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Explicar qué es la libertad.

La razón es capaz de deliberar opuestos, la naturaleza, la materia va


a una cosa, necesariamente realiza un tipo de actos a los que está determinados, no puede
hacer otra cosa. En cambio, en los seres racionales, es decir, aquellos que poseen dimensión
espiritual, son capaces de tener en cuenta opuestos, distintas posibilidades.

Algunos piensan que el fin de la libertad es escoger, es decir, que si no somos capaces de
escoger, no somos libres. Según este presupuesto, el hombre solo es libre si puede escoger el
bien y el mal, aunque lo recomendable es que opte por el bien. Sin embargo, este concepto de
libertad no se sostiene y no lo hace porque entonces, Dios, que no puede hacer el mal nunca,
no sería libre.

Algo falla. Aquí lo que falla es que la libertad no tiene como su objeto escoger entre el bien y el
mal, sino escoger el bien. Lamentablemente, en consecuencia, los seres no perfectos (como los
hombres o los ángeles), como tienen una razón, voluntad y libertad que no son perfectas,
puede hacer el mal. Dios, como es perfecto, tiene una razón, una voluntad y una libertad
perfecta, no puede hacer el mal (que es ausencia de bien, ausencia de perfección).

Entonces, una libertad imperfecta como la del hombre que incluye, desgraciadamente, la
posibilidad de hacer el mal, es una libertad que falla en su fin, que es la consecución del bien.
De ahí que, cuando libremente, hacemos las cosas mal, perdamos libertad. El mal es una
libertad que ha fallado en realizar el bien y que por tanto, tiene como consecuencia una
pérdida de libertad. El que se levanta tarde, se encadena, el que bebe se encadena, el mal
encadena y nos hace perder libertad. Es absurdo e irracional, hasta el extremo, hasta el
suicidio (reivindicar libertad para acabar con la libertad). El mal es absurdo e irracional y
quiebra todo nuestro ser, hasta forzar entendimiento y voluntad.

Sin embargo, el concepto intuitivo que todos manejamos es que la libertad que incluye la
posibilidad de hacer el mal, si no, no somos libres. Algunos se preguntarán que tiene que ver
todo esto con la familia. Y lo verán enseguida, porque los ataques a la familia (en realidad al
hombre mismo) se hacen hoy, en nombre de la libertad.

Desde hace ya cientos de años, el proyecto moderno reivindica una libertad sin verdad
(inteligencia) y sin bien (voluntad) como pura autodeterminación de los deseos del sujeto. Este
es el mismo grito de la serpiente en el paraíso: sé libre, libérate de la realidad que te ha
constituido, de su bien, de su verdad, sé tú tu propio Dios, conforme a lo que tú quieras.
Constrúyete a ti mismo. Este es el proyecto moderno.

El proyecto moderno ha ido avanzando, pues, desligándose de toda realidad y de toda razón:
todo deseo tiene que ser reconocido y procurado: si lo deseo, ¿por qué no lo puedo lograr?
Porque lo que importa no es tanto si uno lo desea, sino si realmente es bueno aquello que
desea.

De principio, nos resultan a todos desconcertantes e incluso repugnantes algunas conclusiones


del entramado deseo-lo quiero que intenta atacar esa realidad y a la naturaleza de las cosas y
por tanto, a la familia. Y el hombre puede desear cosas que rompen con su realidad, como es
la de ser hijo de Dios. En esta ruptura con la realidad, la familia es uno de los últimos frentes
de ataque para que el individuo (la persona no es individuo) quede sola desamparada.

Hay gente, que se quiere casar con una estación de tren, con personas del mismo sexo o
consigo mismo o con varios (tras el matrimonio homosexual en España, los musulmanes
pidieron la poligamia), otros volverse a casar tras volver a prometer amor eterno a otras
personas, otros casarse con cosas o con animales, otros desean ser mujeres cuando son
hombres y viceversa, otros quieren tener menos años y que se lo reconozcan en el dni o
convertirse en tigres. Unas nos pueden parecer más lógicas que otras, pero en el fondo, el
modus operandi de su justificación es el mismo: lo deseo, lo quiero, es mi libertad. Y el hombre
puede desear infinitas cosas. Por ejemplo, si se rompe con la realidad dual del hombre como
ser masculino y femenino y lo liga a sus deseos, pueden existir infinitos géneros. De hecho, un
experto en la ONU ya acepta la existencia de hasta 112 géneros. Como se dice, es ampliable
hasta infinito.

Esto, además de ser un grave error social que termina en una locura y el caos como individual
y común, es un hecho, no podemos ser ingenuos, que tiene un origen demoníaco, porque la
libertad concebida de tal modo y esa ruptura con la realidad, la verdad y el bien tienen un
origen luciferino, aunque los instrumentos de los cuales se sirve puedan ser muchas veces no
sean conscientes de ello. Es la cultura del relativismo, en la que todo depende de los deseos y
de las voluntades (que al final queda, en la voluntad del más fuerte). Es el más fuerte, en la
economía, en la política, el que se impone. Es la ley de la selva, la cual está muy bien para la
selva (el león más fuerte es el que tiene que reproducirse, pero no lo es para el hombre. No se
puede acusar a las personas, pero sí a las ideas, hay que ser duro con el pecado, con el error,
pero indulgente con el pecador, no sabemos (ejemplo de un homosexual).

Ahora bien, ¿por qué esa obsesión del diablo con la familia? Obviamente, porque la familia es
clave para la difusión de la buena noticia a todos los hombres. Porque todos los hombres
hemos nacido y crecido en una familia, aunque sea ésta imperfecta y porque éste es el ámbito
normal de transmisión de la fe (sacerdote copto y musulmanes). “Ayudar a al matrimonio es
uno de los mayores servicios que se pueden prestar hoy día al bien común y al verdadero
desarrollo de los hombres y de las sociedades, así como la mejor garantía para asegurar la
dignidad, la igualdad y la verdadera libertad de la persona humana”.

En efecto, la familia es una Iglesia doméstica. El matrimonio, compuesto naturalmente de


hombre y mujer responde a las estructuras más íntimas del ser humano, como dice
Benedicto XVI: “El matrimonio y la familia no son en realidad una construcción
sociológica casual (si fuese una construcción pudieran construirse otras) fruto de
situaciones históricas, culturales o económicas”. Y por supuesto, desde el génesis, el
hombre lleva el sello de Dios, imago Dei, a imagen y semejanza de Dios y los creó
hombre y mujer, y estableció alianza entre los hombres y Dios y entre el hombre Adán
y la mujer Eva, alianza perpetua y les dio el mandato de creced y multiplicarse”. Son
múltiples los puntos bíblicos que destacan el carácter positivo que tiene el hecho del
matrimonio y la sexualidad. “Y Dios los bendijo y les dijo: sed fecundos y multiplicaos,
llenad la tierra y sometedla” (Gn 1, 28): No es bueno que el hombre esté solo” “Por eso
deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer y se hacen una sola carne
(). En el principio este era el plan de Dios.

La alianza entre hombre y mujer es una participación de la alianza entre Dios y los hombres
(alianza nupcial, según el catecismo, 1612), irrompible, por mucho que nos empeñemos. El
hombre puede intentar romperla, hacer como si lo pudiese hacer, el divorcio es un quiero y no
puedo, una falsificación, ya que las alianzas que tienen el sello divino tienen la característica de
la eternidad y no pueden romperse. Dios no puede dejar de amar. Ha establecido con nosotros
una historia de salvación, una historia de amor, una historia de alianza.
Y dice Benedicto XVI: “En efecto, la revelación bíblica es, ante todo, expresión de una historia
de amor, la historia de la alianza de Dios con los hompres; por eso, la historia del amor y de la
unión de un hombre con una mujer en la alianza del matrimonio pudo ser asumida por Dios
como símbolo de la historia de la salvación”.

El matrimonio y la familia son de Dios, proceden de él y son co-partícipes de la relación misma


presente en el núcleo de Dios. Dios, padre, hijo y Espíritu Santo forman esa Trinidad, esa
comunión de amor perfecta, esa comunicación sin restricción. Comunicación, sí, porque el
verbo es expansivo, fecundo (en arjé en o logos). Si no hay fecundidad, no hay verdadera
comunicación, ni verdadero amor.

Por eso, muerta la familia, muere Dios y al revés, si muere Dios, muere la familia. Y dice
Benedicto XVI: “En nuestro tiempo, como ya sucedió en épocas pasadas, el eclipse de Dios, la
difusión de idologías contrarias a la familia y la degradación de la ética sexual, están vinculados
entre sí. Y del mismo modo que están en relación el eclipse de Dios y la crisis de la familia”.

La familia como Iglesia y la Iglesia como familia

El concilio vaticano II la expresión de la familia como Iglesia doméstica. En Lumen Gentium


manifiesta que los “padres han de ser para los hijos los primeros predicadores de la fe tanto
con su palabra como con su ejemplo, estimulando a cada uno en su vocación y prestando
atención especial a las vocaciones consagradas. Cumplirá con esta misión si, por la piedad
mutua de sus miembros y la oración dirigida a Dios en común, se presenta como santuario
doméstico de la Iglesia”.

En efecto, si la Iglesia es el lugar en el cual se transmite la fe, la familia no deja de ser la Iglesia
doméstica, una dimensión más de la Iglesia. Cuando estamos en la casa, estamos en la Iglesia.
Cuando estamos en la Iglesia mostramos respeto, un cuidado a las cosas y a los demás que nos
hace percibir que ahí está la presencia del misterio con mayúsculas. Lo mismo sucede en
nuestra casa. No podemos actuar sino de la misma manera, contemplando el amor y el
misterio de Dios encarnado en cada uno de los miembros de la familia. No nos lo terminamos
de creer, pero es verdad. En nuestra casa permanecemos en la Iglesia, en el amor de Dios que
nos abraza como abrazamos al niño pequeño desvalido, así nosotros somos balanceados por el
amor de Dios. ¿Cómo nos podemos quejar de que nuestros hijos no vayan a la Iglesia si entre
nosotros no hay piedad ni amor, si nosotros mismos no vivimos en la Iglesia doméstica? Si solo
vamos a la Iglesia el domingo y el resto de la semana no permanecemos en la Iglesia, ¿cómo
nos quejamos entonces sobre nuestros hijos? En cierto sentido hay más coherencia en ellos
que en nosotros.

Esto ya está en la Iglesia desde los orígenes mismos de la Iglesia. Son San Juan Crisóstomo y
San Agustín quienes usan esta expresión de la familia como imagen doméstica: modelo de
entrega, caridad, servicio y hospitalidad, la mesa de la palabra, el testimonio de la fe y de la
presencia de Cristo. Modelo de acogida divina, al otro en cuanto otro. NO importan los
criterios de ser guapo, alto, listo, exitoso o tantos criterios humanos que califican a las
personas en su ámbito exterior. Se le quiere a la persona por la persona, a imagen de como
Dios nos quiere a nosotros. Dios lo ha querido así, ha querido que su amor sea conocido a
través de nosotros, de los esposos y de los hijos. Para los hijos, sus padres son Dios, son reflejo
del amor de Dios. Los hijos conocen quién es Dios y su amor a través del amor de los padres. Si
no es así, a un hijo se le dificulta (no se le imposibilita amar a Dios) conocer a Dios.
Principalmente si los padres no se aman. Los padres son origen de los hijos tal y como lo es
Dios, aunque de modo distinto. Somos co-partícipes del poder creador de Dios y por tanto,
verdadero reflejo del amor de Dios. Si aquellos que son su origen o no están o no se aman, las
conclusiones parecen inevitables. Por el contrario, si los esposos se aman y aman a Dios,
irradian la luz de Dios, el camino de conocer el amor de Dios se encuentra allanado. Qué difícil
es creerse que Dios nos ama si no lo hemos visto en nuestros padres y qué difícil es alejarse del
amor de Dios si ya lo hemos conocido.

No es que la familia sea sólo el lugar donde se contribuye a crear nuevos cristianos, sino que la
familia es imagen y representación del misterio mismo de la Iglesia, es una iglesia en
miniatura. Porque también la Iglesia es una familia en cuanto se da una relación esponsal que
nos alcanza: la Iglesia misma es la esposa de Cristo. Pablo en la carta a los efesios: “Maridos,
amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para
santificarla” y más adelante “Gran misterio es éste, lo digo con cristo respecto a la Iglesia”
Somos verdaderos hermanos incorporados a la vida misma de Dios, a su comunión de amor.
No sólo existe un vínculo sociológico o jurídico que nos une, sino un verdadero vínculo
sacramental gratuito, pura gracia, puro amor regalado gratis, unidad en el bien, en el amor,
que es el vínculo más profundo y estructural.

“Al modo amoroso en que la Iglesia pertenece a cristo y como él la ama, la familia cristiana se
encuentra unida a la Iglesia de Cristo. Y así es como la familia cristiana es manifestación y
testimonio de la Iglesia. Como la Iglesia es signo y sacramento de cristo, así también la familia
cristiana es sacramento de Cristo. Revela y recuerda el misterio de Cristo y su Iglesia”.

Entonces, si la familia participa del mismo ser de Cristo, sacerdote, profeta y rey, tiene las
mismas funciones del propio Jesucristo: función sacerdotal, función profética y función real.

a) Función profética en cuanto destinado a ser verdadera comunidad evangelizadora. La


familia, pues, tiene la misma misión evangelizadora encomendada a la misma Iglesia:
“La familia fundada en el sacramento del matrimonio es comunidad evangelizadora.
Como la Iglesia, está llamada a acoger, irradiar y manifestar en el mundo el amor y la
presencia de Cristo”. Es el mandato del testimonio, de ser testigos, de anunciar el
evangelio, aunque para eso hay que conocerlo.
b) Función sacerdotal basada en el sacerdocio común de todos los fieles cuya misión
radica en el amor de Dios, en crear una verdadera comunidad de diálogo de escucha
de la palabra, del logos divino, del verbo.
c) Función real en cuanto el amor implica fecundidad, apertura al otro, capacidad de
servirle y amarle, auténtica prueba de fuego de que la función profética y sacerdotal se
ejercen de verdad, son auténticas y no puros soplos de voz.

La familia y la Iglesia forman comunidades esponsales, pero también esa esponsalidad se


manifiesta no sólo universalmente, sino también en cada una de las comunidades
parroquiales: “De todo ello se deriva una consecuencia evidente: la familia y la Iglesia, en
concrreto, las parroquias y las demás comunidades eclesiales están llamadas a una estrecha
colaboración para cumplir la tarea fundamental, que consiste inseparablemente en la
formación de la persona y la transmisión de la fe”.

Así como la familia divina es una comunidad de personas en el amor, lo es cada familia
cristiana. Una comunidad de relaciones personales en las que el tú y el yo crean un nosotros.
Como dice el catecismo de la Iglesia católica, 2205 “la familia es una comunión de personas,
reflejo e imagen de la comunión del Padre, del hijo y del espíritu santo”, de tal modo que “la
familia fundada sobre el matrimonio es imagen, al igual que la Iglesia del ser único de Dios en
las tres personas divinas”.

Un hogar donde vivir realmente el hecho de ser hijo (todos somos hijos de Dios, todos somos
hijos) e incorporados a Cristo por el bautismo, somos auténticamente hermanos. Como
recuerda el Catecismo en el punto 1617, “toda la vida cristiana está marcada por el amor
esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio
nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas que precede al banquete de bodas, la
Eucaristía”. Y además es el lugar en el cual eligió nacer Cristo.

“La familia cristiana es llamada Iglesia doméstica porque manifiesta y realiza la naturaleza
comunitaria y familiar de la Iglesia en cuanto familia de Dios. Cada miembro, según su propio
papel ejerce el sacerdocio bautismal contribuyendo a hacer de la familia una comunidad de
gracia y oración, escuela de virtudes humanas y cristianas y lugar del primer anuncio de la fe a
los hijos.”

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