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La Constitución del 91
El período empezó, sin embargo, bajo buenos auspicios: la
Constitución de 1991, que fue la primera de la historia del país
redactada por consenso y no como resultado de la victoria militar
de un bando político. Todos estuvieron representados entre los
setenta constituyentes, incluyendo a los grupos guerrilleros recién
desmovilizados, pero no a las Farc, por entonces en tregua. (Y el
mismo día de las elecciones de constituyentes su campamento
central en Casa Verde fue bombardeado por el ejército, lo cual
rompió la tregua). Y se dibujaron tres fuerzas, numéricamente
comparables: liberales, conservadores —partidos en sus dos viejas
facciones, laureanista (dirigidas por Álvaro Gómez) y ospinista (en
torno a Misael Pastrana)—, y la guerrilla desmovilizada del
M-19. La abstención fue sin embargo arrolladora: sólo hubo dos
millones de votos.
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De ahí salió la Constitución más larga del mundo: 380 artículos
y 60 disposiciones transitorias. A lo que hay que sumar las 31
reformas y añadidos que ha tenido en 26 años, incluyendo la que
autorizó la reelección presidencial de Álvaro Uribe y la que luego
prohibió de nuevo la reelección presidencial posterior a la de Juan
Manuel Santos.
Plata o plomo
Para cuando se convocó la Constituyente en 1991 habían sido
asesinados más de tres mil militantes y casi todos los dirigentes de la
Unión Patriótica, el partido político surgido de la tregua con las
Farc. Del MAS (Muerte A Secuestradores), fundado por los narcos,
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se había pasado a centenar y medio de organizaciones armadas
contraguerrilleras, calificadas de brumosas “fuerzas oscuras” por
los gobiernos, pero que en vista de sus relaciones con los militares
empezaron a ser llamadas paramilitares y a lograr una organización
nacional bajo la dirigencia de los hermanos Castaño (Fidel, Carlos
y Vicente), que habían sido primero amigos, luego enemigos y
finalmente sucesores de Pablo Escobar cuando este cayó acribillado
a tiros en los tejados de Medellín en diciembre de 1993.
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Pero eso fue sólo la culminación de un proceso que venía de atrás:
los narcotraficantes Carlos Lehder, Pablo Escobar, Gonzalo
Rodríguez Gacha, llevaban ya muchos años financiando campa-
ñas electorales de políticos a todos los niveles, desde las de concejales
municipales hasta las de presidentes de la República. Y el resultado de
la corrupción de la política: las elecciones se compran con dinero
cuando desaparecen los partidos políticos como vehículos de
ideologías o de intereses sectoriales o de clase y se convierten en
meras empresas electorales, en maquinarias de generar votos.
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En realidad se trataba de un engaño deliberado por parte y parte.
Las guerrillas aprovecharon la zona de despeje para fortalecerse y
enriquecerse, pues los secuestros extorsivos, el boleteo y su creciente
participación en el negocio del narcotráfico continuaban en el resto
del país, por fuera de la vasta zona de seguridad del despeje militar.
Y el gobierno puso en marcha el Plan Colombia de cooperación
militar con los Estados Unidos acordado con el presidente Bill
Clinton, en teoría para el control militar del narcotráfico y en la
práctica para la lucha contraguerrillera: una primera cuota de 1.300
millones de dólares en el primer año para modernizar el aparato
bélico (aviones, helicópteros de combate, lanchas acorazadas,
bombas inteligentes, información satelital, radares) y duplicar el pie
de fuerza, que a mediados del gobierno siguiente (el de Uribe)
llegaría al cuarto de millón de hombres.
El Uribato
“Mano firme, corazón grande”, anunció Uribe. Había practicado su
mano dura en Antioquia como gobernador, donde había presidido
la creación de setenta organizaciones cívicomilitares armadas
llamadas paradójicamente Convivir, que combatían con terror el
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terror de la guerrilla. Con el respaldo financiero del Plan Colombia
negociado por Pastrana con el presidente norteamericano Bill
Clinton, Uribe emprendió una política de guerra total contra las
Farc (y secundariamente contra el ELN) bajo el rótulo de “seguridad
democrática”. Hizo aprobar un impuesto de guerra. Duplicó el
pie de fuerza del Ejército y la Policía. Organizó una retaguardia
de “soldados campesinos”, y quiso, sin lograrlo por razones presu-
puestarias, respaldarla con un millón de informantes pagados.
Devolvió la presencia de la Policía a doscientos municipios que
carecían de ella. Y pronto se vieron notables resultados, en especial
en la recuperación del control de las carreteras troncales del país, en
las que la guerrilla practicaba mediante retenes móviles armados el
secuestro indiscriminado de viajeros, que llamaba “pesca milagrosa”.
En resumen, y aunque a costa de numerosos abusos y detenciones
arbitrarias, la “seguridad democrática” del presidente Uribe puso a
las Farc en retirada por primera vez en muchos años.
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Por la existencia del conflicto armado —que negaban el propio
Uribe y sus principales consejeros, para quienes lo que había en el
país desde hacía cuarenta años era simplemente “ narcoterrorismo”
dentro de un paisaje que no era de desplazamiento forzoso y masivo de
personas, sino de robusta y saludable “migración interna”—, Colom-
bia se convirtió en una excepción en la América Latina del momento,
donde proliferaban los gobiernos de izquierda: Venezuela, Ecuador,
Bolivia, Chile, la Argentina, el Brasil, Uruguay. La población colom-
biana siempre ha sido predominantemente reaccionaria, “un país
conservador que vota liberal”, lo definía con acierto el líder conserva-
dor Álvaro Gómez, sin precisar el motivo de ese voto contradictorio:
el miedo a los gobiernos conservadores; en respuesta al accionar
de las guerrillas, que se calificaban de izquierda, la derechización se
pronunció todavía más.
Hubo serios roces con los países vecinos, que mostraban tolerancia e
incluso complicidad con las guerrillas colombianas: con Hugo Chávez
y su socialismo del siglo XXI en Venezuela, con Rafael Correa por el
bombardeo a un campamento de las Farc.
La paz de Santos
En 2010 el presidente Uribe decidió lanzar la candidatura de
su exministro de Defensa estrella, Juan Manuel Santos, posible-
mente el más oligárquico de los candidatos: perteneciente a la
familia propietaria del poderoso diario El Tiempo y sobrino nieto
del difunto presidente liberal Eduardo Santos. Pese al apoyo de
Uribe, Santos sólo dificultosamente consiguió ganar las eleccio-
nes en segunda vuelta. Y de inmediato, tras proclamar que Uribe
había sido el mejor presidente de Colombia en toda su historia,
emprendió una política exactamente contraria a la suya. Ante lo
cual el ya expresidente Uribe, que seguía siendo inmensamente
popular, encabezó desde el Senado contra él la más acerba oposi-
ción vista en el país en más de medio siglo. Que se volvió frenética
cuando el nuevo presidente anunció que llevaba un año de
conversaciones secretas a cargo de su hermano, el periodista
Enrique Santos Calderón, exdirector de El Tiempo, destinadas
a buscar un acuerdo de paz con las Farc.
El acuerdo, por fin, fue firmado varias veces por el presidente Santos
y el comandante de las Farc, Rodrigo Londoño, “Timochenko”: en
La Habana, en Cartagena, en el Teatro Colón de Bogotá. Pero el
gobierno lo llevó a ser aprobado por el electorado en un plebiscito,
el 2 de octubre de 2016, y el NO ganó por una mínima diferencia.
Se le hicieron modificaciones al texto pactado, que fueron aproba-
das por el Congreso. Las Farc se desmovilizaron y dejaron las
armas, en una proporción de casi dos armas por cada combatiente.
Santos recibió en Oslo, donde había empezado todo, el Premio
Nobel de la Paz. Pero la oposición visceral de la extrema derecha, de la
derecha de la derecha, de la derecha guerrerista del expresidente
Uribe a la derecha moderada y civilizada representada por Santos,
siguió enredando las cosas. Álvaro Uribe, copiando las tácticas de
Laureano Gómez de ochenta años antes contra la República Liberal,
y usando los mismos métodos —salvo el de la violencia física—, ha
conseguido, como aquel, “hacer invivible la república”.
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La guerra y la paz
No es fácil encontrar un personaje que resuma lo que han sido los
últimos treinta años trágicos y cómicos de nuestra historia. Tal vez
la Virgen de los sicarios de la novela de Fernando Vallejo, a quien
van a dar gracias los aprendices de asesinos. Los protagonistas son
demasiado numerosos, tanto físicos como simbólicos. Hay uno que
podría ser colectivo y abstracto: el vaivén entre la inclinación por la
guerra y la preferencia por la paz, que ha producido la zigzagueante
conducta de todos los gobiernos de estas tres décadas: la sucesión de
ofensivas frontales y tentativas de apaciguamiento con los narcos,
con los paramilitares, con las guerrillas insurgentes.
¿Es muy triste todo esto? Sin duda. ¿Y alguien tiene la culpa? Yo
creo que sí: quienes han dirigido o pretendido dirigir el curso de
nuestra historia. Los que han tenido en sus manos, para decirlo
con la solemnidad pomposa que ha caracterizado su prosa, el timón
de la nave del Estado. Es decir, las oligarquías a las que se refiere el
título de este libro. En el epígrafe del capítulo trece cité una frase
reveladora dicha por quien fue tal vez el más lúcido de los estadistas
colombianos de los últimos cien años, el para entonces expresidente
de la República Alfonso López Michelsen. Interrogado por el periodista
Enrique Santos Calderón en su libro-entrevista Palabras pendientes
sobre si se consideraba en algo responsable de la situación del país
a finales del siglo XX, respondió con cínica sencillez: “Si soy
responsable, no me doy cuenta”.
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