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No puede extrañarse que lleve a una oposición entre el «tú» y el «yo», a una situación
verdaderamente extrema, a la del duelo, de la lucha física. El duelo no es una «institución» como
cualquier otra. Es un último recurso, es la vuelta al estado de la naturaleza primitiva, apenas
atenuado por ciertas reglas de carácter caballeresco que son muy superficiales. Lo esencial de esta
situación es su elemento netamente primitivo, el cuerpo a cuerpo, y todos debemos estar dispuestos
para esa situación, por alejados que nos sintamos de la naturaleza. Quien no es capaz de defender
una idea pagando con su vida y con su sangre, no es digno.
THOMAS MANN, La montaña mágica.
Eso de los escraches, por ejemplo, que para mí eran una forma de revancha o de justicia por mano
propia, algo muy de mi interés pero que por cobardía, o idiotez, o inteligencia, nunca concretaba. A
veces hasta pensaba en pedirle a Lela los papeles del auto –le podía decir que había que hacer un
trámite, inventarle un nuevo impuesto para autos de más de veinte años, algo así–, venderlo,
comprar un Falcon y salir con mis amigos a secuestrar militares.
FÉLIX BRUZZONE, Los topos.
He tardado trece años en acostumbrarme a la luz amarilla. Al abrir los ojos
esta mañana no he sentido por primera vez la herida de lo indefinido. Aun
antes de lavarme la cara y de ver mis propias facciones distorsionadas por el
espejo envejecido, como cada día, reflejo cansado y sin aura, el torso cubierto
por el desgastado suéter gris, los codos apoyados en el borde del lavamanos,
me he dado cuenta de que mis pupilas habían descansado, de que mi cuerpo
había dormido sin interrupción durante siete horas, de que mi cerebro –sobre
todo– discernía entre anoche y ahora, pese a que no existiera ninguna
diferencia luminotécnica entre el momento en que cerré los párpados y el
momento en que los he abierto.
Durante todo el día he pensado a intervalos en ello, en lo mismo: trece
años he necesitado para acostumbrarme a la ausencia de días y de noches que
no sean meros números, periodos digitales.
Trece años de luz amarilla.
No me siento, sin embargo, hoy más cuerdo que ayer. Quizá
acostumbrarse a la luz amarilla signifique justamente lo contrario de la
cordura: estar cada vez más perdido, sentirse progresivamente ajeno. Por eso
he decidido dejar de ser un simple lector que rinde culto a las palabras para
empezar a ser un escritor que las siembra en un teclado, que las nutre y las
hace germinar en la pantalla, que las cultiva, temeroso, inquieto, tanto por la
novedad de la acción como por las metáforas que está empleando para
entenderla (palabras como seres vivos, el lenguaje como biología). La
inquietud me ha atenazado durante horas: ni más ni menos que trece años de
noches alteradas por la luz amarilla. Mientras simulo que trabajo, me sumerjo
irrevocablemente en esa constatación, porque no es una idea, es un hecho: un
hecho consistente como sólo lo son los hechos que pueden confirmarse, es
decir, los que no dependen de una percepción individual o negociada porque
es posible contabilizarlos y por tanto demostrarlos.
–Trece, ni más ni menos, exactamente trece años desde la noche primera.
Chang pasa varias veces cerca de mí, a paso acelerado, con la diligencia
de un sobrecargo ante un imprevisto en la cabina del avión, pero nadie parece
percatarse de ello. Nos hemos acostumbrado a su supervisión sin pausa, a su
perpetuo y sutil estado de alerta. A su paternidad distante. De pronto
reaparece y se encuentra a mis espaldas y me pregunta desde lo alto en voz
muy baja:
–Marcelo, soy consciente de que te va a parecer extraña la pregunta que
voy a formularte, pero: ¿no guardarás por casualidad el plano que hiciste del
sótano?
La palabra «paternidad» me ha hecho recordar en sus brazos a aquel
lejano bebé llamado Thei. Un recuerdo extraño, porque muy pocas veces la
tuvo consigo, la niña casi siempre estaba con Esther, recostada en su pecho
excesivo, generoso y acogedor, de un lado para el otro, lloriqueando,
mientras sus oídos recibían nanas o susurros en hebreo. Pero, contra cualquier
exigencia de verosimilitud, ahora la veo, extremadamente frágil, acunada por
su padre, quien la sostiene con una mezcla de voluntad de protección y de
soberana indiferencia, como si no fuera suya pero el honor lo obligara a la
custodia. Al regresar de la interferencia, me he encontrado con la cara de
Chang, con la piel cetrina de la cara de Chang, allí en lo alto, que esperaba
una respuesta. Mi ansiedad, como siempre, ha chocado frontalmente con su
impasible autosuficiencia. Por el reverso de mis córneas, donde el blanco
carnoso deviene abstracta oscuridad, han pasado simultáneamente pero en
sentidos contrarios –durante lo que dura un parpadeo– el recuerdo de la
última crisis y la amenaza de la próxima. En un hilo de voz, sin levantarme,
le he dicho que no. Mientras él dudaba, al mismo tiempo que lo hacían las
líneas céreas de sus rasgos, he tratado de estudiar su fisonomía para religarla
con su nombre, pero sus palabras han llegado antes de que lograra su objetivo
mi concentración:
–No te preocupes por el plano del sótano… Y relájate, que te veo un tanto
alterado… Yo también me acuerdo de que hoy es el Aniversario.
He interpretado sus palabras como una invitación a reducir mi jornada
laboral, de modo que he abandonado el escritorio y me he dirigido a mi catre,
pensando en que es extraño que Chang se equivoque en una apreciación
psicológica. Era imposible que supiera que al fin he dormido siete horas
seguidas, que me he acostumbrado a la luz amarilla (si es que me encuentro
ante una adaptación definitiva). En cualquier caso, su interpretación tenía un
alto porcentaje de probabilidades de ser cierta, porque año tras año la fecha
que ha mencionado acaba imponiéndose como la única que realmente
importa, eclipsando santos, cumpleaños, días internacionales, aniversarios
históricos. La tenemos tan asumida que se nos hace difícil recordar que, tal
día como hoy, doce años atrás, discutimos sobre la conveniencia de celebrar
el aniversario de nuestro encierro.
El primer mes y medio fue de duelo y desánimo; pero con movimientos
lentos, como si estuviéramos inmersos en una pecera llena de mercurio y no
en un búnker inundado en luz amarilla, fuimos dando pasos, fuimos
asumiendo nuestro nuevo estado, fuimos imponiendo progresivamente el
sentido común y organizándonos como comunidad. Asignamos las diferentes
labores; racionamos las reservas de alimentos; decidimos, tras largos debates,
mediante votación a mano alzada, nuestras formas de administración y de
gobierno; fijamos los horarios laborales, las rotaciones, los turnos de
descanso, los cuarenta y cinco días de vacaciones.
En el transcurso de las deliberaciones sobre la conveniencia de celebrar el
Aniversario, Susan recordó que los seres humanos nos caracterizamos
precisamente por el culto a los ciclos anuales y manifestó su fe en la
necesidad de mantener la memoria viva (eso dijo) de la fecha exacta en que
cerramos las compuertas. Para Esther, defensora del sionismo, sólo el
recuerdo preciso de lo que ocurrió podía salvar lo que quedaba del ser
humano. En algún momento me distraje y dejé que mi mirada estudiara el
gateo de Thei entre las patas de las mesas, con su sucia muñeca bajo el brazo;
su talla S (la única talla S del búnker) como una anguila entre nuestras
piernas, convertidas en columnas de un laberinto donde jugar. Atribuyo a esa
distracción el hecho de no recordar el primer grito de Anthony, que durante
los años siguientes ha sido señalado por todos mis compañeros como el inicio
de su locura y como el prólogo de nuestro declive. Porque fue entonces, en el
transcurso de nuestras discusiones, cuando Anthony fue de pronto consciente
de que llevaba trescientos sesenta y cinco días en los cerca de cuatrocientos
metros cuadrados del búnker, y de que probablemente nunca volvería a
conocer su afuera; gritó –según afirman– y esa conciencia primero le provocó
balbuceos, más tarde constantes salidas de tono, muestras de exaltación,
nervios perpetuamente desquiciados (manos trémulas, tics, la lengua
relamiendo una y otra vez los labios) y una paulatina irracionalidad en la
expresión. Tres o cuatro noches más tarde, sus gemidos enfebrecidos no nos
dejaron dormir y a la mañana siguiente, por su mirada desorbitada y por su
incapacidad para articular frases coherentes y por la fuerza con que agarraba
nuestros antebrazos cuando quería dirigirse a alguno de nosotros, concluimos
que había enloquecido: desde entonces no ha habido signos de mejora y por
tanto no ha salido de su celda. Pero eso ocurrió más tarde, fuera del ámbito de
lo que estoy ahora reconstruyendo. Recuerdo que aquel día fundacional yo
apoyé los argumentos de Susan y de Esther, pero la opinión mayoritaria
rechazaba las palabras que ellas habían enfatizado: «memoria», «histórico»,
«deber», porque en realidad el debate era semántico. Chang invocó el
peligroso uso que el Gobierno chino había hecho del concepto «aniversario»;
Carl dijo que teníamos que olvidar las fechas si nuestro deseo era asegurar la
supervivencia; Carmela habló durante muchos minutos, pero sólo recuerdo el
movimiento mudo de sus labios, como si durante todo el tiempo que ha
pasado desde entonces mi memoria se hubiera dedicado a vaciar la voz de su
cuerpo. Finalmente votamos la posibilidad de celebrar el Aniversario. La
propuesta fue rechazada.
–Sería celebrar una fecha ominosa –concluyó Ulrike, en nombre de la
mayoría, aunque no sé si utilizando ese adjetivo, tan nuestro–. Si algo nos ha
enseñado la Historia es que no son positivas todas las formas de culto al
pasado.
El «pasado». Excitante palabra. La sílaba «pas» se encuentra en todas las
lenguas cercanas: «past», «passé», «passat», «passato», «pasado». En catalán
y en francés, «pas» significa «paso», pero también implica negación. Como si
el recuerdo o la memoria fueran vías de acceso hacia algo. Como si la propia
palabra fuera la contraseña. Paso palabra, paso con la palabra, gracias a ella.
Pero no: te corto el paso. Como si se tratara de la llave, de la combinación
numérica o la consigna secreta, pero fuera incorrecto uno de los números o de
las letras. Después de «pasadizo», «pasado»: «de pasar, la vida pasada,
tiempo que sucedió, cosas que sucedieron en él, militar que ha desertado de
un ejército y sirve en el enemigo». La palabra contiene el asa. El agarradero.
Para no abismarse; para no ser mordido, masticado, engullido, deglutido por
el abismo, que al cagarte te arroja a otro abismo, en cuyo esófago e intestino
grueso y delgado y recto y ano, negros como sólo lo son los interiores de las
cosas, te precipitas, siempre hacia abajo, hacia la expulsión a otro abismo
inferior, la crisis perpetua si no evitaste la caída aferrándote a la sílaba en que
se encontraba el saliente del precipicio. No he tardado en cansarme de
gandulear en el catre hojeando el Diccionario en busca de viejas palabras,
trabajadas hace tiempo. Como «nube»: «Masa de vapor acuoso suspendida en
la atmósfera, agrupación o cantidad de personas o cosas, almacén electrónico,
líquido o gaseoso de memoria». Como «pasadura»: «Tránsito o pasaje de una
parte a otra, llanto convulsivo de un niño capaz de privarle de la respiración».
No reproduciré más: si lo hiciera no podría detenerme y no he empezado a
escribir para dejarme llevar, sino para lo contrario: para controlarme. La
crisis no puede repetirse.
Cuánto me costó aprender a leer esas palabras a la luz de los fluorescentes
amarillos.
En eso pensaba cuando Thei escribía o leía, en mis lecciones o en las de
otros, porque siempre que la encontraba en algún recodo del búnker,
inclinada sobre un cuaderno o un libro, con la talla M de la última década, no
podía evitar quedármela mirando: la extrañeza de aprender a relacionarte con
el lenguaje exclusivamente a través de luz artificial. Que la escritura y la
lectura sean experiencias condicionadas por el metal, la claustrofobia, la
arquitectura y la luz amarillenta, en vez de relacionarse con la madera, la
apertura, el parque o el jardín, la luz solar. Para alguien como yo, que fue a
una escuelita con grandes ventanales y que disponía en casa de una mecedora
en un patio al aire libre, es inconcebible que el lenguaje pueda aprenderse
como lo que es, la libertad posible, la invitación al viaje y por tanto a la
traducción, la libertad en potencia, una especie de utopía en marcha y por
tanto siempre varios pasos por delante, entre las paredes del encierro, porque
las palabras son móviles, inestables, ni la tinta ni el píxel pueden fijarlas. A
los cinco o seis años, Thei ya empezó a impostar esa extrema concentración
que la caracteriza, como si le fuera la vida en las letras que traza o en las
palabras que lee, como si actuara para nosotros o como si quisiera parecer
mejor de lo que es a ojos de una muñeca o de un padre visibles, y de una
madre o una hermana invisibles, que la vigilan como un espectro o –lo que es
lo mismo– una sombra.
La sombra del búnker, su espejo sin luz, es el sótano. Descubrimos su
existencia al tercer o cuarto año de encierro, cuando un día Gustav, al
levantarse del rincón en que hacía sus ejercicios de meditación, comenzó a
golpear el suelo con los nudillos y a pegar la oreja para escuchar su eco. Por
un momento, Susan y yo, que nos encontrábamos cerca, temimos por la
cordura de nuestro compañero: nos habíamos acostumbrado a los gritos
animales de Anthony, que periódicamente hacían añicos nuestro sueño; pero
no disponíamos de otro espacio que habilitar como celda. O eso creíamos.
Porque enseguida Gustav nos explicó que aquellas placas de dos metros de
largo por uno y medio de ancho que configuraban los suelos de las estancias
y pasillos del búnker y que pisábamos como si fueran de cemento, eran en
realidad de una aleación de hapkeíta. Después de comunicárselo a Chang,
limamos con paciencia el contorno de una de ellas y, tras varias horas de
trabajo, la levantamos con dos palancas para descubrir una tumba negra de
poco menos de un metro de profundidad. Las placas descansaban, encajadas,
sobre una estructura de pilares. Habíamos vivido, sin saberlo, sobre un falso
suelo, sobre un rompecabezas de huecos, sobre un sótano tan grande como el
mismo búnker. Xabier y yo nos ofrecimos voluntarios para explorarlo. Allí
abajo no teníamos medidores de radioactividad, pero parecía improbable que
la grieta que tanto temíamos se encontrara justo allí, en el lugar más seguro
del refugio. Con linternas en la frente, mi viejo amigo y yo gateamos durante
seis o siete horas entre los pilares, con la esperanza de encontrar alguna
reserva de algo, la recompensa para el dolor de rodillas que sentiríamos
durante los días siguientes. Pero allí no había nada. Era un vacío especular, el
plano a escala real del búnker cubierto por una pátina de polvo, el doble
subterráneo y oscuro (un alivio) de nuestra prisión o vivienda. A lo sumo
tendría unos treinta metros cuadrados más de superficie, porque los extremos,
en vez de terminar con líneas rectas, como el original visible, lo hacían con
semicírculos, como si el doble temiera las aristas. Es cierto que después
dibujé un plano, con el número exacto de placas por cada sala y por cada
pasillo: dónde irían a parar aquellas tres hojas ensambladas con su esbozo al
carboncillo. Lo había olvidado.
Si la luz amarilla no me engaña, lo que es bastante improbable, hay
preocupación en esa mirada que Chang y Carl, que llegan tarde al refectorio,
se intercambian antes de dirigirse a sus respectivos asientos. Después de
comer el cuscús con atún cocinado por Kaury, que seis de nosotros hemos
acompañado con las tres últimas latas de cerveza, el padre de Thei nos
abandona durante unos segundos para regresar con trece velas encendidas
sobre un bizcocho endurecido: el centelleo de esas mechas tantas veces
reutilizadas crea en la máscara que es el rostro de nuestro coordinador otra
máscara, superpuesta, como si tuviera tres rostros que se fueran alternando
sin cambiar jamás la piel. No celebramos el Aniversario, pero sí el
cumpleaños de Thei.
Conservo un recuerdo realmente poderoso del día del encierro a causa del
parto de Shu, porque el primer grito de Thei coincidió con el crujido del
cierre de la compuerta. Mientras los que se quedaron afuera aullaban y Chang
manipulaba la cerradura y hacía girar la rueda, su esposa se llevaba las dos
manos al vientre de nueve meses y dos días, cerraba con fuerza los puños,
pocos minutos después de haber roto aguas, las compuertas se cerraban, ella
se abría, yo miraba alternativamente a Chang en la puerta y a Shu en el suelo,
a Chang ayudado por los fallecidos Frank y Ling, a Shu auxiliada por la
fallecida Carmela, mi mirada pendular y mi mareo, vistos desde afuera de mí
mismo, desde afuera de los ojos que aquella noche no pudieron cerrarse,
hipnotizados por la luz amarilla y por aquellos muertos futuros, por la certeza
de que no habría otra luz para mí que no fuera aquélla, que el mundo exterior
desaparecía, que la lectura se extinguía o empezaba a mutar, que los informes
y su fuerza para anclarme en el presente se convertían en pasado, que los
cuerpos de Laura y de Gina se quedaban al otro lado de la compuerta, que
Thei nacía y su piel no conocería la luz natural, los baños de sol ni el
bronceado, la vida al aire libre, las vacaciones en el mar o en la montaña, los
parques, las terrazas, los glaciares, las costaneras, las ballenas, la lluvia, el
océano, todo lo que había significado mi vida con Gina y con Laura, con
Laura y con Gina, antes de que mis viajes nos separaran, las piernas abiertas
de Shu, la niña que surgía, que brotaba como una palabra, que abandonaba
ensangrentada el negro uterino para llegar al amarillo, es decir, a la vida,
mientras su padre cerraba las compuertas y su madre moría. Hace
exactamente trece años.
Con las trece llamas entramadas sobre su rostro pálido, Thei se ha
agachado ligeramente hasta tocar con el pelo, cada día más largo y más lacio,
el tablero de la mesa, y contrayendo las mejillas y frunciendo los labios,
levemente maquillados, ha soplado.
–Pide un deseo –le he dicho en un susurro.
Ella ha sonreído con tristeza pero también con compasión, como
diciendo: salir de aquí, si desearlo sirviera de algo. He imaginado esas
palabras en sus labios, emergiendo de ellos como en una viñeta, palabras
dibujadas con pincel muy fino al lado de ese maquillaje que la luz amarilla
convierte en magenta, como si los labios hubieran sido golpeados. No debería
usar los pintalabios de las viejas que la rodean, ese carmín vetusto, tantas
veces ensalivado durante estos años por mujeres que envejecían
aceleradamente, sino un pintalabios nuevo, inmaculado, como ella. Confieso
que, mientras echaba de menos mi impriforma y el regalo que hubiera podido
hacerle, mis ojos han descendido y he espiado el escote mínimo de su camisa
verde, abierto por la inclinación, y que he mirado a Thei por primera vez
como a la mujer en que se está convirtiendo, porque pese a la estrechez y a la
luz amarilla y a nuestra dieta deficitaria, ella sigue creciendo entre nuestros
cuerpos que envejecen, su piel sin mácula entre nuestras pieles tatuadas y
arrugadas. Pronto tendrá los senos tersos y escasos y deseables de su madre.
–Siento tener que romper el encanto de este momento con una mala
noticia –ha dicho de pronto Chang, sacudiendo mi evocación y mi deseo–:
que no cunda el pánico, por favor, os ruego que mantengáis la calma:
Anthony se ha escapado.
Esther ha tirado sin querer un tenedor y su rebote metálico ha sido lo
único que se ha oído en la atmósfera boquiabierta. Ni siquiera nos hemos
mirado, tal era el poder de la sorpresa.
–Carl lo ha detectado hace dos horas y media –prosigue–. De algún modo
ha descubierto que el suelo de su celda está compuesto por dos placas y ha
conseguido levantar una de ellas. Anthony está en el sótano. Ahora mismo
podría encontrarse aquí debajo.
Y ha mirado hacia el suelo. Y todos lo hemos imitado. Y así hemos
permanecido durante varios minutos, en silencio, con la mirada clavada en el
espejo opaco que nos separa de esa oquedad invisible que ha acompasado,
durante trece años exactos, cada una de nuestras huellas.
Hemos estado cerca de tres meses sin hablar, es decir, sin escribirnos, porque
la última conversación –cuando se avecinaban los primeros estertores de la
crisis– fue excesivamente larga y difícil, un auténtico ejercicio de
agotamiento; pero no ha sido necesaria ninguna referencia a ella para que las
palabras volvieran a fluir como si hubieran pasado unas horas y no ochenta y
tres días de silencio.
El encierro ha sido nuestro tema de conversación.
No el encierro en su acepción más obvia, es decir, no nuestra clausura en
nuestros búnkeres respectivos, sino cómo el paso del tiempo ha afectado el
propio significado de la palabra «encierro», cómo los años han provocado
que el encierro sea cada vez más profundo y por tanto más íntimo, quizá
hasta el punto de ya no ser lo opuesto de la salida o de la liberación, sino una
verdad absoluta, sin antónimo ni matices, un verdadero monopolio psíquico.
Está claro que lo exterior es un concepto que ha dejado de tener sentido para
nosotros. No existen realmente la isla del Pacífico donde vive Mario ni la
ciudad de Pequín en cuyo subsuelo se ubica este búnker, porque para que
algo exista no sólo tiene que ser percibido, sobre todo tiene que ser
representado; y no disponemos de percepciones ni de representaciones
actualizadas de la isla ni de la ciudad, por no hablar del océano, de China, del
mundo, del espacio exterior (porque los seres humanos nos acostumbramos
no sólo a vernos representados a escala doméstica, local, nacional e
internacional, sino también como planeta, como sistema solar, como galaxia,
en un juego de zooms que nos parecía absolutamente normal, como si fuera
natural verse a uno mismo desde el aire, desde el cosmos, como si el punto
tuviera derecho a la visión del complejísimo e inabarcable conjunto en el que
se inscribe como un microbio). Por supuesto, poseemos mapas, algunas
imágenes, algunas películas, incluso algunas direcciones de páginas web que
continúan en activo, por azar, posiblemente porque sus servidores siguen
funcionando en la Zona, material pixelado que tiene como referente la isla,
Pequín, los espacios que hay inmediatamente detrás de las compuertas y de
las paredes de hormigón; pero son representaciones caducadas, vías de acceso
de sentido único: hacia un pasado que no podemos reconocer como esbozo o
antecesor de nuestro presente.
Porque el presente no existe para nosotros. Tampoco el futuro. Somos
mero pasado irreconocible en vías de extinción. Individuos totalmente
incapaces de pensar en imágenes las ruinas o, peor aún, la nada que los
circunda. Porque las ruinas invisibles e inimaginables no son ruinas: son
nada. Nothing, rien, néant, niente, nulla, res: sólo se puede llenar de nadas la
palabra «nada». En el interior el tiempo no es más que una terrible paradoja:
o pura abstracción (segundos, horas, días, meses, años digitales, sin amanecer
ni atardecer, sin ciclos lunares, sin estaciones, sin cambios térmicos, sin luz,
sobre todo; Mario y yo ni siquiera somos mujeres, para tener el calendario de
la sangre en las entrañas, el periódico recordatorio de que el tiempo está en la
naturaleza, es menstrual) o una cuenta atrás encarnada, constatable sólo en
nuestros cuerpos, en su deterioro y sus consumos (el tiempo es tanto mis
arrugas como el lento vaciamiento del almacén, el pasado está en nuestros
códigos de barras, cuyo presente insiste en recordarnos su inutilidad).
Más de una hora hemos consumido con esas divagaciones.
No he hablado con nadie durante tres meses, Marcelo, pero no te voy a
mentir, no he echado de menos la palabra escrita ni el intercambio de ideas ni
la sensación de estar acompañado, me ha escrito Mario, en español, sin
acentos, no te ofendas, amigo, si te soy sincero es para que veas hasta qué
punto el encierro es una realidad más poderosa que la soledad.
Yo no estoy solo y sin embargo experimento lo mismo: cada vez estoy
más lejos de mí mismo, aunque esté dentro de mí, me siento más hondo,
como alejándome…
Te entiendo.
Eres el único.
Pero no nos pongamos trágicos ni profundos ni superserios, che.
Es el «che» más falso que he leído nunca, le he escrito, imaginando su
sonrisa (pese a que nunca haya visto su rostro).
En ese momento ha pasado Esther por mi lado, inmutable. Durante los
seis o siete primeros años todos nos saludábamos, a menudo ni siquiera con
alguna palabra, porque eran suficientes un gesto con la mano o la cabeza, una
sonrisa, una mirada. Después, lentamente, sin hablar sobre ello, dejamos de
hacerlo. La sonrisa de Esther era un sol de medianoche: no desaparecía de su
cara ni siquiera mientras dormía. Siempre nos hablaba, con una expresión
más cercana a la plenitud que a la desdicha, de los nueve hijos que había
dejado en el kibutz con su marido y del búnker comunitario que habían
construido durante tres años en las tierras comunes. Ahora, en cambio, sus
labios son una cicatriz horizontal, absolutamente inválida para expresar
simpatía. Lo duro no es ver la ruina de esa herida suspendida en el ahora, sino
saber que se trata de un resto arqueológico que nadie puede reconstruir, cuya
insistente presencia ha ido borrando de nuestro recuerdo la sonrisa original.
Hoy he soñado, le he confesado a Mario, que nuestro encierro en el
búnker era un experimento ejecutado por un científico chiflado. La
radioactividad ya no era peligrosa, el mundo había iniciado su
reconstrucción, los supervivientes habían salido de las catacumbas; pero el
científico había decidido mantenernos en la ignorancia para podernos estudiar
como si fuéramos cobayas. Yo lo descubría porque descolgaba todos los
espejos del búnker: había doce, en vez de los tres que hay en realidad, y
detrás de cada uno me encontraba con un cristal transparente, y tras él con el
punto rojo de una cámara. Cuando acercaba el ojo al objetivo, veía al
científico chiflado, con su bata blanca y sus lentes de miope y su pelo
alborotado, mirándome, divertido, a los ojos.
Tienes sueños muy cinematográficos, me ha escrito Mario, sin acentos,
con palabras distintas, porque nunca archivo nuestras conversaciones y lo cito
de memoria, porque no escribo para registrar, sino para controlarme. Yo,
desde que me quedé aquí solo, no he vuelto a recordar un sueño. ¿Era alguien
que conoces, alguien del búnker?
No: eras tú.
Esta noche Anthony ha vuelto a despertarnos con sus gritos. Según parece, ha
regresado durante un rato a su celda. Carl nos ha informado de que se ha
encontrado con mierda y orina junto a los barrotes.
Desde el día en que enloqueció hasta la semana pasada, Anthony
permaneció en la única celda de que disponemos, el antiguo almacén de gas y
combustible, con su puerta de barrotes y los metros cuadrados mínimos para
albergar una vida humana. No tardamos en olvidarlo. Al menos yo, que no lo
visité en más de doce años. Dicen que dejó paulatinamente de utilizar la
cuchara y el plato y que lo primero que hace con la comida que le sirven es
tirarla al suelo para ingerirla como un perro. Que perdió la capacidad del
habla. Que gime, aúlla, ladra. Que no se afeita ni permite que le corten el
cabello. Que camina desnudo y se masturba como un mono. Dicen que a
veces lo hace exhibiendo su pene enrojecido, con un halo morado alrededor
del glande, y otras, de espaldas, tumbado, temblando en silencio. Que no mira
a los ojos de los demás, porque no hay humanidad ya en los suyos. Que no
responde a las tres sílabas que componen su nombre. Dicen que en su jaula
no hace más que esperar la muerte. Eso dicen.
Eso decían: porque ahora ya no está, ya no sabemos cómo se mueve ni
qué desea. Se ha rebelado.
Su existencia ha sido durante todo este tiempo uno de los pocos temas de
conversación capaces de provocar un debate argumentado –e incluso
visceral– entre nosotros a estas alturas del encierro. Cuando ocurre, aunque se
encuentre en el otro extremo del búnker, Chang acude para intervenir en
defensa de Anthony. No puede advertirse agitación en el tono de su voz ni en
su mirada, templada, pero el hecho de que siempre llegue cuando hablamos
de nuestro prisionero y que siempre adopte el rol de su abogado, mientras la
mayoría nos convertimos, de un modo u otro, en sus fiscales, sugiere que tal
vez sea uno de los puntos débiles de nuestro coordinador o líder. Mientras
nosotros, con más o menos retórica, insistimos en que el búnker no está
equipado para que viva en él un enfermo mental y en que nuestras
provisiones no son infinitas (en el fondo es una cuestión económica: tenemos
que alimentar la boca de alguien que no trabaja y que a menudo no deja
descansar a los que sí lo hacemos), Chang nos recuerda que fue él quien lo
trajo, a sabiendas de que era una persona emocionalmente inestable, y que es
responsabilidad suya, e invoca los derechos humanos y el pacto que sellamos
y una retahíla de obligaciones morales que con los años suenan cada vez más
anacrónicas, como si atañeran a personajes de ficción del pasado, a
protagonistas de películas, a héroes de novela, y no a nosotros, que vivimos
aletargados por una luz amarilla que nos hace olvidar, que nos enajena –nos
hace ajenos– aunque sigamos siendo reales.
Tendemos a obviar a Anthony, hasta que una noche, después de meses o
de años de no hacerlo, comienza a gritar y grita sin mesura,
exponencialmente, como si cada grito fuera tan sólo el ensayo del siguiente,
la prueba de que es capaz de gritar más fuerte, más, para recordarnos algo.
Algo: sí «algo», ese pronombre indefinido que refiere a lo que no se quiere o
no se puede nombrar. Eso. Algo que no sabemos revestir de lenguaje.
No le conté a Mario la fuga de Anthony.
Ni siquiera he pensado demasiado en ella. Es el mayor acontecimiento
que ha ocurrido aquí desde la muerte de Carmela y ni le he dedicado atención
ni se lo he contado a mi único amigo. Me asusta semejante insensibilidad,
cómo estoy permitiendo que la historia resbale sobre mi piel sin penetrar en
mis poros, sin entrar en mí, que fui su contenedor, sin que deje rastro en la
espiral de mis huellas dactilares ni en el flujo de mi sangre. ¿Habré dejado de
sentir? ¿De sentirme? ¿Destruyó la última crisis la capacidad de dejarme
llevar por la compasión, el temor, la humanidad, la ternura, el odio? Me miro
los pies: bajo las suelas de esas botas el loco se desliza, quizá en este preciso
momento, encorvado, tal vez violento, a oscuras, embadurnado de polvo.
Le envidio que haya podido sustraerse de la luz amarilla.
Mientras pensaba en ello experimentaba un vértigo que me obligaba a
pensar más profundamente en lo mismo, ensimismándome sin remedio, como
si hubiera entrado en el bucle mental de un fanático religioso que reza sólo
para seguir rezando, para no cesar de rezar; tratando en vano de huir, cuando
pasaban cerca de mí, miraba a mis compañeros (¿cómo llamarlos:
compatriotas, camaradas, amigos, conciudadanos, familiares políticos,
presos, compañeros de suerte y de tragedia y de desgracia?) uno por uno,
tratando de individualizar sus rostros, las arrugas, las líneas, los rasgos de sus
rostros, sus miradas, sus iris, sus pupilas, los contornos individuales de sus
rostros, pese a la dificultad luminotécnica, que todo lo desdibuja y
distorsiona, que engaña la percepción como un ilusionista convertido en
atmósfera envolvente y descompone las líneas de los rostros en puntos
aislados que hay que unir, reseguir, reconstruir; y repetía sus nombres,
porque la repetición tal vez conseguiría volver a vincular el punto con la
línea, el nombre con la cara de los once que quedamos, reconectarme con
ellos, más allá de mí mismo, de mi piel impermeable, de mi soledad aislante
y de mi propia repetición obsesiva que a ningún lugar conduce.
Xabier (cráneo prominente, rostro huesudo con geometría de diamante en
bruto, en cuyo hemisferio inferior lucen dos ojillos grises, insistentes,
ajedrecísticos): viejo amigo, Xabier.
Susan (piel carcomida por cicatrices de acné y poblada de gruesos pelos
rizados que la luz amarilla disimula, ayudada por la energía que pese a todo
irradian los ojos verdes y la boca, siempre a punto de sonreír sin nunca
decidirse a ello): Susan.
Kaury (líneas ovaladas y curvas en las ojeras, en la piel colgante del
cuello, en los cachetes, que ahogan la vivacidad en decadencia de la mirada
castaña, siempre despeinada): Kaury.
Esther (cara esquemática, dibujada en trazos finos, reducible a una cruz
inscripta en un rombo más alto que ancho, con esos dos círculos dulces y
maternales pese a la amargura): Esther.
Gustav (sucesión interminable de ángulos cóncavos y convexos en su
rostro poliédrico, como tallado a machete, alrededor del gris verdoso y gélido
de sus ojos capaces de neutralizar la luz amarilla): Gustav.
Ulrike (una faz construida mediante la sucesión de puntos, como un
dibujo infantil, una suerte de retrato robot germánico, tan rotunda, tan eficaz,
tan rubia, tan azules los ojos): Ulrike.
He proseguido con el estudio de los rasgos y el recuerdo del nombre que
les corresponde, consiguiendo implicarme temporalmente en sus existencias,
estableciendo quizá una posible reconexión, hasta que Chang se ha detenido
frente a mí, interrumpiendo la visión de Ulrike, de la talla XL de Ulrike, del
retrato robot de Ulrike, y me ha llamado la atención. Lo ha hecho con tacto,
con el mismo tacto con que durante todos estos años ha cuidado de las
relaciones personales del interior del búnker. Mi yo ensimismado ha quedado
atrás, como piel mudada que uno ya no siente suya. Mientras Chang me
miraba a los ojos, desde su metro noventa de altura, desde su talla XXL,
serenamente, me ha dicho en inglés:
–Marcelo, te percibo abstraído, date cuenta de que estás desatendiendo
tus tareas.
Tenía razón. Yo me encontraba a la puerta del dormitorio, con el cubo
lleno de agua con jabón en una mano y la fregona en la otra. Había estado
mirando a mis compañeros, fijamente, durante muchos minutos, no puedo
decir cuántos.
–Voy a decirle a Carl que estás listo.
He asentido para ganar tiempo mientras volvía en mí. Desde la sala de
control, Carl ha subido entonces al máximo la potencia de los extractores de
humo y ha regenerado después el aire de la habitación más espaciosa del
búnker. Doce cuchetas triples, irregularmente distribuidas, con un solo
ocupante, por lo general en el catre inferior, cuyas pertenencias se reparten en
los otros dos colchones, convertidos en estanterías o armarios. Los
fluorescentes amarillos se alinean a medio metro del techo, iluminando
perpetuamente todos los catres superiores y permitiendo cierta penumbra
cerca del suelo, que algunos han reforzado colocando una manta gris a modo
de cortina que otorgue cierta intimidad y permita el sueño.
Durante los doce minutos que ha durado la ventilación, aislado por el
estruendo, he pensado por primera vez en trece años que esas literas (las
palabras, esas orillas intercambiables) son propias de una cárcel. Por supuesto
lo extraño es que no lo haya pensado antes. Cualquiera que visitara este
búnker cuando era un museo debió de relacionar esas compuertas acorazadas
–esos rectángulos de acero de cincuenta centímetros de anchura con doble
cilindro de cierre manual– y esos pasadizos recubiertos de hormigón armado
y acero y placas de hapkeíta y este dormitorio castrense con los de una
prisión de máxima seguridad; sin embargo, yo, que vivo aquí, nunca había
reparado en la obvia analogía.
El verbo «cerrar». Las palabras «cerrojo», «cerrarse» y «encerrarse»,
«encierro», «encerrona». El ruido ensordecedor del aire controlado por Carl
favorece el encadenamiento de palabras. Encerrado perpetuamente en el lugar
donde vivo encerrado. A punto he estado de escribir, sin cuestionarlo: «en mi
hogar». Hogareño, hogareña, hogaño, antaño. Nuestro antaño. Lo pienso hoy
por primera vez. O quizá ya lo hice y lo olvidé: he tardado trece años en
decidirme a registrar mi presente y mis recuerdos (quiero decir: a
controlarlos).
La cárcel va por dentro, me diría Mario, sin rostro, desde su búnker en la
isla.
El búnker está bajo la piel.
Las paredes de la celda coinciden con las de tu cráneo.
El perfil del búnker es la silueta de tu cerebro y sus pasadizos y
compuertas conectan y separan las zonas del lenguaje y las motrices, las
sinapsis que se crean para acometer el futuro y las que se cancelan para evitar
evocaciones indeseadas.
Una vez recobrado el silencio, he comenzado a quitar el polvo de las
estructuras metálicas de las cuchetas, demorándome en aquellos catres que
siempre han llamado mi atención.
En el de Xabier la cama está meticulosamente hecha; su ropa, de talla L,
sus zapatos, del número 42, sus novelas de Albert Camus y Michel
Houellebecq, un cuaderno de dibujo con dos lápices, una goma de borrar, un
sacapuntas, un carboncillo, varios rotuladores resecos perfectamente
dispuestos, sus cajas de recuerdos, su fotografía del Olympique de Marsella
en la temporada 2019-20, cuando ganó la Champions, el tablero de ajedrez y
la caja con las piezas, sus maletas: todo ha sido colocado según los
volúmenes de los objetos, en un orden armónico que recuerda al del viejo
Tetris.
La litera de Kaury es su exacto opuesto: la manta y las sábanas podrían
encontrarse del mismo modo en el tambor de una lavadora; y, en el nivel
superior, las bombachas, la guitarra, los cojines maltrechos, el neceser, las
zapatillas, la flauta, las libretas, las lentes y las camisas sin lavar podrían
estar, en la misma disposición, en la escena de un crimen o en una trinchera
asediada por tropas enemigas.
Gustav no posee casi nada. En el catre intermedio hay cuatro prendas de
ropa interior, unos pantalones, una camisa limpia, y una caja metálica, que
siempre está cerrada, donde se supone que guarda el cepillo de dientes, el
peine, el reloj que se quita por las noches y algún otro objeto personal que
quizá nadie haya visto. No lee, no ve películas, apenas charla. Cuando acaba
su jornada laboral, se acuesta en la cama y cierra sus helados ojos hasta la
hora de la cena. Una vez se ha alimentado, regresa y duerme. Creo que es el
único que no ronca.
Junto a la salida de emergencia está la litera de Chang y de Thei. Él
duerme en el colchón inferior. Ella, en el superior, con un antifaz que su
padre conservó de su último vuelo con Panamerican Airlines. Cuando era un
bebé, dormía en el suelo, junto a la pared, en un nido de mantas que le
preparó Susan. Compartió colchón con su padre hasta que cumplió dos años;
fue entonces cuando Chang se mudó al catre intermedio. Al cabo de cinco o
seis años, en una cómica escena que yo diría que todos recordamos, con los
brazos en jarras, en medio de una asamblea, nos dijo que ya era mayor y que
quería dormir arriba. Para asegurar el impacto de sus palabras, lanzó contra el
suelo la sucia muñeca de ojos ámbar que durante tantos años había sido su
pegadiza compañera. Thei es la única que duerme en el tercer piso de una
litera. Es la única que tiene menos de cuarenta años.
No toco nada: no puedo dejar huellas.
Huelo las sábanas que un día fueron de Carmela y que nadie se ha
preocupado en destruir: acapara mis fosas nasales un olor salvaje y rancio,
como de deseo podrido.
Ahí está mi cama: las viejísimas camisas, el viejísimo suéter de cuello
alto, la talla XL, que me recuerda quién era yo hace diez, doce años, con
quince kilos más y el cerebro casi intacto, sin insomnio, sin obsesiones
enfermizas, sin los achaques que me fueron llevando hasta la crisis. Mi cama,
vorágine de espasmos y de fiebre y de tanto, demasiado miedo. Mi cama,
trono y guarida del Diccionario, que reposa sobre la almohada. Bajo ella –lo
compruebo– oculto una cajita con dos condones caducados, fotografías de
Laura, de Gina y de Shu, la desgastada tarjeta de embarque del vuelo que me
trajo a Pequín desde Buenos Aires, el peón de plata y un bombón.
Cuántas veces he estado a punto de devorarlo.
«Bueno», en las lenguas cercanas: «buono» en italiano, «bon» en francés,
«bo» en catalán, «bom» en portugués. Palabra redundante, casi
onomatopéyica, deliciosa. El chocolate, como la frutilla, como la canela,
como la pimienta verde, como el mate, como el café tostado, como el queso
camembert, como la crema pastelera, como el cuscús con cordero, como el
salmón ahumado, como el dulce de leche, como la salsa agridulce, como el
fernet con cola, como el sushi, como el vino tinto y el blanco e incluso el
rosado y las uvas, como la fruta o la verdura frescas, como el agua mineral,
es un sabor del pasado.
Barro y friego el suelo, lo desinfecto a conciencia, pero continúa
irradiando ese reflejo tenue, macilento. Esa capa viscosa que todo lo recubre.
Epidemia de luz mortecina que enmascara las superficies, difumina las
esquinas y los ángulos y los vértices, uniformiza los volúmenes, envuelve con
su espectro la suciedad, las manchas y las sombras, maquilla las pecas, los
lunares y el vello, disfraza de amor las miradas de odio y de odio las miradas
de desprecio y de desprecio las miradas de cariño, en un carnaval amarillo
por momentos insoportable, pero generalmente aceptado, aceptado por la
comunidad como la única opción posible, bajo la forma tácita de un consenso
que Anthony, a oscuras y sin rostro, sin puntos que configuren un rostro, sin
talla y sin catre, recorriendo el sótano como una rata o una amenaza o una
alimaña, imperceptible y no obstante latente, ha conseguido romper.
Todo empezó como una broma. Jorge Costa, adolescente español de quince
años recién cumplidos, llamó por teléfono a Adrián Zamora, jubilado español
de ochenta y seis años también recién cumplidos. Alrededor de Jorge estaban
sus amigos íntimos: Javier y Juan José; Adrián, al otro lado de la línea, se
encontraba a solas, porque los lunes, los miércoles y los viernes iban a su
casa una asistente social y una voluntaria doméstica, pero el día de la llamada
fue un jueves. Las seis y cuarto. «Buenas tardes, ¿es usted español y tiene
usted más de ochenta y cinco años?», preguntó Jorge con una voz que
simulaba ser adulta. «Desde ayer, sí», respondió Adrián con su voz ronca.
«¿Me podría contar alguna historia sobre la guerra civil española?» Javier y
Juan José se reían por la audacia de su amigo: mientras Jorge escuchaba, les
hacía muecas, simulaba ser un viejo que transportaba en sus manos un fusil,
que apuntaba, que disparaba; pero al cabo de dos o tres minutos, la cara del
quinceañero comenzó a alterarse, al tiempo que su atención se iba
concentrando en el relato que surgía de los labios de Adrián Zamora. La
curiosidad de los amigos hizo que Jorge conectara el altavoz del teléfono.
Entonces, los tres fueron siendo fascinados por la ronca voz de octogenario,
por el relato de sus meses en el Quinto Regimiento, por su descripción
pormenorizada de la violencia (el puñetazo que le dio un compañero cuando
él –medio en broma, medio en serio– dudó de la fidelidad de su esposa; su
primer disparo, que impactó en el tronco de un roble; la primera muerte, que
tuvo el rostro de un hombre de su edad, semejante a un amigo suyo, una cara
que no se le va del entrecejo y cuya visita aguarda cada noche, para hablarle
de aquel amigo que también murió en la guerra, en la misma guerra de
tantísima muerte; las otras muertes, propias y ajenas, las cuentas perdidas de
sus muertos) y de la miseria (el tacto en el brazo de una rata que ha detectado
tu calor y no quiere irse, la escasez de todo, los recién nacidos sin madres ni
leche, las mujeres prostituyéndose, desdentadas, desnutridas, los cabellos de
los soldados encanecidos prematuramente por el insomnio y por el miedo, la
usura, el racismo, el machismo, el pan a precio de oro). Veintisiete minutos
duró la sesión de hipnosis.
Dos días más tarde, antes de entregar su trabajo sobre la guerra civil
española, hablaron de la experiencia en clase de historia. La profesora, Mari
Carmen Gustardoy, lo recuerda así: «Jorge, Javier y Juan José no eran
alumnos brillantes, pero tenían una gran capacidad para convertir lo teórico
en práctico, como habían demostrado creando, a partir del tema de la antigua
Roma, un juego de preguntas y respuestas, o una máquina de vapor artesanal
cuando abordamos la revolución industrial; en la clase anterior habíamos
hablado sobre el diálogo con los abuelos como forma de recuperar el pasado,
y les mandé de deberes que les hicieran entrevistas sobre la guerra civil, pero
como sus abuelos habían fallecido, llamaron a un desconocido y les
funcionó». Sus compañeros se entusiasmaron con la experiencia y decidieron
imitarla. «Todos vinieron a clase con historias, algunas de ellas realmente
interesantes», declara la señorita Gustardoy en el Instituto de Educación
Secundaria Fernando Martín de Fuenlabrada, Madrid, «historias que
ampliaron con nuevas entrevistas y pusieron en su contexto histórico para el
trabajo de fin de curso, mientras desarrollaban en clase de informática una
red social que ellos mismos bautizaron como Memorybook.» A partir de la
experiencia, Gustardoy redactó un artículo que presentó en forma de
ponencia en el Congreso Anual de Pedagogos Iberoamericanos. La parte oral
de la iniciativa no era novedosa, pero la incorporación tecnológica del
teléfono y, sobre todo, de la web 2.0 sí lo era y la experiencia fue imitada por
otros centros educativos, que se sumaron a la red de intercambio de
información y de recuerdos sobre la guerra civil española y el exilio. Éste fue,
sobre todo, el ámbito que trabajaron los centros educativos latinoamericanos
que se integraron en el proyecto. Nietos y bisnietos de emigrantes políticos,
que hasta entonces habían permanecido ajenos a las vicisitudes de sus
abuelos y bisabuelos, se sintieron atraídos de pronto por ellas, no sólo por su
interés intrínseco, sino porque suponía poder trabar relación con gente de su
edad y poder viajar: «Durante el verano de 2010, quince alumnos nuestros
fueron a Buenos Aires, Lima, Caracas y Ciudad de México, invitados por los
Centros de Cultura Española de esas ciudades, y durante el verano de 2011,
con el apoyo financiero de la Fundación Telefónica, organizamos un
encuentro iberoamericano de usuarios de Memorybook: quinientos
adolescentes se encontraron en Las Palmas de Gran Canaria para compartir
sus experiencias… Y para otro tipo de intercambios».
Mari Carmen Gustardoy se sonroja y cambia de tema. Me enseña
fotografías de los muros de algunas naves industriales cercanas al instituto: se
ven grafitis que representan escenas bélicas, mezclando la estética de los
videojuegos con la de la propaganda republicana, acompañados de lemas
como «¡No pasarán!» o «Campesinos: la tierra es vuestra». «Porque los
adolescentes nunca tienen suficiente con las discusiones en clase, ni con los
chats, la suya es una edad proclive a la actuación», me explica, «como puede
ver, tuvimos ciertos problemas de gamberrismo cuando algunos alumnos
creyeron darse cuenta de que con las palabras de aquellos ancianos no había
suficiente, porque la España en que vivían setenta años después del final de la
guerra y treinta y cinco años después del final de la dictadura militar era una
España aún con rasgos franquistas, que traicionaba las batallas de sus abuelos
y bisabuelos…» Los grafitis están fechados: mayo de 2010.
«Afortunadamente, llegó el verano y cuando en septiembre se reanudó el
curso los ánimos se habían calmado y otros asuntos habían acaparado la
atención de nuestros alumnos; convertimos Memorybook en una asignatura
obligatoria, que impartíamos conjuntamente el profesor de informática, Luis
Gámez, y yo; modestamente, puedo decir que fue un éxito», y se sonroja de
nuevo.
Precisamente hoy, 13 de agosto de 2021, se cumplen ocho años desde que
la red social Memorybook, que a principios de 2015 contaba con cerca de tres
millones de usuarios hispano-hablantes, propiedad de la Asociación de
Exalumnos del Instituto Fernando Martín de Fuenlabrada, fue comprada por
Microsoft por un millón y medio de euros, que se dedicaron a la construcción
de la Mediateca Adrián Zamora y al Proyecto Testimonio Visual,
inaugurados en 2018. El proyecto, hasta la fecha, ha documentado
audiovisualmente la experiencia en la guerra civil española de los últimos
miles de protagonistas supervivientes y los recuerdos heredados por más de
setecientos mil hijos de soldados de ambos bandos. Desde el año pasado, su
director es Jorge Costa, licenciado en historia por la Universidad Carlos III de
Madrid y doctor en Historia contemporánea por la Universidad de Lyon, de
veintiséis años de edad. «Todavía me llama de vez en cuando para pedirme
consejo», me confiesa Mari Carmen Gustardoy, que todavía no ha cumplido
los cuarenta, «pero hace tiempo que el alumno superó a su vieja profesora.»
Deslizo el dorso de la mano una y otra vez sobre la cubierta, como si en vez
de cartón fuera el lomo lanoso de un perro, pero esta noche ni siquiera el
tacto del Diccionario consigue que concilie el sueño. Perro libro, manso y
sagrado, déjame acariciar tu cabeza de significados. Al abrir los ojos, me
reencuentro una vez más con la luz cansada. Durante algunos minutos había
dejado de oír ese ruido levísimo y molesto que no me deja dormir, pero ha
vuelto. Bajo mi cama. Por momentos parece un crujido que se repite, como el
crepitar de un insecto que se revuelve en una prisión de hilo y trata de abrir
las alas en vano y sacude las patas sin lograr darse la vuelta ni moverse,
mientras la araña avanza hacia él como una plaga mental; al principio me
recordaba el muelle de una cama o la maquinaria interna de un viejo reloj,
pero ahora tengo claro que el ruido no es metálico, sino animal, ínfimo y
animal, como producido por un ser muy pequeño.
–Todos duermen.
Nadie siente la presencia de Anthony en el sótano: su avance inexorable
de roedor tan lento.
Me vuelvo hacia la izquierda y miro a Ulrike, que duerme de lado, con
los cabellos rubios enmarañados y el brazo colgando, desnudo y flácido. Ni
siquiera al concentrarme en esos soplidos acompasados consigo que
desaparezca de mi oído el repetido crujido del insecto. La yema del dedo
anular de la mano derecha de Ulrike se encuentra a menos de un centímetro
del suelo. Sus dedos son precisos. Puedo imaginarlos muchos años atrás, en
un aula llena de adolescentes bulliciosos y hormonales, sosteniendo una tiza
que se descompone, paulatinamente, sobre la superficie azul de una pizarra,
dejando tras de sí nombres y fechas, esbozos de mapas, datos, fragmentos de
información que existen porque la tiza se extingue y porque los dedos de una
mujer que –pese a su juventud– también se extingue está convirtiendo el
mineral en signos, la muerte en lenguaje, mientras se acaban esas infancias y
la sexualidad excita pezones y pubis y penes, la fiesta en el silencio.
El ruido ínfimo y persistente no se apaga.
Al levantarme, entre todos esos cuerpos dormidos, soy consciente de que
somos muertos.
Muertos vivientes, zombis amables que hacen su trabajo, que mantienen
limpia la casa, que se lavan los dientes antes de irse a dormir, que respetan en
la medida de lo posible la intimidad de los demás, de los compañeros, de los
camaradas, de los cohabitantes, de los secuaces, de los compatriotas de esta
patria indivisible, de los demás miembros de la Comunidad.
La Comunidad es más importante que los individuos que la conforman:
cada cual debe sacrificar sus intereses personales en beneficio de la
Comunidad.
La Comunidad es nuestra única certeza: tenemos que mantenernos activos
para conservarla.
Los miembros de la Comunidad se profesarán el máximo respeto.
Cada tres meses se celebrará una asamblea en que se discutirá un orden
del día, redactado a propuesta de los miembros de la Comunidad, cada uno de
cuyos puntos será votado y aprobado o rechazado a mano alzada.
Bianualmente se decidirá, rotativamente, quién debe ocupar la plaza de
coordinador de la Comunidad.
Ningún miembro de la Comunidad faltará jamás a su puesto de trabajo ni
desatenderá las labores de limpieza, colectivas e individuales, que le sean
asignadas, así como los trabajos de manutención, vigilancia y servicio
comunitario que le correspondan.
Nadie, bajo ninguna circunstancia, abrirá la compuerta, a menos que la
asamblea lo decida de forma unánime.
Todos los miembros de la Comunidad tratarán de preservar el orden, el
respeto y el decoro en el ámbito del búnker.
Cada miembro de la Comunidad dispondrá de cuarenta y cinco días de
vacaciones. Las bajas médicas las otorgará el coordinador de la Comunidad.
Cada cual es libre de profesar su culto religioso, sin tratar de imponerlo,
en la intimidad de su conciencia y en formas de oración que no resulten
invasivas.
El domingo es el día de descanso.
Aprobamos las leyes. Sellamos el Pacto.
Ellos y yo; los dormidos y el despierto; esos cuerpos que descansan y el
mío, que pese a moverse entre las literas sigue oyendo el crujido animal, el
ruido ínfimo bajo las plantas de sus pies descalzos.
Durante los primeros cuatro o cinco años, cuando todavía nos hablábamos
y nos queríamos, nos fuimos reuniendo cada tres meses y reelegimos
periódicamente a Chang como coordinador. A partir de entonces, las
asambleas se fueron espaciando; las conversaciones se fueron diluyendo en la
luz amarillenta; se fue imponiendo el silencio; ya nadie cuestionó su cargo.
De modo que la Comunidad se fue desintegrando. Formalmente, siguió
existiendo, pero en la práctica se convirtió en inercia, en el eco del
movimiento originario, como un cementerio que se preserva por su presunta
importancia arqueológica pero que no recibe fondos para su conservación ni
nadie se preocupa por ella.
Una necrópolis, un camposanto, un cementerio accidental: la mayoría de
nosotros no nos conocíamos un mes antes de que Chang cerrara la compuerta.
El azar nos reunió, y no tengo duda de que fue el azar, de que el azar existe,
porque no hay forma alguna de interpretar como destino la historia de estos
trece años de convivencia.
La cara grumosa de Susan aparece ante mis ojos para corroborar mis
pensamientos. Nada me une a esa piel granítica y peluda, ciertamente
repugnante, ni siquiera existía un vínculo al principio, cuando había en su
epidermis la vitalidad de su juventud viajera. Susan llevaba seis meses
recorriendo China, con la mochila al hombro, cuando estalló la Guerra.
Quedó atrapada en Pequín. La embajada de Gran Bretaña se convirtió en
veinticuatro horas en un hormiguero de compatriotas; cuando ella reaccionó,
siete tanques impedían el acceso de más ciudadanos británicos. Permaneció
quince días en el hotel, pese a que el precio de la habitación subía cada doce
horas, hasta quedarse sin libras, sin dólares, sin joyas y sin reloj. Tan sólo la
ropa talla L, las botas de montaña, el impriforma averiado, la navaja suiza, el
micromóvil cargado de archivos que ha visto y escuchado miles de veces
desde entonces le recuerdan ahora quién fue. Cayó NeoGoogle y se quedó sin
cuenta de correo electrónico; cayó Globalphone y se quedó sin acceso a su
cuenta de telefonía. Llevaba dos días vagabundeando por Qianmen cuando
comenzaron a sonar las alarmas; arrancó a correr; había mucha gente en la
calle, enloquecida por la desinformación y el rugido monótono, giróvago de
las sirenas. Casualmente, vio el pasaje que conduce al búnker. Se metió en él.
Había ancianos en cuclillas que leían diarios atrasados a la luz de las velas;
mujeres que, rodeadas de niños, cocinaban en hornillos portátiles; bultos que
dormían embutidos en sacos de dormir o bajo varias capas de cartones. No
entendía por qué, pero seguía descendiendo. Los doscientos metros de túnel
se habían convertido en un refugio antiaéreo. Como si estuviéramos en el
Londres de 1943 y no en el Pequín de 2035. Un hombre y dos mujeres,
vestidos con harapos, arañaban la gran compuerta circular de acero reforzado,
mientras en un hilo de voz rezaban, o suplicaban que les dejaran entrar. Susan
se unió a ellos; pero en vez de arañar, golpeó con los puños; y en lugar de
susurrar en mandarín, gritó en inglés. Más que los gritos, tan semejantes a los
que habíamos escuchado durante los días anteriores, lo que penetró el acero
reforzado fue el idioma. Por alguna razón que jamás he osado preguntarle,
Chang, que se encontraba arrodillado junto a su esposa parturienta,
acariciándole la frente, se irguió y les pidió a Ling y a Frank que le ayudaran
a abrir, por último, la compuerta. Susan tenía la cara ensangrentada. Lo
primero que dijo su boca fue «no, no lo soy, lo siento», mientras miraba el
vientre de nueve meses de Shu. Es posible que tuviera que empujar a aquel
hombre o a aquellas mujeres, quizá tuvo que golpearlos, arañar, morder,
brutalizarse. No sé si alguien le formuló alguna vez la pregunta: brutalizarse,
volverse bruta, bestia, animal, salvaje, inhumana. No le pregunté jamás por
las extrañas palabras con que nos saludó por vez primera. A los pocos
minutos se oyó la detonación y cesaron los aullidos de quienes se quedaron
afuera y la inhumanidad empezó a apoderarse de nosotros.
De él, Carl, cuyas facciones son duras incluso cuando duerme y ronca
como un bendito. Y de ella, Kaury, que descansa con las manos
entrecruzadas sobre un pecho que, aunque palpable, soy incapaz de desear. Y
de todos los demás, los dormidos, los muertos, a mi alrededor, mientras me
muevo silenciosamente para olvidar el crujido del insecto, el ruido ínfimo y
persistente, las palabras que lo representan y que me repito, una y otra vez, al
ritmo de mis pasos desnudos por el dormitorio amarillento, hasta llegar a la
litera de Chang y Thei.
Entonces veo el pie de la niña adolescente, el pie que atraviesa el ángulo
recto de la cama y asoma, entero y concreto, unos treinta centímetros por
encima del horizonte de mis ojos. El pie festivo. El pie desnudo. El pie
ofrenda, con esas cinco uñas y esas cinco falanges y ese empeine y ese talón
de Aquiles. El pie. Su pie. Tocarlo. Besarlo. Eso deseo: que acoja mis caricias
y mis besos. Pasan diez, quince minutos antes de que al fin yo sea capaz de
llevar a cabo la ejecución del movimiento: extiendo el torso mientras apoyo
mi propio pie en el primer peldaño de la escalerilla, que cruje, y frunzo el
ceño y alargo el cuello para acercar los labios hacia la piel levemente
endurecida de su empeine. Presiento el roce de mi piel en la suya, de mi labio
en esa fruta aún verde, piel de melocotón, manzana prohibida. Trampa para
alimañas. Me detengo cuando Chang cambia de postura y me da un susto de
muerte.
Vuelvo a mi catre, acaricio la lana del perro Diccionario durante algunos
segundos y enseguida me duermo.
Cuál será la talla de Mario. Debe de ser una M o, como máximo, una L,
porque su cuerpo no puede ser demasiado consistente, no puede ser uno de
esos cuerpos que dejan moldes vacuos a su paso por una playa, cuya
presencia se hace evidente, incluso llamativa, cuando penetran en un espacio
cualquiera. No, el suyo debe de ser uno de esos cuerpos discretos, que dejan
un rastro mínimo.
Las huellas, cuyo perfil también es negro, sólo tienen sentido si se
convierten en palabras.
Le he preguntado, una vez más, su talla; pero él me ha hablado de su
infancia.
Nació en el hospital público de Pilsen, un barrio de Chicago, de madre
estadounidense hija de mexicanos y padre estadounidense hijo de español y
neoyorquina.
Si los negros de los Estados Unidos son afroamericanos, aunque sus
familias lleven allí dos siglos, supongo que mis padres eran
hispanoamericanos, me ha escrito, pero nunca me hablaron en español, entre
ellos sí lo hacían, pero a mí se dirigieron siempre en inglés, recuerdo que a
los dieciséis un día llegué fumado a casa, de madrugada, y mi padre me
esperaba despierto, y empezamos a discutir y lo hicimos en español, media
hora, cuarenta minutos de argumentos absurdos y de palabras subidas de
tono, hasta que nos dimos cuenta del idioma que utilizábamos y nos invadió
una vergüenza pesadísima, como una masa de cemento allí, en medio del
salón, una tonelada de informe y gris cemento, tan insoportable que cada cual
se fue a su habitación sin añadir ni media palabra y jamás hablamos de
aquello… Es la segunda vez que se lo cuento a alguien… Fui a una escuela
pública de mayoría latina. Latino, me ha escrito, es una palabra extraña,
significa en realidad sudamericano, sobre todo dominicano, mexicano,
puertorriqueño, cubano, pero yo soy estadounidense, hijo de estadounidenses,
aunque mis abuelos maternos fueran de Sinaloa y mi abuelo paterno español,
Álvarez era su apellido, de una pequeña ciudad llamada Gijón, una ciudad
con playa, pero sin luz, una ciudad de una tristeza remota, prehistórica, ha
proseguido, sin acentos, de modo que soy un cuarto de español, un cuarto
norteamericano y dos cuartas partes mexicano, pero tengo la piel oscura, el
pelo negro, los ojos castaños, me llamo Mario, me llamo Alvares, de modo
que soy latino y como tal era percibido por mis compañeros del colegio, por
mis compañeros latinos y por mis compañeros no latinos, supongo que eso ha
sido lo que más me ha marcado, Marcelo, bueno, no exactamente ser latino,
sino tomar conciencia de que lo era, eso y mi viaje al Mar Rojo, los dos
hechos más importantes de mi vida.
No le he contado que, hasta la adolescencia, a menudo me situaba ante el
espejo del cuarto de baño del departamentito de mis padres, y me repetía,
mirándome muy fijamente a los ojos, «Antonio Marcelo Ibramovich de la
Santa Croce, Antonio Marcelo Ibramovich de la Santa Croce, Antonio
Marcelo Ibramovich de la Santa Croce», hasta que, a copia de repetición, mis
apellidos se convertían en palabras y las palabras en letras y las letras en
sonido y el sonido en eco y perdían su sentido.
Pero sí le he contado cómo yo, en el barrio de Once de Buenos Aires,
pese a mi sangre croata, napolitana, española y judía, pese a que mi católica
madre pronunciaba Marcello a la italiana, como su adorado Mastroianni, pese
a aquellos oscuros parientes que de vez en cuando aparecían por casa y
cuchicheaban con mi padre en yiddish, pese a que iba al Colegio Español y
no al Nacional, como la mayoría de mis amigos, sólo me sentía y era visto
como argentino. Mejor dicho: le he contado que durante toda mi vida he
estado convencido de eso, he creído en eso, y que mientras charlábamos me
daba cuenta de que nunca sabré el grado de realidad de esa certeza que me ha
acompañado durante más de medio siglo, como la palabra «sombra».
No le he contado cómo toda mi vida adulta ha consistido en borrar el
rastro de mi argentinidad, como si secretamente aspirara a ser croata y tano y
judío y español y francés y mexicano y gringo, cualquier cosa, con desprecio,
me daba igual, todo y nada, cualquier cosa, de cualquier patria difuminada,
como mi acento difuso, como mi inglés que no pertenece a ningún sitio,
como mi castellano o mi español, que es tan argentino como apátrida. No le
he contado nada de eso, tal vez porque nunca fue un proyecto consciente,
sino una necesidad, la necesidad de huir no sólo por fuera sino también por
dentro, no sólo añadiendo millas a mis tarjetas de fidelidad aérea, sino
también sumando mutaciones internas, gama de grises y de negros al reverso
de mi piel. Sin pretenderlo, recuperé en mis pies y en mi boca la herencia de
todos mis antepasados, sus acentos, sus aventuras y desventuras, sus
migraciones, sus voces. Para convertirme en ellos tuve que renunciar a mí.
Para que sus palabras fueran las mías, tuve que vaciarme paulatinamente de
mi propio lenguaje. Al final del camino ni soy argentino ni soy nada: esa
anulación siempre la percibí como un triunfo, pero ahora la luz amarilla me
hace dudar ante alguno de los tres espejos de mi cerebro.
Me he limitado a leer sus divagaciones sobre el Chicago de los años
ochenta y noventa, sobre las bandas de negros y de mexicanos, sobre la
agonía y la muerte de su abuelo Mario Álvarez, a quien todos llamaban
Mario Alvares, de quien heredó una caja llena de cartas, documentos de
guerra y medallas sin brillo, color óxido, sobre el accidente de tráfico (un
camión de dieciocho ruedas arrolló el Ford Capri) que lo dejó huérfano a los
diecinueve años.
Los padres de Laura fallecieron en la ruta 40, camino de la Cueva de las
Manos, cuando ella aún no había cumplido los veinte. El coche fue
encontrado en el fondo de un barranco. Los míos, de cáncer de páncreas y de
mama, cuando Laura estaba embarazada de Gina y yo, a punto de mudarme a
Ginebra. En tres meses, la niña perdió la posibilidad de conocer a alguno de
sus abuelos.
Todo ese dolor lo recuperé y lo digerí mucho después, me ha confesado,
hacia 2015, un poco tarde, ya lo sé, me abrí un perfil en Mypain, le dije a
George que elegía a Naphta, el personaje de la novela de Thomas Mann,
porque quería investigar en primera persona cómo pensaba un reaccionario
radical, recuerdo que él se indignó, recordándome que nosotros siempre
habíamos cuestionado ese tipo de uso del arte, pero Mypain no era arte, era
una consecuencia necesaria del arte, y fue muy interesante encarnar a Naphta,
mucho, pero por algo que George nunca supo, y ahora, como siempre, es
demasiado tarde...
¿A qué te refieres?
A que elegí a Naphta porque se suicida. Yo necesitaba saber qué es un
suicidio, qué tipo de cambios, de decisiones internas implica suicidarte, o al
menos aproximarme lo más posible a ese conocimiento, porque a los
diecinueve, la noche del entierro, tuve una soga en la mano, una gruesa
cuerda de cuatro metros y medio, una soga parecida a la que usó David Foster
Wallace, una soga durante horas en mis manos. Cuántas veces releí el
momento del disparo, cuando le grita cobarde a Settembrini y se pega un tiro
en la sien.
Es un milagro que la página de Mypain siga funcionando…
Sí.
Supongo que tú también tenías un perfil.
Claro, ¿quién no se abrió un perfil en Mypain? Si no estabas en esa red,
no existías. ¿Tú a quién elegiste?
Se ha cortado la comunicación.
Los gritos de Anthony han penetrado de nuevo en la noche como una antigua
tormenta con sus truenos. Eran gritos animales, de chimpancé o de mono
aullador o de animal encerrado en un laboratorio farmacéutico; gritos
incansables, a veces proferidos como ráfagas, otras, espaciados por largos e
inquietantes intervalos de silencio.
Sólo regresa a su celda para comer y para chillar. Chang nos convenció
de que no era conveniente que volviéramos a colocar la placa en el suelo,
porque de ese modo el destierro de nuestro prisionero –pues lo sigue siendo
en el sótano– sería irreversible; y de que lo alimentáramos, para no cargar con
su muerte por inanición en nuestras conciencias.
–Nadie puede vivir de la oscuridad y el polvo –nos dijo.
Oscuridad somos y en oscuridad nos convertiremos. Es él quien le deja,
cada día, antes de irse a dormir, nuestros restos fríos en un bol.
Concentrándome en la pantalla, trato de no pensar en mi doble
desquiciado del subsuelo.
La bandera de Argentina ondea monótonamente. Da igual en qué página,
en qué sección entres, la bandera de Argentina, la eterna albiceleste sigue
ondeando en el extremo superior izquierdo de la pantalla. «Embassy of
Argentina in Australia» se lee a su lado, en la página principal. Cuatro
imágenes constituyen la puerta de entrada a un país traducido: la
incombustible fuerza motriz de las cataratas, el Noroeste como paleta de
rosas y rojos y arcillas y ocres, los glaciares de un azul antiguo, esa impostura
que llamamos Caminito. La idea de patria siempre funciona por sinécdoque.
Iguazú, el Cerro de los Siete Colores, el Perito Moreno y esa callecita famosa
de Buenos Aires a la que nunca fui: eso es la Argentina.
Acostumbro a entrar en «Argentina in brief», aunque resulte redundante,
porque me agrada sentir en mi pecho esa ambigüedad ante el mapa de la
madre patria. Ese cosquilleo irredento ante la representación de un territorio
destruido como todos. El magnetismo del origen gana intensidad cuando
sabes que no puedes volver. Los países son nada. Las naciones no existen.
Las confederaciones, los imperios, las alianzas militares, las uniones, los
tratados de comercio, las fronteras no son más que palabras que escribo,
palabras con historia pero sin contenido, limitadas por su propia grafía, sin
realidad más allá de los puntos donde termina la tinta negra y empieza el
blanco que es su contexto.
La toponimia es lo único que está en castellano en argentina.org.au: cada
provincia es de un color diferente, pero los países limítrofes están
representados en el mismo tono marfil. La idea de patria siempre funciona
por oposición. Los ocho vínculos de la izquierda permanecen inoperativos,
supongo que conducían a nuevas galerías de fotos de los atractivos turísticos.
Un australiano sólo podría estar interesado en la Argentina como destino
vacacional. En «Events» se anuncian misas criollas y espectáculos de tango.
La idea de patria siempre opera a través de lo folklórico y lo típico. Cuando
me embarga la melancolía, miro los cuatro videos de tres minutos de
duración que muestran algunas variantes del baile made in Argentina: el
tango, la cumbia, la milonga y el folklore. Faltan las sevillanas y la sardana
del Club Español, el vals de la colonia austriaca, las clases de danza del
vientre que se impartían en el Club Sirio, la murga que plagiamos de
Uruguay y los bailes de carnaval, de origen africano, que copiamos de Brasil.
Con tres compañeros del secundario fuimos un par de años seguidos a
Entre Ríos. No recuerdo si fue en el primer o en el segundo viaje cuando me
empaté con aquella mina brasilera, de ojos muy grises, morocha, casi mulata,
de no más de veinticinco años, que bailaba como una diablesa y poseída,
completamente alcoholizada, nos acusaba de haberles robado la tradición y
nos desvirgó a los cuatro amigos en tres noches consecutivas, a modo de
venganza.
No extraño todo lo que copiamos de dos continentes ni el guitarreo
entrerriano ni el paisaje con cientos de matices ni la música rock ni los
acentos de cada provincia ni el cuadril y el vacío y el asado de tira y el
chimichurri ni a los chantas de la tele ni hablar por el micromóvil con mis
amigos mientras camino por los Bosques de Palermo ni la infancia ni el mate
amargo ni el bar de la esquina ni el vino tinto de Cafayate ni las tiendas de
discos de la calle Florida ni el boliche de San Martín de los Andes donde me
besaron por primera vez ni leer el diario el domingo en un café ni la Pampa ni
los aterrizajes en Ezeiza ni los paseadores de perros ni el Sur ni la sensación
de tener raíces ni los domingos en San Telmo ni la previsión de la siguiente
crisis económica ni los maxiquioscos ni las rotiserías ni la bagna cauda de mi
tía Esmeralda ni la vista desde la Torre Porteña ni los conciertos en el Luna
Park ni las medialunas ni a mis viejos ni los vecinos de mis viejos ni siquiera
a la viuda alegre ni el barrio de Once en que todos ellos convivían en idiomas
diversos pero el mismo acento ni la voz de mi madre por teléfono ni el
repulgue de las empanadas ni mi departamento de soltero ni la Biblioteca
Nacional ni las clases del Instituto Británico ni a mi profesora Sally y su
acento de Manchester ni el Botánico ni la pizza con fainá ni las librerías de
Corrientes ni ver los episodios finales de la NCF en el cine de mi barrio ni
comprar pasta rellena los domingos en la tienda del tano ni las radionovelas
ni siquiera a Laura.
–No.
Extraño el sexo, pero no aquellos ojos grises y su ritmo endiablado o los
gritos de mi profesora de inglés cuando acababa y empezaba a arrepentirse ni
las seis o siete mujeres argentinas con quienes me acosté hace tanto tiempo,
porque el sexo, que es lo segundo que más echo de menos, la segunda
ausencia más inmediata en mis carnes, nunca fue para mí algo relacionado
con la idea de patria. La idea de patria en mi caso tiene que ver,
lamentablemente, con la genética, con la herencia que transmitimos en la
sangre y en el semen.
Para llegar a la palabra «tradición» (transmisión de conocimiento de
generación en generación) tengo que atravesar antes las acepciones de la
palabra «tormento»: «Atormentar o atormentarse. Angustia o dolor físico.
Dolor corporal para obligar al reo a confesar. Máquina de guerra. Congoja o
aflicción. Decir o manifestar fácilmente lo que sabe. Persona o cosa que
causa dolor físico o moral: Sus zapatos de tacón son un tormento; su hija es
un tormento».
Hoy me tocaba fregar los platos, de modo que he tenido que permanecer en el
refectorio hasta que todos se hubieran acabado sus raciones de sopa en sobre
y sus peras en conserva. Los trocitos de verdura flotaban en mi cuenco como
astillas o moscas, lejanamente emparentados con los pimientos, los zapallitos
y las zanahorias que quizá fueron antaño, cuando ese tipo de asociaciones
eran aún posibles. No podía comer al ritmo frenético en que habitualmente lo
hago, porque si no la espera sería literalmente insoportable. Por supuesto, lo
peor de los días en que tengo que lavar los platos es que alguien puede trabar
conversación conmigo, como ha ocurrido en otras ocasiones. La insensata ha
sido Susan esta vez:
–¿Estás durmiendo mejor últimamente, Marcelo? –me ha preguntado en
su inglés británico, tan extraño en nuestra comunidad de anglófonos
imperfectos y obligados, desde la mesa cercana–. Últimamente casi no hablas
solo...
He tardado unos segundos en contestar:
–¿Tú también has escuchado el gato hidráulico?
Susan ha mirado a Esther y a Kaury, buscando su complicidad, y la ha
encontrado; enseguida me he arrepentido de mis palabras y he tratado de
disimular.
–Perdona, Susan, no había entendido bien tu pregunta, sí, estoy
durmiendo un poco mejor.
Las tres mujeres se han vuelto a mirar entre ellas, asintiendo. Su portavoz
ha proseguido:
–La otra noche te vi recorrer el dormitorio, como si estuvieras sonámbulo,
era por eso que dices del gato hidráulico…
–¿Sonámbulo? ¿Yo? Qué tontería… –he cometido un error imperdonable,
no puedo permitir que duden de mi cordura, no otra vez, tengo que olvidarme
de la hipótesis del gato hidráulico, del movimiento invisible de Anthony bajo
mis pies, de su sombra constante en el sótano, de los crujidos de insecto que
no puede neutralizar el Diccionario.
–Nos mirabas como si fuéramos animales en una jaula, animales
dormidos… –sus palabras han quedado en suspenso cuando Chang se ha
sentado a mi lado, con el platito con su pera vibrante en la mano.
–¿No os parece muy interesante que los animales tengan la animación, el
ánima, es decir, el alma en su propio nombre y que nosotros en cambio no la
tengamos? –les he preguntado, excitado de pronto, moviendo la cabeza para
abarcar con la mirada a mis cuatro interlocutores–. Homo, homo hábil, homo
austral, homo erecto, homosexual, homologar, homólogo, las palabras del
hombre no tienen ánima, alma…
–En efecto –dice Chang, sin énfasis–, es muy interesante, nunca había
pensado en ello.
Susan, Esther y Kaury asienten de nuevo.
–Hablábamos de los paseos nocturnos de Marcelo –dice Susan mirando el
pecho de nuestro coordinador, porque es menos incómodo que abordar su
mirada inclemente, sobre todo cuando aparece de pronto al auxilio o al
acecho–, le preguntábamos si sigue teniendo problemas de sueño.
–Durante algunas noches pensé que había solucionado mis problemas de
insomnio –les confieso–, pero por lo que parece no ha sido tan definitivo
como creí.
Mientras me escuchan, sin bajar la mirada hacia la mesa, clavan con el
tenedor pequeños trozos de pera gelatinosa que ingieren enseguida. Siento
sus ocho ojos, en esos rostros devastados, clavados en mí; y sus cuatro
mandíbulas, en esas bocas terribles, masticar, ensalivar, triturar y tragar esa
masa atiborrada de conservantes. Escucho los mordiscos animalescos e
ínfimos, como gatos hidráulicos a muchos metros de profundidad en sus
gargantas.
–Pero no os preocupéis, que la crisis no va volver a repetirse, la tengo
bajo control, estoy haciendo una especie de terapia…
–Todos esperamos que tu diccionario sea más efectivo en esta ocasión –
me dice Chang.
–No me refiero al Diccionario…
–¿Por eso has empezado a escribir? –prosigue Susan.
De pronto he pensado que la desaparición de Anthony ha eliminado el
único espectáculo que había en el búnker. Hasta hace unas semanas era
posible ir a la celda como quien iba al circo o al zoo, a mirar el pene
enrojecido del mono. Ahora sólo nos tenemos a nosotros: ver cómo Chang
recorre incansablemente el búnker, cómo Thei dibuja ideogramas con su
pincel, cómo Marcelo se desahoga escribiendo. Mientras aguardan mi
respuesta y siguen masticando la gelatina insípida, entiendo a Anthony, su
hartazgo, su exilio.
–¿Escribes sobre nosotros? –inquiere Kaury, con su acento peruano–.
¿Me he convertido en un personaje del escritor Marcelo Ibramovich?
Ellas sonríen; en cambio él parece reprenderlas con el ceño fruncido, pero
nadie firmaría una interpretación unívoca de ese gesto, que podría significar
también complacencia ante una pregunta tan impertinente.
–No, no… Son sólo ejercicios de autocontrol… Sin voluntad literaria.
–No nos mientas, Marcelo –interviene Esther.
–Sabemos que escribes sobre nosotras –dice Susan.
–Nos hemos convertido en personajes de una novela –insiste Kaury–, una
novela titulada El búnker, del escritor argentino Marcelo Ibramovich,
mundialmente conocido en los metros cuadrados subterráneos de Qianmen y
sus alrededores.
–Dios es el único que puede escribir nuestros destinos, Marcelo –Esther.
–Tenemos nuestros derechos, no puedes convertirnos en personajes sin
nuestro consentimiento –Susan.
–La arrogancia de los porteños es célebre en toda América Latina… –
remata Kaury.
–Ya sabes lo que ha pasado siempre con las minorías cuando han tomado
conciencia de serlo y se han organizado como tales –me increpa Esther–: los
afroamericanos, los homosexuales, el pueblo de Israel…
–Los incas, los mapuches, los maya-quiché y el resto de etnias
latinoamericanas… –prosigue Kaury.
–La clase obrera inglesa en los años 20 de este siglo –remata Susan–.
Imagina que nosotros cobramos conciencia de ser un grupo representativo,
una minoría amenazada por tu novela, víctimas de la mirada masculina de
Marcelo Ibramovich…
–Como todo el mundo sabe… –desorientado, arrinconado en la esquina
más inhóspita del patio del colegio, trato de ganar tiempo mientras recuerdo
si ha existido alguna posibilidad de que hayan leído las páginas de este
documento– …los seres humanos tenemos derechos y los seres de ficción
también los tienen, yo tengo mis derechos y vosotras tenéis los vuestros… –
cambio la clave de mi ordenador cada día–. Y yo, yo no estoy escribiendo
sobre vosotras, porque eso tal vez podría vulnerar vuestros derechos –nunca
me lo he dejado encendido al ir a comer o al lavabo–. Sólo redacto ejercicios
de autocontrol sin importancia, si queréis os los enseño ahora mismo…
Es imposible que hayan leído ni una sola línea de este libro que jamás
será leído por nadie, así que he mentido. Sólo entonces las tres mujeres han
empezado a reír. No han sido las carcajadas de los viejos tiempos, sino una
risa escasa y nerviosa repartida entre tres bocas, pero risa al fin y al cabo. Me
estaban gastando una broma. Son tan pocas las novedades que acontecen aquí
que mi dedicación a la escritura ha sido objeto de comentario y de burla por
parte de mis compañeros de encierro. Chang lo corrobora:
–Me temo que las damas sólo querían bromear un poco, Marcelo –
comenta impávido–, hace tiempo que no lo hacían, de modo que espero que
no te lo tomes a mal. Ya hemos terminado todos, así que en cuanto te acabes
la sopa podrás lavar los platos e irte a dormir, seguro que duermes mejor con
el estómago lleno.
Con el recuerdo de esas risas tan similares a arcadas, las mujeres se
retiran; y enseguida lo hace nuestro líder; y entonces me bebo la sopa en tres
cucharadas y me doy cuenta de que, en efecto, duermo mucho mejor las
noches en que me he terminado la cena.
Es extraño el humor.
Mientras crecía el interés global por la reanimación histórica, en el pequeño
pueblo de Collinsville, Nuevo Texas, saltó la alarma. Los vecinos no quieren
comentar lo ocurrido. Harry McGuire, de The Voice of New Texas, habla de
vergüenza y de miedo, tras la intervención de ciento diez agentes del FBI en
una operación que fue portada de todos los diarios y de todos los noticieros
del mundo. Se podría añadir la palabra «culpa». Ninguno de los mil
setecientos habitantes de Collinsville puede tirar la primera piedra. Los que
no se enmascaraban ni prendían fuego ni propinaban latigazos ni asesinaban
son hermanos, primos, vecinos, padres, conocidos, compañeros de clase o del
club atlético de los que sí asesinaban, golpeaban, quemaban, se
enmascaraban. Sabían qué estaba pasando y no lo denunciaron. Todos callan
porque son cómplices.
El 2 de junio de 2018 se reúnen en la biblioteca municipal los profesores
de la Escuela Secundaria de Collinsville Tony Carpenter, Jane Morrison y
Carl Henderson; han decidido llevar su interés por el Ku Klux Klan, que han
estado estudiando durante los últimos años, al ámbito de la reanimación
histórica. Se constituyen como sociedad cultural sin ánimo de lucro, piden
una subvención estatal y comienzan a programar actividades. La primera,
inmediata, es la publicación de un boletín mensual, de dieciséis cuartillas
fotocopiadas, donde se exponen los resultados de sus estudios de la historia
del Ku Klux Klan en Collinsville (disponible en la biblioteca, en el club de
jubilados, en la papelería y en el ayuntamiento; y descargable en la página
web de la entidad). La segunda, al cabo de seis meses, es una convocatoria
para investigadores especializados en la historia de la organización racista y
criminal, con la intención de organizar un congreso el año siguiente con el
título «El Ku Klux Klan en la memoria local». La tercera actividad, la más
importante, es la recreación de un ritual de la asociación racista, con los
papeles invertidos, que fue convocado para el 18 noviembre.
Carpenter, Morrison y Henderson son afroamericanos. Con la ayuda de
las asociaciones por la dignidad racial del pueblo y de los pueblos vecinos,
convocan, por todo lo alto, un Día de la Reconciliación Histórica. Durante
semanas se reparten folletos, se cuelgan carteles y pancartas, se reúnen
fondos. Los blancos y los negros de Collinsville se hermanan en la
preparación de la jornada. Al fin llega el gran día. Las atracciones de feria,
las representaciones teatrales ensayadas en la escuela primaria, la exposición
fotográfica, el concurso de tartas de zanahoria: todo es un éxito. Anochece.
Para el acto de clausura, Carpenter, Morrison y Henderson hacen traer una
gran cruz de madera, que es plantada en un agujero que había sido excavado
con ese fin. Para sorpresa de todos, los tres líderes se visten con sendas
túnicas negras y cubren sus cabezas con un capirucho enfundado en una
máscara también negra. Suben al escenario y dicen: «Hermanos de cualquier
raza, para que el Día de la Reconciliación Histórica concluya como es debido,
es necesario consumar un ritual». Le prenden fuego a la cruz. «Los hermanos
blancos, en señal de perdón, deben apagar esta cruz en llamas con aquellos
cubos de agua. Sólo así podremos hablar de una auténtica reconciliación.»
La propuesta podía parecer lógica si se tenía en cuenta, como hacían
Carpenter, Morrison y Henderson, el contexto general (sin salir de América:
la gira política de Emílio Cardozo, presidente de Portugal, por Brasil,
pidiendo perdón por el genocidio implícito en la mayoría de las conquistas; el
reconocimiento público, por parte de la dictadura cubana, de la minoría taína;
la clausura de los edificios de Ellis Island y la columna de luz que relumbra
cada noche en ella, como reparación histórica por las vejaciones y el trato a
los inmigrantes estadounidenses que se dio en aquella institución). Pero no
era comprensible en el contexto local. A aquellas horas, tras casi diez de
celebración, la cerveza había corrido por doquier. Alguien gritó: «¡Y una
mierda!». Alguien le respondió: «¡Calla, imbécil!». Otro intervino diciendo:
«Que se calle la madre que te parió». Y lo que tenía que ser un ritual
simbólico de reconciliación se convirtió en una batalla campal. A la luz de la
cruz en llamas, los blancos y los negros de Collinsville se golpean, se pelean,
se arañan, se vapulean, se lanzan objetos, corren, huyen, regresan empuñando
bates de béisbol y barras de hierro. El balance es terrible: catorce heridos y un
muerto. El muerto es negro. William C. Blake, diecisiete años, último curso
de secundaria, estrella del equipo de baloncesto del Instituto de Collinsville.
Al parecer, la población blanca del pueblo no se planteó en ningún
momento añadir cizaña al conflicto. La población negra, en cambio, desde el
principio estuvo convencida de la necesidad de la venganza. En una reunión
multitudinaria que se produce en la parroquia el 1 de enero de 2019, presidida
por Carpenter, Morrison y Henderson, después de cinco horas de debate
acalorado, se llega a una decisión sorprendente. Y se sella un pacto. Desde
entonces, cada tres o cuatro meses, un blanco desaparece. Sumarán
diecinueve hombres blancos. Ahora sabemos que sus cuerpos fueron
enterrados en el mismo lugar, a veintitrés kilómetros de Collinsville, sobre la
fosa común en que fueron enterrados diecinueve hombres de color entre 1867
y 1871. Tras haber sufrido las mismas vejaciones que éstos sufrieron: cien
latigazos, crucifixión e incendio. Durante seis años, la minoría blanca de
Collinsville vive dividida entre el temor y la culpa. El cadáver de William C.
Blake planea sobre el pueblo como un santo o un diablo, como una niebla,
recordando tantos otros cadáveres de jóvenes negros, un siglo y medio de
cadáveres negros en un pueblo que todavía se ve a sí mismo, contra toda
evidencia estadística, como eminentemente blanco.
Carpenter, Morrison y Henderson siguen recibiendo subvenciones
estatales para la realización de sus investigaciones y congresos. Mientras el
plan de las diecinueve víctimas, inspirado en los sucesos de 1867–1871,
continúa en marcha, descubren que no sólo el segundo KKK, durante las
primeras cuatro décadas del siglo XX, también realizó sus rituales criminales
en las cercanías de Collinsville, causando al menos tres víctimas mortales,
sino que en los años 60 una célula independiente autoproclamada Nietos del
Ku Kluk Klan también actuó en el pueblo. Deciden entonces descubrir a sus
integrantes entre los ancianos que aún están vivos. Cuando se interesan por
Sebastian Brno, que ha pasado los últimos quince años de su vida en una
residencia geriátrica, son detectados por el FBI, que investiga a Brno como
posible torturador checoslovaco y espía ruso, huido de su país en 1958 y
residente en el pequeño pueblo de Nueva Texas desde entonces. La muerte
natural de Brno probablemente evitó su secuestro y asesinato por parte del
BKKK (Black Ku Klux Klan) y despertó las sospechas del FBI sobre los actos
criminales cometidos en Collinsville.
A los tres meses, Carpenter, Morrison y Henderson fueron detenidos
como líderes de una asociación criminal, en una espectacular intervención
federal. Gracias a la llegada de un equipo de forenses especializados en fosas
comunes, los diecinueve cuerpos fueron encontrados en avanzado estado de
descomposición, mezclados con huesos más antiguos, de ciudadanos
afroamericanos del siglo XIX, según los análisis. Y se inició un juicio que
todavía no ha terminado.
Hoy se cumplen trece años y cuatro meses de encierro; por tanto, hoy se
cumplen diez años y tres meses del suicidio de Ling y de Frank; por tanto,
hace ciento veinticuatro meses que reconstruyo los hechos sin que ninguna
versión me resulte del todo satisfactoria. Porque desde entonces, siempre que
es posible, cuando estoy hablando con alguno de los testigos fuerzo la
conversación para que me repita el relato de lo que ocurrió aquel día, la
narración de aquella ruptura, según el fragmento del espejo que cada cual fue
recogiendo del suelo tras la incineración de los cadáveres.
Lo único indiscutible es la existencia de un vínculo entre la pérdida de la
comunicación con Catherine y sus hijos, Mel y Lian, y la decisión de tomar
las píldoras. Catherine es (o era) la hija mayor de Frank. En enero de 2034,
ella, su marido y sus dos hijos habían conseguido llegar a una finca de
Connecticut reconvertida en refugio nuclear, en cuyo laberinto de kilómetros
subterráneos se estaba refugiando gran parte de la red Conqueror, a la que
pertenecía la familia.
Cuando se cerraron las puertas de nuestro búnker, todavía existía internet
tal como lo conocíamos, de modo que Chang y Ling pudieron comunicarse
regularmente con su familia desde Pequín. Para entonces, eran el de
Connecticut y el de Pequín los dos únicos núcleos familiares en contacto, el
resto de los parientes o habían muerto o jamás recobrarían la comunicación
con Frank y Ling, por un lado, o con Mel, Lian, Catherine y el padre y
marido cuyo nombre nunca supe y nadie recuerda, cuya existencia es todavía
más improbable que la de su pareja y sus hijos, de quienes se perdieron las
fotografías, los registros, como si su destino fuera ingresar en el mismo
territorio donde moran (debo escribir esas palabras) el padre, los abuelos, qué
más da si naturales o políticos, todos ellos retazos de un mismo exterminio.
Pero en junio de 2035, cayó la Red. De modo que el lugar donde
hubiéramos buscado la respuesta a la razón de su propia caída, de pronto dejó
de tener respuestas, porque impidió la posibilidad de la búsqueda. La
desactivación de los buscadores y de la mayor parte de los servidores
globales convirtió la Red en un archipiélago de islas fuera de contexto. A
partir de aquel momento, la única manera de encontrar una página web es
teclear directamente la dirección exacta en la barra del explorador. Y tener
suerte. No puedo saber qué porcentaje de páginas sobreviven, pero son pocas.
Yo recordaba al menos ochenta y cinco direcciones; sólo nueve existen
todavía. El perfil de Mario, que tuvo la suerte de haber escogido Biomemory
como servidor. Y las ocho páginas que sobreviven a mis ojos: la del Museo
Británico, la de la Embajada de Argentina en Australia, la de la compañía
aérea Magic Wings, la de la tienda de ortopedia Models de Edimburgo, la del
club de tenis Parque Roca, la de la red social Mypain, la de la ciudad de San
Francisco y la de un parque de atracciones de Moscú. No he encontrado más.
La enumeración de esas nueve direcciones que poseo constituye la
enumeración de mis nueve vínculos con el exterior. Mis nueve balones de
oxígeno.
Ni que decir tiene que no conozco forma alguna de comunicarme con
Laura ni con Gina, si es que el azar quiso que sobrevivieran. De tanto abrir y
cerrar sus fotografías, siento cómo se van perdiendo los píxeles, cómo se van
desdibujando sus auras, es decir, sus almas que no existen, es decir, mi
capacidad de identificar en las imágenes el recuerdo de mi mujer y de mi hija,
sus cuerpos reales, los que toqué algún día. Cuando era niño, soñaba
periódicamente que era capaz de volar: sin alas, con mover los brazos era
suficiente para elevarme y recorrer el barrio, los bosques y la costanera.
Desde que estoy aquí, la pesadilla recurrente me enfrenta a las deformidades
de mi hija y de mi ex mujer, que caminan sin pausa por el laberinto de mi
cerebro con la piel corroída por las costras, sin pelo, monstruosamente
desnudas, a veces ciegas, otras sin labios, sin dientes, sin lengua, sin palabras,
aúllan, gimen, producen con la garganta despellejada sonidos guturales,
intentan abrazarme, pero yo no lo permito y me despierto. El búnker de mis
sueños también ha sido inundado por la luz amarilla, que tiñe sus carnes
como el yodo empapa una gasa. Cuando, minutos u horas más tarde, abro el
archivo de sus fotografías, las imágenes se han teñido de sepia, de una pátina
amarillenta y algún detalle de sus fisonomías se me revela absurdamente
deforme. ¿Esas pupilas no son demasiado grandes? ¿Son cinco o seis los
dedos de esa mano?
A los siete días de haber perdido la comunicación con su hija y con sus
nietos, porque cayó el perfil de Lian, Frank tomó la decisión de quitarse la
vida. Según los datos que he ido recabando, es muy probable que no le
comunicara a nadie su decisión, ni siquiera a Ling, con quien vivía desde la
llegada de Frank a Pequín en 2029 como corresponsal de la CNN.
Con el pretexto de hacer un reportaje en profundidad sobre los búnkeres
de Mao, después de los primeros misiles coreanos sobre Shangai y San
Francisco, Frank se las ingenió para instalarse aquí con su pareja. Según me
confesaría más tarde Shu, en aquellos meses previos al encierro definitivo,
Chang, que llevaba años trabajando en la conversión del búnker en un museo
real y gracias a ello se había alejado del enrarecido clima de la Universidad
Popular, tenía miedo de reconocer que su intención era cerrar las compuertas
cuando cayera la primera bomba, porque él estaba convencido de que el
bombardeo llegaría y de que sería mundial y definitivo. Todos aquéllos que
no eran chinos y encontraron un buen argumento para entrar, se quedaron. A
través de fragmentos de relatos y de confesiones, he ido archivando las vías
de acceso de cada cual. Carl ya trabajaba aquí, era la mano derecha de Chang;
Xabier y Gustav eran compañeros de Chang en la universidad, los únicos
extranjeros; Kaury iba a ser la encargada de la traducción al español de las
indicaciones del museo y con esa excusa accedió al búnker, tres días antes de
la gran detonación; Ulrike se alojaba en un hotelito de un hutong cercano y se
refugió aquí atemorizada por la violencia de las primeras manifestaciones
contra la guerra; Anthony era alumno de doctorado de Chang; Esther, que
vivía en la misma urbanización cercana al aeropuerto, siguió a Shu desde su
casa el día que fue a buscar las primeras maletas, la siguió por el túnel ya
poblado de vagabundos, la cogió fuertemente del brazo cuando se encontraba
frente a la puerta y le exigió o le suplicó, quién sabe, que no la dejara afuera;
Carmela había sido la empleada doméstica de Shu y Chang y la amante de
éste y lo amenazó con destruir su matrimonio si no la protegía; yo llegué
porque al aterrizar en Pequín, pálido como un tísico, llamé a Shu y ella me
respondió desde casa, cuando estaban a punto de abandonarla, y me dijo que
en media hora pasarían a buscarme; a Susan la salvaron su idioma y su
determinación y el azar, esa abstracción que tanto alivia, y quizá también su
brutalidad, que nos prefiguró, clarividente.
Qué sencillo parece el párrafo que acabo de redactar. Como si fuera
posible enumerar los caminos que conducen a un búnker. Como si cada
biografía no precisara, al menos, de una serie de relatos para empezar a ser
comprendida.
«Revelador»: «Líquido que contiene en disolución una o varias sustancias
reductoras, el cual aísla finísimas partículas de plata negra en los puntos de la
placa o película fotográfica impresionados por la luz».
La luz.
–La luz, que sólo debería ser blanca.
«Revelar»: «Descubrir o ignorar lo ignorado o secreto».
¿Cómo consiguieron Xabier y Gustav ser profesores titulares de la
Universidad Popular? ¿Qué hizo Chang para lograrlo? ¿De qué huían Ulrike
y Susan? ¿Por qué Esther dejó atrás a su familia, aparentemente sin
remordimientos? ¿Qué matices explican sus relaciones con la maternidad?
¿Ven ellas en Thei a sus hijas y a sus hermanas? ¿O a las amigas que besaron
y palparon cuando eran adolescentes? ¿Por qué decidió Chang proteger a
Anthony? ¿Qué relación, qué pactos, qué secretos existen entre ambos?
¿Sabía Shu que su marido la engañaba? ¿Por qué me lo confesó Carmela? ¿A
qué se debe la chinofobia de Chang? ¿Qué excusa le dio Shu para justificar
que yo, en vez de ponerme en contacto con él, la llamara a ella para
salvarme? ¿Teníamos tres o cuatro gatos hidráulicos en el almacén?
«Revelar»: «Proporcionar indicios o certidumbres de algo».
«Revelar»: «Manifestar Dios a los hombres lo futuro o lo oculto».
Ling no tenía que estar allí, sino en su puesto de trabajo. Pero, de pronto,
sintió que una gota escapaba de uno de sus orificios nasales y atravesaba sus
labios. Por un acto reflejo, sorbió el sabor de la sangre. Corrió hacia el
lavabo, con el dedo índice, horizontal, presionando. Fue entonces cuando vio
salir a Frank del dispensario e introducir la hoja de insumos en el buzón.
Entonces se olvidó de su propia sangre y se acercó al buzón, introdujo por la
ranura sus dedos, que recuerdo finos y largos como pinzas, extrajo la hoja y
la leyó. No dijo nada. Se limitó a esperar. Cuando encontró en la litera que
compartían el cuerpo sin vida de él con el frasco de píldoras cobijado en la
mano cerrada, la abrió para coger el envase y hacerse con un puñado de
muerte, que se metió en la boca, masticó y tragó sin decir nada.
Esta mañana he entrado una vez más en la web de Gorky Park. Gustav me
dijo hace tiempo que es un célebre parque de atracciones de Moscú, que
incluso dio nombre a una película de Hollywood. No hemos vuelto a hablar
del tema. Las fotografías están pixeladas. No puedo entender ni una sola de
las palabras que, sobre fondo naranja, son repetidas eternamente por el
publicista anónimo que las redactó, cuyo nombre quizá esté en la sección de
créditos. Un maldito jeroglífico. Sólo los números son descifrables: 9500
rublos (¿el precio de la entrada? ¿algún tipo de abono?) y 8-800-100-04-24
(¿el número de información telefónica?). En la parte inferior de la página hay
dos videos domésticos. La cámara del de la derecha enfoca los raíles, la
estructura metálica de la montaña rusa, y la ciudad de Moscú, que desde el
aire, con el puente al fondo, podría ser Dublín o Buenos Aires. La del
izquierdo, en cambio, enfoca sobre todo a una muchacha de larga cabellera
castaña que sonríe al principio y se desternilla de risa al final, cuando
aumenta la velocidad y llegan los loops y se despeina, el pelo, desordenado,
invade su cara, la oculta a intervalos, pero jamás tapa su risa, despreocupada
y sincera, dientes blancos como la perla que cuelga de su cuello engarzada en
una cadenita de plata. No me canso de mirarla. Antes estudiaba cada una de
las fotos, incluso trataba de imaginar qué podían significar aquellas palabras
escritas en un alfabeto remoto; ahora sólo veo el video de la izquierda. Ella
tiene la edad que tendría Gina ahora. Un minuto y veintiséis segundos. Su
risa contagiosa. Y pulso play. Su risa virgen. Y pulso play. Sus dientes
perfectos, su pelo sin culpa. Y pulso play. La perla que salta.
Las imágenes ostentan a veces sobre mí el mismo poder que las palabras:
la misma capacidad para ensimismarme. Ver ese video es como pensar en la
palabra «culpa» o en la palabra «duelo» o en la palabra «secreto» o en la
palabra «Thei».
Como mirarla cuando, en el comedor, disuelve con la cucharilla la leche
en polvo en el agua caliente.
Como estudiarla cuando, con uno de los pinceles que su padre guarda,
con celo extremo, en algún rincón que desconozco, crea de la nada caracteres
milenarios y negros sobre la blancura del papel.
Como observarla cuando nos hipnotiza a todos, sin previo aviso, como un
faro o una santa, en cualquier parte.
Como espiarla e imaginarla en la ducha, ese abismo.
Ayer ocurrió algo extraordinario.
–Sí, sí, extraordinario.
Me encontraba espiando los pies de Thei a través del hueco inferior de la
puerta (sus pies desnudos, mojados, enjabonados, envueltos en el vapor que
asfixia, enjuagados, empapados, con esas arrugas que aparecen en ellos
cuando llevan más de cinco minutos inmersos en esos pocos centímetros de
agua) cuando vi que se separaban más de lo normal. Thei acostumbra a situar
cada uno de sus pies a unos diez centímetros a lado y lado del desagüe, donde
el cemento se agrieta ligeramente, en forma de cicatriz o de fósil. No los
mueve durante los doce minutos que dura, por lo general, su ducha (menos
cuando los enjabona, levantando primero el derecho y después el izquierdo,
con infrecuentes pero graciosas pérdidas de equilibrio, durante las cuales yo,
invariablemente, me debato entre el impulso de ayudarla y el miedo extremo
a ser descubierto). Pero hoy sí los ha movido. Mucho. Como si bailara. O
dudara. O estuviera muy nerviosa. O temblara, febril. La ducha ha durado
unos dieciocho minutos, durante la mitad de los cuales los pies se han estado
moviendo; se ha puesto de puntillas; ha rectificado la posición tras pisar
repetidamente el desagüe; y, sobre todo, se han separado muchísimo, a veinte
o treinta centímetros del agujero, mientras le temblaban las pantorrillas. El
ruido del agua a presión no me ha dejado escucharla, pero estoy seguro de
que en su garganta estaba el sentido.
Carl duerme unas cinco horas por día. Sólo durante ellas, más la media hora
del almuerzo y los veinte minutos de la cena, se ausenta de la sala de control.
La puerta tiene un código de acceso que algunas noches, irracionalmente, he
tratado de descubrir marcando cifras al azar, sin éxito, por supuesto. He
dejado pasar más de un mes para que se olvidara de la diarrea y bajara la
guardia.
No ha sido fácil dejar que el tiempo corra. Mario no se conecta. Sólo
puedo conversar con el Diccionario, ensimismarme en él como en un cuerpo
desconocido y eléctrico.
Vadear.
Vado.
Vagabundear.
Vagabundo.
Vagar.
Vampiresa.
Vampírico.
Vapor.
Vaporoso.
Vaporosa.
Veda.
Vedado.
Védico.
Vegetal.
Vencer.
Vencido.
Vender.
Venderse.
Verde.
Verdor.
Verga.
Vejestorio.
Vejez.
Viajar.
Viaje.
Viajero.
Viejo.
Virgo.
Virguería.
Volver.
Vulgar (hacer vulgar o común una cosa; darse uno al trato y comercio de
la gente del vulgo, o portarse como ella), vulgaridad, vulgarmente, vulgata
(versión latina de la Sagrada Escritura, declarada auténtica por la Iglesia),
vulgo, vulnerabilidad, vulnerable (que puede ser herido o recibir lesión,
física o moralmente), vulneración, vulnerar (herir), vulva.
La herida.
He acabado con la uve; el fin se acerca y me apremia.
Por eso he forzado un encuentro con Carl en el pasadizo que conduce a la
sala de control y le he ofrecido el bombón. Posiblemente el último de los
bombones sobre la faz de la tierra.
–No te agradecí que me cambiaras el turno de la ducha, no podía soportar
ni un día más tocar con mis pies el mismo jabón con que antes se había
duchado Gustav.
–El bueno de Gustav, cada día está más loco… Es un regalo excesivo,
Marcelo. Todos tenemos nuestras manías. Pero ten en cuenta que el favor me
lo hiciste tú a mí, porque creo que es mejor no estar tan cerca de Thei ahora
que se está haciendo mujer –me guiña el ojo–, y menos ahora que sabemos
que su padre tiene una pistola –a veces la luz amarilla rompe los tabúes, nos
hace libres o, peor aún, temerarios–, porque supongo que sabes que el turno
de ducha de Thei es justo antes que el tuyo…
He simulado que no lo sabía, mientras continuaba sosteniendo en mi
mano la bolita de chocolate, envuelta en papel rojo y plateado. Él dudaba.
Hacía tiempo que no lo veía tan nervioso, quizá desde el mismísimo día del
encierro, porque cuando violenta a la niña en la sala de control de su
semblante emana una tranquilidad absoluta, como si sólo el sexo compartido
pudiera darnos aquí la paz. La paz os dejo, la paz os doy. Su mirada
permanecía adherida con gran intensidad al anzuelo envuelto en oropel. Por
momentos desaparecían las ojeras, la calva, las arrugas, la dureza de las
facciones y Carl era un tierno niñito de cinco años poseído por el deseo de su
mirada. Quiero ese caramelo, decían sus pupilas. No ha podido resistir ni un
segundo más y ha aceptado. Me ha mirado con una expresión de
agradecimiento totalmente incongruente con las líneas ariscas de su cara y de
su cuello y de su espalda, con la perversión de Thei, con los videos porno,
con el control del búnker:
–Muchísimas gracias, Marcelo.
Ha perdido absolutamente la compostura. Ha sido el niño Carl, aquel
muchachito de una ciudad de provincias de la remota Ucrania, quién sabe si
con pantaloncitos cortos y camisa blanca y dientes de leche, quien ha
deshecho con ansia el envoltorio del bombón y ha extraído la bolita de
chocolate y la ha mirado durante una milésima de segundo, el tiempo que ha
tardado en introducirla en su boca. Pero quien se ha comido el bombón no ha
sido el niño Carl, sino la babosa Carl, el hijo de ramera de Carl, con sus
modales de bestia y su torre rabiosa, el hijo de remil putas que llamamos Carl
y de cuyo pasado casi nada sabemos. A juzgar por la dilatación de sus fosas
nasales, por la avidez nauseabunda y por el relamido, el chocolate, caducado
hace años, seguramente rancio, le ha sabido a gloria. Con el lacrimal
excitado, súbitamente consciente de la patética escena que acababa de
protagonizar, se ha chupado los dedos índice y pulgar, se ha despedido de mí,
ha avanzado tres pasos, ha marcado el código en el teclado de la cerradura, ha
entrado en la sala de control y ha cerrado la puerta.
Todavía se me acelera el pulso al recordar mi mirada: 7–5–4–1, me han
revelado la saliva y el cacao.
Carl duerme poco, pero intensamente, con un ronquido grave y
acompasado, que suele mantenerse durante poco más de cinco horas de sueño
ininterrumpido.
He regresado a la sala de control de madrugada.
Huele a esa colonia de hospital que gasta su amo y señor. Hay pocos
objetos personales: tres bates de béisbol de equipos gringos colgados de la
pared; una fotografía en color de Carl, con pelo, entre otros reclutas; algunas
botellas vacías cubiertas de cera fundida; una figurita de la Virgen de
Lourdes. El sillón es mullido, de cuero gastado, y se desliza gracias a cuatro
ruedas giratorias que tardo unos segundos en controlar.
Las cámaras nos graban durante las veinticuatro horas del día y están
numeradas del uno al doce. El monitor es antiguo, pero se encuentra
conectado a una computadora de los años veinte, por tanto los archivos son
digitales y el buscador permite acceder a ellos indicando el número de
estancia, la fecha y la hora.
Lo primero que he hecho ha sido verme hace casi catorce años, el día del
encierro. No me he reconocido. La pantalla es pequeña y refulge con una luz
extraña, de una blancura poderosa capaz de neutralizar los efectos de la luz
amarilla; pero no era una cuestión tecnológica, sino existencial. No era yo.
–No: no lo era.
Durante cuatro horas y media no he hecho otra cosa que estudiarme.
Viéndome a mí mismo: quieto o en acción, en participio o en gerundio.
Horrorizado ante el parto de Thei y la muerte de Shu y las compuertas
que se cierran, no necesariamente en ese orden; durmiendo o tratando de
dormir, dando vueltas en la cama, frotándome los ojos; masturbándome de
espaldas a la cámara (ese mínimo temblor sólo puedo identificarlo yo, tal vez
sea el gesto que me ha ido constituyendo durante estos años, en el sexo o en
las manos); comiendo con apetito o sin él, al principio en compañía y solo
con el paso de los años; perdiendo los modales como se pierden las ganas de
hablar; con una carcajada en los labios, cuando era otro; viendo una película;
charlando con Xabier y con Carmela en los viejos tiempos, confesándoles
quizá a qué me había dedicado durante los últimos años, hablándoles tal vez
sobre las entrevistas y los informes que me condujeron al búnker; caminando
por los pasadizos, palpando las paredes de hormigón, paralizado de pronto
ante uno de los focos de luz amarilla; hablando solo, frente a alguno de los
espejos, o hablándole a Mario, frente a la pantalla, con una frecuencia de la
que no quería ser consciente; jugando a ajedrez con Xabier, los viernes por la
noche de los primeros años de encierro, para simular que era posible aquí
tener amigos; discutiendo con Chang, a gritos, sobre cualquier minucia, sobre
cualquier detalle, aunque en realidad estuviera discutiendo sobre Shu, sobre
lo que tras su muerte interpreté como amor por Shu, pero sin mencionar a
Shu, sin que él perdiera su media sonrisa, inmune a mis reproches, a mis
celos, la última, la única vez que le levanté la voz; haciendo gimnasia,
aerobic, abdominales, flexiones, estiramientos, cansándome del cuerpo que
yo era; besando y desnudando, cada vez con menos delicadeza, con peores
modales, en la sala de meditación y descanso o en la cocina, a Carmela,
arrancándole sus remeras talla M para descubrir aquellos pezones que olían a
suavizante, cuando yo aún me afeitaba cada día, cuando yo aún recordaba a
Gina al afeitarme, cada día; vaciándome en el último forro o condón sin
caducar, la última vez que cogimos o follamos, de pie, en el almacén,
nuestros rostros desencajados por la evidencia del fin; dándole clases a Thei
cuando era niña, con su trenza negrísima como una serpiente en la espalda
(¿cuándo mi mente enferma empezó a desearla? ¿fue realmente el día en que
cumplió trece años?); trabajando, sentado o tumbado, en el catre o en
cualquier rincón, con un lápiz siempre en la mano, en el Diccionario;
reparando una cañería o un fogón o un inodoro; trabajando durante mi turno,
cada día, hasta que la constancia se volvió desgana tras el disparo;
envejeciendo en televisión; viviendo en televisión; horas y horas frente al
Diccionario; cayendo en la desesperación, en la abulia, en la decadencia;
avanzando hacia la muerte, prematuramente, pero con paso firme, por los
pasadizos de ese búnker de paredes de cemento y tuberías a la vista; la crisis,
la crisis, la crisis, petrificado ante la bestialidad angelical de Anthony, brutal
y desnudo, ante el disparo, ante su muerte que me abrió los ojos; espiando a
Thei en la ducha.
–¿Carl lo sabe?
¿Estaba mirando la pantalla en aquel preciso instante?
¿Por eso me cambió el turno de la ducha? ¿Para que cayera en la
tentación vulgar de la vulva de la virgen sin pecado concebida? ¿Para
tenerme en sus manos?
–No lo sé. No lo sé. No puedo saberlo.
Pero sí puedo, en cambio, leer en mis labios las conversaciones de los
primeros años, cuando todavía hablábamos entre nosotros, nos contábamos
nuestras vidas mientras compartíamos, dosificándola, una cerveza o una
botella de whisky. Aquellos días menos oscuros, más fácilmente legibles, que
siguen existiendo en estos archivos.
Carl, el archivero, el bibliotecario, la memoria del búnker.
–El hijo de remil putas.
Acelero y ralentizo la película de nuestras vidas. Busco momentos
identificables.
En esas imágenes, por ejemplo, no hay duda de que estoy hablando de
Laura y de Gina: de cuánto las amo y las extraño, de la familia perfecta, del
perfecto triángulo, para pasar sin solución de continuidad a la tragedia, a la
primera detonación en Puerto Madero, a la segunda detonación en la
autopista hacia Mar de Plata, el doble resplandor en forma de superhongos
que yo pude ver desde el avión que me traía a Pequín, con una escala en
Santiago de Chile que no pudo realizarse, dos nubes infernales y simultáneas,
inverosímiles en la lejanía, fundiéndose con la nubosidad del Río de la Plata,
en el vuelo, enajenado. Casi nada era real, pero yo lo contaba con convicción,
creyéndomelo, convencido de que mi ficción era un absoluto verosímil.
Narrar, pese al utópico deseo de verdad, es ir acumulando mentiras.
A menudo hablábamos también (¿cómo he podido olvidarlo?) de la
Bóveda Ártica. Corrían las bromas a costa de la Bóveda Ártica. Claro que sí:
ese día, por ejemplo, estamos comiendo y de pronto alguien, quizá Xabier,
dispara su comentario y ya no podemos parar de reír. Parece mentira: son
risas, no convulsiones ni arcadas, esos movimientos que hacen vibrar
nuestras mandíbulas. Nos reímos, mientras comemos, de un chiste sobre la
Bóveda Ártica. Sería mentira si no estuviera esa pantalla para demostrarme
que fue verdad.
Narrar, pese a la necesidad de la mentira, es la búsqueda de la verdad.
Y en esas otras imágenes, por ejemplo, lo recuerdo a la perfección, le
cuento a Carmela mi último viaje por Estados Unidos.
Lo recuerdo a la perfección, es decir, lo reconstruyo.
Dejo el play. La película se desarrolla al ritmo en que lo hizo la realidad.
Me concentro en la imagen, en mi boca que habla, con la intención de
controlar el lenguaje del pasado, el lenguaje que me constituía cuando era
otro. Cuando hablaba así: «Al descubrir que nadie leía los informes decidí
empezar a viajar por mi cuenta, a dejarme guiar por mis obsesiones
personales, y es por eso que fui a Foley dos meses antes de la primera
detonación, cuando todavía era posible viajar sin restricciones, porque
después de la aniquilación de El Cairo comenzaron las restricciones y sólo el
personal diplomático y algunos individuos con autorización especial pudieron
embarcar en los escasos vuelos comerciales que mantenían sus rutas, y
después de la destrucción de Buenos Aires se cancelaron los vuelos
internacionales y sólo permanecieron los militares y los domésticos, hasta
que la guerra llegó a Europa y fue el fin, nada que no sepas, Carmela,
perdona que divague, fui a Foley por aquella historia que te conté, la de
Bobby Fisher y Morgan Go, en busca de alguna pista que pudiera dignificar a
mis ojos la figura de Morgan Go, lo cierto es que esto es una tontería o, peor
aún, una locura, me decía a mí mismo a la barra de aquel bar, después de
pedir un desayuno completo y de preguntarle a la camarera si conocía a
alguien del pueblo que hubiera conocido a Bobby Fisher, “¿Bobby qué?”, fue
su respuesta, de modo que me convertí en el fantasma de un fantasma,
repitiendo el mismo error que Morgan Go había cometido muchos años antes,
tres días espectrales, desayunando, almorzando y cenando en el mismo bar,
atendido por Peggy Blue, a quien me hubiera gustado conocer como te
conozco a ti, Carmela, bíblicamente», digo y en ese momento, pese a la
lejanía de la cámara, puedo adivinar cómo le guiño el ojo, mejor dicho,
recuerdo a la perfección que le guiñé el ojo y que ella aprovechó la pausa
para preguntarme si al final encontré o no alguna pista de Fisher y yo le
respondí que sí, que «Max, el de la gasolinera, me dijo al tercer día que la
única persona del pueblo que pudo haber conocido al Campeón de Ajedrez,
así dijo, Campeón de Ajedrez, como si no existieran Capablanca, Karpov,
Kasparov, Anand o Carlsen, esa persona tenía que ser Ridley Anderson,
campeón del mundo de tenis de mesa, que había nacido en Foley y había
pasado toda su vida en la Costa Este y se había jubilado en Foley y en Foley
seguía viviendo, así que fui a ver a Ridley Anderson, que en aquel momento
estaba jugando a ping-pong con su nieto, a quien le dijo que subiera a su
habitación a ver una película, y me invitó a un café y charlamos sobre Fisher,
sobre su amigo Bobby, con quien acostumbraba a jugar largas partidas de
damas, feroces partidas de tenis de mesa y divertidísimas partidas de bolos, y
a quien regalaba antiguos números de Playboy de vez en cuando; que murió
en Reikjavik en 2008, veinte años exactos después de sus últimas partidas
precisamente allí, en casa de Ridley, como demostraban las fotos que me
enseñó, instantáneas innegables de una amistad construida al margen de la
locura, aunque todos estemos locos, me dijo Anderson, como ese tal Morgan
Go, que viajó aquí en 1989, es decir, cuando yo hacía tan sólo dos años que
había regresado a mi hogar, y no supo encontrarme, son bellas esas locuras,
¿no cree, Marcelo?».
«¿No crees, Carmela?», recuerdo o quiero recordar que le pregunté.
Carmela asiente en la pantalla, tres veces, con una determinación que muy
pronto desaparecería de este búnker. Si es que sigue siendo el mismo.
Porque narrar es ensayar voces que no te pertenecen en espacios que
están siempre a punto de desaparecer.
Tras darme cuenta de que me había dormido sobre el teclado, a las tres y
media, agotado, he regresado a mi catre. Gracias a la caricia del Diccionario
(no sé decir si suya o mía), he logrado dormirme.
Me he pasado el día esperando la noche, trémulo como uno de aquellos
flanes que hacía mi vieja y que se pasaban el día refrigerándose a la espera
del momento de ser cubiertos de dulce de leche como postre de la cena,
enormes flanes familiares que vibraban cada vez que alguien abría y cerraba
la puerta de la heladera.
–Marcelo, ¿estás bien?
Me ha preguntado la sombra XL de Chang, en su inglés neutro, perfecto,
diplomático, pese a los años y la pistola. He tardado unos segundos en
encontrar su cara, en mirarle a los ojos, en decirle:
–No, no estoy bien, no estamos bien, Chang, nadie está ya bien,
envejecemos, te tememos, tememos tu arma, Chang, nos desesperamos,
enloquecemos, poco a poco, sin llamar la atención, sin escenas ni
dramatismos, porque no somos bestias, Chang, no somos ángeles ni diablos
como Anthony, pero no estamos bien, Chang, para qué te voy a mentir, no
estamos bien, querido y odiado Chang.
Le he dicho, en voz baja, pero él no se había detenido a la espera de mi
respuesta.
Estaba demasiado nervioso como para cenar.
Poco después de media noche he regresado a la sala de control.
Lo primero que he hecho ha sido constatar que aquí no hay ninguna
cámara, que el controlador no es controlado. Debería haberlo comprobado
antes. ¿Qué ocurriría si me descubrieran? Poner al descubierto el secreto de
Carl, que quizá sea también el secreto de Chang, someterlo a discusión,
enfrentarlo: quizá sería la manera de reactivarnos, de provocar una cadena de
reacciones, de volver a comportarnos como una comunidad. ¿O sería mejor
callar? ¿Es irreversible nuestro letargo? Tengo tiempo para pensarlo. De
momento, no me han descubierto. Puedo seguir mirando. ¿Cuándo se lo
contarán a Thei? ¿En qué momento de su formación sabrá ella que existen las
cámaras? ¿Cómo le afectará esa información? ¿Se buscará en las imágenes
mudas? ¿Me buscará? ¿Le importo? No hay cámaras en esta habitación, no
quedará registro alguno de lo que aquí ha sucedido: con los años pensará que
su iniciación sexual fue un sueño o una ficción. Un efecto más de la
telarañosa luz amarilla. Yo no debería saber todo esto. Las cámaras, el
monitor, Carl, el sexo, Thei, nuestro pasado televisado.
La pistola de Chang.
No puedo sacármela de la cabeza: como si estuviera enfundada en mi
cerebro.
Su presencia se opone, poderosa, a la del Diccionario.
¿Y si nos ocultara otros objetos igualmente poderosos? ¿Una botella de
Jack Daniels, una impriforma, una bomba capaz de destruirlo todo?
Veo algunos de los archivos de los primeros meses.
Reconstruyo nuestros debates. Adivino ciertas palabras en nuestros
labios. Palabras que se repiten, auténticas contraseñas que nosotros
pronunciábamos con fe, pero que los años se ocuparían de vaciar de
contenido. Democracia. Esperanza. Temporal. Exterior. Calma. Futuro. Fe.
Cooperación. Comunidad. Sociedad. Libertad. Colaboración. Utopía. Era
Anthony quien decía siempre «es nuestra oportunidad para la utopía». Cómo
pude olvidarlo, lo siento, Mario, te fallé, yo debería haberte bautizado, no sé
si sabrás perdonarme. Esas imágenes mudas, con el aura blanquísima de la
pantalla, me hacen recordar las palabras que transportan, asociadas, bajo los
píxeles, como una sucesión de documentos adjuntos. Palabras que ya no
tenemos presentes. Utopía. ¿En qué momento empecé a creer en la distopía?
¿Ante las ruinas de la Puerta de Brandemburgo? ¿En la estación de
Koyevskaya? ¿En el avión que escapaba de dos superhongos? Democracia.
Futuro. Fe. En cierta ocasión, Mario, me diste la definición de la palabra
«distopía»: «Utopía más tiempo».
Acaricio a Carmela (su silueta deseable) y el dedo índice se me recubre
de luz pastosa como semen.
Vuelvo a ver cómo hacemos el amor.
Una, dos, diez veces: nuestra desesperación, nuestra triple lejanía.
Al fondo del plano, en un pasado remoto, cuando éramos otros.
Para Shu, Chang era un tabú, un misterio que la devoraba y que no podía
compartir. En cambio, era el tema favorito de conversación de Carmela. Por
ella supe que Chang fue renunciando a su influencia en la universidad y se
fue dedicando enfermizamente a la rehabilitación del búnker porque no
soportaba estar perpetuamente rodeado de chinos: «Intentaba trabajar con
colegas europeos y acostarse conmigo, que soy latinoamericana. Se
embadurnaba con cremas occidentales, con perfumes carísimos, con texturas
y olores que disimularan su raza, su origen. Nunca me ha tocado en el
búnker, nunca, como si la muerte de Shu o la vida de Thei le incapacitaran
para el erotismo». Por ella supe que trataba de pasar el menor tiempo posible
con Shu y que ella tuvo otros amantes, «no tan ardientes como tú», me dice
en este momento, apretándome la nalga y mirándome a los ojos, descarada y
mentirosa, convertida en un espectro radiante gracias a la blancura cegadora
de esa luz.
Busco también el cuerpo de Carmela el día del infarto. También la deseo
entonces, mientras se lleva la mano al pecho y desfallecen sus rodillas y cae
al suelo. Dios mío, ese escalofrío que me recorre la espina dorsal, desde el
cerebro hasta el pene. Fue bella incluso en el momento de la muerte. Ella
quería irse y se fue: hasta ese deseo vio cumplido. No fue un peón
sacrificado: cómo pude ni siquiera concebir semejante estupidez. Se rindió,
con elegancia, como una reina que ve cómo su ciudad, sitiada, ha perdido la
capacidad de resistir. Me doy cuenta de que con ella desapareció del búnker,
al menos de mi búnker, del búnker que se corresponde con el mapa de mi
piel, con los límites de mi cerebro, precisamente el deseo, que –proscrito
durante años– no regresó hasta que Thei cumplió trece años. O tal vez fuera
después, la primera vez que vi sus pies desnudos en la esquina de su cama o
junto al desagüe. Siento una erección dolorosa: no sé si por ella o por Thei. A
Carmela le hubiera gustado, aunque ambiguo, este homenaje.
Entonces miro a Thei. La Thei de los últimos meses. Sus ojos ligeramente
rasgados, más vivos que nunca, entre las ranuras de una melena negra que le
cae por la frente; sus pasos incansables por el búnker, casi puedo oír ese eco;
la progresiva seguridad de sus gestos. Deslizando la negra punta del pincel
por el papel blanco, dibujando ideogramas bajo la atenta supervisión de su
padre. Entrando y saliendo de este maldito cubículo. Caminando por el
pasadizo con un bulto en la mano (el zoom revela aquella vieja y sucia
muñeca, que ya había olvidado). Entrando y saliendo de la sala de meditación
y descanso. Recibiendo en el refectorio, cuando ya todos nos hemos ido, un
regalo de Esther, que extrañamente se arrodilla para dárselo. Desnuda,
entrando en la ducha, minutos antes de que llegue yo: un cuerpo menudo y
perfecto, una postal congelada, una flor que empieza a abrirse –una vez más
el declive pastel de mi lenguaje–. En el refectorio, en su litera, caminando por
los pasadizos, en cualquier parte, en todas partes, multiplicándose para
nosotros, para que haya siempre juventud a nuestro lado, creciendo a una
velocidad excesiva. La Thei ya casi mujer. Ya casi Shu.
–Quizá más madura ahora de lo que nunca fue su madre.
Crece un cuerpo y se convierte en la huella viva de otro, precedente.
Son las cuatro y cuarto de la mañana cuando decido poner fin a la sesión.
Extiendo la mano para apagar la computadora, pero no soy capaz de
resistirme a una tentación nueva, inesperada: ver demoradamente (esas
palabras) los primeros minutos de nuestro encierro.
En efecto: ahí está Shu, adorable pese al dolor extremo, en el suelo,
dilatando, a punto de dar a luz a Thei, esforzándose, sufriendo, alumbrando
finalmente a su hija, minúscula y ensangrentada, con las piernas
desgarradoramente abiertas sobre las toallas que ha dispuesto de cualquier
manera, de urgencia, Carmela, de una juventud increíble, a su lado,
acariciándole el cabello sudado, entrelazados sus dedos a los de la
parturienta. Supongo que en esos momentos Chang (fuera de campo) cierra
definitivamente la puerta, porque no tarda en aparecer por la derecha del
encuadre. Lleva una pistola en la mano. No la recordaba. Su pistola. Nadie la
recordaba. O quizá sí. No hemos hablado sobre eso. La sucesión de imágenes
(el tiempo) no me deja pensar ni recordar. La memoria es un montaje. La
unión de Thei con su madre es cercenada: el cordón umbilical cae al suelo,
sucio de polvo y placenta. Chang se lleva al bebé sin dedicarle una última
mirada a su esposa, que ha muerto. O que muere. O que va a morir. Imposible
saberlo. Después del último esfuerzo se ha convertido en un bulto inerme y
quieto, sobre un colchón informe de toallas sucias. Yo no puedo más, mi
mareo es perceptible en mi mirada y en mi palidez: desaparezco. A los pocos
minutos, Carmela se queda a solas. Mira a derecha y a izquierda para
asegurarse de ello. Entonces, introduce sus dos manos en la vagina dilatada
de Shu, hurga en sus entrañas mientras sigue girando la cabeza a derecha y a
izquierda para cerciorarse de su soledad con el cuerpo aún caliente. Con
dificultades, finalmente, extrae un feto muerto.
Siento una punzada infernal (ardor y frío y ácido) en el ombligo.
En un saco de plástico, Carmela mete las toallas y los desechos, antes de
que Xabier y Gustav lleguen con la funda negra en cuyo interior, al día
siguiente, será incinerada Shu.
No conservo imágenes animadas de Shu anteriores al parto. A duras
penas puedo recordar cómo era el hotel donde hicimos el amor. De la bañera,
grande y ligeramente ondulada, no tardaba en salir vapor. Había un espejo
frente a la cama, sobre un tocador con un cenicero de vidrio y un jarrón sin
flores. Había cenefas en el marco del espejo y en la madera de caoba del
tocador, pero no sabría dibujarlas. El recuerdo de nuestras imágenes debió
borrarlo alguna de las primeras bombas.
En el principio fue el grito.
Es el primer video: nuestro génesis.
Nuestro génesis son dos cadáveres, uno explícito y el otro invisible, como
las dos orillas de un puente en un día de niebla.
–Y los aullidos.
No te olvides de los aullidos sordos de los que dejamos afuera, de su
aniquilación, no te olvides de ellos ni de ella.
Ni siquiera después de coger, cuando los relatos se vuelven de verdad
íntimos, me contó Carmela su secreto. Alivió a los habitantes del búnker de
un poco de muerte y sobre todo a la niña de la carga de su hermana muerta.
–Por qué no me lo contaste nunca, Carmela.
Por qué decidiste que éste no era un lugar donde la intimidad fuera
posible. Tampoco hablamos nunca de dinero: del sueldo que te pagaba Chang
por la limpieza de la casa y el sexo esporádico, del coste de la vida en Ciudad
de México y en Pequín, de tus tarjetas de crédito y de mis planes de ahorro,
de la emigración económica o la diáspora de América Latina.
Narrar, pese a su búsqueda de luz, es coleccionar eclipses.
Son casi las cinco cuando al fin me voy, con los ojos hinchados por la
excitación y el agotamiento. Por miedo a cruzarme con Carl de camino al
dormitorio, me hago un ovillo y me oculto en un rincón del vestuario. En mi
mente sigue fluyendo la película de las últimas horas, esa película que nunca
se detiene y que nadie edita, doce ríos subterráneos y simultáneos que van a
dar a un mar que posiblemente nadie contemple jamás.
Otro día de espera: mero tránsito.
Sólo hay tres espejos en el búnker: dos están en los lavabos, al lado de las
duchas, el tercero se encuentra en la sala de meditación y de descanso. Una
corazonada me ha hecho revisar las imágenes de ese espejo durante los
últimos dos años. La intuición era acertada: ahí está Thei, mirándose
atentamente a los ojos, como si buscara dentro de sí; Thei, desabrochándose
muy lentamente la camisa, tocando con timidez sus senos incipientes,
pellizcándose unos pezones que quiero imaginar rosados aunque se vean, en
el claroscuro, amarillos; Thei, golpeando con el puño la pared de azulejos
hasta gritar por el dolor; Thei, sobre todo, mirándose con atención a los ojos
y hablándose.
Porque siempre se habla, a través del espejo, y su soliloquio es
acompañado a veces por risas o por guiños o por llanto o por hombros que se
encogen, pero habitualmente es inexpresivo, monótono como un grifo
abierto. Se toca el lóbulo derecho, con insistencia. Si sumara todas las horas
que Thei ha pasado ante ese espejo, tendríamos meses de conversación
consigo misma, sin respuesta, a menos que ella misma se interrogue y se
responda, como dos espejos frente a frente.
¿Y Chang? ¿Qué hace Chang?
Mientras su hija recibe lecciones, lee en su catre, ayuda en la cocina o se
esconde y se castiga en la sala de meditación y de descanso, Chang recorre
incansablemente el búnker. He reconstruido uno de esos recorridos. Uno
cualquiera. El de nuestro décimo segundo aniversario: por ejemplo. Aunque
entre plano y plano desaparezca fugazmente, he podido seguir sus pasos a
cámara rápida durante unas 12 horas. Se levanta a las seis y media. Se asea.
Viene a la sala de control. Sale a las siete y cuarto. Con su sonrisa invariable,
desayuna en compañía de quien se encuentre en el comedor: Kaury, Esther, el
discreto Gustav y Ulrike, aquel día. Yogurt, copos de avena, café. Abre la
compuerta de la sala de meditación: como si quisiera comprobar que no hay
nadie. Recorre los pasadizos tenuemente iluminados. Chequea las máquinas
de ventilación. Revisa los consumos del dispensario y del almacén. Observa
las fechas de caducidad de algunas latas. Conversa brevemente con Xabier.
Saluda a Thei, que en ese momento está dibujando una casa y un sol mientras
Susan la observa. Supervisa el trabajo de Kaury y el mío. Habla brevemente
con Anthony, quien aparece sumiso al otro lado de los barrotes. Acompañado
por el resto de la comunidad, almuerza en el refectorio un plato de espaguetis,
toma el té verde a breves sorbos y parece alegrarse ante las doce velas que
apaga Thei. Regresa al centro de control. Vuelve a chequear la maquinaria de
ventilación. Entra en la cocina mientras Gustav prepara la cena: pone unas
gotas en uno de los platos de guiso de alubias. Comprueba que los tubos y las
llaves del gas no se han deteriorado; desliza el dedo índice por la superficie
de los platos. Lava algunos de los utensilios. Espera a que lleguemos al
refectorio y me da el plato que había dejado aparte. Mi doctor Chang: me ha
estado administrando calmantes desde la crisis. Sigue caminando, saludando,
supervisando, comprobando datos, asegurándose de que todo está en orden.
En doce horas no se ha sentado más de veinte minutos.
Saluda, ordena, dispone, siempre con su media sonrisa.
Cuando está solo, Chang no sonríe, no mira, no comunica, es difícil
imaginar respiración en esa boca siempre cerrada: no hay palabra que pueda
reproducir esa expresión.
No puedo creer que sea inmutable. Él también se debe de haber
desgastado. Busco hasta que lo encuentro. En efecto, congelo la imagen: ese
rictus es de dolor. De tormento. Mi hija es un tormento. Al día siguiente:
nada. Dos días después: vomita. Vomitar, vomitada, vomitado, vomitona,
vómito. El vómito se esparce por el vestidor, de camino al retrete; pero diez
segundos más tarde, Chang regresa con una fregona y un cubo y enseguida el
vómito es limpiado, borrado, olvidado. El autocontrol tiene sus límites.
Chang sigue un plan, un plan que desconozco, un plan imperturbable que
guarda relación con los afectos, es decir, con lo que nos afecta, con sus
afectos, que está llevando a cabo sin afectación, sin contemplaciones, pese al
desgaste y los sacrificios, sin que le importen las consecuencias.
Un día más esperando la noche.
Esta noche la dedicaré a las duchas: a nuestros cuerpos, a nuestra
intimidad. Imagino a Carl, en esta misma silla, excitado ante la desnudez de
Carmela, doce o trece años atrás, esos pechos tridimensionales, ese pubis
oscuro cuyo espectro amarillento borra la luz blanca de la pantalla, esos
muslos carnosos, que ella cubre de loción corporal, porque al principio
disponíamos de cremas hidratantes y antiarrugas, de maquillaje sin estrenar,
de perfumes, de champúes con fragancias y de lociones reparadoras; imagino
a Carl, en esta misma silla, cuando él quizá no había encontrado aún las
páginas porno (al escribirlo me doy cuenta de que, extrañamente, no las he
buscado todavía), excitándose como yo mismo me excito ante la
contemplación de ese cuerpo arrogante que fue mío, parcialmente, como
tantos otros, porque nunca tuve acceso a ninguna totalidad, porque nunca
dominé las palabras que conducen al todo y si lo hice fue durante tan poco
tiempo que no llegué a ser consciente de ello.
Sin esperarlo, encuentro unas imágenes que me congelan y las congelo.
–No puedo creer lo que estoy viendo.
Tardo cerca de una hora (avance y retroceso) en asimilar, es decir, en
poder traducir en palabras lo que estoy viendo. 2 de febrero de 2046. La
protagonista es Kaury. Ha salido de la ducha y se está vistiendo. Mientras
introduce las piernas por los agujeros de las bombachas se forman dobleces
en la grasa de sus brazos y de sus piernas. Son las 3.35 a.m. Tenemos
prohibido ducharnos entre las 24 y las 5 horas. Quién sabe si está ahí por
necesidad de aseo o por necesidad de transgresión. Sin que ella lo advierta,
alguien entra en el plano desde la izquierda; lleva una capucha en las manos.
Mientras con un brazo inmoviliza a Kaury, con la mano libre le cubre la
cabeza con la capucha. No sé decir si la resistencia es real o fingida. Ha
habido unos segundos de forcejeo, pero no estoy seguro de su grado de
violencia. Podría ser un ritual. Un juego. La representación de una obra
escrita por alguno de sus dos actores. El rostro de él permanece en la
penumbra; ella está desnuda y resbaladiza; él se baja los pantalones; ella se
agacha sobre la banqueta; él apoya su antebrazo derecho en la espalda de ella,
obligándola a permanecer inclinada y dejándole las manos libres; ella se
agarra al respaldo de la banqueta y apenas mueve la cabeza, cubierta por la
tela negra, cabeza sin facciones ni mirada ni grito, atrapada en este sistema de
vigilancia sin sonido. Después la viola. Cuarenta y tres minutos; una única
postura; dos orgasmos (el semen blanco, dos veces, sobre la espalda de ella).
Al fin deja de presionarle la espalda, pero no le quita la capucha.
El agresor se va corriendo; pero durante un segundo mira hacia la cámara
y sonríe. Es ese segundo lo que primero he visto: el que congelo y me
congela.
Porque no es nadie.
Porque no lo reconozco.
Porque no existe: esa cara de hace dos años no se corresponde con
ninguna de las nuestras, ni de entonces ni de ahora.
Narrar es precisamente eso.
Kaury tarda unos segundos en incorporarse. Se quita la capucha con
parsimonia. Hay indiferencia en sus facciones. Con la mano recoge el semen
de su espalda y lo huele. Las lentes, con la vibración de la banqueta, se le han
caído al suelo; las recoge, se las pone; observa con atención la substancia
viscosa que imagino todavía en la palma de su mano.
Ahora son las tres y cuarto; podría permanecer aquí un par de horas más;
pero me siento agotado, sin fuerzas ni para continuar sentado.
Durante todo el día he pensado que la próxima vez, es decir, ésta, sólo
buscaría a Thei: que en su crecimiento, que en su formación, que en su
infancia y en su adolescencia estaban el contrapeso de nuestra decadencia;
que en su frescura estaba el antídoto de nuestra podredumbre. Pese a las
heridas. Pese a sus soliloquios. Tengo que creer en Thei. Tenemos que creer
en Thei, nuestra reina. Pero en vez de buscarla, atormentado de repente por la
tentación de actuar, por la obligación de asumir mi responsabilidad, asaltado
por dudas sobre la propia capacidad de Thei para redimirnos, me he dedicado
a ver los videos de la celda.
Supongo que alguien tenía que llevar a cabo la investigación que Chang
decidió no hacer.
Supongo.
Durante el primer año: sólo gente que pasa, de vez en cuando, frente a
una despensa o un armario, con barrotes y vacío.
El día en que Anthony fue encerrado: Xabier y yo (mi viejo yo, mi yo
anterior al que he sido y soy) lo sujetamos por los brazos, lo empujamos con
una brutalidad a todas luces innecesaria. Nuestras expresiones parecen indicar
que pronunciamos, tal vez gritamos, algún insulto. De pronto, nos salió el
policía que todos llevamos dentro. Quiero creer que Anthony se resistió, que
trató de librarse de nosotros, que incluso nos escupió: quiero creer que hubo
una provocación, quiero creerlo.
La mayoría de los videos sólo muestran el vacío: la celda al fondo, con
dos manchas diminutas que de vez en cuando irrumpen en la linealidad de los
barrotes, como lo harían dos manos blancas sobre dos líneas negras; alguien,
por lo general una mujer, le trae la bandeja con la comida.
Los primeros siete años son idénticos. Al menos ésa es mi impresión, que
construyo a partir de fragmentos: sólo veo pasajes, escenas, algunos minutos
entre forward y forward, a la zaga de una anomalía que no encuentro.
Durante el octavo año todo cambia.
Las anomalías se multiplican.
Por las tardes, Kaury comienza a ir a la celda. Pasa horas apostada contra
los barrotes, de espaldas a la cámara, imagino que hablando, pese a que no se
aprecie el movimiento de su boca. Pero sí se ve que, transcurridos unos
meses, adquiere la costumbre de levantarse la falda, para incrustar las nalgas
entre dos barrotes y dejarse penetrar salvajemente por el salvaje enjaulado. Su
boca se abre como en un parto. Cada día. Todos los días. Se sube la falda.
Incrusta sus nalgas. Es convulsamente penetrada. Las manos de ella quizá se
entrelazan con las de él, a la altura de los hombros, en los dos barrotes a los
que se agarra para no caer. Puedo escuchar los gritos, aunque no estén.
–Aunque sean ausencia.
Cada día, todos los días.
La época en que a Kaury le dio por llevar falda.
Hasta el año decimoprimero (hay que preservar esas palabras), cuando de
un día para otro Kaury deja de asistir a su cita diaria. Retrocedo veinticuatro
horas para asistir al último encuentro entre ellos dos: el 2 de febrero de 2046,
a las cinco y media de la tarde. Es idéntico a tantos otros. De pie, de espaldas,
las manos en los barrotes, la boca muy abierta. Nunca son descubiertos; nadie
acude en auxilio de esos gritos; nada, nadie, nunca.
¿Dónde está Kaury? ¿Qué hace para no acudir a su cita? Está en la cama.
Se pasa dos días enteros en la cama, con las manos sobre el vientre,
durmiendo a intervalos, las dos manos sobre el vientre, con los ojos muy
abiertos a veces, acariciándose, presionándose, abrazándose el vientre. Es
Thei quien la arranca de ese letargo: su cuerpecito talla M se acerca al catre
con la guitarra en las manos y se la ofrece; su profesora de música vacila
durante varios minutos, sin atreverse a sonreír, pero finalmente se incorpora y
coge el instrumento y lo toca para la niña, quien sentada en el suelo mueve la
cabecita, de espaldas a la cámara, al ritmo de esa música que ya no existe.
Para entonces es Esther quien le lleva la bandeja de comida a Anthony.
–Día tras día, durante años.
Me estremezco al ver cómo se va erosionando su sonrisa, cómo van
cicatrizando sus labios hasta devenir una muesca, un fósil en nuestro espacio
repleto de cicatrices. Simultáneamente, el modo en que deja la bandeja en el
suelo, junto a los barrotes, también va dejando de ser amable. La aridez de la
boca se contagia a sus gestos. Empieza a dejar caer la bandeja justo antes de
posarla en el suelo. Empieza a lanzarla. Se derrama la sopa, se cae el arroz, se
desparraman los guisantes por el suelo.
Algunos días, escupe en la comida antes de dársela.
Un día, el último en que realiza ese servicio, se quita las bragas y se mea
sobre las albóndigas y estampa la bandeja contra los barrotes. Lluvia dorada
disuelta en luz amarilla. Aparece entonces la cara de Anthony, pugnando por
emerger entre los dos barrotes que la retienen, con los ojos desorbitados y la
boca muy abierta, gritando o riendo y sus gritos o sus carcajadas se funden
con la carcajada de Esther, que puede oírse pese a la ausencia de sonido. Es
justamente esa ausencia la que impide entender la presencia de Anthony en
ese contexto: porque, a falta de su cuerpo, de su imagen, lo único suyo que
hay en ese espacio es su voz, que la tecnología le niega.
Aquella voz que periódicamente perturbaba de madrugada nuestro
descanso para recordarnos a todos su razón de ser.
El año pasado, la anomalía la encarnó Chang.
Empieza a ir todas las noches a la celda de Anthony. Se diría que habla y
habla y habla, incansablemente, con él. Aunque la mayor parte del tiempo el
rostro de nuestro coordinador permanece oculto, cuando se vuelve se percibe
claramente que su boca no cesa de moverse, que el motivo de su visita diaria
es precisamente ése. Hablarle. Pasan las semanas y Chang comienza a
acariciarle la cabeza, como a un perro guardián, sin dejar de hablarle, porque
las manos de Anthony, cada día, se deslizan por los barrotes, como si ante el
discurso de su amo sintiera la obligación de postrarse a sus pies, hasta
arrodillarse por completo. No puedo estar seguro, porque esa zona es la más
alejada de la cámara, pero creo que, tras varios meses de visitas nocturnas,
Chang adquiere la costumbre –cada noche, antes de irse– de bajarse la
cremallera y ofrecerle al perro su entrepierna. A cambio, un día le regala una
palanca. Una palanca de hierro de un metro de largo.
Eran tres gatos hidráulicos, pelotudo.
No puedo ver el interior de la celda: pero sí soy perfectamente capaz de
imaginar cómo Anthony lima durante días el perfil de una de las dos placas
que conforman el suelo de su hogar y cómo finalmente, gracias a la
herramienta, con un esfuerzo propio de un dios o de una bestia, abre una
puerta hacia el sótano, porque a partir de entonces Chang sólo aparece a las
diez de la noche para dejar un bol junto a los barrotes. Eso ocurre durante
muchos días seguidos, hasta que una noche nuestro líder, después de posar el
cuenco en el suelo, se sienta en el suelo y espera hasta que Anthony acude en
busca de comida y habla con él, que se arrodilla, y le pide la palanca y se baja
la cremallera y se gira sin habérsela subido y lo hace frente a la cámara. No
puedo ver su verga, pero la imagino atroz.
–Sólo para ti es un búnker asexuado.
Inmediatamente después: ejecuta su gesto.
Los videos de la celda registran, durante cerca de catorce años, nuestra
caída.
Caída libre: aberrante, abismal, absurda, corrosiva, degradante, delirante,
deprimente, inmoral, irreversible, kamikaze, obscura y oscura, pútrida,
radical, sucia, suicida, terrible, vulgar: ¿cuántos adjetivos serían necesarios
para describirla?
No existe un contrapeso de esa caída, no hay antídoto ni salvación
posibles. Aunque no la haya visto ni una sola vez junto a la celda, Thei
también ha sido alcanzada por la corrupción salvaje. La mudez de Anthony es
la nuestra: no hay lenguaje que pueda expresar nuestro hundimiento. Estas
páginas no son más que una capitulación. Me rindo cada vez que tecleo una
coma, que pongo un punto, que cambio de línea. No he sido capaz de
aprender la lección profunda del Diccionario.
Fue Chang quien abrió la celda, quien permitió el juego ritual y la
estrangulación y el disparo.
Se subió la cremallera; acarició la cabeza del perro; abrió la puerta; y se
fue.
–Se fue.
Pese al riesgo de llamar la atención, me ducho antes de ir a mi catre:
froto, froto, froto, bajo el agua a presión, froto diez, cien veces froto, pero no,
no hay manera de que el estruendo elimine las voces que me vuelven loco ni
que la presión borre el yodo que embadurna la piel.
–Malduermo.
Otro día vacío: puro esperar que llegue la noche digital.
He acudido a la sala de control con la intención de ver qué cuenta la
cámara del dispensario. A media tarde, cuando he visto cómo Esther ingería
su segunda pastilla del día, me he dado cuenta de que todos mentimos sobre
nuestros consumos. El bombón que he ocultado durante tantos años, a la
espera del momento de utilizarlo, o el laxante que robé el otro día sin rellenar
el impreso correspondiente no son más que minucias. Hurtos sin ningún tipo
de importancia. No creo que Esther informe de los calmantes o ansiolíticos
que devora. No creo que nadie sea realmente honesto sobre sus obsesiones,
sus necesidades o sus dependencias. Pero antes de preocuparme realmente
por nuestras reservas de alimentos, necesito ver con mis propios ojos qué
ocurre en el dispensario y en el almacén.
Tecleo la clave de acceso a la sala de control. No se abre la puerta. La
vuelvo a teclear. Sin éxito.
–Ha cambiado el código.
Han pasado exactamente cinco noches desde mi primera visita: no puedo
saber si Carl lo ha cambiado porque lo hace rutinariamente o porque
sospecha de la intrusión.
Hace trece días que Mario no se conecta. A causa de mis nervios de las
últimas semanas, tengo miedo de no haber detectado señales suyas de
despedida o de auxilio. Repetía que estaba contando hormigas para no perder
la cabeza; contarlas, seguirlas por el suelo o la pared, mantener el contacto
con un ser vivo, autónomo, móvil.
La pantalla no puede ser mi única vida, me decía, ¿me entiendes,
Marcelo?
Te entiendo, Mario, claro que te entiendo. La pantalla es bidimensional,
la vida se da en todas las dimensiones.
Es cierto, Marcelo, mis personajes eran bidimensionales, aspiraban a
mucho más, pero tenían sólo dos dimensiones, porque nacieron para la
pantalla y habitaban en ella.
¿Qué personajes, Mario?
Los que nos trajeron a la isla.
¿A qué te refieres, Mario?
Es una larga historia, no puedo contártela ahora; sólo puedo intentar
resumirla.
Soy todo ojos.
George y yo, no sé si te he hablado de él, trato de no hacerlo, pero lo
cierto es que es, era mi mejor, mi único amigo, pero qué digo, seguro que te
he hablado de él, seguro que te he hablado mucho más de él que de mi abuelo
y de mi madre y de mis novias.
Así es, camarada.
Él y yo creamos una historia, contratamos a unos actores para que
representaran a sus personajes y les hicimos firmar un contrato de por vida en
que juraban no volver a interpretar a ningún otro. Mi amigo y yo nos vinimos
a esta isla con esos actores. La coherencia, Marcelo, sólo pretendíamos ser
coherentes.
Ha enloquecido, pensé, por una vez habla en un único idioma, sin
mayúsculas, pero es la lucidez de quien se está yendo. Debo estar atento: esto
es una despedida.
Magos, Marcelo, queríamos ser magos. Los Houdinis del siglo XXI. La
magia tenía que ser nuestro camino hacia la utopía. Y así, por arte de magia,
aparecimos en la isla, cargados de tablones de madera, tornillos, clavos,
martillos, sierras, motosierras, todo tipo de herramientas, tiendas de campaña,
ropa, agua, melocotones en almíbar, leche en polvo, ron, mucho ron, juegos
de mesa, pelotas y redes, muchísimos metros de lona y de aislante, carne y
atún en conserva, sal, condones, miles de condones, azúcar, café, mucho café,
miles de películas, un proyector y una pantalla gigante, un par de poderosas
antenas parabólicas, ladrillos, uralita, tubos, kilómetros de cable y de cañería,
tecnología portátil, barajas de póquer, sombreros de copa, palomas blancas,
pañuelos larguísimos y multicolores. Nuestra intención era aislarnos, ser
autónomos, pero seguíamos comunicados con el mundo a través de nuestros
teléfonos y de nuestras computadoras. Nos llegaban invitaciones a congresos
que teníamos que declinar, por la coherencia, claro, por la utopía. Tuvimos
que organizar, además de los turnos de trabajo en el campamento, un club de
lectura, un cinefórum, campeonatos de natación y de volley, porque éramos
setenta y siete personas, entre actores, actrices, especialistas, fotógrafos,
cámaras, maquilladoras, decoradores, realizadores, montadores, técnicos y
operarios diversos, a quienes George había convencido durante años de la
importancia de la isla, de la necesidad de la isla, de nuestra aportación a la
historia del cine, de la televisión, de la literatura, del arte contemporáneo, de
la magia, éramos una comunidad de elegidos, un reducto de la cultura que se
estaba extinguiendo fuera del perímetro de nuestra isla y que nosotros, en
cambio, mantendríamos viva. Éramos los guardianes del fuego en la isla de
Prometeo. Nuestra isla, la llamaba, como si no fuera solamente suya. George
era así, se sacaba los argumentos de la chistera con una facilidad que durante
años me fascinó y acabó por asustarme. Siempre ethos, nunca pathos, repetía.
No pasarán, Mario, no pasarán. Y soltaba carcajadas contagiosas que podían
ser, también, muy incómodas. Nuestra historia podría resumirse así:
conseguimos ser éticos durante la mayor parte de nuestras vidas, pero
acabamos sumidos en el patetismo. Yo, durante el día, imprimía fotos de
Vanessa que horas más tarde, en la playa, ebrio de ron, quemaba imaginando
barcos cargueros que se dirigían hacia alguna frontera, imaginando, digo,
escribo, porque no se divisaban barcos desde la isla, ni surcaban las luces de
los aviones nuestro espacio aéreo, estábamos solos, Marcelo, completamente
solos, éramos los mejores, habíamos cambiado la historia del arte occidental,
la chingada, ni más ni menos, éramos los más coherentes, los más utópicos,
los grandes magos del siglo XXI, los catalizadores de la reanimación histórica,
los donjuanes de la pantalla, los rompecorazones de cuantas vanessas se nos
pusieran por delante, los devoradores de las ostras y mejillones que
arrancábamos de las rocas y de los vinos y quesos franceses y de las fresas
californianas y de los jamones españoles que nos traían en helicóptero o en
hidroavión, regularmente, cuando la coherencia no se había roto y la utopía
era utópica. Porque después pasaron los años y llegaron, en un solo paquete,
la duda y el aburrimiento, y empezamos a abusar de la tarjeta de crédito y el
helicóptero nos trajo cocaína y antidepresivos y ácidos y hongos y
contactamos con grupos de fans y las invitamos a la isla e hicimos sesiones
de fotos y cenas en la playa que a veces terminaban en orgías e incluso
rodamos un par de pelis porno, con fans y con actores y con actrices de la
teleserie, sí, sí, no se lo digas a nadie. Y Anita se enamoró de mí, su piel
negra, yo la fotografiaba, la filmaba, desnuda, disfrazada, la humillaba
cuando estaba demasiado drogado como para darme cuenta de lo lejos que
estaba yendo, violentaba su contrato de por vida, me pasaba por el culo la
coherencia, pero no se lo digas a nadie, Anita, es el único nombre que te he
dado de alguien de la isla, Anita, George y Mario, los únicos nombres que
posees, los únicos nombres que te he entregado, son ofrendas, sacrifícalas,
Marcelo, en el altar de tu búnker, imagina que somos Laura, Gina y Damián,
que yo soy Damián, que me cogí a Laura como hice con Anita, que adopté a
Gina como George me adoptó a mí, mátame, Marcelo, te suplico que me
mates, antes de que me convierta en una paloma blanca, o peor aún, negra,
negrísima, antes de que salga volando de este sombrero de copa, antes de que
abra la compuerta y muera ipso facto, mientras contemplo el osario que
tendría que atravesar para ser libre, Houdini: dime cómo puedo escapar del
acuario en que me encuentro, con su agua radioactiva, con las cadenas, con
los candados sin llave, con la llave maestra en la boca cerrada, los labios que
se despellejan, las mejillas que se caen a pedazos y dejan ver los músculos, la
quijada, la mandíbula, el adentro, como un telón que se abre o que se cierra,
la lengua que ya no sabe qué más decir, si es que algo puede decirse
todavía…
Así empezó la despedida de Mario.
Supongo que corté la conexión, sin decirle adiós. No podía soportar el
desvarío, el descontrol de su lenguaje (porque el texto que aquí he
reproducido no sólo ha sido corregido y puntuado, también ha sido editado).
Pero sobre todo no podía soportar que aquello fuera su despedida.
Me colapsé.
Y no ha vuelto a aparecer en mi pantalla. Y ahora la ausencia de esa
despedida late en mí como un tercer pulmón, porque temo que esté en un
rincón de su búnker, vomitando el melocotón en almíbar hasta la
deshidratación o el desangre, o que lleve seis días contando hormigas y
persiguiéndolas por los rincones, o que se haya suicidado –sin más–.
Porque yo dejé de jugar a ajedrez los viernes por la noche, Chang tiene su
coartada. La excusa. El pretexto para dejar a Thei en brazos de Carl. La
perversión de Thei es culpa mía. No soportaría que se quedara embarazada.
Porque Chang es, en verdad, la dama: suyo es el poder de ejecución, suya
es la omnipresencia.
Porque Thei es, en realidad, el rey: sin ella, se acaba la partida.
El tablero no está conformado por un casillero blanquinegro, sino por una
superficie laberíntica sin bandos delimitados, sin bien ni mal, sin
maniqueísmo, sin fronteras que nadie debiera traspasar, un espacio único e
indivisible de luz amarilla.
Comemos bajo la luz amarilla, trabajamos bajo la luz amarilla, nos
masturbamos, hablamos, cagamos, cocinamos, limpiamos, rezamos, incluso
mentimos y algún día nos amamos bajo la luz amarilla. Ella es la máscara.
Ella es lo real. La luz amarilla ha distorsionado nuestras funciones vitales, las
relaciones personales, el diálogo con Dios, la percepción de nuestras
facciones y de nuestros gestos. La luz amarilla es Dios. Las mil manos de
Dios. Su omnipresencia. Ahora me doy cuenta de que la luz amarilla ha
ocupado el lugar de la realidad. Porque sólo en una realidad usurpada, ajena,
es concebible que alguien (¿un extraño? ¿lo soñé? ¿cuántos días pasé sin
dormir? ¿durante cuántos días no recurrí al alivio del Diccionario?) haya
violado con cegadora impunidad, ante una cámara, sin que jamás ninguna de
sus víctimas lo haya denunciado. ¿Fue sólo una vez? No lo creo. ¿Cuántas se
prestaron a ese juego? ¿Fue un juego? ¿Acaso lo sabe Chang? ¿Habrán ido
ellas a confesarle su oprobio? ¿Será ésa la razón del sacrificio de su propia
hija? ¿O el pacto entre Carl y él es más antiguo, anterior al cierre de la
compuerta, anterior a la muerte de Shu? Sólo en una realidad paralela puedo
entender que el Pacto haya podido conducir a la aceptación del crimen por
parte de una víctima, refutación absoluta de que la Historia pueda ser un
ejemplo o un escarmiento.
Me acabo sin ganas la sopa de lentejas.
–Mi dosis de calmantes.
Esther sigue llevando un pañuelo roñoso en el cuello, pese a que ya no
tenga que ocultar los hematomas que le causaron las manos brutales de
Anthony.
Los brazos de Ulrike continúan tatuados por centenares de pinchazos, el
cuello, las manos, plagadas de cicatrices, pequeñas costras rojizas, los
cráteres de su propia extinción.
De camino a mi catre, es decir, a la oscuridad y a la luz, a la oscura luz
del Diccionario, Carl me detiene.
Veo su mano, en forma de pistola, a la altura de mi pecho: sus dedos
meñique, anular y corazón sujetan la empuñadura imaginaria, su dedo pulgar
ha adquirido la forma del martillo y el índice, como un cañón, me señala el
pecho a la altura exacta de mis latidos.
Apuntándome directamente al paréntesis de vacío que separa cada sístole
de cada diástole.
Hay que imaginar el gatillo y ese mismo dedo índice apretándolo, para
que se produzca la detonación, para que la bala imaginaria salga de la carne
del dedo, atraviese la uña y los tres centímetros de aire que la separa de mi
pecho, atraviese mi viejo suéter de lana gris, mi viejo pecho velludo, mis
viejos músculos desgastados, mi viejo corazón.
Levanto los ojos, lentamente, desde su mano hacia su rostro, donde
interpreto odio, tal vez furia, por el laxante, por la trampa del chocolate, por
el espionaje, por los descubrimientos que nos ponen a todos contra el
paredón, a la espera de que alguien, Dios, el jugador supremo, la atmósfera
de yodo, nos ajusticie; pero enseguida me doy cuenta de que es un efecto –
uno más– de la luz amarilla, una de esas distorsiones a las que no logro
habituarme casi catorce años después.
Me está sonriendo.
–Mira, Marcelo –me dice en su inglés dubitativo–, no sabía cómo
agradecerte el bombón del otro día… Pero quería, bueno, darte las gracias de
nuevo… Y regalarte esto…
Me mete algo en el bolsillo del pantalón.
Y se va.
Mi corazón es una demencial caja de resonancias demenciales.
Hasta que no llegue a mi catre y me tape con la manta no me atreveré a
ver su regalo.
Es la miniatura de una botella de Jack Daniels, con once centilitros de
whisky en su interior.
Extraño terriblemente a Mario.
Ahí está su último post.
Extraño terriblemente el lenguaje que era yo cuando conversaba con
Mario, un lenguaje de adolescentes o de viejos amigos, un lenguaje –ahora
me doy cuenta– totalmente ajeno al búnker. Sin él ya sólo me queda esto, eso,
lo podrido circundante.
Y ese post.
Hace tres días que me di cuenta de su presencia: fue colgado hace trece
días, pero no lo había descubierto porque el chat permanecía inactivo y
porque no me esperaba una despedida así.
Ese texto sigue ahí, sin ser leído. Es una botella lanzada al mar seco de
internet, es la carta de despedida de un muerto. Se acerca nuestro aniversario
y no soy capaz de leer las últimas palabras de Mario. En realidad no son las
últimas palabras de Mario, porque sus últimas palabras serán, siempre: «si es
que algo puede decirse todavía». No he vuelto a abrir el Diccionario y me
resisto a leer ese mensaje. Pasan los días, siguen pasando. He borrado y
escrito y borrado y reescrito tantas veces este párrafo. Me constituyen las
renuncias, los cambios de opinión, las deserciones. Ni siquiera estas palabras,
que no son las últimas pero llegan más tarde, voy a respetarlas. Las puntuaré,
las acentuaré, las traduciré, las traicionaré:
Vimos el primer hongo, o quizá debería decir megahongo, a lo lejos, tan
lejos que parecía un amanecer prematuro, a ras del horizonte, un trailer del
amanecer. Nos sentimos como Gutiérrez, aquel personaje nuestro que se
hunde en el mar con las piernas atrapadas en un bloque de cemento y que se
despide de la luz y del aire al ritmo de los versos de un poeta español,
también republicano, que fue amigo de mi abuelo. La construcción del
búnker había sido una especie de broma privada, un juego, George siempre
decía que alguno de nosotros debería ser encerrado allí y obligado a teclear
siempre los mismos números, hasta que fuera descubierto mucho después,
por los siguientes habitantes de la isla, y fuera tomado por un loco o por un
dios, como los soldados japoneses que vivieron durante años escondidos sin
saber que la segunda gran guerra había terminado o como Kurtz en el
corazón vietnamita de sus tinieblas. Nos trajeron placas de acero reforzado,
vigas, dos hormigoneras y una tonelada de hormigón. Fue nuestro hobby
durante casi un año: diseñar los planos, abrir la fosa, erigir la estructura,
acondicionar el interior. Lo utilizábamos como almacén. Entonces: aquel
trailer del futuro inminente. Llevábamos muchos meses sin hablar apenas.
Más de veinte años en la isla habían limado nuestro carácter, nos habían
vuelto ariscos, viejos prematuros de palabras escasas; pero era la actualidad
internacional la que nos había quitado definitivamente las palabras de la
boca. Las noticias que nos llegaban eran deprimentes y preocupantes. Tras
la ola de violencia étnica en Europa del Este y Rusia en contra de
ciudadanos de origen asiático, que habían inmigrado tras la Perestroika y
ahora eran percibidos como agentes ajenos al nuevo espíritu ruso, y el
consiguiente éxodo hacia Oriente de centenares de miles de personas, se
había levantado un ciclón de odio racial, con linchamientos y matanzas en
diversos puntos del planeta, y el Gobierno chino había enviado fragatas,
unidades de élite y batallones para proteger a sus comunidades en cualquier
lugar del mundo donde estuvieran amenazadas. Ver las fotografías que
mostraban cómo Chinatown, el barrio de Chicago a cuyas fiestas de Año
Nuevo yo siempre acudía con mis amigos, se había convertido en una
fortaleza rodeada de alambre de espino y protegida por una docena de
tanques del Ejército Popular Chino me retorcía las entrañas. Ver la Plaza
Roja de Moscú latiendo al ritmo de las pancartas de Stalin y de las
proclamas anticapitalistas era un espectáculo retro insoportable. Ver a Julio
César, a Jesús, a Alejandro Magno, a Mahoma, a Felipe V, a Napoleón, a
Churchill, a Roosevelt, a Gandhi, a Franco, a Ceausescu, a Hitler, a Obama,
a Hugo Chávez, resucitados, multiplicados gracias al facing, rodeados de
cientos de miles de seguidores o confinados en la celda de un hospital
psiquiátrico, qué más da, nos convertía a George y a mí en cómplices
involuntarios de la hecatombe. Jugar en red a la Tercera Guerra Mundial,
liderando a cualquiera de las potencias implicadas se me antojaba un delirio
peligroso, tan peligroso como hacer de la Memoria y no de la Historia un
asunto de Estado, como convertir la política en una cuestión de pasado y no
de futuro. Pero yo no lo veía como un asunto personal. George, en cambio,
sí. Era nuestra culpa. Me lo dijo aquella misma noche, la que cerró el día
que había nacido con el hongo diminuto, a lo lejos, completamente borracho,
tan borracho como sólo lo había visto el día en que nos conocimos, cuando
tras descubrir que la chica con quien viajaba y con quien se había acostado
un par de veces se había dejado seducir por el recepcionista del hostel, el
típico donjuán de balneario, me preguntó si yo jugaba al ajedrez y
comenzamos a hablar de Alan Moore, de Quentin Tarantino y de Ridley
Scott, a quien entonces admiraba hasta la hipérbole, y de nuestros abuelos y
sus guerras y la culpa que era injusto heredar. Y treinta años más tarde
resultaba que todo era culpa nuestra. Nosotros sólo sintonizamos con el
espíritu de nuestra época, le respondí. Estás equivocado, me gritó, nosotros
lo despertamos. Supongo que para entonces ya estaba loco, pero durante
mucho tiempo lo había disimulado. Ansiolíticos, calmantes, toda esa mierda:
muchísima mariguana. Pasaba las noches fumado, con el último grupo de
fans que había llegado a la isla y que ya no había podido regresar y llevaba
en la mirada el odio de no haber sido padre. Tú tienes la esperanza de haber
dejado preñada a tu prima, me dijo alguna vez, completamente ebrio, pero yo
ni siquiera puedo consolarme con eso. No se afeitaba y se bañaba sólo en el
mar, bajo el vuelo circular de los albatros. Apedreaba, si se cruzaba con él,
al oso hormiguero. Sólo leía a Guy Debord: de todos sus autores de
cabecera, acabó eligiendo al que con más violencia había traicionado. Si
mencionaba a Picasso era sólo para preguntarme quién de los dos había
sido Sabartés. Como tantas otras veces, los reproches y los gritos, el
martilleo de la culpa, a golpe de tragos, se fueron suavizando, se
convirtieron en abrazos, en el búnker donde guardábamos las botellas de
whisky, en promesas, en algún chiste abortado. Estábamos demasiado
cansados para el humor y veinticuatro horas antes habíamos visto una
explosión nuclear: las bromas no cabían en esta cámara acorazada. Nadie
descubrió la complejidad de nuestra obra, balbuceó. Lo sé, repuse, pero
Ciudad de Máquinas y Sombras y los cómics y las novelas y los videoclips y
las decenas de páginas web interconectadas existieron, dialogaron entre
ellos y con sus lectores aislados, quién sabe si también con alguno que
lograra unir todas las piezas, contribuyeron modestamente a otro modo de
leer la ficción, ese laberinto, le dije, en que con tanta fuerza creímos. Fuimos
creyentes, Mario, creímos como hacía un siglo que nadie era capaz de creer,
pero no fue suficiente. Nos faltó genio, nos faltó pasión, la entrega absoluta
de aquéllos que configuran la estirpe a la que quisimos pertenecer. Cuando
me desperté, con un fuertísimo dolor de cabeza, eran las cinco de la tarde y
la puerta estaba cerrada. Según la pantalla del ordenador, la fase
intimidatoria había terminado y ya se podía hablar de Tercera Guerra
Mundial. No me atreví a abrir la puerta. Aquella noche fueron lanzadas siete
bombas más en aquellos archipiélagos. Es un milagro que un búnker
diseñado y construido por aficionados haya resistido todo este tiempo. Jamás
abrí la puerta. George entendió que aquel hongo lejano era el principio del
fin y yo, como siempre, no entendí nada. George los mató a todos y me salvó
a mí. George se suicidó y me salvó. En la nota que encontré al despertarme
me decía su letra: «Quiero creer que triunfamos sin transigir, sin renunciar,
quiero creerlo y por eso grito por última vez: ¡No pasarán!, (aunque no
pueda reconocer mi propia voz)». Todo es borroso. Se hundió para salvarme.
Siempre fue así. Por eso no quise reemplazarlo contigo. Por eso no he
querido bautizarte. Voy a salir. No me esperes levantado.
En poco menos de un mes, trabajo, subrayo, memorizo todas las palabras que
empiezan por w, por x y por y. De la vigésimo sexta letra del abecedario
español, y vigésimo primera de sus consonantes, hasta yuyuba (fruto del
azufaifo), pasando por wagneriano, westfaliano, wólfram o wolframio,
xenofobia, xerografiar, xilógrafo, yaacabó (pájaro insectívoro de América del
Sur; su canto es parecido a las sílabas de su nombre, y los indios lo tienen
por pájaro de mal agüero), yacimiento, yantar, yedra, yerba (mate), yodar,
yodo (violeta, amarillento), yoyó, yugo, yunque, yusión (mandato, precepto)
y yuxtaposición.
Los veintiséis días se suceden entre la jornada laboral y las horas
consagradas al Diccionario, porque no hay nada más que pueda hacer. Pasear
por el búnker significa buscar inconscientemente las cámaras e imaginar los
planos desde la mirada de Carl, sentado en su butaca, amo y señor panóptico
de nuestro aberrante encierro; hablar con los demás significa obviar sus
palabras, desconfiar de sus miradas, obsesionarme con esas verdades que no
debería conocer pero conozco, que les desmiente y les desnuda; cruzarme con
Thei significa desearla más allá de lo tolerable y sufrir con fantasías insanas,
pobladas de espejos y de desdoblamientos; ver a Chang significa ponerme a
temblar; navegar significa mirar durante horas la página principal de un club
de tenis, el monopolio de su verde, su verde hipnótico, porque Mario no va a
regresar y ni siquiera me despedí de él.
¿Quién será el violador? ¿Xabier, Gustav, Carl, Chang? ¿Yo? Nuestro
polizonte, nuestro extraño pasajero.
A los catorce años menos dos días de encierro, llego a la z de «zulo»:
«Lugar oculto y cerrado para esconder ilegalmente cosas o personas».
No estamos en un búnker, estamos en un zulo. Nuestra situación nunca ha
sido legal ni moralmente aceptable. Dejamos morir a tantos. Coaccionamos,
espiamos, mentimos, lloramos, suplicamos para ser los escogidos, para
formar parte de la minoría universal que iba a salvarse, sin haber hecho
méritos para ello. El Diccionario es mi zulo dentro del zulo. Me alimento de
palabras y de latas de judías con carne y conservantes. Me masturbo como un
simio, con el pudor del que carecía Anthony, bajo la manta, cada día, al
acostarme y al despertarme. Pero he llegado por segunda vez a la zeta.
Zapato, zombi, zorra, zorro, zumbar, zumbido, zulú. Las palabras están
muertas: son cadáveres en descomposición o totalmente descompuestos,
huesos con carne putrefacta o esqueletos de limpio marfil, elefantes a punto
de morir, que se acercan al abrevadero, al infinito charco de la oquedad, la
trompa cada vez más pesada, menos útil para transportar el agua hasta la
boca, el cuerpo cada día más profundamente anclado al fango, la boca cada
hora más cerca del agua, hasta que es imposible retroceder, salir, la muerte es
un elefante que en la ciénaga, en el lago, se desploma, ataúd de agua,
cementerio de marfil, una montaña de osamentas como la que probablemente
tapone, desde afuera, la compuerta.
Zulo, zulo, zulo, zulo. Del euskera: agujero.
Tras casi un mes de trabajo, porque memorizar es trabajar, con el cerebro
bombardeado por la esfera léxica de la palabra «duelo», por la obligación de
batirme en duelo, cierro el Diccionario.
Por fortuna, sigue funcionando la página web de Magic Wings.
Me consuelo con ella.
Busco vuelos: para el día 22 de febrero, entre veinte y veintidós horas, de
Pequín a Buenos Aires; perfecto: llegaré a las 10 de la mañana y a las 12 ya
estaré en el Botánico con Gina, podremos almorzar en Puerto Madero, cómo
extraño compartir un pacú con ella en el restaurante de comida entrerriana,
que le encanta desde aquel fin de semana que pasamos juntos en Rosario,
aprovechando que Laura tenía un congreso en Brasil, veremos a través de la
vidriera un canal del Río de la Plata mientras degustamos el río Paraná,
después pasearemos por la Reserva Ecológica, podemos incluso alquilar unas
bicicletas y recorrer los senderos pedaleando, con los rascacielos del
Complejo Faena Júnior a la izquierda y el Puente Interestatal a la derecha,
una franja de naturaleza casi salvaje encajonada entre dos obras faraónicas
que, gracias a que esto no es más que una novela, habrían sobrevivido a las
explosiones atómicas tan sólo para que yo las evocara un día, junto a mi hija,
en bicicleta. Ya no soy una niña, me diría, y yo le respondería que a los
adultos también nos gusta ir en bicicleta por la costanera del Río de la Plata,
que la fabulación no sabe de edades, que es tan humana como el amor o la
envidia, como la amistad o los universos paralelos, como la luz artificial o el
acelerador de partículas, como la admiración o el suicidio, que la ficción es
tan humana como los hechos y que los poemas y los cuentos son tan humanos
como las crónicas y los informes clínicos y los inventarios y las esquelas, que
tampoco son inmunes a la ficción, pues junto a los datos objetivos (un
nombre, un apellido, una fecha, una edad), idealizamos al fallecido,
maquillamos poéticamente su desaparición, añadimos mitología (una estrella,
una media luna, una cruz) y deseos cuyo cumplimiento no podremos verificar
(que descanse en paz).
Las únicas fotos de Gina que conservo son instantes de la infancia que me
perdí.
Por eso, después de rastrear durante los primeros seis o siete años todas
las palabras del Diccionario que apuntaban hacia ella, durante los siete u ocho
siguientes he navegado por las páginas web que la señalan: a partir de esas
imágenes he ido construyendo un retrato robot de mi hija, que ahora tiene
veintitrés años y es bellísima, el pelo lacio que puede cambiar cada día su
peinado (no es pelo, papi, es la tecnología, estos moldeadores no existían
cuando mamá era joven), castaño como el de su madre, dientes perfectos,
luminosos cuando me sonríe, estudia abogacía, quiere especializarse en
derechos humanos, no tiene novio todavía (no tengo tiempo para estar de
novia, papi, eso es para viejos como vos), siempre visita los parques de
atracciones de las ciudades adonde viaja y odia que la trate como a la niña
que ya no es.
No guardo copia de mis últimos informes. Sólo queda uno por unir a este
diario de mi décimo tercer año de encierro. No conservo los de San
Francisco, Ciudad de Panamá, Sao Paulo y Buenos Aires, mis últimas
paradas antes del vuelo definitivo hasta Pequín.
Dejé de archivarlos, de fatigarlos (esas palabras), porque dejaron de
importarme. Fueron escritos con prisa, sin cuidado, sin acentos, sin
corrección gramatical ni sintáctica; a sabiendas de que, tras el email de
«Informe recibido», con el código de clasificación correspondiente generado
automáticamente, no sería realmente procesado, ni leído, ni tomado en
consideración.
Empecé a viajar sin escribir.
Gina en la montaña rusa, riendo a mandíbula batiente.
Paso cerca de ocho horas mirando las páginas de siempre. Soy el último
en servirme la cena y como tan lentamente que me quedo a solas en el
refectorio, masticando con dilación los últimos espaguetis que nos quedan,
bañados en nada y más calmantes. Todavía no me he llevado el último fideo a
la boca cuando llegan Xabier y Chang. Me saludan. En la mirada del francés
hay sorpresa. Chang, medio sonríe como siempre. Se sientan en la mesa más
alejada a la mía. Colocan las piezas sobre el tablero. Comienzan a jugar. No
mueven las piernas porque no están en tensión, incluso comentan las jugadas
o bromean acerca de los movimientos del otro. Tras depositar el plato, el
tenedor y el vaso en el fregadero, me acerco. En poco más de media hora, las
blancas de Chang han conseguido abrir una diagonal y una columna sobre el
enroque negro de Xabier. Las dos torres, los dos caballos, un alfil y la dama
blancos apuntan hacia los peones y los caballos negros.
–Chang, ¿has visto a Thei?
Nuestro coordinador no separa la vista del tablero y tarda unos segundos
en contestar.
–Debe de estar en el almacén, como siempre, últimamente.
Asiento, sin saber exactamente por qué, y después le digo lo que hace
diez horas que espero para decirle:
–Deberíamos jugar tú y yo una partida, Chang, si a Xabier no le importa,
por supuesto…
Hay en la mirada de mi viejo amigo una capacidad de penetración que no
he visto en ningún fenómeno natural ni artificial: en ningún taladro, en
ninguna luz, en ninguna bala, en ningún pene. Lo había olvidado. Hay un
reproche irrefutable en esa mirada grisácea, que entra por las cuencas de mis
ojos y se entromete en mis arterias y en mis pulmones, sin voluntad de ser
refutada ni perdonada. En la de nuestro líder, en cambio, la serenidad no
puede ser perturbada, al menos por el que he sido yo durante los últimos diez
u once años.
–Por supuesto que a Xabier no le importa –me contesta mientras captura
con un caballo el peón de rey enemigo–. Jaque mate.
Nos hemos enzarzado en una compleja india de rey. Los peones se bloquean
mutuamente en el centro del tablero, como ladrillos blanquinegros. Son
apoyados por los caballos y los alfiles. Él ha ubicado su reina en la segunda
casilla de su alfil, cubriéndole a éste las espaldas, en la misma diagonal
blanca. Yo, en cambio, la he llevado a la tercera casilla de mi alfil de rey,
para que defienda el único peón que no está encasillado, que amenaza y es
amenazado por el peón suyo de rey, en la única tensión explícita hasta ahora.
En contra de mis viejos hábitos, quizá precisamente por violentar al que era
yo hasta hace una hora, me enroco largo. La partida tiene todos los visos de
convertirse en una carrera contrarreloj: quien antes abra las columnas que
apuntan hacia el rey del adversario, quien antes destruya el enroque contrario,
quien antes consiga penetrar con sus piezas mayores en las líneas defensivas
del enemigo, si ha logrado mientras tanto que sus propias defensas se
mantengan mínimamente sólidas pese al acoso indiscriminado, podrá ganar.
Xabier y Chang no han parado de hablar durante esta primera hora. Las
drogas inconscientes me ayudan a tolerar ese ruido de fondo. No había
reparado en la complicidad (un tanto fría, pero complicidad al fin y al cabo)
que existe entre ellos. Locuaces, casi bromistas, como si llevaran años
aguardando este momento. Vaya con Marcelo, no se ha oxidado en todo este
tiempo. Tendría que haber sido el maestro de ajedrez de Thei, un deporte
científico es el mejor antídoto contra el misticismo. Buena jugada, me quito
el sombrero. Una india de rey, sí señor, como en los viejos tiempos. No
puedo creer lo que ven mis ojos: ¡se ha enrocado! No hay duda de que a Shu
le hubiera gustado asistir a este espectáculo, no me cabe duda de ello. Ahora
ya sabemos lo que hacía todo el día en la cama o frente a la pantalla de su
ordenador, sin hablar con nadie, estaba estudiando, estaba preparando esta
partida.
–Este duelo –le corrijo a mi viejo amigo.
Entonces, Xabier, en pie desde que había sido obligado a cederme su
asiento, se deja caer en un banco cercano; y Chang, que jugaba muy erguido,
dividiendo su mirada entre el tablero y el rostro de su cómplice, entrecruza
sus manos formando un triángulo equilátero con los brazos y hace reposar en
el puño único su barbilla, para clavar su atención en las piezas enfrentadas.
Prepara el asalto de su caballo de reina a la casilla central, protegido por dos
peones y, tras ellos, la pareja de alfiles. No hay nada más molesto que un
caballo en esa posición: dificulta los movimientos de tus piezas, constituye el
perfecto aliado de cualquier táctica de ataque y puede regresar, en un único
tiempo, a las labores defensivas. Mi alfil negro, que me gustaría destinar al
ataque de su enroque, protege esa casilla que él desea ocupar con su caballo.
Lo hace. Y, sin dejar pasar un instante, contra toda sensatez, cambio mi alfil
por su caballo. Ahora es un peón negro el que ocupa ese lugar maldito. No se
lo esperaba. Peones doblados. No sé por qué lo he hecho. Trato de
concentrarme de nuevo. Xabier sonríe, siento su sonrisa como un dardo en mi
mejilla. Muevo mi pie, nerviosamente, como si apretara un pedal, un
acelerador; mi adversario, en cambio, permanece quieto.
No sé cuánto tiempo pasa y hay un vaso a mi lado y otro al lado de mi
oponente y otro en la mano de mi viejo amigo y de los tres emana el mismo
olor a vodka, tan sólo dos dedos.
–¡Por el duelo! –propone Xabier.
Chang medio sonríe y levanta también su vaso; yo, torpemente, tardo
unos segundos en reaccionar, cojo el mío, lo elevo, desconcertado por el clinc
del cristal casi opaco. Ellos agotan sus vasos; yo, que hace siglos que no
bebo, doy un brevísimo sorbo. Esa botella, en la mesa de Xabier, es
inverosímil. Una botella recién abierta de vodka ruso, ni más ni menos.
–Es de mi reserva personal, querido Marcelo –me explica Chang.
–Alguna ventaja debe tener ser el pasatiempo del jefe –añade Xabier.
Imagino un escondite lleno de pistolas, munición y botellas de vodka. Un
escondite escondido lleno de armas y bombas y balas y metralla y cajas de
cartón con litros y litros de vodka ruso en un escondrijo. Imagino una
madriguera, una recámara, una caja fuerte, un rincón remoto, recóndito, una
cueva alíbabesca, una alacena, el doble fondo de una maleta o de la funda de
un violoncelo, un zulo, un recoveco, un sótano, el subsuelo, las alcantarillas,
un entero sistema de alcantarillado imagino. Parece que estoy concentrado en
mi próximo movimiento, pero en realidad han conseguido distraerme. Ése era
su propósito. Tengo que apartar las palabras y regresar a las piezas. Las miro,
una por una. Peón, peones, alfil, caballo, torre, reina o dama, rey: las miro y
las nombro, una por una. Así, regreso a la partida, a ese peón central y
doblado, a mis torres que desean apoyar esos peones del flanco de rey, que
empiezo a avanzar hacia su enroque. No más brindis. Ni más comentarios.
Que permanezcan callados.
–No te has acabado el vodka –Xabier, de nuevo.
–Sabes que no puedo concentrarme si no paras de hablar, nosotros
siempre jugábamos en silencio…
No me responde. Aprieta el puño, me taladra con los ojos, pero no me
responde. Ha acumulado tanto odio, Xabier, durante todos estos años, y yo no
me he dado cuenta. Durante diez o quince minutos habla sin decir nada, como
si masticara un chicle.
–Buenas noches –y se va.
Al fin a solas. Con el gusto del licor aún en la punta de la lengua, me
convenzo de que he esperado este momento durante toda mi vida. O, al
menos, durante los últimos quince años de mi vida. Desde que Shu me
confesó, aquella tarde remota, en la misma bañera de siempre, que le tenía
miedo. O desde que él me regaló el peón de plata, como quien regala una
amenaza. O desde el parto. O desde que vi a Thei sumergiendo su mano en la
entrepierna de Carl, hijo de mil putas y de remil rameras. Este duelo. Espalda
contra espalda, sin padrinos, diez, veinte pasos, dos disparos: un único
muerto.
Al avance de mis peones por el flanco de rey ha replicado con el avance
de los suyos por el flanco de dama. A mis torres comunicadas a la altura de
su enroque ha respondido con las suyas comunicadas a la altura del mío. Los
peones de ambos llegan al mismo tiempo: chocan contra los de la defensa
contraria, alguno se pierde en la escaramuza. Su fianchetto dificulta mi
incursión; mi enroque es más débil. Pero doblo las torres en la última
columna. Apuntalo mis caballos: uno en la defensa del rey propio, el otro en
el ataque al rey contrario. Llevo mi alfil al hueco que abre el triángulo de su
enroque. Alfil por alfil. Torre por alfil. Saca al monarca de la casilla del
peligro. Devoro con mi torre su peón. Lo pone a salvo en la segunda casilla
de rey. Sólo he ganado un peón, tengo que incrementar la presión sobre su
castillo en ruinas. Concentro mis neuronas en esa zona del tablero y empiezo
a generar variantes de ataque para mis adentros. En su mayoría son
combinaciones de jugadas que conducen a una clara ventaja, a través de
jaques que son ataques dobles; en algunas de ellas incluso alcanzo el jaque
mate. Cuando llego a ese momento de mis anticipaciones, no puedo reprimir
la sonrisa al ver –como si hubiera ya pasado y fuera cierto ya– la derrota de
Chang, cómo sin mirarme derriba su rey, se rinde, para evitar que yo
pronuncie las dos palabras que certifican mi victoria. Puedo ganar. Voy a
ganar. Va a llegar la estocada definitiva, el disparo certero, el fin que esta
situación se merece, preámbulo de un reinicio que todos necesitamos como
agua de mayo (las viejas expresiones o herencias). Llevo finalmente mi dama
a primera línea de combate. El principio del fin.
Él medita durante muchos minutos. El silencio se disuelve en la luz
amarilla. Los números y las letras que organizan, blanquinegros, el ámbito
del duelo, se elevan desde las casillas, se combinan, se abrazan, bailan entre
las piezas, un movimiento que entre tanta quietud es sin duda la orgía de la
victoria, de mi victoria, al fin he actuado: lo reté, jugué limpio, sin ceder a la
tentación de usar los ardides deshonestos del adversario, gané, estoy ganando,
las letras y los números eso dicen, eso representan. Han pasado al menos
veinte minutos cuando despega el codo de la mesa, alarga los dedos huesudos
hacia su reina y la acerca al monarca en peligro. Un movimiento defensivo.
Ha calibrado sin duda la magnitud de la amenaza y renuncia al ataque. No
sólo eso. Un momento.
–Piensa.
En efecto. Desde la nueva casilla, la reina cumple un doble propósito,
defiende y amenaza mi propia dama. Me rindo a la evidencia. No puedo
sacrificar mi reina a cambio de la suya. Sus torres y las mías quedarían
tácitamente en equilibrio: yo ganaría algunos peones en ese flanco, los
mismos que él en el otro, torre por torre, quién sabe si torres por torres, un
alfil contra un caballo, tres o cuatro peones en cada bando, acabaría el medio
juego, entraríamos en un agotador final.
Esa diagonal. No había visto esa diagonal. Su dama no sólo protege a su
rey y amenaza a mi reina, también ha ocupado una diagonal ciega que
conduce directamente hacia una casilla desprotegida, demasiado cercana a mi
propio monarca. Si cierro los ojos, proyecto los movimientos que
desembocan en el jaque mate. No me queda más remedio que matar su dama
con la mía y dejar que su rey acabe con mi reina. En un abrir y cerrar de ojos,
mueren las torres, muere el alfil y el caballo, quedan tan sólo dos islas de
peones enfrentadas, orfandades siamesas, con su peón doblado al frente.
–¿Tablas?
¿He sido yo quien ha formulado esa pregunta? ¿Un nuevo acto
impremeditado, reflejo, absurdo? ¿Una nueva renuncia? ¿Hemos errado
ambos en nuestros disparos? ¿Dónde están los padrinos? ¿Son necesarios?
¿Puede uno batirse en solitario, sin aliados, sin alianzas? ¿Qué necesita
Chang para sacar de nuevo su pistola? ¿Cuál es el resorte que activará otra
vez la ejecución de la violencia? ¿Por qué he jugado al ajedrez con un
asesino? ¿Por qué el tacto de las piezas de madera me ha recordado el del
Diccionario? ¿Cuándo abrirá la celda y dejará libre a la bestia de nuevo? ¿Le
he ofrecido tablas? ¿Le he suplicado tablas? ¿He vuelto a perder el control de
las palabras?
–¿Tablas? –repite Chang, ofreciéndome la mano derecha.
Asiento, cabizbajo, ante mí esa mano que se tiende inverosímil hacia él;
encajan esas manos ajenas; me levanto; me giro; avanzo; él ha empezado
enseguida a recoger las piezas, puedo oír cómo las introduce, una a una, en la
caja; salgo del refectorio, sin mediar palabra.
Al entrar en la penumbra del pasadizo, respiro, aliviado.
Debe de estar en el almacén, como siempre, últimamente.
Cincuenta y dos pasos me separan de esa habitación iluminada por
decenas de velas encendidas, la cera derretida y petrificada sobre el suelo de
cemento; de esos barrotes cubiertos por fotografías; de ese altar que he
ignorado durante demasiado tiempo.
La antigua celda se ha convertido en un santuario de luz macilenta e
imágenes de un pasado lejano, casi ficticio.
Frank y Ling, tan elegantes como sonrientes, con la Torre Eiffel a lo
lejos.
Carmela con un vestido blanco; Carmela con Thei en brazos, sonriendo a
cámara; la cara jovial de Carmela.
Anthony en la adolescencia, sentado en un escritorio, con la mirada
retraída bajo unas lentes que nunca antes había visto.
Más cuerpos y rostros, que no reconozco, imágenes en color y en blanco
y negro, caras impresas en tres dimensiones, cabellos y ojos y labios y bocas
y cuellos y orejas y manos y brazos y jerséis y dedos y uñas y chaquetas y
pantalones y gafas de seres que significaron algo para mis compañeros de
encierro.
En el interior de la celda, se alza un altar con cirios más gruesos, botellas
vacías con collares y rosarios y abalorios en sus cuellos; en el centro se
encuentra la vieja y sucia muñeca de Thei, vestida de blanco, acostada en un
nido de trapos, ante un retablo de cartón con dibujos de flores y de estrellas
en el lugar que deberían ocupar las flores y las estrellas reales que
desaparecieron.
Sus ojos ámbar refulgen como los de un gato. Y me increpan.
He sido el ciego de un país lleno de tuertos.
Por alguna inexplicable razón, hasta ahora no reparo en las fotografías de
Shu. Son cuatro. Han sido atadas al mural de los barrotes con alambre y
conforman una secuencia: camina, tapándose parcialmente la boca con una
mano y sosteniendo una sombrilla nívea con la otra, por la Ciudad Prohibida,
mientras mira a cámara, como si la mirada quisiera contradecir el pudor del
gesto. Un discreto vestido blanco, con minúsculas margaritas estampadas,
cubre su cuerpo frágil. Los brazos desnudos. Sin tacones; sin maquillaje. Me
mira. Cuatro instantes de un mismo momento. Yo le tomé esas cuatro fotos,
es mía esa mirada fósil, era el tercer mes de su embarazo.
Siento una mano en mi hombro. Oigo una voz que dice, a mis espaldas:
–Yo también la echo de menos.
La luz de las velas y los cirios se está apagando. Huele a cera fundida.
Chang señala los barrotes cubiertos de fotografías: él es una sombra que no
deja huellas, a mis espaldas, sólo veo su mano y escucho su voz.
–Lo dispuse todo para que, de ser atacado por una nueva crisis, fueras el
nuevo inquilino de ese lugar; pero la Historia es impredecible –hace ademán
de posar su mano en mi hombro, pero se corrige enseguida y la hace
retroceder–. Mientras continúen creyendo en Thei, este espacio tendrá que
seguir siendo un santuario o un memorial y no una celda. Mientras tanto,
seguiremos empatados.
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legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o
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