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Rubén H.Pardo
“Ese proceso está abocado probablemente a resultados con los cuales acaso sea con los que menos cuenten sus ingenuos
promotores y panegiristas, los apóstoles de las ‘ideas modernas’. Las mismas condiciones nuevas bajo las cuales surgirá,
hablando en términos generales, una nivelación y una mediocrización del hombre...son idóneas en grado sumo para dar
origen a hombres-excepción de una cualidad peligrosísima y muy atrayente...He querido decir: la democratización de
Europa es a la vez un organismo involuntario para criar tiranos..."
F.Nietzsche –Más allá del bien y del mal-
“El proceso de progresiva neutralización de los diferentes ámbitos de la vida cultural ha llegado a su término porque ha
arribado a la técnica. La técnica no es ya el terreno neutral en la línea de aquel proceso de neutralización y toda política de
poder puede servirse de ella.”
Carl Schmitt –La época de las neutralizaciones y las despolitizaciones-
1
. A.Giddens es quien utiliza este concepto. Cf. Giddens, A., Consecuencias de la modernidad, Madrid,
Alianza, 1990.
2
por Nietzsche. Luego, será posible –entonces- señalar proximidades y diferencias, a los
fines de comprender mejor el significado de la propuesta decisionista, como asimismo las
posibilidades y los riesgos de su renovada actualidad. Y, por último, evaluar la existencia
de alternativas viables.
Nietzsche se presenta a sí mismo como una encrucijada. O, para ser más precisos, como
signo y emblema de una época de crisis, como el estigma de un horizonte cultural en lenta,
pero hirviente formación. Y –al menos en esto- usufructuando las ventajas de la distancia
histórica, es prudente asentir a tal autodescripción. Antes de apresurar cualquier línea
interpretativa posible de los textos nietzscheanos, es conveniente tener presente que la
importancia y la impronta que su pensamiento aún ejerce en la actualidad estriba –en
primer lugar- en el tino de dicha apuesta. Luego, mediaciones mediante, algunos rubricarán
–a partir de su hermenéutica de la sospecha y desde el horizonte de una creciente
racionalización tecnológica- el fracaso de los ideales ilustrados de la modernidad. Y otros,
preferirán hablar –más bien- de un proyecto inacabado. Sin embargo, más allá de toda
declaración de proximidad o lejanía conceptual respecto de los caminos transitados por la
filosofía de Nietzsche, podemos reconocer –desde el punto de arribo- una lógica del periplo
en la que se manifiesta una procedencia común: la problemática y desafiante llegada del
nihilismo.
Una de las implicancias ético-políticas del pensamiento nietzscheano más recorrida
por su recepción contemporánea, gira en torno de la perspectiva deconstructiva o crítica de
su filosofía, y ha sido brillantemente expuesta por Massimo Cacciari en su artículo sobre
“lo impolítico nietzscheano”3. En este trabajo el autor hace pie en la profundidad –según él
no percibida por la interpretación manniana- de la sospecha y los ataques formulados por
Nietzsche a la modernidad en general, y a sus aspectos políticos en particular; para extraer
de ello la idea de una “política sin fundamentos”. Así, lo “impolítico”, emblema de la
dimensión práctica de la filosofía de Nietzsche, lejos de representar un rechazo nostálgico
de lo político como disvalor (lectura de Thomas Mann en clave “revolución
conservadora”), se manifiesta como crítica radical de lo político en cuanto afirmación de
valores y visión totalizante. De este modo Cacciari consigue clarificar los perfiles políticos
del pensamiento nietzscheano poniéndolos a la luz del gesto filosófico de base de su obra:
la crítica de la metafísica y la deconstrucción de los pilares conceptuales de la modernidad.
Lo “impolítico” nietzscheano –en tanto crítica del ser-valor de la dimensión de lo político-
se articula como un “reenvío de lo político al reconocimiento de su intrínseco nihilismo”.
Vale decir, estriba en el desocultamiento crítico de los valores y conceptos en que se funda
el pensamiento político moderno, como asimismo en el señalamiento de sus
contradicciones y en el anuncio de su inexotrable disolución.
Esta perspectiva crítica o deconstructiva –relacionada con el nietzscheano
reconocimiento de la finitud y la contingencia- constituye uno de los núvcleos principales
de las objeciones con las que Nietzsche ataca al socialismo y al democratismo: “Pero aun
cuando el cristiano condena, calumnia, mancha el mundo, lo hace partiendo del mismo
instinto de que parte el obrero socialista para condenar, calumniar, manchar la sociedad; el
juicio final mismo es el dulce consuelo de la venganza, es la revolución como la espera
también el obrero socialista, pero imaginada para una época más lejana”4.
Es claro que para Nietzsche el socialismo no podía ser más que otro modo de
metafísica, sustentado también en una idea unívoca de la naturaleza humana y en una
filosofía de la historia. Pero una de las críticas más significativas –y que engloba a su vez a
la democracia y al pensamiento político moderno todo- tiene que ver con el señalamiento
de una contradicción esencial entre esas tendencias y el fundamento en el que se sostiene el
concepto mismo de Estado: “El interés del gobierno tutelar y el interés de la religión van de
la mano, de suerte que si éste empieza a perecer, el fundamento del Estado moderno
también quebrantará. La creencia en un orden divino de las cosas políticas, en un misterio
de la existencia del Estado, es de orden religiosa: si la religión desaparece, el Estado
perderá inevitablemente su antiguo velo de Isis y ya no infundirá respeto” 5. El proceso
3
.Cacciari, M., “Lo impolítico nietzscheano”, en Desde Nietzsche, tiempo, arte y política, Bs.As., Biblos,
1994.
4
.Nietzsche, F., El ocaso de los ídolos, Bs.As., siglo XX, 1984, “Incursiones de un inactual”, aforismo 34.
5
.Nietzsche, F., Humano, demasiado humano, Madrid, Edaf, 1984, aforismo 472.
5
6
.Nietzsche, F., op.cit., aforismo 472.
7
.Nietzsche, F., La gaya ciencia, op.cit., aforismo 347.
8
.Nietzsche, F., op.cit., aforismo 347.
9
.Nietzsche, F., Ecce homo, citado por Nolte, E., en Nietzsche y el nietzscheanismo, Madrid, Alianza, 1995,
pg.211.
10
.Nietzsche, F., Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza, 1986, aforismo 259.
6
funciones orgánicas”11; mientras que “el democratismo fue en todo tiempo la forma de
decadencia de la fuerza organizadora”, dado que “para que haya instituciones ha de haber
una especie de voluntad, de instintos antiliberales hasta la maldad: la voluntad de tradición,
de autoridad”12. Con todo esto simplemente se pretende resaltar que la crítica nietzscheana
a la modernidad política como decadencia y degeneración no sólo alberga un perfil de
apertura a la contingencia y orfandad de fundamentos (de lo que podría seguirse un gesto
de moderación y pluralismo), sino también –y a la vez- una asunción del ineludible suelo de
asimetrías e imposiciones en el que arraiga toda política. Fundamento y fe (o razón, en su
forma secularizada), cimientos del pensamiento político tradicional, una vez despojados de
su velo metafísico –vale decir, arribado ya el nihilismo- descubren el sin fundamento y la
voluntad como los ingredientes más propios de toda política: “Voluntad como sustituto
compensatorio de la fe, esto es, de la idea de que existe una voluntad divina [...] Si no
existe una finalidad en toda la historia de los destinos humanos, entonces tenemos que
introducirle una: suponiendo que nos es necesaria una meta y que, por otro lado, se nos ha
hecho transparente la ilusión de una meta o de una finalidad inmanente”13.
Abismo de fundamentación y una voluntad capaz de “danzar” sobre él. Sabemos ya
que dicha capacidad consiste no sólo en el reconocimiento de la contingencia y del
perspectivismo, sino además en la conciencia de las distancias jerárquicas en cuanto a la
transmisión del mando que supone la voluntad política (el “señorío”). La pregunta a
responder –entonces- sería la siguiente: ¿cómo interpretar el sentido de esta “danza
nietzscheana” por sobre las ruinas de las formas tradicionales de la política, las cuales han
iniciado ya un inexorable proceso de deslegitimación?
En este punto las respuestas de quienes leen a Nietzsche en clave postmoderna –
priorizando la dimensión crítica y deconstructiva de su filosofía- desembocan en una
encrucijada. O bien acallar al Nietzsche más polémico, a aquel que extrae en la mentada
perspectiva aristocrática, las consecuencias más antipáticas (al modo de Rorty). O bien
silenciar las afirmaciones propias en vaguedades y ambigüedades que responden al
problema de un modo cuasi místico y digno de una teología negativa. Así, siguiendo a
Vattimo, habría que conformarse con decir junto a Nietzsche que los más fuertes “serán los
más mesurados, los que no necesitan de dogmas extremos”; o –tomando el caso de
Cacciari-, que “tener los ojos bien abiertos y observar bien cómo la cosa procede es por lo
tanto el único respiradero posible, la puerta estrecha que nos queda...desde el lenguaje de la
política sin fundamentos”14. Como respuestas no alcanzan, a menos que se abandone
resignadamente toda pretensión de vincular teoría y praxis, filosofía y política; a menos que
se acepte la presencia entre ellas de un abismo insalvable, y se renuncie a la construcción
de puentes mediatizadores que nos permitan transitar con sentido de una orilla a la otra.
La presencia inocultable en el pensamiento nietzscheano de esas dos perspectivas o
dimensiones de lo político –la que ilumina el vacío ontológico de fundamentación y la que
señala el momento de la voluntad de jerarquía y distancia- nos reconduce a la problemática
inicial. La grandeza y actualidad de su filosofía pueden ser ubicadas del lado de las
preguntas, más que del de sus respuestas. Y es en la complejidad y novedad de aquéllas
desde donde hay que comprender las razones de la insatisfacción –siempre renovada- de
estas últimas. Sin embargo pueden extraerse –en principio- al menos dos observaciones a
tener en cuenta. En primer lugar, que la comprensión actual del vacío de fundamentación
sobre el que se yergue todo conocimiento –e incluso toda praxis- no es susceptible de ser
traducido literalmente al ámbito de lo político; vale decir, la ausencia de fundamento –
como apunta acertadamente Crespi15 e incluso como es advertido ya por el propio
Nietzsche- no se convierte, en su proyección social, en superación o supresión de
determinaciones: el terreno de la política conlleva –inexorablemente- la presencia de
elementos que se absolutizan. No es pensable sin cierto orden, sin previsibilidad. Por otro
lado, el suponer que la creciente insostenibilidad de posiciones extremas y fundamentalistas
de lugar –por sí sola- a la moderación, el pluralismo y la progresiva eliminación de la
11
.Nietzsche, F., op.cit., aforismo 259.
12
.Nietzsche, F., El ocaso de los ídolos, op.cit., “incursiones de un inactual”, aforismo 39.
13
.Nietzsche, F., Fragmentos póstumos, op.cit., pgs.40/41/49
14
.Cacciari, M., op.cit., pg.79.
15
.Cf. Crespi, “Ausencia de fundamento y proyecto social”, en El pensamiento débil (G.Vattimo y P.Rovatti,
Eds), Madrid, Cátedra, 1988.
7
16
.Lübbe, Filosofía práctica y teoría de la historia, Barcelona, Alfa, 1983, pg.51.
8
“Weimar” fue el crisol en el que se llevó a cabo esa explosiva combinación de ideas
que se conoció como “revolución conservadora. Thomas Mann la describió en los
siguientes términos: “una síntesis de ilustración y fe, de libertad y obligación, de espíritu y
cuerpo, dios y mundo, de sensualidad y atención crítica, de conservadurismo y
revolución”17. Los autores pertenencientes a este grupo de la derecha alemana compartían
ciertos temas y tradiciones, como la crítica del mundo liberal y democrático surgido de la
revolución francesa, el romanticismo alemán, la “experiencia del frente” (1ra.Guerra), la
crítica de la razón moderna e ilustrada, la lebensphilosophie y la proclamación amoral de la
estética. En resumen, defendían una ideología nacionalista –la Kultur- e identificaban a
Weimar con la guerra perdida y la humillación nacional, con Versailles, la inflación, la
cultura masiva cosmopolita, el liberalismo político, la razón formal y abstracta, con la
zivilization. De allí su denominación de “República sin republicanos”, dado que toda
política encaminada a su destrucción –proviniera de la derecha o de la izquierda- era
considerada como un acto de redención nacional.
Ahora bien, es dentro de este horizonte y aquelarre cultural de entreguerra –
producto también de la singularidad de la modernización alemana- donde el significado de
una teoría de la decisión, tal como la formulara Carl Schmitt, comienza a develarse, y
donde encuentra un renovado y aplicativo sentido la problemática nietzscheano-weberiana
recogida por éste. Una primera aproximación al pensamiento schmittiano cabría buscarla –
entonces- en su interpretación de, y respuesta a ese signo de interrogación que representó
Weimar. Y éstas podemos encontrarlas en su conferencia sobre La época de las
neutralizaciones y las despolitizaciones18, pronunciada en Barcelona en Octubre de 1929.
Allí, Schmitt lee el desarrollo del espíritu europeo en los últimos cuatro siglos, en términos
de una progresiva tendencia a la neutralización del conflicto, en virtud de la cual cada
centro de referencia en el que se manifiesta lo político es acallado y desplazado por otro, en
el que se espera encontrar acuerdo y paz: “La humanidad europea migra [... ]de un campo
de lucha a un terreno neutral, y continuamente el terreno de neutral apenas conquistado
vuelve a transformarse, de inmediato, en un campo de batalla, y se hace necesario buscar
nuevas esferas neutrales”19. Esta teoría de los “ámbitos centrales” o “centros de referencia”
(zentralgebiete), reconoce la siguiente periodización: teológico (siglo XVI), metafísico
(siglo XVII), moral-humanitario (siglo XVIII) y económico (siglo XIX). Y no pretende
señalar una ley de filosofía de la historia, ni expresar grados de un desarrollo deialéctico y
orientado, sino que precisamente sustrae el núcleo de lo político de toda normatividad o
finalidad inmanente. Lo que aquí interesa de esta lectura schmittiana de los
desplazamientos históricos de la conflictividad política, es su caracterización del punto de
arribo epocal de dicha aspiración a una esfera neutral: la decadente situación alemana en el
contexto del entonces joven siglo XX.
Con respecto al dilema weimariano, Schmitt encuentra en él la constatación de la
función neutralizante y despolitizadora del liberalismo en el que se encarna
preferentemente el zentralgebiete económico decimonónico: la debilidad degradante del
parlamentarismo alemán de esos años –según él- tiene su explicación en la
desanturalización liberal de lo político, que convierte y desactiva su esencia polémica en
competencia económica y discusión moral-espirutual; reduciendo al Estado a un
compromiso, a una válvula de seguridad administrativa sometida a la moral individualista
del derecho privado y a las leyes del mercado. Y si bien ya en esta pintura de época –
enmarcada en el movimiento general de despolitización europeo- es posible atisbar las
huellas de la crítica nietzscheana de la modernidad como despliegue del nihilismo y
asimismo las del diagnóstico weberiano del desencanto, es sobre todo en su determinación
de la técnica como ámbito central de este siglo (el XX), donde se manifiesta el núcleo más
significativo de sus ideas; ya que la relevancia otorgada al dato técnico lo desvincula de la
tradición romántica del Kulturpessimismus alemán, en la que se enrolaban la gran mayoría
de los pensadores de la revolución conservadora (Ludwig Klages, Paul Ernst, Moeller von
den Bruck, Ernst Niekisch, por nombrar sólo algunos). Para estos últimos, “la potencia
17
.Cf. Mann, T., Consideraciones de un apolítico, España, Grijalbo, 1978.
18
.Schmitt, C., “La época de las neutralizaciones y las despolitizaciones”, en El concepto de lo político,
Bs.As., Folios, 1984.
19
.Schmitt, C., op.cit., pg.86.
9
¿Qué problemas y riesgos entraña esta teoría decisionista? Por cierto, muchos y
variados. Algunos de ellos ya han sido mencionados a propósito de Nietzsche. Toda
conceptualización de lo político montada en un vacío de fundamentos y en la carencia
absoluta de “texto” desde el cual pudiese al menos sugerirse una continuidad, conlleva
peligrosas indeterminaciones. Aquellas –por ejemplo- que se agitaban ya cuando junto al
filósofo del Zarathustra se aludía a la problemática del “danzar sobre el abismo”; las
mismas que embargaron a Weber cuando contraponía al desencanto de la “jaula de hierro”
sistémica, el preocupante pulular de acciones políticas emotivo-pasionales, sustentadas en
una ética de la convicción. Concretamente, las del autoritarismo. Esto se ve corroborado en
la cuasi unánime crítica a Schmitt en cuanto a su postrera reducción –en un principio
negada pero luego inevitable- de lo político a lo estatal (la unidad política decisiva no
puede ser más que el Estado). Al fin y al cabo, política y voluntad –sin dudas- suelen
constituir una buena receta para el totalitarismo.
Sin embargo, más allá de la unanimidad en cuanto a la crítica anterior, debe
reconocerse –no sin dejar de preocuparse- que la descripción decisionista de lo político –
quizá por la actual radicalización del horizonte técnico/nihilista- ha ganado hoy mayor
protagonismo. Resulta evidente el retroceso y el deterioro –en términos de racionalidad
sistémica- del modelo liberal/parlamentario de la política. Y esto es así dado que, desde una
reducción de la racionalidad a eficiencia, los parlamentos comienzan a ser elementos cada
vez más “irracionales”, a favor de una creciente “razonabilidad” de los ejecutivos
decisorios. Ante esto, cabe preguntarse: ¿es posible encontrar –desde el mismo horizonte
epocal de nuestra modernidad tardía- alguna otra respuesta significativa y coherente a la
cuestión de lo político?
Este artículo finalizará –a modo de conclusión y dejando evidentemente más
interrogantes abiertos que certezas- haciendo una breve referencia a otro grupo de
respuestas posibles, las cuales creo que deberían ser más trabajadas en sus aspectos
específicamente políticos. A saber, la de aquellos que –ante la encrucijada de la praxis
política en la era de la técnica y del nihilismo- ponen el acento en la reconstrucción de un
“texto”, en la recuperación de una idea de racionalidad más amplia que la del cálculo y la
eficiencia.
En este marco conceptual, adquiere una relevancia paradigmática la propuesta
habermasiana de una lectura de lo político en clave discursiva. Habermas advierte con
claridad cuáles son las consecuencias prácticas de ese horizonte de desfundamentación y
tecnologización que –en las sociedades tardomodernas- ha transformado al mundo en esa
“jaula de hierro” de la que hablaba Weber. En primer lugar, una tendencia endémica a
desvirtuar política en técnica, con la consiguiente despolitización y creciente indiferencia
de y hacia la opinión pública. En segundo término, una reducción de la acción política a su
pura dimensión estratégica. Y es precisamente contra esa posible transformación de lo
político –derivada de las coordenadas de técnica y nihilismo- en asunto de decisión
administrativa (N.Luhmann) o en imposición autoritaria del poder (C.Schmitt), que
Habermas pretende construir un modelo ético/normativo que –centrado en la idea de praxis
comunicativa- evite que la política devenga en relaciones asimétricas y de dominación.
Según Habermas, la racionalidad, a pesar de la expansión del interés técnico –que
ha colonizado sistémicamente el mundo de la vida- no se reduce a ser mera acción
instrumental o estratégica, sino que es –en su dimensión más profunda- acción
12
comunicativa. Así, sólo en una ética comunicativa podríamos hallar las bases de un acuerdo
racionalmente motivado, que permita trascender la esfera de los intereses particulares. Ya
que en virtud de su misma estructura, el lenguaje –si es que lo consideramos como
Habermas prioritariamente comunicación- conlleva para nosotros, anticipadamente, la
promesa de un consenso universal y libre de coerciones. Puesto que la resolución discursiva
de las pretensiones de validez –implícitamente aceptadas por los participantes de un
diálogo- requiere la suposición (anticipada formalmente en el acto de habla) de una
situación ideal de comunicación. A saber, igualdad participativa, búsqueda del consenso,
imparcialidad, argumentación.
Tenemos aquí otra respuesta posible –ahora en clave discursiva- a la pregunta
inaugural por la conceptualización de lo político. Ella se erige sobre el doble rechazo de su
posible devenir sistémico o decisionista, y esgrime ante éstos la receta de un minimalismo
procedimental deliberativo, como único tratamiento posible para dotar a la democracia de
un modelo referencial de legitimación racional. Minimalismo procedimental, porque parte
del reconocimiento de la imposibilidad actual de asentar lo político en un contenido ético-
sustancial fuerte, y ve –por tanto- en el establecimiento de un marco referencial mínimo de
procedimientos regulativos, el único modo viable de asegurar que los conflictos de
intereses se encaminen hacia una resolución en términos de consensos racionales, y no de
imposiciones autoritarias. Y deliberativo porque es justamente en la discusión racional
donde podemos hallar esa ínfima dimensión sustancial que requiere este punto de vista
formal.
Ahora bien, ¿qué evaluación se podría hacer de este intento habermasiano? Más allá
de todas las bondades democráticas de su concepción de lo político a partir del ideal de un
espacio público de deliberación racional, y dando por descontadas tanto la solidez como la
pertinencia filosófica de su apuesta por una necesaria ampliación del concepto de razón, las
objeciones suelen ser muchas y –por lo general- coincidentes. Quizá podrían ser
sintetizadas en la siguiente pregunta: ¿es éste un ideal normativo realista para la teoría
democrática?27 Evidentemente, la respuesta tiende a ser negativa. La reducción
habermasiana del mundo de la vida, de la racionalidad, del lenguaje, y de la política misma,
a praxis comuniativa, al no dar cuenta de los mecanismos de integración y de decisión que
operan en una comunidad, termina disolviendo lo político en argumentación; y olvidando –
entonces- que los procesos de resolución de conflictos conllevan no sólo argumentación,
sino también negociación: lo político no puede eludir sus componentes estratégicos. En
síntesis, en su lucha contra las tendencias a justificar una política amoral, termina
reduciendo su posición a una ética apolítica. Y, quizá, una disyuntiva tal, que oponga al
“realismo descarnado” de la eficiencia sistémico-decisionista, sólo el punto de vista moral
de un modelo ético-normativo cuya rigidez e idealidad lo hacen esencialmente inoperante
para la praxis política concreta, sólo logre –en realidad- abonar otras buenas razones para
los que sustentan la primera opción. Vale decir, en su intento por sortear, tanto la disolución
sistémica de la política, como el peligroso reencantamiento decisionista, Habermas acaba
por “salirse” de lo político mismo. Y ese es el riesgo que conlleva toda posición que
pretenda ubicarse más allá de la disolución pero más acá del reencantamiento. Aunque, esa
es también la tarea.
Finalmente –como conclusión- y sólo al modo de una sugerencia que requeriría de
un futuro desarrollo, considero que habría otra persepctiva posible –dentro de esta
búsqueda de ampliación de la racionalidad: la hermenéutica. Ella se basaría también en la
necesidad de reconstrucción de un texto. Pero no ya el de la racionalidad comunicativa,
orientada a la consumación de la promesa práctica de un acuerdo futuro; sino el de una
razón cuya tarea es la recreación de un acuerdo previo que pervive –de algún modo- en el
ethos de la tradición. Pero, ¿sería realmente pensable una política hermenéutica?
H.G. Gadamer, quizá el representante más lúcido de esta corriente filosófica,
siempre ha mantenido su discurso en el plano de la ética. Y hasta ahora no ha habido más
que tibios intentos de proyectar sobre el ámbito de lo político las implicancias prácticas de
la hermenéutica filosófica. Sin embargo, creo atisbar en esta persepctiva una senda de
27
.Cf. McCarthy, T., “El discurso práctico: la relación de la moralidad con la política”, en J.Habermas:
moralidad, ética y política, México, Alianza, 1993.
13
investigación que merecería ser transitada. ¿Por qué? Quizá lo más pertinente sea responder
–finalizando este trabajo- con una reconstrucción del periplo realizado.
El diagnóstico nietzscheano del nihilismo –mediado y enriquecido por la
comprensión weberiana de la impronta del elemento técnico, en virtud del cual la estructura
del poder resulta escindida en racionalización y señorío- conserva su vigencia en cuanto
núcleo del desafío de lo político en nuestra modernidad tardía. Las exigencias derivables de
tal cuadro de situación –como se ha constatado- son variadas y opuestas. Desde la doble
perspectiva de lo político en Nietzsche –a partir de la cual se nos abría la conjunción de
vacío y voluntad- es posible seguir una línea de respuesta que, centrada en la realidad
apremiante del tiempo, interpreta dicha problemática en términos de demandas de decisión.
Contra este tipo de respuesta –y desde la conciencia de la necesidad de asumir de otro
modo la encrucijada- Habermas apela a la exigencia de una refundación del punto de vista
moral, y la encuentra en la ampliación comunicativa de la idea de racionalidad. Finalmente
–y quizá justo en esto radique su interés y pertinencia- sería posible un abordaje como el
hermenéutico, que combine un reconocimiento de los inevitables componentes
decisionistas de lo político (inherentes a toda applicatio y a toda phrónesis) con el reclamo
de una racionalidad phronética, pero que simplemente tiende hacia el señalamiento de lo
comunitario frente a la sustracción técnica. Ya que tal vez, más que en ideales normativos
con pretensiones de universalidad –pero impracticables políticamente- sea en esa necesaria
referencia a un “ethos/logos común” (desmembrado, pero aún viviente en la tradición), que
encontremos ese reclamado aguijón crítico para con una modernidad tecnológica que se nos
presenta como destino inexorable.
La pregunta por el sentido y por la viabilidad de este camino –el de la recreación de
lo político desde una razón hermenéutica- es la que quedará aquí abierta. Y constituye –
básicamente- un pedido. El de recorrer un senda que –hasta ahora- se halla prácticamente
inexplorada: la de pensar –en serio y concretamente- la posibilidad de un vínculo entre
hermenéutica y política. Se trata –simplemente- de la búsqueda de un pliegue, de una
grieta, de un escondrijo, entre el cumplimiento del anuncio de la disolución y los riesgos de
un indeterminado reencantamiento. Justamente en ese “entre” se nos presenta hoy el debate
por lo político.-