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Introducción

Hablar del ethos barroco es hablar de una forma de vivir al interior de la


modernidad, es una manera de sobrevivir o de inventarse estrategias dirigidas a
neutralizar la contradicción propia del capitalismo, en la cual el progreso del capital
se produce a costa de un desgarramiento constante de los seres humanos -
modernos-, de la naturaleza y de su mundo, debido a un modo de producción -
capitalista- que antepone la multiplicación del capital frente a los aspectos
cualitativos de la vida (valores de uso, naturaleza, sociabilidad no mercantilizada,
tiempo libre, etc.), que son persistentemente acosados por las dinámicas del
capitalismo. Como nos recuerda Echeverría (2010)1, la Modernidad Capitalista vive
de sofocar a la vida y al mundo de la vida. Es un proceso que se ha desarrollado de
tal forma que la reproducción del capital solo puede darse en la medida en que
destruya por igual a los seres humanos que a la naturaleza, es decir, es un sistema
que brinda al ser humano los instrumentos de su propia destrucción. Partiendo de
estas reflexiones, el propósito de este trabajo es revisar uno de los campos de
estudio de Echeverría que ha tomado gran relevancia en estos últimos años, y es el
que tiene que ver con la modernidad de lo barroco, comprendida como una versión
de la modernidad que insiste en el intento de vivir la vida, aún dentro de las
limitaciones que nos impone la lógica productivista, propia de la modernidad
capitalista.

A partir del análisis de dos dinámicas del ethos barroco: valor de uso y tiempo
extraordinario, intentaremos responder a los interrogantes siguientes: ¿De qué
forma el ethos barroco se contrapone con la modernidad capitalista? Y ¿cuáles son
los elementos que obstruyen el buen funcionamiento del productivismo -puritano- ,
que sostiene a la lógica de la acumulación capitalista? Analizaremos de forma breve
las características del ethos barroco para conectarnos con los encuentros y
desencuentros del valor de uso y la modernidad. Una vez analizados estos dos
momentos, revisaremos el concepto de tiempo extraordinario, comprendido como
una dimensión que juega con las contradicciones del sistema, tratando de rescatar
al goce como parte fundamental de la sociabilidad.

El análisis de estos tres momentos: ethos barroco, valor de uso, y tiempo extra
ordinario, puede contribuir a la necesidad urgente de buscar alternativas políticas,
económicas y culturales sustentables a esta versión capitalista de la modernidad.
I/ El Ethos Barroco:

¿Qué nos dice el ethos barroco?: “No, yo no voy a sacrificar la riqueza cualitativa del
mundo”. Para Echeverría (1998) 3, el ethos barroco nace como consecuencia de la
destrucción que hace el mundo europeo de los mundos prehispánicos. Tiene que ver
con el modo en como los indios se inventan, junto con los españoles, una manera de
sobrevivir o de cohabitar de forma “civilizada” en América, una vez que éstos fueron
abandonados por España. Si bien los antiguos códigos culturales fueron devorados
por el código civilizatorio vencedor de los europeos, este proceso se llevó a cabo de
tal forma que lo que se reconstruyó resultó ser algo completamente diferente del
modelo esperado: una civilización occidental europea, sostenida en su núcleo por
los restos del código indígena que debió asimilar.

El ethos barroco surge de este momento en el que jugando a ser europeos, imitando
a los europeos, poniendo en escena lo europeo, los indios asimilados montaron una
representación de la que ya no pudieron salir, representación en la que incluso
nosotros nos encontramos todavía como parte de ese proceso, de esa puesta en
escena -absoluta-, de ese performance sin fin que significa nuestro mestizaje (a/
Echeverría, 1998). Desde esta perspectiva, en palabras del autor, se podría decir
que: “El término ethos, tiene la ventaja de un doble sentido, por un lado, se lo puede
entender por: refugio o abrigo, y por otro, está relacionado con los usos, costumbres,
y comportamientos automáticos de una comunidad o de una sociedad. Es un modo
de ser, o una manera de imponer nuestra presencia en el mundo (Echeverría,
1998:37).”

El ethos opera entonces, como una segunda naturaleza, ya que incorpora en la


sociedad un conjunto de normas y códigos sociales, creados para hacer posible la
cohabitación “armoniosa” entre los seres humanos. Se trata, por lo tanto, de una
creación indispensable para poder organizarse como sociedad y generar las reglas
mínimas que van a regular su comportamiento. El barroco por su parte, es la
decoración absoluta, adornos superfluos que centran la atención más en lo accesorio
que en lo sustancial. Como arte, es una forma de expresión que prefiere el efecto
local y efímero por sobre el impacto duradero, buscando persuadir al entendimiento
mediante la conmoción de los sentidos. El exceso de énfasis en las formas o la
abundancia de su decoración lo hacen muy diferente de los otros estilos en los que
prima una racionalidad más equilibrada y sobria, como es el caso del estilo
neoclásico francés (a/ Echeverría, 1998).

Durante mucho tiempo (entre los siglos XVIII y XIX), el término barroco tuvo un
sentido peyorativo, era sinónimo de recargado, de desmesurado y hasta de
irracional. Se decía que era una expresión de la simulación que termina por
transformar al arte en un instrumento de lo festivo (a/ Echeverría, 1998). Desde esta
perspectiva, se puede comprender la estrategia del mestizaje cultural en América
Latina, sin duda como barroca, ya que promueve un tipo de comportamiento que
intenta permanentemente romper con las reglas y las exigencias impuestas por el
canon clásico o por las relaciones capitalistas de producción, es decir, es una
estrategia que se resiste a aceptar la destrucción de los valores de uso, promoviendo
y reivindicando las formas sociales de la vida. El Ethos Barroco opera entonces como
una forma de rebelión dentro de la subordinación al capital, y lo hace activando la
teatralización de la vida, impulsando las dimensiones de lo imaginario,
construyendo mundos ficticios. De esa manera puede rescatar, al menos por unos
instantes, la riqueza cualitativa de la vida, aun en medio de la devastación que
implica el sacrificio al que estamos expuestos en manos del capital y su lógica de
acumulación. Por ello, para el ethos barroco el rescate de lo lúdico y lo festivo pasa
a ser esencial como elementos que reivindican lo humano. En este sentido, el ethos
barroco es muy poco productivo, ya que no contribuye para nada al incremento
“necesario” del “famoso” Producto Interno Bruto, más bien lo obstaculiza. Opera
justamente como una especie de resistencia al productivismo moderno. Por eso se
suele escuchar a menudo que los países latinoamericanos no estamos hechos para
el progreso, para la disciplina, o el sacrificio productivista, aspectos que son
indispensables para una vida moderna -capitalista- o para el ethos realista
(Echeverría, 2007).

Ahora bien, como ya lo explicó muy bien Weber y lo ha complejizado Echeverría, no


cabe duda de que en la historia del occidente moderno el ethos que ha dominado
sobre los demás, el que ha sido el más militante y fanático de todos, el ethos más
productivo y puritano en términos capitalistas, es el “ethos realista4”, el cual
experimenta como una bendición y no como una desgracia la subordinación del
valor de uso al valor económico capitalista. El ethos realista, nos dice Echeverría
(2011), “malenseña al ser humano, puesto que le hace vivir el mundo capitalista
como un mundo que es irrebasable, insuperable, que es él mismo natural, eso es lo
terrible que hay en él. El mundo moderno en su forma más pura o realista es el que
dice este mundo es tal como es: esto es capitalista, o simplemente no es. En cambio,
el ethos barroco dice: el mundo puede ser completamente diferente, puede ser rico
cualitativamente, y esa riqueza la podemos rescatar incluso de la basura a la que nos
ha condenado el capitalismo” (Echeverría, 2011: 85) 5.

Por ello, a diferencia del ethos realista que impera actualmente en occidente y que
estructura la vida siempre desde una lógica cuantitativa, valorizando por sobre
todas las cosas la multiplicación del capital; en el caso de América latina, debido a la
forma de construcción de su modernidad, el ethos que prima es el barroco, que se
mantiene al margen del productivismo afiebrado, tomando distancia en función de
una “desviación esteticista” que antepone el disfrute de lo bello como condición de
la experiencia cotidiana. El ethos barroco se presenta de esta manera como un
inventarse la vida aun dentro de la muerte (que implica las relaciones de
producción-explotación- exclusión), e intentará vivir plenamente las dimensiones
de lo sensible, de lo natural, de lo festivo, por encima de la dimensión de lo
netamente productivo, artificial, impuesto por el ethos realista dominante. A pesar
de la complejidad de tener que relacionarse cotidianamente con el ethos realista, el
Ethos Barroco va a intentar salvar el disfrute y, con ello, salvar el valor de uso. Para
el Ethos Barroco, la felicidad debe darse aquí y ahora, por ello somete
constantemente las leyes -“puras”, “clásicas” y “sobrias”- de la circulación mercantil
a un juego constante de transgresiones (a/ Echeverría, 1998).

Una imagen que puede ayudarnos a clarificar el Ethos Barroco puede ser el recordar
las grandes festividades en las que aun, en medio de una situación general de
penuria, de precariedad y de represión, los habitantes de nuestro continente se
procuran momentos de intensa felicidad a expensas de su propia subsistencia
(Echeverría, 2007). Ahora bien, ¿cómo se presenta esta amenaza del valor de uso
por parte del ethos realista?, ¿en qué circunstancias o momentos es posible apreciar
cómo el ethos realista sofoca u oprime al valor de uso tan reivindicando por el ethos
barroco?
II/ Valor de uso, frente al principio de multiplicación del capital:

Como señala Echeverría (1998) 6, todo ser humano tiene la capacidad de


reproducirse, de generar proyectos de vida y de organizar el mundo, por lo tanto, de
definir las formas de los valores de uso. Ahora bien, cuando la producción y consumo
de estos valores se realizan al modo capitalista, éstos son reprimidos por la
necesidad de comportarse como mercancías capitalistas. De modo que los valores
de uso en nuestra forma de sociedad son constantemente reprimidos. Así tenemos
que toda producción humana, ya sea un bien, un producto o un objeto, consta ahora
de dos dimensiones bien definidas. La primera es la que tiene que ver con su valor
de uso, que responde a la necesidad por la cual fue concebido ese objeto, bien o
producto, y la segunda, es la que tiene que ver con el valor valorizándose, es decir,
la que responde a la dinámica del capitalismo o, también, la que se preocupa por
saber a cuánto se puede multiplicar su valor (mercantil) dentro de las relaciones
económicas de producción y consumo.

Sin embargo, debemos tener imperativamente en cuenta, como señala Echeverría


(b/1998), que la producción de valor mercantil, es decir, el Valor que intenta
multiplicarse, no puede salir adelante, no puede ser llevado a cabo sin la producción
del valor de uso. El valor valorizándose por principio, por su naturaleza y lógica
capitalista, controla al valor de uso, y en la mayoría de los casos, incluso lo oprime,
al punto de llevarlo casi a su destrucción. Así tenemos, por ejemplo, que el 65% de
las tierras que un día fueron cultivables hoy ya no lo son. La mitad de las selvas
existentes en el mundo en 1950 han sido arrasadas, y sólo en los últimos 30 años
han sido derribados 600 mil km2 de selva amazónica brasileña, es decir, el
equivalente a Alemania unida, o a dos veces el Zaire (Boff, 2006). De esta forma, se
puede comprender cómo las prácticas capitalistas se desentienden del problema
ecológico. La modernidad capitalista no sólo ha pretendido dominar la naturaleza
(lógica antropocéntrica8), sino que en su lógica productivista busca a toda costa
rentabilizar al máximo el proceso de su explotación.

En ese ejemplo podemos apreciar cómo la naturaleza y sus valores de uso se


encuentran delimitados al ámbito de las mercancías, sacrificando todas sus
potencialidades de biodiversidad, ecosistemas, multiculturalidad, esparcimiento,
etc. A la dimensión de valor de uso se la ha transformado en “objeto” o en mercancías
que se valorizan constantemente en el mercado, tornándose muchas veces
inalcanzables para la gran mayoría de los seres humanos. Tal como nos recuerda
Echeverría (b/, 1998), el valor valorizándose sólo tiene en cuenta al valor de uso en
abstracto, únicamente como vehículo de esa voluntad que sirve para multiplicar el
capital, y con ello, para estructurar la vida siempre desde una lógica cuantitativa.
Desde esta perspectiva, la lógica capitalista de acumulación y multiplicación del
capital controla al valor de uso y, al oprimirlo cada vez más, tiende prácticamente a
su destrucción. Podemos apreciar, entonces, cómo el tipo de ser humano que
demanda o solicita la modernidad capitalista debe poseer, antes que cualquier otra
característica, la aptitud para vivir con naturalidad este sometimiento del valor de
uso a lo netamente mercantil, es decir, debe vivir con naturalidad el proceso de
empobrecimiento cualitativo de la vida, que viene con el progreso del desarrollo
capitalista (b/Echeverría, 1998). De esta manera, el progreso, en lugar de liberar
esta tensión entre el valor de uso y el valor, se ha encargado de incrementarlo,
subordinando el valor de uso bajo la forma del valor puramente económico.

Para el sujeto social, en definitiva, reproducir su riqueza de modo capitalista implica


reproducirse a sí mismo de manera autodestructiva. De esta forma, si bien la
modernidad capitalista se pretendía una modernidad de la abundancia, de la
igualdad y de la emancipación, terminó siendo una modernidad del “auto-sabotaje”.
Con todas las catástrofes existentes hoy en día -ecológicas, financieras, económicas
y sociales- esta modernidad ha terminando por auto-descalificarse a sí misma
(Echeverría, 2007).
III/ El ethos barroco, en el rescate y maximización del tiempo extra-ordinario:

Para Bolívar Echeverría (a/1998), nuestra existencia se divide en dos tiempos o


dimensiones que conviven y se entrelazan. Uno es el tiempo cotidiano, donde ejerce
con fuerza el ethos realista, tiempo consagrado a la producción y multiplicación del
capital, tiempo también de la enajenación, del perfeccionamiento de la técnica en
pro de la eficacia productivista, tiempo en que el ser humano entra en simbiosis con
la maquinaria.

El otro es el tiempo extra-ordinario, es decir, tiempo que está fuera de loordinario,


de lo cotidiano, tiempo de ruptura, donde se abre la posibilidadpara que el ser
humano se recupere, se re-encuentre con su naturaleza,tiempo en el que se desatan
los potenciales creativos, tiempo queestá vinculado con el intento constante de goce
y satisfacción de nuestros deseos, tiempo en donde el principio de realidad se
somete aunque sea por unos instantes al principio del placer (a/ Echeverría, 1998).
De esta manera, los seres humanos se encuentran siempre en medio de una tensión
permanente entre el tiempo de una existencia conservadora, que mediante su acción
restaura y reproduce las formas que nos impone el ethos realista, y el tiempo de una
existencia innovadora, que se enfrenta a esas formas mediante la invención de otras
nuevas (a/ Echeverría, 1998).

Por ello, únicamente en el tiempo extraordinario se da la posibilidad efectiva de


aniquilamiento o destrucción de la identidad del grupo, ya que es un tiempo que se
abre para la realización de las potencialidades de la sociedad, tiempo en donde las
metas y los ideales libres de la comunidad pueden cumplirse. Es en el tiempo
extraordinario (ya sea en una manifestación, una movilización, una fiesta), en el que
la comunidad se pone realmente en cuestión y se contrapone al otro tiempo, al de la
vida cotidiana, que está dominado por la práctica rutinaria de la acumulación y
reproducción del capital.

El ethos barroco, entonces, rasga constantemente las costuras de la rutina para


potenciar la expansión del tiempo extraordinario, ya que en él se puede cuestionar
la identidad de lo humano, la identidad cultural, lo que impone el sentido y permite
el funcionamiento efectivo de la sociedad; en definitiva, es en esta dimensión que se
hace posible el cuestionamiento de las exigencias y los sacrificios que nos impone la
rutina propia del ethos realista (a/ Echeverría, 1998). El tiempo de la cotidianeidad
rutinaria, por su parte, es el tiempo de reproducción de la sociedad, es un tiempo
que no cuestiona lo establecido, o lo que se pretende entender engañosamente como
el “sentido del mundo”.

Por esta razón, si no hay esta peculiar combinación de los dos tiempos en mayor o
menor escala en la vida individual, en un año, o en un mismo instante, si no hay una
combinación de la rutina con la ruptura de la rutina, no existe propiamente una
temporalidad humana (a/ Echeverría, 1998). Ahora bien, la expansión del tiempo
extraordinario se hace posible mediante su irrupción dentro del tiempo de la rutina,
ya que la rutina abre lugares o deja espacios para que se inserte, se cuele, se haga
presente ese tiempo extraordinario. La ruptura o irrupción es justamente eso: un
aparecimiento, una explosión en medio de la imaginación de la existencia rutinaria,
un aparecimiento de lo que puede ser y no es, es decir, puede convertirse en el
tiempo en una luminosidad absoluta si nos brinda placeres o goces, o el momento
de una tiniebla absoluta si nos sumerge en las actividades -enajenadas- de la rutina
(a/ Echeverría, 1998).

El ethos barroco aparece así como un inventarse la vida expandiendo esos


momentos extra-ordinarios, concibe una manera de vivir en la que insiste en la
vigencia y rescate de los valores de uso, anteponiéndolos al momento rutinario. De
esta forma, el ethos barroco que hereda esos rasgos arquitectónicos del arte que lo
caracterizan por su manera de ser recargado, con un exceso de ornamentación y de
formas, por lo tanto, desmesurado, al que incluso tildan de tener ciertos rasgos de
irracional, de histriónico, de superficial o populachero, nos demuestra que “vivir en
y con el capitalismo, puede ser algo más que vivir por y para el capitalismo” (a/
Echeverría, 1998). En el ethos barroco existen, entonces, diferentes posibilidades de
ejercer esa ruptura, entre las cuales tenemos el juego, la fiesta y el arte; dimensiones
que comparten entre sí el rasgo común de una búsqueda o persecución obsesiva de
restablecimiento de los sentidos de la vida frente a la artificialidad productivista que
se impone, aísla y oprime a los seres humanos. Por ello: El Juego, nos dice Echeverría
(a/1998), se presenta como esa ruptura que muestra la intención autocrítica de la
cultura, que consigue que se inviertan, aunque sea por unos instantes, los papeles
que el azar nos ha impuesto. El momento lúdico trae consigo el placer de la
experiencia de una pérdida fugaz de todo soporte; la instantánea convicción de que
el azar y sus consecuencias pueden ser, en un momento dado, intercambiables.

La Fiesta, por su parte, como agrega Bataille (1971), es esa dimensión en la cual está
permitido -y en la que incluso se exige- aquello que en lo ordinario está excluido. La
transgresión en los momentos de la fiesta es justamente lo que le da su colorido y
que llama nuestra atención. Es una ceremonia en donde la experiencia de un trance
o de delirio son indispensables para la constitución de la ruptura con el tiempo
cotidiano. Si no hay este traslado, si el paso de la conciencia rutinaria a la conciencia
de lo extraordinario no se da mediante una sustitución de lo real por lo imaginario,
no hay propiamente una experiencia festiva. Por ello, no hay sociedad humana que
desconozca o prescinda del disfrute de ciertas substancias potenciadoras de la
percepción, o hasta incluso, incitadoras de la alucinación. Gracias a estas
substancias, los seres humanos violentan su existencia orgánica, obligándose a dar
más de sí, a rebasar lo requerido por su simple animalidad para desde allí, poder
percibir algo que en estado consciente (o de fijación productivista) nos estaría
siempre vedado (a/ Echeverría, 1998). Muchas veces es en la dimensión festiva
donde lo imaginario da refugio a lo político y donde la actitud anticapitalista está
omnipresente. (Echeverría, 2011).

El caso del Arte es, sin embargo, completamente diferente a las dos anteriores. Con
el arte se intenta de revivir esas experiencias de plenitud de la vida; pero ya no
mediante el recurso a esas ceremonias o ritos sino a través de sus propias técnicas,
dispositivos e instrumentos, que nos invitan a apreciar otras dimensiones de la
vida que la rutina obstruye, silencia, posterga, o calla. Desde esta perspectiva el
ethos barroco inventa mundos imaginarios para poder afirmar el “valor de uso” en
medio del reino del “valor de cambio”. El ethos barroco se percibe, entonces, como
esa vocación extra-ordinaria de provocar experiencias estéticas, logrando
proporcionar al resto de la comunidad oportunidades de vida y de goce, incluso en
ocasiones de excepcional miseria. Es una forma de re-componer las relaciones
sociales de un modo no mercantilizado para que se regenere y alegre la vida
mediante la irrupción del tiempo de lo extraordinario en el tiempo de la rutina,
recuperando por unos instantes para la comunidad, oportunidades de vivir la vida
por fuera de las restricciones propias del ethos realista

Conclusión:

A partir del repaso de las dinámicas del ethos barroco, podemos darnos cuenta de
que no existe una modernidad monolítica o única. Esta modernidad trágicamente
regida por el capitalismo, que se pretende irrebasable, insuperable y al mismo
tiempo natural, tiene varios matices y uno de ellos resulta ser el ethos barroco.
Ethos, que por sus características históricas, tiene entre sus cualidades originales el
deseo de no perder o no sacrificar su relación con el valor de uso, o su relación con
las diferentes dimensiones que son posibles únicamente a partir del tiempo extra-
ordinario. Ethos que nos muestra al mismo tiempo que el mundo puede ser
completamente diferente, puede ser rico cualitativamente, y que a esa riqueza se la
puede rescatar. Sin embargo, como nos recuerda Echeverría, el ethos barroco no es
una solución, no conduce hacia la revolución. Es una resistencia al capitalismo que
no implica su destrucción. Es un modo de vivir y hacer de alguna forma más vivible
la vida dentro de un sistema opresor (de lo natural, de lo humano, de la vida, etc.).
No es una propuesta, ni una estrategia, y ni siquiera un proyecto de transformación.
Este es su gran problema, que se mantiene como un ethos conservador, que no logra
rebelarse del todo contra el capitalismo, juega con él, muy a pesar de que insista en
la recuperación de los valores de uso y del tiempo extra-ordinario. No obstante, a
este ethos barroco se lo puede asociar de algún modo a una de las formas de ser de
izquierda, ya que de una cierta forma, aunque muy mínima, logra imponer una
actitud de resistencia a la vorágine del esquema civilizatorio de la modernidad
capitalista, así sea ésta en lo íntimo o en lo público (Echeverría, 2007).

La propuesta radical de izquierda, como subraya Echeverría, debe insistir en la


búsqueda y puesta a punto de una salida de esta versión de la modernidad, una
salida que nos conduzca a una modernidad verdaderamente alternativa, post-
capitalista, y no en la búsqueda de un nuevo reacomodo dentro de ella. Lo
fundamental de una modernidad alternativa, entonces, es replantear la idea de un
proceso de reproducción social en el que se persista en la necesidad de rescatar la
autarquía del sujeto humano, es decir, su capacidad de autodefinirse, de
autorrealizarse, de autoproyectarse, evitando a toda costa que se entregue esta
capacidad que es lo más íntimo y fundamental del sujeto humano, al mundo de las
cosas, a la acumulación capitalista de la riqueza abstracta. Por ello, lo primero que
tiene que ser la izquierda es, ante todo, anticapitalista (Echeverría, 2011).

La revolución implica entonces no aprender a vivir dentro del capitalismo,


sino transformarlo, subvertirlo.

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