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Infancia y discursos sobre la niñez. Trazos de una relación sin rumbo.
Carlos Skliar (FLACSO/CONICET)
Introducción.
La infancia es algo que nuestros saberes, nuestras prácticas y nuestras instituciones ya han
capturado: algo que podemos explicar y nombrar, algo sobre lo que podemos intervenir, algo
que podemos acoger. La infancia, desde este punto de vista, no es otra cosa que el objeto de
estudio de un conjunto de saberes más o menos cientí cos, la presa de un conjunto de
acciones más o menos técnicamente controladas y e caces, o el usuario de un conjunto de
instituciones más o menos adaptadas a sus necesidades, a sus características o a sus
demandas. Nosotros sabemos lo que son los niños, o intentamos saberlo, y procuramos hablar
una lengua que los niños puedan entender cuando tratamos con ellos en los lugares que
hemos organizado para albergarlos (Jorge Larrosa, 2001).
Este texto se propone no mucho más que la intención de deconstruir algunos
de los argumentos que habitan en la educación, que la recorren, que se
pronuncian, que son pronunciados y que están pronunciados en la palabra
educación; argumentos que parecen ser ellos mismos la educación, que están
en ella, que hacen, que sienten y que piensan la educación.
Como he tratado de discutir en otros textos (sobre todo en Skliar, 2007) el
argumento de la explicación ha reinado y reina en educación como si se tratara
de un arquetipo. Suponemos, de hecho, que sin explicación no hay siquiera
una palabra inicial, un mínimo punto de partida, nada que pueda llamarse
educación. Y la cuestión, álgida, es la siguiente: vamos a suponer, por un
momento, el n de la explicación, la muerte de la explicación, el destierro de
toda explicación, que no hay explicación en educación. Entonces: ¿qué (nos)
quedaría? Pues sin la explicación toda, y cualquier pedagogía conocida y por
conocer, parecería deshacerse en el aire. ¿Puede la educación, acaso,
subsistir sin explicación? ¿No es la educación —y las pedagogías— justamente
la explicación? ¿No es la educación y las pedagogías el imperio absoluto y
tiránico de la explicación?
Jacques Rancière (2004) nos ofrece algunas alternativas para estas cuestiones
que parecen sin fondo. Lo que ese autor nos dice es que tal vez sea necesario
cuestionar o, mejor aún, invertir decididamente la lógica de la explicación, el
sistema explicativo de la pedagogía, la pedagogía que es sólo y pura
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explicación: “La explicación no es necesaria para socorrer una incapacidad de
comprender. Es, por el contrario, esa incapacidad [...] Es el explicador quien
tiene la necesidad del incapaz, y no al contrario, es ella lo que constituye al
incapaz como tal"
Si consideramos el argumento de la explicación como el origen de todos los
males —y si, al mismo tiempo, lo consideramos como el principio del desierto
argumentativo y, por ende, el inicio de la posibilidad del acontecimiento
educativo—, pensemos ahora cómo se van hilvanando otros argumentos que,
nos parece, se derivan de esa lógica inicial, casi inexorable, de la (necesidad
imperiosa de) explicación.
Nos referimos a otros argumentos educativos como, por ejemplo, el de la
completud, que es a la vez un argumento que da por sobreentendido: a) la
existencia material de la completud —la completud del saber, la completud de
la experiencia, la completud del ser, la completud de la enseñanza, la
completud del ser, la completud de la identidad, etc.—; b) la incompletud que
es negativa, que es equivocada, que es errática, la incompletad a ser
corregida, en el otro, del otro, en lo otro, de lo otro; y c) la necesidad, la puesta
en juego, la imposición y la determinación del completamiento del otro, de lo
otro.
Otros argumentos educativos como, por ejemplo, el de la puesta en el futuro —
o bien en un futuro—; argumento de la trascendencia del futuro, de la
prefabricación del futuro que es, además, la piedra angular de todos aquellos
argumentos que implican cualquier postergación —y negación, ignorancia y
rechazo— del presente, de todo presente; argumento, entonces, que supone el
reenvío de todo lo actual hacia aquel tiempo de un después que está,
digámoslo así, ya plani cado, ya pensado, ya previsto, ya formulado.
Otros argumentos educativos como, por ejemplo, el de la normalidad, el del
imperio de la normalidad, el de la vigilancia que es de la norma, argumento que
da por cierto y que determina, además: a) la impostura de la invención de la
anormalidad del otro, el ordenamiento de lo anormal, la de nición de la
anormalidad; y b) el requerimiento, el surgimiento, la puesta en marcha y la
determinación de la normalización.
Otros argumentos educativos como, por ejemplo, el de la invención del otro y
de la diferencia, que acaba haciendo del otro un mero espectro de alteridad de
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lo mismo; y además: la guración del otro como diferencia negativa, el
ocultamiento de la diferencia, la transformación de la diferencia en los
“diferentes”, mediante un proceso, que es político, de diferencialismo.
Y otros argumentos educativos como, por ejemplo, el de la tautología del
cambio educativo, argumento que impone un derrotero, una trayectoria en
apariencia inevitable —y por lo general ine caz— del cambio educativo: el
fetiche del cambio educativo, la obsesión por el cambio educativo.
La infancia es la temporalidad y la espacialidad donde esos argumentos se
ponen en juego. Al niño se le explica pues es incapaz de comprender por sí
mismo; al niño hay que completarlo pues es incompleto; el n iño no “vale” en el
presente de la infancia, sino en cuanto a su “futuro·” ser; al niño hay que
normalizarlo; a la infancia se la construye como diferencia (de edad, de
generación, de inteligencia, de capacidad, etc.) pero se la inventa como “seres
diferentes”.
¿De dónde proviene esta argumentación y cómo se ha ido hilvanando esta
leyenda de educación a la infancia?
Imágenes de incompletud e imágenes de completamiento.
Paideia o educación era, hasta ahora, el esfuerzo de sacar al niño juguetón, sensible,
caprichoso y curioso de la forma de ser del pequeño grupo conduciéndolo al clima global de
ciudades y reinos con sus perspectivas ampliadas, sus luchas enconadas y su duro trabajo
forzado contra sí mismo. La tradición llamaba adulto al hombre que había aprendido a buscar
sus satisfacciones en esferas faltas de dicha [...] Cuando nacieron losofías o interpretaciones
del mundo de tipo cultural avanzado fueron también siempre escuelas del hacerse adulto en el
sentido de un cambio de domicilio del alma a lo mayor, más duro y abstracto (Peter Sloterddijk,
1998)
Tal vez esta idea pueda ser formulada, sin más, del siguiente modo: la
educación y la escuela están allí pues algo necesita, debe, puede, tiene y,
sobre todo, merece ser completado. La educación es la (tentación de)
completud del otro, la (intención de) completamiento de los otros, la (necesidad
de) hacer del otro aquello que el otro no está siendo, no estuvo siendo y, tal
vez, nunca podrá estar siéndolo.
Pensemos en algunos de los ejemplos quizás más emblemáticos del
argumento de la incompletud: ciertas ideas y/o imágenes que se ponen en
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juego en relación a la infancia. Desde ya que podríamos pensar, también, en
toda una serie igualmente emblemática de imágenes relativas a la idea de
incompletud más allá de la infancia: las imágenes del extranjero, las imágenes
de los jóvenes, de las mujeres, de las personas con de ciencia, de las clases
populares, etc. Pero quisiera priorizar las imágenes de incompletud de la
infancia por ser éstas, digamos, las más trilladas y las más naturalizadas en el
campo de la educación: la infancia parece ser vista, sentida, pensada,
producida y de nida como algo incompleto, como algo que aún no es, como
algo que todavía no es en sí misma, como algo que quizá no pueda nunca ser
en sí misma, sino a través de una fútil (y más que soberbia) comparación con
aquello que se supone el ser adulto, el ser-adulto-completo, el ser-adulto-que
se debe, siempre, ser.
Está por demás claro que esta imagen no es novedosa, no es reciente, no es
un hallazgo de “estos días”; no es una imagen de la cual sólo ahora somos
capaces de “tomar conciencia”, y que tampoco es un síntoma o una señal
exclusivo de aquello que se de ne como la temporalidad de la “modernidad”;
por el contrario, decimos que se trata de una imagen que acompaña, desde
tiempos inmemoriales, la idea misma de la educación hacia la infancia. De
hecho, la idea de infancia, de niñez como un estado incompleto o como la falta
de un estado, o bien como un no-estado, como incompletud de carácter
negativa y como necesidad de completamiento aparece, por ejemplo, ya en
Platón.
Un libro de Walter Kohan, Infancia. Entre educación y losofía, pone en juego y
discute en profundidad, entre otras, tres imágenes que me parecen del todo
pertinentes y ajustadas para la discusión que estamos intentando generar aquí
en torno del argumento de la incompletud: la infancia como pura posibilidad, la
infancia como inferioridad y la infancia como “otro” despreciado.
La infancia como pura posibilidad.
En esta primera imagen la infancia se asocia de forma primaria a esa etapa
inicial, original y originaria de la vida humana y, como tal, sólo parece tener
sentido en virtud de los re ejos que de ella se obtienen en la vida adulta: se
trata aquí, entonces, de pensar la infancia cuando ella ya no está, cuando ya
no existe, cuando ya no es, es decir, cuando sólo ocurre bajo la forma de un
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efecto o bien de desenlace de una conciencia madura. La pura posibilidad es,
en este contexto, la posibilidad de aquello que se será (no lo que se es, no lo
que se está siendo) y ese “aquello que se será” pone en evidencia la relevancia
que Platón atribuía a la educación, sobre todo en los momentos, en las edades,
en las que más pueden inscribirse ciertos caracteres. En este sentido escribe
Kohan, a partir de Sócrates:
Los niños son educados, en primer lugar, en la música y luego después en la gimnasia. Entre
las primeras actividades, inspiradas por las Musas, se incluyen las fábulas y relatos que los
niños escuchan desde la más tierna edad. Deberá escogerse con mucha diligencia esos
relatos, dice ‘Sócrates’, para que contengan las opiniones que los constructores de la pólis
juzgan convenientes para formar a los niños 1
Y un poco más adelante, hace una referencia sobre los cuidados necesarios
que habría que tomar en relación a los relatos que se les debe contar a los
niños:
No se permitirá que los niños escuchen cualquier relato. No se permitirá que se les narren, por
ejemplo, las principales fábulas por medio de las cuales han sido educados todos los griegos,
los poemas de Homero y Hesíodo, en la medida en que a rman valores contrarios a aquellos
que se pretende que dominen la nueva pólis. Esos relatos no representan a los dioses y héroes
tal como son y están poblados de personajes que a rman valores contrarios a aquellos con los
que se pretende educar 2
Estos dos fragmentos, que hacen referencia a ciertas prescripciones incluidas
en el acto de educar, nos resuenan en tanto modos pedagógicos que resultan
preventivos hacia el futuro, de cara al futuro: debemos evitar ciertas marcas
recibidas en las edades tempranas porque, luego, se transformarán
inevitablemente en huellas inmodi cables e incorregibles. Por esas razones un
“buen educar” no signi ca sino mantener la mirada en esa posibilidad de niño
pero, a la vez, que hay que entender esa posibilidad de la infancia sólo desde
la completud del adulto. En La República de Platón, por ejemplo, se a rma:
Su ciente es la educación y la creación, respondí; pues si bien educados, surgirán hombres
medidos que distinguirán claramente todas estas cosas y otras 3
1
Ibídem, pág. 38. 2
Ibídem. 3
Ibídem, pág. 39.
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Aquello que esta cita parece querernos decir es que la infancia debe ser objeto
de educación, no para el tiempo y el espacio de la infancia, sino “bien
educados” para que, después, en el ser-adultos, en el ser adultos como estado
de completud, los hombres sean capaces de distinguir, de diferenciar con
claridad el bien y el mal.
La infancia como inferioridad.
La prerrogativa de la infancia: moverse sin di cultad entre la magia y el puré de patatas, entre el
terror sin límites y la alegría explosiva. No había más límites que las prohibiciones y las normas,
unas y otras eran sombría, la mayoría de las veces incomprensibles. Recuerdo, por ejemplo,
que yo no entendía eso de las horas: “Tienes que aprender de una vez a ser puntual, ya tienes
reloj, ya entiendes el reloj”. Y sin embargo el tiempo no existía. Llegaba tarde al colegio, llegaba
tarde a las horas de comer. Me paseaba con absoluta despreocupación por el parque del
hospital, mirando cosas y fantaseando, el tiempo dejaba de existir (Ingmar Bergman, 1987).
Fuertemente vinculada a la imagen anterior de la infancia (la infancia que lo
puede ser casi todo, la infancia como pura posibilidad, pensando en el futuro)
aparece también en Platón (y de una forma nítida, sobre todo, en Las Leyes)
una imagen que consiste que revelar la infancia como necesitada de guías,
preceptores, pastores, dueños, etc. De esto se trata cuando se re ere a los
niños como seres “incapaces de quedarse quietos con el cuerpo y la voz,
siempre saltando y gritando en desorden”
4
.
Es evidente que no sólo se trata aquí de una imagen ingenua o casual
emparentada al descontrol, la anarquía, la exacerbación y la rebeldía de la
infancia, sino una imagen cuya contra-cara supone, necesariamente, una fuerte
imagen de control, de cuidado, de orden, tranquilidad y sujeción a un adulto
(que es a su vez, relacionado con la imagen del dueño, del pastor, del guía, del
preceptor, etc.)
4
Ibídem, pág 42.
El Ateniense estipula que un niño, en cuanto hombre libre que será (en el futuro), debe
aprender diversos saberes, y en cuanto esclavo que es (en el presente), puede y debe ser
castigado por cualquier hombre libre que se encuentre con él. Así descripta la naturaleza
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infantil, su creación y su educación buscará calmar esta agitación y desarrollar sus
potencialidades en orden y armonía. La tarea principal de los encargados de la crianza de los
niños es dirigir en línea recta sus naturalezas, siempre en dirección hacia el bien, según las
leyes.
Son varias y múltiples las cuestiones que este párrafo nos ofrece a simple
vista. En primer lugar, ese juego complejo y engañoso de temporalidades
disyuntivas que anuncian una suerte de desdoblamiento de la infancia en un
presente (presente de esclavo, de rebaño) y un futuro (futuro de adulto, donde
ya no hay infancia). En segundo lugar, la caracterización de la infancia
fundamentada en la agitación y su oposición, a través del acto de educar, en
las virtudes (desde ya virtudes que son del adulto) del orden y la armonía. Por
último, podríamos poner en consideración esa imagen de la línea recta sobre la
cual descansa la imagen de la educación, frente a una gura más bien sinuosa
o azarosa en la que reposa la idea misma de infancia.
En el texto mencionado anteriormente Platón recurre varias veces a la idea de
infancia como inferioridad en sí misma pero, también, como un tipo de
inferioridad que puede asociarse, relacionarse, a otros estados pensados como
“inferiores” (la embriaguez, por ejemplo, porque allí, en ese estado,
desaparecen en el hombre sus opiniones y sus pensamientos: casi es esa la
imagen de un niño ¿no es verdad?).
Sin embargo, tal vez donde se vuelve más estridente la imagen de la infancia
como inferioridad es cuando en un pasaje de Las leyes se describe un diálogo
entre Sócrates y Alcibíades, que vale la pena que transcribamos y comentemos
en parte aquí:
(...) Sócrates cuestiona a Alcibíades quien, desde niño, no dudara sobre lo justo y lo injusto,
pero que hablara de esos asuntos con seguridad y presunción. “Pensabas saber, a pesar de ser
niño, sobre lo justo e injusto”, le recriminaba. “¿Cómo podrías saberlo?”, Sócrates censura a
Alcibíades, “¿si no habías tenido tiempo de aprenderlo o de descubrirlo?” 5
La infancia está representa aquí como un estado de imposibilidad temporal
para ser-algo, para saber-algo, para decir-algo, para pensar-algo. Esta
imposibilidad se convierte, de hecho, rápidamente en inferioridad: la infancia es
ese no-estado, ese no-tiempo, donde nada se puede ser, nada se puede
5
Ibídem, pág. 45.
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saber, nada se puede decir, nada se puede pensar. Habría que dejar de ser
infancia, entonces, para decir, para pensar, para saber y para ser.
La infancia como un “otro” despreciado.
La educación parte de una idea fundamental, tan rme como estúpida: que se sabe lo que es
un niño. Lo saben porque saben el futuro de ese niño, porque ellos van a formarlo y
conformarlo y todo eso por su pretendido bien... Se pretende conocer ese misterio siempre
imprevisto y escurridizo de un niño. Porque no se sabe lo que es un niño; y ese no saber del
niño está enseñando al maestro: se aprende de los niños. Pero en vez de aprender de ellos, a
cada momento se les enseña lo ya sabido... Un maestro ha tenido primero que sufrir muchas
pedagogías, muchas malas creencias que le convenzan de que es eso lo que tiene que
transmitir a los niños, sin permitirse cuestionar la pertinencia de esos saberes y esas ideas.
Pero ahí están los niños: están para escucharlos y aprender de ellos, y esa debería ser la
primera y más honesta tarea de un maestro: saber oír —cosa que nunca hacemos—. (García
Calvo, 1993)
Una conclusión posible de la fusión de las dos imágenes anteriores es,
necesariamente, que la infancia ha sido y es pensada en términos de una
alteridad (y aquí alteridad puede signi car, justamente, aquello que nosotros
“no somos” y aquello que los “otros son”) y de una alteridad que debe ser
transformada, cambiada, modi cada, pues en su propio estado y/o no-estado,
se trata de un objeto de desprecio: es una alteridad despreciada.
¿Y qué queremos signi car al decir que se trata de una alteridad despreciada?
Como toda gura de alteridad (esto es, como toda gura que se construye y
produce como alteridad, como el otro, como el otro-enemigo-malé co, como lo
que no somos ni queremos ser) la infancia aquí acaba por ser objeto no sólo de
menosprecio, de inferioridad y de empequeñecimiento, sino también de un
desprecio casi visceral y mayúsculo: la infancia es de un cierto tipo de otro, de
un cierto tipo de otro que se vuelve parecido a un borracho, a un esclavo, a una
era no domesticada, a un rebaño sin pastor, etc. Se trata, en efecto, de un
otro que no tiene control ni tiene dominio sobre sí mismo y se (nos) torna, así,
algo incómodo, peligroso, extraño, sucio, no-familiar. Además, se trata de un
cierto tipo de otro que no merece demasiada atención nuestra, una gura de
alteridad que debe ser descali cada y, por lo tanto, excluida, marginalizada,
quitada simplemente de nuestra vista. Como escribe Jorge Larrosa (ob. Cit.):
“(...) En tanto que encarna la aparición de la alteridad, la infancia no es nunca
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lo que sabemos (es lo otro de nuestros saberes), pero sin embargo es
portadora de una verdad que debemos ponernos en disposición de escuchar;
no es nunca la presa de nuestro poder (es lo otro que no puede ser sometido),
pero al mismo tiempo requiere nuestra iniciativa; no está nunca en el lugar que
le damos (es lo otro que no puede ser abarcado), pero debemos abrir un lugar
que la reciba. Eso es la experiencia del niño como otro: el encuentro con una
verdad que no acepta la medida de nuestro saber, con una demanda de
iniciativa que no acepta la medida de nuestro poder, y con una exigencia de
hospitalidad que no acepta la medida de nuestra casa. La experiencia del niño
como otro es la atención a la presencia enigmática de la infancia”.
Vale la pena detenerse en esto; la infancia como alteridad, como aquello que
se nos escapa, que no se somete a nuestras ideas ni a nuestro poder, etc. Fue
quizá Walter Benjamin quien mejor describió ese sustrato material de infancia
como alteridad. Benjamin nos dice que los niños caminan
desacompasadamente, sin rumbo jo, se desvían, se distraen, se tropiezan,
ven cada cosa como si fuera única
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