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TRIDUO PASCUAL
Y
TIEMPO DE PASCUA

Jesús A. Hermosilla
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Jesús A. Hermosilla García

TRIDUO PASCUAL
Y
TIEMPO DE PASCUA

Humocaro Alto (Lara-Venezuela) 2018


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PRESENTACIÓN

Después de los anteriores folletos Adviento y Navidad y Cuaresma,


tienes ahora en tus manos, querido lector, este sobre el Triduo
pascual y el Tiempo de Pascua. Al igual que los anteriores, ha sido
elaborado recopilando temas de retiros y de formación, lecturas
personales y otros recursos usados en actividades pastorales.
Vuelvo a recordarte que es un material complementario a la lectura
y meditación personal de los textos litúrgicos de este tiempo y
destinado a la lectura espiritual.
Como recoge el título, podríamos dividirlo en dos grandes bloques:
uno, más reducido, sobre el Triduo pascual y otro, más extenso,
sobre el Tiempo o cincuentena pascual. Este, a su vez, gira en torno
a dos o tres temas principales: Jesucristo resucitado y su presencia
en medio de nosotros, nuestra condición de bautizados y el Espíritu
Santo y su acción en el creyente. Al final, un modelo de Via lucis te
invita a rezar cada día este nuevo ejercicio de piedad.
El Triduo pascual es el centro de todo el año litúrgico. Sobre él
encontrarás dos introducciones, la segunda una catequesis del Papa
Benedicto XVI; van precedidas de un breve apunte sobre la Semana
Santa. El viernes o sábado santo puedes leer la síntesis de otras
catequesis de Juan Pablo II sobre las últimas palabras de Jesús en la
cruz. Una breve reflexión y un cuentecito te ayudarán a la
evaluación personal.
La celebración de la Vigilia pascual, madre de todas las vigilias, nos
introduce en los cincuenta días de pascua, tiempo especial de
encuentro con el Señor Resucitado. Después de una introducción a
este tiempo, van intercalándose temas más largos sobre los diversos
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modos de presencia de Cristo resucitado y recursos más concisos


para la oración o la reflexión, así como pasajes de los sermones de
san Bernardo. Puesto que el tiempo pascual es tiempo sacramental
por excelencia, podrás encontrar temas para profundizar en la
realidad bautismal y en una mejor vivencia de la Eucaristía.
He tomado varios apartados del Directorio sobre la piedad popular y la
liturgia, de la Congregación para el culto divino, para enmarcar en
el tiempo pascual algunas devociones como el mes de mayo a
María o la novena de pentecostés. Dos temas tratan de la presencia
de María con los apóstoles a la espera del Espíritu Santo: uno del
Papa Benedicto XVI y otro del P. R. Cantalamessa (no oculto mi
simpatía hacia él, compartida con algunos de mis lectores). Así nos
vamos introduciendo en los últimos días del tiempo pascual que
nos disponen a recibir el gran don del Resucitado: el Espíritu Santo.
Sobre el Espíritu Santo encontrarás cuatro temas más extensos: uno
sobre los frutos, otro –resumen de unas catequesis de Juan Pablo II-
sobre los siete dones y otros dos que tratan de la presencia y acción
del Espíritu Santo en la Liturgia y, particularmente, en la Eucaristía.
También, intercalados en estos apartados, podrás leer a san
Bernardo, fragmentos de himnos litúrgicos y oraciones al Espíritu
Santo, así como una breve introducción a la vigilia de pentecostés.
No falta tampoco, en algunos momentos, la voz sugerente y
apasionada del Papa Francisco. Por tratarse de una recopilación de
material variado, hallarás ciertas repeticiones. Algunas están ahí
intencionadamente como ayuda para profundizar en la misma
realidad desde otras luces o punto de vista.
“Con su muerte y resurrección, Jesús muestra a todos la vía de la vida y la
felicidad: esta vía es la humildad, que comporta la humillación. El orgulloso
mira «desde arriba hacia abajo», el humilde, «desde abajo hacia arriba»”
(Francisco, día de Pascua de 2015)
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LA SEMANA SANTA
¿Qué es la Semana Santa? La semana que va desde el Domingo de
Ramos hasta el Domingo de Pascua de Resurrección. Incluye los
últimos días de la Cuaresma (Domingo de Ramos, lunes santo,
martes santo, miércoles santo y la mañana del jueves santo) y el
Triduo pascual (desde el jueves santo por la tarde al domingo).
Domingo de Ramos en la Pasión del Señor. Ya el título nos indica
el doble motivo celebrativo de hoy. Entrar en la ciudad: En la
primera parte de la celebración, hacemos memoria, con la procesión
de los ramos, de la entrada de Jesús en Jerusalén. La Iglesia nos ha
invitado a todos, durante la cuaresma, a volver a la ciudad, a entrar
en la casa (Iglesia); el pecado nos había alejado, la gracia cuaresmal
ha suscitado en nosotros el deseo de volver a la casa paterna. Y
ahora, reconciliados con Dios y unidos a todos nuestros hermanos,
acompañamos a Jesús a Jerusalén. Entramos con él.
Para morir con Él: Ahora no podemos ser meros espectadores que,
a lo sumo, aplauden y vitorean al Maestro. Ahora estamos
llamados a acompañarle en la muerte y en la resurrección. La
Liturgia de la palabra de este domingo nos ofrece una vista
panorámica de lo que vamos a celebrar esta semana que llamamos
“santa” (santa porque nos quiere santificar): la Pascua de Nuestro
Señor, su paso de la muerte a la gloria, su fracaso humillante y su
triunfo glorioso.
El tercero de los Cantos del Siervo de Dios, del Libro del profeta
Isaías, nos presenta a un hombre atento al mensaje de Dios y
dispuesto a ponerlo en práctica; esta fidelidad le lleva a soportar
humillaciones y torturas, seguro de que Dios está con él y le dará
éxito. Esta certeza y fortaleza le lleva también a dar palabras de
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aliento a quien está abatido. ¿Cómo no ver en este hombre a Jesús


en su pasión? El himno de la carta a los filipenses, que escuchamos
en la segunda lectura, resume magníficamente la humillación y
exaltación de Cristo, su camino de descenso y de ascenso.
Todos los años se proclama hoy completo el relato de la Pasión de
nuestro Señor Jesucristo, cada año según uno de los evangelios
sinópticos, de acuerdo al ciclo litúrgico correspondiente (Mateo,
Marcos y Lucas). Él entró en Jerusalén aclamado por la multitud y
salió de la ciudad para ser crucificado, sepultado y, al tercer día,
resucitar. Así ha de vivir esta semana todo discípulo.
Lunes santo, martes santo y miércoles santo escuchamos
respectivamente, en la primera lectura de la Eucaristía, los tres
primeros cantos del Siervo de Dios (Is 42, 1-7. Is 49, 1-6. Is 50, 4-9a).
El evangelio de estos tres días se centra en la figura de Judas: en
Betania critica a María que toma una libra de perfume costoso y lo
derrama sobre los pies de Jesús, no –dice san Juan- porque le
importaran los pobres, sino porque era un ladrón. En el del martes,
Jesús declara que uno de sus discípulos lo va a entregar y, cuando
el traidor sale de la casa, anota el evangelista que “era de noche”.
En el del miércoles, vemos a Judas confabulándose con los sumos
sacerdotes para entregar al Maestro; Jesús lo desenmascara y le deja
claro que él se va libremente, porque así está escrito de él.
En algunos lugares, antiguamente, el jueves santo por la mañana
tenía lugar la reconciliación de los penitentes, en una ceremonia
presidida por el obispo. Aprovecha estos días tú también para
acercarte al sacramento de la Penitencia.
Actualmente el jueves santo por la mañana, o algún día antes por
motivos pastorales, se celebra en la catedral de cada diócesis la
Misa crismal. De ella hablaremos más adelante.
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EL TRIDUO PASCUAL
La liturgia católica llama triduo pascual a los tres días santos de la
pasión, muerte, sepultura y resurrección de nuestro Señor Jesucristo.
Va desde el jueves santo por la tarde-noche hasta el domingo de
Resurrección por la tarde-noche. El Triduo pascual es el centro del año
litúrgico. Son tres días celebrados como un solo día. A lo largo de ellos
vamos celebrando y contemplando todo el misterio pascual de Jesucristo,
desde la última cena hasta su resurrección y primeras apariciones a los
discípulos, pasando por su oración en el Huerto, su prendimiento,
condena, via crucis, muerte en la cruz y sepultura. La palabra que
resume todo es entrega. Y decir entrega es lo mismo que decir amor.
Entrega por amor para que el mundo pueda tener vida, Vida eterna. Hago a
continuación un breve comentario a las celebraciones de cada día,
especialmente a la liturgia de la Palabra.
[Antes de entrar en el contenido del Triduo, veamos una breve referencia a
la celebración que tiene lugar el jueves santo por la mañana en la catedral
de cada diócesis, presidida por el obispo y concelebrada por el presbiterio
diocesano. Se trata de la llamada Misa crismal; el nombre le viene de
que, en el transcurso de esa celebración, se consagra el santo crisma, que
se usará para ungir a los recién bautizados, administrar la confirmación,
ungir a los que son ordenados y también en la consagración de altares, y se
bendicen los óleos de los catecúmenos y de los enfermos. Además, en
esta celebración, los presbíteros renuevan las promesas que hicieron el
día de su ordenación. La Misa crismal es una de las expresiones
litúrgicas más destacadas de la Iglesia local o diócesis, compuesta por el
obispo con su presbiterio y todo el pueblo de Dios, que ha participado
también en el sacerdocio de Cristo por el bautismo.]
Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó
hasta el extremo
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Así comienza el evangelio de la Misa vespertina de la Cena del Señor,


el jueves santo por la tarde. La pasión, muerte y resurrección de Jesús
sucede durante los días de la fiesta de Pascua, la fiesta más importante de
los judíos que recordaba la liberación de los hebreos de la opresión de
Egipto. La primera lectura del jueves santo recuerda cómo fue la primera
cena de pascua y los prodigios que Dios iba a realizar aquella noche. “Es
la Pascua, el Paso del Señor. Yo pasaré esta noche”. También la
celebración del Triduo pascual es la Pascua, el Paso del Señor
renovándonos, dándonos vida eterna.
Discuten los entendidos en la Biblia si la llamada Última cena de Jesús fue
la celebración de la pascua judía u otra cena de despedida diferente. Lo
importante para nosotros es que, durante aquella cena, Jesús instituyó el
sacramento de la Eucaristía, cuando tomando el pan dijo a sus
discípulos: “tomen, coman, esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes”
y tomando el vino: “tomen, beban, este es el cáliz de mi sangre”. La
entrega que iba a hacer al día siguiente en la cruz, Jesús la anticipa y
perpetúa para siempre en la Eucaristía, memorial de su muerte y
resurrección. Por eso, cada vez que comemos de ese pan y bebemos del
cáliz, proclamamos la muerte del Señor hasta que vuelva; nos lo recuerda
San Pablo en la segunda lectura. Con el mandado “hagan esto en memoria
mía”, Jesús daba a los apóstoles el poder para hacer lo que él acababa de
realizar, por eso la Iglesia celebra también en esta tarde la institución
del ministerio sacerdotal sin el cual no habría Eucaristía.
“Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al
Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó
hasta el extremo”. El extremo será dar la vida en la cruz, pero antes va a
realizar un signo personal de ese amor con cada uno de los apóstoles,
rebajándose y poniéndose en actitud de siervo: lavarles los pies. El
lavatorio de los pies es, en el evangelio de san Juan, el gesto paralelo a la
institución de la Eucaristía en los otros evangelios. Es la entrega hasta el
extremo. Ambos signos –la eucaristía y el lavatorio- manda Jesús que
los hagan también sus discípulos. Sobre el primero les dice: “hagan esto
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en conmemoración mía”, sobre el segundo: “también ustedes deben


lavarse los pies unos a otros; les he dado ejemplo, para que lo que yo he
hecho con ustedes, ustedes también lo hagan”. Estos gestos de amor y
entrega van a ser confirmados poco después cuando les diga: “les doy un
mandamiento nuevo: que se amen unos a otros como yo les he amado.
La señal por la que conocerán que son discípulos míos será que se aman
unos a otros”.
No podemos entrar, en la tarde-noche del jueves santo, a celebrar el
misterio pascual de Cristo, si no estamos dispuestos a compartir sus
sentimientos y actitudes, dispuestos a dejarnos penetrar de su espíritu de
entrega, servicio, amor y rebajamiento. Eucaristía y servicio fraterno
son dos realidades inseparables: la Eucaristía bien vivida nos lleva al
amor fraterno, el amor y servicio al prójimo nos llevan a la Eucaristía.
La Iglesia nos invita, en la noche del jueves, a adorar al Señor presente en
la reserva de la Eucaristía y a acompañarle en su oración en el Huerto de
los Olivos.
Tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores
El día viernes miramos a la cruz. Meditamos la pasión de Jesús en el
rezo del Via crucis, en la lectura de alguno de los relatos de la pasión o
participando en alguna procesión y, sobre todo, en la celebración litúrgica,
en torno a las tres de la tarde, de La Pasión del Señor. Los días viernes y
sábado se practica el ayuno y no se celebra la Eucaristía.
La celebración litúrgica de esta tarde tiene tres partes: liturgia de la
Palabra, Adoración de la cruz y distribución de la comunión.
Comienza la celebración en silencio, con unos momentos de oración
durante los cuales el sacerdote que preside ora postrado en tierra.
En la liturgia de la Palabra, escuchamos el último de los Cantos del siervo
de Dios del Libro de Isaías, que profetiza la pasión y el triunfo del mesías.
Destaca el sentido expiatorio de sus sufrimientos: “Él soportó nuestros
sufrimientos y aguantó nuestros dolores, triturado por nuestros crímenes.
El Señor cargó sobre Él todos nuestros crímenes. Mi siervo justificará a
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muchos. Tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores”. “A


pesar de ser Hijo –nos dice la carta a los Hebreos, en la segunda lectura-
aprendió sufriendo a obedecer y, llevado a la consumación, se ha
convertido, para todos los que obedecen, en autor de salvación eterna”.
“Por nosotros y por nuestra salvación se hizo hombre… Por nuestra
causa fue crucificado” (credo). En nuestro lugar, en favor nuestro, a
causa de nuestros pecados. Contemplemos su pasión para crecer en fe y
arrepentimiento. “Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de
gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para ser socorridos en
el tiempo oportuno”.
En el centro de la liturgia de la Palabra de este día está la proclamación
de la Pasión según san Juan. Destaca en este relato la comparecencia de
Jesús ante Pilato, donde el Señor aparece como Rey. A medida que va
discurriendo este encuentro, se agiganta la figura de Jesús y decrece la del
gobernador. Jesús es Rey, pero su reino no es de este mundo. Su
autoridad no está en la fuerza sino en la verdad: “Tú lo dices: soy rey.
Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de
la verdad”. Es san Juan quien ha recogido las palabras de Jesús a su madre
y al discípulo amado: “mujer, ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre”.
La muerte de Jesús es descrita con estas palabras: “e inclinando la cabeza,
entregó el espíritu”; verdaderamente Jesús, al morir, nos entrega su
espíritu.
Esta primera parte de la celebración del Viernes santo termina con la
oración universal, una oración de los fieles más solemne y prolongada en
la que pedimos por la Iglesia, por el Papa, por todos los ministros y los
fieles, por los catecúmenos, por la unidad de los cristianos, por los judíos,
por los que no creen en Cristo, por los que no creen en Dios, por los
gobernantes y por todos los atribulados. Cristo ha muerto por todos y la
Iglesia ora para que a todos llegue la redención.
La Iglesia nos invita en este día a mirar a la cruz. Por eso, antes de la
adoración individual, se hace una presentación de la cruz durante la cual
por tres veces se canta “mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la
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salvación del mundo, venid a adorarlo” y por tres veces toda la asamblea
se arrodilla y adora en silencio. Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz
de nuestro Señor Jesucristo: en él está nuestra salvación, vida y
resurrección, él nos ha salvado y libertado. Después, cada fiel va pasando
en procesión ante la cruz y la venera por medio de una genuflexión (“al
nombre de Jesús toda rodilla se doble”), una inclinación u otro signo de
afecto. Mientras tanto, cantamos “tu cruz adoramos, Señor, y tu santa
resurrección alabamos y glorificamos. Por el madero ha venido la alegría
al mundo entero”.
La tercera parte, de la celebración del Viernes santo, es la
distribución de la sagrada comunión con las hostias consagradas en la
Misa de la Cena del Señor del jueves santo. Jesús, que entregó toda su
vida, hasta la última gota de sangre, en la cruz, se nos entrega ahora como
alimento de vida eterna y prenda de resurrección. Él es el Cordero
pascual entregado en sacrificio para quitar los pecados del mundo. Al
igual que el jueves, la celebración concluye en silencio, sin bendición,
como para indicarnos que el Triduo es como un solo día, como una única
celebración del misterio pascual. Antes, el presidente hace una oración
sobre el pueblo en la que pide que “venga sobre él tu perdón, concédele tu
consuelo, acrecienta su fe y consolidad en él la redención eterna”.
El sábado santo la Iglesia permanece en silencio junto al sepulcro,
unida a María. No hay celebraciones sacramentales (salvo la penitencia y
unción de enfermos en caso de emergencia). Únicamente mantiene el
ritmo del día la Liturgia de las Horas. A medida que avanza la jornada,
crece en intensidad la espera de la Resurrección del Señor.
¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha
resucitado
El Triduo pascual tiene su momento culminante y más intenso en la
celebración de la Vigilia pascual durante la noche del sábado al
domingo. “La Iglesia invita a todos sus hijos, diseminados por el mundo, a
que se reúnan para velar en oración”. La celebración de la Vigilia
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pascual tiene cuatro partes: lucernario o liturgia de la luz, liturgia de


la Palabra, liturgia bautismal y liturgia eucarística. El abundante
simbolismo requiere una atención especial y un volver sobre cada uno de
los ritos para no quedarse en lo anecdótico o superficial y vivir el
significado teológico y espiritual de cada momento.
La celebración ha de comenzar de noche. La noche es oscuridad,
tinieblas, es decir, luto, tristeza, ignorancia, pecado… La oscuridad de la
noche empieza a disiparse al encender y tomar fuerza el fuego de la
hoguera. “Oh Dios que, por medio de tu Hijo, has dado a tus fieles el
fuego de tu luz, enciende en nosotros deseos santos”. El fuego material es
un símbolo de la luz y glorioso resplandor de Aquel que resucita
victorioso del sepulcro, luz del mundo, luz que alumbra a todo hombre.
Del fuego bendecido se prende el cirio pascual que durante todo el tiempo
pascual nos recordará a Cristo resucitado. “La luz de Cristo, que resucita
glorioso, disipe las tinieblas del corazón y del espíritu”.
La procesión se pone en marcha hacia el interior del tempo. Es el pueblo
de Dios en camino, caminando a su luz y siguiendo a su Señor, en
medio de las tinieblas de este mundo. A la entrada del templo, cada uno
enciende su vela de la luz del cirio. La simbología bautismal es clara.
Somos hijos de la luz e hijos del día. Iluminados por Cristo el día de
nuestro bautismo, nos disponemos a celebrar su gloria y nuestra
participación en su resurrección, dispuestos a renovar después las
promesas bautismales.
Escuchamos expectantes el pregón pascual o anuncio solemne de la
resurrección del Señor. El pregón aclama “con todo el afecto del corazón
a Dios invisible, el Padre todopoderoso, y a su único Hijo, nuestro Señor
Jesucristo”, al mismo tiempo que canta la grandeza de esta noche, “noche
en la que, por toda la tierra, los que confiesan su fe en Cristo son
arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado, son
restituidos a la gracia y son agregados a los santos”. Noche en que Cristo,
“rotas las cadenas de la muerte, asciende victorioso del abismo”. Así canta
el pregón el poder santificante de esta noche: “esta noche santa
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ahuyentas los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los


caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a
los poderosos. En esta noche de gracia”.
La segunda parte es una larga liturgia de la Palabra, a lo largo de la cual
vamos recorriendo momentos significativos de la historia de la
salvación, de nuestra propia historia. “Escuchemos en silencio
meditativo –se nos dice- la Palabra de Dios. Recordemos las maravillas
que Dios ha realizado para salvar”. Son siete lecturas del Antiguo
Testamento, más la epístola y el evangelio. Cada lectura con un salmo
responsorial o unos momentos de silencio y una oración presidencial.
Veamos un breve apunte sobre cada una de estas proclamaciones.
Gn 1, 1-31; 2, 1-2. La creación. Dios crea… y recrea en Cristo. Gracias,
Señor, por la vida. Ser fecundos… Dominar: ser dueños, no esclavos.
Gn 22, 1-18. La prueba de Abrahán. Dios prueba… para bendecir y dar
fecundidad. Gracias, Padre, por la entrega de tu Hijo. ¿Qué “hijos” he de
sacrificar a Dios?
Ex 14, 15-15, 1. Paso del mar Rojo. Dios guía y abre caminos. Muestra
su gloria en la dificultad. Gracias, Señor, por la libertad. Somos
caminantes. Dios destruye al enemigo.
Is 54, 5-14. Dios desposa. Dios perdona. “Con misericordia eterna te
quiero, dice el Señor tu redentor”. Hace alianza perpetua. Dios embellece
a su pueblo. Hace prosperar.
Is 55, 1-11. Dios sacia el corazón del hombre. Hace alianza eterna. Da su
perdón. Envía su palabra eficaz: “así será mi palabra que sale de mi boca,
no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo”.
Ba 3, 9-15.32 – 4, 4. Dios corrige y da sabiduría. Perdón, Señor. He
abandonado la fuente de la sabiduría. Señor Jesús, sabiduría encarnada,
vivifícame. Quiero abrazarte.
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Ez 36, 16-29. Dios juzga (castiga) y se compadece. Muestra su santidad.


Purifica, recrea, nos hace nuevos infundiéndonos su espíritu. Somos tu
Pueblo. Nueva alianza.
Después de las siete lecturas del Antiguo Testamento, cantamos el himno
Gloria a Dios en el cielo, mientras suenan las campanas y se encienden las
velas del altar. Es el paso de la antigua a la nueva alianza.
Rom 6, 3-11. Dios nos sepulta y resucita con Cristo mediante el
bautismo. Andemos en una vida nueva. Muertos al pecado y vivos para
Dios. Gracias, Señor, por el bautismo.
Acabada la epístola, todos se levantan y el sacerdote entona solemnemente
el Aleluya pascual, que repiten todos varias veces, mientras se van
intercalando versículos del salmo 117 (118): “es el Señor quien lo ha
hecho, es un milagro patente”. La resurrección de Jesús, el milagro de
los milagros.
Concluyen las proclamaciones de la Palabra con el evangelio de la
resurrección, cada año según uno de los evangelios sinópticos, de
acuerdo al ciclo litúrgico. Las mujeres van al sepulcro el primer día de la
semana y lo encuentran vacío. Buscaban un muerto y les dicen que está
vivo. Desgraciadamente, mucha gente estos días de la Semana Santa viven
en la muerte o se quedan en cosas muertas: procesiones, imágenes,
encapuchados, tambores… olvidando que lo importante es Él,
encontrarnos con él, que ha resucitado y nos da vida nueva, vida eterna.
La tercera parte de la celebración de esta noche es la Liturgia bautismal.
La vigilia pascual es el momento más oportuno de todo el año para
celebrar la iniciación cristiana de adultos (bautismo, confirmación y
eucaristía) y el bautismo de niños. Si va a haber bautizos o, al menos, se
bendice el agua bautismal, comienza el rito con las letanías de los santos.
Todo bautizado en gracia es santo, llamado a la santidad plena. Invocamos
a quienes ya han llegado a la meta para que nos acompañen y ayuden. A
continuación se bendice el agua mediante una oración que va recordando
algunos momentos de la historia de la salvación en los que aparece el
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poder santificante del agua. “Que esta agua reciba, por el Espíritu Santo, la
gracia de tu Unigénito, para que el hombre, creado a tu imagen y limpio en
el bautismo, muera al hombre viejo y renazca, como niño, a nueva vida
por el agua y el Espíritu”. Después, cada bautizando adulto, o los padres y
padrinos en el caso del bautismo de niños, hace su renuncia al diablo y su
profesión de fe y es bautizado y confirmado.
Uno de los objetivos de la cuaresma era prepararnos para renovar las
promesas bautismales. En esta noche santa, con la vela encendida en la
mano, se nos invita a renovar “las promesas del santo bautismo, con las
que en otro tiempo renunciamos a Satanás y a sus obras y prometimos
servir fielmente a Dios en la santa Iglesia católica”. Si con toda sinceridad
y con contrición intensa renunciáramos esta noche al pecado,
recuperaríamos la santidad, no sólo la que se nos dio en el bautismo, sino
la que deberíamos tener de haber sido fieles a todas las gracias de Dios a
lo largo de la vida. La renuncia al pecado va seguida de la profesión de
fe en cada una de las Personas de la Santísima Trinidad, la Iglesia
católica, comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección
de la carne y la vida eterna. Profesar la fe es hacer consciente la relación
íntima, de comunión, que estamos llamados a vivir con cada una de las
divinas personas. Concluye la renovación de las promesas bautismales con
la aspersión del agua bendita sobre cada uno de los fieles, agua que lava,
agua que sacia, agua que une, agua que da fecundidad.
La última parte de la vigilia pascual es la Liturgia eucarística. Aunque
sea, tal vez, la más breve, es la más importante. Si bien el Resucitado ha
estado ya presente en la comunidad reunida, en la Palabra proclamada, en
los sacramentos de iniciación y en el sacerdote que preside, es ahora, en la
liturgia eucarística, cuando se nos muestra en todo su esplendor, en el
Pan partido y en la Sangre derramada. “Él es el verdadero cordero que
quitó el pecado del mundo, muriendo destruyó nuestra muerte y
resucitando restauró la vida” (prefacio). Celebramos la Eucaristía en la que
alcanza su culmen el Triduo pascual. No recordamos simplemente la
pasión, muerte, sepultura y resurrección de alguien lejano. Él está aquí,
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con nosotros, se nos “aparece”, podemos verle y tocarle. La Eucaristía es


el memorial del misterio pascual de Cristo.
“Celebremos la Pascua con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad”,
nos exhorta la antífona de comunión. Los nuevos bautizados se acercan
por primera vez a participar de la mesa del Pan de vida. Ya saben –y
sabemos todos los bautizados- dónde podemos alimentar la vida
bautismal y dónde se realiza el momento de encuentro más intenso con el
Resucitado.
El Triduo pascual no termina con la vigilia pascual sino en la tarde-noche
del domingo, con las segundas vísperas. La Misa del día de Pascua tiene
sus propias lecturas, las mismas para los tres ciclos litúrgicos.

CONTEMPLAND O A JESÚS EN SU PASIÓN Y


MUERTE
-reflexión-
1. “Me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20). ¿Crees de verdad que
Cristo te ama personalmente y se entregó, no sólo por todos en general,
sino por ti en particular? Habla con él sobre ello.
2. ¿Has leído alguna vez, durante esta cuaresma, alguno de los relatos de
la pasión del Señor? ¿por qué sí o por qué no? Si la has leído, ¿qué ideas,
sentimientos, deseos… ha suscitado en ti?
3. ¿Cuál suele ser tu actitud ante la cruz de cada día, la enfermedad, el
sufrimiento, las situaciones imprevistas y difíciles…? ¿reniegas? ¿oras?
¿aceptas? ¿con amargura? ¿la ves con ojos de fe? ¿ves la providencia de
Dios en ella?...
4. Lee despacio algún pasaje de la pasión del Señor.
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BENEDICTO XVI PRESENTA EL TRIDUO SANTO


Meditación en la audiencia general del 19 de marzo de 2008

Queridos hermanos y hermanas: Hemos llegado a la vigilia del Triduo


Pascual. Los próximos tres días son llamados comúnmente «santos»,
porque nos hacen revivir el acontecimiento central de nuestra
Redención; nos reorientan hacia el núcleo esencial de la fe
cristiana: la pasión, la muerte y la resurrección de Jesucristo.
Son días que podríamos considerar como un solo día: constituyen el
corazón y el fulcro (apoyo) de todo el año litúrgico, así como de la vida
de la Iglesia. Al final del camino cuaresmal, nos disponemos también
nosotros a entrar en el clima mismo que Jesús vivió entonces en
Jerusalén. Queremos despertar en nosotros la memoria viva de los
sufrimientos que el Señor padeció por nosotros y prepararnos para
celebrar con alegría, el próximo domingo, «la verdadera Pascua, que la
sangre de Cristo ha recubierto de gloria, la Pascua en la que la Iglesia
celebra la fiesta que constituye el origen de todas las fiestas», como dice
el prefacio para el día de Pascua del rito ambrosiano.
Mañana, Jueves Santo, la Iglesia hace memoria de la Última
Cena, en la que el Señor, en la vigilia de su pasión y muerte, instituyó el
Sacramento de la Eucaristía y el del Sacerdocio ministerial. En esa
misma noche, Jesús nos dejó el mandamiento nuevo, «mandatum
novum», el mandamiento del amor fraterno. Antes de entrar en el
Triduo Santo, aunque íntimamente ligado a él, tendrá lugar en cada
comunidad diocesana, mañana por la mañana, la Misa Crismal, en la
que el obispo y los sacerdotes del presbiterio diocesano renuevan las
promesas de la Ordenación. También se bendicen los óleos para la
celebración de los sacramentos: los óleos de los catecúmenos, los de los
enfermos, y el santo crisma. Es un momento particularmente
importante para la vida de cada comunidad diocesana que, reunida en
torno a su pastor, reafirma la propia unidad y la propia fidelidad a
Cristo, único sumo y eterno sacerdote.
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En la noche, en la misa en la Cena del Señor, se hace memoria de la


Última Cena, cuando Cristo se entregó a todos nosotros como alimento
de salvación, como medicina de inmortalidad: es el misterio de la
Eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana. En este sacramento de
salvación, el Señor ha ofrecido y realizado para todos aquellos que creen
en Él la unión más íntima posible entre nuestra vida y su vida. Con el
gesto humilde pero sumamente expresivo del lavatorio de los pies, se
nos invita a recordar lo que el Señor hizo a sus apóstoles: lavándoles los
pies proclamó de manera concreta el primado del amor, amor que se
hace servicio hasta el don de sí mismos, anticipando también así el
sacrificio supremo de su vida que se consumará el día después, en el
Calvario. Según una hermosa tradición, los fieles concluyen el Jueves
Santo con una vigilia de oración y de adoración eucarística para
revivir más íntimamente la agonía de Jesús en el Getsemaní.
El Viernes Santo es la jornada que recuerda la pasión, crucifixión
y muerte de Jesús. En este día, la liturgia de la Iglesia no prevé la
celebración de la santa misa, pero la asamblea cristiana se reúne para
meditar en el gran misterio del mal y del pecado que oprimen a la
humanidad, para recorrer, a la luz de la Palabra de Dios y ayudada por
conmovedores gestos litúrgicos, los sufrimientos del Señor que expían
este mal. Después de haber escuchado la narración de la pasión de
Cristo, la comunidad reza por todas las necesidades de la Iglesia y del
mundo, adora la Cruz y se acerca a la Eucaristía, consumiendo las
especies conservadas de la misa en la Cena del Señor del día precedente.
Como invitación ulterior a meditar en la pasión y muerte del Redentor y
para expresar el amor y la participación de los fieles en los sufrimientos
de Cristo, la tradición cristiana ha dado vida a diferentes
manifestaciones de piedad popular, procesiones y representaciones
sagradas, que buscan imprimir cada vez más profundamente en el
espíritu de los fieles sentimientos de auténtica participación en el
sacrificio redentor de Cristo.
Entre éstos, destaca el Vía Crucis, ejercicio de piedad que con el paso
de los años se ha ido enriqueciendo con diferentes expresiones
espirituales y artísticas ligadas a la sensibilidad de las diferentes
culturas. De este modo han surgido en muchos países santuarios con el
21

nombre de «calvarios» hasta los que se llega a través de una salida


empinada, que recuerda el camino doloroso de la Pasión, permitiendo a
los fieles participar en la subida del Señor al Monte de la Cruz, el Monte
del Amor llevado hasta el final.
El Sábado Santo se caracteriza por un profundo silencio. Las
Iglesias están desnudas y no están previstas liturgias particulares.
Mientras esperan el gran acontecimiento de la Resurrección, los
creyentes perseveran con María en la espera, rezando y meditando.
Hace falta un día de silencio para meditar en la realidad de la vida
humana, en las fuerzas del mal y en la gran fuerza del bien que surge de
la Pasión y de la Resurrección del Señor. Tiene una gran importancia en
este día la participación en el Sacramento de la reconciliación,
indispensable camino para purificar el corazón y predisponerse para
celebrar la Pascua íntimamente renovados. Al menos una vez al año,
tenemos necesidad de esta purificación interior, de esta renovación de
nosotros mismos.
Este Sábado de silencio, de meditación, de perdón, de reconciliación
desemboca en la Vigilia Pascual, que introduce el domingo más
importante de la historia, el domingo de la Pascua de Cristo. La Iglesia
vela junto al fuego nuevo bendito y medita en la gran promesa,
contenida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: la liberación
definitiva de la antigua esclavitud del pecado y de la muerte. En la
oscuridad de la noche, a partir del fuego nuevo se enciende el cirio
pascual, símbolo de Cristo que resucita glorioso. Cristo, luz de la
humanidad, despeja las tinieblas del corazón y del espíritu e ilumina a
cada hombre que viene al mundo. Junto al cirio pascual, resuena en la
Iglesia el gran anuncio pascual: Cristo ha resucitado verdaderamente, la
muerte ya no tiene poder sobre Él. Con su muerte, ha derrotado el mal
para siempre y ha donado a todos los hombres la vida misma de Dios.
Según una antigua tradición, durante la Vigilia Pascual, los
catecúmenos reciben el Bautismo para subrayar la participación de los
cristianos en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo. De
la esplendorosa noche de Pascua, la alegría, la luz y la paz de Cristo se
22

extienden en la vida de los fieles de toda comunidad cristiana y llegan a


todos los puntos del espacio y del tiempo.
Queridos hermanos y hermanas: en estos días particulares, orientemos
decididamente la vida hacia una adhesión generosa y convencida a los
designios del Padre celestial; renovemos nuestro «sí» a la
voluntad divina, como hizo Jesús con el sacrificio de la cruz.
Los sugerentes ritos del Jueves Santo, del Viernes Santo, el silencio
henchido de oración del Sábado Santo y la solemne Vigilia Pascual, nos
ofrecen la oportunidad de profundizar en el sentido y en el valor de
nuestra vocación cristiana, que surge del Misterio Pascual, y
concretizarla en el fiel seguimiento de Cristo en toda circunstancia,
como hizo Él, hasta la entrega generosa de nuestra existencia.
Hacer memoria de los misterios de Cristo significa también vivir en
adhesión profunda y solidaria con el hoy de la historia, convencidos de
que lo que celebramos es realidad viva y actual. Llevamos, por
tanto, en nuestra oración el carácter dramático de los hechos y de las
situaciones que en estos días afligen a muchos hermanos y hermanas
nuestros de todas las partes del mundo. Nosotros sabemos que el odio,
las divisiones, las violencias, no tienen nunca la última palabra en los
acontecimientos de la historia. Estos días vuelven a alentar en
nosotros la gran esperanza: Cristo crucificado ha resucitado y ha
vencido al mundo. El amor es más fuerte que el odio, ha vencido y
tenemos que asociarnos a esta victoria del amor. Por tanto, tenemos que
volver a comenzar a partir de Cristo y trabajar en comunión con él por
un mundo basado en la paz, en la justicia y en el amor. En este
compromiso, que involucra a todos, dejémonos guiar por María,
quien acompañó al Hijo divino por el camino de la pasión y de la cruz, y
que participó, con la fuerza de la fe, en la aplicación de su designio
salvífico. Con estos sentimientos, les hago llegar ya desde ahora mis
mejores deseos de feliz y santa Pascua a todos ustedes y a sus
comunidades.
23

LAS ÚLTIMAS PALABRAS DE JESÚS EN LA CRUZ1

La Iglesia nos invita a meditar la pasión del Señor. Para ello, podemos
leer los relatos de la Pasión que encontramos en los cuatro evangelios. La
Pasión nos muestra sobre todo el amor tan grande que Cristo nos tiene. La
pasión nos ayuda a comprender un poco la maldad del pecado, de
cualquier pecado. El ejemplo de Jesús en su pasión nos dice cómo hay
que conducirse en los momentos de cruz. Él es el guía que nos ha dado
ejemplo para que sigamos sus huellas.
Dedicamos esta meditación a escuchar y reflexionar las últimas
palabras de Jesús antes de morir: las siete palabras que pronunció desde
la cruz. Esas palabras resumen de algún modo todo lo que Jesús predicó y
vivió; para nosotros son también luz en el camino de la vida,
especialmente en los momentos de cruz.
Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen
Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso
Mujer: he ahí a tu hijo; hijo, he ahí a tu madre
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Tengo sed
Todo está cumplido
Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
1. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34)
Muchas veces Jesús había anunciado la buena nueva del perdón de Dios.
Ahora en la cruz resuena también la buena noticia del perdón.
Jesús no sólo perdona, sino que pide el perdón del Padre para los que
lo han entregado a la muerte, y por tanto también para todos nosotros.

1
Estas reflexiones son resumen de unas catequesis que Juan Pablo II pronunció en
noviembre y diciembre de 1988.
24

Jesús perdona inmediatamente, aunque la hostilidad de los adversarios


continúa manifestándose. El perdón es su única respuesta a la hostilidad de
aquellos.
Jesús perdona y excusa: “no saben lo que hacen”; no se dan cuenta
realmente de la magnitud su pecado. Él es el Intercesor, y también el
Abogado, el "Paráclito" (cf. 1 Jn 2, 1), que en la cruz, en lugar de
denunciar la culpabilidad de los que lo crucifican, la atenúa diciendo que
no se dan cuenta de lo que hacen.
Jesús se convierte así en nuestro intercesor ante el Padre: “tenemos a
uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo” dice san Juan en su
primera carta (1Jn 2, 1-2). Todos los hombres están, pues, comprendidos
potencialmente e incluso se diría que intencionalmente en la oración de
Jesús al Padre: "perdónalos". También vale para nosotros aquella petición
de clemencia y como de comprensión celestial: "Porque no saben lo que
hacen". En realidad, si supiéramos lo que es el pecado en su maldad,
cualquier pecado, nunca lo cometeríamos. La cruz muestra la tremenda
maldad de cualquier pecado.
Jesús nos dejó un ejemplo a seguir: perdonar y excusar (no juzgar). El
mensaje del perdón fue acogido y seguido por los primeros mártires de la
fe que repitieron la oración de Jesús al Padre casi con sus mismas
palabras.
2. “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43)
Aquel malhechor había reconocido su culpabilidad, amonestando a su
cómplice y compañero de suplicio, que se mofaba de Jesús. Y había
pedido a Jesús poder participar en el reino que Él había anunciado: "Jesús,
acuérdate de mí cuando llegues a tu reino" (Lc 23, 42). No compartía los
insultos de su compañero de suplicio y de los demás.
Pidiéndole a Jesús que se acuerde de él expresa su fe. Ha visto cómo
está en la cruz aquel hombre, ha oído sus palabras pidiendo el perdón de
Dios para sus verdugos y, ahora, se atreve a pedirle que se acuerde de él en
su reino. La conversión de aquel hombre es fruto de la gracia de Cristo. La
25

respuesta de Jesús, en efecto, es inmediata. Promete el paraíso, en su


compañía, para ese mismo día al bandido arrepentido y "convertido". Se
trata pues de un perdón integral: el que había cometido crímenes y
robos -y por tanto pecados- se convierte en santo en el último momento de
su vida.
Esto muestra que los hombres pueden obtener, gracias a la cruz de Cristo,
el perdón de todas las culpas y también de toda una vida malvada; que
pueden obtenerlo también en el último instante, si se rinden a la gracia
del Redentor que los convierte y salva. Las palabras de Jesús al ladrón
arrepentido contienen también la promesa de la felicidad perfecta: "Hoy
estarás conmigo en el paraíso".
Santo Tomás de Aquino decía un momento de gracia vale más que todo
el universo. Puede pues saldar las deudas de toda una vida, puede realizar
en el hombre -en cualquier hombre- lo que Jesús asegura a su compañero
de suplicio: "Hoy estarás conmigo en el paraíso".
3. “Mujer, ahí tienes a tu hijo … Hijo, ahí tienes a tu madre” (Jn
19, 25-27)
Junto a la cruz de Jesús estaba su madre. La presencia de María junto a
la cruz muestra su compromiso de participar totalmente en el sacrificio
redentor de su Hijo y permanecerá para siempre como modelo perfecto de
todos los que aceptarán asociarse sin reservas a la ofrenda redentora.
El dolor y la fe se funden en su alma. Jesús la mira y le habla: 'Mujer,
ahí tienes a tu hijo'" (Jn 19, 26). Jesús no quiere que su Madre se quede
sola. En su puesto le deja como hijo al discípulo que María conoce como
el predilecto. Jesús confía de esta manera a María una nueva
maternidad y le pide que trate a Juan como a hijo suyo.
Jesús quiere dar a María una descendencia mucho más numerosa, quiere
instituir una maternidad para María que abarque a todos sus seguidores y
discípulos. En ese momento, pues, María es constituida, y casi se diría
"consagrada", como Madre de la Iglesia desde lo alto de la cruz.
26

En este don hecho a Juan y, en él, a los seguidores de Cristo y a todos los
hombres, hay como una culminación del don que Jesús hace de Sí
mismo a la humanidad con su muerte en cruz. Jesús, en su pasión, se ha
visto despojado de todo. En el Calvario le queda su Madre; con un gesto
de desasimiento supremo, la entrega también al mundo entero.
Se trata ciertamente de una maternidad espiritual, que se realiza según
la tradición cristiana y la doctrina de la Iglesia, en el orden de la gracia.
Se trata de sentir a María como Madre y de tratarla como Madre,
dejándola que nos forme en la verdadera docilidad a Dios, en la verdadera
unión con Cristo, y en la caridad verdadera con el prójimo.
'Ahí tienes a tu madre'" (Jn 19, 27). Dirigiéndose al discípulo, Jesús le pide
expresamente que se comporte con María como un hijo con su madre.
Al amor materno de María deberá corresponder un amor filial. Se le invita
a que la ame verdaderamente como madre propia. Es como si Jesús dijera:
"Ámala como la he amado yo".
Jesús funda con esas palabras suyas el culto mariano de la Iglesia, a la
que hace entender, por medio de Juan, su voluntad de que María reciba un
sincero amor filial por parte de todo discípulo. El Evangelista concluye
diciendo que "desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa" (Jn 19,
27). Esto significa que el discípulo respondió inmediatamente a la
voluntad de Jesús. Toda vida cristiana debe ofrecer un "espacio" a
María, no puede prescindir de su presencia.
4. "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15,
34)
Dicen los evangelios que Jesús, estando clavado en la cruz, gritó dos
veces. El primer grito manifiesta los sentimientos de desolación y
abandono expresados por Jesús con las primeras palabras del Salmo 21/22:
"A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: 'Eloi, Eloi, lema sabactani?' -
que quiere decir-, '¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?'"
(Mc 15, 34; cf. Mt 27, 46).
27

Jesús acostumbraba a rezar siguiendo los textos sagrados de su pueblo. Por


eso, en la hora del Calvario fue espontáneo para Jesús apropiarse de
aquella pregunta que el Salmista hace a Dios sintiéndose agotado por el
sufrimiento. Pero, en Jesús, aquellas palabras tienen una profundidad
mayor. En total solidaridad con el hombre pecador, Jesús experimenta en
Sí el abandono de Dios.
Escuchando a Jesús pronunciar su "por qué", aprendemos que también los
hombres que sufren pueden pronunciarlo, pero con esas mismas
disposiciones de confianza y abandono filial de las que Jesús es maestro
y modelo para nosotros. En el "por qué" de Jesús, no hay ningún
sentimiento o resentimiento que lleve a la rebelión o que induzca a la
desesperación; no hay sombra de reproche dirigido al Padre, sino que es la
expresión de la experiencia de fragilidad, de soledad, de abandono a Sí
mismo, hecha por Jesús en nuestro lugar.
Si Jesús prueba el sentimiento de verse abandonado por el Padre, sabe, sin
embargo, que no lo está en absoluto. Él mismo dijo: "El Padre y yo somos
una sola cosa" (Jn 10, 30), y hablando de la pasión futura: "Yo no estoy
solo porque el Padre está conmigo" (Jn 16, 32). Pero en las zonas que
lindan con la sensibilidad y, por ello, más sujetas a las impresiones,
emociones, repercusiones de las experiencias dolorosas internas y
externas, el alma humana de Jesús se reduce a un desierto, y Él no siente
ya la "presencia" del Padre.
Los acontecimientos exteriores parecen manifestar la ausencia del Padre
que deja crucificar a su Hijo aun disponiendo de "legiones de ángeles" (cf.
Mt 26, 53), sin intervenir para impedir su condena a la muerte y al
suplicio. El Padre, ahora, calla. Aquel silencio de Dios pesa sobre el que
muere como la pena más gravosa.
En la esfera de los sentimientos y de los afectos, este sentido de la
ausencia y el abandono de Dios fue la pena más terrible para el alma de
Jesús, que sacaba su fuerza y alegría de la unión con el Padre. Esa pena
hizo más duros todos los demás sufrimientos. Aquella falta de consuelo
interior fue su mayor suplicio. Si el pecado es la separación de Dios,
28

Jesús debía probar en la crisis de su unión con el Padre, un sufrimiento


proporcionado a esa separación.
El salmo 21/22 termina con un canto de liberación. En el alma afligida de
Jesús tal perspectiva alimentó ciertamente la esperanza: está próxima,
precisamente en el culmen del drama de la cruz, la hora de la victoria.
5. "Tengo sed" (Jn 19, 28)
Es muy comprensible que con estas palabras Jesús aluda a la sed física,
al gran tormento que forma parte de la pena de la crucifixión. También se
puede añadir que el manifestar su sed Jesús dio prueba de humildad,
expresando una necesidad física elemental, como habría hecho otro
cualquiera. También en esto Jesús se hace y se muestra solidario con
todos los que, vivos o moribundos, sanos o enfermos, pequeños o
grandes, necesitan y piden al menos un poco de agua... (cf. Mt 10, 42).
¡Es hermoso para nosotros pensar que cualquier socorro prestado a un
moribundo, se le presta a Jesús crucificado!
Las palabras “tengo sed”, en los labios de Jesús tienen, además, otro
sentido. Esta sed física es símbolo de otra sed: Jesús tiene sed de cumplir
la obra para la que el Padre le ha enviado, la de “donar el Espíritu” y,
en Él, la plenitud de la vida. En su sed, Cristo moribundo busca otra
bebida muy distinta del agua o del vinagre: como cuando en el pozo de
Sicar pidió a la samaritana: "Dame de beber" (Jn 4, 7). La sed física,
entonces, fue símbolo y tránsito hacia otra sed: la de la conversión de
aquella mujer. Ahora, en la cruz, Jesús tiene sed de una humanidad
nueva, como la que deberá surgir de su sacrificio, para que se cumplan las
Escrituras.
6. "Todo está cumplido" (Jn 19, 30)
Jesús pronunció estas palabras poco antes de expirar. Fueron las últimas
palabras. Manifiestan su conciencia de haber cumplido hasta el final la
obra para la que fue enviado al mundo.
29

No es tanto la conciencia de haber realizado sus proyectos, cuanto la de


haber efectuado la voluntad del Padre en la obediencia que le impulsa a la
inmolación completa de Sí en la cruz.
Ya sólo por esto Jesús moribundo se nos presenta como modelo de lo que
debería ser la muerte de todo hombre: la ejecución de la obra asignada a
cada uno para el cumplimiento de los designios divinos. Según el concepto
cristiano de la vida y de la muerte, los hombres, hasta el momento de la
muerte, están llamados a cumplir la voluntad del Padre, y la muerte es el
último acto, el definitivo y decisivo, del cumplimiento de esta voluntad.
Jesús nos lo enseña desde la cruz.
7. "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46)
Jesús pronuncia estas palabras dando otro grito: es el segundo grito. Si
por un momento Jesús ha tenido y sufrido la tremenda sensación de ser
abandonado por el Padre, ahora su alma actúa del único modo que, como
Él bien sabe, corresponde a un hombre que al mismo tiempo es también el
"Hijo predilecto" de Dios: el total abandono en sus manos.
Jesús expresa este sentimiento suyo con palabras que pertenecen al Salmo
30/31: "A tus manos encomiendo mi espíritu, tú el Dios leal me librarás"
(Sal 30/31, 6). Pero, en la narración del Evangelista, aquellas palabras en
boca de Jesús adquieren un nuevo valor. Con la invocación "Padre"
("Abbá"), Jesús confiere un acento filial a su abandono en las manos
del Padre. Jesús muere como Hijo. Muere en perfecta conformidad con el
querer del Padre.
Además, este último grito completa el primero. El primero, siguiendo el
salmo 21/22, comienza diciendo “Dios”, “Dios mío”; que es como más
lejano, como indicando la separación y soledad que siente. En el grito
posterior Jesús recurre al Salmo 30/31, insertando la invocación de Dios
como Padre (Abbá), apelativo que le es habitual y con el que se expresa
bien la familiaridad de un intercambio de calor paterno y de actitud filial.
Ha habido un momento de desolación, en el que Jesús se ha sentido sin
apoyo y defensa por parte de todos, incluso hasta de Dios: un momento
30

tremendo; pero ha sido superado pronto gracias al acto de entrega de


Sí en manos del Padre, cuya presencia amorosa e inmediata advierte
Jesús en la estructura más profunda de su propio Yo, ya que Él está en el
Padre como el Padre está en Él (cf. Jn 10, 38; 14, 10 s.), ¡también en la
cruz!
Tras el grito primero, Jesús pone con gran serenidad su espíritu en manos
del Padre, en vistas a la nueva vida y, más aún, a la resurrección de la
muerte, que señalará la coronación de misterio pascual. Así, después de
todos los tormentos de los sufrimientos padecidos, físicos y morales, Jesús
abraza la muerte como una entrada en la paz inalterable de ese "seno
del Padre" hacia el que ha estado dirigida toda su vida.
Jesús con su muerte revela que al final de la vida el hombre no está
destinado a sumergirse en la oscuridad, en el vacío existencial, en la
vorágine de la nada, sino que está invitado al encuentro con el Padre, hacia
el que se ha movido en el camino de la fe y del amor durante la vida, y en
cuyos brazos se ha arrojado con santo abandono en la hora de la muerte.
Un abandono que, como el de Jesús, comporta el don total de sí por
parte de un alma que acepta ser despojada de su cuerpo y de la vida
terrestre, pero que sabe que encontrará la nueva vida, la participación en la
vida misma de Dios en el misterio trinitario, en los brazos y en el corazón
del Padre.
Mediante el misterio inefable de la muerte, el alma del Hijo llega a gozar
de la gloria del Padre en la comunión del Espíritu. El Evangelista Juan
dice de Jesús que "entregó el espíritu" (Jn 19, 30). Mateo, que "exaló el
espíritu" (Mt 27, 50), Marcos y Lucas, que "expiró" (Mc 15, 37; Lc 23,
46). Es el alma de Jesús que entra en la visión beatífica en el seno de la
Trinidad.
31

CRISTO Y EL PADRE
“Las santas Escrituras nos dicen que Cristo procede del Padre, está en el
Padre y con el Padre, que actúa por el Padre y para el Padre y que también
bajo el Padre. Procede del Padre por su inefable nacimiento, está en el
Padre por su unión consustancial y con el Padre por su idéntica majestad.
Todo esto es eterno. Ahora bien, si nace del Padre, ¿qué implica estar en el
Padre o con el Padre? Podríamos decir que reposa en el Padre y se sienta
con el Padre. Y voy a explicaros este reposar y compartir el trono. Estar
sentado es signo de majestad y compartir la sede indica poseer idéntica
dignidad, particularmente cuando se dice que está sentado a la derecha del
Padre y no a sus pies ni detrás de él (…) Y dejando intacta la unidad
indivisible de la esencia, podemos tal vez hacer alguna distinción entre la
igualdad de su gloria y su unidad sustancial, la misma que puede existir
entre reposar y sentarse junto al Padre (…)
El Hijo nos dice: <Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí> (Jn 14, 10).
Imposible expresar con más claridad su unidad sustancial. Si cada uno está
en el otro, es imposible imaginar algo distinto fuera o dentro de ellos:
tenemos que aceptar la más absoluta unidad sustancial entre ambos. Algo
semejante nos quiere decir aquella otra frase: <quien permanece en el
amor permanece en Dios y Dios con él> (1Jn 4, 16). Aquí se trata más
bien de una unión espiritual y no de una misma cosa o una misma
sustancia. Allí, en cambio, se expresa claramente la unidad natural y
sustancial; por eso, leemos en el evangelio: <el Padre y yo somos uno> (Jn
10, 30) (…)
Cuando se dice que es enviado por el Padre, lo vemos como un peregrino
y pensamos en su adviento, que con su gracia lo celebraremos muy en
breve. Él nos ha dicho: <vine y estoy aquí de parte de Dios> (Jn 8, 42).
Apareció en el mundo y vivió entre los hombres, estuvo entre nosotros y
no lo conocimos, fue verdadero Emmanuel o Dios con nosotros y uno de
nosotros. Pero vivía para el Padre. Estuvo con nosotros, ayudándonos, y
32

vivió para el Padre, entregado a su gloria. Su empeño era glorificar a su


Padre, cumpliendo su voluntad. Míralo colgado de la cruz, contempla a
Cristo crucificado y qué sumisión tan profunda la suya hacia el Padre. Con
esto manifestó de una manera evidente y clarísima la humildad de su
naturaleza humana, como él mismo dijo: <el Padre es mayor que yo> (Jn
14, 28).
¿Y nos atreveremos a afirmar que vivió un solo momento sin su Padre?
Lejos de nosotros cosa semejante. Pero fue él mismo quien exclamó:
<Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?> (Mt 27, 46). Allí
todo hablaba de un abandono absoluto: la necesidad era extrema y no
aparecían los signos de poder ni las huellas de la majestad.
Ahí tenemos a Jesucristo: nace del Padre, reposa en el Padre, está sentado
junto al Padre, actúa por el Padre y vive para el Padre, está colgado por
sumisión al Padre y, en cierto modo, muere abandonado de su Padre.
¿Cómo le vio Isaías cuando exclamó: <vi al Señor sentado sobre un trono
alto y excelso> (Is 6, 1)? ¿Y cómo le contemplaba cuando sollozaba: <lo
vimos totalmente desfigurado y abatido y lo estimamos leproso, herido de
Dios y humillado> (Is 53, 2)?
En ambos casos ve a la misma persona, pero no la ve del mismo modo,
casi diríamos que ve otra persona distinta (…) Allí está el despreciado y
evitado de los hombres, aquí, en cambio, llena el mundo entero de su
gloria, allí el hombre de dolores acostumbrado a sufrimientos, aquí el
Señor en su trono (…) En fin, el que disfruta en el seno del Padre, se
sienta como Señor con el Padre; allí es el esposo amable, aquí el Señor
admirable”
(San Bernardo, Sermón 5 en el primer domingo de noviembre, Obras
completas IV, 489. 491).
33

¿ZANAHORIA, HUEVO O CAFÉ?


Una hija se quejaba con su padre acerca de su vida y cómo las cosas le
resultaban tan difíciles. No sabía cómo hacer para seguir adelante y creía
que se daría por vencida. Estaba cansada de luchar. Parecía que cuando
solucionaba un problema, aparecía otro.
Su padre, un chef de cocina, la llevó a su lugar de trabajo. Allí llenó tres
ollas con agua y las colocó sobre fuego fuerte. Pronto el agua de las tres
ollas estaba hirviendo. En una colocó zanahorias, en otra colocó huevos y
en la última colocó granos de café. Las dejó hervir sin decir palabra.
La hija esperó impacientemente, preguntándose qué estaría haciendo su
padre. A los veinte minutos el padre apagó el fuego. Sacó las zanahorias y
las colocó en un tazón. Sacó los huevos y los colocó en otro plato.
Finalmente, coló el café y lo puso en un tercer recipiente.
Mirando a su hija le dijo: "Querida, ¿qué ves?" -"Zanahorias, huevos y
café" fue su respuesta. Le hizo acercarse y le pidió que tocara las
zanahorias. Ella lo hizo y notó que estaban blandas. Luego le pidió que
tomara un huevo y lo rompiera. Luego de sacarle la concha, observó el
huevo duro. Luego le pidió que probara el café. Ella sonrió mientras
disfrutaba de su rico aroma.
Humildemente la hija preguntó: "¿Qué significa esto, papá?" El le explicó
que los tres elementos habían enfrentado la misma adversidad: agua
hirviendo, pero habían reaccionado en forma diferente. La zanahoria llegó
al agua fuerte, dura; pero después de pasar por el agua hirviendo se había
vuelto débil, fácil de deshacer. El huevo había llegado al agua frágil, su
concha fina protegía su interior líquido; pero después de estar en agua
hirviendo, su interior se había endurecido. Los granos de café sin embargo
eran únicos: después de estar en agua hirviendo, habían cambiado al agua.
"¿Cual eres tú?", le preguntó a su hija. "Cuando la adversidad llama a tu
puerta, ¿cómo respondes? ¿Eres una zanahoria que parece fuerte pero que
34

cuando la adversidad y el dolor te tocan, te vuelves débil y pierdes tu


fortaleza? ¿Eres un huevo, que comienza con un corazón maleable, poseía
un espíritu fluido, pero después de una muerte, una separación, o un
despido ¿te has vuelto duro y rígido? Por fuera te ves igual, pero ¿eres
amargado y áspero, con un espíritu y un corazón endurecido?
¿O eres como un grano de café? El café cambia al agua hirviente, el
elemento que le causa dolor. Cuando el agua llega al punto de ebullición el
café alcanza su mejor sabor. Si eres como el grano de café, cuando las
cosas se ponen peor tú reaccionas mejor y haces que las cosas a tu
alrededor mejoren.
Y tú… amigo lector, ¿cuál de los tres eres?

¡Cristo es todo para nosotros!


«"Omnia Christus est nobis!”

¡Cristo es todo para nosotros!


Si quieres curar una herida, él es el médico;
si estás ardiendo de fiebre, él es la fuente;
si estás oprimido por la iniquidad, él es la justicia;
si tienes necesidad de ayuda, él es la fuerza;
si tienes miedo de la muerte, él es la vida;
si deseas el cielo, él es el camino;
si estás en las tinieblas, él es la luz…
Gustad y ved qué bueno es el Señor,
¡bienaventurado el hombre que espera en él!»
San Ambrosio de Milán
35

EL TIEMPO PASCUAL
. El llamado tiempo o cincuentena pascual comprende cincuenta días,
celebrados como un solo día, como una sola fiesta: comienza el domingo
de la Pascua de Resurrección y culmina el día de Pentecostés.
Podemos señalar en él diversas etapas celebrativas. Está, en primer lugar
la octava, con una intensidad especial. Abarca del domingo de
resurrección al segundo domingo de pascua, llamado ahora domingo de la
divina misericordia. Durante estos días, en la Eucaristía, se canta el Gloria
y, en el evangelio, vamos escuchando las diversas apariciones de Jesús a
sus discípulos.
Siguen las otras semanas de Pascua, hasta la Ascensión, celebrada ahora el
domingo séptimo de pascua, solemnidad que proclama la plena
glorificación de la humanidad de Cristo, constituido Señor. Los últimos
días (diez) o última semana, nos mantienen centrados en la expectativa del
Espíritu Santo, promesa de Cristo. El cuarto domingo de pascua es
conocido como el domingo del Buen Pastor y en él ha sido instituida la
Jornada de oración por las vocaciones. Pentecostés es el último día de
Pascua. Cristo resucitado nos da su Espíritu, su don por excelencia.
. El centro del tiempo pascual es Cristo Resucitado. Cristo muerto y
resucitado es el núcleo del kerigma que proclama la Iglesia. La pasión de
Cristo se orienta hacia la resurrección. Los anuncios de pasión incluyen la
resurrección. Por su resurrección y ascensión, Cristo ha sido glorificado en
su humanidad. La humanidad de Cristo participa de la gloria del Padre.
Los apóstoles no acaban de creer y entender lo sucedido. Sólo después de
verle y especialmente después de Pentecostés, empezarán a entender. Así,
nosotros, necesitamos "ver" al Señor, es decir, hacer la experiencia de
encuentro con Él, recibir su Espíritu, para entender un poco qué es la
resurrección de Jesús.
La resurrección es el triunfo de Cristo sobre el pecado, la muerte y el
demonio. Su humanidad tiene el poder sobre la historia y el mundo. Cristo
36

resucitado es objeto de nuestra glorificación, es decir, de nuestro


conocimiento amoroso, puesto que es conociéndole como le glorificamos.
Cristo resucitado es además fuente de Vida para los hombres. Nos ama
con todo su poder y quiere infundirnos sus actitudes.
Las lecturas de la Eucaristía durante el tiempo pascual
- La primera lectura, tanto los domingos como los demás días, está tomada
del Libro de los Hechos de los apóstoles, libro que se lee prácticamente
en su totalidad durante este tiempo. En él vemos, ante todo, la acción del
Espíritu Santo en la primera comunidad cristiana: hacia dentro
(escuchaban la enseñanza de los apóstoles, celebraban la Eucaristía, se
reunían para la oración, vivían unidos, compartían los bienes) y hacia
fuera (anunciaban a Jesucristo con valentía y prodigios).
- Las lecturas y evangelios dominicales siguen los tres cielos y recogen
temas sacramentales, la unión con Cristo buen pastor, la vida de la
comunidad… Durante los días de feria se hace lectura continua del
evangelio de Juan, especialmente el discurso del Pan de vida, el buen
Pastor, los llamados de Jesús a permanecer en él y las promesas sobre el
Espíritu Santo.
Es muy recomendable la lectura pausada de los textos litúrgicos: lecturas,
oraciones, prefacios, etc.
Como todo tiempo litúrgico fuerte, el tiempo pascual tiene una especial
virtualidad de gracia: nos pone en contacto real con el Resucitado quien
nos comunica sus dones (paz, alegría, perdón, inteligencia de la Escritura,
liberación de miedos… y sobre todo el Espíritu Santo).
Algunas actitudes para vivir el tiempo de Pascua
- Deseos de encuentro con El Resucitado, de verle, de descubrir su
presencia. Este deseo confiado -esperanza- se apoya en la fe: “¡dichosos
los que creen sin haber visto!” (Jn 20, 29).
- Receptividad: Cristo resucitado es fuente de Vida, paz, alegría. Pascua es
tiempo de recibir los dones de Cristo resucitado.
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- Cristo resucitado nos da especialmente su Espíritu; hay que vivir la


Pascua con hambre de Espíritu Santo y con la certeza de recibirle;
- A este Cristo resucitado no lo hace presente principalmente la Liturgia;
del cómo participemos en ella dependerá en gran medida el fruto de este
tiempo.

LOS DONES DEL RESUCITADO A SUS DISCÍPULOS

La paz: “la paz a ustedes” (Jn 20, 19)


La alegría: “los discípulos se alegraron al ver al Señor” (Jn 20, 20)
La ausencia de miedo: “no teman… vayan a mis hermanos” (Mt 28, 10)
La inteligencia de la Escritura: “abrió sus inteligencias para que
comprendieran las Escrituras” (Lc 24, 45)
La inteligencia de la cruz: “¿no era necesario que el Cristo padeciera eso
y entrara así en su gloria?” (Lc 24, 26)
El envío: “como el Padre me envió, también los envío yo” (Jn 20, 21)
El Espíritu Santo: “reciban el Espíritu Santo” (Jn 20, 22)
El perdón de los pecados: “a quienes les perdonen los pecados, les
quedan perdonados” (Jn 20, 23)
Son dones permanentes, constitutivos del cristiano, porque Cristo vive
en nosotros, y en crecimiento… Pero ¿con qué intensidad le dejas vivir a
Cristo en ti?

VIVIR BIEN LA PASCUA


“¿Qué diremos a todo esto nosotros, que vaciamos del sentido de Pascua
la sagrada Resurrección del Señor, porque no hacemos de ella un paso,
sino un retorno? Estos días hemos llorado y nos hemos entregado a la
oración y a la compunción, a la sobriedad y abstinencia, para quedar
libres y absueltos en este santo tiempo de cuaresma de las negligencias
de todo el año. Hemos compartido los sufrimientos de Cristo y nos
38

hemos vinculado de nuevo a él por el bautismo de las lágrimas, de la


penitencia y de la confesión.
Si hemos muerto al pecado, ¿cómo vamos a vivir todavía sujetos a él? Si
hemos sentido dolor de nuestros defectos, ¿vamos a reincidir en ellos?
¿Seremos tan curiosos como antes? ¿Tan charlatanes, perezosos y
negligentes? ¿Tan vanidosos, sospechosos, detractores e iracundos?
¿Tornaremos a los mismos vicios que tan sinceramente hemos llorado
estos días? <Ya me quité la túnica, ¿cómo voy a ponérmela de nuevo? Ya
me lavé los pies, ¿cómo voy a mancharlos otra vez?> (Cant 5, 3).
Hermanos, eso no es cambiar de vida. Así no veremos a Cristo ni es ése
el camino que nos lleva a la salvación de Dios. Porque, como sabemos
todos, quien sigue mirando atrás no vale para el Reino de Dios.
Los amantes del mundo y enemigos de la cruz de Cristo llevan en balde
el nombre de cristianos: suspiran toda la cuaresma por el día de Pascua,
para entregarse desenfrenados al placer. De este modo una triste
realidad anula el gozo pascual. Nos duele la injuria que se hace a esta
solemnidad, porque se hace precisamente en ella. ¡Qué pena! La
resurrección del Salvador se ha convertido en el tiempo propicio de
pecar, en la cita para volver a caer. Vuelven las comilonas y borracheras,
la obscenidad y el libertinaje y se da vía libre a la concupiscencia. Como
si Cristo hubiese resucitado para esto y no para rehabilitarnos. ¿Así
honráis, miserables, al Cristo que aceptasteis? Antes de llegar le
preparasteis hospedaje, confesando con lágrimas los pecados,
mortificando el cuerpo y dando limosnas. Y ahora que ya lo tenéis con
vosotros lo entregáis a los enemigos y le obligáis a que se marche,
porque tornáis a vuestros antiguos desenfrenos (…)
El que, después de los rigores de la penitencia, no vuelve a los consuelos
humanos, sino que vive confiado en la misericordia divina y respira el
fervor y gozo del Espíritu Santo, el que ya no se angustia con el recuerdo
de los pecados pasados, sino que se deleita y se inflama con el recuerdo
y deseo de los premios eternos, ése es el que resucita con Cristo, el que
celebra la Pascua, el que corre a Galilea” (San Bernardo, Sermón 1 en la
resurrección del Señor, OC IV, 85.87.89).
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EL ENCUENTRO PERSONAL CON CRISTO


¿Qué es un encuentro personal?
Seguramente el diccionario dirá que encuentro es “la acción de
encontrarse”. Hablar de encuentro es hablar de relación, conocimiento,
experiencia que deja algún efecto en quienes son los protagonistas del
mismo. En un clima de diálogo más o menos pacífico, de lo contrario
hablaríamos de “encontronazo”.
Un encuentro “personal”. Un encuentro entre personas, un encuentro
directo, de tú a tú. Un encuentro consciente y libre, donde cada una de las
personas pone su inteligencia, su atención y su voluntad, sus sentimientos
y corazón. Personal se opone, por una parte, a algo masificado (puedo ir a
escuchar a un conferencista pero eso no significa que haya tenido un
encuentro personal con él), o, por otra, a algo inconsciente y superficial
que se realiza por costumbre (como saludar cada mañana al vecino del
quinto).
¿Podemos tener un encuentro personal con Cristo?
Jesucristo no es una idea ni siquiera un ideal, sino una Persona, y no un
personaje del pasado, sino una persona viva; una Persona divina, que es
Dios y hombre. Yo soy persona y Cristo es persona (mucho más persona
él que yo), por tanto es posible encontrarnos, tener un encuentro personal.
Claro, sólo será posible si yo tengo intención de encontrarme con él y él
quiere encontrarse conmigo. Por parte de él no hay obstáculo, pues Jesús
siempre está dispuesto a encontrarse con nosotros (a su modo).
¿Pero cómo encontrarme con Cristo si no lo veo?
El encuentro con Cristo, normalmente, es un encuentro en fe y a través de
mediaciones. Digo “normalmente”, porque si él quiere puede manifestarse
sensiblemente, como sucedió en el encuentro de Saludo de Tarso y él. El
encuentro con Cristo es posible porque Él está vivo y se hace presente en
cualquier lugar y momento.
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Lo mejor para conocer en qué consiste el encuentro personal con Cristo es


ver escenas del Nuevo Testamento en las que alguien se encuentra con él
(los apóstoles, la samaritana, Zaqueo, los de Emaús, Tomás, Pablo…) y
ver las reacciones y consecuencias que produce en cada uno de ellos.
También pueden ayudarnos los testimonios de personas actuales que han
tenido un encuentro personal con él. (Así que toma un encuentro
evangélico y analízalo…) Si quieres tener experiencia, encontrarte con él,
has de buscarle allá donde él se quiere encontrar.
La fisonomía del encuentro con Cristo depende de la situación de la
persona. El encuentro, por ejemplo con una persona a quien hace diez
años que no he visto y estábamos enemistados, tendrá unas repercusiones
psicológicas y consecuencias distintas que el encuentro con otra que hace
un mes que no veo y somos amigos o que el encuentro cotidiano con la
esposa/o, los hijos, etc. El encuentro con Cristo de un alejado no es igual
que el encuentro con quien ya vive habitualmente en su amistad.
Los encuentros más habituales con Cristo son los cotidianos: en la
oración consciente (le hablo, me habla, conversamos…), en los
sacramentos: Eucaristía (le escucho, hablo con él, me alimento de su
Cuerpo y Sangre: es el momento de encuentro más intenso), Penitencia
(me reconozco pecador ante él y me perdona, me lava con su sangre…), en
los pobres, enfermos, necesitados…, en los pastores… Estas realidades
vividas con fe, conscientemente, suponen un encuentro personal con
Cristo. Ahora bien, al hablar de encuentro personal con Cristo tal vez
pensamos en un encuentro especial, que ha dejado una huella o
impresión especial. Estos encuentros tienen lugar generalmente en retiros,
ejercicios espirituales, cursillos de cristiandad, etc.
La experiencia del encuentro
Cualquier encuentro con Cristo, sobre todo en momentos especiales, ha de
tener tres efectos especiales: un conocimiento más intenso de Jesús y de
su amor (no conocimiento intelectual sino experiencial), un conocimiento
más profundo de mí mismo (en cuanto pecador y en cuanto amado por él)
y una transformación interior (vida nueva), porque todo encuentro
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verdadero con él es eficaz, no te deja igual. Otras características del


encuentro con Cristo: es un encuentro entre desiguales: Él es Dios, el
Señor, la Luz del mundo, el Camino, la verdad y la Vida, el Salvador… Y
sin embargo es un encuentro entre amigos. El encuentro con Cristo es una
experiencia de amistad: de experimentar –creer en- su amor. Nadie me
ama como él. Es una experiencia de salvación: de cambio de situación
personal e incluso de pensar y obrar.
Puedes ir recorriendo cada una de las facetas de la personalidad de Cristo
y deducir qué supone el encuentro personal con él. Por ejemplo:
- Él es el Señor: encontrarme con él es reconocerle Resucitado, Señor
de cielo y tierra, Señor de mi vida y, en consecuencia, rendir mi vida ante
él, aceptarle como el señor de mi vida; la experiencia personal que me
aporta es –parece paradójico- la libertad.
- Él es la Luz del mundo: encontrarme con él es quedar deslumbrado
por su personalidad, por su belleza espiritual, por su manera de ser y
empezar a ver todo, las cosas y las personas, de otro modo, verme a mí de
otro modo, como me ve él.
- Él es el Camino, la Verdad, la Vida: el encuentro me lleva al deseo de
seguirle, deseo de conocer su Palabra, de caminar en la verdad, de tener
vida eterna.
- Él es el Salvador: experiencia de perdón, de salvación y sanación, de
liberación, cambio interior. Y así puedes tomar otros rasgos del Rostro del
Señor…
Oración
Señor Jesucristo, mi amigo, mi hermano, mi Salvador, te doy gracias por
aquel primer encuentro contigo, el más decisivo, que fue mi bautismo. Sí,
mi bautismo fue un encuentro personal contigo, aunque tal vez yo no fuera
consciente.
Te pido perdón por haber vivido tantos años como si tú fueras una idea y
mi relación contigo algo rutinario y poco consciente. Tantas comuniones
sin entrar en comunión personal contigo. Tantas confesiones sólo para
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sentirme bien o por costumbre, sin darme cuenta de que tú estabas ahí
queriendo darme un abrazo personal.
Gracias, Señor, por haberme hecho despertar. Gracias por esos momentos
especiales en que tomé conciencia de Quién eres y del amor con que me
amas. Gracias, Señor, por aquel día en que experimenté e hice mías las
palabras del apóstol: “me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Desde
entonces sé que me amas y te entregas por mí.
Gracias, Señor, por esos encuentros cotidianos donde te miro cara a cara y
me dejo mirar por ti. Gracias por el encuentro diario en la oración, en la
escucha de tu palabra. Gracias por ese encuentro frecuente en el
sacramento de la penitencia en el que ahora ya no veo al sacerdote sino a
ti. Gracias especialmente por cada Eucaristía. Intento, Señor, que cada una
sea un verdadero encuentro personal contigo. A veces me distraigo, a
veces me veo en un simple acto religioso o me fijo en lo superficial y me
cuesta reconocerte. Pero sé que ahí estás y, al menos en algunos
momentos, veo tu rostro, siento tu presencia y me dejo encontrar por ti.
Te pido, Señor, que salgas al encuentro de tantos y tantos bautizados que
necesitan descubrirte, experimentarte, reconocer quién eres y recibir tu
gracia. Muéstrales tu rostro. Regálales el don de la apertura, que abran el
corazón a tu persona, a tu amor, que se dejen encontrar por ti.
Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se
encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con
Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él,
de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien
piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido
de la alegría reportada por el Señor». Al que arriesga, el Señor no lo
defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre
que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el
momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de
mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar
mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame
una vez más entre tus brazos redentores» Francisco, EG 3
43

PARA LA ORACIÓN CON LC 24, 13-35


-lectio divina-
+ "Iban dos de ellos... y conversaban entre sí sobre todo lo que había
pasado”
- Piensa en los fracasos y desengaños de tu vida, en tus frustraciones...
Habla de todo ello con el Señor
¿Cuáles son tus evasiones?, ¿hacia dónde "huyes" en los momentos de
desánimo o tristeza?
+ "Mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y
caminaba con ellos, pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo”
- ¿Cuándo, dónde, reconoces al Señor y cuando no?
Cierra los ojos e intenta imaginarte a Cristo junto a ti… Piensa que camina
contigo siempre...
Ve con la imaginación a los lugares y situaciones donde más problemas
tienes o donde más te cuesta reconocer al Señor y pienso que allí está El
contigo.
+ "Nosotros esperábamos que sería Él el que iba a liberar a Israel..."
¿Qué esperanzas has puesto en Dios a lo largo de tu vida y no se han
cumplido?
Habla con Dios de ello
Haz un acto de abandono y confianza plena en Dios (Él sabe más que tú...)
+ “Empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les
explicó lo que había sobre El en todas las Escrituras"
- Jesús quiere que veas en tu vida una historia de salvación.
Piensa en cómo Dios ha ido guiando tu vida hasta hoy.
Intenta ir, paso a paso, recorriendo tu vida y descubriendo en ella la mano
44

de Dios, su presencia, en los momentos malos y buenos. Habla de todo


esto con Él.
Piensa cuánto tiempo dedicas a la semana a leer, escuchar, meditar, la
Palabra de Dios.
+ "Al acercarse a la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir
adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: quédate con nosotros porque
atardece y el día ya ha declinado"
- Repite, despacio, varias veces:
"Quédate conmigo, Señor porque te necesito”
“Quédate conmigo, Señor, porque tú me das valor para vivir”
“Quédate conmigo, Señor, porque…
“Quédate con nosotros, Señor, porque…
Permanece unos minutos en silencio, dándote cuenta de que el Señor está
contigo, sintiendo su presencia amorosa.
+ “Cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la ben-
dición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo
reconocieron”.
¿Reconoces a Jesús en la Eucaristía?, ¿cómo?, ¿qué hace?
Con sinceridad, ¿por qué vas a misa?, ¿por qué, a veces, no vas?
¿En qué momento de la misa te sientes mejor?
- Haz una oración dándole gracias al Señor por la Eucaristía.
+ “Y levantándose al momento se volvieron a Jerusalén… y contaron
cómo le habían conocido en la fracción del pan”
¿Qué caminos debes desandar? ¿Qué actitudes debes cambiar?
¿A quiénes ir, a anunciarles a Cristo resucitado?
-Habla de todo ello con el Señor.
45

QUÉDATE, SEÑOR CONMIGO


Has venido a visitarme
como Padre y como Amigo,
Jesús, no me dejes solo.
¡Quédate Señor conmigo!
Por el mundo envuelto en sombras,
soy errante peregrino.
Dame tu luz y tu gracia.
¡Quédate Señor conmigo!
En este precioso instante
abrazado estoy contigo.
Que esta unión nunca me falte.
¡Quédate Señor conmigo!
Acompáñame en la vida,
tu presencia necesito.
Sin ti desfallezco y caigo.
¡Quédate Señor conmigo!
Declinando está la tarde,
voy corriendo como río
al hondo mar de la muerte.
¡Quédate Señor conmigo!
En la pena y en el gozo,
sé mi aliento mientras vivo,
hasta que muera en tus brazos.
¡Quédate Señor conmigo!
San Pío de Pietrelcina
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CRISTO RESUCITADO PRESENTE ENTRE


NOSOTROS
"Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo" (Mt 28,19)
"Cristo está siempre presente a su Iglesia sobre todo en la acción litúrgica.
Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro,
ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces
se ofreció en la cruz, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está
presente con su fuerza en los sacramentos, de modo que, cuando alguien
bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando
se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla. Está presente,
por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que
prometió: <donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy
yo en medio de ellos> (Mt 18, 20)" (Concilio Vaticano II, SC 7).
CRISTO RESUCITADO…
…está presente en la Eucaristía, en los Sacramentos, en los pastores,
en la liturgia de las horas, en la Palabra, en la asamblea reunida, en
los pobres, en los acontecimientos:
en los acontecimientos, muestra su señorío, ilumina y fortalece.
en los pobres, es amado por nosotros
en la asamblea reunida en su nombre, acompaña, preside, une
en la Palabra, nos habla, ilumina el camino
en la Liturgia de las Horas, ora con nosotros y da eficacia a la oración
en los ministros-pastores, santifica, guía y enseña
en los sacramentos, santifica, perdona, fortalece, une, consagra
en la Eucaristía, se entrega y nos alimenta (todos los modos convergen
aquí).
 En los acontecimientos, en las cosas que pasan y que nos pasan. Ahí
47

Jesús se muestra como señor de la historia: ¡Él es el Señor! Esa presencia


nos mueve a confiar en su providencia, a saber interpretar “los signos de
los tiempos” y preguntarnos qué nos quiere decir en las cosas que nos
suceden a nosotros.
 En los pobres, enfermos, impedidos, marginados, los que no cuentan
para el mundo. “Tuve hambre y me dieron de comer, estuve enfermo y me
visitaron” (Mt 25, 35). Cuando nos encontramos con estas personas nos
estamos encontrando con Jesús; nuestra actitud hacia ellas es tomada por
Jesús como a sí mismo; en esas personas Jesús puede ser amado por
nosotros.
 En la asamblea reunida: “donde dos o más se reúnan en mi nombre,
allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20); esto sucede en cualquier
reunión de cristianos para orar, evangelizar, reflexionar… Hay que
reunirse en su nombre, es decir, dispuestos a hacer su voluntad. ¿Qué hace
el Señor ahí? Acompaña para que la reunión discurra según su voluntad,
preside, une a los convocados con él y entre sí.
 En la Palabra: cuando en la Iglesia, sobre todo en la celebración
litúrgica, se proclama la Palabra es Cristo quien sigue hablando a su
pueblo. Como a los discípulos que caminaban hacia Emaús, quiere
explicarnos las Escrituras y hacer que nuestro corazón arda, se
enfervorice, en deseos de seguirle… y nuestra mente se ilumina.
 En la Liturgia de las Horas: “cuando la Iglesia ora y canta salmos”;
ya no se trata de cualquier reunión, sino de la oración oficial de la Iglesia.
Aquí el Señor “ora con nosotros, ora en nosotros y a El oramos”, según
palabras de san Agustín. Da eficacia a la oración.
 En los ministros-pastores de la Iglesia (Papa, obispos,
sacerdotes): “quien a ustedes escucha a mí me escucha” (Lc 10, 16),
“como el Padre me envió, así les envío yo” (Jn 20, 21). A través de los
pastores, Cristo resucitado nos santifica, guía y enseña.
 En los sacramentos, Él es el ministro principal; cuando alguien
48

bautiza es Cristo quien bautiza. En los sacramentos, Cristo hace presente


para nosotros la salvación. Como en otro tiempo curaba enfermos o
perdonaba pecados, así ahora es Él mismo quien sigue haciéndolo a través
de los sacramentos. Los sacramentos, por eso, son, en primer lugar,
encuentros con Cristo resucitado.
 En la Eucaristía. La presencia en la Eucaristía es la más intensa. En
la Eucaristía convergen todos los modos de presencia anteriores: la
asamblea reunida, escuchando la Palabra, orando, celebrando un
sacramento, presidida por un ministro. En la Eucaristía, Cristo se ofrece al
Padre como lo hizo en la cruz, se entrega y nos alimenta con el Pan de
vida eterna.
-- Estos modos de presencia son todos reales, aunque distintos en
intensidad y significado. Cristo se hace ahora presente a través del Espíritu
Santo. Para reconocerle y encontrarse con él en cualquiera de estos modos
de presencia se necesita la fe y según sea la fe así será la intensidad del
encuentro.
- ¿En qué medida lo descubres vivo y presente en cada una de esas
realidades? Repásalas una a una
- ¿Qué consecuencias para tu vida ves en cada uno de esos modos de
presencia de Cristo?
¿Cómo viviste el Triduo pascual? Ideas, experiencia espiritual...
¿Cómo estás viviendo el Tiempo pascual? ¿Qué dejarías? ¿Qué
cambiarías? ¿Qué esperas de Cristo en este tiempo de Pascua?
¿Cómo te encuentras, respecto a miedos, tristezas, desilusiones…?
¿Qué significa en tu situación concreta, el mensaje del Resucitado?
¿Crees que es posible esta Pascua un encuentro más intenso con Cristo
resucitado? ¿Lo deseas sinceramente?
¿Estás viviendo este tiempo a la espera del Espíritu Santo en oración con
María?
49

LA FE
¡Dichosos los que crean sin haber visto! (Jn 20, 29)
“La fe se abraza a lo que ignoran los sentidos y no busca la experiencia
(experimentum). Apóyate en la palabra y familiarízate con la fe. La fe
ignora el error, la fe abarca lo invisible, no conoce la limitación de los
sentidos, además trasciende los límites de la razón humana, el proceso de
la naturaleza, los términos de la experiencia. ¿Por qué le preguntas a la
mirada lo que no puede saber? ¿Para qué se empeñan las manos en palpar
lo que les supera? Todo lo que te pueden enseñar es de un nivel inferior.
Pero la fe te dirá de mí cosas que no menguan en nada mi majestad.
Aprende a poseer con más certeza, a seguir con más seguridad lo que ella
te aconseja (…)
Mi gloria [después de la resurrección] es extraordinaria, se ha consolidado
y no puedes acercarte a ella. Prescinde, pues, de tu juicio, suspende tu
opinión y no te fíes de la definición que puedan darte los sentidos de un
misterio reservado para la fe. Ella lo definirá con mayor propiedad y
certeza, porque lo comprende más plenamente. Ella abarca en su seno
místico y profundo lo que se entiende por la largura, anchura, altura y
profundidad. Lo que el ojo nunca vio ni oreja oyó ni hombre alguno ha
imaginado, la fe lo lleva cerrado y lo guarda sellado dentro de sí misma.
Me tocará dignamente la fe si me acepta sentado a la derecha del Padre, no
en forma de siervo, sino en un cuerpo celestial idéntico al anterior, aunque
de forma distinta. ¿Por qué quieres tocar mi cuerpo deforme? [Le dice
Jesús a María Magdalena] Espera un poco y tocarás mi cuerpo hermoso.
Pues lo que ahora es deforme se volverá bello. Es deforme para el tacto,
deforme para la mirada, deforme, en fin, para tu deformidad, porque te
apoyas más en los sentidos que en la fe. Sé tú hermosa y tócame, se fiel y
serás hermosa. Tu hermosura tocará al hermoso con mayor dignidad y
gozo. Lo tocarás con la mano de la fe, con el dedo del deseo, con el abrazo
del amor, con la mirada del espíritu” (San Bernardo, Sermón 28 sobre el
Cantar de los Cantares, OC V, 415. 417).
50

PARA ORAR EN PASCUA


El "Regina Caeli"
Durante el tiempo pascual, por disposición del Papa Benedicto XIV (20 de
abril de 1742), en lugar del Ángelus Domini se recita la célebre antífona
Regina caeli. Esta antífona, que se remonta probablemente al siglo X-XI,
asocia de una manera feliz el misterio de la encarnación del Verbo (el
Señor, a quien has merecido llevar) con el acontecimiento pascual
(resucitó, según su palabra), mientras que la invitación a la alegría
(Alégrate) que la comunidad eclesial dirige a la Madre por la resurrección
del Hijo, remite y depende de la "invitación a la alegría" ("Alégrate, llena
de gracia": Lc 1,28) que Gabriel dirigió a la humilde Sierva del Señor,
llamada a ser la madre del Mesías salvador (Cf Directorio sobre la piedad
popular, 196).
Regina caeli
Reina del cielo, alégrate R ¡Aleluya!
Porque el Señor a quien has merecido llevar R ¡Aleluya!
Ha resucitado, según su palabra R ¡Aleluya!
Ruega al Señor por nosotros R ¡Aleluya!
Goza y alégrate, Virgen María, Aleluya,
R Porque verdaderamente ha resucitado el Señor, Aleluya
Oh Dios, que has alegrado al mundo mediante la resurrección de
tu Hijo, te pedimos, por intercesión de su Santísima Madre,
alcanzar los gozos eternos. Por el mismo Jesucristo Nuestro Señor.
Amen.
El saludo pascual a la Madre del Resucitado
En algunos lugares, al final de la Vigilia pascual o después de las II
Vísperas del Domingo de Pascua, se realiza un breve ejercicio de piedad:
se bendicen flores, que se distribuyen a los fieles como signo de la alegría
51

pascual, y se rinde homenaje a la imagen de la Dolorosa, que a veces se


corona, mientras se canta el Regina caeli. Los fieles, que se habían
asociado el dolor de la Virgen por la pasión del Hijo, quieren así alegrarse
con ella por el acontecimiento de la Resurrección. Este ejercicio de
piedad, que no se debe mezclar con el acto litúrgico, es conforme a los
contenidos del Misterio pascual y constituye una prueba ulterior de cómo
la piedad popular percibe la asociación de la Madre a la obra salvadora del
Hijo (Cf Directorio, 151).
El Vía lucis
Recientemente, en diversos lugares, se está difundiendo un ejercicio de
piedad denominado Vía lucis. En él, como sucede en el Vía crucis, los
fieles, recorriendo un camino, consideran las diversas apariciones en las
que Jesús -desde la Resurrección a la Ascensión, con la perspectiva de la
Parusía- manifestó su gloria a los discípulos, en espera del Espíritu
prometido (cf. Jn 14, 26; 16, 13-15; Lc 24, 49), confortó su fe, culminó las
enseñanzas sobre el Reino y determinó aún más la estructura sacramental
y jerárquica de la Iglesia. Mediante el ejercicio del Vía lucis los fieles
recuerdan el acontecimiento central de la fe -la Resurrección de Cristo- y
su condición de discípulos que en el Bautismo, sacramento pascual, han
pasado de las tinieblas del pecado a la luz de la gracia (cf. Col 1,13; Ef
5,8). Durante siglos, el Vía Crucis ha mediado la participación de los
fieles en el primer momento del evento pascual -la Pasión- y ha
contribuido a fijar sus contenidos en la conciencia del pueblo. De modo
análogo, en nuestros días, el Vía lucis, siempre que se realice con fidelidad
al texto evangélico, puede ser un medio para que los fieles comprendan
vitalmente el segundo momento de la Pascua del Señor: la Resurrección.
El Vía lucis además, puede convertirse en una óptima pedagogía de la fe,
porque, como se suele decir, per crucem ad lucem. Con la metáfora del
camino, el Vía lucis lleva desde la constatación de la realidad del dolor,
que en el plan de Dios no constituye el fin de la vida, a la esperanza de
52

alcanzar la verdadera meta del hombre: la liberación, la alegría, la paz, que


son valores esencialmente pascuales.
El Vía lucis, finalmente, en una sociedad que con frecuencia está marcada
por «la cultura de la muerte», con sus expresiones de angustia y apatía, es
un estímulo para establecer una «cultura de la vida», una cultura abierta a
las expectativas de la esperanza y a las certezas de la fe. (Directorio, 153).
Al final de este librito encontrarás un Vía lucis (pg. 123).
La devoción a la divina misericordia
En relación con la octava de Pascua, en nuestros días y a raíz de los
mensajes de la religiosa Faustina Kowalska, canonizada el 30 de Abril del
2000, se ha difundido progresivamente una devoción particular a la
misericordia divina comunicada por Cristo muerto y resucitado, fuente del
Espíritu que perdona los pecados y devuelve la alegría de la salvación.
Puesto que la Liturgia del "II Domingo de Pascua o de la divina
misericordia" – como se denomina en la actualidad – constituye el espacio
natural en el que se expresa la acogida de la misericordia del Redentor del
hombre, debe educarse a los fieles para comprender esta devoción a la luz
de las celebraciones litúrgicas de estos días de Pascua. En efecto, "El
Cristo pascual es la encarnación definitiva de la misericordia, su signo
viviente: histórico-salvífico y a la vez escatológico. En el mismo espíritu,
la Liturgia del tiempo pascual pone en nuestros labios las palabras del
salmo: "Cantaré eternamente las misericordias del Señor" (Sal 89 (88), 2)
(Cf Directorio, 154).
Nuestra Pascua inmolada, aleluya, es Cristo el Señor, aleluya, aleluya.
Pascua sagrada, ¡oh fiesta de la luz!, / despierta tú que duermes, /
y el Señor te alumbrará.
Pascua sagrada, ¡oh fiesta universal!, / el mundo renovado /
canta un himno a su Señor.
Pascua sagrada, ¡victoria de la cruz!, / la muerte derrotada /
ha perdido su aguijón.
Himno de Pascua
53

Una bonita flor para pascua:


LA FLOR DE LA HONESTIDAD
Se cuenta que alrededor del año 250 A.C., en China, un príncipe de la
región norte del país, estaba por ser coronado emperador y, de acuerdo con
la ley, debería casarse. Resolvió hacer un “concurso" entre las chicas de la
corte o quien pensara que era digna de su propuesta. Al día siguiente, el
príncipe anuncio que recibiría, en una celebración especial, a todas las
chicas y lanzaría un desafío.
Una viejita, empleada del palacio hacía muchos años, oyendo los
comentarios sobre los preparativos, sintió tristeza, pues sabía que su hija
nutría un sentimiento de profundo amor por el príncipe. Al llegar a casa y
relatar el hecho a su hija, se asombró al saber que ella pretendía ir a la
celebración, e indagó incrédula:
- Hijita, ¿qué vas a hacer allá? Estarán presentes todas las bellas y ricas
muchachas de la corte. Sácate esa idea de la cabeza; sé que estás
sufriendo, no vuelvas tu sufrimiento en una locura.
- No, querida mamá, no estoy sufriendo y mucho menos loca, sé que jamás
podré ser la elegida, pero es mi oportunidad de estar por lo menos
algunos momentos cerca del príncipe, y esto me hace feliz.
Por la noche, la joven llegó al palacio. ¡Allá estaban todas las bellas
muchachas, con las más lindas ropas, con las más bellas joyas! Entonces,
finalmente, el príncipe anuncio el desafío:
- Le daré a cada una de ustedes, una semilla. Aquella que, dentro de seis
meses, me traiga la más bella flor, será elegida mi esposa y futura
emperatriz de China.
El tiempo pasó y la dulce joven, aunque no tenía mucha habilidad en las
artes del jardín, cuidaba con mucha paciencia y ternura su semilla, pues
sabía que si la belleza de la flor surgía en la misma extensión de su amor,
no necesitaba preocuparse del resultado. Pasaron tres meses y nada surgió.
La joven intentó de todo, usó todos los métodos que conocía, nada había
54

nacido. Día tras día ella percibía cada vez más lejos su sueño, y cada vez
más profundo su amor....
Por fin, los seis meses habían pasado y nada había brotado. Consciente de
su esfuerzo y dedicación, la chica le comunicó a su madre que,
independiente de las circunstancias, volvería al palacio, en la fecha
establecida, pues no pretendía nada más allá de algunos momentos en
compañía del príncipe. Y el día fijado, ella estaba allí, con su florero
vacío; las otras muchachas, cada una con una flor más linda que la otra, de
las más variadas formas y colores. Ella estaba admirada, nunca había
presenciado tan bello espectáculo.
Finalmente llega el momento esperado y el príncipe observó a cada una de
las muchachas con mucho cuidado y atención. Después de pasar por todas,
una a una, anunció el resultado e indicó… ¿sorpresa? a nuestra bella joven
como su futura esposa.
Las personas presentes tuvieron las más inesperadas reacciones. Nadie
comprendió por qué había elegido justamente aquella que nada había
cultivado. Entonces, tranquilamente el príncipe aclaro:
- Esta fue la única que cultivó la flor que la volvió digna de ser
emperatriz. La flor de la honestidad, pues todas las semillas que les
entregué eran estériles.
La honestidad es como una flor tejida con hilos de luz, que ilumina a
quien la cultiva y esparce claridad en derredor.

“Celebremos la Pascua no con levadura vieja,


levadura de corrupción y maldad, sino con los
panes ácimos de la sinceridad y la verdad”
(1Cor 5, 8)
55

JESÚS RESUCITADO PRESENTE EN LOS


PASTORES DE LA IGLESIA
“A través de los Obispos y de los presbíteros que los ayudan, el Señor
Jesucristo, aunque está sentado a la derecha de Dios Padre, continúa
estando presente entre los creyentes. En todo tiempo y lugar, Él predica
la palabra de Dios a todas las gentes, administra los sacramentos de la fe a
los creyentes y dirige al mismo tiempo el pueblo del Nuevo Testamento en
su peregrinación hacia la bienaventuranza eterna. El Buen Pastor no
abandona su rebaño, sino que lo custodia y lo protege siempre mediante
aquéllos que, en virtud de su participación ontológica en su vida y su
misión, desarrollando de manera eminente y visible el papel de maestro,
pastor y sacerdote, actúan en su nombre en el ejercicio de las funciones
que comporta el ministerio pastoral y son constituidos como vicarios y
embajadores suyos” (Juan Pablo II, Exhortación Pastores gregis, 6).
“Los presbíteros son llamados a prolongar la presencia de Cristo, único
y supremo Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una
transparencia suya en medio del rebaño que les ha sido confiado (…) Los
presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación
sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su
palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación,
principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen,
hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que
congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el
Espíritu. En una palabra, los presbíteros existen y actúan para el anuncio
del Evangelio al mundo y para la edificación de la Iglesia, personificando
a Cristo, Cabeza y Pastor, y en su nombre” (Juan Pablo II Exhortación
Pastores dabo vobis 15)
“La configuración con Cristo, obrada por la consagración sacramental,
define al sacerdote en el seno del Pueblo de Dios, haciéndolo participar,
en un modo suyo propio, en la potestad santificadora, magisterial y
pastoral del mismo Cristo Jesús, Cabeza y Pastor de la Iglesia.
56

Actuando in persona Christi Capitis (en persona de Cristo Cabeza), el


presbítero llega a ser el ministro de las acciones salvíficas esenciales,
transmite las verdades necesarias para la salvación y apacienta al Pueblo
de Dios, conduciéndolo hacia la santidad” (Directorio para el ministerio y
vida de los presbíteros, 7).
- No vamos a meditar esta presencia especial de Cristo en los pastores
desde su perspectiva como ministros y las consecuencias que esto tiene
para su propia vida, sino desde la perspectiva y consecuencias que tiene
para los demás fieles cristianos.
- La presencia de Cristo en cada uno de los pastores es consecuencia o
efecto no de sus propias cualidades naturales o espirituales, sino del
sacramento del Orden que han recibido. Evidentemente, en la medida
que un pastor es más santo, será más fácil ver en él al Señor y, al revés, si
tiene graves pecados, será difícil, para gente con poca fe, descubrir en él al
Señor. Pero esto es un compromiso para él. El fiel cristiano ha de ser
capaz de ver a Jesús en cualquier pastor, independientemente de su
mayor o menor santidad.
Habría que distinguir ciertamente entre las cualidades naturales
(temperamento y cualidades humanas) y la vida espiritual. Las primeras
no deberían plantearnos ningún problema a la hora de ver a Cristo en los
pastores. Es algo así como las especies eucarísticas: podemos comulgar la
sangre de Cristo con la especie sacramental de vino más dulce o menos
dulce, con más o menos grados de alcohol, blanco o tinto… Eso se queda
en lo superficial de la sensibilidad y no nos afecta en lo que respecta a lo
principal que es recibir la sangre de Cristo. Igual debería ser con los
pastores. Podemos tener un obispo o un párroco con un temperamento u
otro, más comunicativo o menos, más inteligente o menos… eso no
debería afectarnos para nada en ver en él a Cristo.
No sucede lo mismo respecto a la santidad. Un pastor santo
transparenta a Cristo más fácilmente. Cuesta menos ver a Jesús en él. Y
Cristo actúa más en él. Así lo expresó el concilio Vaticano II: “La santidad
de los presbíteros contribuye poderosamente al cumplimiento fructuoso
57

del propio ministerio, porque aunque la gracia de Dios puede realizar la


obra de la salvación, también por medio de ministros indignos, sin
embargo, Dios prefiere, por ley ordinaria, manifestar sus maravillas por
medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu
Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, pueden decir
con el apóstol: "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal., 2, 20)”
(Presbiterorum ordinis, 12). Por eso hemos de desear y pedir para que los
pastores sean más santos y fieles al Señor, sobre todo pensando en las
personas que están alejadas o que tienen todavía una fe débil. Pero lo que
estamos tratando aquí es de descubrir a Cristo resucitado presente en
cualquier pastor de la Iglesia. Y eso depende sobre todo de nuestra fe. Para
verle en un ministro menos santo se requiere ciertamente más fe.
- Tenemos necesidad de actualizar frecuentemente la fe en la presencia
de Cristo en los pastores, para no verlos de manera puramente natural.
- Primero, habremos de distinguir entre el obispo y los presbíteros. El
Obispo tiene la plenitud del sacerdocio. “La consagración episcopal otorga
la plenitud del sacramento del orden, el sumo sacerdocio, la totalidad del
sagrado ministerio. El Obispo, actuando en persona y en nombre de Cristo
mismo, se convierte, para la Iglesia a él confiada, en signo vivo del Señor
Jesús, Pastor y Esposo, Maestro y Pontífice de la Iglesia” (PG 6-7). El
Obispo es para toda la diócesis Padre, Pastor, Maestro y Esposo. Hay que
mirar a obispo con ojos de fe y ver en él a Jesucristo. A través de él,
Jesús resucitado se hace presente en medio de nosotros y nos enseña, nos
guía, nos santifica.
¿Qué actitud tienes ante el obispo? ¿Ves en él a Jesús? ¿Aprecias sus
enseñanzas y orientaciones? ¿Te dejas guiar por él? ¿Oras para que pueda
hacer más visible al Señor en medio del pueblo? ¿Qué actitud tienes ante
el Papa? ¿Ves en él a Jesús? ¿Te interesas por conocer sus enseñanzas:
encíclicas, exhortaciones, discursos…?
- Los más cercanos a nosotros son los presbíteros. Y más concretamente
los párrocos. A través de ellos entramos en contacto con Jesús resucitado.
Cualquier encuentro con un sacerdote es un encuentro con Jesús.
58

Evidentemente, esto no sucede de manera mágica: la eficacia de ese


encuentro depende de nuestra fe, de nuestras actitudes.
Podemos ver al sacerdote como una persona más, como un profesional
de la religión. Igual que admiramos a un buen profesor, a un buen
médico, a un buen albañil, podemos apreciar al sacerdote como un
profesional de la religión y valorarlo únicamente por sus cualidades
naturales, sus iniciativas sociales, etc. Así lo ve mucha gente. Una especie
de animador social o cultural. En esta perspectiva ni nos damos cuenta
que a través de él se hace presente Jesús ni cualquier encuentro con él
resulta espiritualmente eficaz.
Una actitud un poco más acertada, pero todavía muy superficial e
imperfecta, sería ver al sacerdote como un mero instrumento de Dios.
Alguien que ha recibido unos poderes para realizar acciones religiosas que
los demás no pueden realizar. Desde esta perspectiva, valoramos al
sacerdote únicamente en las acciones litúrgicas. Creemos que cuando él
bautiza Dios actúa a través de él. Pero fuera de las acciones sagradas le
vemos ya como uno más. Y no vemos en él a Jesús, sino un instrumento
suyo para algunos momentos especiales.
Con una mirada de fe profunda, vemos a Cristo en el sacerdote
siempre. En cualquier momento y lugar, porque él con su persona, por
haber sido configurado con Cristo Sacerdote, le hace presente en cualquier
momento y lugar. Cualquier encuentro con un sacerdote puede ser un
encuentro con Cristo. Y cualquier encuentro con Cristo es eficaz, produce
algún fruto en nosotros. Por supuesto, las acciones del sacerdote no son
todas iguales. En todo momento hace presente a Cristo, pero Cristo actúa
más eficazmente en unas acciones que otras. Su presencia y acción en los
sacramentos, por ejemplo, es mucho más santificante, por sí misma, que
un encuentro informal en la calle. Pero eso también depende de lo que
Cristo quiera hacer: un encuentro con un sacerdote en la calle puede
convertir a una persona.
- ¿Y qué hace Cristo resucitado a través de los sacerdotes? En resumen
y básicamente: santifica, enseña y pastorea. Como la santificación se
59

realiza, sobre todo, en la celebración de los sacramentos, ahí no nos resulta


difícil ver la acción de Cristo. Más problemático puede resultarnos verlo
en la enseñanza y el pastoreo.
Jesús resucitado se hace presente a través de ellos como Sacerdote
para santificarme, como Maestro para enseñarme y como Pastor para
guiarme. Nos santifica sobre todo a través de los sacramentos: ¿en qué me
fijo cuando participo en algún sacramento? ¿En Cristo que es quien
preside en la persona del sacerdote o en el sacerdote concreto con sus
cualidades y defectos? ¿Estoy dispuesto a confesarme con cualquiera?
Esto habría que matizarlo, por supuesto, pues, por otra parte, como
sabemos que la santidad del ministro influye en la eficacia de su
ministerio, podemos buscar aquellos que más nos puedan ayudar, pero eso
no significa pensar que la Misa celebrada por otro o la confesión hecha
ante otro no me santifica o que va a ser menos provechosa.
Jesús Maestro me enseña a través de cualquier sacerdote. Si yo estoy y
escucho con fe, Jesús actúa en mí. Siempre. Por supuesto, dependiendo de
mi fe. Al igual que he dicho antes, esto no quiere decir que dé igual
escuchar a un sacerdote que a otro, sino de que la predicación de
cualquiera me puede ser provechosa y suponer un encuentro con Jesús
Maestro. Un sacerdote más santo, predicará mejor, su palabra llegará más
y será más eficaz. Pudiera incluso suceder que un sacerdote diga cosas
imprudentes o incluso equivocadas y hacer daño. Pero incluso en esas
situaciones se puede sacar fruto, en el sentido de que Cristo me dará
gracias si mi actitud es buena.
¿Escucho con gusto las predicaciones de cualquier sacerdote? ¿Deseo
escuchar sobre todo las enseñanzas del obispo? ¿Me fijo en el modo como
predican o en el contenido de su predicación? ¿Prefieres que en la Misa u
otra celebración haya homilía o no? ¿En qué te fijas más: en el contenido
de la predicación o en que Jesús está dialogando contigo? ¿Tienes deseo
de ir a charlas de formación y retiros?
Jesús Pastor me guía, me orienta, me cura, me corrige a través de los
pastores, especialmente de mi párroco, confesor y director espiritual.
60

Todo depende de la fe con la que yo me acerque a él. También dependerá


de su santidad personal, pero aquí estamos considerando el punto de vista
de cada fiel. Todo depende de la fe con la que yo lo mire y Jesús actuará e
incluso volverá en bien lo que el sacerdote pudiera hacer mal o menos
prudentemente. A veces pudiera ser que en las correcciones no acierte
materialmente, pero yo debo preguntarme qué me quiere decir Cristo a
través de ello y disponerme a recibir las gracias que el Señor me quiere
comunicar.
¿Cómo aceptas las orientaciones del obispo? ¿Y las de tu párroco? ¿Eres
dócil a las orientaciones de tu director espiritual? ¿Ves ahí a Jesús
guiándote? ¿Cómo aceptas las correcciones de los pastores de la Iglesia?
¿Te fijas sólo en la materialidad de las mismas, si llevan razón o no, o las
ves con espíritu de fe, tratando de escuchar ahí a Jesús que quiere darte un
toque de atención y corregirte en algo?
Esto no nos excusa de orar por él. Más bien será al revés. Cuanto mayor
sea la mirada de fe con la que vemos al obispo y a los sacerdotes más nos
moverá el Espíritu Santo a orar por ellos para que hagan presente al Señor
de modo menos imperfecto. Que lo hagan presente no sólo cuando
celebran los sacramentos sino en cualquier lugar y situación a través de su
santidad de vida.
El acontecimiento sorprendente de LA RESURRECCIÓN DE JESÚS es
esencialmente un acontecimiento de amor: amor del Padre que entrega
al Hijo para la salvación del mundo; amor del Hijo que se abandona en la
voluntad del Padre por todos nosotros; amor del Espíritu que resucita a
Jesús de entre los muertos con su cuerpo transfigurado. Y todavía
más: amor del Padre que "vuelve a abrazar" al Hijo envolviéndolo en su
gloria; amor del Hijo que con la fuerza del Espíritu vuelve al Padre revestido
de nuestra humanidad transfigurada. Esta solemnidad, que nos hace revivir
la experiencia absoluta y única de la resurrección de Jesús, es un
llamamiento a convertirnos al Amor; una invitación a vivir rechazando
el odio y el egoísmo y a seguir dócilmente las huellas del Cordero inmolado
por nuestra salvación, a imitar al Redentor "manso y humilde de corazón",
que es descanso para nuestras almas. Benedicto XVI
61

EL BAUTIZADO Y CONFIRMADO:
UN CONSAGRADO
El tiempo pascual nos actualiza los sacramentos de iniciación cristiana.
En la vigilia pascual hemos renovado las promesas bautismales, en
Pentecostés podremos hacer memoria de la confirmación. Bautismo y
confirmación son dos sacramentos que imprimen carácter, es decir, un
sello espiritual (del Espíritu) que nos consagra como propiedad de
Cristo y templo de su Espíritu.
El bautizado es un cristiano, es decir, un ungido y, por tanto,
un consagrado. La consagración es unción del Espíritu, presencia
especial de la Trinidad (templo), sacerdocio (capacitación para el culto y
para “consagrar” el mundo), pertenencia a Cristo y, consecuentemente,
protección suya. Veamos más detenidamente estas realidades leyendo
algunos textos del magisterio reciente de la Iglesia.
“Los bautizados son consagrados como casa espiritual y
sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu
Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano
ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien las maravillas de quien los
llamó de las tinieblas a la luz admirable (cf. 1Pe, 2, 4-10)” (Concilio
Vaticano II LG 10). “El Espíritu Santo «unge» al bautizado, le imprime
su sello indeleble (cf. 2 Co 1, 21-22), y lo constituye en templo espiritual;
es decir, le llena de la santa presencia de Dios gracias a la unión y
conformación con Cristo” (Christifideles Laici 13 -ChL-).
Esta consagración tiene su raíz y fundamento en el llamado carácter
sacramental que bautismo y confirmación imprimen: “por el Bautismo,
los fieles han recibido el carácter sacramental que los consagra
para el culto religioso cristiano” (Catecismo 1273; Cf 1121). “La unción
del santo crisma después del Bautismo, en la Confirmación y en la
Ordenación, es el signo de una consagración.” (Catecismo 1294). La
consagración es descrita –en el Catecismo- como un sello indeleble, que
expresa la pertenencia total a Cristo, al mismo tiempo que su
protección: “Cristo mismo se declara marcado con el sello de su Padre.
El cristiano también está marcado con un sello: <Y es Dios el que nos
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conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que


nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros
corazones> (2 Co 1, 22). Este sello del Espíritu Santo, marca la
pertenencia total a Cristo, la puesta a su servicio para siempre, pero
indica también la promesa de la protección divina en la gran prueba
escatológica” (Catecismo 1296).
Esta pertenencia total a Cristo y puesta a su servicio es, al mismo
tiempo, capacitación para el culto cristiano: “Incorporados a la
Iglesia por el Bautismo, los fieles han recibido el carácter sacramental
que los consagra para el culto religioso cristiano. El sello bautismal
capacita y compromete a los cristianos a servir a Dios mediante una
participación viva en la santa Liturgia de la Iglesia y a ejercer su
sacerdocio bautismal por el testimonio de una vida santa y de una
caridad eficaz” (Catecismo 1273).
La consagración bautismal se expresa también en la ofrenda de sí y
de los propios trabajos y en el esfuerzo por la transformación
del mundo: «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas,
la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y
corporal, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la
vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios
espirituales aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 P 2, 5), que en la
celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto
con la oblación del Cuerpo del Señor. De este modo también los laicos,
como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran a
Dios el mundo mismo» (LG 34)
La consagración es para la misión, que es participación en la
misión de Cristo. El laico vive, consagrado, en el mundo. Vive su
consagración y misión en medio de las llamadas realidades temporales.
“No han sido llamados a abandonar el lugar que ocupan en el mundo. El
Bautismo no los quita del mundo, tal como lo señala el apóstol Pablo:
«Hermanos, permanezca cada cual ante Dios en la condición en que se
encontraba cuando fue llamado» (1 Co 7, 24), sino que le confía una
vocación que afecta precisamente a su situación intramundana.” (ChL
15). “Los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu
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Santo, tienen una vocación admirable y son instruidos para que en ellos
se produzcan siempre los más abundantes frutos del Espíritu… Así
también los laicos, como adoradores en todo lugar y obrando
santamente, consagran a Dios el mundo mismo” (LG 34).
Consagrado, el laico tiene la misión de “consagrar”.
“La consagración bautismal y crismal, común a todos los miembros del
Pueblo de Dios, es fundamento adecuado de la misión de los laicos, de
los que es propio «el buscar el Reino de Dios ocupándose de las
realidades temporales y ordenándolas según Dios». Los ministros
ordenados, además de esta consagración fundamental, reciben la
consagración en la Ordenación para continuar en el tiempo el ministerio
apostólico. Las personas consagradas, que abrazan los consejos
evangélicos, reciben una nueva y especial consagración que, sin
ser sacramental, las compromete a abrazar -en el celibato, la pobreza y
la obediencia- la forma de vida practicada personalmente por Jesús y
propuesta por El a los discípulos.
Aunque estas diversas categorías son manifestaciones del único misterio
de Cristo, los laicos tienen como aspecto peculiar, si bien no exclusivo,
el carácter secular, los pastores el carácter ministerial y los consagrados
la especial conformación con Cristo virgen, pobre y obediente” (Vita
Consecrata, 31).

Nuestra Pascua inmolada, aleluya, es Cristo el Señor, aleluya, aleluya.


Pascua sagrada, ¡oh noche bautismal! / Del seno de las aguas /
renacemos al Señor.
Pascua sagrada, ¡eterna novedad! Dejad el hombre viejo, /
revestíos del Señor.
Pascua sagrada. La sala del festín / se llena de invitados /
que celebran al Señor.
Pascua sagrada. ¡Cantemos al Señor! / Vivamos la alegría /
dada a luz en el dolor.
Himno de Pascua
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UNA MORADA PARA EL SEÑOR


“Tú, alma, vives en una casa magnífica, construida por el mismo Dios en
persona. Me refiero a tu cuerpo, tan bien ideado, dispuesto y ordenado,
que te sirve de morada digna y agradable. Y para tu mismo cuerpo
construyó otro palacio encantador, sublime e inmenso: es este mundo
sensible y habitable. ¿No te parece una ingratitud disfrutar tú de esta casa
y no pensar en construirle un templo? (…)
¿Qué planes tenemos, hermanos? ¿Dónde emplazar esta construcción?
¿Quién va a ser el arquitecto? ¿Seremos capaces de levantar un templo al
que dice con toda verdad <Yo lleno el cielo y la tierra> (Jer 23, 4)? Esto
me llenaría de congoja y angustia, si no le oyera decir a él mismo: <mi
Padre y yo vendremos a él y haremos en él nuestra morada> (Jn 14, 23).
Ya sé, por consiguiente, dónde prepararle una casa: únicamente su imagen
puede abarcarle. El alma es capaz de él, porque ha sido creada a su
imagen. Corre, pues, adorna tu tálamo, que el Señor te prefiere a ti y te
llenará de vida. Salta de gozo, hija de Sion, que tu Dios vivirá dentro de ti.
Di con María: <he aquí la esclava del Señor, cúmplase en mí tu palabra>
(Lc 1, 38) y añade, con Isabel: <¿quién soy yo para que el Dios de la
majestad venga a mí?> (Lc 1, 43). ¡Qué cúmulo de amabilidad y
generosidad la de Dios y qué grandeza y gloria la de las almas! El Dios del
universo, que desconoce toda especie de indigencia, manda hacerse un
templo en ellas.
Hermanos, profundamente agradecidos, empeñémonos en construirle un
templo. Procuremos que viva primeramente en cada uno de nosotros y,
después, en todos juntos. Él nos ama como a personas individuales y como
comunidad. Ante todo intente cada uno ser coherente consigo mismo.
Así como el alma quiere tener siempre intacta la morada de su cuerpo y,
cuando se dispersan sus miembros, la abandona, reflexione por su parte
qué debe hacer si quiere que Cristo viva por la fe en su corazón, es decir,
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en sí misma. Evite por todos los medios que sus miembros –memoria,
inteligencia y voluntad- estén discordes. Que la inteligencia viva libre del
error y esté en armonía con la voluntad: eso es lo que ésta desea. Que la
voluntad viva limpia de todo mal, pues eso pide la razón. Pero si el alma
se condena a si misma por una voluntad depravada, en aquello que
aprueba la razón, ya tenemos una guerra intestina y una discordia
peligrosa: la razón censura, acusa, juzga y condena a la voluntad. Que la
memoria esté completamente limpia y, para ello, borre todos sus pecados
con una sincera confesión y un auténtico arrepentimiento. De otra suerte,
la voluntad y la razón aborrecerán una conciencia que alberga el pecado.
El mejor templo que se puede presentar a Dios es, sin duda alguna, el
hombre cuya razón no está engañada ni su voluntad pervertida ni su
memoria manchada. Cuando cada uno de nosotros estemos así, intentemos
unirnos y compenetrarnos todos juntos por medio de la caridad, que es la
perfección consumada”
(San Bernardo, Sermón 2 en la Dedicación de la iglesia, Obras completas
IV, 583. 585. 587).

VID, SARMIENTOS Y VINO


“La fe es la vid, las virtudes los sarmientos, el racimo las obras, la
devoción el vino. Porque el vino no existe sin la vid ni la virtud sin la fe.
<Sin la fe es imposible agradar a Dios> (Heb 11, 6) y debemos afirmar
que le desagrada, pues <todo lo que no procede de la fe es pecado> (Rom
14, 23) (…) ¡Cuánto tiempo permaneció inculta [mi viña: mi alma],
desierta, abandonada! Por eso no daba vino, estaban secos los sarmientos
de las virtudes por la esterilidad de la fe. Tenía fe pero muerta; ¿cómo no
iba a estar muerta sin las obras? Esto me ocurría en mi vida mundana”
(San Bernardo, Sermón 30 sobre el Cantar de los Cantares, OC V, 443).
66

EL AGUA QUE QUERÍA SER FUEGO


“Ya estoy harta de ser fría y de correr río abajo. Dicen que soy necesaria.
Pero yo preferiría ser hermosa... y encender entusiasmos. Y hacer arder el
corazón de los enamorados... Y ser roja y cálida. Dicen que yo purifico lo
que toco, pero más fuerza purificadora tiene el fuego... Quisiera ser fuego
y llama”. Así pensaba en septiembre el agua de un río de montaña... Y,
como quería ser fuego, decidió escribir una carta a Dios para pedir que
cambiara su identidad.
“Querido Dios: Tú me hiciste agua. Pero quiero decirte, con todo respeto,
que me he cansado de ser transparente. Prefiero el color rojo para mí.
Desearía ser fuego. ¿Puede ser? Tú mismo, Señor, te identificaste con la
zarza ardiente y dijiste que habías venido a poner fuego a la tierra. No
recuerdo que nunca te compararas con el agua. Por eso, creo que
comprenderás mi deseo. No es un simple capricho. Yo necesito este
cambio para mi realización personal...”
El agua salía todas las mañanas a su orilla para ver si llegaba la respuesta
de Dios. Una tarde pasó una lancha muy blanca y dejó caer al agua un
sobre muy rojo. El agua lo abrió y leyó: “Querida hija: me apresuro a
contestar tu carta. Parece que te has cansado de ser agua. Yo lo siento
mucho porque no eres un agua cualquiera. Tu abuela fue la que bautizó al
Hijo del Hombre en el Jordán. Tú purificas a muchos hijos. Tú preparas el
camino del Fuego. Mi Espíritu no desciende a nadie que no haya sido
purificado por ti. El Agua que limpia es siempre primero que el Fuego”.
Mientras el agua estaba embebida leyendo la carta, Dios bajó a su lado y la
contempló en silencio. El agua se miró a sí misma y vio el Rostro de Dios
reflejado en ella. Y Dios seguía sonriendo esperando respuesta. El agua
comprendió que el privilegio de reflejar el Rostro de Dios sólo lo tiene el
agua limpia. Suspiró y dijo: “Sí, Señor, seguiré siendo agua. Seguiré
siendo tu espejo”.
Seamos agua clara para que el Rostro de Dios se refleje en el espejo de
nuestra Alma.
67

SACERDOTES, PROFETAS Y REYES


Partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo
(Cf Christifideles laici 14. 17).
El apóstol Pedro escribe: «Acercándoos a Él, piedra viva, desechada por
los hombres pero elegida y preciosa ante Dios, también ustedes, cual
piedras vivas, son utilizados en la construcción de un edificio espiritual,
para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a
Dios por mediación de Jesucristo (...) Ustedes son el linaje elegido, el
sacerdocio real, la nación santa, el pueblo que Dios se ha adquirido para
que proclame los prodigios de Aquel que los ha llamado de las tinieblas
a su admirable luz» (1 P 2, 4-5, 9). He aquí un nuevo aspecto de la gracia
y de la dignidad bautismal: los fieles laicos participan, según el modo
que les es propio, en el triple oficio -sacerdotal, profético y real- de
Jesucristo. Son, pues, sacerdotes, profetas y reyes.
Los fieles laicos participan en el oficio sacerdotal, por el que Jesús se
ha ofrecido a sí mismo en la Cruz y se ofrece continuamente en la
celebración eucarística por la salvación de la humanidad para gloria del
Padre. Incorporados a Jesucristo, los bautizados están unidos a Él y a su
sacrificio en el ofrecimiento de sí mismos y de todas sus
actividades (cf. Rm 12, 1-2). Dice el Concilio hablando de los fieles
laicos: «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida
conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y
corporal, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la
vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios
espirituales aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 P 2, 5), que en la
celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto
con la oblación del Cuerpo del Señor. De este modo también los laicos,
como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran a
Dios el mundo mismo» (LG 34).
El laico ejerce también el oficio sacerdotal en la participación en los
sacramentos, en la misión de padrino o madrina, en el desempeño de
los diversos ministerios (acólito, lector, ministro extraordinario de la
comunión…), en el rezo de la Liturgia de las Horas, cuando realizan
algunas bendiciones a ellos permitidas.
68

La participación en el oficio profético de Cristo, «que proclamó el


Reino del Padre con el testimonio de la vida y con el poder de la
palabra», habilita y compromete a los fieles laicos a acoger con fe el
Evangelio y a anunciarlo con la palabra y con las obras, sin
vacilar en denunciar el mal con valentía. Unidos a Cristo, el «gran
Profeta» (Lc 7, 16), y constituidos en el Espíritu «testigos» de Cristo
Resucitado, los fieles laicos son hechos partícipes tanto del sobrenatural
sentido de fe de la Iglesia, que «no puede equivocarse cuando cree»,
cuanto de la gracia de la palabra (cf. Hch 2, 17-18; Ap 19, 10). Son
igualmente llamados a hacer que resplandezca la novedad y la fuerza del
Evangelio en su vida cotidiana, familiar y social, como a expresar, con
paciencia y valentía, en medio de las contradicciones de la época
presente, su esperanza en la gloria «también a través de las estructuras
de la vida secular».
Por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos
participan en su oficio real y son llamados por Él para servir al
Reino de Dios y difundirlo en la historia. Viven la realeza cristiana,
antes que nada, mediante la lucha espiritual para vencer en sí mismos el
reino del pecado (cf. Rm 6, 12); y después en la propia entrega para
servir, en la justicia y en la caridad, al mismo Jesús presente en todos
sus hermanos, especialmente en los más pequeños (cf. Mt 25, 40).
Cada fiel participa en el triple oficio de Cristo porque es miembro de
la Iglesia. Porque deriva de la comunión eclesial, la participación de
los fieles laicos en el triple oficio de Cristo exige ser vivida y actuada en
la comunión y para acrecentar esta comunión.
“Al final de estas reflexiones, dirigidas a definir la condición eclesial del
fiel laico, retorna a la mente la célebre exhortación de San León Magno:
«Reconoce, oh cristiano, tu dignidad». Es la misma admonición que San
Máximo, Obispo de Turín, dirigió a quienes habían recibido la unción
del santo Bautismo: «¡Consideren el honor que se les hace en este
misterio!». Todos los bautizados están invitados a escuchar de nuevo
estas palabras de San Agustín: «¡Alegrémonos y demos gracias: hemos
sido hechos no solamente cristianos, sino Cristo (...) Pásmense y
alégrense: hemos sido hechos Cristo!»” (ChrL 17).
69

LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
“La Eucaristía es “fuente y cima de toda la vida cristiana” (LG 11)
“Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales
y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se
ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien
espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua”
(PO 5) (Catecismo 1324).
“La Eucaristía, presencia salvadora de Jesús en la comunidad de los
fieles y su alimento espiritual, es de lo más precioso que la Iglesia puede
tener en su caminar por la historia” Juan Pablo II en Ecclesia de
Eucharistia 9.
“Pongan la mirada en la Hostia santa: ¡Es el mismo Dios! ¡El
Amor mismo! Esta es la belleza de la verdad cristiana: el Creador y el
Señor de todas las cosas se ha hecho "grano de trigo" para ser sembrado
en nuestra tierra, en los surcos de la historia; se ha hecho pan para
ser partido, compartido, comido; se ha hecho alimento nuestro
para darnos la vida, su misma vida divina” Benedicto XVI en la fiesta
del Corpus Christi de 2008.
“Jesús repite para los dos discípulos el gesto central de toda Eucaristía:
toma el pan, lo bendice, lo parte y lo da. ¿En esta serie de gestos, no está
quizás toda la historia de Jesús? ¿Y no está, en cada Eucaristía, también
el signo de qué cosa debe ser la Iglesia? Jesús nos toma, nos
bendice, “parte” nuestra vida, porque no hay amor sin
sacrificio, y la ofrece a los demás, la ofrece a todos” (Francisco,
Catequesis miércoles 24/mayo/2017)

- revisión personal -
- Evalúa las disposiciones con que participas habitualmente en la
Eucaristía.
¿Qué significa para ti la Eucaristía? ¿Qué lugar ocupa en tu vida diaria?
¿Qué partes te parece que vives mejor? ¿Que podrías hacer para participar
mejor?
70

- Reflexiona sobre el texto siguiente:


"La participación principal del pueblo en la Eucaristía no es
necesariamente el "hace cosas" o “leer y decir" o "cantar en el coro", sino
su actitud interna de acción de gracias, escucha, ofrecimiento, comunión
con Cristo y con el prójimo"
- Piensa unos momentos en lo que te ayuda a permanecer durante la
Misa más concentrado y en lo que te distrae y obstaculiza.
- ¿Qué actitudes interiores tienes durante el acto penitencial?
- ¿Qué atención prestas habitualmente a la lectura de la Palabra de
Dios?
¿Te enteras realmente de lo que dice? ¿Con qué actitudes interiores la
escuchas?
¿Qué podrías hacer para asimilar mejor el pan de la Palabra?
- Lee atentamente la siguiente reflexión de san Agustín:
"Les pregunto, hermanos y hermanas, díganme: ¿Qué es más, la Palabra
de Dios o el cuerpo de Cristo? Si quieren responder con verdad, deben
decir que no es menos la palabra de Dios que el cuerpo de Cristo. Y por
eso toda la solicitud que observamos cuando nos administran el cuerpo de
Cristo, para que ninguna partícula caiga en tierra de nuestras manos, ese
mismo cuidado debemos poner para que la palabra de Dios que nos
predican, hablando o pensando nosotros en otras cosas, no se desvanezca
de nuestro corazón. No tendrá menos pecado el que oye negligentemente
la palabra de Dios, que aquel que por negligencia deja caer en tierra el
cuerpo de Cristo"
Escribe una oración expresando los sentimientos que suscita en ti esta
lectura de san Agustín.
- Examina tus actitudes durante la plegaria eucarística:
. ¿Conoces las partes de la plegaria eucaristía y el sentido de cada una?
. ¿Das gracias en el prefacio?, ¿invocas al Espíritu Santo en la epíclesis?,
¿qué haces durante la consagración?
71

. ¿Ofreces a Cristo en la anámnesis?, ¿te ofreces tú mismo?, ¿invocas al


Espíritu Santo en la epíclesis sobre la asamblea para que nos una?
. ¿Vives y actualizas la comunión con la jerarquía y pueblo de Dios?
¿Cómo proclamas o cantas el Amén final?
- ¿Cómo te preparas habitualmente para recibir la comunión?
Decía San Pío X que a la comunión frecuente hay que acercarse con recta
y piadosa intención. Y añadía: "La recta intención consiste en que quien se
acerca a la sagrada mesa no lo haga por rutina, por vanidad o por respetos
humanos, sino para cumplir la voluntad de Dios, unirse más estrechamente
a él por la caridad y remediar las propias flaquezas y defectos con esta
divina medicina”.
- ¿Qué sentido tiene para ti el rito de la paz?, ¿saludar a cuanta más
gente mejor, amigos y familiares?, ¿o reconciliarte y perdonar a aquel con
quien estas resentido? ¿Qué atención prestas a la fracción del pan –más
importante que la paz-?
- ¿Qué relación ves entre comulgar el cuerpo de Cristo y el amor al
prójimo?
“Ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la
celebración de la santísima eucaristía, por la que debe comenzarse toda
educación en el espíritu de comunidad. Esta celebración, para ser sincera y
plena, debe conducir tanto a las varias obras de caridad y a la mutua
ayuda, como a la acción misional y a las varias formas de testimonio
cristiano" (Vaticano II, PO 6) Medita despacio este texto.
Busca y lee despacio también 1Cor 10,14-22.
- Cuando comulgas ¿se establece una verdadera comunicación
personal entre Cristo y tú?
¿Qué haces inmediatamente después de comulgar? ¿Qué podrías hacer
para comulgar mejor?
Al terminar la Eucaristía, ¿te sientes enviado y motivado a llevar a otros la
Palabra y a practicar lo que has escuchado?
72

LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA SEGÚN JUAN


PABLO II Y BENEDICTO XVI
De la carta Quédate, Señor, con nosotros, de Juan Pablo II, 16-18
“Hace falta fomentar, tanto en la celebración de la Misa como en el culto
eucarístico fuera de ella, la conciencia viva de la presencia real de Cristo,
tratando de testimoniarla con el tono de la voz, con los gestos, los
movimientos y todo el modo de comportarse. A este respecto, las normas
recuerdan el relieve que se debe dar a los momentos de silencio, tanto en
la celebración como en la adoración eucarística. En una palabra, es
necesario que la manera de tratar la Eucaristía por parte de los ministros y
de los fieles exprese el máximo respeto. La presencia de Jesús en el
tabernáculo ha de ser como un polo de atracción para un número cada
vez mayor de almas enamoradas de Él, capaces de estar largo tiempo
como escuchando su voz y sintiendo los latidos de su corazón. «¡Gustad y
ved qué bueno es el Señor¡» (Sal 33 [34],9).
La adoración eucarística fuera de la Misa debe ser durante este año un
objetivo especial para las comunidades religiosas y parroquiales.
Postrémonos largo rato ante Jesús presente en la Eucaristía,
reparando con nuestra fe y nuestro amor los descuidos, los olvidos e
incluso los ultrajes que nuestro Salvador padece en tantas partes del
mundo. Profundicemos nuestra contemplación personal y comunitaria en
la adoración, con la ayuda de reflexiones y plegarias centradas siempre en
la Palabra de Dios y en la experiencia de tantos místicos antiguos y
recientes”.

De la encíclica Ecclesia de Eucharistia de Juan Pablo II, 25


“El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor
inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a
la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las
73

sagradas especies que se conservan después de la Misa –presencia que


dura mientras subsistan las especies del pan y del vino–, deriva de la
celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual.
Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el
culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento
y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas.
Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo
predilecto (cf. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el
cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el «arte
de la oración», ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos
ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de
amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces,
mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he
encontrado fuerza, consuelo y apoyo!
Numerosos Santos nos han dado ejemplo de esta práctica, alabada y
recomendada repetidamente por el Magisterio. De manera particular se
distinguió por ella San Alfonso María de Ligorio, que escribió: «Entre
todas las devociones, ésta de adorar a Jesús sacramentado es la primera,
después de los sacramentos, la más apreciada por Dios y la más útil para
nosotros». La Eucaristía es un tesoro inestimable, no sólo su celebración,
sino también estar ante ella fuera de la Misa: nos da la posibilidad de
llegar al manantial mismo de la gracia. Una comunidad cristiana que
quiera ser más capaz de contemplar el rostro de Cristo, en el espíritu que
he sugerido en las Cartas apostólicas Novo millennio ineunte y Rosarium
Virginis Mariae, ha de desarrollar también este aspecto del culto
eucarístico, en el que se prolongan y multiplican los frutos de la comunión
del cuerpo y sangre del Señor”
Exhortación ap. Sacramento de caridad de Benedicto XVI, 66-68
Relación intrínseca entre celebración y adoración
Uno de los momentos más intensos del Sínodo fue cuando, junto con
muchos fieles, nos desplazamos a la Basílica de San Pedro para la
74

adoración eucarística. Con este gesto de oración, la asamblea de los


Obispos quiso llamar la atención, no sólo con palabras, sobre la
importancia de la relación intrínseca entre celebración eucarística y
adoración. En este aspecto significativo de la fe de la Iglesia se encuentra
uno de los elementos decisivos del camino eclesial realizado tras la
renovación litúrgica querida por el Concilio Vaticano II. Mientras la
reforma daba sus primeros pasos, a veces no se percibió de manera
suficientemente clara la relación intrínseca entre la santa Misa y la
adoración del Santísimo Sacramento. Una objeción difundida entonces se
basaba, por ejemplo, en la observación de que el Pan eucarístico no habría
sido dado para ser contemplado, sino para ser comido. En realidad, a la luz
de la experiencia de oración de la Iglesia, dicha contraposición se mostró
carente de todo fundamento. Ya decía san Agustín: «Nadie come de esta
carne sin antes adorarla [...], pecaríamos si no la adoráramos ». En efecto,
en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a
nosotros; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de
la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de
adoración de la Iglesia. Recibir la Eucaristía significa adorar al que
recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una sola cosa con Él
y, en cierto modo, pregustamos anticipadamente la belleza de la liturgia
celestial. La adoración fuera de la santa Misa prolonga e intensifica lo
acontecido en la misma celebración litúrgica. En efecto, «sólo en la
adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera. Y
precisamente en este acto personal de encuentro con el Señor madura
luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que quiere
romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre
todo las barreras que nos separan a los unos de los otros».
Práctica de la adoración eucarística
Por tanto, recomiendo ardientemente a los Pastores de la Iglesia y al
Pueblo de Dios la práctica de la adoración eucarística, tanto personal
como comunitaria. A este respecto, será de gran ayuda una catequesis
adecuada en la que se explique a los fieles la importancia de este acto de
75

culto que permite vivir más profundamente y con mayor fruto la


celebración litúrgica. Además, cuando sea posible, sobre todo en los
lugares más poblados, será conveniente indicar las iglesias u oratorios que
se pueden dedicar a la adoración perpetua. Recomiendo también que en la
formación catequética, sobre todo en el ciclo de preparación para la
Primera Comunión, se inicie a los niños en el significado y belleza de estar
junto a Jesús, fomentando el asombro por su presencia en la Eucaristía.
Además, quisiera expresar admiración y apoyo a los Institutos de vida
consagrada cuyos miembros dedican una parte importante de su tiempo a
la adoración eucarística. De este modo ofrecen a todos el ejemplo de
personas que se dejan plasmar por la presencia real del Señor. Al mismo
tiempo, deseo animar a las asociaciones de fieles, así como a las
Cofradías, que tienen esta práctica como un compromiso especial, siendo
así fermento de contemplación para toda la Iglesia y llamada a la
centralidad de Cristo para la vida de los individuos y de las comunidades
Formas de devoción eucarística
La relación personal que cada fiel establece con Jesús, presente en la
Eucaristía, lo pone siempre en contacto con toda la comunión eclesial,
haciendo que tome conciencia de su pertenencia al Cuerpo de Cristo. Por
eso, además de invitar a los fieles a encontrar personalmente tiempo para
estar en oración ante el Sacramento del altar, pido a las parroquias y a
otros grupos eclesiales que promuevan momentos de adoración
comunitaria. Obviamente, conservan todo su valor las formas de devoción
eucarística ya existentes. Pienso, por ejemplo, en las procesiones
eucarísticas, sobre todo la procesión tradicional en la solemnidad del
Corpus Christi, en la práctica piadosa de las Cuarenta Horas, en los
Congresos eucarísticos locales, nacionales e internacionales, y en otras
iniciativas análogas. Estas formas de devoción, debidamente actualizadas
y adaptadas a las diversas circunstancias, merecen ser cultivadas también
hoy”.
76

El mes de María
Para coordinar adecuadamente el tiempo de pascua con el mes de mayo,
tradicionalmente dedicado a la Virgen, pueden servirte estas pautas del
Directorio de la piedad popular.
“En Occidente, los meses dedicados a la Virgen, nacidos en una época en
la que no se hacía mucha referencia a la Liturgia como forma normativa
del culto cristiano, se han desarrollado de manera paralela al culto
litúrgico. Esto ha originado, y también hoy origina, algunos problemas de
índole litúrgico-pastoral que se deben estudiar cuidadosamente.
En el caso de la costumbre occidental de celebrar un "mes de María" en
Mayo (en algunos países del hemisferio sur en Noviembre), será oportuno
tener en cuenta las exigencias de la Liturgia, las expectativas de los fieles,
su maduración en la fe, y estudiar el problema que suponen los "meses de
María" en el ámbito de la pastoral de conjunto de la Iglesia local, evitando
situaciones de conflicto pastoral que desorienten a los fieles, como
sucedería, por ejemplo, si se tendiera a eliminar el "mes de Mayo".
Con frecuencia, la solución más oportuna será armonizar los contenidos
del "mes de María" con el tiempo del Año litúrgico. Así, por ejemplo,
durante el mes de Mayo, que en gran parte coincide con los cincuenta días
de la Pascua, los ejercicios de piedad deberán subrayar la participación de
la Virgen en el misterio pascual (cfr. Jn 19, 25-27) y en el acontecimiento
de Pentecostés (cfr. Hech 1,14), que inaugura el camino de la Iglesia: un
camino que ella, como partícipe de la novedad del Resucitado, recorre
bajo la guía del Espíritu. Y puesto que los "cincuenta días" son el tiempo
propicio para la celebración y la mistagogia de los sacramentos de la
iniciación cristiana, los ejercicios de piedad del mes de Mayo podrán
poner de relieve la función que la Virgen, glorificada en el cielo,
desempeña en la tierra, "aquí y ahora", en la celebración de los
sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía” (Cf
Directorio sobre la piedad popular, 190-191)
77

LA PRESENCIA ORANTE DE MARÍA EN EL


GRUPO DE LOS DISCÍPULOS
Catequesis de Benedicto XVI (14 de marzo de 2012)
Queridos hermanos y hermanas: Con la catequesis de hoy me gustaría
empezar a hablar de la oración en los Hechos de los Apóstoles y en las
cartas de San Pablo. San Lucas nos ha dado, como sabemos, uno de los
cuatro evangelios, dedicado a la vida terrena de Jesús, pero también nos ha
dejado el que se ha denominado el primer libro sobre la historia de la
Iglesia, es decir, los Hechos de los Apóstoles. En estos dos libros, uno de
los elementos recurrentes es justamente la oración, sea la de Jesús, sea la
de María, de los discípulos, de las mujeres y de la comunidad cristiana. El
camino inicial de la Iglesia está marcado principalmente por la acción
del Espíritu Santo, que transforma a los apóstoles en testigos de Cristo
resucitado hasta el derramamiento de sangre, y de la rápida difusión de la
palabra de Dios en oriente y occidente. Sin embargo, antes que la
proclamación del evangelio se propague, Lucas narra la historia de la
ascensión del Resucitado (cf. Hch. 1,6-9). A los discípulos el Señor les
entrega su programa de vida, dedicada a la evangelización, y les dice:
"Recibirán la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán
mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de
la tierra". (Hch. 1,8). En Jerusalén, los apóstoles que eran once, por la
traición de Judas Iscariote, se reunieron en la casa a orar, y justamente en
oración esperan el don prometido de Cristo resucitado, el Espíritu
Santo.
En este contexto de espera, entre la ascensión y Pentecostés, san Lucas
menciona por última vez a María, la madre de Jesús, y su familia (v.
14). A María le ha dedicado los inicios de su Evangelio, desde el anuncio
del ángel hasta el nacimiento y la infancia del Hijo de Dios hecho hombre.
Con María comienza la vida terrena de Jesús y con María comienzan
también los primeros pasos de la Iglesia; en ambas ocasiones el clima es
de escucha de Dios, de recogimiento. Hoy, por lo tanto, quisiera
78

detenerme sobre esta presencia orante de la Virgen en el grupo de los


discípulos, que serán la primera Iglesia naciente. María siguió con
discreción todo el camino de su Hijo durante la vida pública, hasta el pie
de la cruz, y ahora continúa siguiendo, con una oración silenciosa, el
camino de la Iglesia. En la anunciación, en la casa de Nazaret, María
recibe al ángel de Dios, y atenta a sus palabras, lo acoge y responde al
designio divino, expresando su total disponibilidad: "He aquí la esclava
del Señor; hágase en mí según tu palabra" (cf. Lc 1,38). María, por la
misma actitud interior de escucha, es capaz de leer su propia historia,
reconociendo con humildad que es el Señor el que actúa. En la visita a su
pariente Isabel, prorrumpe en una oración de alabanza y de alegría, de
celebración de la gracia divina que ha llenado su corazón y su vida,
haciéndola la Madre del Señor (cf. Lc<1,46-55). Alabanza, acción de
gracias, alegría: en el cántico del Magnificat, María no ve solo lo que
Dios ha hecho en ella, sino también a lo que hizo y hace continuamente en
la historia. San Ambrosio, en un famoso comentario sobre el Magnificat,
invita a tener el mismo espíritu en la oración y dice: "Que en cada uno esté
el espíritu de María para alabar al Señor, y esté en cada uno el espíritu
individual de María para exultar a Dios" (Expositio Evangelii secundum
Lucam 2, 26: PL 15, 1561).
Incluso en el cenáculo de Jerusalén, en la "habitación del piso alto, donde
solían reunirse" los discípulos de Jesús (cf. Hch. 1,13), en un clima de
escucha y de oración, ella está presente, antes de que las puertas se
abran de par en par y comiencen a anunciar a Cristo el Señor a todos los
pueblos, enseñándoles a guardar todo lo que les había mandado (cf. Mt.
28,19-20). Las etapas del camino de María, de la casa de Nazaret a la de
Jerusalén, a través de la cruz donde su Hijo la encomienda al apóstol Juan,
se caracterizan por la capacidad de mantener un clima persistente de
recogimiento, para meditar cada evento en el silencio de su corazón frente
a Dios (cf. Lc. 2,19-51) y en la meditación delante de Dios, hasta entender
su voluntad y ser capaz de aceptarla en su interior. La presencia de la
Madre de Dios con los once, después de la Ascensión, no es sólo un
79

registro histórico de una cosa del pasado, sino que adquiere un significado
de gran valor, porque Ella comparte con ellos lo más valioso: la memoria
viva de Jesús, en la oración; comparte esta misión de Jesús: preservar la
memoria de Jesús y así mantener su presencia.
La última mención de María en los dos escritos de san Lucas se dan en el
sábado: el día del descanso de Dios después de la creación, el día de
silencio después de la muerte de Jesús y de la espera de su Resurrección.
Y en este episodio tiene sus raíces la tradición de Santa María en
sábado. Entre la Ascensión del Resucitado y el primer pentecostés
cristiano, los apóstoles y la Iglesia se reúnen con María para esperar
con ella el don del Espíritu Santo, sin el cual no se puede llegar a ser
testigos. Ella, que ya lo ha recibido por haber generado el Verbo
encarnado, comparte con toda la Iglesia la espera del mismo don, para que
en el corazón de cada creyente "sea formado Cristo" (cf. Ga. 4,19). Si no
hay Iglesia sin Pentecostés, no hay tampoco Pentecostés sin la Madre de
Jesús, porque ella ha vivido de una forma única, lo que la Iglesia
experimenta cada día bajo la acción del Espíritu Santo. San Cromacio de
Aquilea comenta así el registro de los Hechos de los Apóstoles: "Se reunió
por lo tanto la Iglesia, en la habitación del piso superior junto con María,
la Madre de Jesús, y junto a sus hermanos. Por consiguiente, no se puede
hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor... La iglesia
de Cristo está allí donde se predica la Encarnación de Cristo en la Virgen,
y, donde predican los apóstoles, que son los hermanos del Señor, allí se
escucha el evangelio" (Sermón 30,1: SC 164, 135).
El Concilio Vaticano II ha querido poner de relieve, en particular, este
vínculo que se manifiesta visiblemente en el orar junto con María y con
los Apóstoles, en el mismo lugar, a la espera del Espíritu Santo. La
constitución dogmática Lumen Gentium afirma: "Por no haber querido
Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de
derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos que los Apóstoles, antes
del día de Pentecostés, «perseveraban unánimes en la oración con algunas
mujeres, con María, la Madre de Jesús, y con los hermanos de éste» (Hch
80

1, 14), y que también María imploraba con sus oraciones el don del
Espíritu, que en la Anunciación ya la había cubierto a ella con su sombra"
(n. 59). El lugar privilegiado de María es la Iglesia, que es "proclamada
como miembro excelentísimo y enteramente singular…, tipo y ejemplar
acabadísimo de la misma en la fe y en la caridad, (ib., n. 53).
Venerar a la Madre de Jesús en la Iglesia, significa entonces aprender
de ella a ser una comunidad que ora: esta es una de las características
esenciales de la primera descripción de la comunidad cristiana descrita en
los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,42). La oración está a menudo referida
a situaciones difíciles, de problemas personales que llevan a dirigirse a su
vez al Señor para tener luz, consuelo y ayuda. María nos invita a abrir las
dimensiones de la oración, a dirigirnos a Dios no solo en la necesidad y no
solo para sí mismo, sino de modo unánime, perseverante, fiel, con un "solo
corazón y una sola alma" (cf. Hch. 4,32 ).
Queridos amigos, la vida humana atraviesa diversas etapas de transición, a
menudo difíciles y exigentes, que requieren decisiones obligatorias,
renuncias y sacrificios. La Madre de Jesús ha sido colocada por el Señor
en momentos decisivos de la historia de la salvación y ha sabido responder
siempre con plena disponibilidad, fruto de una profunda relación con Dios,
madurada en la oración asidua e intensa. Entre el viernes de la Pasión y el
domingo de la Resurrección, a ella se le confió el discípulo amado, y con
él a toda la comunidad de los discípulos (cf. Jn. 19,26). Entre la Ascensión
y Pentecostés, ella está con y en la Iglesia en oración (cf. Hch. 1,14).
Madre de Dios y Madre de la Iglesia, María ejerce su maternidad
hasta el final de la historia. Le encomendamos todas las fases del paso de
nuestra existencia personal y eclesial, no menos que la de nuestro tránsito
final. María nos enseña la necesidad de la oración y nos muestra que
sólo con un vínculo constante, íntimo, lleno de amor con su Hijo, podemos
salir de "nuestra casa", de nosotros mismos, con coraje, para llegar a los
confines del mundo y proclamar en todas partes al Señor Jesús, salvador
del mundo.
81

La novena de Pentecostés
La Escritura da testimonio de que en los nueve días entre la
Ascensión y Pentecostés, los Apóstoles "permanecían unidos y eran
asiduos en la oración, junto con algunas mujeres y con María, la
Madre de Jesús, y con sus hermanos" (Hch 1, 14), en espera de ser
"revestidos con el poder de lo alto" (Lc 24, 49). De la reflexión
orante sobre este acontecimiento salvífico ha nacido el ejercicio de
piedad de la novena de Pentecostés, muy difundido en el pueblo
cristiano.
En realidad, en el Misal y en la Liturgia de las Horas, sobre todo en
las Vísperas, esta "novena" ya está presente: los textos bíblicos y
eucológicos se refieren, de diversos modos, a la espera del Paráclito.
Por lo tanto, en la medida de lo posible, la novena de Pentecostés
debería consistir en la celebración solemne de las Vísperas. Donde
esto no sea posible, dispóngase la novena de Pentecostés de tal
modo que refleje los temas litúrgicos de los días que van de la
Ascensión a la Vigilia de Pentecostés.
En algunos lugares se celebra durante estos días la semana de
oración por la unidad de los cristianos (Directorio sobre la piedad
popular, 155)

A nuestros corazones / la hora del Espíritu ha llegado, /


la hora de los dones / y del apostolado:
lenguas de fuego y viento huracanado.
Oh Espíritu, desciende, / orando está la Iglesia que te espera, /
visítanos y enciende, / como la vez primera, /
los corazones en la misma hoguera.
La fuerza y el consuelo, / el río de la gracia y de la vida /
derrama desde el cielo; / la tierra envejecida
renovará su faz reverdecida.
Himno litúrgico
82

PERSEVERABAN EN LA ORACIÓN CON MARÍA,


LA MADRE DE JESÚS1
En los Hechos de los apóstoles, después de haber
enumerado los nombres de los once apóstoles, Lucas
prosigue: “todos ellos perseveraban en la oración,
con un mismo espíritu, en compañía de algunas
mujeres, de María, la Madre de Jesús, y de sus
hermanos” (Hech 1,14).
Pentecostés tiene lugar al final de la vida de Jesús,
cuando la historia de la salvación ha llegado ya a su culmen. Gracias a
Pentecostés las realidades de la encarnación y el misterio pascual se hacen
operantes en nuestra vida. Gracias al Espíritu Santo nosotros podemos
imitar a María en la encarnación, concibiendo y dando a luz a Cristo y
haciéndonos también nosotros, espiritualmente, su madre; y gracias
también al Espíritu Santo, nosotros podemos imitar a María en el misterio
pascual, estando como ella, con fe y esperanza, al pie de la cruz.
- María durante y después de Pentecostés.
María está presente en los tres momentos constitutivos del misterio
cristiano y de la Iglesia que son: la encarnación, el misterio pascual y
pentecostés. En el cenáculo había también otras mujeres, pero María está
como “madre de Jesús”. El dato no es irrelevante. ¿Qué significado tiene
el hecho de que María esté allí como madre de Jesús? ¡Significa que el
Espíritu Santo que ha de venir es “el Espíritu de su Hijo”! Entre ella y el
Espíritu Santo hay un vínculo objetivo e indestructible que es el mismo
Jesús que juntos han engendrado.
María, que al pie de la cruz ha aparecido ante nosotros como Madre de la
Iglesia, aquí, en el cenáculo, aparece como su madrina. Ella es una
bautizada por el Espíritu que ahora apadrina a la Iglesia en su bautismo del

1
Estos puntos de reflexión están tomados (resumidos) del capítulo 7 del libro María
espejo de la Iglesia, de R. Cantalamessa, edicep, Valencia 1998 (4ª), 175-201.
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Espíritu. Si los bautizandos son adultos, la madrina les acompaña en la


preparación; y eso es lo que hizo María con los apóstoles y lo que hace
también con cada uno de nosotros.
Volveremos después sobre esta presencia de María en la espera de
Pentecostés. Intentemos echar un vistazo a la vida de María después de
Pentecostés. No tenemos fuentes de información escritas. Sabemos sólo
que vivió en la casa de Juan. Ella desaparece en el más profundo silencio.
Después de Pentecostés es como si ella hubiera entrado en clausura. Su
vida es ya “una vida escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3).
Los apóstoles, después de recibir el Espíritu Santo, se lanzan de inmediato
a predicar por las calles y plazas; después se marchan, fundan y dirigen
iglesias e incluso convocan un concilio. María nada; ella permanece,
idealmente, en oración junto con las mujeres, en el cenáculo, mostrando
que en la Iglesia la actividad, incluso la que se hace por el Reino, no lo es
todo, y que no se puede prescindir de las almas orantes que la sostienen.
María es el prototipo de la Iglesia orante.
¿Cómo era la oración de María? No sabemos cómo era realizada esta
oración de María, sin embargo, podemos intuir algo partiendo de ese
“conocimiento de las cosas espirituales” que deducimos de la vida de los
santos. Los santos, y especialmente los místicos, han descrito lo que
sucede en el alma después de que ésta haya atravesado la noche de la fe y
se haya transformado toda ella en Cristo. El alma se convierte en fuego de
amor. Su vida, según la definición de san Agustín, se convierte “toda ella
en un santo deseo”.
Para san Agustín, la esencia de la oración es el deseo de Dios que “brota
de la fe, la esperanza y la caridad”: “tu deseo es tu oración; si el deseo es
continuo, continua también es la oración. No en vano dijo el apóstol: orad
sin cesar (1Ts 5,17)… Si no quieres dejar de orar, no interrumpas el
deseo. Tu deseo continuo es tu voz, es decir, tu oración continua”. Hasta
aquí San Agustín. María ha conocido la oración continua porque continuo
era su deseo de Dios y su deseo de aquel “reposo sabático” eterno, en el
que se reposa en la Jerusalén celeste.
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En el tiempo que siguió a Pentecostés, la vida de María debe haber


conservado aquella característica fundamental que se observa en todas las
grandes obras de Dios; o sea, una gran sencillez exterior unida a la
grandeza y al esplendor de la realidad interior. Cómo era María “por
dentro” es un secreto que Dios se ha guardado sólo para sí. Un autor
antiguo describió cómo se desarrolla la vida interior de las personas que
han llegado a la plenitud de la unión con Dios. Leer este perfil del
espiritual perfecto, puede ayudarnos a intuir algo de lo que pasaba,
durante ese tiempo, en la mente y en el corazón de la Madre de Dios:
“A veces están como inmersos en la tristeza y en el llanto por el género
humano y, orando incesantemente por todos los hombres, se deshacen en
lágrimas en virtud del ardiente amor que sienten hacia la humanidad. A
veces, en cambio, son inflamados por el Espíritu Santo de tanto gozo y
amor que, si fuera posible, llevarían en su corazón a todos sin distinción
alguna, buenos y malos. Otras veces, todavía, por su humildad, se sienten
por debajo de los demás… A menudo su alma reposa en un místico
silencio, en la tranquilidad y en la paz, goza de toda delicia espiritual y de
perfecta armonía. Recibe dones especiales de inteligencia, de una
sabiduría inefable y de inescrutable conocimiento del Espíritu. Y así la
gracia les instruye sobre cosas que ni se pueden explicar con la lengua, ni
expresar con palabras. Otras veces, en cambio, se comportan como un
hombre cualquiera” (Homilías atribuidas a san Macario de Egipto).
- Orar para obtener el Espíritu Santo
¿Qué nos dice María con su presencia en el cenáculo después de la
ascensión, el día de Pentecostés y, después de Pentecostés, con su
presencia orante en la comunidad cristiana? Podemos recoger la enseñanza
que en esta ocasión nos llega de María en tres puntos:
1. Primero, que antes de emprender cualquier cosa y de lanzarse por los
caminos del mundo, la Iglesia necesita recibir el Espíritu Santo.
2. Segundo, que el modo de prepararse a la venida del Espíritu Santo es
sobre todo la oración.
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3. Que esta oración debe ser asidua y unánime.


En primer lugar, la necesidad que tiene la Iglesia del Espíritu Santo.
Momentos antes de la ascensión, Jesús les dice a los apóstoles que
permanezcan en la ciudad hasta que sean revestidos del poder de lo alto.
Ellos esperan, viene el Espíritu, son revestidos del poder de lo alto,
empiezan predicar con valor ante la multitud, tres mil personas sienten
cómo su corazón es traspasado y nace la primera comunidad cristiana.
Esto es claramente una especie de ley, de paradigma que se pone al
comienzo de la narración de la historia de la Iglesia, para indicar a la
Iglesia de todos los tiempos cómo viene el Reino, cuál es la ley y cuáles
son los requisitos o dinámica de su desarrollo. Así pues, esto vale también
para nosotros hoy.
No se puede predicar con éxito por las calles sin haber pasado
anteriormente por el cenáculo para ser revestido del poder de lo alto.
Todas las cosas de la Iglesia, o toman fuerza y sentido del Espíritu Santo o
carecen de fuerza y de sentido cristiano. Se ha dicho acertadamente:
“Sin el Espíritu Santo, Dios está lejos,
Cristo permanece en el pasado,
el evangelio es letra muerta,
la Iglesia, una simple organización,
la autoridad, una dominación,
la misión, pura propaganda,
el culto, una simple evocación,
y el obrar cristiano, una moral de esclavos.
En cambio, con el Espíritu Santo,
el cosmos es elevado y gime en el parto del Reino,
el hombre lucha contra la carne,
Cristo está presente,
el evangelio es fuerza de vida,
la Iglesia, signo de comunión trinitaria,
la autoridad, servicio liberador,
la misión, un nuevo Pentecostés,
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la liturgia, memorial y anticipación,


el obrar humano es divinizado”2.
En segundo lugar, a Pentecostés y al don del Espíritu Santo hay que
prepararse con la oración.
¿Cómo se prepararon los apóstoles a la venida del Espíritu Santo?,
¿discutiendo acaso sobre la naturaleza del Espíritu Santo? No, ellos se
prepararon orando. El relato de la venida del Espíritu Santo se vincula
claramente a la situación de ardiente plegaria de ese grupo limitado:
María, los apóstoles y algunas mujeres.
Se repite lo sucedido en el bautismo de Jesús: “Bautizado también Jesús y
puesto en oración, se abrió el cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo” (Lc
3, 21-22). Se diría que, para san Lucas, fue la oración de Jesús la que rasgó
los cielos e hizo que el Espíritu Santo descendiera sobre él. Lo mismo
sucede ahora. Mientras la Iglesia estaba en oración, de repente vino del
cielo un ruido como el de una ráfaga de un viento impetuoso… y
quedaron todos llenos del Espíritu Santo (Hch 2, 2-4).
Es impresionante la constancia con la que, en los Hechos de los apóstoles,
la venida del Espíritu Santo se pone en relación con la oración. Saulo
estaba orando cuando llegó Ananías a imponerle las manos para que
recuperase la vista y quedase lleno del Espíritu Santo (Cf Hch 9, 9.11).
Después del arresto y liberación de Pedro y Juan, cuando la comunidad
hubo terminado su oración retembló el lugar donde estaban reunidos y
todos quedaron llenos del Espíritu Santo (Hch 4, 31).
Y cuando Simón el mago quiere obtener el Espíritu Santo pagando, los
apóstoles reaccionan indignados. El Espíritu Santo no se puede
comprar, sólo se le puede implorar mediante la oración. Es la única
arma que tenemos y es un arma infalible, como asegura el mismo Jesús: si,
pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos,
¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo
2
Metropolita Ignacio de Laodicea, Discurso en la III Asamblea Mundial de las Iglesias,
Uppsala 3-19, julio 1968.
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pidan! (Lc 11,13). Jesús había vinculado el don del Espíritu no sólo a
nuestra oración sino, también y sobre todo, a la suya: yo pediré al Padre y
os dará otro Paráclito (Jn 14,16).
La oración de los apóstoles reunidos en el cenáculo con María es la
primera gran epíclesis, es la inauguración de la dimensión “epiclética” de
la Iglesia, de aquel “Ven, Espíritu Santo” que continuará resonando en la
Iglesia por todos los siglos y que la liturgia antepondrá a todas sus
acciones más importantes.
No hay un solo Pentecostés. Podemos constatarlo cuando leemos los
Hechos de los Apóstoles. Al principio está la oración asidua de los
apóstoles con María, seguida de la efusión del Espíritu Santo. Podría
pensarse que ya está todo hecho. La Iglesia ya tiene todo lo necesario para
proseguir ella sola hasta la parusía. En cambio, vemos poco después que,
ante una situación de grave dificultad, la Iglesia debe volver a ponerse en
oración para obtener una nueva efusión del Espíritu Santo y poder así
continuar proclamando con libertad la Palabra. Salida del cenáculo, la
Iglesia debe volver a él periódicamente para seguir siendo revestida
del poder de lo alto.
Pero todo esto no es algo abstracto, es una llamada a cada uno de nosotros.
¿Quieres tú recibir el Espíritu Santo? ¿Te sientes también tú débil y
deseas ser revestido del poder de lo alto?, ¿te sientes una persona tibia y
quieres ser caldeado de nuevo?, ¿te sientes una persona árida y quieres ser
nuevamente rociado?, ¿eres una persona rígida y quieres ser doblegado?,
¿estás descontento de la vida pasada y quieres ser renovado? ¡Ora, ora y
ora! Que en tu boca no se apague este grito reverente: Veni Sancte
Spiritus, ¡Ven, Espíritu Santo!
En tercer lugar, una oración unánime y perseverante.
¿Cómo debe ser la oración de quien quiere obtener el Espíritu Santo?
¿Cómo fue la oración de María y de los apóstoles? Fue una oración
“unánime y perseverante”. Concorde o unánime (homothymadon)
significa, literalmente, hecha con un solo corazón (con-corde) y con “un
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alma” (un-anime). Jesús había dicho que al presentarse ante Dios para
hacer una ofrenda, es necesario antes haberse reconciliado con el hermano.
El Espíritu Santo es comunión. No le puede recibir quien se pone fuera de
la unidad. Es esencial la unidad, la concordia y la reconciliación entre
aquellos que desean y se preparan a recibir el Espíritu Santo.
No mucho tiempo antes de Pentecostés, en aquel mismo lugar, los
apóstoles habían discutido sobre quién de ellos podía considerarse el más
importante. Ahora escuchamos del mismo Lucas que oran unánimes, con
un solo corazón. Quizá la presencia de la Madre de Jesús en medio de
ellos contribuyó a crear esta nueva atmósfera de unidad y de paz entre
ellos. San Agustín ha expresado la necesidad de la oración unánime con
estas palabras: “si queréis recibir el Espíritu Santo, conservad la caridad,
amad la verdad, desead la unidad”.
Pasemos a la otra característica de la oración de María y de los apóstoles:
una oración perseverante. En griego proskarteroúntes, indica una acción
tenaz, insistente; significa estar ocupados con asiduidad y constancia en
alguna cosa. Se podría traducir también por “tenazmente aferrados a la
oración”. Es la palabra que aparece con mayor frecuencia cada vez que en
el nuevo testamento se habla de la oración.
Perseverar en la oración significa orar a menudo, no dejar de orar, no dejar
de esperar, no rendirse nunca. Significa no concederse descanso y no
concedérselo tampoco a Dios. Pero ¿por qué ha de ser perseverante la
oración y por qué Dios no escucha en seguida? Dios ha prometido dar
siempre cosas buenas, el Espíritu Santo a quien ora. Ha prometido hacer
cualquier cosa que le pidamos según su voluntad. Dios, al retrasar su
auxilio, hace crecer nuestra fe y nos ayuda a pedir mejor.
¿Pero es que no oramos bien cuando pedimos el Espíritu Santo?, ¿no
oramos en nombre de Jesús?, ¿no pedimos según la voluntad de Dios? El
problema no está en lo que pedimos sino cómo y para qué lo pedimos.
Nosotros podemos incluso llegar a hacer que el Espíritu Santo no sea un
don bueno sino todo lo contrario. Esto sucede cuando concebimos el
Espíritu Santo, más o menos conscientemente, como una poderosa ayuda
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de lo alto, como un soplo de vida que viene a reavivar placenteramente


nuestra oración y nuestro fervor y a hacer más eficaz nuestro ministerio
esquivando la carga de nuestra cruz. El Espíritu Santo no se nos da para
alimentar nuestro egoísmo, orgullo o vanidad, ni para evitarnos la
cruz.
O tal vez todo aquel Espíritu que uno pedía para sí mismo, Dios lo ha
concedido para los demás. Puede que otros hayan sentido que su corazón
era traspasado y se hayan convertido mientras que nosotros nos
encontramos todavía en el mismo lugar pidiendo precisamente aquella
misma gracia… Dejemos estar a Dios. A veces, cuando se persevera en la
oración, especialmente si la persona tiene una vida espiritual seria y
profunda, las partes se invierten: Dios se convierte en aquel que ora y tú en
aquel a quien ora. Poco a poco te das cuenta que es él, Dios, quien te
extiende la mano pidiéndote algo.
Después que los apóstoles, María y los demás hubieron recibido el
Espíritu Santo, se lee de nuevo que “perseveraban en la oración” (Hch 2,
42). La venida del Espíritu Santo no pone fin a la oración asidua, sino
que la enriquece y amplía su horizonte; eleva la oración a sus formas más
altas y dignas de Dios, que son la alabanza, la adoración y la proclamación
de su grandeza y de su santidad. Este es el verdadero fin por el que somos
impulsados a invocar y a esperar el Espíritu Santo: para poder después,
llenos de él, adorar a Dios <en Espíritu y verdad>, bendecirlo y
glorificarlo ante los hombres. Antes que para predicar, el Espíritu
Santo sirvió a los apóstoles para orar en lenguas.
Necesitamos un nuevo Pentecostés para que nuestro ministerio sea
verdaderamente eficaz. Un nuevo Pentecostés, para ser verdaderamente
tal, debe tener lugar en la profundidad, en el corazón (“os daré un corazón
nuevo y os infundiré un espíritu nuevo”). Imploremos, con María, esta
gracia. ¡Veni Sancte Spiritus! ¡Ven, Espíritu Santo!
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¿Cuánto cuesta un milagro?


Tess a sus ocho años era una niña precoz. Un día escuchó a su madre y a
su padre hablar acerca de su hermanito Andrew. Ella solo sabía que su
hermano estaba muy enfermo y que su familia no tenía dinero. Planeaban
mudarse para un complejo de apartamentos el siguiente mes porque su
padre no tenía el dinero para las facturas médicas y la hipoteca. Solo una
operación costosísima podría salvar a Andrew. Escuchó que su padre
estaba gestionando un préstamo pero no lo conseguía. Escuchó a su padre
murmurarle a su madre, quien tenía los ojos llenos de lágrimas: "Solo un
milagro puede salvarlo."
Tess fue a su cuarto y sacó un frasco de jalea que mantenía escondido en
el armario. Vació todo su contenido en el suelo y lo contó
cuidadosamente. Lo contó una segunda vez y ¡una tercera! La cantidad
tenía que ser perfecta. No había margen para errores. Luego colocó todas
las monedas en el frasco nuevamente, lo tapó y se escabulló por la puerta
trasera y caminó seis bloques hasta la farmacia que tenía el jefe indio color
rojo en el marco de la puerta. Esperó pacientemente su turno. El
farmacéutico parecía muy ocupado en ese momento y no le prestaba
atención. Tess movió su pie haciendo un ruido. Nada. Se aclaró la
garganta con el peor sonido que pudo producir. Nada. Finalmente, sacó
una moneda del frasco y golpeó el mostrador.
-“¿Qué deseas?”- le preguntó el farmacéutico en un tono bastante
desagradable. Y le dijo sin esperar respuesta: "Estoy hablando con mi
hermano que acaba de llegar de Chicago y no lo he visto en años”.
-"Bueno, yo quiero hablarle acerca de mi hermano," le contestó Tess en el
mismo tono que usara el farmacéutico. "Está muy enfermo y quiero
comprar un milagro."
-"¿Qué dices?" dijo el farmacéutico.
- “Su nombre es Andrew y tiene algo creciéndole dentro de la cabeza y mi
padre dice que solo un milagro lo puede salvar. Así que, ¿cuánto cuesta un
milagro?”.
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- “Aquí no vendemos milagros, pequeña. Lo siento pero no te puedo


ayudar”, le contestó el farmacéutico, ahora en un tono más dulce.
- “Mire, yo tengo el dinero para pagarlo. Si no es suficiente, conseguiré el
resto. Solo dígame cuánto cuesta”.
El hermano del farmacéutico era un hombre elegante. Se inclinó y le
preguntó a la niña: "¿Qué clase de milagro necesita tu hermanito?
- "No lo sé". Contestó Tess con los ojos a punto de explotar. "Solo sé que
está bien enfermo y mi mami dice que necesita una operación. Pero mi
papá no puede pagarla, así que yo quiero usar mi dinero".
- “¿Cuánto dinero tienes?” le preguntó el hombre de Chicago.
- "Un dólar con once centavos"- contestó Tess en una voz que casi no se
entendió. "Es todo el dinero que tengo pero puedo conseguir más si lo
necesita."
- "Pues que coincidencia." Dijo el hombre sonriendo. "Un dólar con once
centavos, justo el precio de un milagro para hermanos menores". Tomó el
dinero en una mano y con la otra cogió a la niña del brazo y le dijo:
"Llévame a tu casa. Quiero ver a tu hermano y conocer a tus padres.
Veamos si yo tengo el milagro que tú necesitas".
Ese hombre de buena apariencia era el Dr. Carlton Armstrong, un cirujano
especialista en neurocirugía. La operación se efectuó sin cargos y, en poco
tiempo, Andrew estaba de regreso a casa y con buena salud. Los padres de
Tess hablaban felices de las circunstancias que llevaron a este doctor hasta
su puerta.
- "Esa cirugía," dijo su madre, "fue un verdadero milagro. Me pregunto
cuánto habría costado. Tess sonrió. Ella sabía exactamente cuánto costaba
un milagro: un dólar con once centavos, más la fe de una pequeña.
Un milagro no es la suspensión de la ley natural, sino la operación de una
ley más alta.
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CONOCER AL PADRE, AL HIJO Y AL ESPÍRITU


SANTO
“Alguno dirá: “si ha dicho [Jesús] que la vida eterna es reconocer al Padre
y al Hijo, pero no ha mencionado al Espíritu Santo, ¿será necesario
conocerlo?” Sí, porque si se conoce perfectamente al Padre y al Hijo,
¿cómo es posible ignorar al Espíritu Santo que es la bondad mutua de
ambos? (…)
Por esta razón, cuando la esposa pide el beso ruega que se le infunda la
gracia de este triple conocimiento, en cuanto esta carne mortal puede
recibirla. Mas la pide al Hijo, pues corresponde al Hijo revelarlo a quien le
plazca. Se revela, por tanto, el Hijo a sí mismo a quien él quiere y revela
también al Padre y lo revela, sin duda, mediante el beso que es el Espíritu
Santo. Así lo atestigua el apóstol: <a nosotros nos lo reveló Dios por
medio de su Espíritu> (1Cor 2, 10). Pero, al comunicar el Espíritu
mediante el cual se manifiesta, revela también a ese Espíritu: dando, revela
y, revelando, da. Es más: la revelación verificada por el Espíritu Santo no
sólo es una iluminación del conocimiento, sino también fuego del amor,
como dice el apóstol: <el amor que Dios nos tiene inunda nuestros
corazones por el Espíritu que nos ha dado> (Rm 5, 5)”
(San Bernardo, Sermón 8 sobre el Cantar de los Cantares, OC V, 141).

LA PALABRA DE CRISTO, BESO DE SU BOCA


“¿Para qué oír tanta palabrería a los profetas? Mejor que me bese con
besos de su boca el más hermoso entre los hijos de los hombres. Ya no
escucho más a Moisés: su boca y su lengua tartamudean. Los labios de
Isaías son impuros, Jeremías no sabe hablar porque es un niño. Todos los
profetas son como mudos. No, no, que me hable ya él, el mismo a quien
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ellos anunciaban. ¡Que me bese con los besos de su boca! No quiero que
me hablen más sus intermediarios, son como nubarrón espeso.
No. ¡Que me bese él con besos de su boca! Para que su graciosa presencia
y las corrientes de agua de su admirable doctrina se me conviertan en
fuente que salte hasta la vida eterna. Si él, al fin, ungido por el Padre con
el óleo de la alegría entre todos sus compañeros, se dignase besarme con
besos de su boca, ¿no derramaría sobre mí su gracia más copiosa? Su
palabra viva y eficaz es para mí un beso de su boca”
(San Bernardo, Sermón 2 sobre el Cantar de los Cantares, OC V, 89).

LA GLORIA PARA DIOS Y LA PAZ PARA MÍ


“Es una virtud difícil y muy poco común que ignores tu grandeza, aunque
hagas cosas grandes, y que ocultes para ti tu santidad conocida por todos.
Ser admirable ante los demás y juzgarse a sí mismo menospreciable, eso sí
que considero yo más maravilloso que las virtudes mismas. Serás
verdadero siervo fiel cuando no te apropies nunca la gloria de tu Señor,
que no nace de ti, pero pasa por ti (…)
¿Entonces qué? ¿El hombre, tan celoso de su gloria, se atreverá a robársela
a Dios, como si a él no le importara la suya? Escúchale: <mi gloria no se
la cedo a nadie> (Is 48, 11). ¿Qué nos reservas, por tanto, a nosotros,
Señor? ¿Qué nos das? <Mi paz os dejo, mi paz os doy>. Me basta, Señor.
Acepto agradecido lo que nos das y dejo lo que te reservas. Me agrada tu
decisión y no dudo que salgo ganando. Renuncio a toda gloria, no sea que,
si usurpo lo que no me han concedido, pierda con razón lo que me ofrecen.
Quiero la paz, deseo la paz y nada más. A quien no le basta la paz
tampoco le bastas Tú, porque tú eres nuestra paz, que hiciste de dos
pueblos uno. Esto es lo que necesito y me basta: reconciliarme contigo y
reconciliarme conmigo (…) Quede, Señor, para ti, quede intacta tu gloria,
yo seré feliz si conservo la paz”.
(San Bernardo, Sermón 13 sobre el Cantar de los Cantares, OC V, 199.
201).
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LOS FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO


Objetivo de esta reflexión es ayudarte a vivir una relación más consciente
y personal con el Espíritu Santo y así tu vida esté más guiada por él,
mediante un conocimiento mejor de su Persona y su actividad en la Iglesia
y en cada miembro del Cuerpo Místico de Cristo.
El Espíritu Santo es vida (“Señor y dador de Vida”). Esa vida que Cristo
prometió; un cuerpo sin vida, sin alma, está muerto; un cristiano que no
posee -es poseído por- el Espíritu Santo está muerto, no tiene vida eterna
en sí mismo. La vida tiene diversos grados de vitalidad y, de acuerdo a
ellos, da más o menos fruto. El creyente puede ver en qué grado posee el
Espíritu según los frutos que da.
San Pablo tiene un texto maravilloso respecto a los frutos del Espíritu
Santo en el justo; puede servirnos de examen para revisar la intensidad de
su presencia y acción en nosotros. Gal 5, 22-23: “el fruto del Espíritu es:
caridad, alegría y paz, paciencia y comprensión de los demás, bondad
y fidelidad, mansedumbre y dominio de sí mismo”.
El primer fruto que pone el apóstol es la caridad; el primero y el único en
cierto modo, pues no dice frutos, sino “el fruto”, que después se despliega
en otras actitudes, todas ellas relacionadas o incluidas en el amor. La
caridad consiste en el amor de Dios derramado en nosotros por él mismo,
por su Espíritu (Cr Rm 5, 5), que me hace capaz de amar a Dios y al
prójimo con el mismo amor con que Dios me ama y nos ama. “Interroga a
tus entrañas –dice san Agustín-. Si están llenas de caridad tienes el
Espíritu de Dios”.
La caridad se muestra, en primer lugar, en guardar los mandamientos de
Jesús (Cf Jn 14,15). La caridad no es un sentimiento, sino una actitud de la
voluntad que me hace ver en Dios el máximo bien y adherirme a él y ver
al prójimo como otro yo. San Pablo, en su magnífico himno a la caridad de
1Co 13 nos da unas características de la caridad. Ahí tenemos un
“termómetro” para medir nuestra caridad correctamente y determinar en
95

qué medida poseemos al Espíritu, en qué medida, en definitiva, tenemos


Vida.
La alegría. La alegría del Espíritu Santo se goza incluso en las
tribulaciones. ¿Qué grande es tu alegría?, ¿es un estado de ánimo
constante en ti la alegría? No hay que ver sólo si estás alegre sino en qué
pones tu alegría. Un estado habitual de tristeza muestra, normalmente
(pudiera deberse a factores psicológicos), la poca influencia del Espíritu
Santo en tu vida.
Además hay que examinar en qué ponemos habitualmente la alegría, cuál
es el objeto de nuestra alegría. El Espíritu Santo nos lleva a poner nuestra
alegría en lo que objetivamente es lo más grande que poseemos: ser hijos
de Dios, templos de la Trinidad, celebrar los sacramentos, la oración. “Que
el colmo de vuestra alegría sea pasar por toda clase de tribulaciones”.
La mayoría de las cosas en que ponemos nuestra alegría no proceden del
Espíritu Santo, son alegrías “infantiles”, simplemente humanas, naturales,
no cristianas… Por eso son tan poco intensas y efímeras. Pueden ser
buenas, pero no integradas en la vida nueva en Cristo.
La paz. La paz es un estado de ánimo de tranquilidad, ausencia de
turbación. Es un don de Cristo Resucitado. La paz brota de la conciencia
tranquila, de la aceptación de sí mismo y de la propia historia, de la justa
autoestima, de la amistad con Dios y de la armonía con los demás hombres
y con la naturaleza.
La precariedad de nuestra paz, amenazada continuamente -con Dios por la
tentación y la no aceptación de su voluntad, con los demás por las faltas de
caridad, con uno mismo por no aceptar la propia historia y
acontecimientos- muestra cómo nuestra relación personal con el Espíritu
Santo es muy superficial y poco arraigada en el actuar y en nuestra
conciencia psicológica.
Paciencia -longanimidad: capacidad de soportar pruebas; incluye la
comprensión. Ocuparse en obras buenas que sólo, a largo plazo, darán
fruto; podríamos asimilarla a la constancia en grandes metas e ideales.
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Bondad y benignidad. Pasar, como Jesús, haciendo el bien. “Hermanos,


no se cansen de hacer el bien” (2 Tes 3,13). Capacidad de hacer el bien en
cuanto a extensión en las personas (amigos y enemigos, cercanas y lejanas,
conocidas y extrañas…), en cuanto a los bienes (espirituales ante todo,
pero también materiales y amplitud de los mismos), en cuanto a la calidad
de la acción (con motivación más cristiana, con más amor).
Mansedumbre: suavidad y paciencia en el amor, que hace posible la paz
del corazón. “Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón y
encontrarán su descanso”. No es temperamento tranquilo o pacífico –algo
pasivo- sino impulso interior que brota de la configuración con Cristo.
Fidelidad. Constancia o persistencia en los compromisos que brotan de la
fe y de los sacramentos recibidos (bautismo-confirmación-eucaristía,
orden, matrimonio): a la amistad con Dios, a la palabra dada, a las propias
obligaciones, a los compromisos adquiridos… El Espíritu Santo impulsa a
ser como Cristo, “el siempre fiel”.
Dominio de sí mismo - modestia, continencia, castidad. Parte de la
virtud de la templanza, estos frutos nos orientan otro aspecto de la vida: el
dominio de sí mismo y la abstinencia o recto y moderado disfrute de los
bienes que proporcionan placer sensitivo. Todo desorden en estos frutos
indica falta de profundidad en la acción del Espíritu Santo que no llega a
penetrar en estas dimensiones instintivas de la personalidad.
A la luz de este termómetro, surgen claramente unos datos:
- la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida es muy superficial, poco
consciente, poco personal.
- Especialmente el tiempo de Pascua es tiempo de comunicación del
Espíritu Santo, de un crecimiento en una relación más consciente y
madura con él. Jesús no nos da el Espíritu Santo con medida, no lo
“mezquina”. La “medida” va de acuerdo, por una parte, a la voluntad de
Dios, que siempre quiere darnos más de lo que esperamos, y, por otra, a
nuestras disposiciones, que no suelen ser las mejores.
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La disposición principal es la esperanza, es decir, el deseo confiado: si


deseamos mucho se nos da mucho, porque nuestra capacidad de recibir ha
crecido con el deseo.
Un modo de acrecentar la capacidad de recibirlo es la oración: la petición
a Jesús de que nos dé su Espíritu, la oración al mismo Espíritu de que
venga; también –tal vez previo- la contemplación de la personalidad del
Espíritu Santo (persona divina, señor y dador de vida…), el
convencimiento de la necesidad que tenemos de él. El Espíritu Santo
actualmente se nos comunica, ante todo, en la liturgia.

- REFLEXIÓN-
1. Lee Gal 5, 18-21.
Examina en qué medida se dan en ti todavía las obras de la carne
2. Lee Gal 5, 22-25.
- El fruto del Espíritu es amor… La caridad no es un sentimiento sino
una actitud de la voluntad que me mueve a ver en Dios el máximo bien y a
adherirme a él y a ver al prójimo como otro yo. Reflexiona.
Lee 1Cor 13, 4-7 y verifica la calidad de tu caridad.
Jesús, tú eres amor… (Continúa tú la oración…)
- La alegría. La alegría del Espíritu Santo se goza incluso en las
tribulaciones.
¿Qué grande es tu alegría?
¿Es un estado de ánimo constante en ti la alegría?
¿En qué pones tu alegría?, ¿qué cosas o acontecimientos te dan alegría?
… ¿Es cristiana esa alegría?
- La paz. La paz es un estado de ánimo de tranquilidad, ausencia de
turbación. Es un don de Cristo Resucitado.
¿Estás habitualmente en paz?, ¿por qué?
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¿Qué cosas, personas, acontecimientos te “quitan” la paz?


- Paciencia: capacidad de soportar pruebas; incluye la comprensión.
¿Hasta dónde llega tu paciencia? ¿Eres comprensivo?
Jesús tú eres paciente, tú eres comprensivo… (Continúa tú la oración…)
- Longanimidad Ocuparse en obras buenas que sólo a largo plazo darán
fruto; podríamos asimilarla a la constancia en grandes metas e ideales.
¿Eres constante en las actividades que empiezas?, ¿te desanimas con
facilidad?
- Bondad y benignidad. Pasar, como Jesús, haciendo el bien. “Hermanos,
no se cansen de hacer el bien” (2 Tes 3,13)
¿Te cuesta hacer el bien?
Piensa en un bien concreto que puedes hacer hoy.
- Mansedumbre: suavidad y paciencia en el amor, que hace posible la paz
del corazón. “Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón y
encontrarán su descanso”
¿Cómo es habitualmente tu trato con las demás personas?
Jesús, quiero aprender de ti… (Continúa tú la oración…)
- Fidelidad. Constancia o persistencia en los compromisos: a la amistad
con Dios, a la palabra dada, a las propias obligaciones, a las personas con
las que habitualmente convives…
¿Eres fiel?, ¿cumples tu palabra?
- Dominio de sí mismo - moderación, continencia, castidad: el dominio
de sí mismo y la abstinencia o recto y moderado disfrute de los bienes que
proporcionan placer sensitivo.
¿Qué gustos o placeres sensibles te dominan todavía?
Jesús tú eres libre, dueño de ti mismo… (Continúa tú la oración…)
Invoca al Espíritu Santo y pídele cada uno de sus frutos.
99

Oración al Espíritu Santo


“Ven, luz verdadera. Ven, vida eterna.
Ven, misterio oculto. Ven, tesoro sin nombre.
Ven, realidad inefable. Ven, persona inconcebible.
Ven, felicidad sin fin. Ven, luz sin ocaso.
Ven, espera infalible de todos los que deben ser salvados.
Ven, despertar de los que están acostados.
Ven, resurrección de los muertos.
Ven, oh poderoso, que haces siempre todo
y rehaces y transformas por tu solo poder.
Ven, oh invisible y totalmente intangible e impalpable.
Ven, tú que siempre permaneces inmóvil y a cada instante te mueves todo
entero y vienes a nosotros, tumbados en los infiernos,
oh tú, por encima de todos los cielos.
Ven, oh Nombre bien amado y respetado por doquier,
del cual expresar el ser o conocer la naturaleza permanece prohibido.
Ven, gozo eterno. Ven, corona imperecedera.
Ven, púrpura del gran rey nuestro Dios.
Ven, cintura cristalina y centelleante de joyas.
Ven, sandalia inaccesible. Ven, púrpura real.
Ven, derecha verdaderamente soberana.
Ven, tú que has deseado y deseas mi alma miserable.
Ven tú, el Solo al solo, ya que tú quieres que esté solo.
Ven, tú que me has separado de todo
y me has hecho solitario en este mundo.
Ven, tú convertido en ti mismo en mi deseo, que has hecho que te deseara,
tú, el absolutamente inaccesible.
Ven, mi soplo y mi vida.
Ven, consuelo de mi pobre alma.
Ven, mi gozo, mi gloria, mis delicias sin fin “
S. Simeón el Teólogo
100

EL ESPÍRITU VIENE EN AYUDA DE NUESTRA


DEBILIDAD
“A nosotros se nos pide que nos apartemos del mal y que hagamos el bien.
Fíjate cómo acude precisamente el Espíritu en auxilio de nuestra debilidad
para ambas cosas, porque <los dones son variados, pero el Espíritu es el
mismo> (1Cor 12, 4). Para apartarnos del mal realiza tres cosas: la
compunción, la oración y el perdón. El arranque de nuestro retorno a Dios
es la penitencia y ésta no es obra de nuestro espíritu sino de Dios. Así lo
enseña la sana razón y lo confirma la autoridad. El que está muerto de frío
y se calienta al fuego no duda jamás que el calor procede del fuego, pues
antes carecía de él. Lo mismo ocurre al que está congelado en el mal y se
templa en el fervor de la penitencia, es indudable que ha venido a él un
Espíritu que ha reprendido y juzgado al suyo. Lo dice claramente el
evangelio, refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él:
<probará al mundo de que hay culpa> (Jn 16, 8).
Mas ¿qué aprovecha arrepentirse del pecado si no se pide perdón?
También esto lo debe hacer el Espíritu infundiendo en el alma la dulce
esperanza que impulsa a pedir con fe, sin titubear lo más mínimo.
¿Quieres que te demuestre que esto es obra del Espíritu Santo? Baste decir
que, cuando él falta, tu espíritu no siente nada de esto. Y, por otra parte,
<él nos permite gritar: ¡Abba! ¡Padre!> (Rm8, 15) El intercede por los
consagrados con gemidos sin palabras. Esto es lo que hace en nuestro
corazón.
¿Y en el [corazón] del Padre? Así como intercede por nosotros estando
dentro de nosotros, del mismo modo perdona los pecados, junto con el
Padre, desde el corazón del Padre: es nuestro Abogado ante el Padre en
nuestros corazones y nuestro Señor en el corazón del Padre. Él es quien
nos concede lo que pedimos y la gracia de pedirlo. Nos alienta con una
santa esperanza y hace que Dios se incline compasivo hacia nosotros (…)
¿Y cómo influye en nosotros el Espíritu bueno para hacer el bien?
Aconseja, persuade e instruye. Aconseja a la memoria, instruye al
101

entendimiento y mueve la voluntad. Son las tres potencias de nuestra


alma. Sugiere cosas buenas a la memoria para que piensen santamente y,
de este modo, aleja de nosotros la pereza y la torpeza. Por eso, siempre
que sientas esos impulsos hacia el bien, glorifica a Dios y honra al Espíritu
Santo, cuya voz susurra en tus oídos. Él es quien declara lo que es justo.
Es fácil aconsejar que obremos el bien, pero, sin la gracia del Espíritu no
sabemos qué debemos hacer. Él es quien nos inspira buenos pensamientos
y nos enseña a ponerlos en práctica, para que la gracia de Dios no sea
estéril en nosotros. Así pues, no sólo depende del Espíritu el consejo y la
instrucción, sino sentirnos inclinados e impulsados a hacer el bien. Él es
quien acude en auxilio de nuestra debilidad y quien infunde en nuestros
corazones el amor o una voluntad buena. Cuando el Espíritu viene y posee
totalmente al alma con sus consejos, instrucciones e impulsos de amor,
nos comunica por medio de nuestros pensamientos la voz del Señor,
ilumina nuestra inteligencia e inflama la voluntad. ¿No te parece que la
casa está llena de unas lenguas como de fuego?”
(San Bernardo, Sermón 1 en el día de Pentecostés, OC IV, 199. 201. 203).
Ven, Espíritu divino, / manda tu luz desde el cielo, / Padre amoroso del
pobre /don, en tus dones espléndido / luz que penetra las almas, / fuente del
mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma, / descanso de nuestro esfuerzo, / tregua en el
duro trabajo, / brisa en las horas de fuego, / gozo que enjuga las lágrimas / y
reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma / divina luz y enriquécenos. / Mira el vacío del
hombre, / si tú le faltas por dentro; / mira el poder del pecado / cuando no
envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía / sana el corazón enfermo / lava las manchas,
infunde / calor de vida en el hielo, / doma el espíritu indómito, / guía al que
tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones / según la fe de tus siervos; / por tu bondad y tu
gracia, / dale al esfuerzo su mérito; / salva al que busca salvarse / y danos tu
gozo eterno. Amén. Secuencia de Pentecostés
102

PRESENCIA Y ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO


EN LA LITURGIA
La segunda parte del Catecismo (Cf 1077-1112) tiene un artículo dedicado
a La liturgia obra de la Santísima Trinidad, cuyos apartados son: el Padre
fuente y fin de la liturgia, la obra de Cristo en la liturgia y –el apartado
más amplio- el Espíritu Santo y la Iglesia en la liturgia. Es interesante que
leas estos números del Catecismo, porque nuestro encuentro con la
Santísima Trinidad, presupuesta la inhabitación, se realiza
fundamentalmente en la acción litúrgica, que en la vida cristiana ocupa el
lugar central. Nos vamos a acercar al tercer apartado. La acción del
Espíritu Santo es anterior a la celebración, durante ella y también posterior
a ella.
El Espíritu Santo nos prepara a recibir a Cristo en la liturgia
“La asamblea debe prepararse para encontrar a su Señor, debe ser “un
pueblo bien dispuesto”. Esta preparación de los corazones es la obra
común del Espíritu Santo y de la asamblea, en particular de sus ministros.
La gracia del Espíritu Santo tiende a suscitar la fe, la conversión del
corazón y la adhesión a la voluntad del Padre. Estas disposiciones
preceden a la acogida de las otras gracias ofrecidas en la celebración
misma y a los frutos de vida nueva que está llamada a producir”
(Catecismo 1098).
El Espíritu Santo recuerda el Misterio de Cristo –Palabra-
El Espíritu actúa en la proclamación de la Palabra. Recuerda el sentido del
acontecimiento celebrado y da vida a la Palabra. Da a los lectores y
oyentes la inteligencia espiritual de la Palabra y fortalece la fe con la que
responden a la Palabra escuchada. Hace anámnesis, memorial, del
acontecimiento proclamado y suscita en los fieles la acción de gracias y la
alabanza (Cf OLM 9). Hace que la Palabra sea viva y eficaz.
Así sintetiza J. López Martín la acción del Espíritu Santo en la Palabra:
“El Espíritu Santo empieza a actuar en el ministro de la Palabra
103

preparándole para desempeñar su misión, actúa en el corazón de los


oyentes para que reciban con fe el mensaje y, por último, conduce a la
asamblea litúrgica a la experiencia viva de celebrar y actualizar lo que ha
sido anunciado” (En el Espíritu y en la verdad I, 278).
El Espíritu Santo actualiza el Misterio de Cristo –Sacramentos-
En cada celebración litúrgica tiene lugar la efusión del Espíritu Santo que
actualiza el único Misterio de Cristo. Particularmente en la epíclesis,
presente –de un modo u otro- en todos los sacramentos. Veamos algunos
ejemplos de menciones explícitas en los textos de esta presencia del
Espíritu Santo en la liturgia sacramental.
- En el bautismo, por ejemplo, se pide, en la oración de exorcismo, que el
Espíritu Santo habite en el bautizado y, en la bendición del agua, que el
agua reciba el poder del Espíritu Santo para que se realice el nuevo
nacimiento.
- En la confirmación, la oración del obispo, mientras impone las manos
sobre todos los confirmando, pide al Padre que envíe sobre ellos el
Espíritu Santo paráclito y los llene de los siete dones y, en la crismación,
dice: “recibe por esta señal el don del Espíritu Santo”.
“Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que, por el agua y
el Espíritu santo, has librado del pecado a estos hijos tuyos y les has dado
nueva vida, envía ahora sobre ellos el Espíritu Santo paráclito, concédeles
espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y de fortaleza,
espíritu de ciencia y de piedad y cólmalos del espíritu de tu temor”.
- Durante la misa crismal, al bendecir el óleo de los enfermos, se pide:
“Derrama desde el cielo tu Espíritu Santo Paráclito sobre este óleo…”. Y
la fórmula de administración de la Unción de los enfermos dice así: “por
esta santa unción y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la
gracia del Espíritu Santo”.
- “¿Quieren consagrarse al servicio de la Iglesia por la imposición de mis
manos y la gracia del Espíritu Santo?” pregunta el obispo a los que van a
104

recibir el diaconado. Y después, en el centro de la oración consecratoria,


implorará: “derrama en ellos, Señor, El Espíritu Santo para que
robustecidos con la fuerza de su gracia septiforme…” Y en la de
presbíteros: “infunde en su interior el Espíritu Santo…”
- En la coronación de los esposos, que tiene lugar en las liturgias
orientales, las coronas simbolizan la venida del Espíritu Santo sobre la
pareja.
Y la imposición de manos, presente también en todos los sacramentos,
indica invocación al Padre para que envíe el Espíritu o comunicación del
mismo Espíritu. De modo que “el poder transformador del Espíritu Santo
en la Liturgia apresura la venida del Reino y la consumación del Misterio
de la salvación. En la espera y en la esperanza nos hace realmente
anticipar la comunión plena con la Trinidad Santa. Enviado por el Padre,
que escucha la epíclesis de la Iglesia, el Espíritu da la vida a los que lo
acogen, y constituye para ellos, ya desde ahora, “las arras” de su herencia”
(Catecismo, 1107).
Hace fructificar el don de la comunión en la Iglesia
“La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es
poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es
como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos. En la
Liturgia se realiza la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la
Iglesia. El espíritu de comunión permanece indefectiblemente en la
Iglesia, y por eso la Iglesia es el gran sacramento de la comunión divina
que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto del Espíritu en la Liturgia
es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y comunión fraterna”
(Catecismo 1108).
La acción del Espíritu Santo debe extenderse después a la vida
cotidiana de cada uno. Por eso, “la Iglesia pide al Padre que envíe el
Espíritu Santo para que haga de la vida de los fieles una ofrenda viva a
Dios mediante la transformación espiritual a imagen de Cristo, la
105

preocupación por la unidad de la Iglesia y la participación en su misión


por el testimonio y el servicio de la caridad” (Ib.1109).
Si, como nos dice el Catecismo, “la Iglesia nos invita a implorar todos los
días al Espíritu Santo, especialmente al comenzar y al terminar cualquier
acción importante” (2670) y, puesto que ninguna acción es tan importante
como las celebraciones litúrgicas, hemos de prepararnos a ellas invocando
la acción del Espíritu Santo, para que suscite en nosotros las debidas
disposiciones: fe, esperanza, atención interior, inteligencia de la palabra y
de los ritos, gestos, signos y símbolos…
La confirmación
“De la celebración se deduce que el efecto del sacramento es la efusión
especial del Espíritu Santo, como fue concedida en otro tiempo a los
apóstoles el día de Pentecostés.
Por este hecho, la Confirmación confiere crecimiento y profundidad a la
gracia bautismal:
- nos introduce más profundamente en la filiación divina que nos hace
decir “Abbá, Padre” (Rm 8, 15);
- nos une más firmemente a Cristo;
- aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo;
- hace más perfecto nuestro vínculo con la Iglesia;
- nos concede una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y
defender la fe mediante la palabra y las obras como verdaderos testigos
de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo y para no
sentir jamás vergüenza de la cruz:
<Recuerda, pues, que has recibido el signo espiritual, el Espíritu de
sabiduría e inteligencia, el Espíritu de consejo y de fortaleza, el Espíritu
de conocimiento y de piedad, el Espíritu de temor santo, y guarda lo que
has recibido. Dios Padre te ha marcado con su signo, Cristo Señor te ha
confirmado y ha puesto en tu corazón la prenda del Espíritu> -san
Ambrosio-“(Catecismo 1302-1303)
106

SOPLO
"Qué vacío hay en el hombre, qué dominio de la culpa sin tu soplo"
El soplo de Dios es vida. En el relato del Génesis, el barro inánime del
hombre cobra vida cuando Dios sopla sobre él su aliento. Las demás
criaturas surgen de la nada a la voz, a la orden, de la Palabra divina, pero
el ser humano viene a la existencia por la Palabra y el Soplo divinos.
Cuando Jesús resucitado envía a sus apóstoles en continuidad con la
misión que Él ha recibido del Padre, sopla sobre ellos diciendo “reciban el
Espíritu Santo”. Con ese Espíritu van a poder perdonar pecados. Con
razón dice el himno que, sin el soplo de Dios, en el ser humano hay un
vacío, el vacío de la Trinidad, y domina la culpa.
En Pentecostés, el soplo de Dios irrumpe violento, con la violencia suave
y enérgica del poder divino. Hoy no es un solo hombre ni el grupo
reducido de los doce, sino toda la Iglesia quien es creada, dada a luz, dada
a la vida por la brisa recia de Dios. Toda la casa, que ahora también tiene
una Madre, se ve animada por un mismo Espíritu, por una sola Alma que
le va a dar vida y va a guiarla a lo largo de toda su historia.
En esa casa quiero habitar, Señor. No permitas que por nada del mundo te
pida la parte de la herencia y me aleje a des-animarme, a des-vivirme,
fascinado por los espejismos del mundo. Ni permitas siquiera que viva
dentro de la casa de tu Soplo como el hijo mayor de la parábola: resentido
y triste, espirando el aliento rancio y hediondo de una vida cristiana tísica.
Renueva tu Soplo, Dios bendito, en esta hora de tu Iglesia y de mi historia.
Que penetre totalmente mi alma humana y sea alma divinizada, claridad
para la mente y amor ardiente para el corazón. Que ese Hálito divino suba
hasta mi boca como lengua de fuego que alaba y canta tus grandezas,
como espada de doble filo y palabra poderosa proclamada, que transmite
tu vida a quienes la escuchan.
¡Qué plenitud, qué belleza, qué atractivo espiritual hay en el hombre, qué
dominio de la gracia, de la verdad, del bien con tu Soplo!
107

CRISTO NOS DA SU VIDA Y EL ESPÍRITU SANTO


“¿Estarás dispuesto, Señor Jesús, a darme tu vida, como me has dado tu
concepción? <Te doy mi concepción y mi vida en todas sus etapas:
infancia, niñez, adolescencia, juventud. Te lo doy todo: hasta mi muerte y
resurrección, mi ascensión y el mismo Espíritu Santo. Para que mi
concepción limpie la tuya, mi vida informe la tuya, mi muerte destruya la
tuya, mi resurrección anticipe la tuya, mi ascensión prepare la tuya y el
Espíritu acuda en auxilio de tu debilidad.
De este modo, verás con toda claridad el camino que debes seguir, las
cautelas que debes tomar y la patria a donde te diriges. En mi vida
reconocerás la tuya. Yo recorrí las sendas seguras de la pobreza y
obediencia, de la humildad y paciencia, de la caridad y la misericordia.
Toma tú también estos senderos y no te desvíes a derecha ni a izquierda.
(…)
Y para que no murmures ni estés triste, te enviaré el Espíritu consolador,
que te dará las primicias de la salvación, el entusiasmo de la vida y la luz
de la ciencia. Las primicias de la salvación porque el Espíritu asegurará a
tu espíritu que eres hijo de Dios. Imprimirá y hará patentes en tu corazón
señales inconfundibles de tu predestinación. Llenará de alegría tu corazón
y empapará tu mente del rocío del cielo, si no siempre, sí con mucha
frecuencia. Te dará vigor para vivir, de modo que aquello que
naturalmente te parece imposible, su gracia lo convertirá en posible y muy
fácil (…)
Y te concederá la luz de la sabiduría, para que, después de haber hecho
todo eso, te tengas por un pobre criado y, si algo bueno ves en ti, se lo
atribuyas a aquel de quien procede todo bien y sin el cual no puedes
comenzar ni completar poco ni mucho. Así es como este Espíritu te
enseñará todo, pero todo lo que se refiere a tu salvación, pues en eso
consiste la perfección plena y absoluta”.
(San Bernardo, Sermón 2 en el día de Pentecostés, OC IV, 209. 211)
108

PRESENCIA Y ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO


EN LA EUCARISTÍA
Vimos la presencia y acción del Espíritu Santo en la liturgia en general.
Veámosla ahora más específicamente en la Eucaristía.
Hay aspectos de la celebración que son comunes con el Padre y el Hijo,
otros son específicos del Espíritu Santo, si bien todas las actividades
aplicadas a una persona divina son comunes a las tres.
Es el ES quien nos mueve a participar en la Eucaristía y el que suscita
en nosotros las actitudes interiores con que hemos de participar, que son
básicamente:
- participación personal: estoy aquí con todo mi ser (inteligencia,
voluntad, cuerpo, sentimientos…)
- participación consciente: dándome cuenta de lo que ahí se dice y
realiza; en actitud contemplativa; esto requiere una preparación previa
- participación externa e interna: externa (gestos rituales, cantos,
ministerios), interna (sentimientos y actitudes acordes con cada parte:
conciencia de ser pecador, escucha, aceptación, fe, alabanza, acción de
gracias, respeto, ofrenda de sí mismo, agradecimiento, etc.)
- participación fervorosa, devota: con una fe viva, actualizada, una
esperanza confiada e intensa y una caridad firma a Dios y a los hermanos.
Es el Espíritu Santo quien hace crecer estas actitudes cuando le invocamos
sinceramente.
En su nombre damos comienzo a la celebración (En el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo): es decir, en su presencia, su
iniciativa, su acción… Es el Espíritu Santo quien nos va a introducir en el
Misterio Pascual de Cristo que la Eucaristía celebra.
Para ello hemos de estar en comunión con él, como se nos desea –deseo
eficaz- en uno de los saludos (… y la comunión del Espíritu Santo…). Su
109

acción en nosotros hará que la Eucaristía sea un sacrificio agradable a


Dios Padre Todopoderoso.
El Espíritu Santo que, como dice la fórmula de la absolución del Sto. de la
Penitencia, “fue derramado para el perdón de los pecados”, nos convence
de que somos pecadores en el acto penitencial, porque para eso vino
“para convencer al mundo de pecado”, y nos mueve a confesarnos
pecadores y a invocar a Cristo como Señor (“Señor, ten piedad”), pues
nadie puede decir “Jesús es Señor si no es bajo la acción del Espíritu
Santo” y pedirle que tenga piedad. También es el Espíritu quien nos
mueve a glorificar al Padre y al Hijo en el Gloria.
Ya vimos su presencia en la liturgia de la Palabra: en la Palabra misma,
inspirada por él, haciéndola viva y eficaz; en la asamblea que escucha
abriéndole el corazón a la acogida e inteligencia de la Palabra (la
entendemos poco y a veces mal); en el lector que proclama para que lo
haga con verdadero “espíritu”, no sólo que lea bien, sino que proclame con
las debidas disposiciones: la proclamación ya es anuncio, buena noticia, es
exhortación, es llamado a la conversión y a la glorificación de Dios.
La predicación “exige –dice el P. Congar- una intervención frecuente del
Espíritu” tanto en el predicador como en quienes escuchan. Sólo cuando
actúa el Espíritu sucede algo. Sólo él mueve los corazones. “El predicador
–añade Congar- debe implorar intensamente que venga el Espíritu a sus
pobres palabras y a los corazones de quienes las escuchan” (El Espíritu
Santo, Barcelona 1982, 700-701).
La profesión de fe –credo- es movida por el Espíritu quien, por ella, nos
confirma en la fe de la Iglesia y nos acrecienta el “sensus fidei”.
Igualmente la oración de los fieles, cuando se hacen preces espontáneas,
para que sea verdadera oración realizada en el nombre de Jesús y, por
tanto, escuchada por el Padre, ha de ser movida por el Espíritu Santo que
nos enseña a orar como conviene.
Es en la liturgia eucarística donde más explícitamente los textos destacan
la presencia y acción del Espíritu Santo. Ya los santos Padres se dieron
110

cuenta de la relación estrecha entre encarnación y eucaristía y


desarrollaron el tema de la presencia del Espíritu en ambas: “Preguntas
cómo el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo –escribe san Juan
Crisóstomo- y el vino en la Sangre. Te respondo: el Espíritu Santo irrumpe
y realiza aquello que sobrepasa toda palabra y todo pensamiento… Que te
baste oír que es por la acción del Espíritu Santo, de igual modo que,
gracias a la Santísima Virgen y al mismo Espíritu, el Señor, por sí mismo
y en sí mismo, asumió la carne humana” (citado en el Catecismo, 1106).
La Palabra proclamada se hace “carne”, realidad, en nosotros gracias al
Espíritu Santo. El pan y el vino se hacen carne y sangre de Cristo
gracias al Espíritu Santo. Si el sacerdote puede consagrar es
precisamente porque en él está presente, desde la ordenación, el Espíritu
de Jesús sumo y eterno sacerdote. Cuando al saludo: “el Señor esté con
ustedes” respondemos: “y con tu espíritu”, le estamos recordando al
presbítero esa presencia; no es solamente decirle “y contigo”, sino con el
Espíritu que recibiste.
Más aún, las plegarias eucarísticas –que son en su totalidad epicléticas,
es decir de invocación- tienen dos epíclesis explícitas: dos invocaciones al
Padre para que envíe el Espíritu Santo:
- La primera sobre el pan y el vino: “santifica, Señor, estos dones con la
efusión de tu Espíritu, de manera que se conviertan para nosotros Cuerpo
y Sangre de nuestro Señor Jesucristo” (pegaría II).
- La segunda sobre la asamblea para que, al participar del cuerpo y
sangre de Cristo, sea congregada en la unidad: “te pedimos humildemente
que el Espíritu Santo congregue en la unidad…” (plegaria II) y se
transforme ella misma en ofrenda agradable a Dios.
El P. Schökel dice que “originalmente no son dos epíclesis, sino dos partes
de una sola, actualmente separadas por el relato de la consagración”
(Meditaciones bíblicas sobre la Eucaristía, 79). Dejo a la meditación de
ustedes cada una de estas epíclesis en las diversas plegarias eucarísticas.
Nos ayudará a meditar estos textos la lectura previa de Ez 37, 1ss, texto
111

que escuchamos en la Liturgia de la Palabra de la Misa de la vigilia de


Pentecostés.
La primera es llamada epíclesis de consagración porque pide que el
Espíritu Santo santifique, es decir, consagre, haga sagrados, santos, los
dones. La segunda, llamada epíclesis de comunión, de unidad, pide que la
Iglesia, que ya es Cuerpo de Cristo, sea verdaderamente lo que ya es, tome
cohesión como cuerpo y que cada miembro sea capaz de vivir consagrado.
En fin, como dice el P. Congar: “la consagración de los santos dones es el
acto de Cristo, sumo sacerdote, obrando por medio de su ministro y a
través de su Espíritu” (oc 666).
No está de más recordar que las actitudes de la asamblea durante la
plegaria eucarística: silencio, escucha, acción de gracias, alabanza (en el
prefacio), aclamación (en el Santo), invocación (en la epíclesis);
consagración, memorial-anámnesis, ofrenda del Cuerpo y Sangre de Cristo
y de sí misma, intercesión por vivos y difuntos, doxología…, deben ser
pedidas al Espíritu Santo.
La doxología final de la plegaria la hacemos al Padre, por Cristo, “en la
unidad del Espíritu Santo”, es decir, en la unidad que realiza y mantiene en
la Iglesia el Espíritu Santo.
En la preparación para la comunión y en la comunión misma. El P.
Congar, en su libro ya citado sobre el Espíritu Santo, tiene un apartado que
titula “El Espíritu Santo en nuestra comunión del Cuerpo y Sangre de
Cristo” (Cf 687-695); de él tomaré algunas ideas.
Iniciamos el rito de comunión con el Padrenuestro. Es el Espíritu el que
nos mueve a llamar a Dios Padre. Podemos llamarle así porque su amor
ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo. Él nos
hace clamar “abbá”, Padre. Hemos de hacerlo pues “en espíritu y en
verdad” –sinceridad-. La acción del Espíritu Santo en esta parte de la
Eucaristía podemos ubicarla antes de la recepción del cuerpo y sangre y en
la comunión misma. Los frutos de la comunión dependen en gran
112

medida de la preparación, de las disposiciones personales, que son


suscitadas por el ES.
¿Cuáles son esas disposiciones o actitudes?
- Fe en la Eucaristía: conocimiento de quién viene, a quién recibo: a
Cristo en su humanidad y divinidad, que me une a él.
- Hambre del Cuerpo de Cristo: es decir, conciencia de mi situación de
desamparo, enfermedad, debilidad, anemia espiritual… y, por tanto, de la
necesidad absoluta de comulgar.
- Deseo de amarle y ser amado por él, deseo de comunión íntima con él,
de ser transformado por él, de que me comunique sus actitudes,
sentimientos…, su modo de ser.
- Deseo de unirme a los hermanos, de crecer en fraternidad, en
comunión eclesial, en amor a los hombres.
- Desprendimiento de todo apego al pecado, pues si mantengo afecto a
cualquier pecado, aun venial, sobre todo si es un hábito, no deseo de
verdad unirme a Jesús. Este desprendimiento debe ser lo más habitual,
actualizado, intenso, hecho en esos momentos antes de recibirle.
Ya se supone fácilmente que, recibir así a Cristo, nos resulta imposible si
el Espíritu Santo no aviva tales disposiciones. El P. Congar resume estas
disposiciones en “un acto de fe viva y de amor, acto que procede del
Espíritu Santo como su causa primera… Para que el sacramento tenga en
los fieles, su “realidad”, el fruto al que apunta, se requiere una
intervención del Espíritu, autor de la caridad en nosotros… Jesús está en
nosotros, pero será necesario que el Espíritu Santo añada su soplo, su
fuego, su dinamismo, para que la presencia sacramental de Jesús logre su
efecto” (oc 694-695).
Por otra parte, al comulgar participamos del Espíritu Santo. Dice santo
Tomás: “el que come y bebe espiritualmente participa del Espíritu Santo
por el que somos unidos a Cristo con una unión de fe y caridad y nos
convertimos en miembros de la Iglesia”. El Espíritu Santo da, en la
comunión, la fe y la caridad por las que el fiel se une más a Cristo y a la
113

Iglesia. Los santos padres sirios insisten más en esto: Jesús llena la copa
eucarística de Espíritu Santo. El que come el Cuerpo de Cristo, “come el
fuego del Espíritu –son palabras de san Efrén- Comed todos y comed por
él el Espíritu Santo”. Según un texto del siglo V, el que da la comunión a
los fieles dice: “El Cuerpo de Jesucristo, el Espíritu Santo, para la curación
del alma y del Cuerpo”.
Concluye la celebración eucarística con la bendición de la Trinidad, la
bendición, por tanto, también del Espíritu Santo. Pero no termina ahí la
acción del Espíritu. Toda Eucaristía lleva en sí un envío a anunciar lo que
hemos visto y oído, envío que sólo la fuerza poderosa del Espíritu Santo
hará eficaz. El mismo Espíritu de Cristo recibido en la eucaristía nos
impulsa a evangelizar con valentía (parresía) y con caridad ardiente.

EL ESPÍRITU SANTO DA SABIDURÍA Y AMOR


“La erudición del Espíritu no provoca la curiosidad, inflama el amor. Con
razón la esposa, cuando busca al amor de su alma, no se fía de sus sentidos
carnales ni asiente a los fútiles razonamientos de la curiosidad humana,
[sino que] pide un beso, es decir, el Espíritu Santo, de quien recibe a un
tiempo el gusto de su ciencia y el condimento de su gracia. Justamente,
esa ciencia que se infunde con ese beso se recibe con amor, porque el beso
es señal del amor, mas la ciencia que engríe, por carecer de amor, no nace
de un beso.
Tampoco deben arrogárselo quienes sienten un celo de Dios que no se
inspira en su sabiduría, porque el don del beso lleva consigo estos
presentes: la luz del conocimiento y el ungüento de la devoción. Eso es
precisamente el Espíritu de ciencia y entendimiento que, cual abeja
portadora de cera y de miel, lo tiene todo: fuego para iluminar con su
sabiduría y gracia para infundir el sabor. Que no crea, por tanto, haber
recibido este beso el que entiende la verdad, pero no la ama, o bien el que
la ama pero no la entiende. Con este beso son incompatible el error y la
tibieza”.
(San Bernardo, Sermón 8 sobre el Cantar de los Cantares, OC V, 143)
114

LOS SIETE DONES DEL ESPIRITU SANTO


-a la luz de unas catequesis de Juan Pablo II desde el 16 de abril al
18 de junio de 1989-
Is 11, 1-3: Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces
brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e
inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de
Yahveh. Y le inspirará en el temor de Yahveh.

Leemos en el Catecismo de la Iglesia que los dones “son disposiciones


permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del
Espíritu Santo” (1830). Al ser permanentes no son, por tanto, simples
gracias actuales. “Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría,
inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David. Completan y llevan a su
perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles
para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas” (1831). Tampoco
hay que confundirlos con los carismas, que son también gracias del
Espíritu Santo, pero “que tienen directa o indirectamente, una utilidad
eclesial; los carismas están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien
de los hombres y a las necesidades del mundo (Catecismo 799).
1. El primero y mayor de tales dones es la sabiduría. Sb 7, 7-8. Es luz que
se recibe de lo alto: es una participación especial en ese conocimiento
misterioso y sumo, que es propio de Dios. Un conocimiento impregnado
por la caridad, gracias al cual el alma adquiere familiaridad, por así
decirlo, con las cosas divinas y prueba gusto en ellas. El conocimiento
sapiencial nos da una capacidad especial para juzgar las cosas humanas
según la medida de Dios. Gracias a este don toda la vida del cristiano con
sus acontecimientos, sus aspiraciones, sus proyectos, sus realizaciones,
llega a ser alcanzada por el soplo del Espíritu.
2. El entendimiento. Don especial de inteligencia y casi de intuición de
la verdad divina. Los fieles, que, gracias a la “unción” del Espíritu (cf. 1
Jn 2, 20 y 27) poseen un especial “sentido de la fe” (sensus fidei) que les
115

guía en las opciones concretas. La luz del Espíritu, al mismo tiempo que
agudiza la inteligencia de las cosas divinas, hace también más límpida y
penetrante la mirada sobre las cosas humanas. Gracias a ella se ven mejor
los numerosos signos de Dios que están inscritos en la creación.
3. El de ciencia, gracias al cual se nos da a conocer el verdadero valor
de las criaturas en su relación con el Creador. Viendo las cosas como
manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la
belleza, del amor infinito que es Dios, y como consecuencia, se siente
impulsado a traducir este descubrimiento en alabanza, cantos, oración,
acción de gracias. El hombre, iluminado por el don de la ciencia, descubre
al mismo tiempo la infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su
intrínseca limitación, la insidia que pueden constituir cuando, al pecar,
hace de ellas mal uso.
4. El don de consejo. Se da al cristiano para iluminar la conciencia en
las opciones morales que la vida diaria le impone. Enriquece y
perfecciona la virtud de la prudencia y guía al alma desde dentro,
iluminándola sobre lo que debe hacer especialmente cuando se trata de
opciones importantes (por ejemplo, de dar respuesta a la vocación), o de
un camino que recorrer entre dificultades y obstáculos. La conciencia se
convierte entonces en el “ojo sano” del que habla el Evangelio (Mt 6, 22),
y adquiere una especie de nueva pupila. El cristiano, ayudado por este
don, penetra en el verdadero sentido de los valores evangélicos, en
especial de los que manifiesta el sermón de la montaña (cf. Mt 5-7).
5. El don de la fortaleza. El hombre cada día experimenta la propia
debilidad, especialmente en el campo espiritual y moral; precisamente
para resistir a estas múltiples instigaciones es necesaria la virtud de la
fortaleza. La timidez y la agresividad son dos formas de falta de fortaleza
que, a menudo, se encuentran en el comportamiento humano. El don de la
fortaleza es un impulso sobrenatural que da vigor al alma, no sólo en
momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las
habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer
coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques
116

injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y


hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez.
6. Otro insigne don: la piedad. Mediante éste, el Espíritu Santo sana
nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con
Dios y para con los hermanos. El don de la piedad orienta y alimenta la
oración de petición. Con el don de la piedad el Espíritu infunde en el
creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su
corazón de alguna manera partícipe de la misma mansedumbre del
Corazón de Cristo. Ve en los demás a hijos del mismo Padre. El don de la
piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de
división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con
sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón.
7. El don del temor de Dios. ¿De qué temor se trata? No ciertamente de
ese “miedo de Dios” que impulsa a evitar pensar o acordarse de Él, como
de algo o de alguno que turba e inquieta. Aquí se trata de algo mucho más
noble y sublime: es el sentimiento sincero y trémulo que el hombre
experimenta frente a la tremenda maiestas (majestad-grandeza) de
Dios. El creyente se presenta y se pone ante Dios con el “corazón contrito”
y con el “corazón humillado” (Sal 50/51, 19), sabiendo bien que debe
atender a la propia salvación “con temor y temblor” (Flp 2, 12). Sin
embargo, esto no significa miedo irracional, sino sentido de
responsabilidad y de fidelidad a su ley. Con este don, el Espíritu Santo
infunde en el alma sobre todo el temor filial que es un sentimiento
arraigado en el amor de Dios: el alma se preocupa entonces de no
disgustar a Dios, amado como Padre; de no ofenderlo en nada, de
“permanecer” y crecer en la caridad (cf. Jn 15, 4-7).

Dios todopoderoso y eterno, que has querido que celebráramos el


misterio pascual durante cincuenta días, renueva entre nosotros el
prodigio de Pentecostés, para que los pueblos divididos por el odio y el
pecado se congreguen por medio de tu Espíritu y, reunidos, confiesen
tu nombre en la diversidad de sus lenguas.
(Oración colecta – Misa vespertina de la vigilia de Pentecostés)
117

LA VIGILIA DE PENTECOSTÉS
Con Pentecostés el ciclo litúrgico cuaresma-semana santa-triduo pascual-
pascua, llega a su fin. Es hora de recoger sus frutos maduros. El fruto
principal ha de ser una comunicación más intensa del Espíritu Santo y, por
él, la renovación de las gracias del bautismo y de la confirmación.
Para disponernos a celebrar esta solemnidad y animados a una preparación
personal intensa, vamos a recorrer brevemente los textos litúrgicos de la
misa de la vigilia. La liturgia de las horas de los días previos a pentecostés
nos va introduciendo: antífona del invitatorio, himnos, preces, oraciones.
La misa de la vigilia está hecha precisamente para celebrar una vigilia
que, aunque no tiene un sentido bautismal tan marcado como la vigilia
pascual, es una vigilia de oración intensa; como María y los apóstoles o,
mejor, con María y los apóstoles.
La oración colecta pide que se renueve el prodigio de pentecostés para que
los pueblos divididos por el odio y el pecado –alusión a la 1ª lectura de la
torre de babel- sean congregados en un solo pueblo.
- La primera lectura está puesta en contraposición con el evangelio: el
orgullo, la desobediencia y la dispersión de babel contrastan con la unidad
y el entendimiento que realiza el Espíritu Santo al descender sobre los
apóstoles.
- Dios habla a Moisés y se le manifiesta en la nube y el fuego. Dios hace
de Israel su pueblo, reino de sacerdotes y nación santa. En Pentecostés el
ES desciende como lenguas de fuego y consagra a la Iglesia naciente.
- La magnífica visión de Ezequiel, de la tercera lectura, muestra al
Espíritu como el que da vida. Unos huesos secos, se convierte, por el
poder del Espíritu que entra en ellos, en seres vivos. Estos huesos son el
pueblo de Israel desesperanzado y todos los que hoy han pedido la vida
eterna derramada en ellos el día del bautismo. Ninguna situación está
definitivamente perdida si es invocado el Espíritu.
118

- La cuarta lectura presenta la profecía de Joel relativa a la efusión del


Espíritu no ya a personajes destacados sino a todos: jóvenes y ancianos,
siervos y siervas; se inaugura así el tiempo final de la historia.
Todas estas lecturas van seguidas de un salmo y de una oración, que da el
sentido cristiano a la lectura. La primera pide la unidad y santidad de la
Iglesia, la segunda desarrolla la imagen del fuego y pide que todos
ardamos en el fuego del Espíritu y recibamos el mandamiento del amor
como Moisés recibió la ley antigua. Para después de la tercera lectura, hay
tres oraciones: todas tienen como tema de fondo la renovación que ha
realizado el Espíritu Santo al darnos una vida nueva y vivir en la alegría.
Tras la lectura de la profecía de Joel, pedimos que Dios cumpla esa
promesa y derrame el Espíritu Santo para que nos haga testigos valientes
del evangelio.
Después del canto del gloria y de la colecta se pasa a la lectura del apóstol,
Rm 8, 22-27: el Espíritu en la oración (nosotros no sabemos pedir lo que
conviene, pero él intercede con gemidos inefables).
El evangelio, Jn 7, 37-39, recuerda el momento en que Jesús, el último día
de la fiesta de los tabernáculos o de las tiendas, gritaba “el que tenga sed
que venga a mí y beba, de sus entrañas manarán torrentes de agua viva; lo
decía refiriéndose al Espíritu Santo que habíamos de recibir cuando el
fuera glorificado.
El prefacio presenta el envío del Espíritu Santo como la plenitud del
misterio pascual; es derramado hoy sobre los hijos de Dios, el mismo
espíritu que fue el alma de la Iglesia naciente, que infundió el
conocimiento de Dios a los pueblos y congregó en la confesión de una
misma fe a los que el pecado había dividido.
El embolismo propio, introducido no hace muchos años en las plegarias
eucarísticas, recuerda que la efusión del Espíritu ha hecho de la Iglesia
sacramento de unidad para todos los pueblos.
Sería bueno que, a lo largo de estos días, lleváramos a la meditación
personal cada uno de estos textos de la Palabra de Dios y demás textos de
119

la liturgia. También nos ayudará a disponernos a recibir mejor las gracias


que el Espíritu Santo quiera darnos la recepción del Sto. de la penitencia.
La bendición solemne pide la alegría del ES y ser llenados con sus dones,
la purificación del pecado y la perseverancia en la fe para poder pasar un
día de la esperanza a la visión beatífica.

DOBLE ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO


-infusión y efusión-
[Infusión y efusión] “Por la primera robustece en nosotros las virtudes que
nos salvan, por la segunda nos reviste externamente de dones para servir a
los demás. Lo primero lo recibimos para nosotros, lo segundo para los
nuestros. Por ejemplo, la gracia, la fe, la esperanza y la caridad son para
nosotros, sin esto no podemos salvarnos. Las palabras oportunas y sabias,
el don de curaciones, el carisma de profecía y otros semejantes, de los que
podemos carecer sin riesgo de nuestra propia salvación, se nos conceden
sin duda para la salvación de los hermanos (…) Hay que guardarse mucho
de dar lo que hemos recibido para nosotros o de reservarnos lo que se nos
ha dado para distribuirlo.
Te guardarías para ti lo que es del prójimo si, lleno de virtudes y dones de
sabiduría y de palabra, por timidez quizá o desidia o por una humildad sin
discernimiento, con un silencio estéril y censurable, encadenases la
palabra de edificación; serías maldito por acaparar el pan del pueblo. Y a
la inversa: desperdigarías y echarías a perder lo tuyo si, antes de colmarte
tú plenamente, lleno a medias, te apresuras a derramarte”
(San Bernardo Sermón 18 sobre el Cantar de los Cantares, OC V, 259.
261).
120

EL ESPÍRITU SANTO
“El Hijo es espíritu, el Padre es espíritu y el Espíritu Santo es espíritu (…)
Pero se llama espíritu de manera especial al Espíritu Santo porque procede
de ambos y es el lazo fuerte e indisoluble de la Trinidad. Y también se le
llama santo por excelencia, porque es el don del Padre y del Hijo que
santifica toda criatura, sin que por eso se niegue que el Padre sea espíritu y
santo, lo mismo que el Hijo (…)
¡Qué variado es este Espíritu! Se comunica de mil maneras a los hombres
y nadie se libra de su calor (Cf Sal 18, 7). Se da para nuestra utilidad: de él
proceden los milagros, la salvación, la ayuda, el consuelo y el fervor. En
el curso de la vida, otorga en abundancia todos los bienes ordinarios a
buenos y malos, a los que son dignos e indignos, sin ninguna clase de
límite ni frontera. ¡Qué ingrato es el que no reconoce al Espíritu en todos
estos beneficios!
En los milagros se da a través de las señales, prodigios y portentos que
realiza por las manos de algunos (…) Pero como esta gracia no es eficaz
para algunos, se hace nuestra salvación para que nos convirtamos al Señor
Dios nuestro con todo nuestro corazón. Es nuestro auxilio cuando nos
ayuda en nuestra debilidad. Y cuando asegura a nuestro espíritu que somos
hijos de Dios, esto nos lo inspira para consolarnos.
Y comunica fervor cuando sopla impetuosamente en el corazón de los
perfectos y enciende en ellos el fuego ardiente del amor: entonces no sólo
se sienten orgullosos con la esperanza de los hijos de Dios, sino que se
glorían de las dificultades y aceptan la injuria como un honor, la
ignominia como un gran gozo y el desprecio como un elogio. Si no me
equivoco, todos hemos recibido el Espíritu que salva, pero no todos el que
da fervor. ¡Qué pocos son los que están llenos de este Espíritu y suspiran
por él! Vivimos satisfechos con nuestra penuria y no intentamos respirar
ese aire de libertad, ni siquiera aspirarlo”.
(San Bernardo, Sermón 3 en el día de Pentecostés, Obras completas IV,
217. 223).
121

DAR DE LO QUE REBOSA


-ser concha, no canal-
“Si eres sensato, preferirás ser concha y no canal: éste, según recibe el
agua la deja correr, la concha no, espera a llenarse y, sin menoscabo
propio, rebosa lo que le sobra, consciente de que caerá la maldición sobre
el que malgaste lo que le ha correspondido. Hoy nos sobran canales en la
Iglesia y tenemos poquísimas conchas: parece ser tan grande la caridad de
quienes vierten sobre nosotros las aguas del cielo que prefieren
derramarlas sin embeberse de ellas, dispuestos más a hablar que a
escuchar y a enseñar lo que no aprendieron. Se desviven por regir a los
demás y no saben controlarse a sí mismos (…)
Hermano, tú que aún no tienes muy segura tu propia salvación, tú que aún
no posees la caridad o es tan flexible y frágil como caña sacudida por el
viento, porque da fe a toda inspiración, zarandeada por cualquier ventolera
de doctrina, tú que te entregas a una caridad tan sublime que sobrepasa la
ley, amando a tu prójimo más que a ti mismo, pero, por otra parte, la
diluye cualquier favor, decae ante cualquier temor, la turba la tristeza, la
contrae la avaricia y la dilata la ambición, la angustian las sospechas, la
atormentan las injurias, la consumen los afanes, la engríen los honores, la
derriten las envidias… A ti que experimentas todo esto dentro de ti
mismo, a ti te pregunto: ¿qué clase de locura te domina para ambicionar o
admitir la dedicación a los demás? (…) Aprende tú a derramar sólo de tu
plenitud, no pretendas dar más que el mismo Dios (…) Llénate
previamente y luego tratarás de comunicarlo. El amor entrañable y
prudente es siempre un manantial, no un torrente (…)
Escuchad ya qué cosas y hasta dónde son necesarias para nuestra propia
salvación, de qué y hasta dónde hemos de llenarnos, antes de tener el valor
de derramarlo. Lo resumiré cuanto pueda (…) Lo primero debe ser la
compunción, lo segundo la devoción, lo tercero el dolor de la penitencia,
122

lo cuarto las obras de piedad, lo quinto la entrega a la oración, lo sexto el


ocio de la contemplación, lo séptimo la plenitud del amor.
Todo esto lo activa el mismo y único Espíritu, mediante esa manera suya
de actuar que llamamos infusión. Entonces lo que hemos llamado efusión
se desprende sencillamente y sin riesgo alguno para alabanza y gloria de
nuestro Señor Jesucristo.
Es peligrosísimo designar para un cargo al que aún no haya llegado al
amor, por muchas virtudes que parezca poseer”.
(San Bernardo, Sermón 18 sobre el Cantar de los Cantares, OC V, 261.
263. 267).

¡VENI SANTE SPIRITUS!


¡VENI SANTE SPIRITUS!
¡VENI SANTE SPIRITUS!
123

VÍA LUCIS
Canto pascual
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén
PRIMERA ESTACIÓN: ¡CRISTO VIVE! ¡HA RESUCITADO!
V/ Verdaderamente ha resucitado el Señor ¡Aleluya!
R/ Y nos da paz y alegría ¡Aleluya!
Pasado el sábado, al aclarar el primer día de la semana, fueron María
Magdalena y la otra María a visitar el sepulcro. Un ángel dijo a las
mujeres: "No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado. No
está aquí, porque ha resucitado como lo había dicho. Vengan a ver el lugar
donde estaba”. Cf. Mc 16, 1-8.
V/ Vayan por todo el mundo y proclamen en Evangelio.
R/ El que crea y se bautice se salvará.
Señor Jesús, vencedor del pecado y de la muerte, libéranos de todo temor.
SEGUNDA ESTACIÓN: JESÚS SALE AL ENCUENTRO DE
MARÍA MAGDALENA
V/ Verdaderamente ha resucitado el Señor ¡Aleluya!
R/ Y nos da su paz y la alegría ¡Aleluya!
María se volvió y vio a Jesús de pie pero no sabía que era Jesús. El le dice:
Mujer ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el
hortelano le dice: Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y
yo me lo llevaré. Jesús le dice: María. Ella se vuelve y le dice: Maestro. Le
dice Jesús: Ve y dile a mis hermanos que subo a mi Padre y vuestro Padre,
a mi Dios y a vuestro Dios. Cf Jn 20, 10-18.
V/ Vayan por todo el mundo y proclamen en Evangelio.
124

R/ El que crea y se bautice se salvará.


Señor Jesús, que conoces nuestros llantos, cámbialos en gozo y paz.
TERCERA ESTACIÓN: JESÚS SE APARECE A LAS MUJERES
V/ Verdaderamente ha resucitado el Señor ¡Aleluya!
R/ Y nos da su paz y la alegría ¡Aleluya!
Las mujeres partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y
corrieron a dar la noticia a sus discípulos. En esto, Jesús les salió al
encuentro y les dijo: «¡Dios os guarde!» Y ellas, acercándose, se asieron
de sus pies y le adoraron. Entonces les dice Jesús: «No temáis. Id, avisad a
mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán.» Cf Mt 28, 8-10.
V/ Vayan por todo el mundo y proclamen en Evangelio.
R/ El que crea y se bautice se salvará.
Señor Jesús, postrados a tus pies, te adoramos.
CUARTA ESTACIÓN: PEDRO Y JUAN CONTEMPLAN EL
SEPULCRO VACÍO
V/ Verdaderamente ha resucitado el Señor ¡Aleluya!
R/ Y nos da su paz y la alegría ¡Aleluya!
Salieron Pedro y los otros discípulos y se encaminaron al sepulcro. Llega
Pedro, entra en el sepulcro y ve los lienzos en el suelo y el sudario que
cubrió su cabeza plegado en un lugar aparte. Entonces entró el otro
discípulo, vio y creyó, pues hasta entonces no comprendieron que según
las Escrituras Jesús debía resucitar de entre los muertos. Cf Jn 20, 3-10.
V/ Vayan por todo el mundo y proclamen en Evangelio.
R/ El que crea y se bautice se salvará.
Señor Jesús, que al ver los signos de tu presencia creamos.
125

QUINTA ESTACIÓN: JESUS RESUCITADO SE APARECE A LOS


APÓSTOLES
V/ Verdaderamente ha resucitado el Señor ¡Aleluya!
R/ Y nos da su paz y la alegría ¡Aleluya!
Se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: La paz con vosotros.
Asustados, creían ver un espíritu., pero él les dijo: ¿Por qué os turbáis?
Mirad mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tocadme y ved, porque un
espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo. Cf Lc 24, 36-43.
V/ Vayan por todo el mundo y proclamen en Evangelio.
R/ El que crea y se bautice se salvará.
Señor Jesús, por tus llagas santas, danos la paz.
SEXTA ESTACIÓN: JESUS Y DOS DISCÍPULOS EN EL CAMINO
DE EMAÚS
V/ Verdaderamente ha resucitado el Señor ¡Aleluya!
R/ Y nos da su paz y la alegría ¡Aleluya!
Dos discípulos se dirigían a un pueblo llamado Emaús. Mientras
conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar
con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Y comenzando
por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a Él
en toda la Escritura. Cf Lc 24, 13-27
V/ Vayan por todo el mundo y proclamen en Evangelio.
R/ El que crea y se bautice se salvará.
Señor Jesús, ábrenos la mente y haznos entender tu palabra.
SÉPTIMA ESTACIÓN: JESÚS RESUCITADO SE MANIFIESTA
AL PARTIR EL PAN
V/ Verdaderamente ha resucitado el Señor ¡Aleluya!
126

R/ Y nos da su paz y la alegría ¡Aleluya!


Ya cerca de la aldea donde iban, Él les hizo ademán de seguir adelante;
pero ellos le apremiaron diciendo: "Quédate con nosotros porque atardece
y el día va de caída". Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa
con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A
ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero Él desapareció. Ellos
comentaron: "¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el
camino y nos explicaba las Escrituras?". Cf Lc 24, 28-32.
V/ Vayan por todo el mundo y proclamen en Evangelio.
R/ El que crea y se bautice se salvará.
Señor Jesús, quédate con nosotros y enardece nuestro corazón.
OCTAVA ESTACIÓN: JESÚS DA A LOS APÓSTOLES EL PODER
DE PERDONAR LOS PECADOS
V/ Verdaderamente ha resucitado el Señor ¡Aleluya!
R/ Y nos da su paz y la alegría ¡Aleluya!
Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas las
puertas por miedo a los judíos, se presentó Jesús y les dijo: Paz a vosotros.
Dicho esto les mostró las manos y el costado. Jesús les dijo: Como el
Padre me envió así yo os envío, sopló sobre ellos y dijo: Recibid el
Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados,
a quienes se los retengáis les quedan retenidos. Cf Jn 20, 19-23.
V/ Vayan por todo el mundo y proclamen en Evangelio.
R/ El que crea y se bautice se salvará.
Señor Jesús, gracias por el sacramento del perdón.
NOVENA ESTACIÓN: JESÚS FORTALECE LA FE DE TOMÁS
V/ Verdaderamente ha resucitado el Señor ¡Aleluya!
R/ Y nos da su paz y la alegría ¡Aleluya!
127

Ocho días más tarde, estaban otra vez los discípulos reunidos y Tomás con
ellos. Se presentó Jesús y les dijo: La paz con vosotros. Luego dice a
Tomas: Acerca tu dedo y mira mis manos, trae tu mano y métela en mi
costado, y no seas incrédulo sino creyente. Tomás le dijo: Señor mío y
Dios mío. Le dice Jesús: porque me has visto has creído. Dichosos los que
crean sin haber visto. Cf Jn 20, 26-29.
V/ Vayan por todo el mundo y proclamen en Evangelio.
R/ El que crea y se bautice se salvará.
Señor Jesús, gracias por el don de la fe.
DÉCIMA ESTACIÓN: JESÚS RESUCITADO EN EL LAGO DE
GALILEA
V/ Verdaderamente ha resucitado el Señor ¡Aleluya!
R/ Y nos da su paz y la alegría ¡Aleluya!
Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades.
Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los
discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: "Muchachos, ¿tenéis
pescado?". Ellos contestaron: "No". Él les dice: "Echad la rea a la derecha
de la barca y encontraréis". La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla,
por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a
Pedro: "Es el Señor". Cf Jn 21, 1-6.
V/ Vayan por todo el mundo y proclamen en Evangelio.
R/ El que crea y se bautice se salvará.
Señor Jesús, ayúdanos a hacerlo todo en tu nombre.
UNDÉCIMA ESTACIÓN: JESÚS CONFIRMA A PEDRO EN EL
AMOR
V/ Verdaderamente ha resucitado el Señor ¡Aleluya!
R/ Y nos da su paz y la alegría ¡Aleluya!
128

Después de haber comido, Jesús dice a Simón Pedro: Simón hijo de Juan
¿me amas más que éstos? El le dice: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Por
tercera vez le pregunta: ¿Me quieres? Se entristeció Pedro de que le
preguntara por tercera vez y le dijo: Señor tú lo sabes todo, tú sabes que te
quiero. Le dice Jesús: Apacienta mis ovejas. Cf Jn 21, 15-19.
V/ Vayan por todo el mundo y proclamen en Evangelio.
R/ El que crea y se bautice se salvará.
Señor Jesús, tú sabes que te queremos, aviva nuestro amor.
DUODÉCIMA ESTACIÓN: JESÚS ENCARGA SU MISIÓN A LOS
APÓSTOLES
V/ Verdaderamente ha resucitado el Señor ¡Aleluya!
R/ Y nos da su paz y la alegría ¡Aleluya!
Jesús se acercó y les habló diciendo: Me ha sido dado todo poder en el
cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones,
bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo;
enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; yo estoy
con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Cf Mt 28, 16-20.
V/ Vayan por todo el mundo y proclamen en Evangelio.
R/ El que crea y se bautice se salvará.
Señor Jesús, siempre con nosotros, fortalécenos en la misión.
DÉCIMOTERCERA ESTACIÓN: JESÚS ASCIENDE AL CIELO
V/ Verdaderamente ha resucitado el Señor ¡Aleluya!
R/ Y nos da su paz y la alegría ¡Aleluya!
El Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la
diestra de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el
Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la
acompañaban. Cf Mc 16, 19-20.
129

V/ Vayan por todo el mundo y proclamen en Evangelio.


R/ El que crea y se bautice se salvará.
Señor Jesús, ¡Señor mío y Dios mío!, sigue obrando prodigios entre
nosotros.
DÉCIMOCUARTA ESTACIÓN: JESÚS ENVÍA EL ESPÍRITU
SANTO A LOS APÓSTOLES
V/ Verdaderamente ha resucitado el Señor ¡Aleluya!
R/ Y nos da su paz y la alegría ¡Aleluya!
Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo
lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de
viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Y vieron
aparecer unas lenguas como de fuego que descendieron por separado sobre
cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron
a hablar. Cf Hch 2, 1-4.
V/ Vayan por todo el mundo y proclamen en Evangelio.
R/ El que crea y se bautice se salvará.
Señor Jesús, envíanos tu Espíritu y haznos tus testigos hasta el fin del
mundo.
Canto pascual

REY VENCEDOR, APIÁDATE


DE LA MISERIA HUMANA
Y DA A TUS FIELES PARTE
EN TU VICTORIA SANTA.
AMÉN. ALELUYA.
130
131

INDICE

Presentación 5
La Semana Santa 7
El Triduo pascual 9
Contemplando a Jesús en su pasión y muerte 18
Benedicto XVI presenta el Triduo santo 19
Las últimas palabras de Jesús en la cruz 23
Cristo y el Padre 31
¿Zanahoria, huevo o café? 33
¡Cristo es todo para nosotros! 34
El tiempo pascual 35
Vivir bien la Pascua 37
El encuentro personal con Cristo 39
Para orar con Lc 24, 13-35 43
Quédate, Señor, conmigo -oración del P. Pío- 45
Cristo resucitado presente entre nosotros 46
La fe 49
Para orar en Pascua 50
La flor de la honestidad 53
Jesús resucitado presente en los pastores 55
El bautizado y confirmado: un consagrado 61
Una morada para el Señor 64
Vid, sarmientos y vino 65
El agua que quería ser fuego 66
Sacerdotes, profetas y reyes 67
132

La celebración eucarística 69
La adoración eucarística según Juan Pablo II y Benedicto XVI 72
El mes de María 76
La presencia orante de María en el grupo de los discípulos 77
La novena de Pentecostés 81
Perseveraban en la oración con María 82
¿Cuánto cuesta un milagro? 90
Conocer al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo 92
La Palabra de Cristo, beso de su boca 92
La gloria para Dios y la paz para mí 93
Los frutos del Espíritu Santo 94
Oración al Espíritu Santo -san Simeón el Teólogo- 99
El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad 100
Presencia y acción del Espíritu Santo en la liturgia 102
La confirmación 105
Soplo 106
Cristo nos da su vida y el Espíritu Santo 107
Presencia y acción del Espíritu Santo en la Eucaristía 108
El Espíritu Santo da sabiduría y amor 113
Los siete dones del Espíritu Santo 114
La vigilia de Pentecostés 117
Doble acción del Espíritu Santo 119
El Espíritu Santo 120
Dar de lo que rebosa 121
Vía lucis 123
Índice 131

¡Gloria a Dios!

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