si la descuida, ha de declarar en la
confesión esa falta, que puede a veces ser grave.

///. Normas para una vigilancia eficaz.

1. La vigilancia es una de las dotes fundamentales del educador de la juventud. Ha de extenderse a toda la
clase, a cuanto en ella ocurra y a cada alumno en particular.

2. La atención del hermano jamás debe dejarse absorber exclusivamente por un objeto, o por el ejercicio
que se esté realizando. Así pues, al explicar una lección o corregir una tarea, o en cualquier otro caso, ha de
prestar atención general a toda la clase, para dirigir y regular cuanto en ella se hace, para guardar el orden y
la disciplina, manteniendo a cada uno en la debida ocupación. Quien no sea capaz de ejercer
simultáneamente esa doble atención, la general sobre el conjunto de la clase y la particular aplicada a cada
ejercicio que en ella se está realizando, y se deje absorber por un objeto único, no es apto para la
enseñanza: es de temer que en su aula se cometan muchos actos reprensibles de los que nunca va a
enterarse.

3. Durante la clase, el hermano permanecerá todo el tiempo en la cátedra, salvo durante la lección de
caligrafía y pocos casos más. Es la única manera de dominar siempre a los niños con la vista y darse
cuenta de lo que hacen. Pasear de arriba abajo por el aula es una imprudencia que acarrea graves
inconvenientes: sabido es que los muchachos aprovechan el momento en que el maestro no les ve porque
les ha dado la espalda, para disiparse, hablar, hacerse guiños y otros gestos, desordenarse y malearse
mutuamente.

4. No saldrá del aula sin grave necesidad y, en este caso, nombrará siempre a un sustituto capaz de
mantener el orden, procurando estar de vuelta cuanto antes. Quien, por menos de nada, sale del aula para
tratar con los padres de los alumnos o por cualquier otra razón, puede estar seguro de que abandona a los
niños y abre la puerta para que entre el demonio y les lleve el contagio de los vicios.

5. Nunca ha de olvidar que en clase está exclusivamente para provecho de los niños y que ha de consagrar
todo ese tiempo a su instrucción y educación. Por consiguiente, jamás debe ocuparse de sí mismo ni
entregarse a labor alguna que pueda desviarle la atención debida a los alumnos o impedirle ver por sus
propios ojos lo que ocurre en la clase.

6. No pierda de vista a los niños puestos en corro para dar las lecciones de memoria, o frente al encerado
para la aritmética, o también delante de los mapas; oblíguelos a permanecer con los brazos cruzados o a
sostener el libro con ambas manos y no salirse de su sitio. Ponerse en medio de un corro para tomar las
lecciones o entregarse tan de lleno a una demostración aritmética, que se pierda de vista al conjunto de los
alumnos, es ser imprudente y dar lugar al enemigo de la salvación para que tienda lazos a la inocencia.

7. Redoble la atención sobre toda la clase y cada niño en particular durante las distintas evoluciones y
cambios de ejercicios. Para no distraerse en esos momentos, procure no hablar con nadie ni ocuparse de
nada extraño al ejercicio que se va a realizar.

8. Exija que los niños permanezcan sentados en su puesto y no les deje salir de él sin permiso.

9. Manténgalos ocupados constantemente: es la única manera de conseguir silencio, orden y disciplina, y de


preservarlos del mal.

10. Ponga el mayor empeño en que los alumnos regresen a casa ordenadamente, de dos en dos, y que no
se detengan en las calles. Es un punto de suma importancia: de sobra se sabe que al ir a la escuela o al
regresar a casa es cuando los muchachos se pervierten y se contagian unos a otros.

11. Cada grupo formado tenga un monitor que apunte qué alumnos se han apartado del deber, y el hermano
pídale diariamente cuenta de la conducta de cada uno. «Los religiosos y clérigos prescriben las actas de los
concilios de Tours y de Toledo encargados de la educación de los niños, cuidarán de que estén en el mismo
albergue y duerman en locales comunes, sin que el rector o el maestro les deje solos ni un instante».

12. Conforme a esas sabias prescripciones conciliares, no se dejará nunca solos a los niños internos: de
día, de noche, en clase, en el recreo, en el comedor, en el dormitorio o la ropería, en cualquier parte ha de
haber por lo menos un hermano que les acompañe, vigile y dirija.

13. Durante los recreos, el hermano vigilante estará siempre con los niños; pero no se pondrá a jugar con
ellos ni a conversar con un grupo aparte o con los demás hermanos: ha de ocuparse exclusivamente de la
vigilancia. Ponga empeño en no distraerse ni entregarse a trabajo alguno que pueda desviarle la atención
que reclama el comportamiento de los muchachos.

14. Aguce el ingenio para colocarse de modo que domine con la vista a todos los niños: observarlos,
escuchar lo que dicen, ver lo que hacen, mantenerlos juntos, lograr que jueguen, impedir que se manchen o
rasguen los vestidos, que riñan o se causen molestias de cualquier género, ésa ha de ser la ocupación del
vigilante durante los recreos.

15. En los tránsitos y corredores, al ir a clase o al dormitorio, en las calles al ir a misa o cuando van de
paseo, nunca dejará a los niños detrás de sí; oblíguelos, por el contrario, a ir delante. No se ponga
exactamente detrás de ellos, sino un poco de lado, para dominar toda la formación y darse más fácilmente
cuenta de quiénes perturban el orden, interrumpen las filas o se apartan de ellas.

16. Bueno será proporcionar a los niños varias clases de juegos para satisfacer diversos gustos, pero no se
tolere juego lucrativo alguno, ni diversión que pueda encerrar peligro para las buenas costumbres o que
exija ejercicios tan violentos que comprometan la salud de los muchachos.

17. Jugar es la ocupación más útil de los niños durante los recreos; hay que lograr, pues, que todos
jueguen; para ello, déseles plena libertad de elegir los juegos que prefieran de entre los permitidos. No se
tolere, durante los recreos, la formación de grupos que pasen el tiempo charlando, discutiendo, o menos
aún, que dos o tres anden buscando el conversar aparte.

18. Obsérvese la norma de que los mayores jueguen con los mayores y los pequeños con los pequeños. Al
ir a la iglesia o salir al campo, vayan siempre juntos los mayores, y los pequeños también.

19. A ningún niño se permita apartarse, sin licencia, de donde están los otros ni ir a las dependencias:
dormitorio, ropería, etc. Si se autoriza a uno para ir a esos lugares, procúrese que no esté allí solo con otro.

20. Para los paseos, es necesario:


• Determinar de antemano la meta, el tiempo, el orden y la conducta que los alumnos han de observar.

• Exigir, al ir y al volver, que los niños guarden la formación, que no griten, que ninguno se adelante a
los demás o se rezague.

• Fijar bien, cuando se ha llegado al punto de parada y juego, los límites del terreno que a nadie será
lícito traspasar.

• Extremar la vigilancia para que ningún muchacho se aparte del grupo, se esconda tras de los setos
o se adentre en los bosques o los trigales.

• Impedir que los niños tiren piedras, o bolas de nieve en invierno, corten ramas, roben fruta, pisen los
sembrados; en una palabra, que causen perjuicio a nadie.

21. Generalmente durante los paseos, si no hay vigilancia asidua, es cuando más se amistan los
muchachos, se hacen más confidencias, se comunican el mal espíritu, los defectos, y se enseñan el mal
unos a otros. Por eso hay que reforzar entonces la vigilancia. Si hay varios inspectores, no deben estar
juntos, sino ponerse en distintos lugares, para tener más al alcance de la vista a los niños y poder oír lo que
dicen.

22. A no ser que les acompañen parientes próximos, los niños no saldrán a la población. No es prudente
dejarlos salir con primos o primas, ni menos con paisanos o compinches que vinieren a verlos.

23. Haya siempre un hermano en el dormitorio cuando se acuestan o levantan los alumnos. Procure que
todos observen las reglas de la decencia y recato al vestirse, desvestirse o mudar la ropa interior.

24. No se vistan nunca los niños encima de la cama, sino al pie de la misma, del lado derecho y de cara a la
pared.

25. Un hermano vigilará los retretes cuando vayan a ellos los muchachos antes de acostarse o al
levantarse, así como en cualquier momento del día en que muchos alumnos concurran a dichos lugares.

26. Conviene que tenga cada clase un excusado; las de párvulos que sean numerosas debieran incluso
tener dos. Cuídese de que nunca se hallen dos niños en la misma garita, que guarden silencio en esos
lugares comunes, que no se demoren en ellos y que las salidas durante las horas de clase estén bien
controladas.

27. No se tolere familiaridad alguna entre mayores y pequeños. Ciertos modos de jugar, como agarrarse y
echarse unos encima de otros, etc., tampoco han de permitirse, porque degeneran fácilmente en actos
peligrosos.

28. No se confíe un párvulo, necesitado de alguna ayuda especial, a uno de los mayores, porque son éstos
precisamente los que malician a los otros.

Concluyamos. Con todo y tener que sujetar a los niños dentro del deber, un hermano que posea el
verdadero espíritu de su profesión, sabrá compadecerse de su debilidad: con tal fin, les hablará siempre
bondadosamente, les reprenderá con indulgencia y les dejará prudente libertad, para conocerlos mejor.

Por otra parte, si la vigilancia debe ser solícita y continua, no ha de mostrarse inquieta, desconfiada,
perpleja ni acompañada de conjeturas sin fundamento, en cuyo caso podría llegar a ser injusta, contraria a
la caridad e irritante para los niños, que lo notarían fácilmente.

La inspección ha de ser sosegada, serena, sin coacción ni remilgos; llévese a cabo con sencillez y
naturalidad, de modo que los alumnos no vean que se les cela estrechamente, y se convenzan de que se
está con ellos más bien para prestarles servicios que para vigilarlos.

Llevada así, la vigilancia ganará mucho y se acercará a la perfección. Por lo demás, nada se ha de omitir
para alcanzar tal meta. No se extremen, pues, las precauciones, no sea que, al pretender la preservación de
las buenas costumbres, los niños caigan en la disimulación e hipocresía, por creer que se desconfía de
ellos.

CAPÍTULO XLI

EL MAESTRO

Cada uno, en la sociedad, ocupa un puesto y presta un servicio.


Consideradas así globalmente, todas las profesiones son
honrosas, porque todas son útiles y contribuyen al bien general.

Se ha de reconocer, sin embargo, que algunas funciones


sociales son más dignas, más eminentes que otras. Unas
atienden al servicio de las almas, otras al de los cuerpos: pues
bien, en la medida en que el alma está por encima del cuerpo, el
ministerio que la atiende está por encima del que se ocupa
solamente del cuerpo. De donde se deduce que el sacerdote y
el maestro, que se ocupan de las almas, desempeñan las dos
funciones más excelsas que hay en el mundo.

Vamos a ver lo que es la educación y qué dotes ha de tener un


buen maestro.

I. La educación.

La educación es una obra tan excelsa, que los santos padres y los autores más graves que se han ocupado
de ella, la definen como una magistratura, una paternidad y un apostolado.

1. «Esta magistratura dice san Juan Crisóstomo tan por encima está de las magistraturas civiles como está
el cielo por encima de la tierra; y me quedo corto. La magistratura civil no nos ofrece enseñanza alguna
acerca de la verdadera sabiduría, ni maestro que nos aclare lo que es el alma, el mundo, lo que llegaremos
a ser tras esta vida, adónde iremos a parar al salir de este mundo y cómo podemos practicar la virtud aquí
abajo.

En este lugar, sin embargo, se explican todos esos graves problemas: por eso se le llama escuela de
religión, cátedra de doctrina de las almas, tribuna en que el hombre se juzga a sí mismo; gimnasio,
finalmente, en que uno se ejercita en la carrera que lleva al cielo».

Los magistrados juzgan a los reos y condenan los crímenes públicos; pero no iluminan ni alcanzan a
procesar, incluso en la conciencia, el primer pensamiento, la primera causa del vicio: ésa es labor del
maestro. Los magistrados castigan el mal; es mucho mejor lo que hace el maestro: lo previene, lo ahoga en
su nacimiento, en su primer germen. Con frecuencia, los magistrados castigan y no corrigen; el maestro
digno de tal nombre corrige casi siempre sin castigar; y cuando el mal se ha cometido, no pide la muerte del
reo, sino la extinción de la falta.

Si la patria debe agradecimiento a los magistrados que la purgan de súbditos indeseables, ¡cuánto más al
maestro por prepararle ciudadanos buenos y virtuosos que un día serán su fuerza y su gloria!

«Puedo repetirlo a mi vez concluye monseñor Dupanloup , el maestro es también magistrado, y la


magistratura de que está investido, al igual que la obra que se le confía, ocupan el primer puesto en la
sociedad».

2. El educador de la juventud no sólo es magistrado de rango eminente; es mucho más, es padre.


Ciertamente, es un segundo padre, cuya vocación no supera, claro está, a la del primero; pero su entrega
es tal vez más generosa, por ser más libre y desinteresada; su inclinación es menos natural, pero viene
inspirada de más arriba; su capacidad, finalmente, es a menudo mayor y más perfecta.
El maestro participa esencialmente de lo más noble que hay en la paternidad divina. En la medida en que
Dios se digna comunicarle el poder, es lo que los Libros Sagrados tan maravillosamente dicen del mismo
Dios: «padre de las almas». No hay nombre que le venga mejor. Los mismos paganos habían alcanzado
esa altura de pensamiento. «Sepan los jóvenes afirmaba un filósofo que los maestros son padres, no de los
cuerpos, sino de las almas». Esa misma idea inspiró a Alejandro su célebre máxima: .«No menos debo a
Aristóteles, mi ayo, que a mi padre Filipo; si a éste le debo la vida, a aquél le debo el llevar vida honrada».

3. La educación es un apostolado y una especie de sacerdocio. Tal ha sido el sentir perenne de la Iglesia.
«No tengo empacho en afirmar dice monseñor Dupanloup que el sacerdote más virtuoso y más entregado a
la santificación de las almas, tiene a menudo sobre ellas una influencia menos amplia y profunda que la del
maestro en el alumno al que educa». La presencia del sacerdote entre los niños es más bien rara; sólo de
vez en cuando se relaciona y habla con ellos; no puede, pues, seguirlos en el detalle de sus actuaciones. El
caso del maestro es muy distinto: tiene en sus manos, como quien dice, la existencia del niño, su vida
entera de cada día y cada hora, y por lo mismo, todo su presente y todo su porvenir. Tiene con él las
relaciones más naturales, el trato más frecuente, por lo que su influencia está siempre actuando; es, en
resumidas cuentas, perpetua y universal.

No se puede negar que el confesor repara el mal y obra en el alma un bien inmenso, admirable; pero no
contribuye muy directamente al desarrollo de las facultades y rara vez, incluso, a formar el carácter del niño
y corregirle de manera detallada los defectos. Sólo del maestro recibe el niño a la vez el empleo del tiempo,
el desarrollo de la inteligencia y la reforma constante de las inclinaciones. El maestro está siempre con el
niño; a lo largo del día le vigila y le dirige en sus acciones. El niño, pues, no piensa más que en el maestro,
sólo a él oye, sólo por él trabaja; de él depende por entero en todo lo que más de cerca se relaciona con el
espíritu y el corazón; a saber, la censura o la alabanza, el baldón o la honra, la satisfacción de aprender, la
del trabajo y la del éxito.

La influencia del maestro en el niño es, por consiguiente, extraordinaria, ora le desarrolle las facultades con
la instrucción, ora, en los demás ejercicios del día, le temple el carácter y las buenas costumbres mediante
una disciplina paternal.

En cuanto a los defectos, el educador los ve más de cerca y los sorprende en el acto; los conoce mejor que
el mismo niño, mejor también y antes que el confesor. Este conoce sobre todo las faltas y las absuelve;
aconseja actos de virtud y los alienta. El maestro alcanza más: conoce a fondo las cualidades y los defectos
de los alumnos y trabaja, como quien dice, en el debido sitio y momento, en desarraigar éstos y fomentar
aquéllas.

Con autoridad sublime, el confesor forma la conciencia. El maestro hace lo mismo desde un puesto menos
elevado, pero con autoridad también eminente. El confesor cura las llagas del alma, distribuye la gracia,
comunica la vida sobrenatural. Con miras a esta última, el maestro prepara en el niño facultades robustas y
vivas, le inspira el amor a la belleza y la verdad; para recibir las verdades de la fe, prepara una mente
despejada, pura, recta; y para los combates que ha de arrostrar la virtud, prepara un corazón generoso,
agradecido, filial, y un carácter firme, enérgico.

Claramente se ve que la educación no es una industria ni un trabajo de especulación, es un verdadero


apostolado que busca llevar almas a Dios.

Cuando se trata de especulación, el maestro es un instructor que desempeña ese oficio como otro
cualquiera. En el apostolado, el maestro es un padre, un pastor que desempeña un ministerio sagrado: es el
hombre de Dios, el apóstol que se olvida de sí, totalmente consagrado a la salvación de las almas. En el
caso de la especulación, los niños son colegiales a los que uno instruye a cambio de un justo sueldo: se
trata de una explotación y uno de tantos medios como hay de ganarse el pan. En el apostolado son niños a
los que se ama y educa para Dios con abnegada diligencia, hasta sacrificar por ellos la salud y la vida.

El apostolado supone solicitud de padre, entrega pastoral y celo apostólico. Los centros escolares en que
reina, vienen a ser una familia, y una familia enteramente cristiana. Allí está Dios presente, con su autoridad
suprema, a la vez paternal y maternal; allí hay afán de salvar almas. Sí, en escuelas semejantes, la primera
de las preocupaciones es llevar almas a Dios.

II. Dotes de un buen maestro


De cuanto acabamos de decir se deduce que el ministerio del educador cristiano es muy noble, excelso y
difícil. «Dar cabal educación cristiana no es labor cómoda ni que vaya como una seda. Es dice el cardenal
de la Lucerna obra maestra del entendimiento humano, que no se logra sin asiduos y prolongados desvelos
de una gran sabiduría. No basta sembrar la virtud en las almas, se la ha de cultivar con empeño y cuidado
hasta que se logre recoger la cosecha. No basta enseñar principios religiosos, hay que grabarlos en lo más
hondo, hasta conseguir que sean imborrables. No basta dar a conocer la religión, hay que hacerla amar. No
se trata sólo de robustecer la débil naturaleza humana, sino de reformarla, puesto que está propensa al mal.

«¡Qué conjunto de dotes, aparentemente incompatibles, exige la obra magna de la educación! Autoridad
que sepa conceder cuanta libertad se requiera para desarrollar el carácter, y negar la que lo pueda echar a
perder. Mansedumbre sin debilidad, severidad sin dureza, seriedad sin desabrimiento, condescendencia y
cariño sin familiaridad; deseo ardiente de éxito, templado por una paciencia inasequible al desaliento;
vigilancia a la que nada se le escurra, junto con una prudencia que a menudo simula ignorar; recato que no
perjudique a la sinceridad; firmeza que no llegue a la obstinación; perspicacia que, sin dejarse sentir, llegue
a desenmarañar las inclinaciones; prudencia que dé a entender lo que se ha de perdonar y lo que se ha de
castigar, y cuáles son para ello los momentos más propicios; ingenio que no llegue nunca a la astucia y se
insinúe en las mentes sin provocarlas a rebelión; amenidad que haga agradable la enseñanza sin restarle
solidez; indulgencia que se haga amar, a la vez que adecuada justicia que mantenga el temor;
condescendencia plegada a las inclinaciones naturales sin mimarlas; habilidad para corregir dichas
tendencias unas por medio de otras, robustecer las buenas, ahogar las malas; tino para prever las
ocasiones peligrosas; serenidad que no se desconcierte por acontecimientos inesperados o preguntas
molestas de los niños. Es como si dijera: para ser buen maestro, se necesitaría ser hombre perfecto».

No todos nuestros hermanos podrán tener cuantas dotes señala en el cuadro anterior y pide, aun a los
maestros seglares, el cardenal de la Lucerna. Pero todos han de poner empeño en adquirir virtud sólida,
piedad ardiente, intenso amor a los niños, entrega total, celo perseverante, firme y siempre atento para
guardarles la inocencia y corregirles los defectos, mediante la discreción y la religiosidad.

1. Virtud sólida. De todas las lecciones que podéis y debéis dar a los alumnos, la primera, la principal, que
es a la vez la más meritoria y la más eficaz para ellos, es el buen ejemplo. La instrucción penetra más
fácilmente y se graba más hondamente por la vista que por el oído.

Las palabras pueden persuadir, el ejemplo arrastra; su eficacia es tanto mayor cuanto más suave, pues
presenta a la vez la enseñanza, la exhortación y el aliento. El niño es instintivamente imitador.; lo ha querido
así la naturaleza, para que aprenda por el lenguaje de los hechos. Ved cómo se adiestran los alumnos de
caligrafía y dibujo, copiando obras ajenas. Así se forman los alumnos de moral, imitando las acciones de sus
maestros. Por eso, san Pablo escribía a su discípulo Tito: En todas las cosas muéstrate dechado de buenas
obras, en la doctrina, en la pureza de costumbres, en la gravedad de tu conducta, en la predicación de
doctrina sana e irreprensible: para que quien es contrario se confunda, no teniendo nada que reprocharnos
(Tt 2, 78).

Pero hay, en nuestro caso, una razón más profunda, que conviene explicar. ¿Qué es la educación? Es una
transmisión de vida moral; es, ya lo hemos dicho, una paternidad auténtica. Pero, precisamente, una de las
leyes esenciales de la vida es que sólo se pueda transmitir con ciertas condiciones de identidad o
semejanza. En el mundo físico, la planta y el animal no se reproducen más que dentro de su especie y, al
comunicar la vida, transmiten generalmente su conformación, necesidades y aptitudes. Pues bien, salvo
alguna excepción, la vida moral se transmite con las mismas condiciones de semejanza. Para que pase de
unos a otros, es menester que los padres o los maestros la posean, conforme al dicho «sólo se puede dar lo
que se tiene». Además de poseer vida moral, necesitan tener virtud plena, sin mezcla de achaques o
tachas, so pena de transmitírsela al niño alterada o incompleta. Sabido es que se puede heredar, por
nacimiento, una salud robusta o una disposición enclenque: afirmamos, por nuestra parte, que la educación
puede también transmitir vigor moral o gérmenes depravados. En suma, la vida moral y la virtud se heredan
en las mismas condiciones en que se hallan, enclenques o robustas, conforme el educador sea tibio o
fervoroso en el bien. Ya lo dice el adagio: «De tal palo, tal astilla». Según sea el padre o el maestro, así será
el hijo o el discípulo. Esa es la ley, que unas pocas excepciones no pueden invalidar.

El mismo Creador parece haber querido formular esa ley de transmisión de la vida, cuando decretó:
Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra (Gn 1, 26). Entonces Dios emitió e infundió en el
hombre un hálito o espíritu de vida.. Ese es el modelo de la paternidad educativa. El maestro ha de emitir
del fondo de su alma ideas conformes a la verdad, sentimientos buenos, nobles, virtuosos, todo lo que
constituye la vida moral. Y si todo eso se reduce sólo a palabras y no se traduce en virtud y buenos hábitos,
no será más que ruido vano, letra muerta, y no vida que engendra vida, virtud que da virtud. Si, en vez de lo
que engendra vida, no lleva en el corazón más que elementos de muerte, vicio, pecado, codicia, espíritu
mundano, el niño recibirá esa influencia y, de no ser por especialísima gracia de preservación, su alma
reproducirá más o menos esa imagen.

Ahora bien, dicha vida moral se imbuye como un hálito, se respira como el aire, se expande por
secretas emanaciones de las almas que la poseen, como emana el aroma de la flor: es asunto de una
palabra, una mirada, una actitud, una sonrisa, y sobre todo del conjunto múltiple de relaciones, modales y
conversaciones, que dan paso a la vida para su transmisión a las almas.

En el orden moral, el proceso de transmisión de la muerte es parecido al de la vida: no siempre es el


resultado de un lance funesto que se pueda prever y determinar. Se instila también en las almas y se
adentra invisiblemente, porque se expande a su vez cual funesta exhalación por los mismos caminos que
dan paso a la vida. Por eso, igual que hablamos del «buen olor de la virtud», decimos también «el contagio
del vicio».

Para enseñar la virtud, o mejor, para inspirarla y transmitirla, hay que ser virtuoso; de lo contrario, uno es
charlatán, profesional de la mentira, la peor de las ruindades. Convencido de ello, monseñor Borderies,
obispo de Versalles, aconsejaba a un clérigo joven: «Para ser santo, al educador de los jóvenes le basta no
ser hipócrita ni mentiroso. No tiene más que hacer lo que dice y seguir los propios consejos. Recomiendas a
los niños la pureza de costumbres, sé tú mismo puro e irreprochable; les induces al amor de la verdad, la
obediencia, el recato y la piedad, sé tú mismo franco, humilde, dócil, piadoso: sé para ellos modelo de todas
esas virtudes»..

Dar a los niños lecciones de vida cristiana y contradecir, con el mal ejemplo, las sentencias que se
pronuncian, es una vergüenza y un crimen; es acariciar con una mano y golpear con la otra. Los actos han
de ir conformes a las palabras; si éstas se oponen a aquéllos, serán inútiles para el niño y no servirán más
que para condenar al maestro. Cualquier educador religioso ha de poder repetir lo de aquel célebre israelita:
«Ya que tengo encargo de guiar a los jóvenes, les dejaré ejemplo de virtud».

2. Piedad ardiente. No se comprenderá bien cuán necesaria es la piedad, si no recordamos que Dios
ocupa el primer lugar en la educación por cuatro motivos:

1.° Porque es el primer maestro del hombre. Sí, el mismo Dios trabaja, ante todo, en la educación del
hombre. Es fundamentalmente maestro. Por esa razón, dice el profeta Isaías: Tus hijos todos serán
adoctrinados por el mismo Señor (Is 54, 13; Jn 6, 45).

En primer lugar, hay tres cosas en las que Dios determinó ser nuestro primero y único maestro: el
pensamiento, la conciencia y la palabra. Ni los genios más preclaros han podido jamás definir cómo se
adquieren esas tres cosas; quiérase o no, forzoso es reconocer en ellas la iluminación divina.

No trabaja Dios visiblemente en la educación del hombre; exteriormente, tal obra se confía a maestros
vulgares. Pablo planta, Apolo riega, los pedagogos hacen lo que pueden; pero ni el que planta ni el que
riega cuentan para nada. Sólo hay uno que cuenta de veras en la educación del hombre: es el que da el
crecimiento, es decir, el que desarrolla, robustece, ilumina y levanta, y ése es Dios.

Como dice Fenelón, «trabaja invisiblemente en nosotros, como trabaja un minero en las entrañas de la
tierra. Y aunque no le veamos ni le atribuyamos nada, él es quien lo hace todo. Está obrando
incesantemente en el fondo del alma, al igual que obra en lo más hondo de las tierras de pan llevar para
hacer que den cosechas; y de no ser por él, todo perecería, resultaría inútil cualquier esfuerzo humano».

El maestro, por consiguiente, es sólo el cooperador de Dios en la obra de la educación. Es evidente que,
para cooperar adecuadamente con Dios, hay que vivir en íntima unión con él y participar abundantemente
de su espíritu. Pues bien, solamente con la piedad y las frecuentes comunicaciones con Dios se puede
alcanzar esa unión y participación de su espíritu.

Por otra parte, el principal medio de éxito en la obra de la educación es la gracia, el don de enseñar. Pero
toda dádiva preciosa, todo don perfecto de arriba viene, del Padre de las luces (St 1, 17). Sin el socorro
divino, vanos son los trabajos más persistentes y penosos; mientras que, con él, los menores esfuerzos se
coronan con éxito feliz.. Únicamente la piedad fervorosa puede alcanzar la gracia, el don de enseñar, sin el
cual nada se logra. Por consiguiente, el maestro que no es piadoso, no es apto para la enseñanza, nunca
acertará en tal oficio. Podrá enseñar la lectura, la escritura, la aritmética; a lo sumo, llegará a hacer aprender
de memoria a los niños algunas fórmulas del catecismo; pero nunca les ha de inspirar la práctica de la
virtud, ni formará sus almas.

2° Porque se ha de educar a los niños por Dios y para Dios. «No educar más que para la vida
temporal dice el cardenal de la Lucerna es tarea al alcance de animales desprovistos de razón. Educarlos
tan sólo para la vida social, pueden hacerlo los infieles, privados de las luces de la revelación. Pero educar a
un niño para Dios, para la Iglesia y para el cielo, solamente son aptos para esa obra el sacerdote, el padre
cristiano, y el educador profundamente piadoso y religioso».

3º Porque tiende a la formación de las almas, la educación es obra interior. Educar al niño es, por
consiguiente, ocuparse de su alma para llevarla a Dios; de su mente, para ilustrarla y darle sólidos principios
religiosos y el conocimiento de Jesucristo; de su corazón, para purificarlo, ennoblecerlo y formarlo en la
virtud; de su voluntad, para robustecerla, templarla, hacerla dócil, flexible y constante; de su conciencia,
para iluminarla, formarla e inspirarle el horror al pecado; de todas sus facultades morales, para
desarrollarlas y lograr que se eleven al orden sobrenatural, es decir, a la práctica de las virtudes cristianas
sólidas.

Cuando se os confía un niño, imaginad que Jesucristo os está diciendo lo de la hija del faraón acerca de
Moisés, al que acababa de rescatar de las aguas del Nilo: Toma este niño y críamele, que yo te lo pagaré
(Ex 2, 9). Nada más precioso que él tengo en la tierra; te lo confío para que le guardes del mal y le enseñes
a practicar el bien. Este niño es el precio de mi sangre; enséñale lo que me ha costado su alma, lo que hice
por salvarle; edúcalo para el cielo, pues está destinado a reinar allí conmigo.

Pues bien, es evidente que una obra semejante no se puede realizar por medios humanos; solamente la
gracia y la virtud pueden lograrlo; pero esa gracia y virtud no se alcanzan sino con la oración. La piedad,
pues, le es absolutamente necesaria al maestro.

Porque el niño, para colaborar en su propia educación, necesita absolutamente la ayuda de la gracia. Lo
primero que precisa para esa colaboración es la piedad. La necesita como apoyo de su debilidad en la lucha
contra el pecado, las inclinaciones perversas, las tentaciones del demonio, el respeto humano y los
ejemplos perniciosos de los condiscípulos. Si le falta la piedad, se hallará sin fuerzas en esas ocasiones.

Por otra parte, no se adquieren las virtudes sin esfuerzo; no se corrigen los defectos sin luchar; el niño ha de
oponerse con denuedo a la propia naturaleza. Se le puede ayudar y dar ánimos, pero en último término le
toca a él desarraigar el mal, cultivar el bien, corregir los defectos y perfeccionar las cualidades. Ahora bien,
sin piedad, es labor superior a sus fuerzas. La piedad hace que el deber resulte fácil y ameno; lo robustece
y anima todo en el joven; ella es la que infunde savia, vigor y belleza a las virtudes. Lo que el niño ejecuta
por temor, por obligación rigurosa, por pura razón, siempre le resulta molesto, duro, penoso y a veces
agobiante; mientras que todo se le vuelve amable y fácil cuando le mueve la piedad, el amor de Dios.

El niño sin piedad, aun cuando sea diligente y constante, es muy difícil de educar e instruir: se cansa, se
hastía y desalienta; no se fía del maestro; es incapaz de sufrir reveses ni decepciones; se enoja y se irrita;
es versátil e incapaz de determinarse a emprender nada grande ni asentarse en sitio alguno. El niño
piadoso tiene también defectos, pero los reconoce y los siente, y trata de corregirlos; si cae, se levanta sin
despecharse por sus caídas y sin disimularlas.

Es propio de la piedad infundir fuerza y firmeza maravillosas; éstas a veces dan a niños de doce a quince
años una madurez de carácter y juicio, un vigor mental que pasma; se vuelven aplicados, previsores,
modosos, rectos y firmes en la lucha contra sí mismos. La piedad logra que lleguen a ser los mejores
compañeros y mejores estudiantes, siempre sencillos, amables, sin altivez ni aspereza. El niño dotado de
piedad se hace todo para todos (1 Co 9, 22); se le abre la inteligencia, se le ensancha el corazón, se le
desarrollan todas las facultades, de modo que se le puede aplicar lo que escribía Bernardin de Saint Pierre
precisamente acerca de un niño: «La piedad va revelando cada día más la belleza de su alma con cierta
gracia imborrable en su rostro».
4° Porque el educador no puede cumplir su augusto ministerio sino con la ayuda divina. Ya lo hemos
recordado: nadie da lo que no tiene. ¿Cómo podrá, pues, el maestro inspirar la piedad al alumno, si él
mismo no es muy piadoso? ¿Cómo hará comprender la excelencia, necesidad y ventajas de la oración, si
las ignora o apenas las conoce? El maestro carente de piedad ni siquiera logra hacer rezar de modo
conveniente a los niños. Podrá desempeñar las funciones de pertiguero y conseguir cierto orden, pero
nunca ha de lograr por parte de los muchachos la postura y tono respetuoso que exige la oración; nunca
podrá sugerirles las intenciones y afectos devotos que fomentan y vivifican la piedad.

Un alumno puede haber seguido muchos años el régimen de una escuela cristiana y, sin que él ni sus
maestros lo adviertan, no haber llegado en realidad a ser ni muy piadoso ni muy cristiano. ¿Cómo es ello
posible? Porque no actuaba bajo la inspiración de la conciencia. Obraba por mera imitación y rutina; iba a
donde iban los demás; seguía con indiferencia la corriente común. Al hallarse ahora solo, fuera de aquel
movimiento, ya no piensa más en las prácticas piadosas de la escuela. La voz de la conciencia no ha venido
a suplir el silencio de la campana, ni la propia voluntad la dirección de los maestros. Abandona la oración,
las funciones religiosas, los sacramentos, y llevado por nueva y mala corriente, sigue sin resistencia el
impulso que le arrastra. Tal es el resultado de una educación impartida por un maestro carente de piedad y
de virtud: no podía transmitir lo que personalmente no tenía. No puso empeño en imprimir buenos principios
en la mente del niño y formarle la conciencia; no supo hacerle comprender la imperiosa necesidad y
excelencia de la oración. Nada tiene de extraño que los frutos de semejante educación sean nulos.

Para infundir la piedad, es de la mayor importancia que se recen bien las oraciones: que todos los alumnos
las digan con respeto, pronunciando distintamente cada palabra y cada sílaba, con tono sencillo, natural y
devoto.

Nada hay más lamentable que las oraciones rezadas con precipitación, sin modestia, sin concierto, con una
indiferencia y postura reveladoras de que se está aguantando el ejercicio de piedad, pero que el corazón no
participa en él.

El hermano que no da a los ejercicios de piedad toda la importancia que tienen, que no toma las debidas
precauciones para que los alumnos recen con respeto y devoción, que no da buen ejemplo durante las
oraciones, que no mantiene una postura grave, recatada, o se ocupa de cualquier cosa ajena a los
ejercicios piadosos, incurre en grave responsabilidad: echa a perder los sentimientos piadosos en el
corazón de sus alumnos y compromete todo el proceso de su educación.

Es preciso, pues, que el maestro ore, que sea sólidamente piadoso; que enseñe a orar a los alumnos, les
acostumbre a rezar debidamente e invocar cada día al Padre celestial. El maestro que no rece, que carezca
de piedad y no sepa infundir el amor a la oración a los niños a quienes educa, es un pedagogo indigno de la
noble misión que se le confía.

3. Intenso amor a su profesión y a los niños.

Para desempeñar con acierto la noble función de pedagogo, es preciso estimarla y amar a los niños. Hay
que empeñar, en el cumplimiento del deber, la propia existencia, la mente, el corazón, toda la actividad, la
vida entera. No admite componendas, repartos ni divisiones. Todos los afectos, todos los afanes del maestro
han de dirigirse a sus alumnos. Si no hace más que cumplir con ese oficio, a falta de otro mejor; si no se
encariña con sus funciones y sus alumnos; si no se entrega totalmente a su educación, nada bueno podrá
hacer.

La educación no consiste en la disciplina ni en la enseñanza; no se da mediante cursos de urbanidad, ni


siquiera de religión; se transmite a través de las relaciones cotidianas, continuas, entre profesores y
alumnos; de los avisos y consejos personales, los reproches y alientos, las lecciones tan diversas a que dan
lugar esas relaciones ininterrumpidas.

Mas, para cultivar así individualmente a esas almas jóvenes, con la solicitud que reclaman sus necesidades
y flaquezas, se necesita amar a los niños. Cuanto más se les ama, tanto más se hace por ellos, tanto menos
cuesta su educación y mayores son las garantías de éxito. ¿Por qué? Porque las palabras y las acciones
inspiradas por un afecto de buena ley, llevan consigo una virtud especial, sutil, irresistible. El maestro que
ama, puede dar avisos y consejos; el amor que revelan sus palabras les da gracia y fuerza especial, se
aceptan sus moniciones como prendas de amistad y se siguen dócilmente sus consejos. El maestro que
ama, puede hacer reproches y aplicar penitencias; dentro de su severidad no se advierte prevención ni rigor
excesivo; de modo que al alumno le duele más haber apenado a un maestro del que se siente amado, que
el castigo que ha sabido merecer.

Amad, pues, a vuestros alumnos; no ceséis en la lucha contra la indiferencia, el cansancio y los sinsabores
que sus faltas provocan tan fácilmente. Sin que os desentendáis de sus defectos, ya que debéis corregirlos,
ni de sus faltas, que a menudo habréis de castigar, pensad también en todas las buenas cualidades que
tienen vuestros muchachos: mirad la inocencia que brilla en su rostro y en su frente serena, ved con qué
ingenuidad confiesan las faltas, la sinceridad de su arrepentimiento aunque no dure mucho, la franqueza de
sus propósitos aun cuando falten a ellos casi inmediatamente; la generosidad de sus esfuerzos aunque rara
vez los prolonguen. Daos por satisfechos con el poco bien que hacen y el mucho mal que dejan de hacer. Y,
pórtense como se porten, seguid amándolos mientras estén con vosotros, ya que no hay otra manera de
trabajar con provecho en su educación.

Amadlos a todos por igual: no haya proscritos ni favoritos; o más bien, siéntanse todos favorecidos y
privilegiados por recibir testimonios individuales de vuestro afecto. ¿Quién os ha confiado esos niños? Dios
y la familia de cada uno de ellos. Pues bien, Dios es todo amor para el hombre, y todo el que gobierna en su
nombre, ha de imitar su providencia y compartir su amor. Referente a los padres de los niños, ¿quién ignora
que el corazón de un padre o de una madre es una inextinguible hoguera de amor? En nombre de Dios y de
las familias, amad, pues, a esos niños: sólo entonces seréis dignos y capaces de educarlos.

4. Entrega total.

¿Qué es la abnegación? Es el fruto del amor. Abnegarse es entregarse sin reserva, es olvidarse de sí, no
querer contar para nada, sacrificarse totalmente. En expresión de san Pablo, es entregarse a sí mismo, tras
haberlo dado todo (cf. 2 Co 12, 15).

«Sed padres, más aún, sed madres», aconsejaba Fenelón. Ya no se puede decir más. Pero, antes que él,
ya había afirmado el Apóstol de las gentes: Aun cuando tengáis millares de ayos en Jesucristo, no tenéis
muchos padres, pues yo soy el que os he engendrado en Jesucristo por medio del evangelio (1 Co 4, 15).
Más bien nos hicimos párvulos en medio de vosotros, como una madre que está criando llena de ternura (1
Ts 2, 7).

«No hay un solo instante escribe Rollin en que el maestro no haya de responder del alma de los niños que
se le confían. Si sus ausencias o distracciones dan ocasión al enemigo para arrebatarles el precioso tesoro
de la inocencia, ¿qué podrá contestar a Jesucristo cuando le pida cuenta de esas almas?». Nunca debe,
pues, perderlos de vista. Ahora bien, en esa vigilancia continua consiste precisamente la abnegación. Sólo
esa entrega paternal, efectivamente, es capaz de semejante labor. Todo maestro que no lleve dentro del
alma las inspiraciones de dicha entrega total, será inevitablemente un mal pedagogo.

Por ejemplo, ¿de dónde sacará fuerzas para cuidar, en la clase, lo mismo a los torpes que a los listos, e
incluso a tratar a aquéllos con más solicitud, precisamente porque son torpes, y arreglárselas para que, sin
frenar demasiado el progreso de los mejores alumnos, no se rezague ninguno de los intelectualmente
pobres, que no suelen dar mucha satisfacción al amor propio del maestro? Se impone aquí necesariamente
la abnegación paternal: sólo un padre o una madre no consentirán nunca en dejar rezagados a los hijos más
tiernos; sólo ellos se acomodan a su debilidad, les esperan, si hace falta, no sacrifican a unos por favorecer
a otros y repiten lo de Jacob: Bien ves, señor mío, que tengo conmigo niños tiernos... Vaya mi señor delante
de su siervo: yo seguiré poquito a poco sus pisadas, según viere que pueden aguantar mis niños (Gn 33,
1314).

Solamente la abnegación puede tolerar con paciencia las flaquezas, defectos ingénitos o chocantes, y la
ingratitud de los niños. Solamente ella acaba por hacerse querer de esos muchachos, por atraérselos y
elevarlos a su altura, porque solamente ella ha sabido bajar hasta donde ellos se hallaban; solamente ella,
por fin, los transforma, porque sólo ella se identifica con esas almas jóvenes, como se identifican los padres
con los hijos; y para decirlo todo de una vez, solamente ella puede acertar en el ministerio de la educación.
La abnegación es el maestro más avisado que hay: tiene tal sutileza, que nada la puede suplir.

Pero sólo porque uno ama, puede sacrificarse; el principio de toda abnegación es, pues, el amor. Cuando el
Hijo de Dios vino a ser el maestro del género humano, se inmoló para volver a elevarnos a la altura de
nuestro primer destino. El inspirador supremo de esa abnegación inmensa fue el amor. Por eso dice san
Pablo: Entonces la caridad de Dios apareció y se manifestó en todo su esplendor. Cuando Jesucristo envió
a sus apóstoles como continuadores de su obra, les pidió un triple testimonio de amor y entrega, para
darnos a entender que el desempeño de la hermosa y dura labor de los educadores requiere ante todo amor
a Dios y a las almas.

Encargarse de educar a los niños sin amarlos, cumplir con desgana y desidia tal ministerio, es una
desgracia y entraña una responsabilidad grave. «Porque un zapatero dice Platón sea mal operario, o llegue
a serlo por su incuria, o siente plaza de tal sin serlo, la república no va a salir muy perjudicada: la única
consecuencia es que unos pocos atenienses anden algo peor calzados. Pero si los pedagogos no lo son
más que de nombre, si cumplen mal su cometido, las consecuencias serán mucho más graves. La mala
obra de sus manos son las generaciones ignorantes que pondrán en peligro el porvenir entero de la patria»

Para ser realmente útiles a los niños, el amor y la entrega necesitan sal y vigor. ¿Cuál es la sal de ese
afecto y esa abnegación? Es una firmeza prudente, que preserva de la flojedad y blandura excesiva. La
firmeza es la fuerza moral, la energía de alma y de carácter con la que el maestro ejerce, de manera
avisada, los derechos de su autoridad.

Fijaos bien, decimos fuerza moral, no fuerza material: es la fortaleza de ánimo, la firmeza en los consejos y
la nitidez en los criterios. Naturalmente, se ha de reflexionar; pero, hecha la reflexión, se ha de concretar
bien el propósito y cumplirlo sin titubeos. Es la fortaleza de la voluntad, es decir, la decisión clara y
terminante; moderada, pero, dentro de la moderación, inamovible. Esa es la fortaleza que inspira respeto,
sumisión y confianza. La fuerza moral se deja sentir en el alma de los niños y logra su educación. La fuerza
material es como la policial: reprime, pero no corrige nunca los vicios y bajas pasiones; puede valer para las
cárceles o los cuarteles, pero no para un centro de educación.

La firmeza es necesaria para conseguir adelantos y estimular a maestros y alumnos; necesaria para lograr
silencio, orden y reconcentración, sin los cuales no puede haber trabajo serio ni aplicación perseverante;
necesaria para mantener el reglamento, sólo el reglamento, pero todo él con sus detalles para cada
ejercicio; necesaria para no tolerar ni permitir el menor mal, la menor falta. Se puede, y se debe, perdonar
de vez en cuando; aparentar que no se ha visto; pero nunca aprobar ni tolerar lo que va contra el orden;
nunca abdicar de los principios de la virtud y la justicia.

«Ahora bien dice Bossuet, hay una firmeza falsa. ¿Cuál? La dureza, el rigor, la terquedad, la imposición por
la fuerza. No querer nunca armarse de paciencia, empeñarse en ser obedecido a toda costa, no saber
esperar y contemporizar, romper en seguida por todo, es casi siempre comprometerlo todo y estrellarse uno
mismo. Eso es ser débil: no saber dominarse es la debilidad más clara». «No hay auténtico dominio agrega
Bossuet, si ante todo uno no es dueño de sí; ni hay firmeza provechosa, si no se empieza por ejercerla
contra las propias pasiones».

Por consiguiente, en la obra de la educación nunca se ha de hacer nada por capricho, violencia o arrebato;
todo lo han de impulsar la razón, la conciencia, la reflexión y el buen criterio. Tal es la firmeza genuina; tal es
también, para el maestro, el orden y fundamento de toda autoridad. Quien así la ejerce primero sobre sí
mismo, merece ejercerla sobre los demás; quien no es dueño del propio corazón, carece totalmente de
firmeza porque es básicamente débil. En suma, la firmeza no dirigida ni regulada por la sana razón y el buen
criterio, no es virtud, sino pasión o desfogue. La que no tenga como fundamento la bondad, tampoco es de
buena ley; si no la mueve la abnegación, no es digna de tal nombre y, singularmente en la educación, tiene
efectos desastrosos.

5. Celo perseverante, para instruir, corregir y formar al niño con toda paciencia.

«Tres cosas necesita la tierra dice Plutarco para dar cosecha abundante: buen cultivo, buen labrador, buena
semilla. La tierra es el niño; el labrador, el que educa; la semilla son los buenos principios que el joven ha de
recibir».

Hay que infundir, pues, en la mente de los niños las verdades santas; grabar hondamente en sus corazones
los preceptos divinos. Las lecciones que deis, pronto se olvidarán si no las repetís. Para que sean
duraderas, tienen que ser frecuentes. Digo frecuentes, no precisamente largas, pues la atención infantil es
demasiado voluble para permanecer prolongadamente fija. Al desarrollar las instrucciones, no causéis
fastidio al niño: es planta tierna a la que aprovecha mucho más el rocío de cada mañana que las lluvias
copiosas caídas muy de tarde en tarde.
Ahora bien, en esa tierna edad es cuando más fácilmente se graban en la memoria las lecciones y los
principios de la fe; es cuando las virtudes cristianas se imprimen con más viveza en el alma; es cuando la
unción de la piedad mueve con más fuerza el corazón. En esa blanda cera es donde más fácilmente se
graba la imagen de Dios. Para grabarla en piedra, se necesita el filo del cincel, muchos esfuerzos y mucho
tiempo. Cuando no hay todavía prejuicios que disipar, pasiones que reprimir ni hábitos que reformar, es más
fácil labrar el alma y amoldarla a los santos deberes del cristiano.

Ved cómo el jardinero avisado aprovecha el tiempo en que el árbol, tierno todavía, conserva la
primitiva rectitud, para sujetarlo al rodrigón que le impedirá torcerse. El alfarero, para modelar la arcilla, no
espera a que ésta se haya endurecido. Cuando es muy joven, pues, es cuando hay que formar al muchacho
y darle buenos principios. Si le dejáis encenagarse en el vicio y la ignorancia, os predice el Espíritu Santo
que ya no lograréis someterlo a la ley de Dios y formarlo en la virtud.

Así como la planta, las flores y los frutos se contienen en una semilla pequeña, así los gérmenes de las
virtudes y de los vicios existen ya en los niños. Todo el mérito de la educación consiste en cultivar los
primeros y desarraigar los otros. El buen maestro no se ocupa, pues, sólo de los alborotos que puedan
alterar la disciplina, o de las faltas individuales que puedan manchar la conciencia de los niños; se afana,
además, por corregir sus defectos. Sabido es que los defectos son las raíces de las faltas: son retoños que
no dejan de brotar y volver a brotar mientras no se los haya arrancado de cuajo. Hasta los paganos habían
entendido esa verdad, y Platón asegura: «El mancebo adquiere la perfección luchando contra los malos
instintos y reprimiendo los defectos. Sin esos combates, no llegará a ser ni medianamente virtuoso».

La educación es un cultivo, y todo buen cultivo supone dos cosas:

• Cortar las ramas inútiles y eliminar la fruta agrazada o zocata, símil de la represión y cercenamiento
de los desórdenes y faltas: cosa buena y útil, pero se necesita algo más.

• Se ha de llegar, pues, a la segunda operación, que consiste en eliminar los malos jugos injertando
en el patrón vástagos de mejor calidad, símbolo de las virtudes que se han de instilar en el alma del niño.

Pero no olvide el maestro cristiano que los defectos casi no se pueden corregir más que en la juventud.
Unánimemente atestiguan esa verdad los moralistas. «Lo que el hombre sembrare en los primeros años,
eso recogerá en la edad madura», asegura san Pablo.

Cuando, al fin, llega uno a la edad de la sensatez, aun deplorándolas, se cometen faltas que son infaustas
secuelas de antiguas caídas. «Cuando los hombres maduros afirma Fenelón intentan dejar el mal, éste les
acosa, al parecer, aún mucho tiempo: les quedan resabios que les han enflaquecido el carácter, carecen de
flexibilidad y se hallan desarmados ante los defectos. Semejantes a los árboles cuyo tronco áspero y
nudoso se ha endurecido con los años y ya no se puede enderezar, los hombres de cierta edad no pueden
ya atemperarse a la lucha contra ciertos hábitos inveterados que se les han introducido hasta en el tuétano
de los huesos. Los reconocen, pero demasiado tarde; los lamentan, pero en vano. La juventud es, pues, la
única edad en que el hombre lo puede todo sobre sí mismo para enmendarse».

Se ha de recordar y no olvidar nunca que los defectos son, en el hombre, el origen de todas las desgracias,
de todas las aflicciones, de todas las flaquezas, de los mayores descarríos, de todas las amargas
decepciones y desasosiegos de la vida. Motivos demasiado graves para que un educador celoso no ponga
siempre el mayor empeño en corregir y extirpar los defectos de sus alumnos.

Si, entre hombres de cualquier estado y condición, toda excelencia o inferioridad, toda dicha o desgracia
viene determinada por las cualidades o los defectos. Si esa persona hubiera reconocido oportunamente o
no hubiera fomentado tal o cual defecto, si el educador la hubiera ayudado a corregirlo, habría honrado a su
familia, la habría hecho dichosa; mientras que ahora es su vergüenza y oprobio.

Supongamos que en una familia determinada se da un defecto muy corriente, el espíritu de contradicción.
Tratándose de cosas menudas, basta para desterrar de ella la paz y la dicha; si se trata de las de bulto,
engendrará disensiones escandalosas.

Poned al frente de una gran empresa a un hombre desidioso o desordenado: la arruinaréis en poco tiempo.
Si no se le corrige a un niño el orgullo y la vanidad, no dejará nunca de ser el verdugo de la familia por sus
locas pretensiones, sus caprichos y tiranía.

Si la educación no reforma al muchacho díscolo que empieza pronto a hacer ostentación de libertinaje e
independencia, de desprecio de la autoridad de padres y maestros, cuando llegue a mayor, se rebelará
contra las leyes de su patria; propagará el desorden y la revolución.

Ved a ese otro con evidente inclinación a lo prohibido por el sexto mandamiento; si no le vigiláis, si le dejáis
que se entregue tranquilamente a los deseos de su corazón descarriado, no tardará en arruinar el cuerpo,
perder el alma y, con sus malos ejemplos, arrastrar a otros muchos a su ruina. Ahora bien, Dios y la
sociedad pedirán un día cuenta al maestro de lo que hubiera debido hacer para corregir esos vicios y
enseñar el camino de la virtud a los niños que se le habían confiado.

Otra observación importante es que los defectos menudos son los que destemplan los caracteres enérgicos
y acaban con los grandes hombres. Nunca se debe, pues, halagar ni menospreciar un solo defecto, por
débil o leve que parezca. Cualquier defecto halagado, o simplemente descuidado, va creciendo
secretamente y llega a ser pasión dominante. Desde la caída de Adán no hay en nosotros un solo germen
de mal, por diminuto que sea y desapercibido que pase, que no crezca si no se le combate; que no tienda a
adueñarse de todo, a dominarlo e inficionarlo todo. Mientras que, por el contrario, no hay en nosotros nada
bueno que no tienda a debilitarse si no se lo fomenta y robustece. Por eso tampoco ha de descuidarse
ninguna buena cualidad; pues toda virtud, cualquier don, por mínimo que sea, perece si no se le cuida.

En la naturaleza, todo lo que ha crecido lozano y se alza airoso en la época del vigor, hubo de sufrir, en los
primeros años, sujeción y apretura. Para que un árbol presente aspecto hermoso, ha tenido que estar,
cuando era tierno, cercado de espinas que le guardaran de las embestidas de los animales; ha habido que
apuntalarlo y, sobre todo, que podarle los chupones que no le habrían dejado dar frutos abundantes; es
decir, se le ha tenido que aplicar un hierro que parece mortífero, pero que le ha hecho fecundo: la airosidad
de su ramaje y la abundancia de sus frutos exquisitos, todo se debe a una mano aparentemente cruel, que
le infirió muchas heridas útiles.

6. Pero se necesita mucha discreción, al reprimir y corregir defectos, para que la severidad no degenere
en dureza, y la mansedumbre en debilidad. Ambos excesos traen consigo los más graves inconvenientes,
capaces de arruinar por completo la obra de la educación.

Las correcciones excesivamente blandas o demasiado recias acaban por no producir efecto alguno.
Batiéndolo, el hierro se vuelve maleable y se le maneja a discreción; pero los golpes torpemente aplicados
lo quiebran. El maestro que no sabe moderar y graduar reproches y castigos, hará que se acostumbren los
niños a los primeros y se vuelvan insensibles a estos otros. Les agría el carácter e, intentando enmendarles
un defecto, les hace caer en otro peor.

Por encima de todo, la prudencia procura adecuar los avisos y correcciones a la índole de cada niño.
Quebranta la dureza de los díscolos con castigos más severos; pero temería apabullar a los débiles con
penitencias riguro! sas. Al inclinado al bien no le trata como al que tiende naturalmente al vicio; sabe variar
el género y graduar la intensidad del castigo según las faltas y defectos. Reprime al iracundo, humilla al
orgulloso, estimula al perezoso y alienta al pusilánime.

Educadores inexpertos, que no echáis mano de otro recurso fuera de los castigos; que los multiplicáis sin
razón suficiente y os ufanáis de conseguir, con ese rigor excesivo, la obediencia del alumno: tal vez logréis
esa obediencia, pero con detrimento del carácter y de la actitud del muchacho. Lo hacéis más flexible, pero
le restáis todo vigor. Vuestra severidad excesiva le embrutece: lográis su obediencia, pero perdéis su
confianza; le hacéis sumiso porque le habéis vuelto solapado. Le habéis llevado a desconfiar del maestro y
le habéis enseñado más a ocultar sus caídas que a evitarlas. Ved lo que hace el artista inteligente: echa
mano de todos los recursos necesarios y evita el empleo de una fuerza inútil, que podría ser perjudicial para
su obra. En la educación, el castigo es el último recurso, y no se ha de emplear antes de haber agotado
todos los demás. Cuanto más raro sea, mayor eficacia ha de tener.

7. Finalmente, la religiosidad.
Cuanto más religiosa sea la educación, menos severidad se necesita. Fórmese la conciencia, aduéñese la
piedad del corazón, y el niño se someterá fácilmente a la obediencia y al cumplimiento de todos los deberes.
Velará él mismo sobre sus inclinaciones desordenadas y defectos, y los corregirá.

Solamente la piedad, el santo temor de Dios y las prácticas piadosas de la religión son capaces de imponer
a los ojos, la lengua y a todos los sentidos del joven, el recato saludable y el freno de la conciencia, que son
las mejores garantías de la inocencia y la virtud.

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