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Infancia   y  discursos   sobre   la   niñez.   Trazos   de   una   relación   sin   rumbo. 
Carlos   Skliar   (FLACSO/CONICET) 
Introducción. 
La  infancia  es  algo  que  nuestros  saberes,  nuestras  prácticas  y  nuestras  instituciones  ya  han 
capturado:  algo  que  podemos  explicar  y  nombrar,  algo  sobre  lo  que  podemos  intervenir,  algo 
que  podemos  acoger.  La  infancia,  desde  este  punto  de  vista,  no  es  otra  cosa  que  el  objeto de 
estudio  de  un  conjunto  de  saberes  más  o  menos  cientí cos,  la  presa  de  un  conjunto  de 
acciones  más  o  menos  técnicamente  controladas  y  e caces,  o  el  usuario  de  un  conjunto  de 
instituciones  más  o  menos  adaptadas  a  sus  necesidades,  a  sus  características  o  a  sus 
demandas.  Nosotros  sabemos  lo  que  son  los  niños, o intentamos saberlo, y procuramos hablar 
una  lengua  que  los  niños  puedan  entender  cuando  tratamos  con  ellos  en  los  lugares  que 
hemos organizado para albergarlos (Jorge Larrosa, 2001). 
Este texto se propone no mucho más que la intención de deconstruir algunos 
de los argumentos que habitan en la educación, que la recorren, que se 
pronuncian, que son pronunciados y que están pronunciados en la palabra 
educación; argumentos que parecen ser ellos mismos la educación, que están 
en ella, que hacen, que sienten y que piensan la educación. 
Como he tratado de discutir en otros textos (sobre todo en Skliar, 2007) el 
argumento de la explicación ha reinado y reina en educación como si se tratara 
de un arquetipo. Suponemos, de hecho, que sin explicación no hay siquiera 
una palabra inicial, un mínimo punto de partida, nada que pueda llamarse 
educación. Y la cuestión, álgida, es la siguiente: vamos a suponer, por un 
momento, el n de la explicación, la muerte de la explicación, el destierro de 
toda explicación, que no hay explicación en educación. Entonces: ¿qué (nos) 
quedaría? Pues sin la explicación toda, y cualquier pedagogía conocida y por 
conocer, parecería deshacerse en el aire. ¿Puede la educación, acaso, 
subsistir sin explicación? ¿No es la educación —y las pedagogías— justamente 
la explicación? ¿No es la educación y las pedagogías el imperio absoluto y 
tiránico de la explicación? 
Jacques Rancière (2004) nos ofrece algunas alternativas para estas cuestiones 
que parecen sin fondo. Lo que ese autor nos dice es que tal vez sea necesario 
cuestionar o, mejor aún, invertir decididamente la lógica de la explicación, el 
sistema explicativo de la pedagogía, la pedagogía que es sólo y pura 
 
 

explicación: “La explicación no es necesaria para socorrer una incapacidad de 
comprender. Es, por el contrario, esa incapacidad [...] Es el explicador quien 
tiene la necesidad del incapaz, y no al contrario, es ella lo que constituye al 
incapaz como tal" 
Si consideramos el argumento de la explicación como el origen de todos los 
males —y si, al mismo tiempo, lo consideramos como el principio del desierto 
argumentativo y, por ende, el inicio de la posibilidad del acontecimiento 
educativo—, pensemos ahora cómo se van hilvanando otros argumentos que, 
nos parece, se derivan de esa lógica inicial, casi inexorable, de la (necesidad 
imperiosa de) explicación. 
Nos referimos a otros argumentos educativos como, por ejemplo, el de la 
completud, que es a la vez un argumento que da por sobreentendido: a) la 
existencia material de la completud —la completud del saber, la completud de 
la experiencia, la completud del ser, la completud de la enseñanza, la 
completud del ser, la completud de la identidad, etc.—; b) la incompletud que 
es negativa, que es equivocada, que es errática, la incompletad a ser 
corregida, en el otro, del otro, en lo otro, de lo otro; y c) la necesidad, la puesta 
en juego, la imposición y la determinación del completamiento del otro, de lo 
otro. 
Otros argumentos educativos como, por ejemplo, el de la puesta en el futuro — 
o bien en un futuro—; argumento de la trascendencia del futuro, de la 
prefabricación del futuro que es, además, la piedra angular de todos aquellos 
argumentos que implican cualquier postergación —y negación, ignorancia y 
rechazo— del presente, de todo presente; argumento, entonces, que supone el 
reenvío de todo lo actual hacia aquel tiempo de un después que está, 
digámoslo así, ya plani cado, ya pensado, ya previsto, ya formulado. 
Otros argumentos educativos como, por ejemplo, el de la normalidad, el del 
imperio de la normalidad, el de la vigilancia que es de la norma, argumento que 
da por cierto y que determina, además: a) la impostura de la invención de la 
anormalidad del otro, el ordenamiento de lo anormal, la de nición de la 
anormalidad; y b) el requerimiento, el surgimiento, la puesta en marcha y la 
determinación de la normalización. 
Otros argumentos educativos como, por ejemplo, el de la invención del otro y 
de la diferencia, que acaba haciendo del otro un mero espectro de alteridad de 
 
 

lo mismo; y además: la guración del otro como diferencia negativa, el 
ocultamiento de la diferencia, la transformación de la diferencia en los 
“diferentes”, mediante un proceso, que es político, de diferencialismo. 
Y otros argumentos educativos como, por ejemplo, el de la tautología del 
cambio educativo, argumento que impone un derrotero, una trayectoria en 
apariencia inevitable —y por lo general ine caz— del cambio educativo: el 
fetiche del cambio educativo, la obsesión por el cambio educativo. 
La infancia es la temporalidad y la espacialidad donde esos argumentos se 
ponen en juego. Al niño se le explica pues es incapaz de comprender por sí 
mismo; al niño hay que completarlo pues es incompleto; el n iño no “vale” en el 
presente de la infancia, sino en cuanto a su “futuro·” ser; al niño hay que 
normalizarlo; a la infancia se la construye como diferencia (de edad, de 
generación, de inteligencia, de capacidad, etc.) pero se la inventa como “seres 
diferentes”. 
¿De dónde proviene esta argumentación y cómo se ha ido hilvanando esta 
leyenda de educación a la infancia? 
Imágenes   de   incompletud   e  imágenes   de   completamiento. 
Paideia  o  educación  era,  hasta  ahora,  el  esfuerzo  de  sacar  al  niño  juguetón,  sensible, 
caprichoso  y  curioso  de  la  forma  de  ser  del  pequeño  grupo  conduciéndolo  al  clima  global  de 
ciudades  y  reinos  con  sus  perspectivas  ampliadas,  sus  luchas  enconadas  y  su  duro  trabajo 
forzado  contra  sí  mismo.  La  tradición  llamaba  adulto  al  hombre  que  había  aprendido  a  buscar 
sus  satisfacciones  en  esferas  faltas  de  dicha  [...]  Cuando  nacieron  losofías  o  interpretaciones 
del  mundo  de  tipo  cultural  avanzado  fueron  también  siempre  escuelas  del hacerse adulto en el 
sentido  de  un  cambio  de  domicilio  del  alma  a lo mayor, más duro y abstracto (Peter Sloterddijk, 
1998) 
Tal vez esta idea pueda ser formulada, sin más, del siguiente modo: la 
educación y la escuela están allí pues algo necesita, debe, puede, tiene y, 
sobre todo, merece ser completado. La educación es la (tentación de) 
completud del otro, la (intención de) completamiento de los otros, la (necesidad 
de) hacer del otro aquello que el otro no está siendo, no estuvo siendo y, tal 
vez, nunca podrá estar siéndolo. 
Pensemos en algunos de los ejemplos quizás más emblemáticos del 
argumento de la incompletud: ciertas ideas y/o imágenes que se ponen en 
 
 

juego en relación a la infancia. Desde ya que podríamos pensar, también, en 
toda una serie igualmente emblemática de imágenes relativas a la idea de 
incompletud más allá de la infancia: las imágenes del extranjero, las imágenes 
de los jóvenes, de las mujeres, de las personas con de ciencia, de las clases 
populares, etc. Pero quisiera priorizar las imágenes de incompletud de la 
infancia por ser éstas, digamos, las más trilladas y las más naturalizadas en el 
campo de la educación: la infancia parece ser vista, sentida, pensada, 
producida y de nida como algo incompleto, como algo que aún no es, como 
algo que todavía no es en sí misma, como algo que quizá no pueda nunca ser 
en sí misma, sino a través de una fútil (y más que soberbia) comparación con 
aquello que se supone el ser adulto, el ser-adulto-completo, el ser-adulto-que 
se debe, siempre, ser. 
Está por demás claro que esta imagen no es novedosa, no es reciente, no es 
un hallazgo de “estos días”; no es una imagen de la cual sólo ahora somos 
capaces de “tomar conciencia”, y que tampoco es un síntoma o una señal 
exclusivo de aquello que se de ne como la temporalidad de la “modernidad”; 
por el contrario, decimos que se trata de una imagen que acompaña, desde 
tiempos inmemoriales, la idea misma de la educación hacia la infancia. De 
hecho, la idea de infancia, de niñez como un estado incompleto o como la falta 
de un estado, o bien como un no-estado, como incompletud de carácter 
negativa y como necesidad de completamiento aparece, por ejemplo, ya en 
Platón. 
Un libro de Walter Kohan, Infancia. Entre educación y losofía, pone en juego y 
discute en profundidad, entre otras, tres imágenes que me parecen del todo 
pertinentes y ajustadas para la discusión que estamos intentando generar aquí 
en torno del argumento de la incompletud: la infancia como pura posibilidad, la 
infancia como inferioridad y la infancia como “otro” despreciado. 
La   infancia   como   pura   posibilidad. 
En esta primera imagen la infancia se asocia de forma primaria a esa etapa 
inicial, original y originaria de la vida humana y, como tal, sólo parece tener 
sentido en virtud de los re ejos que de ella se obtienen en la vida adulta: se 
trata aquí, entonces, de pensar la infancia cuando ella ya no está, cuando ya 
no existe, cuando ya no es, es decir, cuando sólo ocurre bajo la forma de un 
 
 

efecto o bien de desenlace de una conciencia madura. La pura posibilidad es, 
en este contexto, la posibilidad de aquello que se será (no lo que se es, no lo 
que se está siendo) y ese “aquello que se será” pone en evidencia la relevancia 
que Platón atribuía a la educación, sobre todo en los momentos, en las edades, 
en las que más pueden inscribirse ciertos caracteres. En este sentido escribe 
Kohan, a partir de Sócrates: 
Los  niños  son  educados,  en  primer  lugar,  en  la  música  y  luego  después  en  la  gimnasia.  Entre 
las  primeras  actividades,  inspiradas  por  las  Musas,  se  incluyen  las  fábulas  y  relatos  que  los 
niños  escuchan  desde  la  más  tierna  edad.  Deberá  escogerse  con  mucha  diligencia  esos 
relatos,  dice  ‘Sócrates’,  para  que  contengan  las  opiniones  que  los  constructores  de  la  pólis 
juzgan convenientes para formar a los niños 1 
Y un poco más adelante, hace una referencia sobre los cuidados necesarios 
que habría que tomar en relación a los relatos que se les debe contar a los 
niños: 
No  se  permitirá  que  los  niños  escuchen  cualquier  relato.  No se permitirá que se les narren, por 
ejemplo,  las  principales  fábulas  por  medio  de  las  cuales  han  sido  educados  todos  los  griegos, 
los  poemas  de  Homero  y  Hesíodo,  en  la  medida  en  que  a rman  valores  contrarios  a  aquellos 
que  se  pretende  que dominen la nueva pólis. Esos relatos no representan a los dioses y héroes 
tal  como  son  y  están  poblados  de  personajes que a rman valores contrarios a aquellos con los 
que se pretende educar 2 
Estos dos fragmentos, que hacen referencia a ciertas prescripciones incluidas 
en el acto de educar, nos resuenan en tanto modos pedagógicos que resultan 
preventivos hacia el futuro, de cara al futuro: debemos evitar ciertas marcas 
recibidas en las edades tempranas porque, luego, se transformarán 
inevitablemente en huellas inmodi cables e incorregibles. Por esas razones un 
“buen educar” no signi ca sino mantener la mirada en esa posibilidad de niño 
pero, a la vez, que hay que entender esa posibilidad de la infancia sólo desde 
la completud del adulto. En La República de Platón, por ejemplo, se a rma: 
Su ciente  es  la  educación  y  la  creación,  respondí;  pues  si  bien  educados,  surgirán  hombres 
medidos que distinguirán claramente todas estas cosas y otras 3 

Ibídem, pág. 38. 2 
Ibídem. 3 
Ibídem, pág. 39. 
 
 

Aquello que esta cita parece querernos decir es que la infancia debe ser objeto 
de educación, no para el tiempo y el espacio de la infancia, sino “bien 
educados” para que, después, en el ser-adultos, en el ser adultos como estado 
de completud, los hombres sean capaces de distinguir, de diferenciar con 
claridad el bien y el mal. 
La   infancia   como   inferioridad. 
La  prerrogativa de la infancia: moverse sin di cultad entre la magia y el puré de patatas, entre el 
terror  sin  límites  y  la alegría explosiva. No había más límites que las prohibiciones y las normas, 
unas  y  otras  eran  sombría,  la  mayoría  de  las  veces  incomprensibles.  Recuerdo,  por  ejemplo, 
que  yo  no  entendía  eso  de  las  horas:  “Tienes  que aprender de una vez a ser puntual, ya tienes 
reloj,  ya  entiendes  el reloj”. Y sin embargo el tiempo no existía. Llegaba tarde al colegio, llegaba 
tarde  a  las  horas  de  comer.  Me  paseaba  con  absoluta  despreocupación  por  el  parque  del 
hospital, mirando cosas y fantaseando, el tiempo dejaba de existir (Ingmar Bergman, 1987). 
Fuertemente vinculada a la imagen anterior de la infancia (la infancia que lo 
puede ser casi todo, la infancia como pura posibilidad, pensando en el futuro) 
aparece también en Platón (y de una forma nítida, sobre todo, en Las Leyes) 
una imagen que consiste que revelar la infancia como necesitada de guías, 
preceptores, pastores, dueños, etc. De esto se trata cuando se re ere a los 
niños   como   seres   “incapaces   de   quedarse   quietos   con   el   cuerpo   y  la   voz, 
siempre   saltando   y  gritando   en   desorden” 


Es evidente que no sólo se trata aquí de una imagen ingenua o casual 
emparentada al descontrol, la anarquía, la exacerbación y la rebeldía de la 
infancia, sino una imagen cuya contra-cara supone, necesariamente, una fuerte 
imagen de control, de cuidado, de orden, tranquilidad y sujeción a un adulto 
(que es a su vez, relacionado con la imagen del dueño, del pastor, del guía, del 
preceptor, etc.) 

Ibídem, pág 42. 
El  Ateniense  estipula  que  un  niño,  en  cuanto  hombre  libre  que  será  (en  el  futuro),  debe 
aprender  diversos  saberes,  y  en  cuanto  esclavo  que  es  (en  el  presente),  puede  y  debe  ser 
castigado por cualquier hombre libre que se encuentre con él. Así descripta la naturaleza 
 
 

infantil,  su  creación  y  su  educación  buscará  calmar  esta  agitación  y  desarrollar  sus 
potencialidades  en  orden  y  armonía.  La  tarea  principal  de  los  encargados  de  la  crianza  de  los 
niños  es  dirigir  en  línea  recta  sus  naturalezas,  siempre  en  dirección  hacia  el  bien,  según  las 
leyes. 
Son varias y múltiples las cuestiones que este párrafo nos ofrece a simple 
vista. En primer lugar, ese juego complejo y engañoso de temporalidades 
disyuntivas que anuncian una suerte de desdoblamiento de la infancia en un 
presente (presente de esclavo, de rebaño) y un futuro (futuro de adulto, donde 
ya no hay infancia). En segundo lugar, la caracterización de la infancia 
fundamentada en la agitación y su oposición, a través del acto de educar, en 
las virtudes (desde ya virtudes que son del adulto) del orden y la armonía. Por 
último, podríamos poner en consideración esa imagen de la línea recta sobre la 
cual descansa la imagen de la educación, frente a una gura más bien sinuosa 
o azarosa en la que reposa la idea misma de infancia. 
En el texto mencionado anteriormente Platón recurre varias veces a la idea de 
infancia como inferioridad en sí misma pero, también, como un tipo de 
inferioridad que puede asociarse, relacionarse, a otros estados pensados como 
“inferiores” (la embriaguez, por ejemplo, porque allí, en ese estado, 
desaparecen en el hombre sus opiniones y sus pensamientos: casi es esa la 
imagen de un niño ¿no es verdad?). 
Sin embargo, tal vez donde se vuelve más estridente la imagen de la infancia 
como inferioridad es cuando en un pasaje de Las leyes se describe un diálogo 
entre Sócrates y Alcibíades, que vale la pena que transcribamos y comentemos 
en parte aquí: 
(...)  Sócrates  cuestiona  a  Alcibíades  quien,  desde  niño,  no  dudara  sobre  lo  justo  y  lo  injusto, 
pero que hablara de esos asuntos con seguridad y presunción. “Pensabas saber, a pesar de ser 
niño,  sobre  lo  justo  e  injusto”,  le  recriminaba.  “¿Cómo  podrías  saberlo?”,  Sócrates  censura  a 
Alcibíades, “¿si no habías tenido tiempo de aprenderlo o de descubrirlo?” 5 
La infancia está representa aquí como un estado de imposibilidad temporal 
para ser-algo, para saber-algo, para decir-algo, para pensar-algo. Esta 
imposibilidad se convierte, de hecho, rápidamente en inferioridad: la infancia es 
ese no-estado, ese no-tiempo, donde nada se puede ser, nada se puede 

Ibídem, pág. 45. 
 
 

saber, nada se puede decir, nada se puede pensar. Habría que dejar de ser 
infancia, entonces, para decir, para pensar, para saber y para ser. 
La   infancia   como   un   “otro”   despreciado. 
La  educación  parte  de  una  idea  fundamental,  tan  rme  como  estúpida:  que  se  sabe  lo  que  es 
un  niño.  Lo  saben  porque  saben  el  futuro  de  ese  niño,  porque  ellos  van  a  formarlo  y 
conformarlo  y  todo  eso  por  su  pretendido  bien...  Se  pretende  conocer  ese  misterio  siempre 
imprevisto  y  escurridizo  de  un  niño.  Porque  no  se  sabe  lo  que  es  un  niño;  y  ese  no  saber  del 
niño  está  enseñando  al  maestro:  se  aprende  de  los  niños.  Pero  en  vez  de aprender de ellos, a 
cada  momento  se  les  enseña  lo  ya  sabido...  Un  maestro  ha  tenido  primero  que  sufrir  muchas 
pedagogías,  muchas  malas  creencias  que  le  convenzan  de  que  es  eso  lo  que  tiene  que 
transmitir  a  los  niños,  sin  permitirse  cuestionar  la  pertinencia  de  esos  saberes  y  esas  ideas. 
Pero  ahí  están  los  niños:  están  para  escucharlos  y  aprender  de  ellos,  y  esa  debería  ser  la 
primera  y  más  honesta  tarea  de  un  maestro:  saber  oír  —cosa  que  nunca  hacemos—.  (García 
Calvo, 1993) 
Una conclusión posible de la fusión de las dos imágenes anteriores es, 
necesariamente, que la infancia ha sido y es pensada en términos de una 
alteridad (y aquí alteridad puede signi car, justamente, aquello que nosotros 
“no somos” y aquello que los “otros son”) y de una alteridad que debe ser 
transformada, cambiada, modi cada, pues en su propio estado y/o no-estado, 
se trata de un objeto de desprecio: es una alteridad despreciada. 
¿Y qué queremos signi car al decir que se trata de una alteridad despreciada? 
Como toda gura de alteridad (esto es, como toda gura que se construye y 
produce como alteridad, como el otro, como el otro-enemigo-malé co, como lo 
que no somos ni queremos ser) la infancia aquí acaba por ser objeto no sólo de 
menosprecio, de inferioridad y de empequeñecimiento, sino también de un 
desprecio casi visceral y mayúsculo: la infancia es de un cierto tipo de otro, de 
un cierto tipo de otro que se vuelve parecido a un borracho, a un esclavo, a una 
era no domesticada, a un rebaño sin pastor, etc. Se trata, en efecto, de un 
otro que no tiene control ni tiene dominio sobre sí mismo y se (nos) torna, así, 
algo incómodo, peligroso, extraño, sucio, no-familiar. Además, se trata de un 
cierto tipo de otro que no merece demasiada atención nuestra, una gura de 
alteridad que debe ser descali cada y, por lo tanto, excluida, marginalizada, 
quitada simplemente de nuestra vista. Como escribe Jorge Larrosa (ob. Cit.): 
“(...)   En   tanto   que   encarna   la   aparición   de   la   alteridad,   la   infancia   no   es   nunca 
 
 

lo   que   sabemos   (es   lo   otro   de   nuestros   saberes),   pero   sin   embargo   es 
portadora   de   una   verdad   que   debemos   ponernos   en   disposición   de   escuchar; 
no   es   nunca   la   presa   de   nuestro   poder   (es   lo   otro   que   no   puede   ser   sometido), 
pero   al   mismo   tiempo   requiere   nuestra   iniciativa;   no   está   nunca   en   el   lugar   que 
le   damos   (es   lo   otro   que   no   puede   ser   abarcado),   pero   debemos   abrir   un   lugar 
que   la   reciba.   Eso   es   la   experiencia   del   niño   como   otro:   el   encuentro   con   una 
verdad   que   no   acepta   la   medida   de   nuestro   saber,   con   una   demanda   de 
iniciativa   que   no   acepta   la   medida   de   nuestro   poder,   y  con   una   exigencia   de 
hospitalidad   que   no   acepta   la   medida   de   nuestra   casa.   La   experiencia   del   niño 
como   otro   es   la   atención   a  la   presencia   enigmática   de   la   infancia”. 
Vale la pena detenerse en esto; la infancia como alteridad, como aquello que 
se nos escapa, que no se somete a nuestras ideas ni a nuestro poder, etc. Fue 
quizá Walter Benjamin quien mejor describió ese sustrato material de infancia 
como alteridad. Benjamin nos dice que los niños caminan 
desacompasadamente, sin rumbo jo, se desvían, se distraen, se tropiezan, 
ven cada cosa como si fuera única 

. Realizan cada movimiento como si fuera el 


que les abre la puerta de un nuevo mundo. El niño opera, por un lado 
desacompasadamente, en el sentido de que no establece una relación con el 
mundo precedida por el trabajo objetivante del concepto ni acepta que aquello 
que llamamos mundo pueda ser reducido a un lenguaje matemático si no, por 
el contrario, establece una relación entre el lenguaje y las cosas en la que se 
regresa, si ustedes quieren, al contenido narrativo de la experiencia, en la que 
ésta no ja las condiciones de un conocimiento objetivo si no que se entrama 
con las cosas sin ejercer una reducción empírica. Pero también ese caminar 

Esta  imagen  benjaminiana  es  equivalente  a  aquella otra que traza respecto al caminante de la ciudad, 
su  peculiar  modo  de  recorrer  sus  calles,  de  dejarse llevar por la improvisación y el azar para descubrir lo 
signi cativo.  Es  emblemático,  en  este  aspecto,  el  comienzo  de  Infancia  en  Berlín  alrededor  de  1900: 
“Importa  poco  no  saber  orientarse  en  una  ciudad.  Perderse,  en  cambio,  en  una  ciudad  como  quien  se 
pierde  en  el  bosque,  requiere  aprendizaje.  Los  rótulos  de  las  calles  deben  entonces  hablar  al  que  va 
errando como el crujir de las ramas secas, y las callejuelas de los barrios céntricos re ejarle las horas del 
día  tan  claramente  como  las  hondanadas  del  monte.  Este  arte  lo  aprendí  tarde,  cumpliéndose  así  el 
sueño del que los laberintos sobre el papel secante de mis cuadernos fueron los primeros rastros.” (p. 15) 
Sin  dudas  que  este  caminar  desprovisto  de  intencionalidad,  que  se  deja  llevar  por  lo azaroso constituye 
una  referencia  directa  a  la  idea  benjaminiana  de  experiencia  en  la  medida  en  que  ésta  remite,  como  el 
errar  urbano,  no  hacia  lo necesario, lo objetivo, lo racionalizable en términos de una legislación universal, 
si  no  a  lo  que  aparece  de  improviso,  a  lo  inesperado,  a  aquello que se muestra en su especi cidad pero 
que  permite  iluminar  la  trama  de  una  existencia.  Quien  busca  no  encuentra,  está  podría  ser  la  máxima 
del  caminante;  quien  se  deja  llevar  por  sus  pasos  tal  vez  alcance  aquello  que  se  esconde  entre  los 
vericuetos de la ciudad. 
 
 
10 
desacompasado supone, en términos metafóricos, una determinada 
concepción del tiempo y del espacio. Como bien sugiere Forster (2009): “para 
el   niño,   cada   cosa,   cada   juguete,   cada   estampilla,   cada   libro,   cada   hormiguita 
que   se   le   puede   cruzar   por   el   camino,   guardan   la   posibilidad   de   un   mundo 
siempre   en   estado   de   promesa.   Y,   por   el   otro   lado,   el   modo   desacompasado 
de   caminar   es   la   expresión   de   un   tiempo   que   no   opera   lineal   y 
homogéneamente   en   una   sucesión   causal,   sino   que   el   tiempo   está   lleno   de 
dislocaciones,   de   rupturas,   de   mutaciones   sorprendentes,   de   giros 
inesperados”. 
Referencias   bibliográficas. 
Bergman, Ingmar. Imágenes, Barcelona, Tusquets Editores, 1993. 
Forster,  Ricardo.  Los  tejidos  de  la  experiencia.  En  Carlos  Skliar  &  Jorge  Larrosa 
(Comp.) Experiencia y Alteridad en Educación. Rosario, Homo Sapiens, 2009. 
García-Calvo, Agustín. Contra el Tiempo. Lucina, Zamora, 1993 
Kohan, Walter. Infancia. Entre educación y losofía. Barcelona, Editorial Laertes, 2004. 
Larrosa, Jorge. Pedagogía Profana. Buenos Aires, Ediciones Novedades Educativas, 
2001. 
Rancière, Jacques. El Maestro Ignorante. Barcelona, Editorial Laertes, 2004. 
Skliar, Carlos. La educación (que es) del otro. Buenos Aires, Noveduc, 2007. 
Sloterdijk, Peter. Extrañamiento del mundo. Valencia: Pre-textos, 1998. 

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