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DISOLUCION Y REENCANTAMIENTO

Nietzsche, Schmitt, y la pregunta por lo político en la


modernidad tardía

Rubén H.Pardo
“Ese proceso está abocado probablemente a resultados con los cuales acaso sea con los que menos cuenten sus ingenuos
promotores y panegiristas, los apóstoles de las ‘ideas modernas’. Las mismas condiciones nuevas bajo las cuales surgirá,
hablando en términos generales, una nivelación y una mediocrización del hombre...son idóneas en grado sumo para dar
origen a hombres-excepción de una cualidad peligrosísima y muy atrayente...He querido decir: la democratización de
Europa es a la vez un organismo involuntario para criar tiranos..."
F.Nietzsche –Más allá del bien y del mal-

“El proceso de progresiva neutralización de los diferentes ámbitos de la vida cultural ha llegado a su término porque ha
arribado a la técnica. La técnica no es ya el terreno neutral en la línea de aquel proceso de neutralización y toda política de
poder puede servirse de ella.”
Carl Schmitt –La época de las neutralizaciones y las despolitizaciones-

1. A modo de introducción: Lo político en el doble horizonte del


nihilismo y de la técnica

Sigue resultando determinante, en cuanto a la plausibilidad del tratamiento filosófico de


cualquier problemática actual, partir de una comprensión adecuada del concepto de
“modernidad”. Tal premisa encuentra su fundamento en el ineludible proceso de
contextualización que caracteriza a todo comprender; y del cual puede inferirse que, si lo
que se pretende –como en este trabajo- es abordar el análisis de nuestra época desde alguna
de sus temáticas centrales, es preciso en primer lugar, caracterizarla en relación con su
contexto histórico natural: a saber, la “modernidad”.
La primer categoría sobre cuya base se erige –y se suele comprender- el proyecto
filosófico de la modernidad, es la de “racionalización”: lo que funda al pensamiento
moderno es un programa de control y dominio racional del mundo basado en una
precomprensión “matemática” del mismo. En otros términos, el proceso de racionalización
y de reducción de la racionalidad a razón instrumental –como característica nuclear de la
modernidad- encuentra su condición de posibilidad en una comprensión previa del sentido
de la naturaleza y de la sociedad fundada en “lo matemático”: lo real –como dirá
Heidegger- es comprendido como aquello que puede ser calculado, medido y,
consiguientemente, controlado como material disponible (Bestand).
Por otra parte, de dicha categoría/proceso –la de racionalización- deriva una segunda,
no menos importante: la de “reflexividad”1. Si la modernidad ha de ser entendida a partir de
la dinámica de racionalidad sistémica que le es inherente y, a la vez, se toma nota del
ineludible aumento de la complejidad y del riesgo que ella acarrea, el resultado no puede
ser otro que el de la necesidad de revisar y cuestionar constantemente los propios principios
y fundamentos. Así, a mayor racionalización mayor complejidad, a mayor complejidad
mayor riesgo, y –finalmente- el aumento del riesgo genera procesos en virtud de los cuales
la razón debe cuestionarse a sí misma y revisar sus propios límites (“reflexividad”).
Es así que, desde estos dos pilares conceptuales -los de racionalización y reflexividad-
pueden pensarse todas las otras características a partir de las cuales se acostumbra a
comprender la modernidad: el desanclaje o desarticulación de la influencia de los contextos
locales en la praxis social (pérdida de poder normativo de la tradición), el giro de una
orientación temporal centrada en el pasado hacia el futuro y lo nuevo (progreso), la
diferenciación de la sociedad en subámbitos (cultural, político, tecnoeconómico) guiados
por principios semiautónomos, entre otras.
Ahora bien, realizado ya el proceso de caracterización de la modernidad en tanto
horizonte epocal de nuestra situación actual, es indispensable responder entonces la

1
. A.Giddens es quien utiliza este concepto. Cf. Giddens, A., Consecuencias de la modernidad, Madrid,
Alianza, 1990.
2

siguiente pregunta: ¿cómo comprendernos en relación con dicho contexto?; o, en otras


palabras: ¿en qué estriba la especificidad y diferencia de nuestro tiempo en relación con el
“proyecto filosófico de la modernidad”? Aquí, es necesario pensar –sobre todo- desde
Nietzsche.
Es conocido, y en buena medida aceptado en cuanto diagnóstico, el anuncio
nietzscheano de la llegada del nihilismo y su ineludible proyección hacia nuestro siglo XX.
Nietzsche se concibe a sí mismo como el augur de una época cuyo sello y sino estriba
precisamente en la crisis de los fundamentos, en el despertar nihilista del sueño de la
promesa práctica de una ilustración plena. El fracaso de dicho ideal, la tan mentada “muerte
de Dios”, sin dudas ha proyectado ya sus primeras sombras, dándole a la época una
reconocible tonalidad crepuscular: la idea weberiana del desencanto y de la “jaula de
hierro”, o el análisis heideggeriano en términos de bestand y mayor ocultamiento del ser,
son sólo algunos ejemplos del cada vez más consciente malestar de una modernidad
signada por un doble horizonte de vacío de fundamentación y de expansión tecnológica de
su proyecto de racionalidad. Vale decir, es preciso, para una adecuada comprensión de
nuestra situación epocal, pensar el pasaje de una modernidad centrada en las categorías de
racionalización y reflexividad, a un tiempo cuyas coordenadas conceptuales resultan ser las
de nihilismo y técnica. Ya sea que se comprenda el desarrollo histórico cultural de
Occidente como proceso de racionalización o como historia del ocaso del ser, el resultado,
a todas luces, es el mismo: un común diagnóstico de crisis fruto de la toma de conciencia de
los límites y de las contradicciones inherentes al ideal moderno y -a la vez- de la aparente
imposibilidad de torcer el encuadre tecno-sistémico de la razón.
En síntesis, es conveniente desembarazarse –desde un comienzo- de la hoy muy
extendida y a la vez cuestionable opinión que interpreta estos signos de consumación y
crisis en términos de superación del orden moderno y pasaje a la postmodernidad. Aquí
cabe una aclaración fundamental: si desde Nietzsche, estamos ya persuadidos –entre otras
cosas- de la circularidad de la razón y de la carencia de un sentido teleológico último
inherente a la historia, esto, más que llevarnos más allá de la modernidad, nos señala el
momento de mayor reflexividad de la misma. Aunque puedan ya percibirse los contornos
de un orden nuevo y diferente, en vez de inferir de ello una supuesta entrada a la
postmodernidad, debe interpretarse como el advenimiento de la etapa de radicalización y
universalización de las consecuencias de la modernidad: toma de conciencia de la caída de
los fundamentos (nihilismo) y, como diría Habermas, colonización del mundo de la vida
por los órdenes sistémicos (tecnología).
Es entonces en este contexto de “modernidad tardía” desde el que hay que comprender
esa especificidad y diferencia de la situación epocal que se pretende analizar. Resultaría
conceptualmente nocivo –por lo tanto- desatender alguno de los dos ejes sobre los que gira
la problemática tardomoderna, ocultando ora su autocomprensión nihilista, ora su
expansión tecnológica. Todas y cada una de las características propias de esta época (caída
de las grandes narraciones, exaltación del presente, eclecticismo, rechazo del
universalismo, ironía y placer por lo lúdico, crítica de la razón instrumental, etc...) pueden
ser reconducidas –para su comprensión- a las categorías nucleares de nihilismo y técnología
como receptoras del proyecto moderno de razón. Y entonces, cabe ahora sí preguntar –
aclarados ya el horizonte y la perspectiva- : ¿cómo seguir pensando, a partir de la
encrucijada de una razón que se percata de su propia vacuidad de razones, y que se deliza,
gustosa y constantemente, hacia una riesgosa práctica autista de señalamiento de abismos
propios?; y más concretamente: ¿cómo pensar y experimentar lo político, en el marco de la
tensión entre ausencia de fundamento y racionalidad tecnológica?
Las respuestas a esta pregunta suelen partir de un diagnóstico común y compartido: en
el contexto de una modernidad tecnológica irrefrenable y de un mundo de la vida
estigmatizado por la reducción de la racionalidad a razón instrumental, “lo político” tiende
necesariamente a su disolución sistémica. Desde el señalamiento nietzscheano de las
contradicciones inherentes al pensamiento político moderno, y sobre todo a partir de la
redescripción weberiana de la temática del poder como una estructura escindida entre
racionalización y señorío, el pensamiento sobre el destino de lo político parece estar
signado por la sospecha de estar asistiendo a un proceso de agonía y acabamiento.
Nietzsche –por ejemplo- anunciará la ineludible desaparición del Estado moderno como
3

consecuencia necesaria de la “democratización” europea, y Weber –por citar sólo a otro-


advertirá sobre el agotamiento de lo político en favor de una legitimidad legal-racional que
deviene en praxis administrativa y “jaula de hierro”.
Este trabajo tiene como objetivo analizar una de las principales –y a la vez de las más
problemáticas- respuestas que se han dado a la pregunta por lo político en el contexto de su
disolución tardomoderna en nihilismo y tecnología: el decisionismo schmittiano.
¿Por qué esta temática? ¿En qué radica su pertinencia o importancia? En primer lugar,
porque la pregunta por las proyecciones ético-políticas de la crisis del pensamiento
moderno –representada ejemplarmente en el cuestionamiento de la epistemología- sigue
estando abierta y carente de respuestas satisfactorias. Y en segundo término, porque la
respuesta decisionista –que aquí será rastreada en sus vínculos con la filosofía de
Nietzsche- viene siendo objeto en la actualidad de un renovado interés, ya sea a los fines de
desempolvar y recrear alguna de sus posibilidades, ya sea para señalarla y denunciarla
como peligro a ser evitado. Sea como fuere, la categoría de “decisión” resulta ser –
llamativamente- una de las respuestas más citadas a la hora de enfrentarse con la
problemática de lo político en estos tiempos de orden sistémico y de ausencia de
fundamentos. Una evaluación crítica de sus implicancias y su vínculo con otros posibles
conceptos articuladores de respuestas –como los de “deliberación” y phrónesis- será ahora
la tarea.
De la modernidad, a la modernidad tardía. Desde un proyecto de razón centrado en la
racionalización y la reflexividad a una racionalidad carcomida por el nihilismo y
encorcetada por el principio técnico-económico de la eficiencia. De los ideales teórico-
prácticos modernos a la crisis tardomoderna de la epistemología y de las formas
tradicionales de la política. Del diagnóstico de disolución de lo político a la pretensión de
su reencantamiento decisionista. Y de las virtudes-peligros de ésta, a las posibilidades de la
phrónesis. Esa, es la senda a recorrer.

2. Nietzsche: vacío y voluntad como coordenadas de lo político

¿Cómo repensar lo político en el marco de la ausencia de fundamento y ante la


ineludible incidencia del vértigo tecnológico, cuyos efectos sistémicos tienden a
complejizar cada vez más lo social? Un primer tipo de respuesta posible a este desafío
tardomoderno fue representada por la teoría decisionista de Carl Schmitt (1888-1985),
quien precisamente vió en esa encrucijada de nihilismo y técnica, la razón de la apremiante
necesidad de un nuevo primado de lo político. Y, tal como quedó dicho anteriormente,
estamos asistiendo –en estos tiempos finiseculares- a una renovada actualidad de dicho
pensamiento; situación ante la cual –como no puede ser de otro modo- surge
inmediatamente la pregunta sobre el por qué de tal resurgimiento, sobre las razones de este
renacimiento del interés por la obra schmittiana. ¿Es posible una “vuelta” del
decisionismo?
Sin embargo, el análisis prometido –a partir del cual debería surgir una respuesta e estos
interrogantes- requiere de un rodeo previo. Si bien son muy escasas las oportunidades en
las que Schmitt -en su obra- se ha referido a Nietzsche, no es desatinado afirmar que la
influencia que la crítica nietzscheana de la modernidad ha ejercido sobre su pensamiento,
fue de suma importancia. En primer lugar, porque el decisionismo schmittiano no sólo ha
tomado muchos elementos de la filosofía de Nietzsche, sino que no puede comprenderse sin
tener en cuenta la crítica del fundamento y –en general- el nihilismo pensado por éste2. En
segundo lugar, porque Schmitt constituye una mediación decisiva entre el filósofo del
Zarathustra y las posteriores apropiaciones nacionalsocialistas de su filosofía (las cuales
siempre sobrevuelan –de modo casi ineludible- la lectura e interpretación de su obra). Y
finalmente, porque puede decirse que el decisionismo representa –según la tesis de este
trabajo- una respuesta posible y coherente a las preguntas que el pensamiento nietzscheano
arroja sobre la praxis ético-política desde su diagnóstico de crisis de la epistemología y de
la razón moderna. Por todo ello -y tan sólo con el propósito de mostrar una “secuencia”
insoslayable y no una relación de “consecuencia” lógica entre ellos- es preciso comenzar
2
. En esto sigo la posición de Marramao. Cf. Marramao, G., Poder y secularización, Barcelona, Península,
1990.
4

por Nietzsche. Luego, será posible –entonces- señalar proximidades y diferencias, a los
fines de comprender mejor el significado de la propuesta decisionista, como asimismo las
posibilidades y los riesgos de su renovada actualidad. Y, por último, evaluar la existencia
de alternativas viables.
Nietzsche se presenta a sí mismo como una encrucijada. O, para ser más precisos, como
signo y emblema de una época de crisis, como el estigma de un horizonte cultural en lenta,
pero hirviente formación. Y –al menos en esto- usufructuando las ventajas de la distancia
histórica, es prudente asentir a tal autodescripción. Antes de apresurar cualquier línea
interpretativa posible de los textos nietzscheanos, es conveniente tener presente que la
importancia y la impronta que su pensamiento aún ejerce en la actualidad estriba –en
primer lugar- en el tino de dicha apuesta. Luego, mediaciones mediante, algunos rubricarán
–a partir de su hermenéutica de la sospecha y desde el horizonte de una creciente
racionalización tecnológica- el fracaso de los ideales ilustrados de la modernidad. Y otros,
preferirán hablar –más bien- de un proyecto inacabado. Sin embargo, más allá de toda
declaración de proximidad o lejanía conceptual respecto de los caminos transitados por la
filosofía de Nietzsche, podemos reconocer –desde el punto de arribo- una lógica del periplo
en la que se manifiesta una procedencia común: la problemática y desafiante llegada del
nihilismo.
Una de las implicancias ético-políticas del pensamiento nietzscheano más recorrida
por su recepción contemporánea, gira en torno de la perspectiva deconstructiva o crítica de
su filosofía, y ha sido brillantemente expuesta por Massimo Cacciari en su artículo sobre
“lo impolítico nietzscheano”3. En este trabajo el autor hace pie en la profundidad –según él
no percibida por la interpretación manniana- de la sospecha y los ataques formulados por
Nietzsche a la modernidad en general, y a sus aspectos políticos en particular; para extraer
de ello la idea de una “política sin fundamentos”. Así, lo “impolítico”, emblema de la
dimensión práctica de la filosofía de Nietzsche, lejos de representar un rechazo nostálgico
de lo político como disvalor (lectura de Thomas Mann en clave “revolución
conservadora”), se manifiesta como crítica radical de lo político en cuanto afirmación de
valores y visión totalizante. De este modo Cacciari consigue clarificar los perfiles políticos
del pensamiento nietzscheano poniéndolos a la luz del gesto filosófico de base de su obra:
la crítica de la metafísica y la deconstrucción de los pilares conceptuales de la modernidad.
Lo “impolítico” nietzscheano –en tanto crítica del ser-valor de la dimensión de lo político-
se articula como un “reenvío de lo político al reconocimiento de su intrínseco nihilismo”.
Vale decir, estriba en el desocultamiento crítico de los valores y conceptos en que se funda
el pensamiento político moderno, como asimismo en el señalamiento de sus
contradicciones y en el anuncio de su inexotrable disolución.
Esta perspectiva crítica o deconstructiva –relacionada con el nietzscheano
reconocimiento de la finitud y la contingencia- constituye uno de los núvcleos principales
de las objeciones con las que Nietzsche ataca al socialismo y al democratismo: “Pero aun
cuando el cristiano condena, calumnia, mancha el mundo, lo hace partiendo del mismo
instinto de que parte el obrero socialista para condenar, calumniar, manchar la sociedad; el
juicio final mismo es el dulce consuelo de la venganza, es la revolución como la espera
también el obrero socialista, pero imaginada para una época más lejana”4.
Es claro que para Nietzsche el socialismo no podía ser más que otro modo de
metafísica, sustentado también en una idea unívoca de la naturaleza humana y en una
filosofía de la historia. Pero una de las críticas más significativas –y que engloba a su vez a
la democracia y al pensamiento político moderno todo- tiene que ver con el señalamiento
de una contradicción esencial entre esas tendencias y el fundamento en el que se sostiene el
concepto mismo de Estado: “El interés del gobierno tutelar y el interés de la religión van de
la mano, de suerte que si éste empieza a perecer, el fundamento del Estado moderno
también quebrantará. La creencia en un orden divino de las cosas políticas, en un misterio
de la existencia del Estado, es de orden religiosa: si la religión desaparece, el Estado
perderá inevitablemente su antiguo velo de Isis y ya no infundirá respeto” 5. El proceso

3
.Cacciari, M., “Lo impolítico nietzscheano”, en Desde Nietzsche, tiempo, arte y política, Bs.As., Biblos,
1994.
4
.Nietzsche, F., El ocaso de los ídolos, Bs.As., siglo XX, 1984, “Incursiones de un inactual”, aforismo 34.
5
.Nietzsche, F., Humano, demasiado humano, Madrid, Edaf, 1984, aforismo 472.
5

moderno de desacralización y secularización de las bases teológicas de lo político –que ha


desembocado no sólo en el socialismo sino sobre todo en la modernidad democrática- mina
las bases mismas de esa fe sobre la que se ha erigido y se sustenta la existencia del Estado,
llevándolo –ineludiblemente- a su propia decadencia: “La soberanía del pueblo, vista de
cerca, servirá para que se desvanezca hasta la magia y la superstición postreras en el
dominio de estos sentimientos; la democracia moderna es la forma histórica de la
decadencia del Estado”6. La modernidad –articulada políticamente en las ideas de
socialismo y democratización- constituye un lento, pero sostenido, camino de decadencia,
en la medida en que conlleva el declive del fundamento de lo político: la fe en la autoridad
absoluta y en la verdad definitiva.
Este poner lo político en el horizonte del nihilismo (conjugar la agonía del Estado
con la muerte de Dios), constituye el punto medular de la perspectiva “impolítica” o crítica,
en cuanto a las posibles proyecciones ético-políticas del pensamiento nietzscheano: crítica
de lo político como visión totalizante, crítica del fundamento teológico, y crítica de las
formas secularizadas y decadentes de la política moderna. Sin embargo, ante la pregunta
acerca de cómo pensar lo político bajo este horizonte actual de desfundamentación, dicha
perspectiva muestra su insuficiencia, su incompletitud y carencia de respuestas. Si el
ámbito de lo político se yergue sobre el suelo ineludible de la fe y el fundamento teológico-
metafísico; en síntesis, si necesita del “...ansia de un punto de apoyo, de un sostén, de un
instinto de debilidad que, si no crea las religiones y las metafísicas, al menos las
conserva.”7; ¿en qué consistiría -entonces- una “gran política”, una política que represente
el caso contrario, “El de la alegría y la fuerza, por el cual abandone el espíritu toda su fe,
toda su ansia de certeza, viéndose diestro en tenerse sobre ligeras cuerdas de todas las
posibilidades y capaz de danzar sobre el abismo”8? ¿Concretamente, cuál sería el
significado político posible de ese “danzar sobre el abismo”? Nietzsche –a su modo-
responde. Y es aquí donde se despliega una segunda perspectiva –la más polémica y difícil
de asimilar- aquélla relacionada con la jerarquía, con el aristocratismo y el avasallamiento
que conlleva su concepción de la vida como voluntad de poder. La “gran política”, además
de un estadio crítico -representado por “lo impolítico” y, en general, por la deconstrucción
nihilista de la filosofía tradicional y moderna- posee una faceta afirmativa, en la cual se
ilumina todo aquello que ha quedado oculto por milenios de metafísica y decadencia, la
vida misma: “Adelantemos nuestra mirada un siglo, supongamos que mi atentado contra los
milenios de contranaturaleza y de violación del hombre tiene éxito. Aquel nuevo partido de
la vida, que tiene en sus manos la más grande de todas las tareas, el adiestramiento superior
de la humanidad, incluida la inexorable aniquilación de todo lo degenerado y parasitario,
hará posible de nuevo en la tierra aquel exceso de vida del cual tendrá que volver a nacer
también la situación dionisíaca. Yo prometo una edad trágica”9.
El mentado “danzar sobre el abismo” al cual Nietzsche nos desafía –y que en un
plano epistemológico mienta la aceptación del carácter interpretativo y, por tanto,
“abismal” en cuanto a fundamentación, del conocimiento- aquí alude al reconocimiento de
un perspectivismo vital que es, básicamente, asimetría: “Resulta necesario pensar a fondo y
con radicalidad y defenderse contra toda debilidad sentimental: la vida misma es
esencialmente apropiación, ofensa, avasallamiento de lo que es extraño y más débil,
opresión dureza, imposición de formas propias, anexión y al menos, en el caso más
suave, explotación”10.
Y es en este núcleo temático en el que se centra un segundo grupo de críticas que
Nietzsche formula al pensamiento político moderno, el cual, en sus formas de socialismo y
democratismo, niega y oculta la esencia interpretativa y de voluntad de poder de la vida:
desde el primero “hoy se fantasea en todas partes, incluso bajo disfraces científicos, con
estados venideros de la sociedad en los que el carácter explotador desaparecerá: a mis oídos
esto suena como si alguien prometiese inventar una vida que se abstuviese de todas las

6
.Nietzsche, F., op.cit., aforismo 472.
7
.Nietzsche, F., La gaya ciencia, op.cit., aforismo 347.
8
.Nietzsche, F., op.cit., aforismo 347.
9
.Nietzsche, F., Ecce homo, citado por Nolte, E., en Nietzsche y el nietzscheanismo, Madrid, Alianza, 1995,
pg.211.
10
.Nietzsche, F., Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza, 1986, aforismo 259.
6

funciones orgánicas”11; mientras que “el democratismo fue en todo tiempo la forma de
decadencia de la fuerza organizadora”, dado que “para que haya instituciones ha de haber
una especie de voluntad, de instintos antiliberales hasta la maldad: la voluntad de tradición,
de autoridad”12. Con todo esto simplemente se pretende resaltar que la crítica nietzscheana
a la modernidad política como decadencia y degeneración no sólo alberga un perfil de
apertura a la contingencia y orfandad de fundamentos (de lo que podría seguirse un gesto
de moderación y pluralismo), sino también –y a la vez- una asunción del ineludible suelo de
asimetrías e imposiciones en el que arraiga toda política. Fundamento y fe (o razón, en su
forma secularizada), cimientos del pensamiento político tradicional, una vez despojados de
su velo metafísico –vale decir, arribado ya el nihilismo- descubren el sin fundamento y la
voluntad como los ingredientes más propios de toda política: “Voluntad como sustituto
compensatorio de la fe, esto es, de la idea de que existe una voluntad divina [...] Si no
existe una finalidad en toda la historia de los destinos humanos, entonces tenemos que
introducirle una: suponiendo que nos es necesaria una meta y que, por otro lado, se nos ha
hecho transparente la ilusión de una meta o de una finalidad inmanente”13.
Abismo de fundamentación y una voluntad capaz de “danzar” sobre él. Sabemos ya
que dicha capacidad consiste no sólo en el reconocimiento de la contingencia y del
perspectivismo, sino además en la conciencia de las distancias jerárquicas en cuanto a la
transmisión del mando que supone la voluntad política (el “señorío”). La pregunta a
responder –entonces- sería la siguiente: ¿cómo interpretar el sentido de esta “danza
nietzscheana” por sobre las ruinas de las formas tradicionales de la política, las cuales han
iniciado ya un inexorable proceso de deslegitimación?
En este punto las respuestas de quienes leen a Nietzsche en clave postmoderna –
priorizando la dimensión crítica y deconstructiva de su filosofía- desembocan en una
encrucijada. O bien acallar al Nietzsche más polémico, a aquel que extrae en la mentada
perspectiva aristocrática, las consecuencias más antipáticas (al modo de Rorty). O bien
silenciar las afirmaciones propias en vaguedades y ambigüedades que responden al
problema de un modo cuasi místico y digno de una teología negativa. Así, siguiendo a
Vattimo, habría que conformarse con decir junto a Nietzsche que los más fuertes “serán los
más mesurados, los que no necesitan de dogmas extremos”; o –tomando el caso de
Cacciari-, que “tener los ojos bien abiertos y observar bien cómo la cosa procede es por lo
tanto el único respiradero posible, la puerta estrecha que nos queda...desde el lenguaje de la
política sin fundamentos”14. Como respuestas no alcanzan, a menos que se abandone
resignadamente toda pretensión de vincular teoría y praxis, filosofía y política; a menos que
se acepte la presencia entre ellas de un abismo insalvable, y se renuncie a la construcción
de puentes mediatizadores que nos permitan transitar con sentido de una orilla a la otra.
La presencia inocultable en el pensamiento nietzscheano de esas dos perspectivas o
dimensiones de lo político –la que ilumina el vacío ontológico de fundamentación y la que
señala el momento de la voluntad de jerarquía y distancia- nos reconduce a la problemática
inicial. La grandeza y actualidad de su filosofía pueden ser ubicadas del lado de las
preguntas, más que del de sus respuestas. Y es en la complejidad y novedad de aquéllas
desde donde hay que comprender las razones de la insatisfacción –siempre renovada- de
estas últimas. Sin embargo pueden extraerse –en principio- al menos dos observaciones a
tener en cuenta. En primer lugar, que la comprensión actual del vacío de fundamentación
sobre el que se yergue todo conocimiento –e incluso toda praxis- no es susceptible de ser
traducido literalmente al ámbito de lo político; vale decir, la ausencia de fundamento –
como apunta acertadamente Crespi15 e incluso como es advertido ya por el propio
Nietzsche- no se convierte, en su proyección social, en superación o supresión de
determinaciones: el terreno de la política conlleva –inexorablemente- la presencia de
elementos que se absolutizan. No es pensable sin cierto orden, sin previsibilidad. Por otro
lado, el suponer que la creciente insostenibilidad de posiciones extremas y fundamentalistas
de lugar –por sí sola- a la moderación, el pluralismo y la progresiva eliminación de la
11
.Nietzsche, F., op.cit., aforismo 259.
12
.Nietzsche, F., El ocaso de los ídolos, op.cit., “incursiones de un inactual”, aforismo 39.
13
.Nietzsche, F., Fragmentos póstumos, op.cit., pgs.40/41/49
14
.Cacciari, M., op.cit., pg.79.
15
.Cf. Crespi, “Ausencia de fundamento y proyecto social”, en El pensamiento débil (G.Vattimo y P.Rovatti,
Eds), Madrid, Cátedra, 1988.
7

violencia, constituye todo un acto de pensamiento mágico, por no decir, de ingenuidad


filosófica: como si aquélla derivara exclusivamente de la creencia metafísico-teológica en
el fundamento.
En segundo término, esa doble perspectiva nietzscheana –mediante la cual lo
político se nos revela como el cruce entre vacío ontológico y autoafirmación de una
voluntad que crea e introyecta sentido- nos aproxima al terreno filosófico de una teoría
decisionista como la de Carl Schmitt. No se ptretende con esto afirmar la existencia de una
relación de “consecuencia” entre la filosofía de Nietzsche y el decisionismo schmittiano (y
mucho menos entre aquél y el nazismo), sino simplemente señalar una “secuencia” y una
posible proyección política concreta del diagnóstico epocal por él realizado. Al fin y al
cabo, Schmitt dará una respuesta –y quizá la más descarnadamente coherente con el
pensamiento de Nietzsche- a la problemática del “danzar sobre el abismo”.

3. El primado de lo político en C.Schmitt: técnica y decisión

El análisis de la doble persepctiva de lo político en Nietzsche nos condujo a la


problemática de cómo seguir pensando esa dimensión de la praxis bajo el horizonte
inexorable de deslegitimación actual de sus formas tradicionales. Caídos ya los ideales
ilustrados de una razón con vocación de universalidad –desde cuya base fuese posible erigir
el edificio de un proyecto social plenamente racional- vacío y voluntad se nos revelan como
las sedes de un doble reenvío: lo político es arrojado el reconocimiento de su intrínseco
nihilismo y –a la vez- conminado a retornar desde un necesario reencantamiento.
Sin embargo, a tal diagnóstico nietzscheano habrá que sumarle –si es que se
pretende comprender el problema en toda su profundidad- la aparición de un fenómeno
cuya decisiva irrupción e incidencia en el ámbito de lo político, por razones históricas, él no
pudo medir en toda la potencialidad de su significado: la tecnología y los procesos de
racionalización sistémica que su desarrollo trajo aparejado. El resultado de esta adición, de
nihilismo y técnica, nos lleva a la cercanía de la redescripción weberiana de la temática del
poder; la cual constituye el punto de partida casi ineludible de cuanta investigación
filosófica –desde principios de siglo hasta nuestros días- se haya elaborado al respecto.
Según ella, la política moderna toda se encuentra surcada por el dilema de un doble rostro,
de una estructura escindida: el poder se constituye como el cruce entre racionalidad formal
y transmisión jerárquica del mando, se manifiesta en una oscilación entre disciplina
burocrática e innovación abismal. Esta encrucijada entre “cálculo racional” y “tiempo
oportuno de la decisión”, conforma el núcleo del desafío irresuelto a partir del cual Weber
concibe lo político y su destino: el desencanto de la “jaula de hierro” forjada por una
racionalidad de medios que se presenta como el modo más racional de ejercicio del poder, o
el riesgoso surgimiento de praxis políticas fuertemente arraigadfas en una ética de la
convicción. Razón instrumental o carisma. Racionalización o señorío. De este modo, si se
tiene presente –junto al camino transitado por Nietzsche- el interrogante abierto por el
enriquecido diagnóstico weberiano, y se comprende el estigma de la política en nuestra
modernidad tardía desde la impronta que en ella deja la conjunción de nihilismo y
tecnología, es posible –entonces- calibrar con cierta precisión el sentido de una posible
respuesta decisionista.
¿Qué es el decisionismo? Cabe recurrir –para comenzar- a la clásica definición de
Lübbe: “Es una teoría política para la cual la validez de una decisión política existe
independientemente de la corrección de su contenido [...] normativamente considerada nace
de la nada [...] y corta la discusión ulterior. Esta teoría niega la capacidad de verdad de las
cuestiones políticas y concibe su respuesta como un asunto de decisiones de poder”16. Sin
dudas, son numerosas las fuentes filosóficas en las que abrevan estas ideas (la más obvia de
las cuales nos lleva al famoso “auctoritas, non veritas, facim legem” de Hobbes). Pero la
comprensión de la apuesta decisionista de Carl Schmitt –al menos para la perspectiva
temática de esta trabajo- sólo podrá efectivizarse a la luz de la crítica del fundamento
realizada por Nietzsche y del dilema weberiano aplicados a un contexto histórico particular,
aunque pleno de significados: el de la República de Weimar.

16
.Lübbe, Filosofía práctica y teoría de la historia, Barcelona, Alfa, 1983, pg.51.
8

“Weimar” fue el crisol en el que se llevó a cabo esa explosiva combinación de ideas
que se conoció como “revolución conservadora. Thomas Mann la describió en los
siguientes términos: “una síntesis de ilustración y fe, de libertad y obligación, de espíritu y
cuerpo, dios y mundo, de sensualidad y atención crítica, de conservadurismo y
revolución”17. Los autores pertenencientes a este grupo de la derecha alemana compartían
ciertos temas y tradiciones, como la crítica del mundo liberal y democrático surgido de la
revolución francesa, el romanticismo alemán, la “experiencia del frente” (1ra.Guerra), la
crítica de la razón moderna e ilustrada, la lebensphilosophie y la proclamación amoral de la
estética. En resumen, defendían una ideología nacionalista –la Kultur- e identificaban a
Weimar con la guerra perdida y la humillación nacional, con Versailles, la inflación, la
cultura masiva cosmopolita, el liberalismo político, la razón formal y abstracta, con la
zivilization. De allí su denominación de “República sin republicanos”, dado que toda
política encaminada a su destrucción –proviniera de la derecha o de la izquierda- era
considerada como un acto de redención nacional.
Ahora bien, es dentro de este horizonte y aquelarre cultural de entreguerra –
producto también de la singularidad de la modernización alemana- donde el significado de
una teoría de la decisión, tal como la formulara Carl Schmitt, comienza a develarse, y
donde encuentra un renovado y aplicativo sentido la problemática nietzscheano-weberiana
recogida por éste. Una primera aproximación al pensamiento schmittiano cabría buscarla –
entonces- en su interpretación de, y respuesta a ese signo de interrogación que representó
Weimar. Y éstas podemos encontrarlas en su conferencia sobre La época de las
neutralizaciones y las despolitizaciones18, pronunciada en Barcelona en Octubre de 1929.
Allí, Schmitt lee el desarrollo del espíritu europeo en los últimos cuatro siglos, en términos
de una progresiva tendencia a la neutralización del conflicto, en virtud de la cual cada
centro de referencia en el que se manifiesta lo político es acallado y desplazado por otro, en
el que se espera encontrar acuerdo y paz: “La humanidad europea migra [... ]de un campo
de lucha a un terreno neutral, y continuamente el terreno de neutral apenas conquistado
vuelve a transformarse, de inmediato, en un campo de batalla, y se hace necesario buscar
nuevas esferas neutrales”19. Esta teoría de los “ámbitos centrales” o “centros de referencia”
(zentralgebiete), reconoce la siguiente periodización: teológico (siglo XVI), metafísico
(siglo XVII), moral-humanitario (siglo XVIII) y económico (siglo XIX). Y no pretende
señalar una ley de filosofía de la historia, ni expresar grados de un desarrollo deialéctico y
orientado, sino que precisamente sustrae el núcleo de lo político de toda normatividad o
finalidad inmanente. Lo que aquí interesa de esta lectura schmittiana de los
desplazamientos históricos de la conflictividad política, es su caracterización del punto de
arribo epocal de dicha aspiración a una esfera neutral: la decadente situación alemana en el
contexto del entonces joven siglo XX.
Con respecto al dilema weimariano, Schmitt encuentra en él la constatación de la
función neutralizante y despolitizadora del liberalismo en el que se encarna
preferentemente el zentralgebiete económico decimonónico: la debilidad degradante del
parlamentarismo alemán de esos años –según él- tiene su explicación en la
desanturalización liberal de lo político, que convierte y desactiva su esencia polémica en
competencia económica y discusión moral-espirutual; reduciendo al Estado a un
compromiso, a una válvula de seguridad administrativa sometida a la moral individualista
del derecho privado y a las leyes del mercado. Y si bien ya en esta pintura de época –
enmarcada en el movimiento general de despolitización europeo- es posible atisbar las
huellas de la crítica nietzscheana de la modernidad como despliegue del nihilismo y
asimismo las del diagnóstico weberiano del desencanto, es sobre todo en su determinación
de la técnica como ámbito central de este siglo (el XX), donde se manifiesta el núcleo más
significativo de sus ideas; ya que la relevancia otorgada al dato técnico lo desvincula de la
tradición romántica del Kulturpessimismus alemán, en la que se enrolaban la gran mayoría
de los pensadores de la revolución conservadora (Ludwig Klages, Paul Ernst, Moeller von
den Bruck, Ernst Niekisch, por nombrar sólo algunos). Para estos últimos, “la potencia

17
.Cf. Mann, T., Consideraciones de un apolítico, España, Grijalbo, 1978.
18
.Schmitt, C., “La época de las neutralizaciones y las despolitizaciones”, en El concepto de lo político,
Bs.As., Folios, 1984.
19
.Schmitt, C., op.cit., pg.86.
9

irresistible de la técnica aparece [...] como dominio de la carencia de espíritu sobre el


espíritu, o como mecánica, tal vez permeada de espíritu pero sin alma” 20. Vale decir,
rubricaban la vigencia de ese temple romántico y pastoril tan propio de la intelectualidad
alemana de la época, según el cual la técnica –en tanto totalidad artificial- pertenece
irremediablemente al dominio de la zivilization y representa la “nada cultural”. Mientras
que Schmitt ve en ella, no sólo el centro de una configuración epocal y que –por tanto-
conlleva una “espiritualidad”, sino que además advierte en su acontecer ineludible la
oportunidad histórica de una reconvocatoria de lo político: “El espíritu del tecnicismo, que
ha llevado a la fe de masas a un activismo político del más acá, es espíritu, quizá espíritu
maligno y diabólico [...] pero en sí no es nada técnico ni maquinal [...] es la confianza en
una metafísica de la actividad, la fe en un poder y un dominio ilimitado sobre la physis
humana”21. Y lo que es más importante: “El proceso de progresiva nuetralización de los
diferentes ámbitos de la vida cultural ha llegado a su término porque ha arribado a la
técnica [...] La técnica no es ya el terreno neutral en la línea de aquel proceso de
nuetralización y toda política de poder puede servirse de ella”. Dicho de otro modo, la
técnica –que por otra parte “no espera otra cosa que ser utilizada” 22- desoculta la
impotencia política que se esconde bajo el kulturpessimismus pastoril, y reclama un nuevo
primado de lo político “lo suficientemente fuerte como para adueñarse de ella”. En síntesis,
la tendencia moderna a la disolución de lo político encuentra en la técnica ese elemento que
–aun a contramano de aquella- posibilita su reencantamiento en términos de un nuevo
primado de la decisión política sobre la dilación y el eterno coloquio romántico-liberal. Al
fin y al cabo, lo político se manifiesta – en Schmitt- como Destino, vale decir, puede ser
aquietado, pero nunca totalmente disuelto.
Weimar –como se dijo anteriormente- fue un aciago laboratorio de ideas en el cual
se forjó una peculiar síntesis cultural que concilió algunas tesis antimodernistas y
románticas propias del conservadurismo alemán, con la aceptación de la tecnología23. Y es
en el marco de esa singular “República sin republicanos” que tuvo lugar en la Alemania de
la primera postguerra, que puede explicarse la paradójica recuperación del producto más
acabado de la modernidad –la técnica- por parte de pensadores que –como en el caso de
Schmitt- a la vez rechazaron la idea de razón de la ilustración. Es por ello que este breve
rodeo histórico por el horizonte intelectual alemán de principios de siglo resultó necesario:
para mostrar cómo la intensidad de la relación entre técnica y política, es central en la
concepción decisionista schmittiana del poder. Y para ahora desplegar –entonces- el sentido
de esta respuesta que, partiendo del diagnóstico weberiano y de la conjunción nietzscheana
entre crítica del fundamento y voluntad, intenta dar cuenta de lo político en la era del
nihilismo y de la técnica.
¿Cuál es esa respuesta decisionista? ¿En qué consiste su reformulación de la
problemática de la soberanía política? En primer lugar, cabe citar la conocida
caracterización que de ella hace Schmitt en El concepto de lo político: “Lo político puede
extraer su fuerza de los más diversos sectores de la vida humana, de contraposiciones
religiosas, económicas, morales, o de otro tipo; no indica, en efecto, un área concreta
particular sino sólo el grado de intensidad de una asociación o de una disociación de
hombres, cuyos motivos pueden ser de naturaleza religiosa, nacional [...] económica o de
otro tipo”24. Esta suerte de definición de lo político en términos de “grado de intensidad del
conflicto”, nos ubica –obviamente- en las antípodas del contractualismo liberal (en el cual
la política queda disuelta en competencia y discusión), y se asienta –desde la base de
pólemos que le es inherente- en los ya clásicos criterios de “amigo/enemigo”. Estos –por
otra parte- no deben ser entendidos, señala Schmitt, en sentido metafórico, sino tomados en
su significado concreto existencial: “El enemigo es simplemente el otro, el extranjero”25; y
es siempre el enemigo público (hostis), no el privado (inimicus).
Si se recapitula lo hasta aquí dicho, se advierte –por una parte- una idea de lo
político centrada en el conflicto, en el pólemos, y –por otra- una comprensión del mismo en
20
.Schmitt, C., op.cit., pg.88.
21
.Schmitt, C., op.cit., pg.89.
22
.Schmitt, C., op.cit., pg.89.
23
.Cf. Herf, J., El modernismo reaccionario, Madrid, FCE, 1993, capítulos 1 y 2.
24
.Schmitt, C., op.cit., pg.35.
25
.Schmitt, C., op.cit., pg.23.
10

términos de autoafirmación existencial. Por lo tanto, la esencia de la soberanía política se


manifiesta en la capacidad de trazar esa división entre amigo y enemigo: soberano será
pues, quien –en el estado de excepción de ese tiempo agonal que nos exige “dirimir” y
“dividir”, decide26. Se ha llegado así a la entscheidung como núcleo conceptual de lo
político. La soberanía política se manifiesta en la decisión, y la decisión por antonomasia es
la referida al caso que cae fuera del orden jurídico vigente: “soberano es aquel que decide
sobre el estado de excepción”.
La decisión –en Schmitt- no implica referencia alguna a un fundamento. Arraigada
en el terreno de una voluntad que se autoafirma existencialmente, no reconoce tras de sí,
texto alguno desde el cual fuese posible trazar una continuidad legitimante:
“normativamente considerada nace de la nada”, dado que la validez de lo político –en tanto
decisión abismal- no depende de ninguna estructura jurídica ni institucional, es casi una
“creación ex nihilo”. Aquí es perceptible una diferencia importante entre Schmitt y los
estrategas fundacionalistas de la tradición romrntico-conservadora a los que antes se aludió:
la presencia de la huella nietzscheana de la crisis de los fundamentos, el reconocimiento del
vacío sobre el que se yergue la decisión política. Y esta impronta –cuyos rastros venimos
persiguiendo desde un principio- es también detectable en el otro elemento medular que
compone la Entscheidung : la voluntad. Precisamente el carácter de pura posición
existencial que subyace al trazado de esa línea divisoria en la que emerge el rostro de lo
político, es lo que impide la resolución del conflcito ya sea mediante normas prestablecidas
o por medio de un tercero imparcial (sólo se trata de voluntad contra voluntad).
Vacío y voluntad. Reconducción de lo político al reconocimiento de su intrínseco
nihilismo –contra todas las estrategias fundamentalistas- y desocultamiento de su índole
agónico/existencial, en oposición a los intentos de oscurcerla bajo ropajes morales o
económicos. En síntesis una concepción de lo político que conjuga la problemática
nietzscheana del nihilismo con el diagnóstico weberiano de la encrucijada técnica; y que
centra el carácter abismal y jerárquico de su respuesta, en la exigencia apremiante del
tiempo (que nos conmina a “decidir”).
Quizás haya que insistir una vez más en que no se pretende aquí identificar el
pensamiento Nietzsche con el de Schmitt, ni tampoco establecer entre ellos una relación de
consecuencia lógica, sino simplemente mostrar una secuencia en la cual, algunas de las
temáticas e intuiciones del primero, adquieren una proyección política posible y concreta, y
a la vez constituyen una de las fuentes conceptuales ineludibles para la comprensión del
segundo. Justamente por ello –y para cerrar con esta temática y poder pasar directamente a
las conclusiones- resultaría conveniente puntualizar algunos de los puntos de contacto y de
las diferencias más importantes que pueden encontrarse entre ambos autores.
Respecto de los primeros, cabe señalar como elementos de un temple común, los
siguientes:
*La crítica de la democracia liberal: en términos de decadencia y debilidad en Nietzsche;
como negación de lo político en Schmitt.
*Una concepción de lo social desde un a priori de la asimetría: ya sea a partir del
persepctivismo vital y el pathos de la distancia nietzscheanos, o desde la necesidad
schmittana de “orden” y jerarquía, la “naturalidad” de la dominación –a diferencia de lo
que sucede en la modernidad- está clara.
*Una concepción agonal de lo político: como conflicto y pólemos, como decisión que
divide y dirime entre amigo y enemigo.
*Una idea de hombre “fuerte” centrada en lo heroico y en el riesgo, en oposición a la
comodidad burguesa: se contrapone la decisión desde el vacío, el “danzar sobre el abismo”,
a la “conversación eterna” que plantea el modelo político burgués.
*El reconocimiento de la íntima e intensa relación entre lo teológico y lo político: vínculo
fundado en la común necesidad de una creencia en la verdad y la autoridad; y en el paralelo
entre imagen metafísico-teológica del mundo y forma de organización política. Así, ambos
–tanto Nietzsche como Schmitt- avizoran, a partir del proceso moderno de secularización,
una progresiva disolución de lo político (nihilismo, neutralización).
*La excepcionalidad como orientación de lo político: la voluntad y la autoridad por sobre
la pretendida universalidad de las normas. Separación entre validez política y verdad.
26
.Cf. Schmitt, C., Teología política, Bs.As., Struhart, 1972, capítulo 1.
11

Finalmente, acerca de las diferencias –por cierto fuertes e innegables- podrían


citarse, tomando como parámetro a Nietzsche, éstas:
*Su antinacionalismo y antiestatalismo. Diferencia fundamental y profunda.
*Su irreligiosidad y –en general- el carácter nuclear que en su filosofía tiene la crítica de
lo teológico.
*Su permanencia en un plano de cierta “impoliticidad” que parece irrebasable. Quizá
porque es aún bastante romántico en algunos aspectos; quizá como producto –
precisamente- de su pretensión de superación de lo teológico (inescindible de lo político).

4. A modo de conclusión: “más allá” de la disolución y “más acá” del


reencantamiento

¿Qué problemas y riesgos entraña esta teoría decisionista? Por cierto, muchos y
variados. Algunos de ellos ya han sido mencionados a propósito de Nietzsche. Toda
conceptualización de lo político montada en un vacío de fundamentos y en la carencia
absoluta de “texto” desde el cual pudiese al menos sugerirse una continuidad, conlleva
peligrosas indeterminaciones. Aquellas –por ejemplo- que se agitaban ya cuando junto al
filósofo del Zarathustra se aludía a la problemática del “danzar sobre el abismo”; las
mismas que embargaron a Weber cuando contraponía al desencanto de la “jaula de hierro”
sistémica, el preocupante pulular de acciones políticas emotivo-pasionales, sustentadas en
una ética de la convicción. Concretamente, las del autoritarismo. Esto se ve corroborado en
la cuasi unánime crítica a Schmitt en cuanto a su postrera reducción –en un principio
negada pero luego inevitable- de lo político a lo estatal (la unidad política decisiva no
puede ser más que el Estado). Al fin y al cabo, política y voluntad –sin dudas- suelen
constituir una buena receta para el totalitarismo.
Sin embargo, más allá de la unanimidad en cuanto a la crítica anterior, debe
reconocerse –no sin dejar de preocuparse- que la descripción decisionista de lo político –
quizá por la actual radicalización del horizonte técnico/nihilista- ha ganado hoy mayor
protagonismo. Resulta evidente el retroceso y el deterioro –en términos de racionalidad
sistémica- del modelo liberal/parlamentario de la política. Y esto es así dado que, desde una
reducción de la racionalidad a eficiencia, los parlamentos comienzan a ser elementos cada
vez más “irracionales”, a favor de una creciente “razonabilidad” de los ejecutivos
decisorios. Ante esto, cabe preguntarse: ¿es posible encontrar –desde el mismo horizonte
epocal de nuestra modernidad tardía- alguna otra respuesta significativa y coherente a la
cuestión de lo político?
Este artículo finalizará –a modo de conclusión y dejando evidentemente más
interrogantes abiertos que certezas- haciendo una breve referencia a otro grupo de
respuestas posibles, las cuales creo que deberían ser más trabajadas en sus aspectos
específicamente políticos. A saber, la de aquellos que –ante la encrucijada de la praxis
política en la era de la técnica y del nihilismo- ponen el acento en la reconstrucción de un
“texto”, en la recuperación de una idea de racionalidad más amplia que la del cálculo y la
eficiencia.
En este marco conceptual, adquiere una relevancia paradigmática la propuesta
habermasiana de una lectura de lo político en clave discursiva. Habermas advierte con
claridad cuáles son las consecuencias prácticas de ese horizonte de desfundamentación y
tecnologización que –en las sociedades tardomodernas- ha transformado al mundo en esa
“jaula de hierro” de la que hablaba Weber. En primer lugar, una tendencia endémica a
desvirtuar política en técnica, con la consiguiente despolitización y creciente indiferencia
de y hacia la opinión pública. En segundo término, una reducción de la acción política a su
pura dimensión estratégica. Y es precisamente contra esa posible transformación de lo
político –derivada de las coordenadas de técnica y nihilismo- en asunto de decisión
administrativa (N.Luhmann) o en imposición autoritaria del poder (C.Schmitt), que
Habermas pretende construir un modelo ético/normativo que –centrado en la idea de praxis
comunicativa- evite que la política devenga en relaciones asimétricas y de dominación.
Según Habermas, la racionalidad, a pesar de la expansión del interés técnico –que
ha colonizado sistémicamente el mundo de la vida- no se reduce a ser mera acción
instrumental o estratégica, sino que es –en su dimensión más profunda- acción
12

comunicativa. Así, sólo en una ética comunicativa podríamos hallar las bases de un acuerdo
racionalmente motivado, que permita trascender la esfera de los intereses particulares. Ya
que en virtud de su misma estructura, el lenguaje –si es que lo consideramos como
Habermas prioritariamente comunicación- conlleva para nosotros, anticipadamente, la
promesa de un consenso universal y libre de coerciones. Puesto que la resolución discursiva
de las pretensiones de validez –implícitamente aceptadas por los participantes de un
diálogo- requiere la suposición (anticipada formalmente en el acto de habla) de una
situación ideal de comunicación. A saber, igualdad participativa, búsqueda del consenso,
imparcialidad, argumentación.
Tenemos aquí otra respuesta posible –ahora en clave discursiva- a la pregunta
inaugural por la conceptualización de lo político. Ella se erige sobre el doble rechazo de su
posible devenir sistémico o decisionista, y esgrime ante éstos la receta de un minimalismo
procedimental deliberativo, como único tratamiento posible para dotar a la democracia de
un modelo referencial de legitimación racional. Minimalismo procedimental, porque parte
del reconocimiento de la imposibilidad actual de asentar lo político en un contenido ético-
sustancial fuerte, y ve –por tanto- en el establecimiento de un marco referencial mínimo de
procedimientos regulativos, el único modo viable de asegurar que los conflictos de
intereses se encaminen hacia una resolución en términos de consensos racionales, y no de
imposiciones autoritarias. Y deliberativo porque es justamente en la discusión racional
donde podemos hallar esa ínfima dimensión sustancial que requiere este punto de vista
formal.
Ahora bien, ¿qué evaluación se podría hacer de este intento habermasiano? Más allá
de todas las bondades democráticas de su concepción de lo político a partir del ideal de un
espacio público de deliberación racional, y dando por descontadas tanto la solidez como la
pertinencia filosófica de su apuesta por una necesaria ampliación del concepto de razón, las
objeciones suelen ser muchas y –por lo general- coincidentes. Quizá podrían ser
sintetizadas en la siguiente pregunta: ¿es éste un ideal normativo realista para la teoría
democrática?27 Evidentemente, la respuesta tiende a ser negativa. La reducción
habermasiana del mundo de la vida, de la racionalidad, del lenguaje, y de la política misma,
a praxis comuniativa, al no dar cuenta de los mecanismos de integración y de decisión que
operan en una comunidad, termina disolviendo lo político en argumentación; y olvidando –
entonces- que los procesos de resolución de conflictos conllevan no sólo argumentación,
sino también negociación: lo político no puede eludir sus componentes estratégicos. En
síntesis, en su lucha contra las tendencias a justificar una política amoral, termina
reduciendo su posición a una ética apolítica. Y, quizá, una disyuntiva tal, que oponga al
“realismo descarnado” de la eficiencia sistémico-decisionista, sólo el punto de vista moral
de un modelo ético-normativo cuya rigidez e idealidad lo hacen esencialmente inoperante
para la praxis política concreta, sólo logre –en realidad- abonar otras buenas razones para
los que sustentan la primera opción. Vale decir, en su intento por sortear, tanto la disolución
sistémica de la política, como el peligroso reencantamiento decisionista, Habermas acaba
por “salirse” de lo político mismo. Y ese es el riesgo que conlleva toda posición que
pretenda ubicarse más allá de la disolución pero más acá del reencantamiento. Aunque, esa
es también la tarea.
Finalmente –como conclusión- y sólo al modo de una sugerencia que requeriría de
un futuro desarrollo, considero que habría otra persepctiva posible –dentro de esta
búsqueda de ampliación de la racionalidad: la hermenéutica. Ella se basaría también en la
necesidad de reconstrucción de un texto. Pero no ya el de la racionalidad comunicativa,
orientada a la consumación de la promesa práctica de un acuerdo futuro; sino el de una
razón cuya tarea es la recreación de un acuerdo previo que pervive –de algún modo- en el
ethos de la tradición. Pero, ¿sería realmente pensable una política hermenéutica?
H.G. Gadamer, quizá el representante más lúcido de esta corriente filosófica,
siempre ha mantenido su discurso en el plano de la ética. Y hasta ahora no ha habido más
que tibios intentos de proyectar sobre el ámbito de lo político las implicancias prácticas de
la hermenéutica filosófica. Sin embargo, creo atisbar en esta persepctiva una senda de

27
.Cf. McCarthy, T., “El discurso práctico: la relación de la moralidad con la política”, en J.Habermas:
moralidad, ética y política, México, Alianza, 1993.
13

investigación que merecería ser transitada. ¿Por qué? Quizá lo más pertinente sea responder
–finalizando este trabajo- con una reconstrucción del periplo realizado.
El diagnóstico nietzscheano del nihilismo –mediado y enriquecido por la
comprensión weberiana de la impronta del elemento técnico, en virtud del cual la estructura
del poder resulta escindida en racionalización y señorío- conserva su vigencia en cuanto
núcleo del desafío de lo político en nuestra modernidad tardía. Las exigencias derivables de
tal cuadro de situación –como se ha constatado- son variadas y opuestas. Desde la doble
perspectiva de lo político en Nietzsche –a partir de la cual se nos abría la conjunción de
vacío y voluntad- es posible seguir una línea de respuesta que, centrada en la realidad
apremiante del tiempo, interpreta dicha problemática en términos de demandas de decisión.
Contra este tipo de respuesta –y desde la conciencia de la necesidad de asumir de otro
modo la encrucijada- Habermas apela a la exigencia de una refundación del punto de vista
moral, y la encuentra en la ampliación comunicativa de la idea de racionalidad. Finalmente
–y quizá justo en esto radique su interés y pertinencia- sería posible un abordaje como el
hermenéutico, que combine un reconocimiento de los inevitables componentes
decisionistas de lo político (inherentes a toda applicatio y a toda phrónesis) con el reclamo
de una racionalidad phronética, pero que simplemente tiende hacia el señalamiento de lo
comunitario frente a la sustracción técnica. Ya que tal vez, más que en ideales normativos
con pretensiones de universalidad –pero impracticables políticamente- sea en esa necesaria
referencia a un “ethos/logos común” (desmembrado, pero aún viviente en la tradición), que
encontremos ese reclamado aguijón crítico para con una modernidad tecnológica que se nos
presenta como destino inexorable.
La pregunta por el sentido y por la viabilidad de este camino –el de la recreación de
lo político desde una razón hermenéutica- es la que quedará aquí abierta. Y constituye –
básicamente- un pedido. El de recorrer un senda que –hasta ahora- se halla prácticamente
inexplorada: la de pensar –en serio y concretamente- la posibilidad de un vínculo entre
hermenéutica y política. Se trata –simplemente- de la búsqueda de un pliegue, de una
grieta, de un escondrijo, entre el cumplimiento del anuncio de la disolución y los riesgos de
un indeterminado reencantamiento. Justamente en ese “entre” se nos presenta hoy el debate
por lo político.-

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