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(Contraportada)

Sobre el autor
Antonio Donghi es presbítero de la Iglesia de
Bérgamo, Italia. Profesor de liturgia y de teología
sacramental. Ha publicado artículos en la línea litúr-
gica y espiritual y colabora en varias revistas. En la
Librería Editrice Vaticana (Librería Editora Vatica-
na) ha publicado: Gesti e parole (“Gestos y pala-
bras”) (1993); Io sono la risurrezione e la vita (“Yo
soy la resurrección y la vida”) (1996); Ecco, io fac-
cio nuove tutte le cose (“Mira, yo hago nuevas todas
las cosas”) (1996); Adulti verso il battesimo (“Adul-
tos hacia el bautismo”) (1998); Io sono glorificato in
loro (“Yo he sido glorificado en ellos”) y Tu hai pa-
role di vita eterna (“Tú tienes palabras de vida eter-
na”) (2004); La pace sia con voi (“La paz esté con
ustedes”) (2005).

2
ANTONIO DONGHI

¡NO ENTIENDO
LA LITURGIA!
Explicación de los gestos, las palabras
y las acciones de la liturgia

2008

3
Título original: Gesti e parole nella liturgia
(II edizione, riveduta e ampliata)
Libreria Editrice Vaticana
Cittá del Vaticano
2007

Traducción: Armando Aguirre Muñoz


Diseño de portada: DCG Ma. del Carmen Gómez Noguez

4
ÍNDICE

Presentación ................................................................................................................... 7
Introducción ................................................................................................................. 10
1. La señal de la cruz.............................................................................................. 13
2. Reunirse ............................................................................................................. 16
3. Permanecer de pie .............................................................................................. 19
4. Arrodillarse ........................................................................................................ 22
5. Genuflexión ........................................................................................................ 25
6. Permanecer sentados .......................................................................................... 28
7. Guardar silencio ................................................................................................. 31
8. Proclamar ........................................................................................................... 35
9. Escuchar ............................................................................................................. 38
10. Golpearse el pecho ............................................................................................. 42
11. Caminar .............................................................................................................. 45
12. Observar ............................................................................................................. 48
13. Cantar ................................................................................................................. 52
13. Baño bautismal ................................................................................................... 55
15. Rociar ................................................................................................................. 58
16. Imponer las manos.............................................................................................. 62
17. Ungir ................................................................................................................... 66
18. Orar ..................................................................................................................... 69
19. Bendecir.............................................................................................................. 72
20. Comer y beber .................................................................................................... 75
21. Incensar............................................................................................................... 78
22. Presentar las ofrendas ......................................................................................... 81
23. Encender ............................................................................................................. 84
24. Presidir ................................................................................................................ 88
25. Inclinarse ............................................................................................................ 91
26. Intercambiar la paz ............................................................................................. 94
27. Fracción del pan ................................................................................................. 98
28. Ir a Misa............................................................................................................ 102
29. “Pueden ir en paz” ............................................................................................ 106
5
30. Agua bendita..................................................................................................... 110
31. Ayunar .............................................................................................................. 113
32. Besar ................................................................................................................. 117
Conclusión ................................................................................................................. 121

6
PRESENTACIÓN

La Constitución Dei Verbum del Vaticano II, considerada justamente


el texto fundamental de todo el magisterio conciliar, en el primer capítulo,
“La naturaleza y el objeto de la Revelación”, afirma que ésta “se realiza
con hechos y palabras intrínsecamente trabados entre sí, de forma que las
obras que Dios realiza en la historia de la salvación, manifiestan y confir-
man la doctrina y los hechos significados por las palabras; y las palabras, a
su vez, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas” (n.
2).1
Lo señalado es cierto también por la “dispensación” o comunicación
de la salvación que acontece a través de la economía litúrgico-sacramental.
La liturgia, en efecto, conjunto de signos sensibles y eficaces, no es otra
cosa que la actualización en el hoy de la Iglesia de las grandes obras reali-
zadas por Dios en la historia, que tienen su preludio en el Antiguo Testa-
mento y su cumplimiento en Cristo y particularmente, en su misterio pas-
cual (cfr SC 5-7). Se abre así la posibilidad al hombre —conforme a su na-
turaleza de “espíritu encarnado”— de acoger la invitación y el don de la
comunión con Dios y con sus hermanos por medio de Cristo en el Espíritu,
y de llegar a ser partícipe del misterio de la salvación a través de la media-
ción de palabras y gestos que constituyen la celebración litúrgica. Es la so-
bresaliente “ley de la encamación” o de la sacramentalidad la que preside a
toda la historia de la salvación y en la cual se revela la extraordinaria con-
descendencia de Dios y su sapientísima pedagogía divina, que quiere con-
ducir a todo el hombre y a todos los hombres, al conocimiento y a la expe-
riencia del acontecimiento salvífico de la Pascua, que crea al hombre nue-
vo y hace de todos los hombres el pueblo de la nueva alianza.
Las palabras y los gestos de la divina liturgia, procedentes de expe-
riencias humanas fundamentales y universales, adquieren plenitud de sig-
nificado y de eficacia, referidos precisamente a la “historia salutis”, de la
cual la liturgia es memorial. De lo afirmado resulta que la participación

1
La traducción al español de las referencias de los documentos del Vaticano II, es-
tá tomada directamente de: Documentos completos del Vaticano II, 5a ed., Mensajero
/ Sal Terrae, Bilbao / Santander, 1967 [nota del traductor].
7
activa y sobre todo, consciente, exige una apropiada iniciación al lenguaje
simbólico, a través del cual el misterio se manifiesta y se hace presente. En
caso contrario, la celebración de los santos misterios permanece como un
libro cerrado y la acción litúrgica se sofoca fácilmente en la resequedad del
ritualismo.
Esto explica, entre otras cosas, la atención reservada en los primeros
siglos desde los grandes Padres de la Iglesia tanto de Oriente como de Oc-
cidente, a la mistagogia que es precisamente una manductio a través de la
cual, los creyentes son progresivamente conducidos al conocimiento y a la
experiencia del misterio cristiano. Se trata de una obra pedagógica que se
revela todavía indispensable. “Con este fin, el catequista debe estudiar el
sentido, a veces recóndito, pero en realidad, inagotable y vivo, de los sig-
nos y de los ritos litúrgicos, observando no tanto su simbolismo natural,
sino considerando más bien el valor expresivo propio que han asumido en
la historia de la antigua y de la nueva alianza. El agua, el pan, reunirse en
asamblea, caminar juntos, el canto, el silencio; dejan vislumbrar más cla-
ramente la verdad de salvación que evocan y místicamente realizan” (CEI,
La renovación de la catequesis, n. 115).
La misma Constitución litúrgica, en el capítulo II, hablando de la Eu-
caristía, recuerda que “la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cris-
tianos no asistan a este Misterio de fe como extraños y mudos especta-
dores” y por consiguiente, sugiere —conforme a la genuina tradición ecle-
sial— que se lleve a cabo una catequesis litúrgica que los guíe a compren-
der bien el Misterio de fe “a través de los ritos y oraciones” para poder lo-
grar una participación consciente, plena y activa (cfr n. 48).
Es necesario reconocer a cuarenta y cinco años de la promulgación de
la Sacrosanctum Concilium, que si la reforma litúrgica querida por el Vati-
cano II no ha logrado todos los frutos de renovación espiritual y pastoral
que se deseaban, se debe también a que la publicación de los nuevos libros
litúrgicos y la adopción de las nuevas formas rituales no han estado siem-
pre precedidas y acompañadas por dicha catequesis.
Por eso se debe agradecer a don Antonio Donghi por esta valiosa
obra, que intenta precisamente facilitar dicha tarea a pastores y catequistas.
Debemos también apreciar su estilo sencillo y los ricos y sugestivos conte-
nidos que se revelan al lector en estas páginas. Se trata de características
que lo colocan en estrecha relación y en lógica continuidad con la obra
equivalente de Romano Guardini, Los santos signos, a quien mucho debe

8
el camino del movimiento litúrgico que preparó la renovación del Concilio
Vaticano II.
Es de desear que la lectura-meditación de este texto, además de facili-
tar la catequesis litúrgica, ayude a quienes realizan los gestos de la liturgia
y pronuncian las palabras de ésta, a hacerlo con la disposición que amerita
y con interior adhesión, para una mejor epifanía del misterio pascual de
Cristo, del cual la Iglesia vive y en la cual se edifica como Cuerpo del Se-
ñor y Templo vivo en el Espíritu Santo, para la salvación de todos los
hombres.

† LUCA BRANDOLINI
Obispo Auxiliar de Roma
Presidente de la Comisión Episcopal
de la Liturgia de la C. E. I.2

2 Conferencia Episcopal Italiana [nota del traductor].


9
INTRODUCCIÓN

La alegría de volverse a encontrar para cantar nuestra fe pasa a través


de un lenguaje compuesto de múltiples signos verbales y gestuales a los
cuales no siempre prestamos la suficiente atención, aun sabiendo que la
presencia sacramental de Cristo se encarna en nuestro camino de comuni-
dad creyente a través de signos significantes y santificantes (cfr SC 7).
En la diversidad de tales signos y en su vitalidad, somos tomados de
la mano por la Iglesia, quien nos invita a entrar en una atmósfera de expe-
riencia divina donde Dios se nos revela, mientras gozamos de su presencia
y nos dejamos envolver por su luz. Tal vez nos podamos sentir tentados en
alguna ocasión, a ver el conjunto de nuestras posturas culturales como for-
mas externas, carentes de interioridad; si es así, podemos correr el riesgo
de leer y justificar el rito como si fuera producto de la tradición heredada y
que estamos obligados a llevar a cabo para realizar una acción sagrada,
cuyo significado puede escapársenos de las manos. En nuestra mente se
puede introducir la desgracia de la costumbre que nos hace celebrar en
forma pasiva los grandes misterios de la salvación. Hemos de estar siem-
pre despiertos cuando vivimos el don de la celebración litúrgica, puesto
que permanecer ante la presencia de Dios, celebrar el hoy del Señor y de-
jarse guiar por el Espíritu Santo, son realidades inefables para nuestro co-
razón: la ley de la encarnación es actual y lo es también y principalmente,
en la liturgia.
La riqueza de la Pascua del Señor se encarna, se comunica, se perso-
naliza en cada uno de nosotros a través del lenguaje formado por el con-
junto de los signos rituales.
Todos los días, la comunidad cristiana está llamada a entrar en la
sencillez del lenguaje de los signos sacramentales para cantar el don de la
inefable experiencia de salvación.
Sabemos que cada elemento exterior de la acción litúrgica está rela-
cionado con la vitalidad interior que obra en el corazón de cada fiel y que
se representa en los diferentes gestos, dándoles su fecundidad para que se
conviertan en fuente de crecimiento de la vida del fiel. La vida teológica
que anima nuestro espíritu es verdadera cuando se encarna en la caridad en

10
todas sus dimensiones: cada gesto es personalización de un inefable evento
de salvación.
Debemos aprender a vivir esta atención a través de la sabia pedagogía
de la cotidianeidad, donde Dios nos prepara momento a momento para
acogerlo y expresarlo.
Nuestra vida ordinaria se construye cada día a través de una serie de
pequeños actos y de diversos comportamientos a los cuales no siempre
prestamos la debida atención, perdiendo así el profundo significado que
está oculto en ellos. La vida ordinaria posee en sí misma una fecunda teo-
logía: dicha vida no es un hecho banal para el hombre que ama la existen-
cia como hombre, como persona creada a imagen y semejanza de Dios.
El hombre enfermo de consumismo es esclavo de las cosas visibles y
sensibles y no capta las fibras más auténticas de la existencia humana que
en forma misteriosa vibran en su interior y no descubre la alta teología de
la cotidianeidad. La festividad de la liturgia vive y se construye en los he-
chos ordinarios de la historia, misma que es amada como don del amor di-
vino. Es en la realidad sencilla de cada día, vivida con sinceridad y pureza
de corazón, que se esconde lo sagrado y se revela la intensidad de vida
presente en toda criatura humana.
La liturgia en el lenguaje de sus signos, ama las cosas de cada día, las
pone al servicio de la divinidad obedeciendo la voluntad de su Señor, de
manera que el ser humano que en la fe, la esperanza y la caridad se aferra a
lo trascendente, se dirige a Dios en la libertad y la exultación y encuentra
en Él su centro de gravedad. Las pequeñas cosas son la promesa y la pre-
misa de las cosas grandes, como el tiempo y la preparación a la eternidad.
Debemos convencernos seriamente de que en el transcurso de las jor-
nadas, ricas en lenguaje de signos humanos, no estamos frente a algo esté-
ril, sino que nos encontramos ante signos mediante los cuales se nos co-
munica y se acrecienta la fecundidad divina en nosotros.
Al hacer la señal de la cruz, al permanecer sentados, en el acto de
adoración, al hacer la genuflexión... acogemos la invitación divina de de-
jarnos iluminar por la luz de lo alto, entramos en diálogo con Dios, expe-
rimentamos la fuerza de nuestra vocación: hospedar a la Santísima Trini-
dad y respirar la divinidad, vitalidad de nuestra historia. Nuestras acciones
se traducen entonces en un incremento de alegría, en viva y fecunda profe-
sión de fe.
Para orientarnos en este camino, debemos entonces dejarnos preparar
para leer la multiplicidad de los signos compenetrados por la palabra de
11
Dios que anima el rito litúrgico y que nos hace entender el lenguaje propio
de la acción litúrgica, de la vitalidad presente en la persona humana, en
forma tal que se pueda crear una maravillosa síntesis de lo divino y lo hu-
mano en conformidad con el estilo propio de la liturgia.
Si nos hacemos alumnos dóciles del Espíritu Santo para comprender
la plenitud del lenguaje compuesto por los signos que comprenden la cele-
bración litúrgica, el gozo irrumpirá en nuestro espíritu y cantará nuestra fe
con expresión no solamente verbal, sino como acontecimiento que envuel-
ve al hombre que ha sido regenerado en lo divino.
Así, se instaurará en nuestro espíritu el apremio por incrementar el
deseo de comunión con Dios en el encuentro sacramental entre la historia
de la salvación y nuestra historia humana.
Seguramente la liturgia nos ayuda en este sentido a través de su estilo
repetitivo y de su uso ordinario del lenguaje. Sus significaciones se tradu-
cirán en la habitual y progresiva preparación al misterio que penetra toda
nuestra persona y nos identifica en el Espíritu con el rostro del Señor.
Las reflexiones que nos acompañarán en este nuestro camino, tienen
una clara finalidad: a la luz de la palabra y de la fecundidad del lenguaje
humano, dar vitalidad a los gestos que nos acompañan cada día en la litur-
gia, de manera que se desarrolle en nuestras comunidades un verdadero
espíritu de participación en la acción sagrada y en la difusión fructífera del
don de ser hijos de Dios.
Nuestra atención estará dirigida sobre todo, al conjunto de las accio-
nes que representan la dinámica de la experiencia de celebrar. Su com-
prensión nos hará intuir la pobreza de nuestro lenguaje humano, pero al
mismo tiempo, nos permitirá entrever la maravillosa grandeza del Inefable
que a través de la sencillez de nuestros gestos se pone a nuestro lado, nos
guía, nos edifica y nos permite acoger la fuerza de la salvación de Cristo,
Maestro y Señor.
Vivir las acciones rituales en el estilo de la sencillez evangélica se
convierte entonces en una gran súplica a Dios, para que sea el pastor de la
comunidad que con fe se reúne en la celebración para proyectarse hacia el
cumplimiento del don del seguimiento: la contemplación de la Santísima
Trinidad que nos transfigura.

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1. LA SEÑAL DE LA CRUZ

La celebración litúrgica da inicio siempre con la señal de la cruz, que


se marca sobre sí misma la persona que es convocada a celebrar la presen-
cia sacramental de Cristo.
Este gesto ritual nace de una opción de fe y de un estilo de vida que
involucra la dimensión ordinaria de la existencia del cristiano; gesto que se
enseña desde el primer momento de la existencia bautismal puesto que ha
de caracterizar cada instante y asegurar todo el camino de la vida del fiel.
La cruz es nuestro gran amor porque nos hemos prendido del glorioso
Crucificado.
Muchas veces, hacemos por costumbre esta señal o signo y pronun-
ciamos las palabras “En el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu San-
to. Amén”3 con una superficialidad que podría interpretarse como superfi-
cialidad del corazón o como un olvido del significado que este trazado de
la mano expresa claramente.
El día de nuestro bautismo fuimos inmersos en la “imagen-
semejanza” de la gloriosa cruz de Cristo. Cruz que se transformó en el co-
razón que palpita en nuestra vida, en la inspiración que anima nuestras de-
cisiones, en la inteligencia que nos ayuda a comprender la realidad, en la
fuerza que nos permite construir en forma auténtica nuestras relaciones in-
terpersonales, en la luz que ilumina nuestro contacto con toda la realidad
creada. El trazar este signo en nuestra persona física expresa la voluntad de
quien quiere crecer en referencia a la Pascua. Nada de nuestra persona
humana y cristiana debe sustraerse al misterio de la cruz.
Esta verdad tiene su necesaria traducción en algo visible. La interio-
ridad se evidencia y se asienta en el signo, se convierte en una experiencia

3
La versión al español de las fórmulas utilizadas en la Santa Misa están tomadas
directamente de: Misal Romano, 7ª ed., Conferencia Episcopal Mexicana, Obra Na-
cional de la Buena Prensa, México, D. E, 1993; Misal 2008 para todos los domingos
y fiestas del año, editado por Carlos Vigil Avalos, Miguel Romero Pérez y Rafael
Moya García, Obra Nacional de la Buena Prensa, México, D. F., 2007 [nota del tra-
ductor].
13
verdaderamente personalizada, expresa todas las fuerzas que el Espíritu
Santo ha sembrado en nuestro corazón para que se pueda desarrollar en
forma sincera y fecunda el misterio por el que la persona creyente ha sido
implicada, conquistada, definida. Toda nuestra persona está marcada ya
por esta verdad; es partícipe de esta condescendencia divina y goza de su
fidelidad: canta con la vida de cada día que morir en el Señor tiene en sí, la
luminosidad de la resurrección. La señal hecha con la mano ilumina la
“marca” que el Espíritu Santo ha impreso en nosotros donándonos el cora-
zón nuevo prometido y soñado por los profetas.
La palabra, a su vez, da significado al gesto. La cruz de Jesús vive del
misterio escondido en Dios de recapitular en Cristo todas las cosas, porque
“gracias a él, unos y otros, por un mismo Espíritu, tenemos acceso al Pa-
dre” (Ef 2, 18).4 La cruz abre el horizonte de nuestro corazón a la grandeza
del amor trinitario y lo ilumina.
La Santísima Trinidad es el origen de nuestra vida, es la fuente de
nuestra abundancia humana y la meta de toda nuestra historia. El hombre
advierte en sí mismo el apremio de entrar en comunión con la fuente de la
vida: el Padre, el Elijo y el Espíritu Santo, y en ellos y como ellos, con los
hermanos, para vivir esa comunión que ha sido sembrada en su espíritu pa-
ra desarrollar un inefable proceso de unidad. “Cuando me levanten de la
tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32), dijo el Maestro.
Esta riqueza anima cada una de nuestras celebraciones, que es ilumi-
nada en su totalidad por la cruz del Señor. Iniciamos, en efecto, la celebra-
ción en la fuerza de la Pascua para vivir en el Espíritu la comunión fraterna
y la glorificación del Padre. Las secuencias rituales que dan cuerpo a las
asambleas litúrgicas viven del espíritu de la cruz, son su encarnación mien-
tras difundan entre los participantes el entusiasmo de crear un auténtico
misterio de unidad. No podemos vivir la comunión si no estamos profun-
damente inmersos en la fecundidad de la cruz y la verdad de la cruz se
manifiesta en el crecimiento de comunión en la comunidad cristiana.
Expresemos esta maravillosa síntesis cada vez que a lo largo de nues-
tra jornada tracemos en nuestra persona la señal de la cruz. Este acto debe-
ría cuestionarnos profundamente: ¿La inspiración que anima los momentos
de nuestra vida representa un canto de la sabiduría de la cruz? ¿Nuestras

4 En la presente traducción al español, las referencias de las Sagradas Escrituras


así como las abreviaturas de los libros correspondientes, están tomadas de la Nueva
Biblia Española, Edición Latinoamericana, versión dirigida por Luis Alonso Schökel
y Juan Mateos, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1976 [nota del traductor].
14
relaciones humanas han sido fecundadas por la muerte-resurrección del
Maestro?
Muchas veces nos hemos visto tentados a querer vivir la comunión
sin la cruz porque nos buscamos a nosotros mismos y no anhelamos la
fuente de la vida y su sabiduría. La verdad de nuestra existencia es aquel
árbol del cual mana la vida, que es fraternidad, unión, comunión, comuni-
cación en la perspectiva de la unidad por la cual el Redentor murió y resu-
citó.
El kerigma primitivo (“padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer
día, según las Escrituras”) está vivo en nuestro espíritu y se acrecienta me-
diante los gestos ordinarios, los cuales, precisamente por ser ordinarios,
nos permiten comprender toda su profundidad. Esta experiencia nos hace
amar la cruz: ya no la vemos como fuente de encierro, de depresión o de
fracaso, sino como el camino para poder ser verdaderamente nosotros
mismos. Desde esa cruz vemos el mundo con el corazón y los ojos de Cris-
to y gozamos de aquella intimidad divina que es el único significado que
sustenta nuestra existencia. Los padres y los padrinos, cuando trazan la se-
ñal de la cruz en la frente del bebé el día de su bautismo, se comprometen
a educarlo en el mismo estilo de Jesús muerto y resucitado, para que la vi-
da del niño sea su continua expresión, como dice el Rito del Bautismo al
momento de la señalización inicial. Trazar sobre el menor la señal de la
cruz significa formarlo para que ame a Dios y al prójimo según las ense-
ñanzas de Cristo. Nos percatamos entonces que la señal de la cruz es el
inicio de la verdadera vida, es el significado de nuestra ascensión hacia la
plenitud de la gloria, es la expresión de nuestra identificación con el miste-
rio pascual que viviremos en la Jerusalén celestial cuando sigamos al Cor-
dero adonde vaya, pues fuimos lavados con su sangre.

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2. REUNIRSE

El día de nuestro bautismo fuimos incorporados a la comunidad cris-


tiana que nos acogió como don del Espíritu Santo y a medida que hemos
ido creciendo en la vida de Dios y en la experiencia de la comunión, he-
mos ido aprendiendo con gozo a ser un “nosotros”. El cristiano es una per-
sona “comunitaria” porque es viva imagen de la Santísima Trinidad: ya no
vive solo, pues quien está en Cristo, está con los hermanos, aun estando
físicamente lejos de ellos. Nuestro espíritu creyente vibra en continuo an-
helo de comunión porque se percata del apremio de encarnar en la vida co-
tidiana el don de la vida divina y de hacer partícipe de ella a sus hermanos.
Cuando nos encontramos en el “espacio sagrado”, vivimos la expe-
riencia de estar unidos en el nombre del Señor porque hemos sido conver-
tidos por la escucha de la Palabra que nos ha introducido en el estilo evan-
gélico de vida, en la fecundidad de la fe que se funda en la señoría de Cris-
to, en la fuerza de la esperanza que vive de la inefable acción del Espíritu
Santo, en la vitalidad del amor que el Padre ha infundido en nuestros cora-
zones. Nuestras asambleas respiran la divinidad puesto que el Espíritu
Santo sopla sobre ellas, teniendo en el centro a Cristo que actúa para la
glorificación del Padre.
¡Qué difícil es para el hombre de hoy, redescubrir el significado del
don de ser convocados en la fe, de reunirse por un ideal común, de estable-
cer junto a los hermanos gestos que ayuden a vivir el proyecto divino de
congregar a los hombres en una verdadera unidad!
Cuando nos reunimos no somos personas que por libre y espontánea
iniciativa se citan en un lugar; hemos sido convocados, elegidos, amados,
porque en Cristo, el Padre nos eligió “antes de crear el mundo, para que
estuviéramos consagrados y sin defecto a sus ojos en el amor” (Ef 1, 4),
para que desarrollemos el verdadero sentido de nuestra vocación a la co-
munión (cfr Col 3,12-17). Sólo el redescubrimiento continuo de la centra-
lidad de Cristo nos ayuda a incorporarnos en esta realidad.
Cristo nos ha arrancado de nuestra soledad impregnada de margina-
ción y de frustración, del pecado que nos lleva a ser esclavos del yo y sus
emociones, de la inseguridad de la “carne” que encierra a la criatura en el

16
efímero y limitado horizonte histórico. Cristo nos ha introducido en la co-
munión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, con todos los hermanos
que encontramos en nuestro camino, con todos los hombres que respiran la
fuerza creadora de Dios. La liturgia nos invita a redescubrir nuestra voca-
ción humana, a crecer en la comunión, a ser pueblo de Dios, a actuar con
los hermanos y por los hermanos en la dinámica misma de la celebración,
porque se requiere tomar conciencia de que nuestra existencia es verdadera
si sabe cantar el “nosotros” de la Santísima Trinidad. La asamblea litúrgica
nos hace revivir la fecundidad y la alegría de la Iglesia Apostólica (cfr Hch
2,42-47). La carcoma que arruina nuestro encuentro cultual está constitui-
da por la angustia de llevar adelante finalidades inmediatas que nos alejan
de la mentalidad del Evangelio, el cual gradualmente cambia el corazón
del hombre, introduciéndolo en la experiencia divina de comunión que se-
rá plena cuando Dios sea todo en todos.
Nuestro corazón debería estar abierto a las fuertes instancias e inter-
pelaciones sugeridas por una auténtica y honesta motivación que nos in-
duzca a vivir el don de reunimos con los hermanos. La fecundidad de
nuestras asambleas depende de lo que pasa en nuestro corazón, de las sú-
plicas que operan en nuestro espíritu, de las luces que nos guían en el diá-
logo, en la acogida, en las relaciones humanas, en la forma de vivir el
signo de estar juntos en un mismo lugar para establecer gestos que nos ha-
gan redescubrir la vocación que Dios mismo ha puesto en nuestro corazón:
ser comunión a imagen de la Santísima Trinidad.
Si la liturgia nos prepara al redescubrimiento del proyecto divino, el
hecho de reunimos en la asamblea cultual nos debe interpelar acerca de
nuestro modo de acompañar a los hermanos en la vida ordinaria.
En consecuencia, la sed de comunión que aflora en el corazón del
hombre y que tiende a hallar soluciones decepcionantes en el devenir hu-
mano, encuentra en la genuina celebración de la comunión litúrgica, el lu-
gar donde saciarse.
Nosotros somos signo de la Iglesia y de la verdad del pensamiento
divino, cuando nos reunimos en el nombre del Señor, habiendo sido lla-
mados a dar cabida a su Espíritu, a su Palabra, a su Pascua, a su misión. La
alegría de la asamblea es pasividad que genera una inagotable actividad:
llamados a estar juntos en el Señor, cantamos su Pascua; reunidos por su
Espíritu, nos amamos según el estilo de Pentecostés; convocados al único
altar, nos convertimos en un solo cuerpo y una sola alma, como nos enseña
la oración eucarística en la epíclesis de la comunión.
17
El tiempo en que vivimos el don de la asamblea es el hoy de nuestra
salvación, es el hoy del paso de Babel a Pentecostés y del pecado a la gra-
cia. La unidad que anima a la asamblea significa entonces que la humani-
dad debe reunirse en el templo de Dios: estar en un templo para ser signo
del tiempo de Dios que significa crecer y dilatarse en su unidad mientras
estamos en el camino de la historia humana.
Dejarse preparar en este misterio de comunión nos exige tener la de-
bida disponibilidad al Espíritu Santo, quien nos llama a convertirnos, a ale-
jarnos de las fuentes que ocasionan nuestras actitudes cerradas y podamos
así crecer en el deseo de apagar la sed en el único manantial de nuestra vi-
da: la Pascua.
La alegría de nuestra reunión es la contemplación del Crucificado, es
vivirlo en forma tal que nuestra asamblea sea “la cruz de Cristo”, en la
cual vivimos, existimos y actuamos.
La vitalidad del hecho de reunimos en nombre del Señor se traducirá
en llegar a ser signo profético ante un mundo que busca la verdadera uni-
dad, pues gracias a ésta es como podrá verdaderamente encontrar la paz.
Mientras caminemos en la verdad, difundamos el perfume del Espíri-
tu Santo que lleva los hombres a Cristo, introduciéndolos en la novedad
divina.
Sabemos que esta reunión nuestra en nombre del Señor es sacramen-
to, es signo transitorio, provisional, que ha de dejar lugar a la gran convo-
cación universal soñada por los profetas (cfr Is 25, 6 ss), vivida por Cristo
(cfr Jn 11, 52) en un incontenible anhelo de la Jerusalén Celestial, donde
todos los hombres serán plenamente configurados en Cristo.
Que ésta sea nuestra esperanza. Nuestras asambleas no deben cerrarse
nunca en pequeñas y angostas relaciones según la “carne”: más bien, han
de respirar el deseo de crecimiento en la comunión que trasciende toda
particularidad de raza, pueblo, lengua... de modo que podamos pasar todos
del don de ser convocados en el sacramento a la inefable experiencia de la
plena comunión gloriosa, en el único canto nuevo que los santos presentan
a Dios y al Codero.

18
3. PERMANECER DE PIE

La Instrucción General del Misal Romano afirma: “La uniformidad


de las posturas, que debe ser observada por todos participantes, es signo de
la unidad de los miembros de la comunidad cristiana congregados para la
sagrada liturgia: expresa y promueve, en efecto, la intención y los senti-
mientos de los participantes.
Los fieles están de pie desde el principio del canto de entrada, o bien,
desde que el sacerdote se dirige al altar, hasta la colecta inclusive; al canto
del Aleluya antes del Evangelio; durante la proclamación del Evangelio;
mientras se hacen la profesión de fe y la oración universal; además desde
la invitación, Oren hermanos, antes de la oración sobre las ofrendas, hasta
el final de la Misa, excepto lo que se dice más abajo” (nn. 42-43).5
Estas indicaciones viven de la experiencia interior que anima a los
fíeles en la celebración litúrgica. La alegría de encontrarnos en la asamblea
se expresa con nuestra postura de pie, posición del cuerpo que da a enten-
der toda una vasta gama de sentimientos y de convicciones interiores que
vibran cuando el alma se coloca ante la presencia de Dios y se siente ple-
namente en ferviente diálogo con la divinidad.
Permanecemos de pie o nos ponemos en posición erguida porque es-
tamos frente a alguien que determina y ennoblece nuestra vida, que da ím-
petu a nuestra existencia y la hace plena. La persona cuando está ante
Dios, se levanta, se pone de pie, para subrayar el gran respeto que el hom-
bre debe tener al Altísimo y para decirle que es su único Señor, como nos
enseña la Escritura, en el encuentro de Abraham con Dios en la encina de
Mambré (cfr Gn 18, 8).

5 El texto en italiano en los capítulos 3, 5, 6, 10, 21, 22, 24, 26, 27 y 29, hace refe-
rencia a la Instrucción General del Misal Romano (IGMR) anterior; en esta versión al
español se aprovecha para actualizar dichas referencias de acuerdo a la Instrucción
General del Misal Romano vigente (traducida por la Conferencia Episcopal de Co-
lombia, 2007), tomada directamente del sitio de Internet de la Santa Sede:
http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/ccdds/documents/rc_con_ccdds_d
oc_20030317_ordinamento-messale_sp.html [nota del traductor].
19
Nuestra existencia está siempre delante de Dios, aun cuando se en-
cuentra atrapada por tantos compromisos y proyectos humanos, para decir-
le con la vida misma que no existe otra razón fuera de su amor. Por este
motivo, nuestra oración se expresa permaneciendo de pie, tal como proce-
dió la asamblea de Israel en el momento en que el rey Salomón dedicó a
Dios el templo pronunciando su larga plegaria (cfr I Re 8,14). La divinidad
es la fuerza que regenera a toda la persona, y la persona erguida expresa
toda su gratitud y su familiaridad con Dios.
La asamblea al permanecer de pie expresa la viva relación que la une
con su Dios y manifiesta el movimiento ascensional de quien toma con-
ciencia de que su historia es una escalada hacia la plenitud de la comunión
con Dios en la espera de llegar a la gloria definitiva.
La historia de las religiones nos ilustra en cuanto a esta postura ritual.
Los antiguos construían sus templos sobre las alturas para indicar visible-
mente una cercanía mayor con Dios. La criatura a través de la posición er-
guida desea resaltar que su postura orante es un intento por alcanzar en
forma más intensa la comunión con la divinidad y expresa la clara con-
ciencia de estar en mayor cercanía con el Altísimo. Dicha postura se hace
particularmente significativa cuando proclamamos nuestra fe en el Credo y
durante la Plegaria Eucarística, dado que con dicho gesto cantamos frente
al mundo que la verdad, que viene de lo alto e ilumina nuestro espíritu, nos
une en íntima comunión con Cristo; además, profesamos públicamente que
su Pascua es el fundamento de nuestra existencia en todas sus manifesta-
ciones.
La muerte y resurrección de Jesús son el núcleo substancial de nues-
tra vida, por consiguiente, cada vez que esta verdad resuena en nuestras
asambleas no podemos más que ponernos de pie para expresar toda nuestra
gratitud.
En efecto, el Evangelio que representa el ferviente anuncio es el fun-
damento de nuestra vida. El evento pascual que se descubre mediante
nuestra constante y activa atención al misterio, hace vibrar todo nuestro ser
y todo nuestro actuar.
La muerte del Señor nos enaltece y la fidelidad del Padre es fuente de
exaltación para nuestro espíritu. El hecho de permanecer de pie al profesar
nuestra fe, manifiesta la alegría de nuestro corazón que canta la resurrec-
ción del Señor. Este gozo proporciona al creyente, la conciencia y la certe-
za de su plena realización. Una fe que no sea cantada con la alegría del co-

20
razón no hará emerger toda su eficacia existencial. Permanecer de pie es
un “canto gestual”.
El mensaje pascual a través del gesto de permanecer erguido obra en
nosotros y nos sitúa en una viva y fecunda postura de participación en la
muerte y resurrección del Señor, forma viva de ponernos en estado de
éxodo. La alegría de la resurrección nos sitúa en posición dócil al Espíritu,
nos hace plenamente conscientes de la fidelidad del Padre, de tal forma
que podamos caminar empezando una vida nueva hasta el monte de Dios
para vivir la contemplación eterna de la gloria del Padre. Escuchamos de
pie para acoger la Palabra, para estar atentos a la propuesta de vida que el
Maestro nos ofrece de manera que podamos, en forma decidida, radical e
irreversible, abandonar al “hombre viejo” con toda su carga de esclavitud
que nos impide realizar un camino ligero y orientarnos hacia los prados
eternos del Reino. De pie con Jesús y como Jesús, subimos hacia Jerusa-
lén, porque al pie de la cruz podemos dirigirnos a su glorificación. La
asamblea no es estática ni fija durante la celebración, sino que está en
constante movimiento hacia la plenitud.
Quien está de pie, está listo para seguir lo que el Espíritu Santo dice a
las iglesias con el objeto de poder participar después en la victoria pascual
del Maestro en la Jerusalén celestial.
Nuestro gesto de permanecer de pie nos ayuda entonces a no poner en
nosotros la fuente de los criterios a los cuales haya que recurrir si quere-
mos andar en los caminos de la vida, sino que es un acto de fe orante que
proclama al mundo que la salvación viene de lo alto: “Levanto los ojos a
los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Se-
ñor, que hizo el cielo y la tierra” (Sal 121,1-2).
Entonces nuestra vida interior dará vitalidad al lenguaje de los signos
celebradores, no se acomodará ya a las realidades contingentes porque es-
tará atenta, vigilante, como el centinela que en la mañana aguarda la aurora
para proclamar la buena nueva de la salvación y de la redención.
La invitación a permanecer de pie que la liturgia nos propone, expre-
sa la alegría de nuestro corazón creyente que anhela crecer en la plena talla
de Cristo Jesús, muerto y resucitado, a través de un peregrinaje fecundo en
el desierto de la vida cantando la fe en su Pascua.

21
4. ARRODILLARSE

La tradición cristiana nos recuerda constantemente la costumbre de


arrodillarse; las bancas en los templos son una invitación a ponernos de
rodillas, sobre todo en la oración personal. Dicha posición del cuerpo nos
dispone a una variedad de actitudes que animan el corazón y que ayudan a
superar la tentación de autosuficiencia típica del hombre contemporáneo,
quien interiormente quisiera estar siempre de pie: ponerse de rodillas po-
dría significar para él un estado de derrota.
Ponerse de rodillas: el aspecto que surge de inmediato es la concien-
cia de estar ante la presencia del Señor; como dice el salmo: “Entren, in-
clinados rindamos homenaje, bendiciendo al Señor, Creador nuestro. Por-
que él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño de su aprisco” (Sal
95,6-7). Frente al Inefable, el alma no puede más que ponerse de rodillas y
proclamar, incluso mediante la postura física, que Dios es el Señor de la
vida. Esta postura subraya el espíritu de humildad que compenetra la cria-
tura animando su corazón.
A menudo, decimos que estamos ante la presencia de Dios, que vivi-
mos la condición de criaturas, que somos dóciles a la señoría del Espíritu,
pero estas afirmaciones podrían ser sólo bellas expresiones que no tocan
nuestra persona en su integridad. Debemos siempre recordar que tales acti-
tudes se deben encarnar en el gesto de hincarse, que es la posición de la
realidad del creyente como criatura. Este gesto es el signo concreto del co-
razón que adora. El gozo de nuestro espíritu nos lleva a revivir la actitud
de los ancianos del Apocalipsis postrados en la contemplación del Cordero
(cfr 5, 8-14). La criatura intuye el poder divino, canta sus maravillas y se
postra en tierra para manifestar con toda su persona la grandeza de su Se-
ñor.
Esta postura nos introduce a un profundo espíritu de adoración que se
transforma en momento de revelación del plan de Dios. Es la enseñanza
que se nos ofrece en la solemnidad de la Natividad del Señor, cuando nos
arrodillamos mientras profesamos nuestra fe en el don del Verbo encarna-
do (“[...] y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se
hizo hombre [...]”) y lo mismo sucede en la adoración a la cruz durante la

22
celebración vespertina del Viernes Santo (“Miren el árbol de la Cruz don-
de estuvo clavado Cristo, el Salvador del mundo. Vengan y adoremos”).
La asamblea que se pone de rodillas revive la afirmación de Jesús:
“Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque, si has escondi-
do estas cosas a los sabios y entendidos, se las has revelado a la gente sen-
cilla” (Mt 11,25), significa acoger a Dios que desciende, que inunda a to-
dos los participantes en la ceremonia e inflama en ellos el deseo de cami-
nar en la verdad, en el amor y en la justicia. Al arrodillarnos, revivimos la
intensa invocación presente en nuestro espíritu para que el Señor nos en-
noblezca, anime nuestras intenciones, venga a habitar en nuestras personas
e infunda en nuestros miembros la energía de la total obediencia-oblación
en las manos del Padre. La luz divina es indispensable para nuestro espíri-
tu ya que en ella vivimos, respiramos y actuamos. “Lámpara es tu palabra
para mis pasos, luz en mi sendero”, enfatiza el salmo 119. El gesto de po-
nernos de rodillas representa la expresión del corazón que se abre frente a
la divinidad para acoger su revelación en ferviente deseo de comunión con
el Altísimo.
El hecho de ponernos de rodillas para dar hospitalidad a la verdad
que viene de lo alto, nos prepara a adquirir el sentido de nuestra pobreza
como criaturas y de nuestra debilidad como pecadores. Cuando nos hin-
camos expresamos el intenso deseo de estar en sintonía con Cristo y al
mismo tiempo nos percatamos de la fuerte disonancia entre dicho don y
nuestra concreta existencia.
Frente a la manifestación viva y actual del proyecto del Padre, nos
postramos ante Él pues advertimos la pesadumbre de nuestro espíritu que
no logra traducir, en la vida ordinaria, lo que el Señor quiere de nosotros.
Sin embargo, esta actitud de bajeza y humildad, es también expresión de la
convicción enraizada en nuestro interior: quien ha iniciado en nosotros su
obra, la llevará adelante hasta su cumplimiento. Arrodillarnos se hace en-
tonces, acogida sencilla del proyecto divino bajo la plena certeza de que
Dios mismo en su Espíritu dará fecundidad a sus dones colmando la po-
breza de nuestra cotidianeidad. Es la postura de los ordenandos en el mo-
mento de la oración de ordenación. Ellos están arrodillados para que el Es-
píritu Santo, aleteando sobre sus personas, les infunda la fuerza divina que
cambia y obra las maravillas pascuales para gloria del Padre y la salvación
de toda la humanidad. En este acto de arrodillarse el día de su ordenación,
el presbítero tiene la referencia para su fecundidad ministerial.

23
Nuestro gesto de arrodillamos representa el acto de profunda con-
ciencia de nuestros pecados. También nosotros, en la misma forma que el
publicano del Evangelio (cfr Lc 18, 13), nos ponemos de rodillas como
penitentes y decimos: “¡Dios mío!, ten compasión de este pecador”, y re-
conocemos que sólo la fuerza divina puede aliviamos de nuestra condición
de caídos y alejados de Dios. Es la postura que asumimos cuando en la ce-
lebración del sacramento de la penitencia reconocemos nuestro pecado con
la viva seguridad de que la fuerza de la Pascua nos alivia y nos introduce
en un itinerario de fidelidad a la propuesta pascual del Señor.
Esta verdad nos hace intuir por qué en la tradición, durante el tiempo
pascual, los fieles no se hincaban: debían celebrar la exaltación de la resu-
rrección. Sólo al finalizar la fiesta de Pentecostés, los fieles se ponían de
nuevo de rodillas.
Nosotros, en nuestras vidas, cada vez que nos ponemos de rodillas,
vivimos la afirmación evangélica: “al que se baja lo encumbrarán”.6 He-
mos de llenarnos siempre de gozo en el Espíritu Santo cada vez que nos
ponemos de rodillas de todo corazón, ya que por una parte, reconocemos
nuestra humilde condición de frente al Inefable y por la otra, destacamos
nuestra plena disponibilidad a la acción divina que levanta a los humildes
y despliega en sus corazones el poder de la revelación de su rostro.

6 Se refiere a Lc 14, 11 [nota del traductor].


24
5. GENUFLEXIÓN

Cuando entramos al templo, el gesto más común y espontáneo que


mostramos frente al Santísimo Sacramento solemnemente expuesto y al
tabernáculo, es el de una genuflexión. Con este gesto, todo cristiano que
entra al lugar de la asamblea cultual hace su acto de fe significando la vita-
lidad comunitaria y ritual de la celebración litúrgica: es una extensión de la
profesión de fe en Cristo, muerto y resucitado.
La Instrucción General del Misal Romano dice: “En la Misa el sacer-
dote que celebra hace tres genuflexiones, esto es: después de la elevación
de la Hostia, después de la elevación del cáliz y antes de la Comunión [...].
Pero si el tabernáculo con el Santísimo Sacramento está en el presbi-
terio, el sacerdote, el diácono y los otros ministros hacen genuflexión
cuando llegan al altar y cuando se retiran de él, pero no durante la ce-
lebración misma de la Misa.
De lo contrario, todos los que pasan delante del Santísimo Sacramen-
to hacen genuflexión, a no ser que avancen procesionalmente” (nn. 274-
275). Estas indicaciones rituales nos ayudan a interpretar el evento eucaris-
tía) en todas las celebraciones como escuela de vida pascual, en la cual la
genuflexión constituye una expresión peculiar.
El acto de la genuflexión, que va más allá del simple momento ritual
que representa la voluntad de vivir la Pascua incluso en la piedad indivi-
dual, es expresión del profundo espíritu de adoración presente y operante
en el fiel, quien resalta la señoría de Dios en su vida. Es lo que nos enseña
el apóstol Pablo en el himno de la Carta a los Filipenses. “[...] de modo
que a ese título de Jesús toda rodilla se doble —en el cielo, en la tierra, en
el abismo— y toda boca proclame que Jesús, el Mesías, es Señor, para glo-
ria de Dios Padre” (2,10-11).
Hacer la genuflexión es signo vivo de la fecunda confesión de fe en
el misterio pascual, es manifestación de la voluntad creyente que anhela
participar en el misterio de la muerte y resurrección del Señor.
El misterio eucarístico, que constituye el centro de la vida de la co-
munidad cristiana, en su dinámica celebradora ennoblece todo nuestro ser
porque en la fe y en el bautismo fuimos llamados a morir y a renacer cons-
25
tantemente para participar en el banquete del sacrificio del misterio pas-
cual compartiendo plenamente los sentimientos del Redentor.
Una vez más, nos enseña el apóstol: “Porque ninguno de nosotros vi-
ve para sí ni ninguno muere para sí; si vivimos, vivimos para el Señor, y si
morimos, morimos para el Señor; o sea que, en vida o en muerte, somos
del Señor” (Rom 14, 7-8).
Muestra acción de doblar la rodilla es un gesto de profunda fe pues es
la profesión que vivimos del contenido de la revelación: “el Mesías murió
como lo anunciaban las Escrituras, fue sepultado y resucitó al tercer día,
como lo anunciaban las Escrituras” (cfr I Cor 15, 3-4). Hacer la genufle-
xión por esta razón es particularmente significativo. Mientras flexionamos
la rodilla hasta el suelo, estamos reconociendo nuestra vocación a partici-
par y a crecer en la semejanza de la muerte del Señor, para después gozar
la expansión de la vitalidad de la resurrección, movimiento ascensional
desde la tierra.....
Disminuir nuestra persona frente a la cruz de Cristo, como lo pide la
liturgia del Viernes Santo o ante las especies eucarísticas durante o des-
pués de las celebraciones sacramentales, expresa nuestra disponibilidad de
abandonamos en plena oblación en, las manos del Padre, imitando la acti-
tud de Jesús en la cruz, para poder experimentar así, la fecundidad de la
resurrección.
La repetición de este gesto de fe lleva a la comunidad a personalizar
cada vez más y mejor, el misterio pascual. Salvados, hemos de caminar
empezando una vida nueva (cfr Rom 6,4), viviendo el humilde anona-
damiento del Salvador (cfr Flp 2, 6-11).
El acto de la genuflexión nos prepara a vivir cada día en continua re-
ferencia existencial a Cristo, nos impulsa a introducirnos en su inmola-
ción-ofrecimiento-sacrificio: donde se manifiesta la autenticidad de nues-
tras elecciones teologales; significa reconocer que no existe otro nombre a
través del cual la humanidad pueda ser salvada.
Cuando nos introducimos en la plena disponibilidad al Padre flexio-
nando la rodilla para ser dóciles a su voluntad, vivimos la seguridad de que
Dios es fiel, de que no nos desilusiona nunca. Abandonamos, en efecto,
nuestra autosuficiencia para reconocer que sólo el Padre de Jesucristo es el
Señor de nuestra historia. Con la genuflexión, hacemos nuestro el aban-
dono del salmista: “El Señor tiene en su mano mi copa con mi suerte y mi
lote: me toca una parcela hermosa, una heredad magnífica” (Sal 16, 5).

26
Desgraciadamente, la costumbre de este gesto, que repetimos con
cierta frecuencia en el contexto de las celebraciones o en las devociones
personales, se ha hecho tan usual que no siempre tiene la repercusión inte-
rior que pudiéramos desear y no nos permite hacer de nuestra existencia
una viva profesión de fe frente al mundo. Con este gesto hemos de mani-
festar nuestra plena adhesión interior a Cristo glorioso que lleva en sí las
señales de la cruz y de la muerte, para decirle al mundo nuestro anhelo:
“Que nuestro único orgullo sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo, porque
en él tenemos la salvación, la vida y la resurrección, y por él hemos sido
salvados y redimidos” (Antífona de entrada de la Misa vespertina de la
Cena del Señor del Jueves Santo).
Nuestra genuflexión es vivir en un acto la vitalidad de la fe, es tomar
conciencia de lo que significa creer, es dejarse estimular a interpretar y a
construir la propia vida en profunda humildad delante del Padre a imita-
ción del Redentor, para que cada instante nuestro sea como un morir del
hombre viejo que no sabe leer la historia según el Espíritu y dejarnos así,
compenetrar de aquella luz que viene de lo alto y que se hace resurrección.
Por consiguiente, la persona vive así cada fragmento del tiempo, no
apoyándose en la fidelidad humana, sino esencialmente en la fidelidad di-
vina que no deja nunca de comunicar sus inmutables deseos. Nuestra as-
censión hacia el Padre vive en forma incesante el misterio de la muerte y la
resurrección de Cristo y el gesto de la genuflexión nos lo recuerda, lla-
mándonos imperiosamente a una perseverante conversión pascual.
La conclusión de este camino interior será nuestra plena conforma-
ción con el Maestro en la liturgia de los santos, propia de la Jerusalén ce-
lestial.

27
6. PERMANECER SENTADOS

El recinto que reúne a la asamblea litúrgica tiene siempre bancas para


sentarse; ofreciendo así un servicio útil para el desarrollo de la celebración,
conforme a lo que sugiere la Instrucción General del Misal Romano: “Los
fíeles [...] estarán sentados mientras se proclaman las lecturas antes del
Evangelio y el salmo responsorial; durante la homilía y mientras se hace la
preparación de los dones para el ofertorio; también, según las circunstan-
cias, mientras se guarda el sagrado silencio después de la Comunión” (n.
43). Esta disposición tiene en sí toda una resonancia bíblica. Cuando se
proclama la Palabra en el contexto de la celebración, la mente de los fieles
revive la postura de los discípulos cuando escuchaban las palabras del
Maestro que pronunciaba el Sermón de la Montaña (cfr Mt 5,1), también
reproduce el comportamiento de María que gozaba escuchando a Jesús
sentada a sus pies, recibiendo el elogio: “María ha escogido la mejor parte,
y ésa no se le quitará” (Lc 10, 42).
El gesto de sentarse expresa particulares actitudes y reviste una vasta
gama de significados.
La posición el cuerpo de quien se sienta enfatiza la espera de algo; en
consecuencia, facilita la escucha y la recepción de un mensaje, de donde
sea que venga; en fin, favorece la atención, la meditación y el itinerario
contemplativo del espíritu. El sentido de reposo que envuelve el cuerpo
repercute, en efecto, en la postura de la persona.
En el contexto de la celebración, dicha postura encarna particulares
situaciones interiores.
El acto de sentarse expresa una profunda voluntad de descubrir el
verdadero significado de la vida. El cristiano lo busca en Dios: en el gesto
de sentarse ilumina el íntimo deseo de que Dios le hable, le done aquellos
valores, en torno a los cuales pueda construir su existencia. Sentarse es una
epíclesis en acto, para que Dios venga y se revele.
Además, aflora un profundo sentido de quietud y de reposo que per-
mite al hombre crear las condiciones para que su espíritu pueda acoger con
espontaneidad y con corazón abierto el don del otro: su palabra, su rela-
ción, su comunión-comunicación. El hombre al estar sentado es toda aten-
28
ción y disponibilidad y se encuentra en la posición más favorable para
aprehender los grandes valores de la fe.
La luz de la fe, en efecto, anima dicha disponibilidad para que la
asamblea pueda decir con este gesto que Dios es el Señor y que su luz ha
de penetrar en las profundidades del corazón. El estado de distensión física
que caracteriza la postura de estar sentado dice que el ánimo no quiere po-
ner defensas frente a la voluntad divina, la cual desea hacer su morada en
el hombre para fecundarlo e impregnarlo en toda su sensibilidad. Esta pos-
tura se expresa además en la serena decisión de compartir la palabra de vi-
da, de comunicar la experiencia interior para enriquecer al otro o a la co-
munidad, para trabajar por una unidad fraterna donde se desarrolle la mis-
ma sensibilidad espiritual.
El acto de sentarse expresa un ardiente deseo de comunión, en este
sentido, Jesús es un maestro. En la narración joánica de su encuentro con
la samaritana, se anota: “Jesús, agotado del camino, se sentó sin más junto
al pozo” (Jn 4, 6). El sentarse significa aquí descansar para comunicar ver-
dad, anhelo de verdad y serenidad interior que se dona al ánimo del her-
mano que se acerca. El corazón, en efecto, cuando está pleno de cosas
grandes que goza, siente la necesidad de “sentarse con los hermanos” para
hacerlos partícipes del don recibido. Es muy enriquecedor el hecho de en-
contrarse a compartir la Palabra. Esto puede suceder en los encuentros fra-
ternos en torno a la Biblia para un crecimiento compartido contemplando a
la persona de Cristo, o bien, en el ámbito de una homilía dialogada: enton-
ces todo bautizado ejercita su propio sacerdocio, se hace voz del Espíritu
para los hermanos, y los hermanos comparten el único don que el Espíritu
mismo ha ofrecido a cada uno de ellos.
Dicha postura destaca la dimensión profética de la comunidad cris-
tiana y proclama frente al mundo que el pan cotidiano de los salvados es la
Palabra que alimenta su vida y que los hace experimentar la alegría de la
salvación que viene de lo alto.
El sentido de tranquilidad del acto de sentarse representa muy bien el
reposo escatológico, según nos sugiere el autor del Apocalipsis, introdu-
ciéndonos en la contemplación eterna: “Al que salga vencedor lo sentaré
en mi trono, a mi lado, lo mismo que yo, cuando vencí, me senté en el
trono de mi Padre, a su lado” (Ap 3, 21).
El movimiento efectuado al sentarse, mientras enfatiza el gusto de
querer descansar, representa una orientación hacia la realidad definitiva de
la comunión eterna con Dios. Manifiesta una profunda aspiración hacia la
29
patria en la cual la criatura encontrará su lugar definitivo en la vida verda-
dera y perfecta. En el acto de sentarse, aflora el deseo de la visión eterna
pues nos percatamos de que la Palabra escuchada en la asamblea litúrgica
será reemplazada por la plenitud de la alegría, donde el alma será total-
mente compenetrada por la comunicación divina y en la luz eterna gozará
de ser plenamente ella misma. El sentarse, en efecto, permite la inefable
comunicación del Eterno. Aquí, en efecto, aparecerá la plena comunica-
ción entre la mirada transformadora de Dios y las miradas de todas las
criaturas humanas unidas en la visión eterna.
Si al sentarse es posible una profunda comunicación de las miradas,
tal fecundidad relacional será totalmente realizada en la comunión de la
Jerusalén celestial.
En la liturgia del cielo experimentaremos estos sentimientos y esta-
dos de ánimo en forma singular: entonces estaremos en la paz eterna, en el
silencio pleno do recogimiento, en la posesión íntima y beatificante de la
realidad que no muere. En la luminosidad divina estaremos liberados de
las angustias y de las preocupaciones que vivimos ante el hecho de perder
el momento fugaz de la alegría relacional, como frecuentemente constata-
mos en el devenir histórico. Dentro de la temporalidad, en efecto, sentimos
las características de la provisionalidad de nuestras experiencias en torno
al diálogo, mismas que tienden a limitarse a la sucesión de los instantes
efímeros: nos sentamos teniendo en mente que llegará el momento de reti-
rarse y alejarse así del gozo del encuentro.
Dicha realidad será definitivamente superada cuando podamos asen-
tarnos eternamente en el banquete del Reino. Esta experiencia puede ser,
por lo tanto, verdaderamente exaltadora para nuestro espíritu; cada vez que
nos sentamos, nuestro espíritu entra en paz, esa paz que nos hace acoger la
Palabra divina y saborear la paulatina comunicación que Dios hace de sí
mismo.
Cuando entramos a un templo y nos sentamos, nos percatamos espon-
táneamente de la sensación de vivir aquella paz que viene de la Palabra
con la que hemos sido enriquecidos, saboreamos con anticipación el gozo
eterno que nos espera y nos entusiasmamos por el hecho de detenernos con
los hombres, nuestros hermanos, para crecer juntos en la misma esperanza
y compartir con ellos la alegría de la paz divina que debe animar todas
nuestras formas de relacionarnos.

30
7. GUARDAR SILENCIO

Un aspecto particularmente relevante en la reforma conciliar es el del


silencio sagrado (cfr SC 30). En Principios y Normas para la Liturgia de
las Horas, encontramos las siguientes palabras respecto a éste: “Para aco-
ger en los corazones la plena resonancia de la voz ti el Espíritu Santo y pa-
ra unir más estrechamente la oración personal con la Palabra de Dios y con
la voz pública de la Iglesia, se puede entonces, según la oportunidad y la
prudencia, intercalar una pausa de silencio después de cada salmo [...]. Pe-
ro se ha de evitar la introducción de lapsos de silencio que deformen la es-
tructura del oficio o que provoquen molestias o disgusto a los participan-
tes” (n. 202).
La liturgia bizantina recalca en forma muy solemne la actitud de si-
lencio para poder escuchar la proclamación del Evangelio: “Sabiduría,
¡atentos! Escuchemos el santo Evangelio”, mientras que la liturgia romana
nos lo indica explícitamente después de la invitación del celebrante:
“Oremos”. Estas exhortaciones del Magisterio y de la praxis litúrgica, nos
ayudan a entender la importancia que tiene el silencio en la dinámica de la
celebración litúrgica.
El hecho de guardar silencio no tiene nada que ver con el malestar
que proviene de la búsqueda forzada de permanecer en silencio, búsqueda
que sólo lleva al hombre al vacío. El silencio muestra particulares actitudes
que emanan de una riqueza interior: la viva conciencia de encontrarse ante
la presencia de Dios que nos revela su rostro y su salvación. La criatura
cuando se pone frente a su Creador, lo glorifica sobre todo a través del si-
lencio, conforme a lo que ya decían los antiguos: se glorifica a Dios con el
silencio, porque el silencio es alabanza al Altísimo. Guardar silencio es re-
conocerse criatura necesitada de la presencia divina. Además, el silencio
hace brotar la súplica intensa del corazón humano que clama la venida del
Señor.
Esta actitud del hombre responde a la llamada que Dios le dirige a
mantener una disposición de auténtica acogida a la Revelación. En efecto,
el silencio es el ambiente normal en que vive y se desarrolla la comunión
con Dios: su función es la de introducirnos en la comunión divina y poner
las condiciones para que Dios mismo nos manifieste su rostro. Dios habita
31
en el silencio, porque su vitalidad interior es “silencio”. Al guardar silen-
cio, se acentúa la premura de nuestro corazón por habitar en Dios para
contemplar su inefable esplendor.
El silencio jamás es vacío o tiempo inútil que debería ser llenado, es
más bien el terreno de la fecundidad divina, es la epíclesis del alma cre-
yente que vive la nostalgia del Absoluto, es la actitud ritual y existencial
previa a cada verdadero y explícito encuentro con Dios. Cuando nos po-
nemos en actitud de silencio, revivimos la experiencia de Nazaret, goza-
mos de la perennidad del misterio de la encarnación, saboreamos el hoy de
Dios que nos salva.
Tal riqueza interior exige, sin embargo, que sepamos descubrir el
significado profundo del silencio que acompaña cada estación de la vida
del hombre. Cuando Dios nos conduce al silencio, nos está invitando a dar
un salto de calidad en la construcción de nuestras vidas, a penetrar en la
profundidad del sentido de la existencia, a tomar las elementos esenciales
que hacen fecundo todo momento de nuestro caminar en la historia huma-
na. Guardar silencio genera entonces una sed viva de la Palabra.
La espera es el lugar que genera el silencio; es la actitud de quienes
escuchaban a Jesús en la sinagoga de Nazaret: “Enrolló el volumen, lo de-
volvió al sacristán v se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él”
(Lc 4, 20).
El Altísimo genera el silencio en su misterio de amor va que nos hace
esperar y alimentar la sed que sólo su venida puede saciar. Cuando cons-
truimos el verdadero silencio, afirmamos que nuestro espíritu ha sido con-
quistado por Dios. Nuestra vida es entonces, reflejo operativo de que el
Señor habita en nuestro corazón.
El silencio es apertura viva y fecunda hacia el infinito por parte del
corazón humano, significa derribar toda defensa ante la manifestación de
Dios, es gozo de la divina libertad en el espíritu humano, es la alegría de
dar hospitalidad al Dador de todo don.
El silencio manifiesta entonces la premura presente en el alma por
llegar a la comunión con el mismo Dios.
Muchas veces consideramos que el máximo lenguaje de la comunica-
ción interpersonal es la palabra y la sucesión de las expresiones dialógales.
Pero si penetramos en el mundo de Dios, nos damos cuenta de que el si-
lencio constituye el lenguaje habitual de la relación vivida entre el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo. El hombre que vive el silencio acoge al her-
mano más allá de las diferencias y el hermano goza por haber sido acogido
32
como don. El silencio se hace entonces la expresión en acto de la viva
conciencia de quien dialoga, es don recíproco en un ambiente de vitalidad
y fecundidad verdaderamente inagotables.
Toda expresión que se lleva a cabo en la celebración litúrgica, nace
del inefable silencio de comunión que subsiste entre Dios uno y trino y la
comunidad, entre el Espíritu Santo y las almas, y se convierte en ocasión
para una profundización espiritual y existencial hasta que llegue el tiempo
en que el alma entre en plena comunión con la Santísima Trinidad.
Es la actitud de María a los pies de Jesús que prefigura la situación
definitiva de los discípulos en la Jerusalén celestial.
Nuestro silencio es la expresión del gozo de la inefabilidad del en-
cuentro. La intensidad de la relación con los hermanos, y sobre el ambiente
humano, con Dios, deriva de la fuerza vivida por cada cristiano, por el go-
zo de su alma al verse envuelta e impregnada por el resplandor divino. La
verdad de cada encuentro es su fecundidad en el silencio del alma.
Sólo el hombre superficial descuida las palabras escuchadas y las de-
ja aparte como si no le interesaran, ve el instante presente como algo que
ya hubiera pasado sin tener repercusión alguna.
El hombre contemporáneo, enfermo por las prisas y proyectado fuera
de sí mismo, deja pasar todo y construye así una vida inconsistente.
El silencio se hace el lugar de la profundización, de la meditación, del
discernimiento de la Palabra, de la personalización del encuentro con Dios
para sondear las profundidades y las inexorables riquezas de la manifesta-
ción divina. El silencio hace emerger la premura por alcanzar la plenitud
de la comunión-comunicación con el Absoluto.
Este es el silencio que vive el alma después de la celebración de la
Eucaristía y de la liturgia de las horas, después de un acontecimiento sa-
cramental y de cualquier momento de intensa oración personal. Debemos
apreciar la irradiación de la venida del Señor que va adquiriendo cada vez
más, sabor de feliz eternidad, hasta el momento en que el alma verá a
Aquel que hoy sólo sacramentalmente puede saborear, a Aquel que hoy en
el signo de la Palabra y del lenguaje de los signos sacramentales acoge la
Revelación.
Guardar silencio, por consiguiente, es la grandeza del hombre que
goza el don de ser criatura y de acoger a Dios que nunca cesa de venir al
encuentro del ser humano que está en proceso de búsqueda. En el silencio,
hemos de notar el anhelo de la espera que nos hace regocijarnos con el Es-

33
píritu Santo y cantar la alegría de la comunicación divina: sentido de la
existencia histórica del hombre y de toda la comunidad cristiana.

34
8. PROCLAMAR

Durante la celebración litúrgica, cuando se acerca el lector al ambón,


proclama las Sagradas Escrituras frente a la asamblea. Este acto adquiere
toda su vitalidad si lo releemos a la luz de la historia de la salvación, parti-
cularmente dentro de la tradición veterotestamentaria. El uso de la expre-
sión “proclamar”, en efecto, expresa la actitud de quien está llamado por el
Espíritu Santo a ser heraldo de Cristo, del Salvador esperado por toda la
humanidad y fuente de la verdadera alegría, capaz de colmar el corazón de
toda criatura.
El contexto de la celebración no acepta el uso de los términos “leer”
o “decir” que limitarían el mensaje que se ha de comunicar, confinándolo
como si se tratara de una simple información. La Palabra es “proclamada”
porque es Dios mismo quien interpela el corazón del hombre llamándolo a
una fecunda conversión. La conciencia de ser instrumento de la Palabra
alienta al lector a poner toda su carga interior hacia el logro de una pene-
trante comunicación dirigida a cada persona que está escuchando.
Proclamar la Escritura es gritar al mundo el sentido de la vida v al
hacerlo se desborda el sentido de plenitud que obra en el corazón de quien
anuncia. Este hecho de gritar brota del ánimo de quien se ha dejado ena-
morar por una verdad y la siente decisiva en la historia de todo hermano y
de toda comunidad. El acto de gritar quiere expresarse como una luz que
ilumina a cada hombre que está buscando la verdad.
El tono de la voz revela, por un lado, la profunda convicción de vida
encarnada en el heraldo, cual gozosa promesa largamente esperada y que
ahora se ve realizada; revela además el gran anhelo apostólico, caracterís-
tico de quien lleva al mundo el Evangelio de la esperanza. Y por el otro
lado, revela la conciencia de que la humanidad está verdaderamente espe-
rando la Palabra capaz de transformar la historia, de infundir fuerza a los
desalentados, de enseñar el camino para llegar a la vida.
La proclamación litúrgica de la Palabra nos hace revivir el anuncio de
la salvación, según la describe el profeta Isaías: “¡Qué hermosos son sobre

35
los montes los pies del heraldo que anuncia la paz, que trae la buena nue-
va, que pregona la victoria; que dice a Sión: Ya reina tu Dios!” (Is 52, 7).
El anhelo de los profetas que proclaman la Palabra del Altísimo con
el fin de llamar al pueblo a la conversión, se encarna en el lector que en la
celebración litúrgica anuncia el hoy de la salvación pascual. La proclama-
ción del Evangelio se hace comunicación divina a través de la voz huma-
na, introduciendo a la asamblea en el contexto de una experiencia de fe. El
discípulo del Señor no “dice” su fe, ya que en ese momento no está formu-
lando unos principios, no está presentando un razonamiento, no está con-
venciendo dialécticamente al hermano: con su voz, expresión de su dispo-
sición interior, proclama al mundo el contenido de su fe, como invita el
apóstol: “y toda boca proclame que Jesús, el Mesías, es Señor, para gloria
de Dios Padre” (Flp 2, 11). El lector comunica a todos los presentes las
maravillas del Padre en el inefable don pascual (cfr Hch 2, 11). Dios habla
para mantener despierto el corazón del hombre e impedirle que se deje
ahogar “con los afanes y riquezas y placeres de la vida” (Lc 8, 14).
El gritar-proclamar en un contexto evangélico, implica en quien
anuncia, plenitud de fe, docilidad al Altísimo, sintonía entre vida, corazón
y voz, en forma tal que sea un auténtico profeta de salvación y de con-
versión.
Sólo quien está arraigado en la fe y se deja penetrar por el mensaje
del Evangelio, está revestido de fuerza v regocijo, por eso “grita” y lo hace
porque él mismo es el signo vivo de un acontecimiento que expresa la sal-
vación de toda la humanidad.
La vida en su cotidiano transcurrir, puede provocar profunda apatía
en los corazones y trágica monotonía venida de la confusión de tantos pun-
tos de vista; el hombre corre el riesgo de dormirse espiritual mente v de
dejarse aplastar por el sinsentido de la vida cotidiana. El creyente proclama
frente a este mundo
La exuberancia de su fe para que todos los hombres puedan verdade-
ramente crecer en la esperanza y así, recuperar la voluntad de vivir: en ese
grito está la buena nueva de la vida. Es el grito del profeta Isaías a los des-
alentados: “Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir
al abatido una palabra de aliento” (Is 50,4); es el gran testimonio apostóli-
co de Pedro y de Juan frente al Sanedrín: “¿Puede aprobar Dios que los
obedezcamos a ustedes en vez de a él? Júzguenlo ustedes. Nosotros no po-
demos dejar de contar lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 19-20).

36
El gesto de proclamar las Escrituras en el contexto de la asamblea li-
túrgica expresa esta convicción de fondo: el lector se siente inserto en la
vitalidad de la Palabra para que su acto-servicio sea la traducción de una
riqueza teologal que genere esperanza, regocijo, confianza, luz en cual-
quiera que se ponga en actitud de auténtica escucha.
El efecto no puede más que ser comunitario: “el pueblo cuenta su sa-
biduría, la asamblea pregona su alabanza” (Eclo 44,15). El poder salvífico
alcanza a la asamblea reunida por la fuerza del Espíritu Santo y animada
por la luz del Evangelio; la comunidad creyente es regenerada por el grito
de la esperanza que proviene de la proclamación de la Palabra; se siente
reanimada y goza por ser el lugar de un vivo otorgamiento de gracias ya
que Dios al gritar la salvación renueva la fidelidad con su pueblo. En la
asamblea se vive la alegría de la mañana de Pascua y se respira el ambien-
te de Pentecostés. El grito de los fieles es expresión de la exaltación que
los invade y que se fundamenta en la seguridad de que Dios acompaña a su
pueblo.
La proclamación comunitaria de la fe es el grito profético frente al
mundo entero para que despierte a la voz del Señor, busque la vedad y an-
hele estar comprometido en la única Palabra de vida: Cristo Jesús.
A través del grito del profeta, Dios habla para dar esperanza a la hu-
manidad. Por otra parte, proclamar juntos las maravillas de Dios, significa
desarrollar un proceso de osmosis, en el cual cada hombre contagia, en el
buen sentido de la Palabra, a todos sus hermanos bajo la óptica de una ex-
periencia de comunión y esperanza.
El proclamar las maravillas de Dios nos hace sentir pueblo que es
salvado, que debe ser continuamente salvado, y que posee la seguridad de
que será siempre lugar de la divina salvación; es gritar al mundo que Dios
es todavía fiel hoy en Cristo Jesús.

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9. ESCUCHAR

El celebrante, al iniciar la liturgia de la Palabra en la Vigilia Pascual,


se dirige así a los fíeles: “Hermanos, con el pregón solemne de la Pascua,
hemos entrado ya en la noche santa de la resurrección del Señor. Es-
cuchemos con recogimiento la palabra de Dios”. Lo que la celebración de
la vigilia pone en clara evidencia representa el medio habitual de toda ac-
ción litúrgica, en la cual el hombre es llamado a encontrarse a sí mismo
como hombre y como cristiano a través de la disposición de la escucha.
La escucha, en efecto, es la actitud fundamental del discípulo del Se-
ñor, cuya fe emana del anuncio personalizado de la Palabra. Si la fe es ad-
hesión plena al Verbo, el alma debe necesariamente revivir en forma siem-
pre actual la disposición de la escucha. El misterio divino-humano que dis-
tingue al cristiano es una síntesis de Palabra y de aceptación, de semilla
que es sembrada y de terreno que la acoge, de condescendencia divina v de
recepción humana. A su vez la asamblea litúrgica vive la actitud de la es-
cucha si quiere expresar su propia vitalidad teologal.
El acto de la escucha es una actitud fundamental en la vida de todo
hombre: con tal acto expresa su profunda convicción de ser criatura. Quien
recibe todo de lo alto y ve en Dios su propia consistencia existencial en su
totalidad, no puede hacer otra cosa que ponerse en actitud de escucha. An-
tes de introducirse en la dinámica de la comunicación-acogida de un con-
tenido, la escucha es la expresión de un modo de ser y de relacionarse con
la vida: es la actitud de quien goza por ser criatura y anhela construir la
propia historia como un itinerario de comunión con los hermanos. El hom-
bre que no sabe o no ama escuchar, vive superficialmente, su existencia se
articula en una variedad de cosas por hacer, se hace esclavo de las prisas,
corre el riesgo de llevar una vida no fundada en la roca. Quien escucha
realiza la regla de oro de la vida: perderse a sí mismo por la alegría del
otro, gozar una vida escondida para que el otro desarrolle todo de sí en la
gran perspectiva de la auténtica reciprocidad de la comunión.
El hombre que goza poniéndose en actitud de atención frente al otro y
al cosmos en general, lucha por tener siempre la valentía de vivir y ser él
mismo pues está abierto a la aceptación de la vida y a la proyección hacia
el futuro. Vive no el culto de la acción que lo encierra en el momento pre-
38
sente, sino que expresa el anhelo de dejarse guiar y de construir un mañana
pleno de esperanza.
La valorización de esta actitud lleva al hombre a liberar cada vez más
su corazón cíe las posibles sorderas o distracciones que pudieran impedirle
a la palabra comunicar a su interlocutor toda su verdad, creando un proce-
so de intensa y fecunda interpelación, teniendo en mente el desarrollo de
un vivo sentido de comunión. La escucha es algo que compromete seria-
mente al hombre puesto que todo lenguaje que alcanza su corazón crea las
condiciones para una reflexión, una crítica, una conversión, una efectiva
apertura hacia el otro. Quien escucha, ama la comunión y se predispone a
vivirla en plenitud.
Este estado de ánimo representa un buen terreno para vivir el misterio
de la alianza en que Dios se dirige a su pueblo y el pueblo proclama su
efectiva disponibilidad a la obediencia. La tradición de las Escrituras en
este punto es muy fecunda.
La fe nos hace volver a oír las apreciadas expresiones del Antiguo
Testamento: “Escucha, Israel, los mandatos y decretos que hoy les predico,
para que los aprendan, los guarden y los pongan por obra” (Dt 5, 1); nos
vuelve a conducir a la espiritualidad del piadoso hebreo que todos los días
repetía a sí mismo y con los hermanos. “Escucha, Israel, el Señor nuestro
Dios, es solamente uno” (Dt 6, 4); nos lleva a la actitud habitual del cre-
yente que Dios bendice en forma incesante frente al acontecimiento de la
Buena Nueva. En aquel “Gloria a ti, Señor Jesús”7 con que concluye la
proclamación de la Palabra en la asamblea litúrgica, están en plenitud la
alegría y la fuerza fecunda de la escucha. Sólo en la escucha atenta y amo-
rosa, la palabra se hace fecunda y es capaz de indicar el camino de la vida.
El hombre creyente vive esta actitud porque tiene sed del Dios vi-
viente y anhela las palabras que iluminen sus pasos. Drama interior sería
una escucha a la cual Dios no respondiera creando un vacío en el corazón
de la comunidad. Sabemos que en el acontecimiento cristiano, Dios no ce-
sa nunca de dirigirnos su mensaje de salvación; sólo cuando nuestro cora-
zón no sabe acoger a Dios que habla en forma inagotable tenemos la sen-
sación de que Dios es mudo. La sed de la comunicación divina desarrolla
la atención interior de cada fiel en la vida cotidiana, con el fin de crear las
condiciones para una fecunda escucha ritual.

7 En el original se anota: “Demos gracias a Dios”, fórmula no utiliza-


da en la liturgia actual [nota del traductor].
39
El hecho de prestar atención a la Palabra se expresa entonces, en un
aumento de intensidad de la fe. El Señor ama el corazón que escucha ya
que la escucha en la dimensión ordinaria de la vida y en particular, en la
asamblea litúrgica, es el acto de fe en la señoría de Dios que con fuerza
nos ha liberado de la esclavitud del pecado y nos ha introducido en la viva
comunión con su Persona. En efecto, la escucha de Dios es la alegría que
invade la vida del creyente.
Buena parte de la celebración litúrgica pone a los fieles en estado de
escucha, particularmente en la proclamación de la Sagrada Escritura; en
esta disposición ritual, los fieles redescubren su vocación: están llamados
como los profetas a alimentarse de toda palabra que sale de la boca de
Dios. El cristiano que quiera verdaderamente prepararse para una auténtica
experiencia teologal de transfiguración en el Señor, debe alimentarse de la
Palabra de Dios, para poder así asumir su sensibilidad y ponerse en per-
fecta sintonía con el Espíritu que le da la oportunidad de acoger y com-
prender el plan trinitario en cuanto a su propia persona y que le da además
los medios para después llevar a la práctica dicho plan. Si queremos ser
hombres de alianza en cada momento de la existencia, hemos de disponer-
nos a la escucha, hemos de “comer” sólo la Palabra que llenará de dulzura
nuestra boca y nos dará las fuerzas para vivir una perseverante conversión:
será amarga para “el hombre viejo”, pero se transformará muy pronto en
gozo por el don de la salvación.
El cristiano sabe que aceptar la iniciativa divina en su vida significa
escuchar, seguir, dejarse guiar. Estas son las características de quien ha si-
do capturado por la mirada del Señor.
Ahora bien, la característica de la escucha verdadera consiste en en-
trar en la dinámica existencial del hombre que vuelve a recorrer las deci-
siones existenciales de quien le habla, además, quiere alcanzar sus mismas
metas. Quien escucha, sigue los pasos del Maestro, renuncia a su autono-
mía, pone en evidencia la señoría de Aquel que lo ha llamado. Esta con-
vicción transforma entonces la escucha en una continua situación de súpli-
ca para que el Señor revele sus exigencias al corazón del discípulo. Las
propuestas y las interpelaciones evangélicas nacen de la intensidad de la
mirada del Maestro, a quien corresponde la incondicional escucha del dis-
cípulo.
La escucha no es, en efecto, un simple hecho auditivo, sino más bien,
significa colocarse bajo la mirada del Maestro, quien obra en nuestra exis-

40
tencia y nos comunica su Misterio con el objeto de que podamos actuar en
la vida diaria según sus enseñanzas.
Escuchar se hace entonces una auténtica experiencia humana y espiri-
tual. Volver a encontrar las raíces de nuestra vocación a la escucha, quiere
decir recuperar nuestra autenticidad y gozar de la docilidad al Creador en
el Espíritu Santo. Espíritu que nos permite ser un “aquí estoy” viviente di-
rigido al Señor para cantar su fecunda fidelidad en la Palabra proclamada
en la asamblea litúrgica y renovada en la dimensión ordinaria de la vida a
través de la continua atención a su Misterio.

41
10. GOLPEARSE EL PECHO

La disposición de penitencia constituye una característica del hombre


religioso, el gesto de golpearse el pecho pone en evidencia un corazón pe-
nitente que anhela, dentro de su humildad, el perdón. La celebración litúr-
gica enseña al bautizado a vivir cada día su vocación a la conversión, ya
que en ésta, el fiel se complace en la irradiación de la misericordia divina.
La Instrucción General del Misal Romano afirma: “Después el sacer-
dote invita al acto penitencial que, tras una breve pausa de silencio, se lle-
va a cabo por medio de la fórmula de la confesión general de toda la co-
munidad, y se concluye con la absolución del sacerdote que, no obstante,
carece de la eficacia del sacramento de la Penitencia” (n. 51). Así, todos
juntos hacemos la confesión: “Yo confieso ante Dios todopoderoso [...]” y
golpeándonos el pecho decimos: “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran
culpa”. Hallamos también estas palabras en el rito de la reconciliación, al
momento de la confesión de los pecados (cfr OP 54).
Este gesto, que encontramos en toda cultura, adquiere particular sig-
nificación en el contexto del anuncio cristiano. De tal forma que están pre-
sentes algunos destellos que provienen de inspiraciones evangélicas: “Se
ha cumplido el plazo, ya llega el reinado de Dios. Enmiéndense y tengan
fe en la buena noticia” (Mc 1, 15). “Al ver esto, Simón Pedro se echó a los
pies de Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, que soy un pecador” (Lc 5,
8). Frente a la manifestación de las maravillas de la salvación, surge es-
pontánea la disposición a la penitencia y a la conversión. Es la actitud del
gentío al pie de la cruz: “La muchedumbre que había acudido al espectácu-
lo, al presenciar lo ocurrido, se volvió a la ciudad dándose golpes de pe-
cho” (Lc 23, 48).
La comunidad cristiana, viviendo en el contexto de la celebración la
inefable comunicación del amor divino a través del hoy de la muerte-
resurrección de Jesús, constata toda la gravedad de sus pecados y presenta
al Padre la voluntad firme de una radical conversión, quitando las raíces de
aquello que la aleja de la comunión con Él.
El origen de todo pecado está en el corazón del hombre. Nos lo dice
Jesús cuando afirma: “Lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre;

42
porque de dentro, del corazón del hombre, salen las malas ideas” (Mc 7,
21).
En el gesto de golpearse el pecho, todo bautizado reunido con los
hermanos en la celebración sacramental, constata que está en el corazón la
fuente de la no comunión con Dios que es el sentido de su vida, de la men-
tira existencial que pesa en su historia, de la no acogida del evento pascual
por la cual es criatura nueva, de la no docilidad a las inspiraciones del Es-
píritu Santo que lo guían por los caminos de la vida y animan su condición
de penitente. Las expresiones del salmo nos iluminan: “Te gusta un cora-
zón sincero, y en mi interior me inculcas sabiduría [...]. Oh Dios, crea en
mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme [...]. Sacrifi-
cio para Dios es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humi-
llado, tú, Dios, no lo desprecias” (Sal 51, 8.12.19). La luz divina, plena en
misericordia, guía el gesto penitente.
La mano es en este acto, el lenguaje de la acusación del corazón del
hombre, de quien brota el mal que limita toda la persona.
En ese movimiento de la mano se da simbólicamente una extirpación
del corazón del “hombre viejo” para dejar el lugar al hombre nuevo de
acuerdo a la enseñanza del profeta: “Les daré un corazón nuevo y les in-
fundiré un espíritu nuevo; arrancaré de su carne el corazón de piedra y les
daré un corazón de carne” (Ez 36, 26).
No basta con afirmar la decidida voluntad de conversión del corazón:
es indispensable el cambio de las disposiciones interiores, una apertura in-
terior para dejarse prender por Dios, yendo a combatir la fuente de la es-
clavitud. En ese gesto, está toda la riqueza de la fe en la Pascua del Señor,
que arraigándose en el corazón del discípulo, lo convierte a una nueva sen-
sibilidad y le comunica todas las fuerzas de la muerte y de la resurrección
de Jesús. No hay nada de deprimente en ese gesto, no se da la aniquilación
de la persona, no hay tristeza en torno a la vida, sino que representa el can-
to de la esperanza que el Espíritu ha sembrado en el corazón del creyente
que vive bajo la nube de la revelación del amor de Dios, que expresa el ac-
to de fe en la misericordia divina, que destaca cómo, en la conciencia de la
lejanía de Dios, crece la comunión con él.
En el puño que golpea el pecho está la voluntad de sacudir la pereza
espiritual que puede estar limitada por las tinieblas del pecado y por la du-
reza del corazón; está la voluntad de derribar el muro de la división que
impide a la Palabra habitar en el corazón del cristiano y prepararlo según
las exigencias del Espíritu.
43
El hombre encerrado en su propio corazón, endurecido a causa del
pecado, construye todas sus decisiones adorando el yo, que está bajo el
imperio del maligno. Golpeándose el pecho, el discípulo desea prepararse
y tener ese corazón contrito y humillado que es culto agradable a Dios. En
efecto, con ese gesto, se eleva en el interior del creyente la súplica al Espí-
ritu y en el Espíritu para que le done la santidad de Dios, y el perdón di-
vino cree ese corazón nuevo que desee vivir una vida nueva.
El gesto de golpearse el pecho, por consiguiente, es un maravilloso
acto de fe, que obrando mediante la caridad, proclama la bondad creadora
de Dios en el corazón, abierto por la penitencia a la acción regenerad va de
la gracia.
Las situaciones de culpa presentes en la condición del cristiano pere-
grino en este mundo no son un hecho irreversible: ofrecen siempre la posi-
ble novedad divina que es generada por la confianza que Dios pone en el
hombre. El gesto penitente resalta la actitud de confesión de fe y de pro-
fundo sentido de confianza en la misericordia del Padre. El gesto da forma
a la actitud de toda la persona que al reconocer con insistencia, en un pro-
ceso que crece y se afirma, su propia condición de pecador (“por mi culpa,
por mi culpa, por mi gran culpa”), se confía plenamente en la bondad de
Dios, proclamando el misterio de muerte y resurrección que hace nuevas
todas las cosas. Es la actitud de fe de Pedro, es el acto de humildad del pu-
blicano: “El recaudador, en cambio, se quedó a distancia y no se atrevía ni
a levantar los ojos al cielo; no hacía más que darse golpes de pecho dicien-
do: ‘¡Dios mío!, ten compasión de este pecador’” (Lc 18,13).
Ahora bien, también en nuestros oídos resuena el comentario de Jesús
acerca del comportamiento del publicano: “Les digo que éste bajó a su ca-
sa bien con Dios y aquél no. Porque todo al que se encumbra lo bajarán y
al que se baja lo encumbrarán” (Lc 18,14).
La súplica de la comunidad enunciada en la oración del sacerdote:
“Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pe-
cados y nos lleve a la vida eterna”, expresa la convicción de que Dios es
fiel hacia el corazón penitente y lo regenera continuamente.
La humildad profunda de la comunidad que en el Espíritu Santo se
encuentra en estado de conversión, es la única condición que mueve a Dios
a poner en el discípulo un corazón nuevo. Todo hombre auténticamente
religioso siempre se golpea el pecho para que la misericordia de Dios lo
renueve, recreándolo en su verdadera medida: el pecador se siente justifi-
cado por pura bondad divina.
44
11. CAMINAR

La celebración litúrgica implica una serie de gestos procesionales; en


la marcha del pueblo de Dios y de sus ministros, encontramos el significa-
do de la vida: un caminar continuo hacia los prados eternos del Reino. Con
este gesto expresamos que no tenemos morada segura, que no disfrutamos
de estabilidad alguna pues sabemos que la vida en todos sus significados y
múltiples relaciones, progresa continuamente, está siempre en movimiento.
El gesto de caminar está significando cierta concepción de la vida.
Nuestra acción de caminar indica que estamos buscando, viendo, eli-
giendo, partiendo de un lugar, para ir hacia la plenitud; es aspirar con toda
nuestra persona a algo decisivo y característico para nuestra existencia.
Bajo este comportamiento no subyace simplemente la idea de movimiento,
sino toda una concepción de la vida.
En la persona que camina está presente la voluntad de poner en eje-
cución un pensamiento, concebido en forma tal, que recorriendo un deter-
minado trecho del camino, se pueda alcanzar la meta soñada, amada y pla-
neada. Caminar, significa suplicar, buscar, tener sed de identidad y anhelo
de auténtica realización humana. “Dichosos los tienen hambre y sed de esa
justicia”8, diría Jesús. Nuestra marcha es auténtica si expresa la manifesta-
ción de un mundo interior que anhela tomar cuerpo en una postura, da es-
tímulo a la voluntad y es capaz de llevar a la acción. Así, no puede existir
un caminar llevado en forma distraída o por costumbre, ya que esta actitud
revelaría que el corazón de la persona está dominado por la superficialidad
y que carece de carga espiritual, además significaría que su mente está va-
cía de fuertes motivaciones existenciales. En efecto, el estilo de proceder
del hombre en los diferentes recorridos de la vida, expresa su sensibilidad
espiritual y su agobio interior. La experiencia cotidiana de la vida en este
sentido, es muy rica. Correr expresa alegría y jovialidad; caminar lento in-
dica una concentración en los pensamientos que absorben la mente; parar-
se indica el acto de decisión de la persona que se interroga sobre sus com-
promisos; el retomar el camino con energía, evidencia el desarrollo de la

8
Se refiere a Mt 5, 6 [nota del traductor].
45
esperanza que ilumina la mente y el corazón; arrastrar los pies cansada-
mente puede indicar la incertidumbre de quien no sabe sobre qué bases
construir el presente, llevándolo a proceder paso a paso, sin grandes con-
vicciones. “Enséñame cómo caminas y te diré el secreto de tu corazón”,
podrían decir también los antiguos que estaban atentos a las posturas del
cuerpo con el objeto de identificar las actitudes. El andar con sencillez,
compostura y alegría es propio del hombre que en la celebración se presen-
ta delante del Altísimo para afirmar públicamente que su marcha por la vi-
da está en el Señor y que su historia es una ascensión para contemplar su
rostro.
Nuestra realidad de ser cristianos se construye sobre la convicción de
que somos peregrinos en este mundo. El caminar de los creyentes subraya
su vocación a ser realizadores de la palabra (cfr Sant 1, 22), llevando una
vida nueva (cfr Rom 6, 4), a vivir según el Espíritu (Gal 5, 25), a recorrer
los caminos del tiempo con la actitud interior de Abraham (cfr Heb 11, 8
ss). El don de ser hijos en el Hijo, envueltos en la nube del Espíritu, no es
para conservarlo en forma estática, como si esta dignidad estuviera ya ple-
namente adquirida, sino que se debe desarrollar: es una potencialidad que
madura poco a poco en la perspectiva de la total asimilación de la persona
a Cristo (cfr Ef 4,13). Cada día, la Verdad nos atrae conquistando nuestro
corazón y poniéndonos en movimiento, desarrollando las energías de gra-
cia con las cuales el Espíritu nos enriquece a cada momento. La alegría de
ser cristianos se refleja en el caminar en la Verdad (cfr 2 Jn), ya que esta-
mos bajo la acción del Padre que en el Espíritu Santo, nos reviste conti-
nuamente de Cristo, poniéndonos bajo su influjo vivificante y regenerati-
vo.
Esta riqueza humana y cristiana se expresa en el lenguaje celebrador.
No somos personas amorfas en los comportamientos que asumimos duran-
te la asamblea cultual.
Nuestra marcha procesional significa proclamar la fe que está en no-
sotros y profesar la conciencia de que estamos inmersos en la fuerza divina
y que sólo de ella vivimos. Nuestro caminar representa una oración en ac-
ción. Queremos con todas nuestras fuerzas gritar muy alto, con el lenguaje
de nuestro cuerpo en movimiento, que deseamos crecer en Cristo para ser
plenamente en Él, en conformidad con el deseo paulino de que Cristo sea
todo en todos (cfr Col 3,11; Gál 3, 27).
Procediendo así, vivimos el anuncio evangélico que significa com-
partir la misión de Jesús, quien nos dice cada día: “Acérquense a mí todos
46
los que están rendidos y abrumados, que yo los aliviaré” (Mt 11, 29). Es-
tando con Él (cfr Mc 3, 14) podemos hacer nuestra su disposición: “Vayan
y hagan discípulos a todos los pueblos, bautícenlos para consagrárselos al
Padre y al Hijo y al Espíritu Santo” (Mt 28,19).
Cada día estamos llamados a andar los caminos del mundo compar-
tiendo los deseos de Cristo, quien se ha hecho redención y salvación de to-
da la humanidad. La Iglesia no puede quedarse parada: debe ir a todos los
pueblos, debe desarrollar el arrebato carismático y profético de Pentecos-
tés, debe gritar al mundo el hoy de la salvación.
Cristo camina delante de nosotros y con nosotros, para que nuestra
existencia sea toda con Él para la salvación de los hermanos, que en el ca-
mino en el tiempo están buscando la verdad. Como Iglesia, estamos invi-
tados a revivir el éxodo bíblico: salir de la esclavitud del pecado para ir a
la tierra prometida.
Esta tipología histórico-salvífica anima nuestros ritos procesionales
porque nuestra vida es el hoy de la Pascua del Señor, el paso de la muerte
a la vida.
De esta manera, procedemos en obediencia a Dios en sus caminos,
porque como discípulos del Señor, estamos llamados a cada momento a
vivir su sabiduría para poder desarrollar el don de la comunión con el Pa-
dre. Nuestro caminar en el tiempo como alumnos de Cristo nos orienta ha-
cia esa meta. Cuando nuestro camino terreno termine y demos inicio al se-
guimiento del Cordero (cfr Ap 14, 1 ss) en la Jerusalén celestial, cantare-
mos el canto nuevo que será nuestra realización eterna.
Nuestro caminar en el rito y en la vida continuará en esa inefable ex-
periencia de eternidad, en la que el alma, al término de su proceder en el
seguimiento del Maestro, será revestida de la plenitud de la luz.
Aprender a caminar es aprender a crecer en el sentido de la vida y dar
cuerpo al gozo de vivir que nos llevará a caminar eternamente en la pre-
sencia de la Santísima Trinidad.
En la liturgia pasamos continuamente del tiempo a la eternidad, en-
vueltos en el Misterio pascual e impulsados por el Espíritu Santo: esta es
nuestra marcha procesional durante las asambleas litúrgicas.

47
12. OBSERVAR

El ojo juega un rol muy importante en el proceso de la comunicación


interpersonal; es un espejo del interior del hombre y de su relación con la
belleza de la creación. La Iglesia ha hecho propia esta riqueza sensorial pa-
ra dar cuerpo vivo a la fe en la comunidad cristiana.
La celebración litúrgica en su lenguaje expresivo, implica una aten-
ción visual por parte de la asamblea celebrante, misma que participa acti-
vamente incluso a través del hecho de ver-observar.
La ritualidad comporta la dimensión de la observación como instru-
mento de percepción del acontecimiento mediado por el signo. Se requiere
estar atentos para no correr el riesgo de limitarse a ver el rito, olvidando
toda la vitalidad presente en el acontecimiento sacramental que exige con-
templar al Señor en medio de los suyos. En efecto, la acentuación de una
simple expresión visual externa puede hacer que se escape el sentido espi-
ritual y simbólico que anima e identifica el lenguaje litúrgico. Estamos
llamados a gozar del signo celebrador, maravillosa síntesis de lo Invisible
y lo visible, para contemplar el acontecimiento. Continuamente, Juan el
evangelista anima a sus lectores a no quedarse en el nivel externo, para que
sean capaces de entrar en la dimensión del misterio. Esto es posible por la
acción misma del Espíritu vivificante que obra en el corazón de los creyen-
tes pues “El espíritu es quien da vida, la carne no sirve para nada” (Jn 6,
63).
Lo específico de la ritualidad consiste en hacer tomar conciencia a los
hermanos reunidos en la fe, de que Dios está cerca del hombre y de que el
hombre está cerca de Dios, desarrollando en la comunidad el anhelo esca-
tológico que la lleve al deseo ferviente de gozar en plenitud del rostro del
Padre.
En nuestro camino sacramental nos encontramos, en efecto, viendo
bajo la luz de la fe y no con la visión inmediata, tal como nos lo enseña el
apóstol Pablo: “En consecuencia, siempre estamos animosos, aunque se-
pamos que mientras sea el cuerpo nuestro domicilio, estamos desterrados
del Señor, porque nos guía la fe, no la vista” (2Cor 5, 6-7).

48
El Señor está sacramentalmente presente en medio de los suyos, aun-
que esté físicamente ausente; la mirada es atrapada en forma inmediata por
el conjunto de los actos rituales y sus ritmos, no obstante, es estimulada
por la fecundidad de la fe para entrar en todo el significado salvífico y pas-
cual del rito para acceder a la contemplación del Misterio. Esta inefable
experiencia es posible ya que el bautizado prepara día a día su propia mi-
rada según la longitud de onda de la fe. Sabemos muy bien cómo la mirada
que expresa la interioridad del hombre, entra en comunión con la in-
terioridad de los hermanos acrecentando dicha comunión; este proceso so-
breviene también en la relación con la divinidad. La mirada, sostenida por
el Espíritu durante la celebración, está toda atenta a que Dios se revele y
pueda conducir en la paz, el espíritu de los celebrantes, permitiéndoles go-
zar de una intensa comunión con las Personas divinas. El deseo de alcan-
zar este fin se halla en el don mismo del discipulado que brota de la mirada
de Cristo Jesús, quien dirigiéndose a los discípulos en el momento de su
llamada, los “atrapó” y conquistó. “Pasando junto al lago de Galilea vio a
Simón y a su hermano Andrés que estaban echando una red en el lago [...].
Jesús les dijo: Vengan conmigo. [...] los llamó [...] y se marcharon con él”
(Mc 1, 16-20). Quien vive de la mirada y en la mirada del Señor, ve y vive
en un proceso continuo de incremento de comunión.
Subsiste una comunicación de amor por medio de la mirada. La
asamblea, convocada en la fuerza y en la luz del Espíritu, está en posibili-
dades de acoger la profunda realidad del acontecimiento. En efecto, el ojo
nos descubre un vasto ámbito del mundo, nos hace cercano lo que es le-
jano porque en el ojo está la búsqueda del Absoluto por parte del hombre.
A través de esta disposición, se da la comunicación del mismo Absoluto
hacia la criatura, la cual es introducida en la vida de Dios y llevada a vivir
una perenne condición de purificación, transfiguración y glorificación. Es-
ta es la riqueza que saboreamos cuando en la asamblea nos dejamos envol-
ver por el don de la salvación participando activamente en la celebración.
Para el discípulo, la celebración revela la verdad de la sentencia evangéli-
ca: “Dichosos, en cambio, los ojos de ustedes porque ven y sus oídos por-
que oyen, pues les aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo
que ven ustedes, y no lo vieron, y oír lo que oyen ustedes, y no lo oyeron”
(Mt 13,16-17).
En efecto, como el ojo es atraído por la luz, así la criatura es atraída
por su Creador. El alma que anhela fervientemente el infinito, es saciada
por el Infinito mismo que sacramentalmente se le manifiesta. Su mirada es
saciada por la manifestación de la bondad divina. El anhelo del eterno en-
49
vuelve a la persona en la dinámica de la celebración. A través de los ojos,
vemos la Luz, la acogemos, dejamos que compenetre hasta lo más profun-
do nuestro interior. En la luz somos luz y como luz, aprehendemos la pre-
sencia de la luminosidad divina.
Esta disposición propia de la mirada no es pasividad, sino la expre-
sión de la interioridad del hombre: “La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu
ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo
tu cuerpo estará a oscuras” (Mt 6, 22-23).9
Observar en modo atento y con conciencia el desarrollo habitual del
acontecimiento sacramental es el ejercicio de la pureza de corazón, que
lleva a los bautizados a “ver a Dios”. Esta condición interior nos hace in-
tuir que mientras vemos el rito, entrevemos al Señor, pues la conciencia
enraizada en la fe de la presencia de Dios, penetra nuestro espíritu.
En la celebración vemos lo que buscamos, el corazón advierte lo que
ama, contempla lo que el Espíritu desea. Nuestro ingreso en la asamblea
celebrante está animado por la orientación teologal hacia Cristo Jesús:
“Corramos con constancia en la competición que se nos presenta, fijos los
ojos en el pionero y consumador de la fe, Jesús” (Heb 12,1-2).
Nuestro acto de observar durante la celebración litúrgica, mientras
fascina nuestra sensibilidad, nos hace saborear cuan dulce y agradable,
pleno de fidelidad y misericordia es el Señor. La luz del rito mientras im-
presiona los ojos de la carne, extasía los ojos del Espíritu y nos conduce a
adorar la inmensa grandeza del amor pascual del Señor.
Los ojos también son lugar de súplica, en la celebración, observar es
decir con la mirada: “Ven, Señor Jesús”.10 Es lo que nos enseña el salmo,
que la invitación a ver hacia lo alto nos hace comprender que la salvación
viene sólo del Altísimo: “Levanto los ojos a los montes: ¿de dónde me
vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tie-
rra” (Sal 121,1-2).

9 Este par de versículos está tomado de la Biblia de Jerusalén Latinoamericana


(nueva edición revisada y aumentada, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2003). No se uti-
lizó aquí la respectiva cita de la Nueva Biblia Española (op. cit., versión que se está
utilizando para esta traducción), porque si se hace en el contexto correspondiente, la
referencia quedaría un tanto forzada: “La esplendidez da valor a la persona. Si eres
desprendido, toda tu persona vale; en cambio, si eres tacaño, toda tu persona es mise-
rable” (Mt 6, 22-23) [nota del traductor].
10
Se refiere a Ap 22, 20b [nota del traductor].
50
Los ojos, en efecto, expresan claramente el deseo del corazón, sus
anhelos, sus esperanzas y en consecuencia, sus gozos y desilusiones. En la
celebración, tenemos la mirada dirigida hacia el Altísimo pues sólo Dios es
nuestra roca de salvación y nuestra esperanza.
Bajo el impulso de estos sentimientos, la mirada no puede ser un sú-
cubo con tentaciones que la orienten hacia lo que es solamente visible,
sometiéndola a distracciones que la lleven a lo que es marginal. El acto de
ver del creyente en la acción litúrgica, no se queda fijo en las cosas que pa-
san, en la provisionalidad de los ritos, en las secuencias que pueden oscu-
recer el corazón y que le impiden el acceso a la comunión divina, sino que
se sumerge en el infinito y prueba la comunicación de la salvación que
viene del Señor.
La ritualidad nos lleva, por consiguiente, a vivir la actitud del testigo:
“Lo dice un testigo presencial y su testimonio es válido, y ése sabe que di-
ce la verdad, para que también ustedes crean” (Jn 19, 35). Por lo tanto, el
gozo de observar se expresará en la alegría de “ver sacramentalmente” al
Señor, en espera de la visión plena en la gloria de los santos. La mirada lu-
minosa, al término de la asamblea, se convertirá en comunicación, en la
sencillez de la vida, de las maravillas divinas que han extasiado el corazón
y se convertirá también, en ofrecimiento de salvación a todos los herma-
nos.

51
13. CANTAR

Cantar pertenece a la historia de todo hombre y la Iglesia ha hecho


suyo este espontáneo lenguaje de los humanos. La constitución sobre la
Sagrada Liturgia destaca que el canto sagrado, unido a las palabras, es par-
te integrante y necesaria de la liturgia solemne (cfr SC 112) ya que pro-
mueve la participación activa de toda la asamblea de los fieles (cfr SC 30).
Esta valorización del canto nos invita a reflexionar sobre la actitud
del hombre ante la expresión vocal de cantar y su profundo significado. El
gozo del canto no es un hecho meramente externo: es la fecunda mani-
festación del contenido presente en el espíritu de todo hombre. Lo que está
en el corazón se expresa en el gozo, en la vivacidad o en el sufrimiento del
lenguaje.
El canto expresa la exaltación del espíritu frente a lo bello, evidencia
la dimensión lírica del corazón cuando está fascinado por algo verdadera-
mente inefable. En efecto, el espíritu humano, cuando se ve capturado
emotivamente por la belleza, no logra dar forma a lo que está experimen-
tando si no es a través de la serie de exclamaciones que en el canto tiene su
expresión sensible. El espíritu humano cuando es alcanzado, inspirado y
envuelto por la fascinación de lo que lo circunda y atrae, es transportado a
un plano superior, se siente pleno de algo grande, experimenta la libertad
interior y no puede más que gritar con gozo su propia vitalidad espiritual:
lo que ha tomado lugar en su interior se externa a través del canto. Esta
constatación es auténtica no sólo cuando manifestamos nuestro entusiasmo
frente a lo que fascina a nuestro espíritu, sino también cuando estamos in-
mersos en la tristeza y en la melancolía, ya que cantar destaca la esperanza
inagotable del corazón humano y le permite ver serenamente las dificulta-
des, incluso las más graves, que algunas veces sofocan el fuerte anhelo de
vivir. El hombre que no quiere cantar puede verse tentado a cerrarse en su
individualismo y no logra comprender la belleza de la vida que es intensi-
dad de relaciones interpersonales.
Cantar es la fuerza de la alegría y de la esperanza, expresa la viva y
fecunda relación con el Absoluto y da forma a esta experiencia que tras-
ciende al hombre y sus capacidades. El ser humano, a través del canto,
quiere dar expresión a sus estados de ánimo, tanto a los gozosos como a
52
los tormentosos, para crecer en armonía interior que lo integre en una exul-
tante comunión con el cosmos. Cuando cantamos, toda nuestra persona
vuelve a encontrar su unidad interior y respira un intenso clima de vida ba-
jo el entusiasmo por crear un mundo nuevo. La expresión canora vive de
un rico contexto de trascendencia, se arraiga en la comunión con el Abso-
luto y da voz al vivo y fecundo diálogo con el Inefable. Es lo que los sal-
mos nos proponen en forma continua: “Canten al Señor un cántico nuevo”,
particularmente en la celebración matutina de laudes. En el aparecer de la
luz que vence a las tinieblas, el alma advierte la fidelidad divina que de
nuevo llama a la humanidad a la existencia, a la luz, a las relaciones, a una
fecunda experiencia de comunión. Ese canto nuevo brota de un corazón
que comprende cuán grande es la bondad del Señor que cada día llama to-
das las cosas a la existencia, haciéndolas pasar de la oscuridad de la noche
a la luminosidad del día. La voz del hombre que da forma al canto interior
es viva manifestación de la pureza del corazón, es el grito de la inconteni-
ble plenitud divina que habita en el interior de toda persona. El canto nos
dice cómo se desborda de plenitud el corazón.
Pero la disposición canora no es un fin en sí misma, sino que sigue la
pretensión, presente en toda persona, de comunicarse con la divinidad.
El canto, en efecto, cuando es vivido en forma auténtica en su diná-
mica lingüística-antropológica ayuda al hombre a salir de sí mismo, a olvi-
darse de sí, ya que la fascinación por lo bello lo atrae. Cantar es subir hacia
el infinito, abandonando lo contingente para encaminarse hacia el éxtasis
de la belleza. “Canta y camina”, decía Agustín a su comunidad, para sub-
rayar que la presencia de lo eterno en el hombre que recorre el tramo de la
temporalidad, es fuente de energía que le ayuda a superar los obstáculos
del momento presente y a adentrarse en la plenitud de la vida. El sonido
mismo de la voz, que por lo general está dirigida hacia lo alto, indica como
el Inefable conquista el corazón del hombre y hace salir su inspiración para
que el lenguaje que brota, una la intimidad del corazón con la divinidad.
En este sentido, se puede decir, que cantar es un orar dos veces pues desta-
ca la comunión divina en acto que es verdadera oración. Quien canta es
señor del tiempo porque respira la eternidad.
Esta apertura a Dios moldea al hombre, en consecuencia, en su doci-
lidad interior. Cantar con atención meditativa hace penetrar lentamente la
verdad en el espíritu, saboreándola; forma al hombre según las inspiracio-
nes acogidas, de manera que la viva relación con Dios pueda enraizarse
sólidamente en el espíritu.

53
La criatura que canta ha renunciado a la defensa del yo, y se deja pe-
netrar por las interpelaciones que se ofrecen venidas de las múltiples “pa-
labras” que la alcanzan, se deja modelar por ellas, para ser siempre imagen
más luminosa de Dios y gozar de una libertad puramente espiritual. El len-
guaje oral no siempre logra expresar tal experiencia. Esta libertad que se
va construyendo progresivamente se expresa al cantar con júbilo, como
subraya Agustín: “Comprender y no saber explicar con palabras lo que se
canta con el corazón. [...] El júbilo es esa melodía con la cual el corazón
esparce lo que no logra expresar con palabras. [...] El corazón se abrirá a la
alegría, sin usar palabras y la grandeza extraordinaria de la alegría no co-
nocerá los límites de las sílabas”. Cantar es señal de plenitud inefable que
rebosa de un corazón verdaderamente gozoso.
En fin, cantar es expresión de la comunión y de la unanimidad que
anima en lo profundo a la comunidad cristiana, según la grata invitación
del apóstol Pablo: “El mensaje del Mesías habite entre ustedes en toda su
riqueza. Enséñense y aconséjense unos a otros lo mejor que sepan; con
agradecimiento canten a Dios de corazón salmos, himnos y cánticos inspi-
rados” (Col 3,16).
Mientras da visibilidad de la interioridad de la fe que une a los espíri-
tus, el canto expresa la comunión de la Iglesia. En la asamblea gozamos de
una fe creída, cantada, testimoniada en beneficio de toda la humanidad y
en esta actitud vivimos la unión por la cual Jesús dio su vida y sigue estan-
do presente en medio de los suyos. De tal forma que cantar, si se compren-
de bien, no es un simple gesto exterior que alguna vez puede dar ocasión
incluso a la vanidad humana, sino que significa dar un rostro a todas las
tonalidades del espíritu, encarnando el sentido de lo bello que es connatu-
ral al hombre. El canto es la fuerza de la esperanza que obra en la intimi-
dad de la persona, es disponibilidad hacia lo trascendente por parte de
quien se deja modelar de acuerdo a la plenitud de la experiencia canora
que es esbozada por el Apocalipsis: “[...] era el son de citaristas que to-
caban sus cítaras delante del trono, delante de los cuatro vivientes y los an-
cianos, cantando un cántico nuevo. Nadie podía aprender aquel cántico
fuera de los ciento cuarenta y cuatro mil, los adquiridos en la tierra” (Ap
14, 2b-3). En la Jerusalén celestial el canto será la grandiosa celebración
de la plenitud de la vida.

54
13. BAÑO BAUTISMAL

El signo del agua fascina la mente y el corazón de todo hombre pues


en ella ve reflejada su propia vida y la actitud que tiene ante ella. Los colo-
res, los movimientos, las potencialidades presentes en el agua, suscitan en
el hombre variados pensamientos y sentimientos. El agua puede reflejar las
imágenes más agradables que cautivan la fantasía de los hombres y esti-
mulan la inspiración de los poetas.
Es significativo el hecho de que en las formas religiosas presentes en
todo el mundo, el agua siempre ha tenido un lugar particularmente relevan-
te; ella es signo de la pureza de vida: aspiración profunda del hombre.
El lugar que la recoge, además, se hace signo de cómo dicho don es
ofrecido concretamente, para que pueda así emerger, yendo al encuentro
de nueva vida, lozanía, recuperación. Esta riqueza, en consecuencia, se ex-
presa en lenguaje figurado: el hombre particularmente sensible a los valo-
res simbólicos logra en forma inmediata realizar la correspondiente inter-
pretación.
El agua es fuente de vida. ¿Cómo podríamos vivir sin ella? Del agua
nace todo lo que es vida, así, a través de ella, el don mismo de la vida se
conserva. Esto nos enseña el antiguo autor sagrado cuando nos habla de la
creación del mundo (cfr Gn 1,1.4-10). Si no lloviera, ¿qué sería de la natu-
raleza? Si el hombre no pudiera beber, ¿cómo conservaría su organismo?
La satisfacción de ver el agua, sobre todo el agua límpida de los arroyos de
las montañas con sus cascadas, representa un himno a la vida. Todo retoma
abundancia y vigor con el agua. En ella se hace morir a la muerte y reflo-
rece la vida.
La Iglesia, observando la naturaleza del agua, redescubre el signifi-
cado del signo bautismal del sumergir-emerger, del entrar en la muerte pa-
ra salir plenos de Vida. En ese sumergir-emerger, se pone en evidencia y
aparecen todas las potencialidades del agua.
La Iglesia queriendo significar la vida nueva que Cristo ofrece a toda
la humanidad, dispuso esta riqueza del baño bautismal: la pila bautismal es
la fuente de la vida, de la cual sale la criatura nueva y donde el “hombre
viejo” con todo su bagaje de negatividad muere al pecado, para ser la cria-
55
tura nueva creada a imagen de Dios, como enseña el apóstol Pablo: “se
despojaron del hombre que eran antes y de su manera de obrar y se vistie-
ron de ese hombre nuevo que por el conocimiento se va renovando a ima-
gen de su Creador” (Col 3, 9-10), ya que “han sido lavados, han sido santi-
ficados, han sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Es-
píritu de nuestro Dios” (I Cor 6, 11).11 Este acontecimiento tiene lugar
porque la lozanía vital que da seguridad al hombre y está significada por la
riqueza del agua, es fruto de la acción del Espíritu que “penetra” en las
aguas de la fuente bautismal y permite a la criatura renacer de lo alto, del
agua y del Espíritu. Este trabajo de regeneración es un baño de renovación
de toda la persona. En contacto con la Vida, que es Cristo, compartimos su
muerte-resurrección abandonando al hombre viejo y revistiéndonos del
hombre nuevo.
En esa fuente bautismal, Dios crea un adorador del Padre en espíritu
y verdad. El agua crea y recrea a la persona que es inmersa; de ella emerge
el hombre puro porque ha sido purificado, santificado, justificado y glori-
ficado. En el agua se realiza el proceso completo de la historia de la salva-
ción. La oración de bendición del agua bautismal nos recuerda un triple
valor del agua: la creación, la destrucción y la redención. Las aguas bau-
tismales nos hacen revivir los inicios de la historia de la humanidad. Del
caos al cosmos mediante el agua, emerge la naturaleza en toda su abun-
dancia, la flora, la vitalidad de los animales del cielo, de la tierra y de las
aguas del mar, la exaltación del hombre creado a imagen y semejanza de
Dios; y de todo esto Dios, en la tarde, se complace diciendo: “¡Todo es
bueno!”.
El baño bautismal nos invita a leer la regeneración como el inicio de
aquel mundo nuevo que es el corazón del bautizado. El agua asume, ade-
más, el significado de destrucción en la tipología del diluvio ya que su
fuerza tiene la capacidad de abatir todo lo que encuentra. ¡Cuántas veces
las lluvias excesivas han hecho desaparecer toda forma de vida! El bau-
tizado está llamado a abandonar en forma definitiva al “hombre viejo” que
es la antítesis de la verdadera vida a través del signo de la inmersión en el

11
Lo mismo que para el capítulo 12, este versículo está tomado de la Biblia de Je-
rusalén Latinoamericana (op. cit.), pues la versión de la Nueva Biblia Española {op.
cit.), parece que no es la más conveniente para el contexto que nos ocupa: “Eso eran
algunos antes, pero se lo lavaron, pero los consagraron, pero los rehabilitaron por la
acción del Señor, Jesús Mesías, y por medio del Espíritu de nuestro Dios” (I Cor 6,
11) [nota del traductor].
56
agua, para que pueda aflorar en él la humanidad nueva que se construye en
el amor y la paz. El don bautismal nos compromete a sepultar el pecado
para hacer florecer el don de la gracia.
En fin, el agua indica el paso, la Pascua, la travesía del Mar Rojo. La
esclavitud es abandonada y aniquilada, y el fiel se adentra en el misterio de
la libertad. La fuente bautismal es el lugar de celebración del verdadero
éxodo de la esclavitud y nos recuerda que el camino del discípulo del Se-
ñor es una continua conversión: un paso de las tinieblas a la luz.
Nuestra existencia se hace entonces una existencia bíblica: el agua
contenida en la sagrada fuente representa la encarnación de las maravillas
de Dios que quiere conducir a la salvación a todo hombre. En esas aguas
encontramos el significado verdadero para andar por los caminos de la vi-
da.
En el baño bautismal somos sumergidos en la comunicación de la vi-
da divina; mediante el agua morimos al viejo Adán y redescubrimos el
nuevo Adán.
El gesto del sumergir-emerger en la fuente bautismal es el canto de la
alegría de Dios y de la humanidad que ven nacer un mundo nuevo, un
nuevo don del Espíritu que suscita la lozanía de la vida de la comunidad.
Es un acto de la fidelidad divina que quiere que todos los hombres sean en
el Hijo, sus hijos, y canten las bellezas de la naturaleza viviendo en sinto-
nía con la voluntad creadora.
La fuente bautismal representa para nosotros el sentido materno de la
Iglesia que genera nuevos hijos para la gloria del Padre y para la construc-
ción de una humanidad que se vea resplandeciente de comunión, libertad y
alabanza.

57
15. ROCIAR

En el día del Señor, el inicio de la celebración eucarística se distingue


por la bendición del agua que \ se rociará sobre la asamblea y que después
será puesta I en la pila de agua bendita colocada a la entrada del tem5 pío.
El rito de rociar agua bendita representa el recuerdo con periodicidad se-
manal, del acontecimiento que ha marcado la vida de todos los miembros
de la comunidad al momento de la celebración de su bautismo.
La inmersión en el agua hizo nacer la criatura nueva. En la vigilia
pascual de cada año, se hace memoria del bautismo; cada domingo, Pascua
semanal, revivimos este misterio. La Instrucción General de las Bendicio-
nes en cuanto a este punto, señala: “Entre todos los signos de que se sirve
la Iglesia para bendecir a los fieles, es de uso frecuente, por antigua cos-
tumbre, el del agua. El agua bendita evoca en la mente de los fieles a Cris-
to Señor: en Él se compendia la bendición divina que se derrama sobre no-
sotros, en señal de la bendición que salva, en el Bautismo, sacramento del
agua” (n. 1085).
“La bendición y el acto de rociar el agua se hacen de ordinario en
domingo, según el rito prescrito en el Misal Romano” (n. 1086). La nove-
dad que el bautismo ha producido en el corazón de los discípulos, consti-
tuye el aspecto determinante de su vida; esta riqueza puede, no obstante,
correr el riesgo de no ser suficientemente profundizada y personalizada en
la vida ordinaria.
Nacidos de Dios, nos hacemos cada día hijos de Dios para alcanzar la
madurez en la fe. El rito del rocío de agua bendita dominical nos recuerda
este inefable misterio y nos presenta en forma siempre nueva las exigen-
cias del don pascual de una vida nueva a fin de que en Cristo sepamos dia-
riamente morir y renacer. Un estilo de vida que ha de estar continuamente
atento a las realidades invisibles, tal como es precisamente el misterio de
la Pascua del Señor, comporta el apremio de contar con la presencia de
signos que evoquen toda la riqueza de significados del misterio que debe
distinguir la vida del discípulo y que lo comprometen a una continua cohe-
rencia de vida. Esta riqueza resulta muy clara en el gesto del rocío del agua
bendita. A través de este gesto, estamos inmersos simbólicamente de nue-
vo en aquel río de agua viva que sale del lado derecho del templo y que
58
hace nuevas todas las cosas: “Todos los seres vivos que bullan allí donde
desemboque la corriente tendrán vida [...] y habrá vida dondequiera que
llegue la corriente. [...] A la vera del río, en sus dos riberas, crecerá toda
clase de frutales; no se marchitarán sus hojas ni sus frutos se acabarán; da-
rán cosecha nueva cada luna, porque los riegan aguas que manan del san-
tuario; sus frutos serán comestibles y sus hojas medicinales” (Ez 47, 9.12).
Esta profecía se ha realizado plenamente en Jesús que muere en la
cruz, cuando de su costado salió sangre y agua (cfr Jn 19, 34) y sus discí-
pulos fueron inundados por su Espíritu (cfr Jn 7, 37-39). Los textos de las
antífonas del tiempo pascual, nos iluminan en este sentido y nos lo confir-
man: “Vi brotar agua del lado derecho del templo, aleluya. Vi que en todos
aquellos que recibían el agua, surgía una vida nueva y cantaban con gozo:
aleluya, aleluya”. “Dios nuestro, cuyo Hijo [...] quiso que brotarán de su
costado sangre y agua; [... haz que] esta agua adquiera la gracia de tu Uni-
génito, para que el hombre, creado a tu imagen, limpio de su antiguo peca-
do por el sacramento del bautismo, renazca a la vida nueva por el agua y el
Espíritu Santo”.
Por otra parte, encontramos en el profeta Ezequiel algo que nos hace
evocar la novedad que el bautismo produce: “Los rociaré con un agua pura
que los purificará, de todas sus inmundicias e idolatrías los he de purificar.
Les daré un corazón nuevo [...]” (Ez 36, 25-26).
El paso del sacerdote por la nave del templo, en efecto, hace viva la
sensación de la propagación de esta agua “espiritual” que cambia el cora-
zón del hombre, que lo hace gozar de los tiempos mesiánicos y que renue-
va su fe en la benevolencia del Padre.
Nos sentimos de nuevo inmersos en la fuente bautismal y toda nues-
tra persona se siente plenamente consagrada a Dios.
Este gesto, al inicio de la celebración, nos recuerda que el día de
nuestro bautismo nos convertimos en una sola cosa con Cristo muerto y
resucitado; hoy somos su memorial ya que la presencia de Cristo está aho-
ra en nosotros y la nuestra está en Él; el rito que realizamos hoy es lengua-
je de nuestro místico y sacramental morir-resucitar en el Señor. Podemos
en este momento celebrar en el sacramento su Pascua para que nos haga
partícipes, a través del rito sagrado, de su misterio de muerte y resurrec-
ción. A veces tenemos la tentación de vivir pasivamente la convocación a
la asamblea litúrgica dominical o de considerar que en ella nosotros no
somos los protagonistas. El rocío de agua bendita nos llama, en cambio, a
ejercitar nuestro servicio sacerdotal, según nos enseña el rito bautismal,
59
cuando al momento de la unción con el santo crisma, nos recuerda que es-
tamos incorporados a Cristo sacerdote, profeta y rey.
Cristo en nosotros, con nosotros y para nosotros actualiza el aconte-
cimiento pascual que califica nuestra existencia.
Además, el hecho de que el rocío de agua bendita sustituya el acto
penitencial, nos recuerda que la celebración es para quienes quieren com-
placerse en la remisión de los pecados ofrecida por la muerte del Señor a
quien vive la novedad de su Pascua.
Inundados del agua de la salvación, podemos acceder con mayor
conciencia al altar del Señor para ser asumidos en su oblación pascual. Es
interesante notar que los momentos sacramentales celebrados en casa de
los enfermos están precedidas por el rocío de agua bendita, acompañados
por esta fórmula: “Reaviva en nosotros con el signo de esta agua bendita,
la gracia de nuestro bautismo y nuestra unión a Cristo Señor, crucificado y
resucitado por nosotros para nuestra salvación”.
En esa agua bautismal están la fuerza, la capacidad, la idoneidad, pa-
ra poner en forma verdadera y fecunda el signo del hoy de la salvación de
Cristo.
Este rito se hace además cotidiano en el gesto que con fe y sencillez
realizamos cuando entramos al templo. Al ingresar a la construcción sa-
grada encontramos la pila de agua bendita. Humedeciendo algunos dedos,
entramos simbólicamente de nuevo a las aguas bautismales, y en la señal
de la cruz, nos recordamos a nosotros mismos que sólo mediante el bau-
tismo hemos podido tener acceso a la familia de los hijos de Dios que es la
Iglesia. El bautismo nos introduce en la comunidad cristiana y nos ofrece
nuestra verdadera dignidad con un fuerte compromiso moral: “Sean us-
tedes santos, porque yo, el Señor, su Dios, soy santo” (cfr I Pe 1, 15-16; Lv
11, 44). El gesto de hacer la señal de la cruz con el agua bendita nos re-
cuerda quiénes somos efectivamente y el esfuerzo cotidiano que debemos
hacer para vivir esta riqueza.
En fin, el rocío con agua bendita acompaña los gestos de bendición
de las personas, de las cosas. Este rito nos recuerda que debemos siempre
caminar en el espíritu de la Pascua del Señor que representa el contenido
de nuestra auténtica existencia y que sólo en la Pascua tenemos el punto de
referencia para las decisiones cotidianas.
Los objetos, a su vez, son los instrumentos por medio de los cuales
los hombres mejoran su existencia. El agua bendita recuerda a los hombres
que su uso debe ser ordenado al bien, en forma tal que la vida ordinaria, en
60
toda su complejidad, pueda ser construida en conformidad con la voluntad
del Padre.
Acogiendo el acto de rociar agua bendita, ponemos toda nuestra exis-
tencia en el río de agua viva que es el amor pascual del Señor, con el fin de
ser cada vez más, criaturas nuevas que hacen nuevos a los hermanos y al
cosmos para que desde todo lo creado suba la verdadera glorificación al
Padre.

61
16. IMPONER LAS MANOS

El acto de poner la mano en la cabeza de una persona, particularmen-


te de un niño, es un gesto bastante común: quiere expresar la necesidad
que tiene el hombre de no sentirse solo y de no dejar solo a quien está por
afrontar la vida o alguna de sus situaciones particulares.
Apoyar las manos sobre la cabeza de un niño es comunicarle ternura
e infundirle confianza, es hacerle sentir alguien, es animarlo a afrontar la
vida y a que no se sienta solo. Además, este gesto se repite en el curso de
la vida pues toda persona en su afectividad, se percata de la necesidad de
una viva, genuina y fecunda relación con el hermano para crecer en la con-
fianza y en la esperanza. En el hombre es muy fuerte la exigencia de ser de
alguien, de crecer en una comunión de recíproco apoyo.
La presencia del contenido de la imposición de las manos, implica
que quien hace el gesto sea la fuente o el instrumento adecuado de la con-
fianza que desea comunicarse. En efecto, es la persona más madura quien
impone las manos, es el Altísimo quien hace descender, mediante el signo
de las manos del ministro, su poder sobre la cabeza de sus hijos, para que
cada uno pueda complacerse en verdad de la vida divina. Se realiza en ese
momento, la comunión entre cielo y tierra.
La mano en su vitalidad, expresa el calor y la energía presentes en
una persona, sus estados de ánimo y sus esperanzas. La mano no es nunca
poco expresiva: es el corazón del hombre que se comunica al otro en una
reciprocidad espiritual y operativa, en una renovada confianza interperso-
nal y en una viva esperanza en la dimensión ordinaria de la vida; significa
decirle gestualmente al otro: no estás solo, yo estoy contigo.
La mano es el lenguaje humano de la comunicación interpersonal en
la perspectiva de una comunión de ideales y de vida que realice una autén-
tica reciprocidad.
Esta actitud la ha hecho propia la liturgia, incluso en la línea de la ti-
pología presente en las Escrituras. Los acontecimientos sacramentales vi-
ven de la fuerza divina que envuelve y regenera al hombre. En el ámbito
ritual, el Padre comunica a la comunidad la salvación de la Pascua para
que los fieles puedan caminar bajo una vida nueva. La necesidad apre-
62
miante de este don, la nota claramente el discípulo del Señor, quien perci-
be que con sus solas fuerzas no puede acceder en forma verdadera y plena
al Absoluto, no puede recibir esta regeneración existencial que constituye
la esperanza de cada instante de su vida y no puede dar cumplimiento a la
misión que Cristo le ha confiado de difundir el Evangelio al mundo entero.
El gesto de la imposición de las manos sobre la cabeza de la persona,
destaca la acción de la benevolencia divina que desciende sobre el sujeto,
va a su interior y lo hace idóneo para ser signo de la Pascua de Jesús.
El contexto divino que anima la imposición de las manos ofrece un
particular significado. El movimiento que desciende de lo alto y alcanza al
hombre, se hace comunicación de vida divina, generando un proceso de
comunión entre Dios y el que recibe dicha imposición. La nube de la gra-
tuidad divina envuelve a la criatura, quien se da cuenta en su propia exis-
tencia de la difusión de la plenitud divina, de la comunicación de energías
divinas que le ofrecen la posibilidad de crecer según los proyectos de Dios.
Es el hoy de Pentecostés.
Cada vez que imponemos las manos o recibimos la imposición, esta-
mos viviendo interiormente un intenso clima de esperanza que asume las
manifestaciones más variadas y nos complacemos en la seguridad de que
Dios está todavía con nosotros y nos acompaña con su Espíritu.
Confiamos demasiado nuestra comunicación al lenguaje oral y no nos
damos cuenta de que el lenguaje ordinario de los gestos es, la mayoría de
las veces, más comunicativo.
En este sentido, la mano tiene un rol determinante. Los momentos sa-
cramentales, mientras viven en su contexto, son significativos en la línea
del redescubrimiento del signo de la imposición de las manos. Aquí el con-
texto es siempre dado por la oración que expresa un vivo aliento de súpli-
ca, a la cual Dios responde comunicando su Espíritu a través de la im-
posición de las manos, como sucede en el rito de la ordenación sacerdotal
ministerial o en la unción de los enfermos, por dar un par de ejemplos.
La dinámica que se experimenta es muy rica en el ámbito de una au-
téntica experiencia espiritual en la vida de la Iglesia. Contemplamos, en
efecto, en el gesto de la imposición de las manos, a Dios que colma de sus
dones mesiánicos a la criatura que se presenta ante Él con las manos va-
cías, en espera de salvación.
La criatura tiene las palmas de las manos vacías dirigidas hacia lo al-
to, mientras que el celebrante tiene las palmas de las manos dirigidas hacia

63
lo bajo. Aquél está esperando con una pobreza abundante en súplica, éste
en su generosidad lo está colmando de los dones divinos.
Entonces sucede la transmisión del Espíritu Santo con todas sus po-
tencialidades para que la persona acogiéndolo pueda actuar según sus ins-
piraciones y sus pensamientos. El Espíritu es el gran actor y el incompara-
ble don expresado en el signo de la imposición de las manos en la dimen-
sión ordinaria de la vida y en los diferentes gestos sacramentales.
Es siempre grato recordar el comportamiento de Jesús hacia los ni-
ños: “Le acercaron entonces unos niños para que les impusiera las manos y
rezara por ellos; [...] Jesús dijo: Dejen a los niños, no les impidan que se
acerquen a mí, porque los que son como ellos tienen a Dios por Rey. Les
impuso las manos y siguió su camino” (Mt 19, 13-14). Jesús dona su Espí-
ritu a quien es pequeño, para que éste, revestido de su luz sea el más gran-
de en el Reino.
El cristiano haciendo con sencillez y con humildad el mismo gesto de
Jesús revive y hace revivir los sentimientos del Maestro en la vida de todos
los días. En el orden sacramental, además, la imposición de las manos ad-
quiere en modo particular, una riqueza salvífica de significados. La impo-
sición de las manos es el gesto creador del Espíritu Santo que hace nuevo a
aquel que con ánimo contrito celebra el acontecimiento de la Pascua en el
signo de la penitencia. En la confirmación tenemos la plenitud de la comu-
nión divina que llega al fiel para que proclame al mundo las maravillas del
amor divino. La efusión de la esperanza divina en el silencio-imposición
de las manos durante la celebración de la unción de los enfermos, regenera
el corazón del doliente que se debate en sus sufrimientos presentes. La im-
posición de las manos se hace el gesto sencillo y pleno de comunión de la
persona que se acerca al lecho del enfermo para hacerle sentir que compar-
te la difícil situación que está viviendo y para guiarlo hacia la comprensión
de que no está solo llevando su carga.
El compromiso que el cristiano asume en el momento de la despedida
de la asamblea litúrgica es acompañado por la imposición de las manos pa-
ra que la fecundidad del Espíritu Santo alimente su existencia cotidiana, le
comunique inspiración para tomar decisiones auténticas según el estilo del
Evangelio, le dé fuerza para testimoniar la caridad en las relaciones ordina-
rias y concretas de la vida. El gesto de la imposición de las manos ofrece la
seguridad de que Dios está siempre presente y no nos desilusiona.
El lenguaje sacramental de la imposición de las manos indica, por
consiguiente, la asistencia divina a la comunidad cristiana y la convicción
64
de que el Espíritu está siempre vivo y vivificante para que el creyente pue-
da crecer en la libertad, en la obediencia y en la comunión divina.

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17. UNGIR

El gesto de la unción es bastante común en las culturas de diversos


pueblos, tanto desde el punto de vista terapéutico como para indicar las si-
tuaciones o los estados de ánimo en que se encuentra una persona, como la
alegría y la riqueza. También hallamos esta costumbre en las celebraciones
sacramentales, impregnada de una variedad de significados, según el con-
texto en que el fiel se encuentre o del sacramento que se celebre.
En la tradición del Antiguo Testamento, el gesto de la unción muestra
por un lado, el sentido de la elección proveniente de Dios y por el otro, la
conciencia de pertenecerle. El acto de la unción pone de relieve que la per-
sona ha sido elegida como lugar de la condescendencia de la fidelidad di-
vina para que desarrolle la misión que Dios mismo le ha asignado. La un-
ción designa una misión: las misiones de los reyes y los profetas son claras
en este sentido.
El hombre en su pobreza y frente a la humanidad, constata su fuerte
incapacidad personal para buscar los designios de Dios. El ser humano es
un enviado y quien le ofrece las energías para estar a la altura de su come-
tido es el Altísimo.
La unción es el signo de esta capacidad operativa: al hombre se le
dan las condiciones para que pueda cumplir la misión que le ha sido con-
fiada.
La unción, en efecto, proporciona fuerza y energía ya que el gesto de
ungir posee un particular significado: el acto de untar evidencia el paso del
compuesto líquido desde el exterior hacia el interior del cuerpo humano. El
calor que en consecuencia se comunica, dispone a los músculos a estar en
óptimas condiciones para lograr un estiramiento tal que el cuerpo quede
sujeto a las órdenes de la voluntad. El aceite calienta los músculos, los ha-
ce maleables y ágiles. ¿No es ésta la experiencia de los atletas?
El ejemplo de éstos es motivador para el discípulo llamado a vivir en
la voluntad de Dios. La historia de la salvación en cuanto al signo de la
unción se refiere, ofrece particulares significados sobre el gesto material
de éste: al individuo se le brindan las condiciones para lograr una actitud
de docilidad ante la acción divina. En efecto, las acciones sacramentales
66
representan la comunicación del misterio del Padre y la misión de Cristo
en su Iglesia; los fieles son ungidos para que unidos a Cristo obren y
cooperen para la salvación del Pueblo de Dios.
Yendo a la escuela de Jesús nos percatamos que el sentido de la un-
ción es extremadamente rico. Si observamos atentamente las Escrituras al
describir la figura de Cristo, nos damos cuenta de que Él se define como el
“ungido” del Padre. Él es Aquél en quien el Padre ha puesto sus compla-
cencias para que realizara la hora en que toda la humanidad sería redimida,
formando un único pueblo para alabanza y gloria del Padre. En Jesús apa-
recieron los tiempos nuevos; de Él se difunde la Palabra que regenera el
corazón del hombre; en torno a Él se crea la comunidad mesiánica en el
gozo y la exaltación. Cristo fue “ungido” por el Padre para que fuera dócil
en forma perfecta a su voluntad, llevando a término la misión recibida: es
lo que Jesús hizo en el misterio de la cruz en la que todo “queda termina-
do” (Jn 19,29). Él fue ungido de Espíritu Santo para que el Paráclito, desde
el inicio de su existencia, lo hiciera atento a la voluntad del Padre y comu-
nicara a los hombres la fidelidad divina. Por eso, la unción representa una
continua llamada sacramental a la disponibilidad a Dios, confiando en su
poder operativo que penetra hasta las fibras interiores del espíritu.
La comunicación del Espíritu Santo se significa además, en el gesto
de la unción (cfr 1 Jn 2,20.27). Es Él quien conoce la voluntad del Padre
(cfr I Cor 2,10 ss), la comunica y ofrece la capacidad de concretizarla en la
vida de cada día. Él penetra en el corazón de los discípulos y los renueva
para que estén plenos del amor divino a través de la docilidad a su acción,
como reza la secuencia de la solemnidad de Pentecostés: “Lava... fecun-
da... cura... doblega... calienta... endereza... concede...”. En el gesto de la
unción contemplamos el cumplimiento de un gran misterio: el Espíritu, en-
trando en los miembros de los discípulos, despliega en éstos todas sus po-
sibilidades, para que su alma dé pleno consentimiento al pensamiento di-
vino y no se sienta desanimada en las dificultades cotidianas de la vida.
Ungir es ayudar al discípulo a estar en las manos de Dios en total disponi-
bilidad. En efecto, el hombre es plenamente él mismo en la obediencia, en
el completo entregarse al Padre: en quien tiene su auténtica realización. El
acto de ungir tiene la finalidad de unir al creyente a Cristo, para que realice
una comunión de intenciones con los deseos del Padre.
Vivir esta actitud es una labor ardua para el hombre, quien es prisio-
nero de su propia autosuficiencia a causa del pecado. El Espíritu, a través
del gesto de untar el aceite en la frente o en alguna otra parte del cuerpo,

67
penetra en el cristiano, robustece sus miembros, lo conforta y lo hace en-
trar en la libertad heroica que es un don que viene de lo alto; le da la valen-
tía de la comunidad pentecostal, de la Iglesia de los mártires. Este hecho es
importante porque la realidad terrena se muestra plagada de peligros y obs-
táculos y está determinada por los conflictos con el maligno. La unción
prebautismal significa precisamente, el don del Espíritu que hace al cris-
tiano idóneo para la lucha y le ofrece la seguridad de que la fidelidad divi-
na no vendrá a menos. Toda la existencia de los discípulos del Señor está
puesta bajo la tentación del demonio. El recuerdo de la unción les da la se-
guridad de que el Espíritu está combatiendo con ellos y que si son dóciles,
serán siempre victoriosos.
A su vez, la unción de los enfermos nos revela la acción divina que
fortifica al hombre, incorporándolo en el misterio de la voluntad del Padre.
En efecto, el Espíritu Santo ayuda al doliente a vivir el momento trágico de
la grave enfermedad según el proyecto de Dios. Puede llegar la alegría de
la curación física o bien, la valentía para pasar serenamente al resplandor
del gozo de la dichosa eternidad. La unción quiere decir sobre todo cura-
ción interior frente a las tremendas problemáticas que se presentan en el
corazón del enfermo. El gesto ritual le recuerda el poder de la resurrección
en la vida dichosa.
En fin, la unción es signo de exaltación, de riqueza y de exuberancia
interior ya que subraya la plenitud de los dones que se derraman en el al-
ma, la hacen capaz de testimoniar con la vida hasta el martirio, en plena
libertad y con firme valentía, el acontecimiento evangélico. Es la dinámica
propia del sacramento de la confirmación en que el Espíritu Santo comple-
ta la obra que el Padre inició con el bautismo para que el fiel cante en la
dimensión ordinaria de la vida el advenimiento de los tiempos mesiánicos.
En la unción, en efecto, están significados los siete dones del Espíritu
que hacen al alma del bautizado particularmente atenta a Dios.
El Espíritu expresa en ese momento, prontitud, obediencia, seguridad,
canto y libertad. Es, por consiguiente, el Espíritu que habla en cualquiera
que ha sido ungido y regenerado de lo alto.
El gesto de ungir ofrece calor divino a los miembros del hombre can-
sado a causa del pecado y le dona la capacidad de la docilidad al hoy de
Dios, para que el Reino pueda ser testimoniado frente al mundo entero.

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18. ORAR

El hombre es él mismo cuando ora ya que orar lo prepara cada día a


sentirse, con alegría, criatura a imagen y semejanza de Dios. Esta acción,
constante en las distintas tradiciones de los pueblos, vivifica también a la
comunidad cristiana en cuanto a su adhesión personal y comunitaria a la
salvación en Cristo Jesús.
El encuentro sacramental entre Dios y su pueblo vive de la fecundi-
dad de la oración, misma que anima toda ocasión ritual puesto que destaca
por una parte, la pobreza de la asamblea, quien está llena de ruegos y por
la otra, la libertad salvífica de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo hacia los
fíeles reunidos.
La oración expresa la conciencia de los fieles de estar ante la presen-
cia del Inefable que los envuelve con la nube de su poder.
La asamblea vive de hecho la conciencia de su pobreza, según la
afirmación del salmo: “Los ojos del Señor no se apartan de los honrados,
sus oídos atienden a sus gritos de auxilio [...] Cuando uno clama, el Señor
lo escucha y lo libra de toda su angustia” (Sal 34,16.18).
La alegría de la convocación se basa en la voluntad de los fieles al
presentarse a Dios con las manos vacías porque el Altísimo brinda solidez
a sus vidas, plenitud a su ser. La afectividad de la persona orante se re-
presenta por el corazón del hombre puesto delante de Dios en cada situa-
ción concreta en que se encuentre. Al orar, los fieles experimentan la fide-
lidad de Dios, su fecundidad, el hoy de su Pascua, el acontecimiento de
Pentecostés, la misión de Cristo y de los apóstoles, el anhelo de salvación
que el Espíritu infunde en ellos, la seguridad de la redención.
Orar expresa la intención del salmista que vive sólo de la relación con
Dios: “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi garganta tiene sed de
ti, mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agotada, sin agua” (Sal 63,
2). Esta vitalidad se traduce en la dimensión gestual del rito, que aunque
múltiple y compleja, es recorrida toda ella, por un sentimiento orante que
constituye la filigrana de cada celebración sacramental. En efecto, el len-
guaje corpóreo de la oración, pone en evidencia los diferentes sentimientos

69
que animan a la asamblea cuando adopta una actitud orante en un único
espíritu: el del pobre que se encuentra frente al Altísimo.
Al permanecer de pie, el hombre traduce la oración en un acto de fe y
en signo profético del gran acontecimiento de la resurrección que vivifica
a la comunidad; al arrodillarse, hace brotar el anhelo de la adoración hacia
el Inefable y la presencia de un sentimiento penitencial que lo lleva a com-
placerse en la conversión y el perdón divino; al permanecer sentado, hace
surgir la profunda voluntad de esperanza-meditación frente a la comunica-
ción con Dios con el fin de que el alma sea revestida de los sentimientos
mismos de Cristo; con las manos juntas, expresa la necesidad de que el
alma se concentre en el misterio de Dios que anhela fervientemente pene-
trar en el interior de los fieles; con los brazos elevados, agradece, ora, ala-
ba, reconoce la señoría de Dios en su historia personal y comunitaria; en el
camino procesional, subraya la característica peregrinante de la Iglesia que
vive con la seguridad de que Dios la acompaña con el maná y su acción
providencial; con el canto y la música, concretiza el gozo ante las maravi-
llas divinas.
Esta multiplicidad de formas, pone en evidencia la manera en que la
asamblea tiene la actitud de querer vivir de la libertad de Dios y en la li-
bertad divina. La asamblea es la convocación de las criaturas redimidas,
regeneradas por el agua y por el Espíritu Santo, signo vivo del rostro de
Cristo. Orar, fomenta en los fieles reunidos, la conciencia de su vocación
como criaturas: representa el medio de la cotidiana acogida de Dios y de
su inescrutable voluntad. Orar, en efecto, pone a la asamblea en plena do-
cilidad y disponibilidad hacia la acción de Dios, para dejarse plasmar por
el Espíritu Santo en la fecunda imitación de Cristo para alabanza y gloria
del Padre.
La Iglesia representa también el ámbito en que los fieles aprenden a
orar en forma auténtica. Una cultura en que la asamblea esté penetrada por
el amor a la verborrea, opta por la imagen y las apariencias, prefiere lo
complicado, elige el barullo y el clamor. El rito puede saciar al hombre ex-
terior y vaciar al hombre interior; puede encerrar al hombre en su vanidad
y no abrirlo al Absoluto. La auténtica oración litúrgica, partiendo de la
contemplación del Inefable y de sus maravillas, elige lo esencial; proclama
que Dios uno y trino es el Señor de la vida y de la historia; fomenta la inte-
rioridad ya que los celebrantes saben que Dios escruta el corazón y la men-
te y celebra el culto del corazón humillado y contrito que es sacrificio
agradable a Dios; anhela la sencillez porque todo debe resultar transparen-

70
te y abierto a la comunicación divina. La oración de la liturgia es la escue-
la cotidiana de la oración de los discípulos.
La asamblea forma al cristiano, lo hace partícipe de sus fines y lo
orienta a lo que debe distinguirlo. Una asamblea que ame lo esencial y lo
sencillo, se complace en la contemplación y valora la interioridad, forma a
los fieles reunidos en este estilo de vida que es en el Espíritu Santo, la ver-
dadera oración.
Es ciertamente difícil orar en una asamblea cuando dichos valores no
están presentes en el corazón de los fieles, cuando éstos no se dejan plas-
mar por la forma de orar de la Iglesia. Además, la oración litúrgica ama
subrayar el “nosotros”: somos el pueblo de Dios en camino que en la única
fe acoge, suplica, canta, testimonia. Frente a la fácil tentación individualis-
ta, en la asamblea litúrgica respiramos la intensa comunión universal que
anima el Redentor, quien comunica a todos los hombres la salvación pas-
cual.
Muchas veces atrofiamos nuestro “yo” porque no logramos ponernos
en sintonía con los sentimientos de Cristo ni con las inspiraciones del Espí-
ritu que nos hace participar de la libertad de Dios. Nuestra oración en la
asamblea nos da la alegría de olvidarnos de nosotros mismos, de introdu-
cirnos con el corazón y la mente en la infinita voluntad del Maestro, de
podernos encontrar con todos los hermanos y ofrecer al Padre una única
oración, expresión de un único pueblo que se descubre en el único Padre,
Hijo y Espíritu Santo.
La oración litúrgica se convierte en el ejercicio de nuestro sacerdocio
bautismal que se expande, se desarrolla, se comunica, en forma tal que lle-
ga a crear el proceso de maduración en la fe y en la comunión que es la
meta de la oración de la comunidad reunida.

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19. BENDECIR

Uno de los signos que frecuentemente acompañan los ritos conclusi-


vos de las celebraciones sacramentales es el gesto de la bendición. “La
bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda
sobre ustedes”. Al formular el texto trinitario, el ministro traza la señal de
la cruz sobre los fieles reunidos que la hacen suya, haciendo la señal de la
cruz sobre ellos mismos. Su significado resulta todavía más claro si se ha-
ce en el contexto de una oración particular, como puede ser en el caso de la
celebración de los sacramentos o de los sacramentales. La oración, en
efecto, es la verdadera expresión de la bendición pues en ella se formula el
deseo de la comunidad, a la que Dios colma de su fuerza. La señal de la
cruz pone en evidencia que la benevolencia del Padre pasa a través de la
cruz. El cristiano que vive la cruz vive de la fecundidad divina y es objeto
de sus bendiciones. El gesto religioso de bendecir pertenece a toda expre-
sión religiosa de cualquier tiempo y lugar.
Las culturas antiguas nos enseñan que el padre de familia bendecía a
sus hijos: este gesto expresivo significaba la continuidad fecunda del espí-
ritu de la familia. El hombre en todas las manifestaciones de su existencia,
desea siempre ser bendecido porque la bendición es una palabra cargada
de fuerza que comunica salvación, prosperidad, gozo de vivir.
En ella subyace la convicción de que la vida es don, proviene de lo
alto y representa la comunicación de la fecundidad divina en la realidad de
cada día. En efecto, en la profundidad del corazón humano subiste un gran
temor: ser maldito por el Señor.
Dicho pensamiento se aleja a través de la bendición, que representa
una seguridad para el hombre religioso. El hombre ama la vida y en el pe-
dir y acoger un gesto de bendición canta su propia esperanza: “Dios no me
va a abandonar, Él me asiste, me ayuda, me atiende, me llena de sus do-
nes”. El gesto de la bendición aleja al maligno, pues la fuerza que viene de
lo alto, derrota todas las potencias del mal.
La liturgia es una gran bendición porque en ésta se subraya el prima-
do de Dios, fuente de todo lo que existe, de todo el proceso de salvación,
así como de su cumplimiento final. En el rito celebramos la mirada de

72
amor de Dios hacia la humanidad y su poder que hace subsistir todas las
cosas y regenera en forma inagotable el corazón humano. A través de la
bendición, estamos llamados a compartir la fuerza divina porque después
de haber sido partícipes en ella, podemos proclamar al mundo entero las
insondables maravillas de Dios.
La fe nos ayuda a comprender que el hombre es bendecido en todas
las partes de su ser pues su existencia toda pertenece al Creador y expresa
esta comunión al ser bendecido por Dios. Es lo que nos enseña el himno de
la Iglesia antigua que Pablo nos refiere: “¡Bendito sea Dios, Padre de nues-
tro Señor, Jesús Mesías, que, por medio del Mesías, nos ha bendecido des-
de el cielo con toda bendición del Espíritu!” (Ef 1,3). Bendecidos a través
de la fórmula de la bendición, nosotros bendecimos al Señor para que su
benevolencia esté siempre presente en nuestras vidas. Esta convicción
emerge en la misma actitud con la cual nos disponemos a recibir la bendi-
ción divina.
En efecto, cuando recibimos una bendición, nos inclinamos o nos
arrodillamos: con este gesto profesamos nuestra fe de que todo viene del
Padre en Cristo y en el Espíritu Santo ya que nosotros somos todos de Dios
para ser siempre según sus designios. Si Dios no nos bendijera, no podría-
mos buscar sus disposiciones, no podríamos actuar de acuerdo a su concre-
ta voluntad, particularmente en la cotidianeidad de la existencia; sobre to-
do, no lograríamos vivir la sabiduría de la cruz, que representa la única
clave interpretativa de nuestra existencia.
Sólo quien está en Dios, vive esa sabiduría divina. Esta consideración
la tenemos en cuenta sobre todo al terminar cualquier celebración sacra-
mental, en la que hemos participado de la muerte-resurrección del Señor.
Dios Padre a través de los signos litúrgicos nos colma de su benevolencia e
infunde en nuestro interior su Espíritu para que sepamos tomar las energías
necesarias para hacer alma de nuestra vida cotidiana, la propuesta evangé-
lica.
Si caminamos según este estilo, el gesto de la bendición asume un va-
lor determinante en la forma de concebir y de construir nuestra existencia.
Bendecidos por gracia y conscientes de este don, vivimos cada mo-
mento glorificando e imitando al Señor, seguros de que con esta actitud,
Dios renueva su inefable fidelidad hacia nosotros. En efecto, el bendecir
confirma a los hombres la gracia de la vida, haciéndola garante, mientras
los prepara a la pureza de espíritu para que sepan ir en cada instante de su
existencia tras la voluntad divina. La misma vida teologal que representa el
73
alma de la vida del cristiano es una bendición en acto: nosotros vivimos
como bendecidos, si la fe-esperanza-caridad es el corazón de todo momen-
to que el Padre nos ofrece.
El hombre que vive esta convicción sabe caminar bajo una nueva vi-
da verdadera y anima sus acciones de esperanza; prueba la presencia de
Dios que nunca desilusiona.
Esta riqueza postula, no obstante, un sentido verdadero de la propia
pobreza. Si la bendición es gracia, la riqueza de tal don brota de un cora-
zón pobre, lleno de súplicas, que sabe que no puede subsistir ni siquiera un
momento si Dios no fuera gracia para él, particularmente en el sentido del
crecimiento en la luz de la opción de la fe. Ésta, por lo tanto, lleva al cris-
tiano a vivir únicamente de Cristo muerto y resucitado.
El acto de bendecir no posee nada de mágico, no se reduce a un sim-
ple gesto mecánico, sino que vive en el corazón puro del hombre que tiene
la mirada dirigida hacia lo alto, que desea verse envuelto por una luz que
viene de la divinidad, que anhela fervientemente construir el presente en
verdad y gratitud en una relación que sólo es caridad. Entonces, las manos
vacías serán llenadas por el Dios fiel, rico en bondad y misericordia; este
gesto sacerdotal de intensa oración configurará al orante en Cristo para que
Él sea su corazón día con día.
El estilo de vida del discípulo es el corazón del Maestro. Vivir en la
perspectiva de la plena obediencia al Padre se revela muy arduo para el fiel
que no se arraiga en la benevolencia misma del Padre. El gesto de la ben-
dición ofrece la seguridad de que Dios en su bondad lo ayuda desde la
primera hora enriqueciéndolo de su fuerza y acompañándolo a lo largo del
camino para que su presencia sea viva en todo el hombre, ayudándolo a
crecer según los designios divinos, a la luz de la cruz de Cristo, en la cual
está la salvación, la vida y la redención de toda la comunidad.

74
20. COMER Y BEBER

El hecho de comer y beber pertenece a la categoría de los gestos más


comunes presentes en cualquier convivencia humana y asume un particular
significado cuando se le ubica en una experiencia comunitaria. Comer y
beber en compañía, expresan un profundo sentido de comunión: las perso-
nas se sienten unidas entre ellas e incluso, tienden a crecer en la partici-
pación de los ideales profundos de su vida. La comida y la bebida se refie-
ren a la nutrición completa y simbolizan la perfecta comunión entre los
comensales. Sentarse a la mesa implica comer y beber con el fin de encon-
trar y reforzar los ideales presentes en el ánimo de cada participante del
banquete, quienes buscan ir tras el desarrollo profundo de la reciprocidad
interpersonal.
Nos percatamos de que tanto en el lenguaje concreto como en el figu-
rado del comer-beber, deseamos expresar un anhelo de unión, de ser el uno
para el otro, de ser un solo corazón y una sola alma. Esta verdad se consta-
ta particularmente cuando hay personas que no viven un camino de frater-
nidad y se encuentran bajo condición de ruptura. En esta circunstancia, ca-
da una va por su propio camino y rechaza cualquier invitación para sentar-
se a la misma mesa a compartir la misma comida.
La vocación a vivir en comunión recíproca es un don que el Creador
ha sembrado en el corazón de toda criatura. El hombre es él mismo cuando
está en comunión. Esta realidad no puede quedarse sólo como un proyecto,
sino que debe expresarse en el lenguaje de la vida cotidiana. Los gestos de
comunión tienen precisamente esa función.
Cuando nos encontramos a beber y a comer juntos, constatamos que
el acto mismo es más importante que cualquier cosa especifica que nos sea
ofrecida a la mesa, que evidentemente pasa a un segundo plano. La alegría
del compartir existencial a través del lenguaje del comer y beber es lo más
importante. Quien ha desplazado el verdadero centro de interés, pone su
atención en la comida. Entre más sencillo es lo que concretamente se com-
parte, tanto más se destaca la profundidad de la reciprocidad interpersonal,
la familiaridad y la fraternidad.

75
Por lo general, el gesto de comer y beber en compañía es consecuen-
cia de una invitación y quien ha tomado la iniciativa pone en evidencia su
deseo de compartir con sus huéspedes un profundo significado de vida. La
invitación parte del deseo de profundizar una comunión ya iniciada y que
ha de madurar.
Los vínculos humanos muchas veces pueden ser débiles dado que los
centros de interés tienden a multiplicarse y así, el hombre corre el riesgo
de caer en la soledad. Al dar y aceptar una invitación, las personas salen de
su soledad formando un solo corazón y una sola alma: ante el hecho de
comer y beber en compañía, nace una comunión interpersonal que profun-
diza los lazos existentes entre ellas creando una verdadera armonía inter-
personal. Se tiene entonces la actuación efectiva del amor y de la confian-
za recíproca.
Cuando Jesús nos dijo: “Tomen y coman... tomen y beban”, hizo su-
ya esta rica experiencia humana de comunión.
El Redentor quiso entrar en íntima relación con nosotros. El don de la
resurrección en Él mediante el bautismo pretende su radical desarrollo en
la persona del discípulo. El Maestro siempre nos invita al banquete euca-
rístico para que podamos ser verdaderamente suyos en un proceso conti-
nuo de crecimiento inagotable que tendrá su máxima expresión en el ban-
quete del cielo. No somos nosotros los que nos acercamos a los dones eu-
carísticos, sino que es Él, el Señor, quien nos prepara, llama, anima a en-
trar en su Pascua; es Él quien nos involucra en sus ideales porque quiere
permanecer cada vez más en nosotros y quiere que nosotros permanezca-
mos en Él. El gozo de la reciprocidad en la Hora del Padre alimenta la re-
lación que Jesús ofrece a cada uno de nosotros en la fe y en el sacramento.
El caminar a la luz del Evangelio puede verse desviado por múltiples
formas de dispersión que provienen del mundo, del pecado, de la carencia
de adhesión a los divinos designios, de la voluntad de no comulgar con el
acontecimiento de la Pascua y de Pentecostés. Cristo Jesús anhela ardien-
temente comer con nosotros su Pascua pues quiere recrear nuestro yo más
profundo, comunicarnos su vida divina, regenerar nuestra libertad para que
acoja la Palabra, hacernos el don de su oblación-pascual para ayudarnos a
vislumbrar que sólo en Él nuestra existencia está plenamente realizada.
Por esto nos invita a tener despierta nuestra aspiración por el banque-
te eterno, en el cual comeremos, beberemos en comunión y compartiremos
su gloria en el Padre.

76
Cuando en el Espíritu Santo somos convocados en torno a la misma
mesa, tenemos la alegría de compartir el verdadero significado de la exis-
tencia, lo que Cristo ha vivido y que ha animado cada uno de sus momen-
tos: la oblación en las manos del Padre para el gozo y la redención de toda
la humanidad. Compartiendo esta actitud suya, creceremos en la comunión
teologal y sacramental, en espera de la eterna.
La exaltación del comer y beber con el Señor se hace a su vez, la
fuente de nuestro testimonio cristiano, tal como nos enseña el apóstol Pe-
dro en el discurso en casa de Cornelio: “pero Dios lo resucitó al tercer día
e hizo que se dejara ver [...] de los testigos que él había designado, de no-
sotros, que hemos comido y bebido con él después que resucitó de la
muerte” (Hch 10, 40-41). La caridad que anima a la Iglesia vive de la co-
mún experiencia eucarística, en la cual nos encontramos como una sola
persona en el Señor para generar después en el lenguaje de la cotidianei-
dad, una comunicación de la vida que era en el Padre, que se ha hecho vi-
sible a nosotros para que la humanidad pueda saciarse en el banquete del
Reino.
El hecho de comer y beber con Jesús es, por consiguiente, el acto en
que nos complacemos en la seguridad de entrar en íntima comunión con
Él, que está verdaderamente presente en nuestra historia como resucitado y
de quien nunca debemos tener temor; en la Eucaristía vemos al Señor y
como los discípulos de Emaús, lo reconocemos al partir el pan: este hecho
es la fuente viva y fecunda de nuestra esperanza cotidiana. Es por lo tanto,
evidente que nuestro comer y beber no se reducen a un simple proceso de
aceptación de la comida, sino que se arraiga en un camino de comunión
que es compartir, ver, comunicar con el misterio de la Pascua: Cristo
muerto y resucitado, siempre presente en su Iglesia, para guiarla a los pra-
dos eternos del Reino.

77
21. INCENSAR

El cristiano en los lugares donde vive difunde el buen perfume de


Cristo pues su vida es “sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, co-
mo su culto auténtico” (Rom 12, 1). El uso del incienso nos recuerda esta
vocación propia de todo discípulo del Redentor. Lo que externamente se
muestra, representa la profunda vitalidad que anima el corazón del oferen-
te. La utilización del incienso en la liturgia indica la disposición oblativa
de la comunidad: de la plenitud del corazón brota la oración de la comuni-
dad.
El salmista presenta la imagen del incienso como expresión de la in-
tensidad de vida de su espíritu: “Señor, te estoy llamando, ven de prisa, es-
cúchame cuando te llamo; aquí está mi oración, como incienso en tu pre-
sencia, mis manos levantadas, como ofrenda de la tarde” (Sal 141,1-2).
El autor del Apocalipsis, a su vez, nos recuerda que la oración de los
santos es similar al perfume que sale del incensario: “Llegó otro ángel lle-
vando un incensario de oro y se detuvo junto al altar; le entregaron gran
cantidad de aromas para que los mezclara con las oraciones de todos los
consagrados sobre el altar de oro situado ante el trono. De la mano del án-
gel subió ante Dios el humo de los aromas mezclado con las oraciones de
los consagrados” (Ap 8, 3-4).
La ascensión del perfume es la elevación del alma hacia Dios: es el
significado mismo de nuestra existencia, es la orientación del corazón to-
talmente dirigido al Absoluto. El hombre está vinculado físicamente a la
tierra, pero su espíritu no puede permanecer prisionero de lo que está de-
limitado, el espíritu tiende a expandirse hacia lo alto, a anhelar incesante-
mente el encuentro con Dios. En esta elevación del perfume que sale del
incensario está el alma que tiene sed del Dios viviente, de la visión de su
rostro: “Como busca la sierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti,
Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro
de Dios?” (Sal 42, 2-3). El gesto de elevar el incensario del cual emana el
humo perfumado no es un simple gesto coreográfico, sino la concretiza-
ción ritual de una disposición interior: “A ti, Señor, presento mi afán” (Sal
25,1).

78
El incensario, desprendiendo su humo, es oración en acción, es una
inefable melodía de súplica-alabanza presentada al Altísimo, es amor y
abandono de la comunidad frente a su Dios.
La actitud espiritual expresada por el incienso que sube da un particu-
lar significado al ambiente. El humo y el perfume del incienso envuelven
el lugar en que estamos reunidos, este hecho nos recuerda que para los he-
breos la nube de la gloria de Dios era lugar del inefable diálogo del pueblo
con Dios mientras el Señor tomaba morada en el santuario, según la teolo-
gía del Antiguo Testamento: “en cuanto él [Moisés] entraba, la columna de
nube bajaba y se quedaba a la entrada de la tienda, mientras el Señor ha-
blaba con Moisés” (Éx 33, 9). “Cuando los sacerdotes salieron de la nave,
la nube llenó el templo [...] porque la gloria del Señor llenaba el templo” (I
Re 8,10-11).
La ritualidad nunca es un simple gesto que la comunidad hace mecá-
nicamente, sino que vive de todo el contexto que orienta el corazón de
quienes están presentes. Los fieles están llamados a respirar al Tras-
cendente en su disposición cultual, preparándose a esta aspiración, con el
incienso. El contexto nos ayuda a confirmar que estamos ante la presencia
del Altísimo: ser envueltos por el perfume y por la nube producida al que-
mar el incienso, no pertenece a la vida ordinaria. Esta convicción anima
nuestro encuentro en la asamblea litúrgica. Así se crea el ambiente del sa-
crificio de la alabanza.
Estrecha, en efecto, es la relación entre la ofrenda y el perfume que
son agradables a Dios (cfr Éx 29, 18). De ese humo nos preparamos para
ponernos en estado de sacrificio, haciendo nuestro el ofrecimiento de Cris-
to al Padre.
La Instrucción General del Misal Romano en este sentido, afirma:
“El sacerdote puede incensar los dones colocados sobre el altar, y después
la cruz y el altar mismo, para significar que la oblación de la Iglesia y su
oración suben como incienso hasta la presencia de Dios. Después el sacer-
dote, por el sagrado ministerio, y el pueblo por razón de su dignidad bau-
tismal, pueden ser incensados por el diácono, o por otro ministro” (n. 75).
El perfume que sube a través de la incensación de los dones indica
nuestra total donación en las manos de Dios, a imitación de la actitud de
Cristo, que en el signo del pan y del vino es una viva oblación al Padre por
la redención de toda la humanidad.
El uso del incienso en la celebración de Laudes y de Vísperas destaca
además, esta dimensión oblativa y de sacrificio de la oración, que es como
79
un incienso que sube hasta Dios. El incienso en la entonación de los cánti-
cos evangélicos del Benedictus y del Magníficat expresa que la comuni-
dad, cuando ora, se pone delante de Dios en sacrificio agradable a Él. Toda
la jornada, por consiguiente, comprendida entre estos dos momentos de
oración (en la mañana y en la tarde) y que al centro ve la presencia de la
celebración eucarística, es un verdadero acto eucarístico y de sacrificio al
Altísimo y lugar de su fidelidad fecunda.
El uso del incienso tiene también valor de purificación. Como el per-
fume aleja los olores desagradables, así el incienso aleja los poderes del
maligno. Cuando presentamos las ofrendas, hemos estar puros de corazón.
La incensación de las personas y de los lugares destaca este significado,
crea en los celebrantes la conciencia del deber de ponerse en comunión
con Dios para que el sacrificio de la vida sea agradable a Él y aceptado por
Él.
Además, la incensación del celebrante resulta particularmente impor-
tante pues en ese momento se subraya el significado de su presencia en
medio de la asamblea: él actúa en la persona de Cristo, al servicio de la
comunidad reunida, por eso, mientras en la incensación recibe un particu-
lar acto de honor, debe recordar que ha de permanecer, a imitación del Re-
dentor, en una auténtica actitud oblativa. La asamblea, a su vez, en Cristo
y con Cristo es honorada para que participe también ella en el mismo sen-
tido de ofrecimiento.
En fin, la Iglesia inciensa los cuerpos de los hermanos difuntos para
honrar el templo de aquellos que han sido llamados a la contemplación de
la gloria. Dicho cuerpo es reliquia de la habitación de la Santísima Trini-
dad y de aquél que fue creado a imagen y semejanza de Dios. La Iglesia no
puede más que honrarlo profesando la propia fe en las maravillas de Dios
que ha creado al hombre como ser constituido de alma y cuerpo.

80
22. PRESENTAR LAS OFRENDAS

Toda religión vive bajo condición de ofrecimiento a Dios; los dife-


rentes y múltiples contextos cultuales han dado origen a innumerables ex-
presiones rituales que responden al apremio presente en cada hombre de
presentar a la Divinidad lo que en la propia experiencia de fe, se ve como
fruto de la bondad y fecundidad divinas. Esta disposición la encontramos
también en la liturgia de la Iglesia.
La celebración eucarística prevé el rito de la presentación de las
ofrendas, según el estilo del Antiguo Testamento, que ofrecía a Dios las
primicias de la cosecha. “Es conveniente que la participación de los fieles
se manifieste por la presentación del pan y el vino para la celebración de la
Eucaristía, o de otros dones con los que se ayude a las necesidades de la
iglesia o de los pobres” (Instrucción General del Misal Romano, 140).
Cada gesto de la celebración expresa la intención de la comunidad; el
rito procesional de la presentación de las ofrendas expresa el movimiento
de la comunidad que al caminar en el templo advierte todo lo que ella es,
que está rodeada por la gracia. Los bautizados se acercan a Dios ofrecién-
dole las primicias de la fecundidad de la tierra, para que estos dones sean a
su vez, el lugar de la fecundidad eucarística en el pan y en el vino y de la
fraternidad histórica en los otros dones que se hacen instrumentos de co-
munión con los necesitados de la comunidad.
Esta disposición de ofrecimiento-comunión con Dios y con los her-
manos ayuda a cada miembro de la comunidad cristiana a superar la tenta-
ción de la posesión exclusiva de las cosas, como si el hombre fuera su pro-
pietario.
Éste recoge lo que la tierra produce incluso a través de su trabajo, ad-
vierte cómo la gratuidad divina hace fecunda la tierra y fructuoso el can-
sancio humano. Al presentar las ofrendas, el hombre expresa el sentido de
la gratitud a Dios: devuelve con alegría a Dios lo que Él antes le ha ofreci-
do. La presentación de las ofrendas es una profesión de fe en acto: somos
toda gracia y cantamos nuestra gratitud al Creador. En el corazón de cada
celebrante vibra la alegría del don, la gratitud a Aquél que es la fuente de

81
toda realidad creada y la exaltación de devolver lo que se ha aceptado de
las manos del Dador de todo bien.
El gesto de la presentación de las ofrendas es la celebración de la gra-
titud que envuelve la vida cotidiana del hombre, significa decir en voz alta
que Dios es el Creador, el Redentor, el Señor.
Esta disposición es particularmente importante en el contexto de la
celebración eucarística, donde todo resuena como un gran acto de gratitud
por las maravillas realizadas por Dios en la creación y en la redención.
Al mismo tiempo, este gesto de ofrecimiento pone en evidencia la
pobreza del hombre, quien es plenamente consciente de que está en todo
momento enriqueciéndose de Dios. Al presentar a Dios lo que Él ha dado
por gracia, la comunidad vive la convicción de que el Señor continuará
siendo fecundo en el futuro porque la gratitud del pobre es motivo de la fe-
cundidad inexorable de Dios. Cada agradecimiento dirigido al Altísimo es
principio de una nueva gracia y de una renovada comunión con Él.
En el hecho de llevar los dones a Dios, el hombre vive la convicción
de entrar en familiaridad con Él y de realizar en su procesión hacia el altar
el sentido mismo de su existencia. El gesto de la presentación de las ofren-
das es signo de la comunidad que con agradecimiento se entrega toda ella
al Padre. Las cosas expresan y encarnan la intención de los oferentes: so-
mos todo y sólo gracia para vivir con agradecimiento en la constante obla-
ción en las manos de Dios uno y trino. El agradecimiento, en efecto, no es
simplemente ofrecer algo, sino que es destacar que la persona vive en in-
tensa comunión con el donador divino y comparte su alegría de donarse.
La reciprocidad anima el signo del llevar las ofrendas al altar. La comu-
nión entonces se refuerza y el hombre se siente cada vez más objeto de la
benevolencia divina. En efecto, así como las ofrendas transformadas se
convierten en signo de la voluntad oblativa de Cristo que en la cruz quiso
reunir a los hijos dispersos, así todo lo que somos y donamos tiene su sig-
nificado en la reciprocidad fraterna que construye un verdadero camino de
unión.
Dios en su proyecto de salvación pretende realizar un proceso de co-
munión incluso entre los hombres. Lo que la tierra produce está también
dirigido a alegrar el corazón de los hombres y a hacerlos cada vez más
hermanos. El trabajo mismo posee un fuerte valor de comunión. Esta in-
tención de Dios tiene su vigorosa expresión en la participación de los bie-
nes. El gesto “oferente” es al mismo tiempo, expresión de caridad y de
formación a la solidaridad.
82
Dios acoge las ofrendas para repartirlas; todo lo que le donamos de-
termina su íntima comunión con los hombres; el privarnos de algo en signo
de agradecimiento, tiene por objeto profundizar el sentido genuino de la
comunión.
Verdadera alegría se deriva de cualquier gesto de ofrecimiento. La
exaltación del donar no deriva de la privación, sino de la edificación de la
comunión. Las privaciones del yo son la riqueza del nosotros. La pre-
sentación de las ofrendas se hace entonces escuela de gran libertad frater-
na. Así, se crea un clima verdaderamente mesiánico en que se forman sig-
nos de unión y de reciprocidad según el proyecto creativo del Padre.
La experiencia de la Iglesia apostólica nos dice que “En el grupo de
los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en co-
mún y nadie consideraba suyo nada de lo que tenía. [...] entre ellos nin-
guno pasaba necesidad, ya que los que poseían tierras o casas las vendían,
llevaban el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se dis-
tribuía según lo que necesitaba cada uno” (Hch 4, 32-35).
La fraternidad litúrgica vive de la fraternidad ordinaria que se cons-
truye con los gestos de cada día. Cada momento es gracia, cada momento
vivido en plenitud es un acto de agradecimiento, cada momento es para
regalar, cada momento es fecundidad de comunión fraterna. El rito litúrgi-
co nace de la vida, vive de la dimensión ordinaria y fecunda de la existen-
cia en un desarrollo esencialmente eucarístico.
La comunidad se prepara a entrar en la oblación eucarística donde
Cristo no nos ofrece cosas materiales, sino a sí mismo y en el ofrecimiento
de sí mismo engendra la comunión de la humanidad.

83
23. ENCENDER

La noche de Pascua se distingue por el paso de las tinieblas a la luz.


El encender el cirio da la totalidad simbólico-ritual a la celebración de este
misterio. La presencia del cirio pascual en la asamblea, iluminado por la
pequeña llama que difunde su claridad en la oscuridad que envuelve a los
fieles reunidos en la noche santa, es signo del Resucitado que aparece en
medio a los suyos, tal como dice la oración de la Iglesia: “Que la luz de
Cristo, resucitado y glorioso, disipe las tinieblas de nuestro corazón y
nuestro espíritu”.
Cristo es la luz del mundo: “Yo soy la luz del mundo: el que me si-
gue no andará en tinieblas, tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12).
Encender el cirio significa proclamar nuestra fe. En la opción cristia-
na, las tinieblas del pecado han sido derrotadas: la asamblea se vuelve a
encontrar por pura gracia rodeada de luz. La presencia del signo pascual
encendido en la asamblea durante el tiempo pentecostal, es un vivo canto
al misterio de la resurrección para que llegue a enraizarse en ella cada vez
más profundamente la seguridad de la actualidad del Maestro glorioso, que
la inunda de la luz de la fidelidad del Padre. Así, lo que sucedió en esa no-
che sí se extiende en el tiempo.
Este gesto, tan ampliamente solemnizado en la vigilia y en el tiempo
pascual, vive de la esperanza presente en el corazón de todo hombre,
quien, al llegar de improviso las tinieblas, no ha de verse derrotado, sino
que ha de vivir, ha de caminar en forma decidida por los senderos del
mundo con el objeto de sentirse en comunión con sus hermanos. El encen-
der cualquier luz al llegar de repente la oscuridad nocturna, es decir con la
fuerza de la sencillez del espíritu que el hombre está hecho no para la
muerte, sino para la vida y que el alma debe despertarse de todo letargo, tal
como nos lo recuerda el apóstol: “Despierta, tú que duermes, levántate de
la muerte y te iluminará el Mesías” (Ef 5,14).
La luz dice energía, voluntad de vivir, deseo de plenitud, impulso de
comunión, superación de todo estatismo o frialdad. En efecto, la pequeña
llama, mientras inunda el ambiente de luz, comunica calor, comunica fuer-
za de vida, comunica superación de toda soledad, comunica don de vitali-

84
dad y de calor a las cosas, comunica camino de vida, no obstante las difi-
cultades que hacen pesada la realidad cotidiana. Todo esto se hace enton-
ces signo del Trascendente, que envuelve al hombre y expresa en él un
movimiento de vida que canta la victoria del calor de la luz sobre las tinie-
blas. Hay una estrecha relación entre la luz y el calor, entre el verse y el
relacionarse, entre el estar en Cristo luz y arder en el fuego del amor di-
vino. En esta perspectiva, así reza la Iglesia en la oración después de la
comunión en la festividad de Todos los Santos: “Dios nuestro, fuente única
de toda santidad [...], haz que este sacramento nos encienda en el fuego de
tu amor
Se invoca la fuerza del Espíritu, así como suplica la Iglesia en la so-
lemnidad de Pentecostés: “Ven, luz santificadora, y entra hasta el fondo
del alma de todos los que te adoran. [...] Ven, Espíritu Santo, llena los co-
razones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”. En la óptica
del misterio de Cristo, al encender una vela se hace vibrar en el alma una
multiplicidad de sentimientos que tienen un elemento común: la alegría de
vivir y de hacer vivir.
La presencia del cirio encendido adquiere además otro significado: el
de infundir una constante esperanza en el corazón del hombre, siempre
llamado a estar en oración, aunque no siempre lo logre. Entonces, su vo-
luntad lo anima a encender una vela para que ésta exprese en forma ince-
sante su fuerte deseo de oración y de súplica. En el esplendor que arde está
el deseo de elevación por parte de un corazón orante que se consume al
confiarse completamente en Aquel que es la única seguridad de la vida.
Como en la vigilia pascual, el cirio encendido es la expresión de la intensa
oración de la comunidad, que en las tinieblas de la muerte vive la fidelidad
del Padre que no desilusiona, así el encender un cirio significa concretizar
el deseo de oración y de esperanza que es fecundidad de vida en cada
fragmento de la historia cotidiana. Cada cirio encendido es un canto a la
vida de un corazón orante que vive del Dios que no desilusiona y no puede
desilusionar.
Este intenso clima de fe y de súplica es la vitalidad misma del bau-
tismo, según su lenguaje celebrador. El padre de familia enciende la vela
del cirio pascual que le es presentado para que el don de la fe en Cristo
muerto y resucitado no se apague nunca en el corazón del niño, de tal for-
ma que pueda andar al encuentro del Señor cuando venga en su gloria, se-
gún la bella imagen de la parábola de las vírgenes (cfr Mt 25, 1-13). La luz

85
encendida significa que se acoge la salvación y se crece en esta salvación
para regocijarse con la venida final del Redentor.
En el rito del bautismo, el progenitor, teniendo entre sus manos la ve-
la encendida que iluminará al niño, destaca su propio compromiso de edu-
car en la Pascua del Señor al recién bautizado, para que pueda siempre
caminar alegre en la luz de Cristo.
Encender un cirio es una opción de vida: sólo el Maestro debe ilumi-
nar las motivaciones de nuestras decisiones. Él es el compañero de viaje
que da resplandor a todo nuestro camino. Encendemos entonces nuestras
lámparas en las procesiones, para afirmar frente al mundo que sólo Cristo
con su luz da significado a la existencia humana. El caminar en la luz se
basa en la concepción de que somos hijos de la luz, como nos dice Pablo:
“La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades
propias de las tinieblas y pertrechémonos para actuar en la luz. Comporté-
monos como en pleno día, [...] revístanse del Señor, Jesús Mesías” (Rom
13,12-14).
La vela encendida que ilumina el recorrido procesional de la comuni-
dad, pone en evidencia que Cristo Jesús ilumina el corazón de los creyen-
tes y vence a las tinieblas en su totalidad.
El acto de encender el cirio es un gran acto de fe frente a la vida, es el
vivo deseo de estar en la luz para destruir toda forma de oscuridad que ma-
ta el alma. Con este gesto cantamos el triunfo de Cristo sobre los poderes
del mal y damos verdadero y fecundo contenido al anhelo de vivir, que es-
tá presente en el corazón de todo hombre. Entonces, estamos diciendo que
la esperanza en el camino de la vida viene de lo alto. Seremos una vela que
permanece siempre apagada, si no nos acercamos a la luz que da fecundi-
dad a todas nuestras potencialidades.
Encender un cirio es signo de que la divinidad nos alcanza y nos
ofrece la capacidad de hacer brillar frente al mundo la fuerza del Altísimo.
La vela encendida representa el misterio de la encarnación que el Espíritu
Santo sabe hacer vivir en cada uno de nosotros.
En todo momento ofrecemos nuestra pobreza a Dios para que Él
mande su Espíritu a encender en nosotros el fuego de su amor que da a
nuestra vida el calor y la luminosidad que nos ofrecen la capacidad de ca-
minar en el tiempo. La Iglesia en la invocación del Espíritu Santo ora así:

86
“Ilustra con tu luz nuestros sentidos, del corazón ahuyenta la tibieza, haz-
nos vencer la corporal flaqueza, con tu eterna virtud fortalecidos”.12
Por lo tanto, encender un cirio se convierte en expresión de nuestra
firme convicción de que Cristo ilumina toda nuestra persona para que pue-
da en la vida caminar en la esperanza, en espera del día que no conoce
ocaso.

12
La versión en español está tomada directamente de:
http://liturgiadelashoras.blogspot.com/2007/08/visperas-entre-7-y-10-de-la-
noche.html [nota del traductor].
87
24. PRESIDIR

Nuestras asambleas litúrgicas cuando se reúnen, aspiran desarrollar


una profunda comunión de acuerdo a su vocación bautismal. Nos encon-
tramos en nombre del Señor para ser cada vez más del Señor. Al realizar
esta actividad, la asamblea no es dejada a sí misma puesto que podría per-
derse en una espontaneidad infecunda, sino que más bien es guiada por un
hermano en la fe, que por lo general es un presbítero que preside las distin-
tas celebraciones sacramentales. Esta realidad que vivimos cada vez que
nos encontramos reunidos en el nombre del Señor, está significada por la
presencia de la sede del celebrante colocada en el presbiterio. La Instruc-
ción General del Misal Romano se expresa de esta manera: “La sede del
sacerdote celebrante debe significar su ministerio de presidente de la
asamblea y de moderador de la oración. Por lo tanto, su lugar más adecua-
do es vuelto hacia el pueblo, al fondo del presbiterio, a no ser que la es-
tructura del edificio u otra circunstancia lo impidan, por ejemplo, si por la
gran distancia se torna difícil la comunicación entre el sacerdote y la
asamblea congregada, o si el tabernáculo está situado en la mitad, detrás
del altar” (n. 310).
El elemento que personaliza, así como el arquitectónico, se relacio-
nan entre sí para evidenciar la señoría divina sobre la asamblea convocada
en la fe, la esperanza y la caridad.
El presbítero se coloca frente a los fieles no tanto como figura autori-
taria, sino como signo de un acontecimiento de más relevancia que rodea a
la asamblea.
El don de la presidencia tiene su razón de ser en el espíritu que anima
a quienes se sienten elegidos, llamados, convocados. Nos hace comprender
que cualquier reunión se desarrolla bajo una presidencia para que puedan
perseguir con orden las finalidades propias de la convocación. En el orden
histórico esta estructura presidencial es contingente y caduca, en el orden
sacramental su valor es una síntesis de historia y de misterio ya que el
principio que anima la convocación es la comunicación que el Eterno hace
de sí a los hombres. Todos nosotros nos reunimos en obediencia a las mo-
tivaciones interiores del Espíritu, en asamblea. En el signo del ministerio
ordenado se significa la presencia de Cristo en medio a los suyos, según la
88
promesa hecha a los discípulos: “donde están dos o tres reunidos apelando
a mí, allí, en medio de ellos estoy yo” (Mt 18, 20). “[...] miren que yo es-
toy con ustedes cada día hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). La convoca-
ción eclesial en el signo de la asamblea vive de esta afirmación de fe: Cris-
to es el Señor.
La verdad no puede quedarse como algo abstracto, ha de ser captada
en todo su significado por quien está caminando a través del tiempo. En la
perspectiva evangélica, la tradición nos ha dado el “signo sacramental”
que destaca visiblemente la acción de Cristo, el cual envuelve con su pre-
sencia toda la asamblea y la define en su ser y su obrar. En efecto, Cristo
nos convoca, nos reúne, nos dirige su Palabra, pone los signos sacramenta-
les, nos envía y nos reenvía en la vida ya que su presencia sacramental se
convierte en fermento de esa vida. El ministerio, especialmente el ordena-
do en sus tres grados, pone en evidencia esta realidad. Consciente de su
tarea particular, aquel que es delegado por el Espíritu para presidir, se sien-
te estimulado a formar a la comunidad en el sentido de la presencia divina,
en la aceptación de la salvación que viene de lo alto y en el sentido de lo
sagrado, pues el Reino de Dios está en medio de los suyos. La alegría de la
asamblea se construye y madura pues hay un hermano que en el Espíritu,
durante la celebración y a través de su disposición, de su decir, de su acti-
tud, proclama que algo grande está envolviendo a los hermanos, introdu-
ciéndolos en la benevolencia divina.
Presidir es el signo más significativo del hoy de Cristo que comunica
su Pascua a los hermanos convocados en la fe para regenerarlos. Quien
preside no sólo está en posición más elevada respecto a la asamblea, sino
que también va delante de los hermanos, en el nuevo éxodo, para conducir-
los a la Tierra Prometida. La presidencia sacramental vive de la vitalidad
del pueblo de Dios que día a día, recibe la vocación de estar en camino a
través de una ininterrumpida conversión. La convocación en nombre de la
Santísima Trinidad, la proclamación de la Palabra, el hoy del aconteci-
miento pascual en la oración eucarística, son actos presidenciales en el
pueblo de Dios y con el pueblo de Dios para que no se canse de dejarse in-
terpelar por la luz que viene de lo alto con el fin de dejarse atraer hacia los
caminos que conducen a la vida.
El que preside, además, reviviendo los sentimientos y los ideales de
Cristo, procede en forma tal que desarrolla la comunión en la asamblea ce-
lebrante. Su ministerio no tiene nada de autoritario, sino que ha de vivir la
actitud del Maestro, el verdadero Señor de la asamblea, el cual vino al

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mundo no para ser servido, sino para servir y dar la vida en rescate de las
multitudes, con el fin de reunir a los hijos dispersos en la unidad. El minis-
terio de la presidencia es un llamado a comunicar, favorecer y desarrollar
el don de la unidad que representa la expansión de la vitalidad y de la fe-
cundidad de la Pascua: el presidente debe desaparecer en todas sus particu-
lares subjetividades, para obrar a la luz de la objetividad del acontecimien-
to, en forma tal que sobre toda la asamblea se expanda el Espíritu que hace
reconocer a la Iglesia su vocación pentecostal, como sucedía con los pri-
meros fieles que “Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apósto-
les y en la comunidad de vida, en el partir el pan y en las oraciones” (Hch
2, 42).
El signo del ministerio de la presidencia representa, por consiguiente,
una continua llamada a los fieles, los cuales, cuando están reunidos en la
asamblea, son regenerados por lo alto y llevados de la mano hacia la pleni-
tud de la salvación. A nivel interior, viven con la mirada dirigida hacia la
cruz, porque sólo de ese árbol fluye la salvación, que nos hace comunión y
fuente de esperanza para la humanidad entera.

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25. INCLINARSE

El rito de la celebración eucarística se inicia con el gesto de los mi-


nistros que acercándose al altar, con una reverencia, adoptan una actitud de
veneración. Esta disposición tiene un doble significado:
1. Expresa la conciencia de estar ante la presencia de la oblación
amorosa de Cristo en la Pascua encarnada en el signo del altar, misterio
sublime que cautiva al hombre.
2. Expresa la aspiración de realizar el camino de comunión-
identificación con el Maestro. La Iglesia, a través de este gesto, quiere
ayudar a la asamblea a entender la necesidad de realizar un intenso proceso
interior para que el acontecimiento de la salvación pueda convertirse en el
fundamento de la vida de cada uno de nosotros. Estamos llamados como
criaturas a ponernos delante de Cristo para ser en Cristo y como Cristo un
sacrificio viviente, santo y agradable al Padre. Esta experiencia espiritual
es actualizada por el celebrante cada vez que durante la acción litúrgica
pasa frente al altar. Este comportamiento invita a los fieles a sentirse con-
vocados en torno al altar del Señor, signo de su presencia salvífica que
obra en todos aquellos que en su Pascua reconocen el fundamento de su
historia. Esto se destaca en forma particular el domingo y en ocasión de las
celebraciones solemnes, en el acto de la proclamación del “Credo”, con el
cual todo cristiano hace la profesión fuerte y decisiva de su propia opción
de fe.
En el gesto de inclinar la cabeza durante la proclamación del Símbo-
lo-Credo, se expresa la conciencia de que en la historia de Jesús está el
fundamento de la propia existencia creyente. En el inclinar la cabeza en la
fórmula: “y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y
se hizo hombre”, la asamblea se identifica con el anonadamiento del Verbo
para poder entrar en posición erguida del cuerpo en la exaltación del miste-
rio pascual (cfr Flp 2, 6-11). En el recorrido interior de la acción litúrgica,
cada inclinación rememora esta vitalidad pascual y anima a los celebrantes
a penetrar cada vez más en los sentimientos del Maestro, mediante la con-
creta acción del cuerpo.

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En este sentido se entiende la indicación de inclinar de manera pro-
funda la cabeza, cuando en la celebración de la Liturgia de las Horas, se
proclama al unísono la doxología: “Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu
Santo” o alguna otra fórmula similar. La himnodia y la salmodia expresan
la fecundidad de la historia de la salvación que brota de quienes son los
actores principales: el Padre, en el Hijo por obra del Espíritu Santo. El
exultante conocimiento de su presencia renovadora conduce a la asamblea
a ponerse en contemplación de la Trinidad a través de la doxología final.
Quien se deja involucrar en la historia de Dios, con la fe profunda
apoyada por el gesto de la inclinación de la cabeza y de toda la perdona,
alaba con conmoción contemplativa la vida de las tres Personas divinas, a
la manera de los cuatro vivientes que en la regocijante liturgia del Apoca-
lipsis cantan el cántico nuevo (5, 9) y se postran en adoración (5, 14). Toda
liturgia nos confiere un estilo contemplativo y nos conecta con la econo-
mía de la salvación, por eso en la inclinación orante queremos “naufragar”
en la vida de las Personas divinas para probar la belleza fecunda del amor
Trinitario.
En la lectura histórico-salvífica de la inclinación, se delinea también
la figura de los celebrantes: criaturas que en su pobreza, están llamadas a
la misión de anunciar las maravillas pascuales del Padre.
El diácono, antes de proclamar el Evangelio, se inclina frente al cele-
brante que preside la asamblea litúrgica para recibir la bendición que lo
habilita para desarrollar esta función. El presbítero cuando está por pro-
clamar al anuncio evangélico, se inclina frente al altar en voz baja: “Purifi-
ca mi corazón y mis labios, Dios todopoderoso, para que anuncie digna-
mente tu Evangelio”. Ambos ministros tienen la profunda conciencia de
los propios límites frente a la misión de encarnar la persona del Resucitado
que continúa alimentando la esperanza en la comunidad eclesial, haciendo
resonar las palabras de la salvación.
De nuevo el presbítero, durante la proclamación de la primera Plega-
ria Eucarística (del Canon Romano) al momento del ofrecimiento (“te pe-
dimos humildemente, Dios todopoderoso [...]”), se inclina con las manos
juntas para evidenciar su actitud de humildad al ofrecer al Padre los dones
eucarísticos e indica la fecundidad de éstos, concluyendo la oración con el
pecho erguido y con el signo de la cruz. Sobre quien se inclina al presentar
al Padre el ofrecimiento del Hijo, desciende, por pura condescendencia di-
vina, la plenitud de toda gracia y bendición del cielo (“seamos colmados
de gracias y bendiciones”, dice el celebrante). En este dinamismo se con-
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cretiza el principio evangélico: “Porque a todo el que se encumbra lo baja-
rán y al que se baja lo encumbrarán” (Lc 14,11). La inclinación forma a
cada celebrante en la madurez de la humildad evangélica, ya que es en tal
disposición que las tres Personas divinas realizan maravillas, atrayendo a
la comunidad trinitaria a todos los discípulos.
En la conclusión de la bendición solemne, el diácono se dirige a la
asamblea diciendo: “Inclínense para recibir la bendición”. Esta disposición
del cuerpo indica la voluntad de construir la propia existencia en una cons-
tante disponibilidad al misterio de Cristo en condición de acogida de la
gratuidad y de la fuerza divina. La asamblea, reconociendo su propia in-
dignidad frente a la voluntad eucarística de Cristo que envía a los discípu-
los, cual vivientes y creíbles signos del mundo nuevo, adopta una activa
disposición de súplica para que Dios continúe obrando en su historia.
I „i asamblea espiritualmente sabe que ha de actualizar la experiencia
de los apóstoles en los primeros tiempos de la comunidad cristiana, según
lo que describe el evangelista Marcos al precisar su misión: “Ellos se fue-
ron a predicar el mensaje por todas partes y el Señor cooperaba confir-
mándolo con las señales que los acompañaban” (Mc 16, 20).
La inclinación hace explícita la invocación del “pobre de espíritu”
que adopta una actitud de acogida ante el don de la salvación bajo el deseo
de que el Padre renueve la persona de cada uno de los celebrantes. Es el
gesto que expresa la conciencia de que no se da una verdadera disposición
de estar ante la presencia divina que no nazca de la actitud de dejarse inva-
dir por la fuerza que viene de lo alto.
Con el sucesivo erguirse del cuerpo, los celebrantes expresan la con-
vicción de que la súplica fue atendida y que se da un efectivo cumplimien-
to al acontecimiento de la salvación. En la existencia cotidiana, el discípu-
lo adopta entonces una constante condición de apertura: actitud propia de
las criaturas que buscan siempre en el devenir histórico, ser cada vez más
una gloriosa transparencia de la fidelidad del Padre en los afanes de todos
los días.

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26. INTERCAMBIAR LA PAZ

Dentro del contexto de los ritos de comunión, la liturgia romana nos


invita a incluir un gesto que es claramente legible: darse la paz o el inter-
cambio de la paz. El presbítero (o el diácono) dirige a la asamblea una de
estas invitaciones: “Dense fraternalmente la paz”, “Intercambien ahora un
signo de comunión fraterna” (o fórmulas similares, según el Misal nos su-
giere). Para comprender bien este rito, es importante hacerse alumnos del
texto litúrgico. La Instrucción General del Misal Romano dice: “Sigue el
rito de la paz, con el que la Iglesia implora la paz y la unidad para sí mis-
ma y para toda la familia humana, y con el que los fieles se expresan la
comunión eclesial y la mutua caridad, antes de la comunión sacramental.
En cuanto al signo mismo para dar la paz, establezca la Conferencia
de Obispos el modo, según la idiosincrasia y ‘as costumbres de los pue-
blos” (n. 82).
Cada una de las disposiciones rituales se fundamenta en las Escrituras
y persigue un doble fin: por un lado, intenta hacer creíble el comporta-
miento que se lleva a cabo y por el otro, busca superar el riesgo de la cos-
tumbre de todos los días.
El gesto de intercambiar la paz ha de interpretarse en la trama de la
entera celebración y sobre el fondo de las narraciones de las apariciones
después de la Pascua del Resucitado. La comunidad en ese particular mo-
mento de la celebración, es conducida a entrar en el gesto de Jesús que
parte el pan con los discípulos para compartir con ellos su misterio de
muerte y resurrección. Según el estilo narrativo de los evangelistas (cfr Lc
24, 36; Jn 20,19), el Resucitado se aparece a los suyos y les comunica la
vida nueva irradiada por su Pascua: la paz mesiánica prometida en la Últi-
ma Cena (cfr Jn 14, 27). Precisamente, la oración que en la liturgia precede
al intercambio de la paz, coloca éste al interno del acontecimiento de la Úl-
tima Cena (“Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: ‘La paz les dejo,
mi paz les doy’ [...]”) y nos refuerza en la convicción de que el Señor
mismo está donándonos su paz (“La paz del Señor esté siempre con uste-
des”). El intercambio de la paz ha de provenir de la presencia sacramental
del Resucitado con el fin de que los fieles compartan el Espíritu en forma
que se pueda generar la comunión fraterna entre ellos según el modelo del
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Evangelio. Es Cristo quien anima el vínculo invisible que une a los herma-
nos en la fe y los hace un solo cuerpo y un solo espíritu. Sólo en esta con-
dición fraterna los dones eucarísticos se hacen fecundos. En tal forma se
sedimenta en los corazones el clima pascual, que anima a la asamblea y se
extiende a la humanidad entera en un abrazo universal. Así, en ese mo-
mento, una asamblea eucarística determinada está presente y la humanidad
entera está en comunión evangélica. Se entiende entonces la estrecha rela-
ción entre el inicio de la celebración eucarística en la cual el Resucitado
nos dona su paz y el gesto de comunión con que en la exaltación del Espí-
ritu, probamos el profundo significado pascual de estar juntos para acoger
el don del “Cuerpo entregado” y de la “Sangre derramada”. Así, se mani-
fiesta el canto neotestamentario que el apóstol Pablo nos ofrece en la Carta
a los Efesios: “Ahora, en cambio, gracias al Mesías Jesús, ustedes los que
antes estaban lejos están cerca por la sangre del Mesías, porque él es nues-
tra paz: él, que de los dos pueblos hizo uno” (Ef 2,13-14).
El compartir la señoría de Cristo se expresa a través de ciertas moda-
lidades que manifiestan una verdadera y fecunda experiencia de comunión:
el beso de la paz, el estrechar las manos, el abrazo fraterno u otros gestos
que las diferentes culturas a través del tiempo han elaborado.
Esta expresión de celebración tiene sus raíces en la tradición neotes-
tamentaria. A propósito del intercambio del beso fraterno, así nos aconseja
el apóstol Pablo: “[...] hermanos: estén alegres, recóbrense, tengan ánimos
y anden de acuerdo; vivan en paz, y el Dios del amor y la paz estará con
ustedes. Salúdense unos a otros con el beso ritual. Todos los consagrados
los saludan” (2 Cor 13,11-12). El beso es signo del misterio de comunión
que une a los celebrantes, que precisamente son los consagrados o los san-
tos (cfr 2 Cor 1, 1); el beso expresa, comunica y comparte el significado
que anima la vida de la comunidad que está celebrando los divinos miste-
rios. En esto se evidencia el arrebatamiento de la común pertenencia a la
Santísima Trinidad (cfr 2 Cor 13, 13) y la exaltación al comunicar la pro-
pia vitalidad interior a los hermanos en forma que juntos crezcamos en la
intimidad divina que está por ser ofrecida en los dones eucarísticos. El
‘‘beso de la comunión entre los santos”, abre la puerta a la asunción de los
“dones santos” para que la reciprocidad entre los discípulos esté en Cristo
y en el Espíritu Santo.
La verdad de la comunión eucarística se muestra en toda su fuerza, si
los discípulos viven la alegría de ser el uno en el otro, según la bella ima-
gen de la vid y los sarmientos (cfr Jn 15,1-5) y si la invitación de Jesús di-

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rigida a sus discípulos para que sean sus auténticos seguidores (cfr Jn
13,15-16) es atendida.
También el segundo gesto, el de estrecharse las manos, que precisa-
mente es tradicional, se caracteriza por su profunda carga de reciprocidad,
si es que sabemos tomar su significado más profundo.
La mano posee su propia vitalidad ya que expresa la riqueza de la vi-
da interior de la persona. En el gesto de acercar las manos por parte de dos
personas se observa la comunicación de la experiencia espiritual de ambas
personalidades. La mano en la mano indica el inicio fecundo de una inten-
sa reciprocidad interpersonal en la perspectiva de un diálogo marcado por
un fuerte componente afectivo. Se da entonces el desarrollo relacional de
dos personas que quieren compartir el mismo significado de la vida. Ade-
más, el contexto que circunda y marca este gesto define posteriormente el
sentido de la reciprocidad. El clima de la celebración está dado por la pre-
sencia del Resucitado que no sólo está presente en la asamblea eucarística,
sino que está realizando una renovación en la persona de cada uno de los
celebrantes. En el intercambio de la paz, a través del estrechamiento de las
manos, la asamblea respira la creatividad de comunión que le es propia al
Espíritu Santo y pone en evidencia que cada persona quiere donarse al
hermano en Cristo Jesús y acoger al hermano como si fuera Cristo mismo.
La seriedad al llevar a cabo estos gestos, expresa el intenso clima de ora-
ción que anima a los celebrantes y que los introduce en la comunión trini-
taria en forma que se realice el principio de la epíclesis de la comunión:
“[...] Y concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que, congre-
gados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctimas
vivas para alabanza de tu gloria” (Plegaria Eucarística IV). El gesto co-
munica la intensa y fecunda relación entre Cristo y los suyos; relación de-
sigual en la cual Dios se comunica a los hombres y ellos, animados por un
enaltecido reconocimiento frente a la generosa gratuidad del Maestro, es-
tán en posibilidad de acogerlo en los dones eucarísticos. Este es también el
sentido del abrazo que comunica la firme voluntad de hacerse una sola
persona en la paz que proviene de Cristo muerto y resucitado y que nos
hace aptos para construir la fraternidad eclesial en el don del Espíritu San-
to. Se expresa así sensiblemente la fuerza hacia la unidad en Cristo que es
el dinamismo clave de la celebración eucarística.
El don que la oración eucarística ofrece a la comunidad celebrante
puede ser asumido únicamente si los que están preparándose para acoger al
Maestro muerto y resucitado en los signos eucarísticos viven intensamente

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la vida teologal de una fuerte comunión en la Pascua de Jesús y en el Pen-
tecostés del Espíritu Santo. Esta experiencia forma a los discípulos a vivir
y a compartir el don “invisible” de la salvación a través de la forma de los
gestos sacramentales.

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27. FRACCIÓN DEL PAN

El misterio eucarístico había asumido en la tradición neotestamenta-


ria también la denominación de “fracción del pan” o de “partir el pan” (cfr
Lc 24, 35; Hch 2, 42; 20, 7), que nos permite descubrir que un aspecto par-
ticular del entero acontecimiento sacramental dio tal particularidad a todo
el rito. Es importante subrayar que es en el ámbito del rito de comunión
donde encontramos el gesto de partir el pan, para que los fieles logremos
comprender que el don de la asunción de las ofrendas eucarísticas ha de
generar una comunión, con la condición de que sepamos acceder al sentido
“místico-sacramental” del acto ritual.
Así se expresa la Instrucción General del Misal Romano: “El gesto
de la fracción del Pan realizado por Cristo en la Última Cena, que en el
tiempo apostólico designó a toda la acción eucarística, significa que los
fieles siendo muchos, en la Comunión de un solo Pan de vida, que es Cris-
to muerto y resucitado para la salvación del mundo, forman un solo cuerpo
(I Cor 10, 17) [...]” (n. 83).
Esta experiencia espiritual se expresa en el hecho de partir el único
pan en pequeños fragmentos para compartir con los hermanos en la fe, El
significado más profundo de este rito es posteriormente profundizado
cuando uno de esos trozos se pone en el cáliz en el contexto de la invoca-
ción-aclamación: “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo”. En
seguida, tiene lugar la elevación de las ofrendas eucarísticas por parte del
presbítero y de los ministros y la distribución de la comunión a los fieles.
Esta partición nos hace entender claramente que el valor del gesto de frac-
cionar el pan debe orientar a la asamblea litúrgica que está por abrirse al
don del pan y del vino eucarísticos.
Aquí entramos en un recorrido ritual que expresa el camino espiritual
de la comunidad que celebra. Sobre el altar está colocado el único pan,
Cristo Jesús, que quiere atraer a todo hombre en su comunión con el Padre.
Descubrimos así el recorrido que el misterio eucarístico ofrece a nuestra
vida cotidiana: de la inspiración trinitaria culminante en la Pascua de Jesús
brota el gesto de partir el pan y de asumir un fragmento. Toda la historia
del discípulo vive de comunión y está orientada a la comunión en un mis-
terio que gira en torno a la persona de Jesús muerto y resucitado. Si la pro-
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clamación de la Plegaria Eucarística ha introducido a la asamblea cele-
brante en la historia de la salvación, la ritualidad que caracteriza la comu-
nión debe representar su actualización.
El Canto de “Cordero de Dios...” crea el clima oblativo de la cruz.
Aquí, Cristo, el nuevo Cordero de Dios, muere para reunir a los hijos dis-
persos (cfr Jn 11, 52) atrayéndolos hacia Él (cfr Jn 12, 32). Es la fasci-
nación de este misterio de comunión la que envuelve al discípulo que
orienta la mirada a Aquel que han traspasado (cfr Jn 19, 37). El acto de
partir el pan expresa el deseo del Maestro de que cada hombre viva en co-
munión con el Padre, como Él mismo oró en la Última Cena: “por ellos me
consagro a ti, para que también ellos te queden consagrados de verdad” (Jn
17,19). El gesto que en forma inmediata nos orienta a una función inme-
diata, tal cual es la distribución del pan eucarístico a todos los fieles,
reasume una profunda significación mística y espiritual si se penetra en su
relectura creyente y teológica. No se da comunión si en Jesús no se con-
vierte uno en su Cuerpo entregado y en su Sangre derramada. Este profun-
do valor es evocado por el celebrante cuando pone en el cáliz una pequeña
porción de la Hostia fraccionada. En sus orígenes, el gesto ponía en evi-
dencia el don de la comunión al único misterio eucarístico celebrado por el
obispo de Roma, quien deseaba “regalar” la comunión eucarística a los
presbíteros que celebraban en otras asambleas litúrgicas. En el ámbito teo-
lógico y espiritual, este gesto asume una significación de gran alcance para
la edificación de una comunidad que quiera llamarse eucarística.
El pan en su esencia es una intensa experiencia de comunión: los
múltiples granos de trigo se hacen un único pan. Es signo de Cristo que
recoge en torno a sí, a la entera humanidad fusionándola en la unidad de su
amor oblativo (cfr Didaké, X). Una única asamblea litúrgica, que reunida
en torno a la misma mesa del Señor, comparte el mismo pan: está comuni-
cando así un sorprendente misterio de comunión (cfr I Cor, 10, 16). Esta
vocación encuentra su propia verdad en la ofrenda que Jesús hace de sí
mismo en el Calvario mediante el derramamiento de su sangre (cfr Heb 9,
14.28; 10, 10). El presbítero al poner el fragmento de pan en el cáliz reali-
za un proceso muy sencillo: el vino impregna el trozo de pan. Aquí toma-
mos la profundidad del misterio. La Eucaristía es seguramente la fascina-
ción viviente de la vocación a la comunión que identifica a la comunidad
cristiana (cfr Jn 17, 22). Sin embargo, este acontecimiento no se da en
forma fecunda en toda la comunidad si no es al interior de una existencia
de oblación en “imitación” teologal, sacramental y existencial de Cristo
que en su sangre derramada ha generado la unificación de la humanidad en
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sí mismo (cfr Col 1, 20; Ef 1, 10). Es en su persona donada en la libertad
del amor y de la comunión, que esta experiencia ilumina la historia de to-
dos los hombres. No se da verdadera participación fraterna si el amor no se
hace don de sí para cada hombre, es decir, si no vivimos el corazón oblati-
vo del Maestro. En tal forma se podría entrever que el ofrecimiento de la
propia vida por parte de Cristo impregna la vida de comunión en la comu-
nidad y le dona su significación salvífica. El cristiano, que en el canto del
Cordero de Dios se deja envolver por la contemplación del Crucificado de
quien brotó sangre y agua, aprende a amar su historia como encarnación
del ofrecimiento del Maestro para crear un proceso de comunión, tal como
el Padre lo ha pensado, Jesús lo ha construido y el Espíritu Santo lo ha lle-
vado a término en la eficacia de la redención. En el cáliz, gracias a la fuer-
za creadora del Espíritu Santo, se “reconstituye” la unidad de la persona de
Cristo: el Cuerpo entregado y la Sangre derramada en el Espíritu Santo se
hacen el Cristo que en plenitud se dona a toda la humanidad. En el cáliz,
entonces, todo discípulo del Señor redescubre la fuente y el alma de la
propia existencia de discípulo: está llamado a hacer suya la Pascua del
Maestro para madurar en la comunión trinitaria.
Además, este acto de asumir las ofrendas del pan y del vino, expresa
la firme voluntad del discípulo de animar las opciones cotidianas a la luz
del misterio que está presente en las ofrendas eucarísticas. En efecto, el
Cuerpo entregado y la Sangre derramada penetran en la persona de cada
discípulo, impregnan sus facultades y potencialidades existenciales y lo
orientan a ser el corazón viviente de Cristo en el trayecto cotidiano de la
existencia. Únicamente de esta forma, el gesto ritual se hace no sólo la ex-
presión de una profesión de fe en el misterio pascual, sino también el pun-
to de referencia para elaborar un estilo relacional con los hermanos, que
esté únicamente iluminado por Aquel que en la cruz atrajo hacia sí a todas
las criaturas humanas. Quienes se acercan a las ofrendas eucarísticas deben
sentirse involucrados en el misterio de comunión y de oblación de la frac-
ción del pan para hacer verdadera la voluntad de abrir completamente la
propia persona a la persona pascual de Cristo. En el Amén que el bautiza-
do profiere cuando el presbítero le presenta las ofrendas eucarísticas: “el
Cuerpo y la Sangre de Cristo”, se sedimenta la alegría de querer construir
la propia historia como una imitación viviente de Cristo, a través de una
creciente pasión por la comunión fraterna, a imagen de la circulación de
amor que anima a las tres Personas divinas. El misterio que se “canta” du-
rante la Plegaria Eucarística se asume en el acto de la comunión de las
ofrendas eucarísticas para que cada celebrante descubra la propia identidad
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en la fecundidad pascual del Maestro y comprenda que no se da verdadera
unidad si no es en el dejarse asumir en la entrega al Padre y a toda la hu-
manidad. Aquellos que comparten el Cuerpo entregado y la Sangre derra-
mada sienten por eso en sí mismos el apremio de hacerse en Cristo y como
Cristo, Cuerpo entregado y Sangre derramada con y para los hermanos pa-
ra expandir el sentido mismo de la celebración eucarística: que todos los
hombres sean una sola realidad a imitación de la comunión que existe en-
tre el Padre y el Hijo.

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28. IR A MISA

El Espíritu Santo actúa en el corazón de cada cristiano y lo regenera


incitándolo a anhelar la verdadera experiencia de comunión con el Maestro
y con los hermanos. La Iglesia, a través de la asamblea litúrgica, es el
signo de esta constante vocación a avanzar hacia la comunión.
Para el discípulo del Señor, por consiguiente, el deseo de acceder al
recinto de la celebración litúrgica constituye algo que experimenta nor-
malmente, se podría decir, en forma obvia, pero esto implica un riesgo: no
tomar toda la riqueza y el vigor de este deseo y el no asumir una actitud
intensa de apertura y asombro, de acogida y crecimiento en cuanto al don
de la conversión se refiere. La celebración litúrgica encarna un estilo de
vida, traduce la dinámica en acto en el corazón del creyente que siente re-
sonar en su persona la invitación del Maestro: “Acerqúense a mí todos los
que están rendidos y abrumados, que yo los aliviaré” (Mt 11, 29). A esta
llamada es posible responder de una sola forma: dejar casa, costumbres,
actividades, para decidirse al seguimiento de Cristo, verdadera y única luz
que ilumina los pasos de las criaturas (cfr Jn 8, 12). El discípulo se siente
cada semana invitado a hacer propia la iniciativa de Cristo, quien lo atrae
hacia su Persona porque desea que su hijo haga su morada en la intimidad
di vino-humana. El sonido mismo de las campanas se convierte en la ac-
tualización de la Palabra siempre vigente de Cristo que aún hoy nos guía
con toda su fuerza carismática: “Sígueme, deja todo, permíteme vivir en ti
mi Pascua para que celebres conmigo el hoy de la libertad propia del
Reino de los Cielos”. En efecto, es importante redescubrir el sentido que
tiene el sonido de las campanas, como nos lo enseña el rito de la bendición
de las campanas en su introducción: “Se remonta a la antigüedad la cos-
tumbre de recurrir a signos o a sonidos particulares para convocar al pue-
blo cristiano a la celebración litúrgica comunitaria y para tenerlo al tanto
de los acontecimientos más importantes de la comunidad local. La voz de
la campana expresa, así pues, de alguna forma, los sentimientos del pueblo
de Dios cuando da saltos de alegría o cuando llora, cuando da gracias y
eleva súplicas y cuando reuniéndose en el mismo lugar, manifiesta el mis-
terio de su vida en Cristo Señor” (Bendicional, n. 1032).

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Desde esta visión, podemos leer nuestro ir a Misa como la continua
actualidad del camino “catecumenal” que nos permite celebrar el culto en
espíritu y verdad y llegar así a la identificación con Jesús, nuestro Maestro
y nuestro Señor. Escuchemos su voz que nos dice: “Vengan y verán, esta-
rán conmigo y probarán mi gloria, entrarán en la comunión con el Padre y
habitarán en la gloria que no tiene ocaso”. Con entusiasmo aceptemos su
invitación y atraídos por el Espíritu Santo apresurémonos hacia la fuente
del agua que salta hacia la vida eterna.
El hecho de ir a Misa expresa la fecundidad de la atracción obrada
por el Espíritu Santo que nos convoca a celebrar el acontecimiento pas-
cual. Un movimiento similar no tiene su origen en la iniciativa del sujeto
porque en este caso el bautizado podría verse tentado a buscarse a sí mis-
mo, sus propias esperanzas y su propia prospectiva existencial. Es Cristo
quien actúa en él y que siembra en su corazón la sed y el anhelo de ver el
rostro de Dios (cfr Sal 41). La existencia concreta se presenta compleja y
oscura y presenta al discípulo un intenso deseo de luz. La esperanza de en-
contrar la luz que lo ilumine de las tinieblas de la historia y que le inspire
opciones en el estilo del Evangelio anima a todo bautizado a ponerse en
camino para estar ante la presencia de Dios en la asamblea litúrgica y aco-
ger el “espíritu de revelación” que lo guíe a cumplir la voluntad divina en
la vida de todos los días.
En consecuencia, dentro de la nube creadora de la iniciativa divina, el
discípulo se olvida de sí mismo, abandona todo lo que no pertenece a la
verdad de su vida, en el Espíritu va más allá del espacio y del tiempo y se
sumerge en la acción recreadora de las tres Personas divinas. Es el gran
acontecimiento que se da en la celebración litúrgica. Bajo una lectura his-
tórico-salvífica, el deseo del discípulo de acoger la invitación de Cristo,
como condición para poder celebrar las maravillas de Dios, lo coloca en
una condición de éxodo, de abandono de un estilo de vida animado única-
mente por criterios humanos, lo lleva a adentrarse en una experiencia que
lo ilumine y lo regenere en el constante renacer de lo alto. En su paso hacia
el templo, el fiel revive la historia del éxodo bíblico. Esta verdad se expre-
sa a través de tres signos que lo acompañan y lo definen en su itinerario: el
atrio, la fachada el templo, la puerta de acceso al lugar de la asamblea.
Ante todo, el atrio representa la encarnación en la historia del mundo
de la experiencia del monje que va al coro pasando a través del claustro.
Aquí, en el silencio de su meditación y el asombro de su corazón, es guia-
do por la vivacidad de la fe a “rumiar” intensamente la historia divina para

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personalizarla y dejarse llenar por la conmoción que tiende a dilatarse en
su corazón tal como debería suceder a todo creyente. De la misma forma,
el cristiano que va a Misa escuchando, meditando, rumiando, proclamando
las maravillas que el Padre ha sembrado en la historia de la salvación, ali-
menta el deseo de “subir al monte del Señor” para poder entonar un canto
nuevo al Altísimo. La fascinación de Cristo hace lanzar hacia delante toda
la persona del bautizado que anhela ser poseída por Aquel que es el soplo
vital, que es el sentido y la inspiración del comportamiento de su existen-
cia. Este proceso no está activado por deseos humanos, sino que está ilu-
minado por la dimensión propia del anuncio evangélico expresado por la
arquitectura y por la iconografía de la fachada del templo. Frente al ojo del
individuo sensible que acoge las imágenes de la historia de la salvación, se
abre completamente el corazón del Espíritu para que se enraíce siempre
más en la vida de cada celebrante el anhelo de probar cuan agradable es el
Señor. La fachada del lugar de culto mediante sus representaciones artísti-
cas y su estructura arquitectónica ilumina el “desierto litúrgico” que es el
atrio, para que el camino hacia el templo esté verdaderamente lleno de
contenidos. Sobre el fondo de los salmos de ascensión (119-127) y del in-
greso al Templo (14 y 23), el bautizado desarrolla el deseo de encontrar a
Aquel que lo ha llamado, lo acompaña en el Espíritu y le ofrece el deseo
de acceder a la plenitud de la vida. Se revela en tal forma una maravillosa
síntesis en el corazón del creyente. En la fuerza del Espíritu Santo, él escu-
cha la invitación de Cristo a seguirlo, entra en comunión con Él en la cele-
bración eucarística, medita la historia de Dios con los ojos del corazón di-
rigidos a la fachada del templo y mientras camina, siente aumentar en su
corazón el deseo de dejarse encontrar en la exaltación espiritual por Aquel
que lo ha llamado.
La puerta, entonces, realiza la figura joánica de Cristo que es la puer-
ta de las ovejas (cfr Jn 10, 7.9). La conciencia de que sólo el Señor muerto
y resucitado lo hace conocer al Padre, estimula al cristiano a vivir en forma
cada vez más radical su identificación con la intensidad de la vida del
Maestro. El paso de la historia ordinaria a la asamblea litúrgica lo hace re-
cordar que su existencia “está escondida con el Mesías en Dios” (Col 3, 3)
y que sólo la plena configuración a la experiencia pascual del Maestro le
permite acceder a la participación litúrgica activa y fecunda con los her-
manos en la fe. El fiel rememora las palabras de Jesús en la convivencia de
la Última Cena: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie se acerca al
Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Esta verdad lo anima a vivir el gesto de cru-
zar el umbral como una opción positiva del significado de la propia exis-
104
tencia, ya que sólo en Cristo, celebrado en la comunión fraterna, puede
descubrir, vivir y profundizar la belleza de la vida. El creyente sabe que es
sólo en el encuentro con el Dios hecho hombre, presente en el recinto ele
la asamblea litúrgica, que su persona podrá participar en la luz que no tra-
monta nunca y que lo guiará en el camino del tiempo, en espera de la ple-
nitud de la Gloria.

105
29. “PUEDEN IR EN PAZ”

La celebración litúrgica ofrece a la comunidad cristiana la posibilidad


de acceder al descanso de Dios, de iluminar de eternidad la historia, de re-
generar las criaturas humanas en su identidad personal. La acción sacra-
mental hace saborear a los discípulos el don de la revelación de la presen-
cia de Dios y les permite madurar en la experiencia de la salvación.
La despedida de la asamblea confía a los discípulos del Señor la tarea
de sembrar en la historia de la humanidad la fe, la esperanza, la caridad ce-
lebradas y compartidas en los divinos misterios. La Instrucción General
del Misal Romano nos dice que la despedida con la cual se da por conclui-
da la asamblea, hace que cada uno “regrese a su bien obrar, alabando y
bendiciendo a Dios” (n. 90 c). Esta indicación retoma ritualmente la expe-
riencia que el Resucitado compartió con los suyos cuando se les apareció
la mañana de Pascua: “Paz con ustedes. Como el Padre me ha enviado, los
envío yo también” (Jn 20, 21). Lo que el evangelista nos ofrece en la na-
rración de las apariciones del Resucitado está siempre presente y operante
en las asambleas litúrgicas que vuelven a escuchar la llamada a la misión
que el Maestro dio a sus discípulos. Cuando la asamblea reunida oye la in-
vitación del ministro ordenado: “Glorifiquen al Señor con su vida, pueden
ir en paz” y en la exaltación por las maravillas divinas, responde: “Demos
gracias a Dios”, se siente investida de esta vocación. En este diálogo con-
clusivo, en efecto, el bautizado se percata del significado de su salida del
lugar del culto como un entrar en el tiempo-espacio de los hombres para
testimoniar la novedad que el Resucitado ha llevado al mundo, para sem-
brar la esperanza que viene de Dios, para ofrecer incluso la propia vida en
el martirio histórico, para proclamar al mundo que Cristo hace nuevas to-
das las cosas, para compartir con los hermanos la fuerza hacia la Pascua
eterna del Reino.
En la celebración, Cristo glorioso le ha ofrecido al fiel los elementos
para construir en verdad la propia existencia, el Espíritu Santo lo ha en-
vuelto con su abrazo que extasía, la comunión con los hermanos lo ha invi-
tado a obrar en la historia con la pasión de quien quiere construir un ver-
dadero camino de apertura a todo el mundo para iniciar una auténtica ex-
periencia de fraternidad según el proyecto del Padre. Lo que en el rito se
106
celebra está destinado a distinguir el camino de todos los días. Subsiste, en
efecto, una estrecha relación entre lo que se ha celebrado en el misterio y
lo que se debe encarnar en la vida ordinaria. Si el acceso al templo ha sido
animado por la acogida creyente del Maestro y la celebración ha significa-
do para los discípulos el don de ser transformados en su amor, la salida del
templo representa el compromiso de construir la vida en la luz de su Pas-
cua. La dimensión ordinaria de la vida representa el verdadero lugar para
la creatividad existencial de los discípulos del Señor, los cuales se sienten
llamados a mediar en las opciones cotidianas el amor pascual de las tres
Personas de la Santísima Trinidad, las contingencias históricas de todos los
días, para que de la existencia pueda verdaderamente fluir el himno cósmi-
co al Padre por Cristo y en el Espíritu Santo. Este recorrido es posible,
porque los bautizados han gozado sacramentalmente de la plenitud divina.
A través de la dinámica participativa al rito, han sido envueltos de la pleni-
tud del amor trinitario, han gozado del cumplimiento de las promesas divi-
nas, sus personas han sido recreadas por la fuerza del Espíritu Santo, se
sienten animadas a asumir en forma cada vez más viva la mentalidad del
Maestro. Esta riqueza resulta verdadera cuando se hace exuberancia en la
comunicación del Misterio a los hermanos que son lanzados en el deseo
hacia la realización de su existencia. La celebración litúrgica constituye un
signo profético para la entera humanidad que está continuamente en la
búsqueda de dar un sentido a la propia existencia.
El atrio se convierte entonces en el espacio del renovado Pentecostés
de la comunidad cristiana, que proclama las maravillas de Dios y constitu-
ye la ocasión oportuna para contagiar a todos los hombres que en el ca-
mino de la historia se encuentran sedientos de verdad, de la búsqueda de
fuentes que calmen su sed ardiente. El cristiano que de la liturgia descien-
de a lo cotidiano es un himno a la belleza de la vida y esta actitud testimo-
nial debería fascinar a los hermanos, que en él pueden encontrar una guía
para buscar la luz “que alumbra a todo hombre, [que] estaba llegando al
mundo” (Jn 1, 9).
Tres podrían ser los compromisos que el Resucitado pide a los que ha
regenerado en su amor: el trabajo por el desarrollo de la comunión, la con-
ciencia operante de la provisionalidad de la historia humana, la fuerza ha-
cia el cumplimento de la plenitud de la vida.
La asamblea litúrgica, cuando se despide, hace probar a todos que en
la experiencia de la fe celebrada, la criatura encuentra la verdad de su vo-
cación: construir la historia de los hombres como una verdadera historia de

107
fraternidad a imagen de la comunión que subsiste en la Santísima Trinidad.
La comunión eucarística es al mismo tiempo punto de partida y punto de
llegada de este proyecto, que debería distinguir las aspiraciones y las op-
ciones de cada día.
En el contexto de la asamblea litúrgica, el corazón de los fieles se
abre a la universalidad del don de la salvación, a través del rito, ellos han
acogido a la entera humanidad en la inefable atracción espiritual en Cristo
Jesús. Esta experiencia se expresa al vivir las relaciones con auténtica
apertura hacia todo hombre, cualquiera que sea su historia, para que se
realice la comunión universal por la cual Jesús donó su vida.
Al mismo tiempo, la conciencia de la provisionalidad de la celebra-
ción litúrgica, anima al discípulo a obrar en la historia con la espiritualidad
del caminante, que vive intensamente el momento presente.
El cristiano, entrando en la historia, no teme actuar en conformidad
con el Evangelio, encarnar la mentalidad del Maestro, leer y amar la histo-
ria con su amor, porque el sentido de su vida es mucho más profundo.
Quien en la celebración sacramental acoge el don de la plenitud del amor
divino, prueba en el propio corazón la libertad de Cristo y no se deja apri-
sionar por las situaciones contingentes. Liberado por Cristo en el Espíritu,
el bautizado vive el don de la libertad en las opciones operativas cotidia-
nas, dejándose crucificar por las culturas del mundo para sembrar en el co-
razón de los hermanos la alegría que viene de lo alto.
El trabajo concreto, en consecuencia, estimula a la comunidad a
orientar la propia existencia hacia la plenitud de la gloria y el cumplimien-
to de todo deseo. La celebración litúrgica la coloca en la dimensión de la
eternidad bienaventurada y la orienta en una fecunda espera de la donación
de la plenitud del amor divino. Esta espera de la Jerusalén Celestial la
anima a compartir la señoría de Cristo en el proceso del llegar a ser de los
acontecimientos históricos, probando de antemano el acceso al jardín del
Edén y el acercamiento al árbol de la vida.
Este análisis nos ayuda a comprender el rito de la despedida de la
asamblea no como la conclusión de un acto formal y jurídico, sino como el
punto de partida para construir el mundo en el arrebatamiento del Espíritu,
según el modelo “visto” en la celebración de los divinos misterios y para
hacerlo un mundo que sea como el Padre lo ha pensado: lugar de comu-
nión a través del compromiso cotidiano en la perspectiva de la realización
del Reino. El cristiano saliendo del templo entra en las calles de la historia
difundiendo la belleza fecunda de la señoría de Cristo y el entusiasmo del
108
Espíritu, en un proceso inagotable de libertad, en forma tal que del corazón
de cada criatura humana brote el himno de alabanza, fuente y meta de cada
deseo humano, en espera de la plena y total transfiguración en la belleza
propia de la visión de las tres Personas divinas, pleno cumplimiento de la
historia de la humanidad entera.

109
30. AGUA BENDITA

El cristiano al entrar al templo, se humedece los dedos con agua ben-


dita y traza la señal de la cruz sobre sí mismo. A través de este gesto da
significado a su entrada a la construcción: toma renovada conciencia de su
vocación bautismal de acceder a la comunidad eclesial para celebrar con
ella los misterios divinos. Con el bautismo, se convirtió en destinatario del
amor gratuito de Dios que en Cristo, lo ha regenerado y en la celebración
eclesial, canta su acción de gracias por la misericordia del Padre y se reco-
noce criatura pecadora renovada siempre por el Espíritu Santo. Por esta
razón es importante la presencia de la pila de agua bendita en la puerta del
templo para que la verdad del don de la regeneración del agua y del Espíri-
tu esté siempre presente en la mentalidad evangélica de todo bautizado. La
expresión de alegría del acceso a la asamblea litúrgica y a la contempla-
ción del Resucitado nace de la renovada toma de conciencia de la vocación
bautismal de ser en Cristo criaturas nuevas. Ante todo, es importante tomar
el significado del agua bendita. Con este propósito, es particularmente in-
teresante leer la introducción del ritual para preparar el agua bendita fuera
de la Misa: “Entre los signos de los que se sirve la Iglesia para bendecir a
los fieles, es de uso frecuente, por antigua costumbre, el del agua. El agua
bendita evoca en la mente de los fieles a Cristo el Señor; en Él se compen-
dia la bendición divina, que se derrama sobre nosotros; es Él quien se lla-
mó a sí mismo ‘agua viva’ e instituyó para nosotros, en signo de bendición
que salva, el Bautismo, sacramento del agua” (Bendicional, n. 1085).
El agua posee en sí misma un profundo valor existencial ya que ex-
presa una intensa significación de relación en la construcción de la vida
cotidiana. La imagen que subyace en ella es muy eficaz. La criatura huma-
na no puede vivir sin saciar la sed: es cuestión de vida o muerte. Esta pro-
funda verdad constituye el punto de partida del uso que se hace del agua en
el lenguaje humano. El gesto de sumergirse en el agua expresa la voluntad
del hombre de regresar a la fuente de la vida para salir después de ella re-
generado; sólo así tiene la posibilidad de proceder con vigor interior ante
los múltiples y complejos trayectos de la vida. Desde este ángulo com-
prendemos por qué el hombre, cuando desea tomar conciencia de su propia
identidad y se encuentra en situación de búsqueda del sentido de la vida,
110
nota en sí mismo una intensa sed de verdad y anhela saciarse en una fuente
que lo pueda restaurar e iluminar y que le infunda esperanza en la oscuri-
dad de la historia. Esta dimensión figurativa obra en el interior de la rege-
neración bautismal. El camino que lleva a la fe adquiere su dinamismo a
través de la imagen de la sed para indicar que la criatura humana no puede
construirse a sí misma sin la opción de la fe, sin la cual está en riesgo de
destruirse. En consecuencia, quien acoge el don de la propia renovación en
el agua y en el Espíritu Santo advierte la constante exigencia de profundi-
zar esta sed dejándose atraer a la fuente del agua viva que es Cristo. Es la
experiencia joánica de la samaritana (cfr Jn 4). El Espíritu Santo, en efec-
to, provoca en el bautizado en forma inagotable la sed de Cristo y se lo do-
na en la celebración de los divinos misterios. En cierto modo, todo creyen-
te revive en su propia persona la experiencia de los salmistas, que expresan
el anhelo de reposar en Dios a través de la imagen de la sed (cfr Sal 41, 3)
o de la “tierra reseca, agotada, sin agua” (Sal 62, 2). El cristiano a través
de la acción de su ingreso en el templo, desea abandonar el cansancio exis-
tencial y dramático del yo y revivir la propia iniciación sacramental en
Cristo: representa una ruta de constante maduración en la novedad de la
vida evangélica (cfr Rom 6,4). En el gesto de humedecer los dedos en agua
bendita, el fiel expresa su deseo de sentirse regenerado por el Espíritu para
profundizar en la comunidad eclesial el significado existencial de la opción
por Cristo, aventura iniciada desde el día de su bautismo. En efecto, la fe-
cundidad de la celebración de los divinos misterios está vinculada a la vi-
vaz espera del encuentro sacramental con el Señor, fuente de agua viva. El
drama del bautizado saldría a flote en toda su verdad si él quisiera acceder
al encuentro sacramental con el Salvador sin anhelar el misterio con toda
su persona. El gesto de humedecer los dedos en la pila de agua bendita de-
bería hacer viva esta situación espiritual, que debería ser una constante en
su espíritu.
La señal de la cruz, a su vez, especifica el contenido de esta sed: el
acontecimiento pascual del Maestro. Si es verdad que todo hombre vive un
intenso anhelo de verdad de vida, el discípulo del Señor, en particular, tie-
ne la mirada siempre dirigida a Cristo muerto y resucitado, ya que sólo si
se dejar aferrar por Él, por su destino, por su interioridad, puede gozar de
la luz que viene de lo alto. El gesto de humedecer los dedos en agua bendi-
ta acompañado de la señal de la cruz, comunica un programa de vida de
entrega, de profundización en la celebración de los misterios pascuales: se
acrecienta la sed de identificación con el acontecimiento pascual ya que
sólo aquí la sed de vida puede ser saciada y se puede efectivamente volver
111
a descubrir la verdad de la existencia. Se genera entonces en la estructura
ritual, una relación entre humedecer los dedos en la pila de agua bendita,
introducir un fragmento de Hostia consagrada en el cáliz lleno de vino y
administrar los dones eucarísticos, a través del signo de humedecer el pan
en el vino. El gesto de humedecer los dedos en el agua bendita celebra los
divinos misterios en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Esta experiencia
de comunión se expresa en el cuerpo eucarístico manifestado en el signo
del pan consagrado. Contemplando a Cristo que preside la celebración eu-
carística, el bautizado advierte que no se da experiencia evangélica de co-
munión sin la imitación de la oblación de Cristo. Diciendo “Amén” frente
al pan humedecido en el vino, el cristiano expresa su fe en la verdad de la
comunión en el único cuerpo de Cristo: pan a través de la aceptación de su
sangre. En consecuencia, la vida eclesial realiza la comunión sólo si sabe
vivir continuamente el deseo, “interactuando” en la voluntad de dar la pro-
pia sangre. Se nos presenta entonces el camino de quien quiere ser el dis-
cípulo de Cristo.
El bautismo, revivido en el gesto de fe personal en el trayecto ecle-
sial, se realiza en la Eucaristía, en la cual Cristo se dona a cada discípulo,
realizando las promesas hechas por el Él: “Quien tenga sed, que se acerque
a mí; quien crea en mí, que beba” (Jn 7, 38) y “El que se acerca a mí no
pasará hambre y el que tiene fe en mí no tendrá nunca sed” (Jn 6, 35).
Quien se sumerge en Cristo muerto y resucitado a través de la fe bautis-
mal, colma su sed a través de la sangre del Cordero, respirando la comu-
nión trinitaria.
En este cuadro que anima la celebración eucarística, el cristiano ac-
cede al banquete del Reino, se deja atraer, nutrir y saciar por el Espíritu
Santo; Cristo, en consecuencia, colma su existencia de los bienes mesiáni-
cos (cfr Is 55,1-2), y le ofrece la posibilidad de acceder en la Plegaria Eu-
carística al rostro del Padre, cumplimiento contemplativo del verdadero
significado de la existencia.
En el rito que se realiza con la pila de agua bendita colocada a la en-
trada del templo, todo discípulo del Señor proclama su fe en el misterio
pascual, comunica a través del gesto ritual su deseo de vivir cada momento
a la luz del Eterno y se deja conducir por el Espíritu Santo para probar en
los acontecimientos sacramentales, la belleza y la fecundidad de la vida
eclesial, en espera del cumplimiento en la Jerusalén celestial, donde podrá
por siempre apagar la sed en el “río de agua viva, luciente como el cristal,
que salía del trono de Dios y del Cordero” (Ap 22, 1)

112
31. AYUNAR

Una acción que la Iglesia nos ofrece en el tiempo cuaresmal es el


ayuno, mismo que en la profundidad de la experiencia litúrgica se hace un
acontecimiento sacramental: revivir con el Maestro su ayuno de cuarenta
días en el desierto (cfr el prefacio del primer Domingo de Cuaresma). Este
gesto es de gran relevancia ya que supone una constante familiaridad con
Cristo para poder compartir con Él el acontecimiento pascual de su muer-
te-sepultura-resurrección (cfr I Cor 15, 3-4). Su aspiración ascética expresa
una intensa experiencia contemplativa. En efecto, la verdad fecunda de to-
do camino concreto se construye sobre el consistente fundamento de la
fascinación contemplativa de Cristo. El lenguaje del ayuno expresa la co-
munión interior con Jesús muerto y sepultado (cfr SC 110) para gozar su
resurrección en el cumplimiento del acontecimiento pascual. La oración
después de la bendición de la ceniza es muy significativa: “derrama la gra-
cia de tu bendición sobre estos siervos tuyos que van a recibir la ceniza,
para que, fieles a las prácticas cuaresmales puedan llegar, con un alma pu-
rificada, a celebrar la pascua de tu Hijo”.
Ante todo, se requiere siempre recordar que la verdad del lenguaje
exterior en el camino orante de la comunidad cristiana presupone una no
ordinaria experiencia espiritual. El poner aparte la comida natural es una
profesión de fe en la señoría de Cristo en el corazón del discípulo, es “can-
tar existencialmente” el primado del Absoluto sobre lo contingente. El
cristiano tiene la mirada del corazón fija en el Maestro; es el sentido mis-
mo de la vocación al discipulado. La experiencia del ayuno, que honra to-
da la persona del creyente y en consecuencia, a toda la comunidad cris-
tiana, expresa su deseo orante de que el Señor se haga presente en su vida,
ilumine sus decisiones y lo colme de la novedad propia del misterio pas-
cual. El tiempo cuaresmal representa un período particularmente sig-
nificativo desde este punto de vista; es profecía del empuje ascético que
debería acompañar al discípulo del Señor en los cotidianos afanes de la
conversión bautismal. Dicho tiempo es por propia naturaleza un período
“catecumenal”, durante el cual se profundiza la experiencia de ser discípu-
los que no pueden vivir sin reconocer el don de la misericordia divina y su
propia pobreza radical. Esta disposición interior lleva la atención de la per-
113
sona completamente a Cristo y a presentar, como consecuencia espontá-
nea, el olvido de las necesidades inmediatas presentes en la criatura huma-
na. La experiencia de la fe exige la capacidad de salir de la esfera del yo,
de olvidar la propia persona para volverse a encontrar a sí misma con el
objeto de recuperar la alegría de la existencia y subrayar el arrebatamiento
interior frente al transcurrir ordinario de la historia. La fascinación de lo
bello en el orden de la fe llega a involucrar tanto, que el hombre goza
cuando se olvida de sí mismo con el fin de no perder el arrebatamiento an-
te la contemplación de lo que le atrae y le ofrece el sabor de la vida. Vis-
lumbramos entonces que la experiencia del ayuno representa una profesión
de fe de la comunidad cristiana que proclama la señoría del Maestro en su
vida.
Además, el hecho de que el ayuno esté vinculado al signo de no co-
mer nos permite tomar con mayor fecundidad su significado teologal. La
criatura en su itinerario concreto se percata de la exigencia de contar con el
alimento para poder existir y para construir las relaciones con sus herma-
nos. Esta necesidad es primordial para la existencia. La opción por el
ayuno exalta el primado de Alguien que es el alimento verdadero y eterno
de todo hombre. El bautizado al elegir el ayuno se coloca en un plano su-
perior. Su alimento es Cristo en su misterio de Verbo encarnado, muerto y
resucitado; es en relación con Él como adquiere la auténtica realización de
su personalidad, para ser como el Padre lo había pensado desde la eterni-
dad. De esta forma, renunciar a la comida material se hace signo eficaz del
deseo del alimento celeste: estar sentados en el banquete de la comunión
eterna con las tres Personas divinas y con ellas, vivir con todos los herma-
nos bajo la luz de la Jerusalén celestial.
La liturgia, además, asocia la experiencia del ayuno con la imposi-
ción de la ceniza bajo una interesante interpretación teológico-espiritual.
El proceso cuaresmal conduce al bautizado a una vida renovada a imagen
del Señor resucitado. Esta meta es posible si el hombre viejo, a través de la
ascesis penitencial en la vivaz contemplación de Cristo, destruye al hom-
bre exterior para hacer renacer del polvo al hombre nuevo creado a imagen
y semejanza de Dios, que es viva participación de la gloria del Resucitado.
La experiencia del ayuno encarna el sentido pascual de la existencia de to-
do discípulo, llamado a morir en la y de la muerte de Jesús para resurgir en
la y de la resurrección. Esta vitalidad nos permite leer en clave positiva el
itinerario penitencial del discípulo, ya que el principio que califica la exis-
tencia en su devenir no es otro que el ascender con Cristo hacia la definiti-
va gloriosa comunión con el Padre, dejándose asumir en su anonadamiento
114
hasta la muerte de cruz. En el ayuno, el bautizado anhela ser alumno de la
libertad de Cristo para ascender cada vez más en el misterio de la vida: fe-
cunda participación en la comunión trinitaria. El bautizado anhela respirar
dentro de la respiración divina, celebrando el primado de Cristo y la crea-
tividad del Espíritu para hacer de sí mismo una sencilla y esencial glorifi-
cación del Padre.
El ayuno anima a todo discípulo a enamorarse del hoy divino, anhela
verse plasmado por el Espíritu con el fin de ser transparencia del rostro
luminoso de Cristo.
Este enamoramiento no permanece cerrado en la persona del bautiza-
do, sino que se hace fecundo en la construcción de las relaciones futuras,
El ayuno lleva al discípulo del Señor a la progresiva apertura hacia el otro,
a asumir las dinámicas y las problemáticas existenciales, a la creación de
un itinerario de efectiva solidaridad tanto en lo referente a las experiencias
espirituales, como en lo referente a los apremios materiales. El don del Es-
píritu Santo que lleva a emprender el camino del ayuno a imitación de la
actitud de Jesús, habilita al bautizado a estrechar relaciones interpersonales
con el objeto de construir una auténtica comunión fraterna. El cristiano, en
efecto, sabe que el sentido de cualquier opción o de cualquier actitud que
quiera efectivamente llamarse evangélica ha de estar orientada incesante-
mente a la vida en comunión. Es de acuerdo a esta finalidad, que toda acti-
tud creyente se construye. El punto de referencia es la celebración eucarís-
tica. El misterio eucarístico da sentido al ayuno que representa la fuente y
la culminación de toda experiencia penitencial que quiera llamarse efecti-
vamente evangélica. Es en la Eucaristía donde la iglesia vuelve a encon-
trarse a sí misma en su verdad y esencialidad.
La tradición de la Iglesia señala a la comunidad cristiana la exigencia
de vivir la condición de ayuno antes de acceder a la verdadera y plena par-
ticipación en el misterio eucarístico. Esta orientación va más allá de toda
posible lectura jurídica o moralizante, más bien expresa la conciencia cre-
yente de que todo bautizado, cuando se presenta ante la presencia del Se-
ñor, debe tener el corazón puro y liberado, abierto y dócil, para que el
Maestro pueda sembrar su Palabra, plasmarlo en su Espíritu y alimentarlo
con su cuerpo y con su sangre. La verdad de la celebración sacramental se
construye en una persona con un corazón atento y abierto, animado por la
súplica creyente, en forma tal que el Señor de la vida aparezca en su hori-
zonte, lo pueda habitar y lo regenere en un itinerario de constante novedad
de vida. Entonces, el bautizado, olvidando las realidades contingentes,

115
madura en la realidad eterna y justa, en la asamblea litúrgica, y en la co-
munión con las tres Personas divinas.
Este proceso hará florecer inevitablemente la experiencia de la co-
munión eclesial y universal que caracteriza la Eucaristía como tal y que en
ella es continuamente renovada. En Cristo Jesús está presente la entera
humanidad y toda actitud que se deje envolver por el acontecimiento euca-
rístico debe ser su obvio reflejo. La verdad de la vocación bautismal a la
conversión en el lenguaje del ayuno, se expresa en el desarrollo de la sed
de comunión fraterna, según el ideal apostólico (cfr Hch 2, 44-45; 4, 32-
35). Sólo así la Iglesia puede convertirse en profecía de una nueva huma-
nidad frente a todo el mundo.

116
32. BESAR

Un lenguaje que encontramos también en la tradición litúrgica y en


modo particular en la piedad popular, es el uso del beso como experiencia
ritual-afectiva. Este gesto, ya mencionado en el signo del intercambio de
paz, es particularmente experimentado por el hombre religioso para expre-
sar el deseo de comunión con el Trascendente. En este gesto se encarna la
exigencia del hombre de “alimentarse” de la divinidad, para tener una se-
guridad existencial en el camino oscuro y problemático de la vida cotidia-
na. Una actitud similar, muy significativa en la piedad popular, encuentra
su raíz “evangélica”, si nos acercamos a los gestos de la celebración sa-
cramental.
En la vivencia propiamente litúrgica, el parámetro de referencia es el
rito de adoración de la santa Cruz en la acción litúrgica del Viernes Santo.
La dinámica ritual nos puede guiar en la comprensión del significado del
beso en el lenguaje de la celebración. Frente a la presentación del misterio
de la Cruz...
“Miren el árbol de la Cruz
donde estuvo clavado Cristo,
el Salvador del mundo”
... la asamblea aclama:
“Vengan y adoremos”.
En este diálogo de la celebración, captamos que la acogida del don de
la salvación pasa a través de la contemplación del objeto de la fe: Cristo
pascual se dona al hombre hambriento y sediento del don de la salvación.
En esta relación, la palabra “adoración” constituye el elemento clave.
Si profundizamos qué significa “adoración”, redescubrimos que di-
cho término expresa la relación interpersonal que se establece con el beso:
el estar efectivamente boca a boca. La adoración es por eso una relación de
intimidad relacional, donde uno habita intencionalmente en el otro, en una
“manducación inagotable para dilatar la grandeza de la reciprocidad”. Bro-
ta la conciencia de poseer el don que el otro hace de sí para la construcción
de una íntima reciprocidad que lleva progresivamente a la fusión existen-
cial entre dos personas.
117
El beso a la cruz en la acción litúrgica del Viernes Santo, no repre-
senta un gesto meramente piadoso que podría quedarse en un nivel sim-
plemente emocional, sino que contiene el verdadero significado de la op-
ción cristiana: la vocación a identificarse con los sentimientos del Crucifi-
cado. A través del signo del beso al Crucificado, el cristiano expresa el de-
seo creyente de dejarse envolver en su identidad pascual. En dicho beso,
los cristianos comunican su voluntad de construir toda opción cotidiana en
la comunión efectiva y afectiva según el acontecimiento de salvación. El
mismo itinerario de la fe, iluminado por la Palabra de Dios, hace crecer
siempre más en el discípulo la búsqueda de identificación con el Maestro,
ya que en Él, el hombre va más allá de la soledad histórica y se deja rege-
nerar por la relación que el anuncio pascual del Crucificado le puede ofre-
cer. Es la imagen de “comer la palabra”, tan recurrida por los profetas y
por el Apocalipsis. El deseo de la comunión creyente se hace ahora gesto y
en el gesto la criatura encarna su anhelo de comunión y se siente tranquili-
zada, bajo una constante fuerza hacia la inagotable relación transformadora
con Cristo muerto y resucitado. Un sencillo aspecto tiene además su cum-
plimiento en el momento de la comunión eucarística, que representa la úl-
tima parte de la acción litúrgica del Viernes Santo. El “comer el kerigma”
en el beso se hace el “comer sacramentalmente el cuerpo y la sangre del
Señor” en la comunión: aquí la persona vive un momento particularmente
intenso, la reciprocidad con el Resucitado que lleva en sí las señales de la
pasión; el fiel se alimenta así, de la esperanza, consolación ante la soledad
y la aridez de la vida. Se da entonces, el saboreo del banquete eterno del
Apocalipsis (19, 9), la imagen del beso en el Cantar de los Cantares (1, 2),
retomada en la catequesis mistagógica de san Ambrosio.
Esta actitud que la comunidad cristiana vive el Viernes Santo, se ex-
presa en la adoración eucarística, donde se vive en el orden de la fe la vo-
luntad de comunión con Cristo. El comer con la boca, expresado en forma
incipiente en el gesto del beso, se hace un comer con los ojos de la fe. El
corazón del discípulo que se siente atraído por el Maestro para morar en su
cercanía, con los ojos del enamorado “come” a su Señor con el “beso del
corazón”. Se revela en esta actitud que el gesto del beso encarna la exigen-
cia presente en cada hombre de estabilizar verdaderas y fecundas recipro-
cidades con el Señor, fuente y sentido de su existencia. En tal forma, el
gesto de besar se purifica de toda sensiblería psicológica y se hace expre-
sión del deseo creyente, mismo que manifiesta ritualmente una vivaz pro-
fesión de fe, se hace la manifestación de la vivacidad espiritual de cual-
quiera que camine en el seguimiento incondicional del divino Maestro.
118
Quien va a la escuela de la liturgia es ayudado a dar un sentido al de-
seo del hombre religioso de besar objetos sagrados como las imágenes de
los santos, las reliquias, las estatuas y los objetos que tienen relación con el
mundo de lo sagrado. Un elemento de celebración que nos puede ayudar a
vivir como creyentes estas actitudes, es el beso al altar, con el cual los mi-
nistros dan inicio a la celebración, que expresa por un lado, la veneración a
la centralidad del altar, figura de Cristo ara-sacerdote-víctima del propio
sacrificio y por el otro, el intenso deseo de compartir la dimensión oblativa
de Cristo. La presencia de las reliquias de un mártir bajo un altar señala “la
comunión en el único sacrificio de toda la Iglesia de Cristo, con que con-
fiesa y testimonia, si es necesario incluso con la sangre, la fidelidad a su
esposo” (Rito para la dedicación de una iglesia o un altar). El cristiano es
en Cristo un sacrificio viviente, santo y agradable a Dios y su beso “devo-
cional” encarna la dimensión oblativa de la fe. Esta visión da fecundidad
creyente a cada experiencia religiosa bajo el signo del beso.
Al llevar a cabo este rito, el hombre tiene la sensación de entrar ver-
daderamente en contacto con la divinidad, siente casi como si llegara a po-
seerla, en forma tal que le da seguridad en el camino angustiante de la his-
toria de todos los días. El hombre religioso está siempre tentado a acercar-
se a la divinidad para someterla a sus propias proyecciones, a sus propios
deseos, a sus propias expectativas. El sentido de la divinidad es muy fuerte
en el corazón del hombre y determina las actitudes rituales correspondien-
tes; su sensibilidad encuentra satisfacción al buscar una relación con ella.
Aun si en algunas manifestaciones, el hombre religioso tiene la sensación
de la presencia de dinamismos que van más allá de la lógica normal, el an-
helo de que la divinidad entre en su persona determina su actitud. En estos
mecanismos, la dimensión oral es la que tal vez le permite del mejor mo-
do, percibir este contacto-posesión. En cierta forma tiene la intensa sensa-
ción de que la divinidad penetra en su persona y lo fortalece en las pro-
blemáticas existenciales. El resultado es seguramente una momentánea y
desgraciadamente precaria paz psicológica.
Frente a estos lenguajes instintivos en el hombre religioso, el creyen-
te debe realizar un proceso de purificación. El redescubrimiento del valor
de la corporeidad en la cultura actual ayuda a percibir el significado del
gesto devocional del beso. El bautizado ha de iluminar la intencionalidad
afectiva del corazón, que en la fascinación de Cristo, anhela ser poseído
por Él en un camino de inagotable reciprocidad divino-humana. En efecto,
el elemento evangélico que nos permite superar posibles lecturas de di-
mensiones devocionales o mágicas es la constante búsqueda de las motiva-
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ciones de quien utilice el gesto del beso. Debemos interpretar lo que en
una primera impresión podría resultar instintivo, leyendo sutilmente la pro-
fesión de fe de quien acoge con pureza de corazón la gratuidad de Dios a
través del beso sobre una imagen, para volver a encontrar la esperanza que
viene de lo alto y la docilidad serena y valiente para encarnar el hoy miste-
rioso del Señor en nuestra vida.

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CONCLUSIÓN

El Concilio Vaticano II en sus indicaciones correspondientes a la li-


turgia y su reforma, ha animado a la comunidad cristiana hacia el redescu-
brimiento del Misterio escondido por siglos en Dios y revelado en Cristo
Jesús a través de la fuerza significativa de los signos. La comprensión del
lenguaje de algunos signos presentes en la acción litúrgica, constituye una
etapa importante para que el espíritu de los fieles pueda acercarse fructífe-
ramente a la propuesta de salvación que el Padre les presenta en Cristo Je-
sús y en el Espíritu Santo.
Nuestro corazón de discípulos del Señor vive del Invisible y está fas-
cinado de su misterio de muerte y resurrección; desea caminar con el
Maestro hacia Jerusalén, para estar asociado definitivamente con su gloria;
y guiado por el Espíritu para una plena docilidad a los deseos del Padre;
anhela la transfiguración en la luz eterna en comunión definitiva con el
Padre, el Elijo y el Espíritu Santo.
El poder divino que nos permite establecer en forma fructífera y con
fecundidad espiritual los signos litúrgicos, nos hace partícipes del Misterio
que está presente en ellos; nos hace ascender con Jesús hacia la Jerusalén
celestial, para estar siempre más cerca de la presencia del Padre, contem-
plando su esplendor; nos permite encarnar la riqueza del amor que enno-
blece nuestro corazón y nuestros deseos en la realidad de cada día; nos
ofrece la alegría de hacer nuestras las acciones rituales que son los peque-
ños pasos de nuestra persona llamada a madurar y alcanzar su plena talla
en Cristo.
La comprensión de las acciones que representan las diferentes cele-
braciones sacramentales nos debería ayudar a entrar con mayor conciencia
en la nube divina, para vivir del Invisible que es Dios uno y trino.
En la diversidad de los comportamientos rituales proclamamos con la
fuerza de la fe, la alegría de pertenecer a Cristo, el deseo de saborear el
Misterio a través del olvido de nosotros mismos, el anhelo de cantar el
verdadero significado de la vida, la impelente aspiración de crecer en la
fecundidad de la relación eterna.

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La riqueza presente en las acciones celebradoras no está, sin embar-
go, apartada del camino cotidiano de la vida de la comunidad; se funda en
la dimensión ordinaria de la vida y se traduce en ésta en forma continua.
Mediante los signos, Cristo Jesús nos admite en su inefable relación de
amor con el Padre, porque a través de los pequeños y sencillos gestos de la
vida podemos desarrollar la grandeza del amor que nos ha ofrecido a tra-
vés del gran acontecimiento de la celebración sacramental.
La verdad de la celebración litúrgica es el culto espiritual de la vida
de cada día: así proclamamos con todo nuestro ser la plena señoría de Cris-
to y crecemos en la espera de la manifestación de su gloria. En el signo de
su donación, el Invisible se nos manifiesta con toda la densidad de su po-
breza y precariedad para hacernos desear el momento del paso de la vida
terrena a la gloriosa de la visión divina.
El signo vivido en la fe representa, a su vez, una intensa súplica al
Padre para que ayude a la comunidad cristiana a anhelar su rostro. La co-
munión con los hermanos en la alabanza eterna será la realización de la fe-
cundidad de las celebraciones sacramentales.
Por eso el esfuerzo de leer con profundidad el valor de las acciones
rituales que repetimos con cierta frecuencia, debería ayudarnos a superar la
fácil tentación de la costumbre ritual y a percibir, en consecuencia, la ma-
ravillosa comunicación divina hacia nosotros.
Vivir en forma consciente los signos, significa encarnar la propia fe,
pletórica en súplicas, en estas actitudes y comportamientos, y gozar al
mismo tiempo la seguridad de la presencia de la fidelidad del Padre, que
hace nuevo el corazón de quien a través del signo, canta la propia pobreza
y la propia radical adhesión al Misterio pascual de Cristo.

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