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Arquitectura
Eduardo Prieto
Grado en Fundamentos de Arquitectura
Pensamiento y Crítica, I
Tema 7
Laugier, Essai sur l’architecture
Antología de textos 12
Bibliografía 17
Introducción
Con Marc-Antoine Laugier (1713-1769), jesuita, homme de lettres, predicador del Rey y asiduo de los
salones parisinos de la época de Madame de Pompadour, la teoría de la arquitectura dio un vuelco
radical. Comenzó a dejar de ser la siempre difícil disciplina de mediación entre el pensamiento y la
acción, para devenir teoría pura. ‘Pura’ en el sentido de convertirse a sí misma en una disciplina
estructurada con principios sólidos de carácter fundamentalmente abstracto y capaz de hacer de la
arquitectura una ‘ciencia’ sostenida en dos asideros fundamentales: la razón y la naturaleza.
Amateur de la arquitectura, el abate Laugier fue el primero en expulsar a Vitruvio del pedestal al que
le habían subido los humanistas del Renacimiento. Ni siquiera Claude Perrault, el gran innovador que
setenta años antes se había atrevido a dudar del carácter absoluto de la belleza de los órdenes,
había sido capaz de poner en entredicho la autoridad del maestro romano. De ahí que, vista con
perspectiva, la actitud de Laugier no pueda calificarse menos que de transgresora; y de ahí también
que el Essai sur l’architecture pueda considerarse un texto fundacional: si no de un nuevo tipo de
arquitectura, la ‘moderna’ (como quisieron algunos historiadores del siglo XX demasiado optimistas),
sí al menos de una nueva sensibilidad que, en cuanto primó el racionalismo constructivo sobre la
composición formal, tuvo por fuerza que desligarse de la tradición normativa.
El Essai sur l’architecture de Laugier es también fundacional porque inaugura un nuevo tipo de
tratado de arquitectura que, al mismo tiempo que entronca con De re aedificatoria de Alberti, resulta
ser el modelo de los tratados de condición más ‘moderna’: un tratado eminentemente reflexivo,
discursivo, teórico, en el que las ilustraciones pierden el protagonismo y es el texto, redactado con el
lenguaje ágil y polémico típico de los ensayos, el que desempeña el papel rector. El Essai, así, tiene
que ver poco con los grandes volúmenes in folio que había popularizado Vignola —repletos de
lujosas ilustraciones—, y también poco que ver con las sesudas disquisiciones de libros como la
Ordonnance de Perrault, con sus prolijas tablas de guarismos y sus diagramas cuadriculados. El
Essai es una especie de libro de bolsillo, cuya aparente modestia formal apenas consigue camuflar la
gran ambición de su autor: sacar a la arquitectura de la ‘decadencia’, dotándola de unos principios
universales que se justifiquen tanto por la razón como por el sentimiento.
Pensar la arquitectura
Nada mejor que el prefacio del libro para mostrar esta ambición: en él, Laugier, que parece ser
plenamente consciente de la singularidad y relevancia de su empresa, declara que su tratado, a
A juicio del abate, que los arquitectos aprendan a pensar por sí mismos es la única posibilidad para
‘salvar’ la propia arquitectura, abandonada “al capricho de los artistas” que han fijado las reglas “al
azar”, basándose sólo en “el examen de los edificios antiguos”. En este contexto, ‘pensar la
arquitectura’ significa descubrir sus leyes fijas e inmutables más allá de las enseñanzas contingentes
de Vitruvio, un maestro que Laugier considera anacrónico y al que acusa de alejarse “de los abismos
de la teoría” para llevar a los arquitectos por el simple “camino de la práctica”. Pensar, por tanto, es
para Laugier iluminar la oscuridad de la simple imitación de los antiguos con la claridad que irradian
los “preceptos invariables”; es sustituir la deriva del que se limita a repetir el prejuicio por el rumbo de
quien sabe “darse a sí mismo las razones de todo lo que hace”; es, en definitiva, hacer de la
arquitectura una ciencia sostenida en las certezas que sabe procurar, de una manera apodíctica, la
teoría.
En cuanto obra esencialmente teórica, el Essai adopta una estructura lineal que se inspira en la de
los tratados científicos. Las primeras de sus trescientas páginas dan forma a un prefacio en el que
Laugier presenta sus objetivos y anticipa las tesis que se irán convalidando a lo largo del libro, como
la primacía de la teoría, la condición objetiva de la belleza arquitectónica y la importancia de la
formación del gusto. A este prefacio siguen seis capítulos, agrupados en una secuencia que va de lo
general a lo particular. El primero determina y analiza los “principios generales de la arquitectura” —la
columna, el entablamento y el frontón, fundamentalmente, pero también el piso, las ventanas y las
puertas—, que Laugier hace derivar de una “cabaña primigenia” cuya descripción es, sin duda, el
pasaje más célebre del tratado. Definidos estos principios, el segundo capítulo describe, de un modo
bastante convencional, cómo se combinan para constituir los órdenes. El tercero presenta las
categorías fundamentales de la arquitectura —la solidez, la comodidad y el decoro—, que son
también el baremo por el cual debe enjuiciarse la belleza de un edificio. El cuarto supone el salto de
la teoría a la práctica, en la medida en que establece las bases de la composición del tipo edificatorio
que, siguiendo la tradición vitruviana, Laugier considera más esencial: el de las iglesias o templos.
Los dos últimos capítulos, de menor fuste, amplían el alcance del discurso de Laugier hasta los dos
mundos, en buena medida contrapuestos, que la estética de la Ilustración había convertido en
protagonistas: las ciudades y los jardines. A partir de la segunda edición, el Essai se remató con la
respuesta a las críticas hechas por Frézier a los argumentos presentados por Laugier en la primera
Inspirado por el empirismo inglés —que había popularizado en Francia Voltaire—, Laugier sostiene
que la medida para determinar la calidad de la arquitectura es el tipo de impresiones que produce la
observación directa de los edificios: si son convencionales, nos dejan indiferentes; si son estimables,
producen placer; si son eximios, suscitan un verdadero arrebato. De esta manera, constatando que
“los mismos objetos” causan “las mismas impresiones”, y que estas impresiones son compartidas por
muchas personas independientemente de su carácter, Laugier se atreve a proclamar, sin más
pruebas que la observación directa y sin más método que cierta extrapolación estadística, que hay en
los edificios algo cuya contemplación siempre produce el mayor placer. Ese ‘algo’ es la belleza
absoluta.
“La visión de un edificio construido en toda la perfección de su arte causa un placer y un entusiasmo
del que no es posible defenderse”: en la teoría de Laugier la racionalización de la arquitectura
depende de un sostén empírico que hace depender, paradójicamente, la objetividad de la belleza de
la subjetividad de quien admira los edificios. ‘Pensar la arquitectura’ es, en este sentido, también
‘sentirla’, y así, la única garantía de la universalidad estética es el presunto consenso que puede
llegar a suscitar la contemplación desinteresada. Dar importancia al sentimiento estético más que a
las razones armónicas o matemáticas dota a las reflexiones de Laugier de un carácter que, por
contradictorio que sea, resulta atractivo. Por un lado, el abate busca construir la arquitectura sobre
principios ciertos, para hacer de ella una ciencia; por el otro, plantea un ideal de belleza que se
sostiene en la percepción estética subjetiva, y que, más que a la ciencia, acerca a la arquitectura a la
pintura y a la poesía. De hecho, cuando presenta en el Prefacio las tres grandes deducciones que le
habían llevado a escribir el Essai, Laugier complementa la tesis principal de que la arquitectura posee
una belleza absoluta, con las ideas de que esta belleza, tal y como ocurre en el arte, se da por
Para Laugier, la arquitectura está a medio camino de la racionalidad y la creatividad, del artificio
pensado y la naturaleza espontánea; de ahí que la coherencia de su sistema pase por establecer una
conexión entre ambos mundos, de manera que el arquitecto, por muy genial que sea —o
precisamente porque lo es— tenga por fuerza que someterse a leyes generales y gobernar su
creatividad a través de ellas. Esto hace de la arquitectura una disciplina especial y difícil, que
trasciende la mecánica y la construcción para acercarse a las “ciencias más profundas”, tal es la
exigencia espiritual de los asuntos que deben resolverse en ella, y tal es el equilibrio entre lo objetivo
y lo subjetivo del que depende su belleza.
Una vez definida la condición compleja la arquitectura, y postulada la existencia de una belleza
absoluta, Laugier indaga en la historia en busca de modelos, y dictamina que el más perfecto de ellos
es el griego. Esta idea contradice la tradicional admiración de los arquitectos por el mundo romano,
pero no es, en rigor, novedosa: casi un siglo antes, Perrault ya había declarado que la mejor
arquitectura era la ancienne, es decir, la griega; y en los mismos años en que escribía Laugier, el
primer historiador de la arte moderno, Johann Winckelmann, había convertido en dogma el ideal de la
“noble sencillez y serena grandeza” que encontraba materializado en la escultura helena. Con su
reivindicación de lo griego, por tanto, Laugier no hacía sino convalidar una línea de pensamiento clara
que, si bien no era aún mayoritaria, sí sostenían con garbo algunos teóricos de renombre, tanto en
Francia como en Alemania. Así y todo, más que la apología de lo griego, lo que resulta más
interesante en la visión de Laugier sobre la historia es su defensa de la arquitectura gótica, a la que
denomina ‘moderna’: es cierto que la juzga una degeneración arbitraria de los modelos clásicos, pero
no es menos cierto que sabe reconocerle esa delicadeza, esa ligereza y, al mismo tiempo, esa
majestuosidad evidenciadas en los grandes templos del medievo.
A partir de aquí, Laugier realza los méritos del Renacimiento, capaz de devolver al lenguaje de la
arquitectura la corrección y el vigor perdidos, y considera que este proyecto reformador alcanzó su
punto álgido en el siglo XVII, sobre todo en Francia, momento en el que se produjeron “obras de
arquitectura dignas de las mejores épocas”. Sin embargo, informa Laugier, este cénit fue un
espejismo: cuando parecía que se alcanzaba el equilibrio entre la imitación del pasado y la
depuración formal —el momento en que se alcanzaba la ‘perfección’—, la empresa reformista se
derrumbó al calor de las delicuescencias barrocas. “Como si la barbarie no hubiera perdido todos sus
derechos entre nosotros”, sentencia Laugier, “recaímos en lo bajo y lo defectuoso”, de tal manera que
“todo parece amenazarnos con una total decadencia”.
El principio de identidad entre las partes formales y las estructurales de un edificio es una de las
aportaciones más importantes de la teoría de Laugier, por cuanto supone un mentís a la obsesión
tradicional por fundar la belleza exclusivamente en sistemas proporcionales abstractos y formas
ornamentales heredadas de la tradición. Desde este nuevo punto de vista, los órdenes no se
consideran ni manifestaciones perfectas de unas presuntas armonías musicales ni artificios arbitrarios
convalidados por el simple hábito: son unidades compositivas válidas en la medida en que cada uno
de sus elementos cumple una función estructural. De ahí la importancia adjudicada por Laugier a la
identificación de estos elementos compositivo-constructivos, a los que considera los verdaderos
“principios de la arquitectura”.
A determinar estos principios se dedica el primer y más importante capítulo del Essai, que comienza
con un relato pseudohistórico inspirado por la tesis del bon sauvage —que había postulado Rousseau
por aquellos años— y cuyo argumento toma la forma de un pendant de la hipótesis de Vitruvio sobre
el origen de la arquitectura. Según Laugier, el hombre primitivo, dejado a su “instinto natural”, buscó
protección del sol en la espesura del bosque pero, al llegar la lluvia, se vio impelido a guarecerse en
un abrigo artificial. No tenía a mano más que unas ramas caídas en el bosque, que levantó
perpendicularmente y dispuso formando un cuadrado. Encima puso otras cuatro ramas atravesadas,
y remató el conjunto con dos familias de ramas inclinadas. Protegió después esta cubrición con hojas
y, más tarde, para evitar el frío y el calor, rellenó los huecos dejados entre las ramas. Surgió así una
“pequeña cabaña rústica”, hecha por el instinto natural del ser humano que aprovecha los materiales
y consigue crear la que, a juicio de Laugier, resulta ser la arquitectura más esencial. Esencial en
virtud de que los troncos dispuestos verticalmente son el anticipo natural de las columnas; las ramas
horizontales que coronan los troncos, el anticipo de los entablamentos; y las inclinadas que forman el
tejado, el anticipo de los frontones. Concebidos respecto a su presunto origen en la cabaña rústica,
Fundada en la simple naturaleza y no en las convenciones arbitrarias del gusto, la cabaña rústica es
el modelo para definir los elementos fundamentales de la arquitectura —la columna, el entablamento
y el frontón—, y para establecer el baremo acerca de lo que es y no es esencial. Esenciales son los
elementos con función estructural; arbitrarios, los añadidos ornamentales o prescindibles. Laugier
asocia los primeros al templo griego, y los segundos —no por casualidad— a algunas de las partes
fundamentales del código romano clasicista: los pedestales, el ático, el arco, la bóveda, incluso las
ventanas y las puertas. Con estas premisas, el autor del Essai juzga que el ejemplo más cercano a la
simplicidad natural de la cabaña rústica es, paradójicamente, un edificio romano, la Maison Carrée,
que describe con esa sencillez palmaria tan típicamente francesa: “un rectángulo en el que treinta
columnas sostienen un entablamento y un tejado rematado en cada uno de sus extremos por un
frontón; eso es todo.”
La segunda consideración sobre lo que Laugier llama el “arte de construir” atañe a la ‘comodidad’, un
concepto que se corresponde más o menos con la utilitas vitruviana, en la medida en que tiene que
ver con la situación del edificio —la búsqueda de lugares sanos y con “bellas vistas”—, su distribución
—la disposición adecuada de las entradas, los patios y los jardines— y, finalmente, las circulaciones,
aspecto que el autor introduce para atender, sobre todo, a las nuevas necesidades de los palacios
barrocos, en pro de evitar los largos recorridos y garantizar la recién conquistada privacidad
doméstica.
Estos dos tipos de modelos —el clasicismo barroco más racionalista y el gótico más estructural y
evanescente— dan cuenta de los intereses estéticos de Laugier, y fecundan los principios
compositivos que el abate propone a la hora de abordar el diseño del tipo arquitectónico que,
siguiendo la tradición vitruviana, considera el más fundamental y excelso: el templo. Estos principios
compositivos tienen un carácter normativo que no sería posible las tres grandes ideas presentadas en
la primera y más enjundiosa parte del Essai: en primer lugar, la idea de que las partes de los órdenes
arquitectónicos deben ser las partes del propio edificio, es decir, que lo formal u ornamental deben
coincidir con lo constructivo o estructural; en segundo lugar, la idea de que debe eliminarse de la
arquitectura todo aquello que tenga una condición adventicia, arbitrariamente añadida, y que, para
conseguir este propósito, el catálogo de elementos arquitectónicos ha de reducirse a tres
fundamentales —columna, entablamento, frontón—, que son los que pueden hallarse en la ‘cabaña
rústica’ construida a imitación de la naturaleza; y, finalmente, la idea de que estos elementos
fundamentales —convenientemente purgados de fallas y arbitrariedades— deben aparejarse de
acuerdo a tres principios constructivos de alcance general: la solidez, la comodidad y el decoro.
Orientado a hacer de la arquitectura una ciencia de belleza universal merced a una serie de principios
y las reglas fundamentales, el proyecto crítico de Laugier acaba convalidándose en un esquema de
gran convencionalidad —el de su templo ideal— pero dotado de ventajas: la claridad, la coherencia
entre forma y estructura, y una espacialidad enraizada en los hallazgos del gótico. Al mismo tiempo
que sus propias y evidentes limitaciones, este esquema sugiere la coherencia del Essai, que no es un
tratado normativo, sino un ensayo destinado a reformar el gusto y una suerte de crítica de la
‘arquitectura pura’. Laugier no inventa nada: ni crea nuevas formas ni propone nuevos tipos;
simplemente se limita a limpiarlos, fijarlos y darles esplendor, como si fueran palabras gastadas por el
tiempo a las que se les hubiera devuelto su sentido original.
Texto 1
Necesidad de establecer los principios de la arquitectura
[Proemio]
“Existen varios tratados de arquitectura que desarrollan con bastante exactitud las medida y
proporciones arquitectónicas, que entran en los detalles de los distintos órdenes y que proveen de
modelos para las distintas formas de construir. Pero no existe todavía ninguna obra que establezca
sólidamente los principios de la arquitectura, que manifieste su verdadero espíritu y que proponga
reglas adecuadas para dirigir el talento y definir el gusto. Entiendo que, en las artes que no son
puramente mecánicas, no basta con saber trabajar; es importante sobre todo aprender a pensar. Un
artista tiene que poder darse a sí mismo razón de todo lo que hace. Para ello necesita principios fijos
que determinen su juicio y justifiquen su elección, de modo que pueda decir que una coda está bien o
mal no sólo por instinto, sino por medio de la razón y como hombre instruido en los caminos de lo
bello.”
Texto 2
Necesidad de establecer leyes fijas e inmutables frente al capricho artístico
[Proemio]
“Sólo la arquitectura se ha abandonado, hasta ahora, al capricho de los artistas, que han establecido
sus preceptos sin discernimiento. Han fijado las reglas al azar, basándose sólo en el examen de los
edificios antiguos. Han copiado sus defectos con tanto escrúpulo como sus bellezas (…)
Vitruvio, en realidad, sólo nos ha enseñado lo que se practicaba en su época y, aunque en él
se vislumbra el fulgor que anuncia una inteligencia capaz de penetrar en los verdaderos misterios del
Texto 3
Existencia de una belleza absoluta en la arquitectura
[Proemio]
“Al observar atentamente nuestros más grandes y nuestros más bellos edificios, mi alma ha
experimentado impresiones diferentes en cada ocasión. A veces, el encanto era tan intento que
producía en mí un placer mezcla de arrebato y de entusiasmo. Otras, sin sentirme tan fuertemente
arrastrado, me sentía satisfactoriamente lleno, era un placer menor pero, sin embargo, un verdadero
placer. A menudo, permanecía complemente insensible; a menudo también, me sentía hastiado,
lastimado, indignado. He meditado mucho sobre todo estos distintos efectos. He repetido mis
observaciones hasta que me he asegurado que los mismos objetos causaban en mí siempre las
mismas impresiones. Consulté el gusto de otro, y, sometiéndolos a la misma prueba, encontré que las
impresiones que yo experimentaba eran las mismas que sentían ellos, con mayor o menor viveza
según los diferentes temperamentos que la naturaleza les había otorgado. De estos he deducido: 1.º
Que en la arquitectura hay una belleza absoluta, independiente de la costumbre y del prejuicio
humano. 2.º Que la creación de un elemento arquitectónicos es, como sucede en todas las obras del
espíritu, susceptible de frialdad y de vivacidad, de perfección y desorden. 3.º Que tiene que haber
para este arte, como para todas las demás, un talento que no se adquiere, una capacidad de genio
que la naturaleza otorga, y que este talento, este genio, tienen, sin embargo, que someterse a unas
leyes y ser gobernados por ellas.”
Texto 4
La cabaña rústica
[Capítulo I]
Arnau, Joaquín, La teoría de la arquitectura en los tratados, Madrid: Tebas Flores, 1987.
González Moreno-Navarro, José Luis, El legado oculto de Vitruvio, Madrid: Alianza Forma, 1993.
Pérez-Gómez, Alberto, Architecture and the Crisis of Modern Science, Cambridge: The
Massachusetts Institute of Technology, 1983.
Wiebenson, Dora, Los tratados de arquitectura: De Alberti a Ledoux, Madrid: Hermann Blume, 1988.