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(Contraportada)
Sobre el autor
Antonio Donghi es presbítero de la Iglesia de
Bérgamo, Italia. Profesor de liturgia y de teología
sacramental. Ha publicado artículos en la línea litúr-
gica y espiritual y colabora en varias revistas. En la
Librería Editrice Vaticana (Librería Editora Vatica-
na) ha publicado: Gesti e parole (“Gestos y pala-
bras”) (1993); Io sono la risurrezione e la vita (“Yo
soy la resurrección y la vida”) (1996); Ecco, io fac-
cio nuove tutte le cose (“Mira, yo hago nuevas todas
las cosas”) (1996); Adulti verso il battesimo (“Adul-
tos hacia el bautismo”) (1998); Io sono glorificato in
loro (“Yo he sido glorificado en ellos”) y Tu hai pa-
role di vita eterna (“Tú tienes palabras de vida eter-
na”) (2004); La pace sia con voi (“La paz esté con
ustedes”) (2005).
2
ANTONIO DONGHI
¡NO ENTIENDO
LA LITURGIA!
Explicación de los gestos, las palabras
y las acciones de la liturgia
2008
3
Título original: Gesti e parole nella liturgia
(II edizione, riveduta e ampliata)
Libreria Editrice Vaticana
Cittá del Vaticano
2007
4
ÍNDICE
Presentación ................................................................................................................... 7
Introducción ................................................................................................................. 10
1. La señal de la cruz.............................................................................................. 13
2. Reunirse ............................................................................................................. 16
3. Permanecer de pie .............................................................................................. 19
4. Arrodillarse ........................................................................................................ 22
5. Genuflexión ........................................................................................................ 25
6. Permanecer sentados .......................................................................................... 28
7. Guardar silencio ................................................................................................. 31
8. Proclamar ........................................................................................................... 35
9. Escuchar ............................................................................................................. 38
10. Golpearse el pecho ............................................................................................. 42
11. Caminar .............................................................................................................. 45
12. Observar ............................................................................................................. 48
13. Cantar ................................................................................................................. 52
13. Baño bautismal ................................................................................................... 55
15. Rociar ................................................................................................................. 58
16. Imponer las manos.............................................................................................. 62
17. Ungir ................................................................................................................... 66
18. Orar ..................................................................................................................... 69
19. Bendecir.............................................................................................................. 72
20. Comer y beber .................................................................................................... 75
21. Incensar............................................................................................................... 78
22. Presentar las ofrendas ......................................................................................... 81
23. Encender ............................................................................................................. 84
24. Presidir ................................................................................................................ 88
25. Inclinarse ............................................................................................................ 91
26. Intercambiar la paz ............................................................................................. 94
27. Fracción del pan ................................................................................................. 98
28. Ir a Misa............................................................................................................ 102
29. “Pueden ir en paz” ............................................................................................ 106
5
30. Agua bendita..................................................................................................... 110
31. Ayunar .............................................................................................................. 113
32. Besar ................................................................................................................. 117
Conclusión ................................................................................................................. 121
6
PRESENTACIÓN
1
La traducción al español de las referencias de los documentos del Vaticano II, es-
tá tomada directamente de: Documentos completos del Vaticano II, 5a ed., Mensajero
/ Sal Terrae, Bilbao / Santander, 1967 [nota del traductor].
7
activa y sobre todo, consciente, exige una apropiada iniciación al lenguaje
simbólico, a través del cual el misterio se manifiesta y se hace presente. En
caso contrario, la celebración de los santos misterios permanece como un
libro cerrado y la acción litúrgica se sofoca fácilmente en la resequedad del
ritualismo.
Esto explica, entre otras cosas, la atención reservada en los primeros
siglos desde los grandes Padres de la Iglesia tanto de Oriente como de Oc-
cidente, a la mistagogia que es precisamente una manductio a través de la
cual, los creyentes son progresivamente conducidos al conocimiento y a la
experiencia del misterio cristiano. Se trata de una obra pedagógica que se
revela todavía indispensable. “Con este fin, el catequista debe estudiar el
sentido, a veces recóndito, pero en realidad, inagotable y vivo, de los sig-
nos y de los ritos litúrgicos, observando no tanto su simbolismo natural,
sino considerando más bien el valor expresivo propio que han asumido en
la historia de la antigua y de la nueva alianza. El agua, el pan, reunirse en
asamblea, caminar juntos, el canto, el silencio; dejan vislumbrar más cla-
ramente la verdad de salvación que evocan y místicamente realizan” (CEI,
La renovación de la catequesis, n. 115).
La misma Constitución litúrgica, en el capítulo II, hablando de la Eu-
caristía, recuerda que “la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cris-
tianos no asistan a este Misterio de fe como extraños y mudos especta-
dores” y por consiguiente, sugiere —conforme a la genuina tradición ecle-
sial— que se lleve a cabo una catequesis litúrgica que los guíe a compren-
der bien el Misterio de fe “a través de los ritos y oraciones” para poder lo-
grar una participación consciente, plena y activa (cfr n. 48).
Es necesario reconocer a cuarenta y cinco años de la promulgación de
la Sacrosanctum Concilium, que si la reforma litúrgica querida por el Vati-
cano II no ha logrado todos los frutos de renovación espiritual y pastoral
que se deseaban, se debe también a que la publicación de los nuevos libros
litúrgicos y la adopción de las nuevas formas rituales no han estado siem-
pre precedidas y acompañadas por dicha catequesis.
Por eso se debe agradecer a don Antonio Donghi por esta valiosa
obra, que intenta precisamente facilitar dicha tarea a pastores y catequistas.
Debemos también apreciar su estilo sencillo y los ricos y sugestivos conte-
nidos que se revelan al lector en estas páginas. Se trata de características
que lo colocan en estrecha relación y en lógica continuidad con la obra
equivalente de Romano Guardini, Los santos signos, a quien mucho debe
8
el camino del movimiento litúrgico que preparó la renovación del Concilio
Vaticano II.
Es de desear que la lectura-meditación de este texto, además de facili-
tar la catequesis litúrgica, ayude a quienes realizan los gestos de la liturgia
y pronuncian las palabras de ésta, a hacerlo con la disposición que amerita
y con interior adhesión, para una mejor epifanía del misterio pascual de
Cristo, del cual la Iglesia vive y en la cual se edifica como Cuerpo del Se-
ñor y Templo vivo en el Espíritu Santo, para la salvación de todos los
hombres.
† LUCA BRANDOLINI
Obispo Auxiliar de Roma
Presidente de la Comisión Episcopal
de la Liturgia de la C. E. I.2
10
todas sus dimensiones: cada gesto es personalización de un inefable evento
de salvación.
Debemos aprender a vivir esta atención a través de la sabia pedagogía
de la cotidianeidad, donde Dios nos prepara momento a momento para
acogerlo y expresarlo.
Nuestra vida ordinaria se construye cada día a través de una serie de
pequeños actos y de diversos comportamientos a los cuales no siempre
prestamos la debida atención, perdiendo así el profundo significado que
está oculto en ellos. La vida ordinaria posee en sí misma una fecunda teo-
logía: dicha vida no es un hecho banal para el hombre que ama la existen-
cia como hombre, como persona creada a imagen y semejanza de Dios.
El hombre enfermo de consumismo es esclavo de las cosas visibles y
sensibles y no capta las fibras más auténticas de la existencia humana que
en forma misteriosa vibran en su interior y no descubre la alta teología de
la cotidianeidad. La festividad de la liturgia vive y se construye en los he-
chos ordinarios de la historia, misma que es amada como don del amor di-
vino. Es en la realidad sencilla de cada día, vivida con sinceridad y pureza
de corazón, que se esconde lo sagrado y se revela la intensidad de vida
presente en toda criatura humana.
La liturgia en el lenguaje de sus signos, ama las cosas de cada día, las
pone al servicio de la divinidad obedeciendo la voluntad de su Señor, de
manera que el ser humano que en la fe, la esperanza y la caridad se aferra a
lo trascendente, se dirige a Dios en la libertad y la exultación y encuentra
en Él su centro de gravedad. Las pequeñas cosas son la promesa y la pre-
misa de las cosas grandes, como el tiempo y la preparación a la eternidad.
Debemos convencernos seriamente de que en el transcurso de las jor-
nadas, ricas en lenguaje de signos humanos, no estamos frente a algo esté-
ril, sino que nos encontramos ante signos mediante los cuales se nos co-
munica y se acrecienta la fecundidad divina en nosotros.
Al hacer la señal de la cruz, al permanecer sentados, en el acto de
adoración, al hacer la genuflexión... acogemos la invitación divina de de-
jarnos iluminar por la luz de lo alto, entramos en diálogo con Dios, expe-
rimentamos la fuerza de nuestra vocación: hospedar a la Santísima Trini-
dad y respirar la divinidad, vitalidad de nuestra historia. Nuestras acciones
se traducen entonces en un incremento de alegría, en viva y fecunda profe-
sión de fe.
Para orientarnos en este camino, debemos entonces dejarnos preparar
para leer la multiplicidad de los signos compenetrados por la palabra de
11
Dios que anima el rito litúrgico y que nos hace entender el lenguaje propio
de la acción litúrgica, de la vitalidad presente en la persona humana, en
forma tal que se pueda crear una maravillosa síntesis de lo divino y lo hu-
mano en conformidad con el estilo propio de la liturgia.
Si nos hacemos alumnos dóciles del Espíritu Santo para comprender
la plenitud del lenguaje compuesto por los signos que comprenden la cele-
bración litúrgica, el gozo irrumpirá en nuestro espíritu y cantará nuestra fe
con expresión no solamente verbal, sino como acontecimiento que envuel-
ve al hombre que ha sido regenerado en lo divino.
Así, se instaurará en nuestro espíritu el apremio por incrementar el
deseo de comunión con Dios en el encuentro sacramental entre la historia
de la salvación y nuestra historia humana.
Seguramente la liturgia nos ayuda en este sentido a través de su estilo
repetitivo y de su uso ordinario del lenguaje. Sus significaciones se tradu-
cirán en la habitual y progresiva preparación al misterio que penetra toda
nuestra persona y nos identifica en el Espíritu con el rostro del Señor.
Las reflexiones que nos acompañarán en este nuestro camino, tienen
una clara finalidad: a la luz de la palabra y de la fecundidad del lenguaje
humano, dar vitalidad a los gestos que nos acompañan cada día en la litur-
gia, de manera que se desarrolle en nuestras comunidades un verdadero
espíritu de participación en la acción sagrada y en la difusión fructífera del
don de ser hijos de Dios.
Nuestra atención estará dirigida sobre todo, al conjunto de las accio-
nes que representan la dinámica de la experiencia de celebrar. Su com-
prensión nos hará intuir la pobreza de nuestro lenguaje humano, pero al
mismo tiempo, nos permitirá entrever la maravillosa grandeza del Inefable
que a través de la sencillez de nuestros gestos se pone a nuestro lado, nos
guía, nos edifica y nos permite acoger la fuerza de la salvación de Cristo,
Maestro y Señor.
Vivir las acciones rituales en el estilo de la sencillez evangélica se
convierte entonces en una gran súplica a Dios, para que sea el pastor de la
comunidad que con fe se reúne en la celebración para proyectarse hacia el
cumplimiento del don del seguimiento: la contemplación de la Santísima
Trinidad que nos transfigura.
12
1. LA SEÑAL DE LA CRUZ
3
La versión al español de las fórmulas utilizadas en la Santa Misa están tomadas
directamente de: Misal Romano, 7ª ed., Conferencia Episcopal Mexicana, Obra Na-
cional de la Buena Prensa, México, D. E, 1993; Misal 2008 para todos los domingos
y fiestas del año, editado por Carlos Vigil Avalos, Miguel Romero Pérez y Rafael
Moya García, Obra Nacional de la Buena Prensa, México, D. F., 2007 [nota del tra-
ductor].
13
verdaderamente personalizada, expresa todas las fuerzas que el Espíritu
Santo ha sembrado en nuestro corazón para que se pueda desarrollar en
forma sincera y fecunda el misterio por el que la persona creyente ha sido
implicada, conquistada, definida. Toda nuestra persona está marcada ya
por esta verdad; es partícipe de esta condescendencia divina y goza de su
fidelidad: canta con la vida de cada día que morir en el Señor tiene en sí, la
luminosidad de la resurrección. La señal hecha con la mano ilumina la
“marca” que el Espíritu Santo ha impreso en nosotros donándonos el cora-
zón nuevo prometido y soñado por los profetas.
La palabra, a su vez, da significado al gesto. La cruz de Jesús vive del
misterio escondido en Dios de recapitular en Cristo todas las cosas, porque
“gracias a él, unos y otros, por un mismo Espíritu, tenemos acceso al Pa-
dre” (Ef 2, 18).4 La cruz abre el horizonte de nuestro corazón a la grandeza
del amor trinitario y lo ilumina.
La Santísima Trinidad es el origen de nuestra vida, es la fuente de
nuestra abundancia humana y la meta de toda nuestra historia. El hombre
advierte en sí mismo el apremio de entrar en comunión con la fuente de la
vida: el Padre, el Elijo y el Espíritu Santo, y en ellos y como ellos, con los
hermanos, para vivir esa comunión que ha sido sembrada en su espíritu pa-
ra desarrollar un inefable proceso de unidad. “Cuando me levanten de la
tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32), dijo el Maestro.
Esta riqueza anima cada una de nuestras celebraciones, que es ilumi-
nada en su totalidad por la cruz del Señor. Iniciamos, en efecto, la celebra-
ción en la fuerza de la Pascua para vivir en el Espíritu la comunión fraterna
y la glorificación del Padre. Las secuencias rituales que dan cuerpo a las
asambleas litúrgicas viven del espíritu de la cruz, son su encarnación mien-
tras difundan entre los participantes el entusiasmo de crear un auténtico
misterio de unidad. No podemos vivir la comunión si no estamos profun-
damente inmersos en la fecundidad de la cruz y la verdad de la cruz se
manifiesta en el crecimiento de comunión en la comunidad cristiana.
Expresemos esta maravillosa síntesis cada vez que a lo largo de nues-
tra jornada tracemos en nuestra persona la señal de la cruz. Este acto debe-
ría cuestionarnos profundamente: ¿La inspiración que anima los momentos
de nuestra vida representa un canto de la sabiduría de la cruz? ¿Nuestras
15
2. REUNIRSE
16
efímero y limitado horizonte histórico. Cristo nos ha introducido en la co-
munión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, con todos los hermanos
que encontramos en nuestro camino, con todos los hombres que respiran la
fuerza creadora de Dios. La liturgia nos invita a redescubrir nuestra voca-
ción humana, a crecer en la comunión, a ser pueblo de Dios, a actuar con
los hermanos y por los hermanos en la dinámica misma de la celebración,
porque se requiere tomar conciencia de que nuestra existencia es verdadera
si sabe cantar el “nosotros” de la Santísima Trinidad. La asamblea litúrgica
nos hace revivir la fecundidad y la alegría de la Iglesia Apostólica (cfr Hch
2,42-47). La carcoma que arruina nuestro encuentro cultual está constitui-
da por la angustia de llevar adelante finalidades inmediatas que nos alejan
de la mentalidad del Evangelio, el cual gradualmente cambia el corazón
del hombre, introduciéndolo en la experiencia divina de comunión que se-
rá plena cuando Dios sea todo en todos.
Nuestro corazón debería estar abierto a las fuertes instancias e inter-
pelaciones sugeridas por una auténtica y honesta motivación que nos in-
duzca a vivir el don de reunimos con los hermanos. La fecundidad de
nuestras asambleas depende de lo que pasa en nuestro corazón, de las sú-
plicas que operan en nuestro espíritu, de las luces que nos guían en el diá-
logo, en la acogida, en las relaciones humanas, en la forma de vivir el
signo de estar juntos en un mismo lugar para establecer gestos que nos ha-
gan redescubrir la vocación que Dios mismo ha puesto en nuestro corazón:
ser comunión a imagen de la Santísima Trinidad.
Si la liturgia nos prepara al redescubrimiento del proyecto divino, el
hecho de reunimos en la asamblea cultual nos debe interpelar acerca de
nuestro modo de acompañar a los hermanos en la vida ordinaria.
En consecuencia, la sed de comunión que aflora en el corazón del
hombre y que tiende a hallar soluciones decepcionantes en el devenir hu-
mano, encuentra en la genuina celebración de la comunión litúrgica, el lu-
gar donde saciarse.
Nosotros somos signo de la Iglesia y de la verdad del pensamiento
divino, cuando nos reunimos en el nombre del Señor, habiendo sido lla-
mados a dar cabida a su Espíritu, a su Palabra, a su Pascua, a su misión. La
alegría de la asamblea es pasividad que genera una inagotable actividad:
llamados a estar juntos en el Señor, cantamos su Pascua; reunidos por su
Espíritu, nos amamos según el estilo de Pentecostés; convocados al único
altar, nos convertimos en un solo cuerpo y una sola alma, como nos enseña
la oración eucarística en la epíclesis de la comunión.
17
El tiempo en que vivimos el don de la asamblea es el hoy de nuestra
salvación, es el hoy del paso de Babel a Pentecostés y del pecado a la gra-
cia. La unidad que anima a la asamblea significa entonces que la humani-
dad debe reunirse en el templo de Dios: estar en un templo para ser signo
del tiempo de Dios que significa crecer y dilatarse en su unidad mientras
estamos en el camino de la historia humana.
Dejarse preparar en este misterio de comunión nos exige tener la de-
bida disponibilidad al Espíritu Santo, quien nos llama a convertirnos, a ale-
jarnos de las fuentes que ocasionan nuestras actitudes cerradas y podamos
así crecer en el deseo de apagar la sed en el único manantial de nuestra vi-
da: la Pascua.
La alegría de nuestra reunión es la contemplación del Crucificado, es
vivirlo en forma tal que nuestra asamblea sea “la cruz de Cristo”, en la
cual vivimos, existimos y actuamos.
La vitalidad del hecho de reunimos en nombre del Señor se traducirá
en llegar a ser signo profético ante un mundo que busca la verdadera uni-
dad, pues gracias a ésta es como podrá verdaderamente encontrar la paz.
Mientras caminemos en la verdad, difundamos el perfume del Espíri-
tu Santo que lleva los hombres a Cristo, introduciéndolos en la novedad
divina.
Sabemos que esta reunión nuestra en nombre del Señor es sacramen-
to, es signo transitorio, provisional, que ha de dejar lugar a la gran convo-
cación universal soñada por los profetas (cfr Is 25, 6 ss), vivida por Cristo
(cfr Jn 11, 52) en un incontenible anhelo de la Jerusalén Celestial, donde
todos los hombres serán plenamente configurados en Cristo.
Que ésta sea nuestra esperanza. Nuestras asambleas no deben cerrarse
nunca en pequeñas y angostas relaciones según la “carne”: más bien, han
de respirar el deseo de crecimiento en la comunión que trasciende toda
particularidad de raza, pueblo, lengua... de modo que podamos pasar todos
del don de ser convocados en el sacramento a la inefable experiencia de la
plena comunión gloriosa, en el único canto nuevo que los santos presentan
a Dios y al Codero.
18
3. PERMANECER DE PIE
5 El texto en italiano en los capítulos 3, 5, 6, 10, 21, 22, 24, 26, 27 y 29, hace refe-
rencia a la Instrucción General del Misal Romano (IGMR) anterior; en esta versión al
español se aprovecha para actualizar dichas referencias de acuerdo a la Instrucción
General del Misal Romano vigente (traducida por la Conferencia Episcopal de Co-
lombia, 2007), tomada directamente del sitio de Internet de la Santa Sede:
http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/ccdds/documents/rc_con_ccdds_d
oc_20030317_ordinamento-messale_sp.html [nota del traductor].
19
Nuestra existencia está siempre delante de Dios, aun cuando se en-
cuentra atrapada por tantos compromisos y proyectos humanos, para decir-
le con la vida misma que no existe otra razón fuera de su amor. Por este
motivo, nuestra oración se expresa permaneciendo de pie, tal como proce-
dió la asamblea de Israel en el momento en que el rey Salomón dedicó a
Dios el templo pronunciando su larga plegaria (cfr I Re 8,14). La divinidad
es la fuerza que regenera a toda la persona, y la persona erguida expresa
toda su gratitud y su familiaridad con Dios.
La asamblea al permanecer de pie expresa la viva relación que la une
con su Dios y manifiesta el movimiento ascensional de quien toma con-
ciencia de que su historia es una escalada hacia la plenitud de la comunión
con Dios en la espera de llegar a la gloria definitiva.
La historia de las religiones nos ilustra en cuanto a esta postura ritual.
Los antiguos construían sus templos sobre las alturas para indicar visible-
mente una cercanía mayor con Dios. La criatura a través de la posición er-
guida desea resaltar que su postura orante es un intento por alcanzar en
forma más intensa la comunión con la divinidad y expresa la clara con-
ciencia de estar en mayor cercanía con el Altísimo. Dicha postura se hace
particularmente significativa cuando proclamamos nuestra fe en el Credo y
durante la Plegaria Eucarística, dado que con dicho gesto cantamos frente
al mundo que la verdad, que viene de lo alto e ilumina nuestro espíritu, nos
une en íntima comunión con Cristo; además, profesamos públicamente que
su Pascua es el fundamento de nuestra existencia en todas sus manifesta-
ciones.
La muerte y resurrección de Jesús son el núcleo substancial de nues-
tra vida, por consiguiente, cada vez que esta verdad resuena en nuestras
asambleas no podemos más que ponernos de pie para expresar toda nuestra
gratitud.
En efecto, el Evangelio que representa el ferviente anuncio es el fun-
damento de nuestra vida. El evento pascual que se descubre mediante
nuestra constante y activa atención al misterio, hace vibrar todo nuestro ser
y todo nuestro actuar.
La muerte del Señor nos enaltece y la fidelidad del Padre es fuente de
exaltación para nuestro espíritu. El hecho de permanecer de pie al profesar
nuestra fe, manifiesta la alegría de nuestro corazón que canta la resurrec-
ción del Señor. Este gozo proporciona al creyente, la conciencia y la certe-
za de su plena realización. Una fe que no sea cantada con la alegría del co-
20
razón no hará emerger toda su eficacia existencial. Permanecer de pie es
un “canto gestual”.
El mensaje pascual a través del gesto de permanecer erguido obra en
nosotros y nos sitúa en una viva y fecunda postura de participación en la
muerte y resurrección del Señor, forma viva de ponernos en estado de
éxodo. La alegría de la resurrección nos sitúa en posición dócil al Espíritu,
nos hace plenamente conscientes de la fidelidad del Padre, de tal forma
que podamos caminar empezando una vida nueva hasta el monte de Dios
para vivir la contemplación eterna de la gloria del Padre. Escuchamos de
pie para acoger la Palabra, para estar atentos a la propuesta de vida que el
Maestro nos ofrece de manera que podamos, en forma decidida, radical e
irreversible, abandonar al “hombre viejo” con toda su carga de esclavitud
que nos impide realizar un camino ligero y orientarnos hacia los prados
eternos del Reino. De pie con Jesús y como Jesús, subimos hacia Jerusa-
lén, porque al pie de la cruz podemos dirigirnos a su glorificación. La
asamblea no es estática ni fija durante la celebración, sino que está en
constante movimiento hacia la plenitud.
Quien está de pie, está listo para seguir lo que el Espíritu Santo dice a
las iglesias con el objeto de poder participar después en la victoria pascual
del Maestro en la Jerusalén celestial.
Nuestro gesto de permanecer de pie nos ayuda entonces a no poner en
nosotros la fuente de los criterios a los cuales haya que recurrir si quere-
mos andar en los caminos de la vida, sino que es un acto de fe orante que
proclama al mundo que la salvación viene de lo alto: “Levanto los ojos a
los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Se-
ñor, que hizo el cielo y la tierra” (Sal 121,1-2).
Entonces nuestra vida interior dará vitalidad al lenguaje de los signos
celebradores, no se acomodará ya a las realidades contingentes porque es-
tará atenta, vigilante, como el centinela que en la mañana aguarda la aurora
para proclamar la buena nueva de la salvación y de la redención.
La invitación a permanecer de pie que la liturgia nos propone, expre-
sa la alegría de nuestro corazón creyente que anhela crecer en la plena talla
de Cristo Jesús, muerto y resucitado, a través de un peregrinaje fecundo en
el desierto de la vida cantando la fe en su Pascua.
21
4. ARRODILLARSE
22
celebración vespertina del Viernes Santo (“Miren el árbol de la Cruz don-
de estuvo clavado Cristo, el Salvador del mundo. Vengan y adoremos”).
La asamblea que se pone de rodillas revive la afirmación de Jesús:
“Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque, si has escondi-
do estas cosas a los sabios y entendidos, se las has revelado a la gente sen-
cilla” (Mt 11,25), significa acoger a Dios que desciende, que inunda a to-
dos los participantes en la ceremonia e inflama en ellos el deseo de cami-
nar en la verdad, en el amor y en la justicia. Al arrodillarnos, revivimos la
intensa invocación presente en nuestro espíritu para que el Señor nos en-
noblezca, anime nuestras intenciones, venga a habitar en nuestras personas
e infunda en nuestros miembros la energía de la total obediencia-oblación
en las manos del Padre. La luz divina es indispensable para nuestro espíri-
tu ya que en ella vivimos, respiramos y actuamos. “Lámpara es tu palabra
para mis pasos, luz en mi sendero”, enfatiza el salmo 119. El gesto de po-
nernos de rodillas representa la expresión del corazón que se abre frente a
la divinidad para acoger su revelación en ferviente deseo de comunión con
el Altísimo.
El hecho de ponernos de rodillas para dar hospitalidad a la verdad
que viene de lo alto, nos prepara a adquirir el sentido de nuestra pobreza
como criaturas y de nuestra debilidad como pecadores. Cuando nos hin-
camos expresamos el intenso deseo de estar en sintonía con Cristo y al
mismo tiempo nos percatamos de la fuerte disonancia entre dicho don y
nuestra concreta existencia.
Frente a la manifestación viva y actual del proyecto del Padre, nos
postramos ante Él pues advertimos la pesadumbre de nuestro espíritu que
no logra traducir, en la vida ordinaria, lo que el Señor quiere de nosotros.
Sin embargo, esta actitud de bajeza y humildad, es también expresión de la
convicción enraizada en nuestro interior: quien ha iniciado en nosotros su
obra, la llevará adelante hasta su cumplimiento. Arrodillarnos se hace en-
tonces, acogida sencilla del proyecto divino bajo la plena certeza de que
Dios mismo en su Espíritu dará fecundidad a sus dones colmando la po-
breza de nuestra cotidianeidad. Es la postura de los ordenandos en el mo-
mento de la oración de ordenación. Ellos están arrodillados para que el Es-
píritu Santo, aleteando sobre sus personas, les infunda la fuerza divina que
cambia y obra las maravillas pascuales para gloria del Padre y la salvación
de toda la humanidad. En este acto de arrodillarse el día de su ordenación,
el presbítero tiene la referencia para su fecundidad ministerial.
23
Nuestro gesto de arrodillamos representa el acto de profunda con-
ciencia de nuestros pecados. También nosotros, en la misma forma que el
publicano del Evangelio (cfr Lc 18, 13), nos ponemos de rodillas como
penitentes y decimos: “¡Dios mío!, ten compasión de este pecador”, y re-
conocemos que sólo la fuerza divina puede aliviamos de nuestra condición
de caídos y alejados de Dios. Es la postura que asumimos cuando en la ce-
lebración del sacramento de la penitencia reconocemos nuestro pecado con
la viva seguridad de que la fuerza de la Pascua nos alivia y nos introduce
en un itinerario de fidelidad a la propuesta pascual del Señor.
Esta verdad nos hace intuir por qué en la tradición, durante el tiempo
pascual, los fieles no se hincaban: debían celebrar la exaltación de la resu-
rrección. Sólo al finalizar la fiesta de Pentecostés, los fieles se ponían de
nuevo de rodillas.
Nosotros, en nuestras vidas, cada vez que nos ponemos de rodillas,
vivimos la afirmación evangélica: “al que se baja lo encumbrarán”.6 He-
mos de llenarnos siempre de gozo en el Espíritu Santo cada vez que nos
ponemos de rodillas de todo corazón, ya que por una parte, reconocemos
nuestra humilde condición de frente al Inefable y por la otra, destacamos
nuestra plena disponibilidad a la acción divina que levanta a los humildes
y despliega en sus corazones el poder de la revelación de su rostro.
26
Desgraciadamente, la costumbre de este gesto, que repetimos con
cierta frecuencia en el contexto de las celebraciones o en las devociones
personales, se ha hecho tan usual que no siempre tiene la repercusión inte-
rior que pudiéramos desear y no nos permite hacer de nuestra existencia
una viva profesión de fe frente al mundo. Con este gesto hemos de mani-
festar nuestra plena adhesión interior a Cristo glorioso que lleva en sí las
señales de la cruz y de la muerte, para decirle al mundo nuestro anhelo:
“Que nuestro único orgullo sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo, porque
en él tenemos la salvación, la vida y la resurrección, y por él hemos sido
salvados y redimidos” (Antífona de entrada de la Misa vespertina de la
Cena del Señor del Jueves Santo).
Nuestra genuflexión es vivir en un acto la vitalidad de la fe, es tomar
conciencia de lo que significa creer, es dejarse estimular a interpretar y a
construir la propia vida en profunda humildad delante del Padre a imita-
ción del Redentor, para que cada instante nuestro sea como un morir del
hombre viejo que no sabe leer la historia según el Espíritu y dejarnos así,
compenetrar de aquella luz que viene de lo alto y que se hace resurrección.
Por consiguiente, la persona vive así cada fragmento del tiempo, no
apoyándose en la fidelidad humana, sino esencialmente en la fidelidad di-
vina que no deja nunca de comunicar sus inmutables deseos. Nuestra as-
censión hacia el Padre vive en forma incesante el misterio de la muerte y la
resurrección de Cristo y el gesto de la genuflexión nos lo recuerda, lla-
mándonos imperiosamente a una perseverante conversión pascual.
La conclusión de este camino interior será nuestra plena conforma-
ción con el Maestro en la liturgia de los santos, propia de la Jerusalén ce-
lestial.
27
6. PERMANECER SENTADOS
30
7. GUARDAR SILENCIO
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píritu Santo y cantar la alegría de la comunicación divina: sentido de la
existencia histórica del hombre y de toda la comunidad cristiana.
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8. PROCLAMAR
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los montes los pies del heraldo que anuncia la paz, que trae la buena nue-
va, que pregona la victoria; que dice a Sión: Ya reina tu Dios!” (Is 52, 7).
El anhelo de los profetas que proclaman la Palabra del Altísimo con
el fin de llamar al pueblo a la conversión, se encarna en el lector que en la
celebración litúrgica anuncia el hoy de la salvación pascual. La proclama-
ción del Evangelio se hace comunicación divina a través de la voz huma-
na, introduciendo a la asamblea en el contexto de una experiencia de fe. El
discípulo del Señor no “dice” su fe, ya que en ese momento no está formu-
lando unos principios, no está presentando un razonamiento, no está con-
venciendo dialécticamente al hermano: con su voz, expresión de su dispo-
sición interior, proclama al mundo el contenido de su fe, como invita el
apóstol: “y toda boca proclame que Jesús, el Mesías, es Señor, para gloria
de Dios Padre” (Flp 2, 11). El lector comunica a todos los presentes las
maravillas del Padre en el inefable don pascual (cfr Hch 2, 11). Dios habla
para mantener despierto el corazón del hombre e impedirle que se deje
ahogar “con los afanes y riquezas y placeres de la vida” (Lc 8, 14).
El gritar-proclamar en un contexto evangélico, implica en quien
anuncia, plenitud de fe, docilidad al Altísimo, sintonía entre vida, corazón
y voz, en forma tal que sea un auténtico profeta de salvación y de con-
versión.
Sólo quien está arraigado en la fe y se deja penetrar por el mensaje
del Evangelio, está revestido de fuerza v regocijo, por eso “grita” y lo hace
porque él mismo es el signo vivo de un acontecimiento que expresa la sal-
vación de toda la humanidad.
La vida en su cotidiano transcurrir, puede provocar profunda apatía
en los corazones y trágica monotonía venida de la confusión de tantos pun-
tos de vista; el hombre corre el riesgo de dormirse espiritual mente v de
dejarse aplastar por el sinsentido de la vida cotidiana. El creyente proclama
frente a este mundo
La exuberancia de su fe para que todos los hombres puedan verdade-
ramente crecer en la esperanza y así, recuperar la voluntad de vivir: en ese
grito está la buena nueva de la vida. Es el grito del profeta Isaías a los des-
alentados: “Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir
al abatido una palabra de aliento” (Is 50,4); es el gran testimonio apostóli-
co de Pedro y de Juan frente al Sanedrín: “¿Puede aprobar Dios que los
obedezcamos a ustedes en vez de a él? Júzguenlo ustedes. Nosotros no po-
demos dejar de contar lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 19-20).
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El gesto de proclamar las Escrituras en el contexto de la asamblea li-
túrgica expresa esta convicción de fondo: el lector se siente inserto en la
vitalidad de la Palabra para que su acto-servicio sea la traducción de una
riqueza teologal que genere esperanza, regocijo, confianza, luz en cual-
quiera que se ponga en actitud de auténtica escucha.
El efecto no puede más que ser comunitario: “el pueblo cuenta su sa-
biduría, la asamblea pregona su alabanza” (Eclo 44,15). El poder salvífico
alcanza a la asamblea reunida por la fuerza del Espíritu Santo y animada
por la luz del Evangelio; la comunidad creyente es regenerada por el grito
de la esperanza que proviene de la proclamación de la Palabra; se siente
reanimada y goza por ser el lugar de un vivo otorgamiento de gracias ya
que Dios al gritar la salvación renueva la fidelidad con su pueblo. En la
asamblea se vive la alegría de la mañana de Pascua y se respira el ambien-
te de Pentecostés. El grito de los fieles es expresión de la exaltación que
los invade y que se fundamenta en la seguridad de que Dios acompaña a su
pueblo.
La proclamación comunitaria de la fe es el grito profético frente al
mundo entero para que despierte a la voz del Señor, busque la vedad y an-
hele estar comprometido en la única Palabra de vida: Cristo Jesús.
A través del grito del profeta, Dios habla para dar esperanza a la hu-
manidad. Por otra parte, proclamar juntos las maravillas de Dios, significa
desarrollar un proceso de osmosis, en el cual cada hombre contagia, en el
buen sentido de la Palabra, a todos sus hermanos bajo la óptica de una ex-
periencia de comunión y esperanza.
El proclamar las maravillas de Dios nos hace sentir pueblo que es
salvado, que debe ser continuamente salvado, y que posee la seguridad de
que será siempre lugar de la divina salvación; es gritar al mundo que Dios
es todavía fiel hoy en Cristo Jesús.
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9. ESCUCHAR
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tencia y nos comunica su Misterio con el objeto de que podamos actuar en
la vida diaria según sus enseñanzas.
Escuchar se hace entonces una auténtica experiencia humana y espiri-
tual. Volver a encontrar las raíces de nuestra vocación a la escucha, quiere
decir recuperar nuestra autenticidad y gozar de la docilidad al Creador en
el Espíritu Santo. Espíritu que nos permite ser un “aquí estoy” viviente di-
rigido al Señor para cantar su fecunda fidelidad en la Palabra proclamada
en la asamblea litúrgica y renovada en la dimensión ordinaria de la vida a
través de la continua atención a su Misterio.
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10. GOLPEARSE EL PECHO
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porque de dentro, del corazón del hombre, salen las malas ideas” (Mc 7,
21).
En el gesto de golpearse el pecho, todo bautizado reunido con los
hermanos en la celebración sacramental, constata que está en el corazón la
fuente de la no comunión con Dios que es el sentido de su vida, de la men-
tira existencial que pesa en su historia, de la no acogida del evento pascual
por la cual es criatura nueva, de la no docilidad a las inspiraciones del Es-
píritu Santo que lo guían por los caminos de la vida y animan su condición
de penitente. Las expresiones del salmo nos iluminan: “Te gusta un cora-
zón sincero, y en mi interior me inculcas sabiduría [...]. Oh Dios, crea en
mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme [...]. Sacrifi-
cio para Dios es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humi-
llado, tú, Dios, no lo desprecias” (Sal 51, 8.12.19). La luz divina, plena en
misericordia, guía el gesto penitente.
La mano es en este acto, el lenguaje de la acusación del corazón del
hombre, de quien brota el mal que limita toda la persona.
En ese movimiento de la mano se da simbólicamente una extirpación
del corazón del “hombre viejo” para dejar el lugar al hombre nuevo de
acuerdo a la enseñanza del profeta: “Les daré un corazón nuevo y les in-
fundiré un espíritu nuevo; arrancaré de su carne el corazón de piedra y les
daré un corazón de carne” (Ez 36, 26).
No basta con afirmar la decidida voluntad de conversión del corazón:
es indispensable el cambio de las disposiciones interiores, una apertura in-
terior para dejarse prender por Dios, yendo a combatir la fuente de la es-
clavitud. En ese gesto, está toda la riqueza de la fe en la Pascua del Señor,
que arraigándose en el corazón del discípulo, lo convierte a una nueva sen-
sibilidad y le comunica todas las fuerzas de la muerte y de la resurrección
de Jesús. No hay nada de deprimente en ese gesto, no se da la aniquilación
de la persona, no hay tristeza en torno a la vida, sino que representa el can-
to de la esperanza que el Espíritu ha sembrado en el corazón del creyente
que vive bajo la nube de la revelación del amor de Dios, que expresa el ac-
to de fe en la misericordia divina, que destaca cómo, en la conciencia de la
lejanía de Dios, crece la comunión con él.
En el puño que golpea el pecho está la voluntad de sacudir la pereza
espiritual que puede estar limitada por las tinieblas del pecado y por la du-
reza del corazón; está la voluntad de derribar el muro de la división que
impide a la Palabra habitar en el corazón del cristiano y prepararlo según
las exigencias del Espíritu.
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El hombre encerrado en su propio corazón, endurecido a causa del
pecado, construye todas sus decisiones adorando el yo, que está bajo el
imperio del maligno. Golpeándose el pecho, el discípulo desea prepararse
y tener ese corazón contrito y humillado que es culto agradable a Dios. En
efecto, con ese gesto, se eleva en el interior del creyente la súplica al Espí-
ritu y en el Espíritu para que le done la santidad de Dios, y el perdón di-
vino cree ese corazón nuevo que desee vivir una vida nueva.
El gesto de golpearse el pecho, por consiguiente, es un maravilloso
acto de fe, que obrando mediante la caridad, proclama la bondad creadora
de Dios en el corazón, abierto por la penitencia a la acción regenerad va de
la gracia.
Las situaciones de culpa presentes en la condición del cristiano pere-
grino en este mundo no son un hecho irreversible: ofrecen siempre la posi-
ble novedad divina que es generada por la confianza que Dios pone en el
hombre. El gesto penitente resalta la actitud de confesión de fe y de pro-
fundo sentido de confianza en la misericordia del Padre. El gesto da forma
a la actitud de toda la persona que al reconocer con insistencia, en un pro-
ceso que crece y se afirma, su propia condición de pecador (“por mi culpa,
por mi culpa, por mi gran culpa”), se confía plenamente en la bondad de
Dios, proclamando el misterio de muerte y resurrección que hace nuevas
todas las cosas. Es la actitud de fe de Pedro, es el acto de humildad del pu-
blicano: “El recaudador, en cambio, se quedó a distancia y no se atrevía ni
a levantar los ojos al cielo; no hacía más que darse golpes de pecho dicien-
do: ‘¡Dios mío!, ten compasión de este pecador’” (Lc 18,13).
Ahora bien, también en nuestros oídos resuena el comentario de Jesús
acerca del comportamiento del publicano: “Les digo que éste bajó a su ca-
sa bien con Dios y aquél no. Porque todo al que se encumbra lo bajarán y
al que se baja lo encumbrarán” (Lc 18,14).
La súplica de la comunidad enunciada en la oración del sacerdote:
“Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pe-
cados y nos lleve a la vida eterna”, expresa la convicción de que Dios es
fiel hacia el corazón penitente y lo regenera continuamente.
La humildad profunda de la comunidad que en el Espíritu Santo se
encuentra en estado de conversión, es la única condición que mueve a Dios
a poner en el discípulo un corazón nuevo. Todo hombre auténticamente
religioso siempre se golpea el pecho para que la misericordia de Dios lo
renueve, recreándolo en su verdadera medida: el pecador se siente justifi-
cado por pura bondad divina.
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11. CAMINAR
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Se refiere a Mt 5, 6 [nota del traductor].
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esperanza que ilumina la mente y el corazón; arrastrar los pies cansada-
mente puede indicar la incertidumbre de quien no sabe sobre qué bases
construir el presente, llevándolo a proceder paso a paso, sin grandes con-
vicciones. “Enséñame cómo caminas y te diré el secreto de tu corazón”,
podrían decir también los antiguos que estaban atentos a las posturas del
cuerpo con el objeto de identificar las actitudes. El andar con sencillez,
compostura y alegría es propio del hombre que en la celebración se presen-
ta delante del Altísimo para afirmar públicamente que su marcha por la vi-
da está en el Señor y que su historia es una ascensión para contemplar su
rostro.
Nuestra realidad de ser cristianos se construye sobre la convicción de
que somos peregrinos en este mundo. El caminar de los creyentes subraya
su vocación a ser realizadores de la palabra (cfr Sant 1, 22), llevando una
vida nueva (cfr Rom 6, 4), a vivir según el Espíritu (Gal 5, 25), a recorrer
los caminos del tiempo con la actitud interior de Abraham (cfr Heb 11, 8
ss). El don de ser hijos en el Hijo, envueltos en la nube del Espíritu, no es
para conservarlo en forma estática, como si esta dignidad estuviera ya ple-
namente adquirida, sino que se debe desarrollar: es una potencialidad que
madura poco a poco en la perspectiva de la total asimilación de la persona
a Cristo (cfr Ef 4,13). Cada día, la Verdad nos atrae conquistando nuestro
corazón y poniéndonos en movimiento, desarrollando las energías de gra-
cia con las cuales el Espíritu nos enriquece a cada momento. La alegría de
ser cristianos se refleja en el caminar en la Verdad (cfr 2 Jn), ya que esta-
mos bajo la acción del Padre que en el Espíritu Santo, nos reviste conti-
nuamente de Cristo, poniéndonos bajo su influjo vivificante y regenerati-
vo.
Esta riqueza humana y cristiana se expresa en el lenguaje celebrador.
No somos personas amorfas en los comportamientos que asumimos duran-
te la asamblea cultual.
Nuestra marcha procesional significa proclamar la fe que está en no-
sotros y profesar la conciencia de que estamos inmersos en la fuerza divina
y que sólo de ella vivimos. Nuestro caminar representa una oración en ac-
ción. Queremos con todas nuestras fuerzas gritar muy alto, con el lenguaje
de nuestro cuerpo en movimiento, que deseamos crecer en Cristo para ser
plenamente en Él, en conformidad con el deseo paulino de que Cristo sea
todo en todos (cfr Col 3,11; Gál 3, 27).
Procediendo así, vivimos el anuncio evangélico que significa com-
partir la misión de Jesús, quien nos dice cada día: “Acérquense a mí todos
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los que están rendidos y abrumados, que yo los aliviaré” (Mt 11, 29). Es-
tando con Él (cfr Mc 3, 14) podemos hacer nuestra su disposición: “Vayan
y hagan discípulos a todos los pueblos, bautícenlos para consagrárselos al
Padre y al Hijo y al Espíritu Santo” (Mt 28,19).
Cada día estamos llamados a andar los caminos del mundo compar-
tiendo los deseos de Cristo, quien se ha hecho redención y salvación de to-
da la humanidad. La Iglesia no puede quedarse parada: debe ir a todos los
pueblos, debe desarrollar el arrebato carismático y profético de Pentecos-
tés, debe gritar al mundo el hoy de la salvación.
Cristo camina delante de nosotros y con nosotros, para que nuestra
existencia sea toda con Él para la salvación de los hermanos, que en el ca-
mino en el tiempo están buscando la verdad. Como Iglesia, estamos invi-
tados a revivir el éxodo bíblico: salir de la esclavitud del pecado para ir a
la tierra prometida.
Esta tipología histórico-salvífica anima nuestros ritos procesionales
porque nuestra vida es el hoy de la Pascua del Señor, el paso de la muerte
a la vida.
De esta manera, procedemos en obediencia a Dios en sus caminos,
porque como discípulos del Señor, estamos llamados a cada momento a
vivir su sabiduría para poder desarrollar el don de la comunión con el Pa-
dre. Nuestro caminar en el tiempo como alumnos de Cristo nos orienta ha-
cia esa meta. Cuando nuestro camino terreno termine y demos inicio al se-
guimiento del Cordero (cfr Ap 14, 1 ss) en la Jerusalén celestial, cantare-
mos el canto nuevo que será nuestra realización eterna.
Nuestro caminar en el rito y en la vida continuará en esa inefable ex-
periencia de eternidad, en la que el alma, al término de su proceder en el
seguimiento del Maestro, será revestida de la plenitud de la luz.
Aprender a caminar es aprender a crecer en el sentido de la vida y dar
cuerpo al gozo de vivir que nos llevará a caminar eternamente en la pre-
sencia de la Santísima Trinidad.
En la liturgia pasamos continuamente del tiempo a la eternidad, en-
vueltos en el Misterio pascual e impulsados por el Espíritu Santo: esta es
nuestra marcha procesional durante las asambleas litúrgicas.
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12. OBSERVAR
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El Señor está sacramentalmente presente en medio de los suyos, aun-
que esté físicamente ausente; la mirada es atrapada en forma inmediata por
el conjunto de los actos rituales y sus ritmos, no obstante, es estimulada
por la fecundidad de la fe para entrar en todo el significado salvífico y pas-
cual del rito para acceder a la contemplación del Misterio. Esta inefable
experiencia es posible ya que el bautizado prepara día a día su propia mi-
rada según la longitud de onda de la fe. Sabemos muy bien cómo la mirada
que expresa la interioridad del hombre, entra en comunión con la in-
terioridad de los hermanos acrecentando dicha comunión; este proceso so-
breviene también en la relación con la divinidad. La mirada, sostenida por
el Espíritu durante la celebración, está toda atenta a que Dios se revele y
pueda conducir en la paz, el espíritu de los celebrantes, permitiéndoles go-
zar de una intensa comunión con las Personas divinas. El deseo de alcan-
zar este fin se halla en el don mismo del discipulado que brota de la mirada
de Cristo Jesús, quien dirigiéndose a los discípulos en el momento de su
llamada, los “atrapó” y conquistó. “Pasando junto al lago de Galilea vio a
Simón y a su hermano Andrés que estaban echando una red en el lago [...].
Jesús les dijo: Vengan conmigo. [...] los llamó [...] y se marcharon con él”
(Mc 1, 16-20). Quien vive de la mirada y en la mirada del Señor, ve y vive
en un proceso continuo de incremento de comunión.
Subsiste una comunicación de amor por medio de la mirada. La
asamblea, convocada en la fuerza y en la luz del Espíritu, está en posibili-
dades de acoger la profunda realidad del acontecimiento. En efecto, el ojo
nos descubre un vasto ámbito del mundo, nos hace cercano lo que es le-
jano porque en el ojo está la búsqueda del Absoluto por parte del hombre.
A través de esta disposición, se da la comunicación del mismo Absoluto
hacia la criatura, la cual es introducida en la vida de Dios y llevada a vivir
una perenne condición de purificación, transfiguración y glorificación. Es-
ta es la riqueza que saboreamos cuando en la asamblea nos dejamos envol-
ver por el don de la salvación participando activamente en la celebración.
Para el discípulo, la celebración revela la verdad de la sentencia evangéli-
ca: “Dichosos, en cambio, los ojos de ustedes porque ven y sus oídos por-
que oyen, pues les aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo
que ven ustedes, y no lo vieron, y oír lo que oyen ustedes, y no lo oyeron”
(Mt 13,16-17).
En efecto, como el ojo es atraído por la luz, así la criatura es atraída
por su Creador. El alma que anhela fervientemente el infinito, es saciada
por el Infinito mismo que sacramentalmente se le manifiesta. Su mirada es
saciada por la manifestación de la bondad divina. El anhelo del eterno en-
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vuelve a la persona en la dinámica de la celebración. A través de los ojos,
vemos la Luz, la acogemos, dejamos que compenetre hasta lo más profun-
do nuestro interior. En la luz somos luz y como luz, aprehendemos la pre-
sencia de la luminosidad divina.
Esta disposición propia de la mirada no es pasividad, sino la expre-
sión de la interioridad del hombre: “La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu
ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo
tu cuerpo estará a oscuras” (Mt 6, 22-23).9
Observar en modo atento y con conciencia el desarrollo habitual del
acontecimiento sacramental es el ejercicio de la pureza de corazón, que
lleva a los bautizados a “ver a Dios”. Esta condición interior nos hace in-
tuir que mientras vemos el rito, entrevemos al Señor, pues la conciencia
enraizada en la fe de la presencia de Dios, penetra nuestro espíritu.
En la celebración vemos lo que buscamos, el corazón advierte lo que
ama, contempla lo que el Espíritu desea. Nuestro ingreso en la asamblea
celebrante está animado por la orientación teologal hacia Cristo Jesús:
“Corramos con constancia en la competición que se nos presenta, fijos los
ojos en el pionero y consumador de la fe, Jesús” (Heb 12,1-2).
Nuestro acto de observar durante la celebración litúrgica, mientras
fascina nuestra sensibilidad, nos hace saborear cuan dulce y agradable,
pleno de fidelidad y misericordia es el Señor. La luz del rito mientras im-
presiona los ojos de la carne, extasía los ojos del Espíritu y nos conduce a
adorar la inmensa grandeza del amor pascual del Señor.
Los ojos también son lugar de súplica, en la celebración, observar es
decir con la mirada: “Ven, Señor Jesús”.10 Es lo que nos enseña el salmo,
que la invitación a ver hacia lo alto nos hace comprender que la salvación
viene sólo del Altísimo: “Levanto los ojos a los montes: ¿de dónde me
vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tie-
rra” (Sal 121,1-2).
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13. CANTAR
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La criatura que canta ha renunciado a la defensa del yo, y se deja pe-
netrar por las interpelaciones que se ofrecen venidas de las múltiples “pa-
labras” que la alcanzan, se deja modelar por ellas, para ser siempre imagen
más luminosa de Dios y gozar de una libertad puramente espiritual. El len-
guaje oral no siempre logra expresar tal experiencia. Esta libertad que se
va construyendo progresivamente se expresa al cantar con júbilo, como
subraya Agustín: “Comprender y no saber explicar con palabras lo que se
canta con el corazón. [...] El júbilo es esa melodía con la cual el corazón
esparce lo que no logra expresar con palabras. [...] El corazón se abrirá a la
alegría, sin usar palabras y la grandeza extraordinaria de la alegría no co-
nocerá los límites de las sílabas”. Cantar es señal de plenitud inefable que
rebosa de un corazón verdaderamente gozoso.
En fin, cantar es expresión de la comunión y de la unanimidad que
anima en lo profundo a la comunidad cristiana, según la grata invitación
del apóstol Pablo: “El mensaje del Mesías habite entre ustedes en toda su
riqueza. Enséñense y aconséjense unos a otros lo mejor que sepan; con
agradecimiento canten a Dios de corazón salmos, himnos y cánticos inspi-
rados” (Col 3,16).
Mientras da visibilidad de la interioridad de la fe que une a los espíri-
tus, el canto expresa la comunión de la Iglesia. En la asamblea gozamos de
una fe creída, cantada, testimoniada en beneficio de toda la humanidad y
en esta actitud vivimos la unión por la cual Jesús dio su vida y sigue estan-
do presente en medio de los suyos. De tal forma que cantar, si se compren-
de bien, no es un simple gesto exterior que alguna vez puede dar ocasión
incluso a la vanidad humana, sino que significa dar un rostro a todas las
tonalidades del espíritu, encarnando el sentido de lo bello que es connatu-
ral al hombre. El canto es la fuerza de la esperanza que obra en la intimi-
dad de la persona, es disponibilidad hacia lo trascendente por parte de
quien se deja modelar de acuerdo a la plenitud de la experiencia canora
que es esbozada por el Apocalipsis: “[...] era el son de citaristas que to-
caban sus cítaras delante del trono, delante de los cuatro vivientes y los an-
cianos, cantando un cántico nuevo. Nadie podía aprender aquel cántico
fuera de los ciento cuarenta y cuatro mil, los adquiridos en la tierra” (Ap
14, 2b-3). En la Jerusalén celestial el canto será la grandiosa celebración
de la plenitud de la vida.
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13. BAÑO BAUTISMAL
11
Lo mismo que para el capítulo 12, este versículo está tomado de la Biblia de Je-
rusalén Latinoamericana (op. cit.), pues la versión de la Nueva Biblia Española {op.
cit.), parece que no es la más conveniente para el contexto que nos ocupa: “Eso eran
algunos antes, pero se lo lavaron, pero los consagraron, pero los rehabilitaron por la
acción del Señor, Jesús Mesías, y por medio del Espíritu de nuestro Dios” (I Cor 6,
11) [nota del traductor].
56
agua, para que pueda aflorar en él la humanidad nueva que se construye en
el amor y la paz. El don bautismal nos compromete a sepultar el pecado
para hacer florecer el don de la gracia.
En fin, el agua indica el paso, la Pascua, la travesía del Mar Rojo. La
esclavitud es abandonada y aniquilada, y el fiel se adentra en el misterio de
la libertad. La fuente bautismal es el lugar de celebración del verdadero
éxodo de la esclavitud y nos recuerda que el camino del discípulo del Se-
ñor es una continua conversión: un paso de las tinieblas a la luz.
Nuestra existencia se hace entonces una existencia bíblica: el agua
contenida en la sagrada fuente representa la encarnación de las maravillas
de Dios que quiere conducir a la salvación a todo hombre. En esas aguas
encontramos el significado verdadero para andar por los caminos de la vi-
da.
En el baño bautismal somos sumergidos en la comunicación de la vi-
da divina; mediante el agua morimos al viejo Adán y redescubrimos el
nuevo Adán.
El gesto del sumergir-emerger en la fuente bautismal es el canto de la
alegría de Dios y de la humanidad que ven nacer un mundo nuevo, un
nuevo don del Espíritu que suscita la lozanía de la vida de la comunidad.
Es un acto de la fidelidad divina que quiere que todos los hombres sean en
el Hijo, sus hijos, y canten las bellezas de la naturaleza viviendo en sinto-
nía con la voluntad creadora.
La fuente bautismal representa para nosotros el sentido materno de la
Iglesia que genera nuevos hijos para la gloria del Padre y para la construc-
ción de una humanidad que se vea resplandeciente de comunión, libertad y
alabanza.
57
15. ROCIAR
61
16. IMPONER LAS MANOS
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lo bajo. Aquél está esperando con una pobreza abundante en súplica, éste
en su generosidad lo está colmando de los dones divinos.
Entonces sucede la transmisión del Espíritu Santo con todas sus po-
tencialidades para que la persona acogiéndolo pueda actuar según sus ins-
piraciones y sus pensamientos. El Espíritu es el gran actor y el incompara-
ble don expresado en el signo de la imposición de las manos en la dimen-
sión ordinaria de la vida y en los diferentes gestos sacramentales.
Es siempre grato recordar el comportamiento de Jesús hacia los ni-
ños: “Le acercaron entonces unos niños para que les impusiera las manos y
rezara por ellos; [...] Jesús dijo: Dejen a los niños, no les impidan que se
acerquen a mí, porque los que son como ellos tienen a Dios por Rey. Les
impuso las manos y siguió su camino” (Mt 19, 13-14). Jesús dona su Espí-
ritu a quien es pequeño, para que éste, revestido de su luz sea el más gran-
de en el Reino.
El cristiano haciendo con sencillez y con humildad el mismo gesto de
Jesús revive y hace revivir los sentimientos del Maestro en la vida de todos
los días. En el orden sacramental, además, la imposición de las manos ad-
quiere en modo particular, una riqueza salvífica de significados. La impo-
sición de las manos es el gesto creador del Espíritu Santo que hace nuevo a
aquel que con ánimo contrito celebra el acontecimiento de la Pascua en el
signo de la penitencia. En la confirmación tenemos la plenitud de la comu-
nión divina que llega al fiel para que proclame al mundo las maravillas del
amor divino. La efusión de la esperanza divina en el silencio-imposición
de las manos durante la celebración de la unción de los enfermos, regenera
el corazón del doliente que se debate en sus sufrimientos presentes. La im-
posición de las manos se hace el gesto sencillo y pleno de comunión de la
persona que se acerca al lecho del enfermo para hacerle sentir que compar-
te la difícil situación que está viviendo y para guiarlo hacia la comprensión
de que no está solo llevando su carga.
El compromiso que el cristiano asume en el momento de la despedida
de la asamblea litúrgica es acompañado por la imposición de las manos pa-
ra que la fecundidad del Espíritu Santo alimente su existencia cotidiana, le
comunique inspiración para tomar decisiones auténticas según el estilo del
Evangelio, le dé fuerza para testimoniar la caridad en las relaciones ordina-
rias y concretas de la vida. El gesto de la imposición de las manos ofrece la
seguridad de que Dios está siempre presente y no nos desilusiona.
El lenguaje sacramental de la imposición de las manos indica, por
consiguiente, la asistencia divina a la comunidad cristiana y la convicción
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de que el Espíritu está siempre vivo y vivificante para que el creyente pue-
da crecer en la libertad, en la obediencia y en la comunión divina.
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17. UNGIR
67
penetra en el cristiano, robustece sus miembros, lo conforta y lo hace en-
trar en la libertad heroica que es un don que viene de lo alto; le da la valen-
tía de la comunidad pentecostal, de la Iglesia de los mártires. Este hecho es
importante porque la realidad terrena se muestra plagada de peligros y obs-
táculos y está determinada por los conflictos con el maligno. La unción
prebautismal significa precisamente, el don del Espíritu que hace al cris-
tiano idóneo para la lucha y le ofrece la seguridad de que la fidelidad divi-
na no vendrá a menos. Toda la existencia de los discípulos del Señor está
puesta bajo la tentación del demonio. El recuerdo de la unción les da la se-
guridad de que el Espíritu está combatiendo con ellos y que si son dóciles,
serán siempre victoriosos.
A su vez, la unción de los enfermos nos revela la acción divina que
fortifica al hombre, incorporándolo en el misterio de la voluntad del Padre.
En efecto, el Espíritu Santo ayuda al doliente a vivir el momento trágico de
la grave enfermedad según el proyecto de Dios. Puede llegar la alegría de
la curación física o bien, la valentía para pasar serenamente al resplandor
del gozo de la dichosa eternidad. La unción quiere decir sobre todo cura-
ción interior frente a las tremendas problemáticas que se presentan en el
corazón del enfermo. El gesto ritual le recuerda el poder de la resurrección
en la vida dichosa.
En fin, la unción es signo de exaltación, de riqueza y de exuberancia
interior ya que subraya la plenitud de los dones que se derraman en el al-
ma, la hacen capaz de testimoniar con la vida hasta el martirio, en plena
libertad y con firme valentía, el acontecimiento evangélico. Es la dinámica
propia del sacramento de la confirmación en que el Espíritu Santo comple-
ta la obra que el Padre inició con el bautismo para que el fiel cante en la
dimensión ordinaria de la vida el advenimiento de los tiempos mesiánicos.
En la unción, en efecto, están significados los siete dones del Espíritu
que hacen al alma del bautizado particularmente atenta a Dios.
El Espíritu expresa en ese momento, prontitud, obediencia, seguridad,
canto y libertad. Es, por consiguiente, el Espíritu que habla en cualquiera
que ha sido ungido y regenerado de lo alto.
El gesto de ungir ofrece calor divino a los miembros del hombre can-
sado a causa del pecado y le dona la capacidad de la docilidad al hoy de
Dios, para que el Reino pueda ser testimoniado frente al mundo entero.
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18. ORAR
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que animan a la asamblea cuando adopta una actitud orante en un único
espíritu: el del pobre que se encuentra frente al Altísimo.
Al permanecer de pie, el hombre traduce la oración en un acto de fe y
en signo profético del gran acontecimiento de la resurrección que vivifica
a la comunidad; al arrodillarse, hace brotar el anhelo de la adoración hacia
el Inefable y la presencia de un sentimiento penitencial que lo lleva a com-
placerse en la conversión y el perdón divino; al permanecer sentado, hace
surgir la profunda voluntad de esperanza-meditación frente a la comunica-
ción con Dios con el fin de que el alma sea revestida de los sentimientos
mismos de Cristo; con las manos juntas, expresa la necesidad de que el
alma se concentre en el misterio de Dios que anhela fervientemente pene-
trar en el interior de los fieles; con los brazos elevados, agradece, ora, ala-
ba, reconoce la señoría de Dios en su historia personal y comunitaria; en el
camino procesional, subraya la característica peregrinante de la Iglesia que
vive con la seguridad de que Dios la acompaña con el maná y su acción
providencial; con el canto y la música, concretiza el gozo ante las maravi-
llas divinas.
Esta multiplicidad de formas, pone en evidencia la manera en que la
asamblea tiene la actitud de querer vivir de la libertad de Dios y en la li-
bertad divina. La asamblea es la convocación de las criaturas redimidas,
regeneradas por el agua y por el Espíritu Santo, signo vivo del rostro de
Cristo. Orar, fomenta en los fieles reunidos, la conciencia de su vocación
como criaturas: representa el medio de la cotidiana acogida de Dios y de
su inescrutable voluntad. Orar, en efecto, pone a la asamblea en plena do-
cilidad y disponibilidad hacia la acción de Dios, para dejarse plasmar por
el Espíritu Santo en la fecunda imitación de Cristo para alabanza y gloria
del Padre.
La Iglesia representa también el ámbito en que los fieles aprenden a
orar en forma auténtica. Una cultura en que la asamblea esté penetrada por
el amor a la verborrea, opta por la imagen y las apariencias, prefiere lo
complicado, elige el barullo y el clamor. El rito puede saciar al hombre ex-
terior y vaciar al hombre interior; puede encerrar al hombre en su vanidad
y no abrirlo al Absoluto. La auténtica oración litúrgica, partiendo de la
contemplación del Inefable y de sus maravillas, elige lo esencial; proclama
que Dios uno y trino es el Señor de la vida y de la historia; fomenta la inte-
rioridad ya que los celebrantes saben que Dios escruta el corazón y la men-
te y celebra el culto del corazón humillado y contrito que es sacrificio
agradable a Dios; anhela la sencillez porque todo debe resultar transparen-
70
te y abierto a la comunicación divina. La oración de la liturgia es la escue-
la cotidiana de la oración de los discípulos.
La asamblea forma al cristiano, lo hace partícipe de sus fines y lo
orienta a lo que debe distinguirlo. Una asamblea que ame lo esencial y lo
sencillo, se complace en la contemplación y valora la interioridad, forma a
los fieles reunidos en este estilo de vida que es en el Espíritu Santo, la ver-
dadera oración.
Es ciertamente difícil orar en una asamblea cuando dichos valores no
están presentes en el corazón de los fieles, cuando éstos no se dejan plas-
mar por la forma de orar de la Iglesia. Además, la oración litúrgica ama
subrayar el “nosotros”: somos el pueblo de Dios en camino que en la única
fe acoge, suplica, canta, testimonia. Frente a la fácil tentación individualis-
ta, en la asamblea litúrgica respiramos la intensa comunión universal que
anima el Redentor, quien comunica a todos los hombres la salvación pas-
cual.
Muchas veces atrofiamos nuestro “yo” porque no logramos ponernos
en sintonía con los sentimientos de Cristo ni con las inspiraciones del Espí-
ritu que nos hace participar de la libertad de Dios. Nuestra oración en la
asamblea nos da la alegría de olvidarnos de nosotros mismos, de introdu-
cirnos con el corazón y la mente en la infinita voluntad del Maestro, de
podernos encontrar con todos los hermanos y ofrecer al Padre una única
oración, expresión de un único pueblo que se descubre en el único Padre,
Hijo y Espíritu Santo.
La oración litúrgica se convierte en el ejercicio de nuestro sacerdocio
bautismal que se expande, se desarrolla, se comunica, en forma tal que lle-
ga a crear el proceso de maduración en la fe y en la comunión que es la
meta de la oración de la comunidad reunida.
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19. BENDECIR
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amor de Dios hacia la humanidad y su poder que hace subsistir todas las
cosas y regenera en forma inagotable el corazón humano. A través de la
bendición, estamos llamados a compartir la fuerza divina porque después
de haber sido partícipes en ella, podemos proclamar al mundo entero las
insondables maravillas de Dios.
La fe nos ayuda a comprender que el hombre es bendecido en todas
las partes de su ser pues su existencia toda pertenece al Creador y expresa
esta comunión al ser bendecido por Dios. Es lo que nos enseña el himno de
la Iglesia antigua que Pablo nos refiere: “¡Bendito sea Dios, Padre de nues-
tro Señor, Jesús Mesías, que, por medio del Mesías, nos ha bendecido des-
de el cielo con toda bendición del Espíritu!” (Ef 1,3). Bendecidos a través
de la fórmula de la bendición, nosotros bendecimos al Señor para que su
benevolencia esté siempre presente en nuestras vidas. Esta convicción
emerge en la misma actitud con la cual nos disponemos a recibir la bendi-
ción divina.
En efecto, cuando recibimos una bendición, nos inclinamos o nos
arrodillamos: con este gesto profesamos nuestra fe de que todo viene del
Padre en Cristo y en el Espíritu Santo ya que nosotros somos todos de Dios
para ser siempre según sus designios. Si Dios no nos bendijera, no podría-
mos buscar sus disposiciones, no podríamos actuar de acuerdo a su concre-
ta voluntad, particularmente en la cotidianeidad de la existencia; sobre to-
do, no lograríamos vivir la sabiduría de la cruz, que representa la única
clave interpretativa de nuestra existencia.
Sólo quien está en Dios, vive esa sabiduría divina. Esta consideración
la tenemos en cuenta sobre todo al terminar cualquier celebración sacra-
mental, en la que hemos participado de la muerte-resurrección del Señor.
Dios Padre a través de los signos litúrgicos nos colma de su benevolencia e
infunde en nuestro interior su Espíritu para que sepamos tomar las energías
necesarias para hacer alma de nuestra vida cotidiana, la propuesta evangé-
lica.
Si caminamos según este estilo, el gesto de la bendición asume un va-
lor determinante en la forma de concebir y de construir nuestra existencia.
Bendecidos por gracia y conscientes de este don, vivimos cada mo-
mento glorificando e imitando al Señor, seguros de que con esta actitud,
Dios renueva su inefable fidelidad hacia nosotros. En efecto, el bendecir
confirma a los hombres la gracia de la vida, haciéndola garante, mientras
los prepara a la pureza de espíritu para que sepan ir en cada instante de su
existencia tras la voluntad divina. La misma vida teologal que representa el
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alma de la vida del cristiano es una bendición en acto: nosotros vivimos
como bendecidos, si la fe-esperanza-caridad es el corazón de todo momen-
to que el Padre nos ofrece.
El hombre que vive esta convicción sabe caminar bajo una nueva vi-
da verdadera y anima sus acciones de esperanza; prueba la presencia de
Dios que nunca desilusiona.
Esta riqueza postula, no obstante, un sentido verdadero de la propia
pobreza. Si la bendición es gracia, la riqueza de tal don brota de un cora-
zón pobre, lleno de súplicas, que sabe que no puede subsistir ni siquiera un
momento si Dios no fuera gracia para él, particularmente en el sentido del
crecimiento en la luz de la opción de la fe. Ésta, por lo tanto, lleva al cris-
tiano a vivir únicamente de Cristo muerto y resucitado.
El acto de bendecir no posee nada de mágico, no se reduce a un sim-
ple gesto mecánico, sino que vive en el corazón puro del hombre que tiene
la mirada dirigida hacia lo alto, que desea verse envuelto por una luz que
viene de la divinidad, que anhela fervientemente construir el presente en
verdad y gratitud en una relación que sólo es caridad. Entonces, las manos
vacías serán llenadas por el Dios fiel, rico en bondad y misericordia; este
gesto sacerdotal de intensa oración configurará al orante en Cristo para que
Él sea su corazón día con día.
El estilo de vida del discípulo es el corazón del Maestro. Vivir en la
perspectiva de la plena obediencia al Padre se revela muy arduo para el fiel
que no se arraiga en la benevolencia misma del Padre. El gesto de la ben-
dición ofrece la seguridad de que Dios en su bondad lo ayuda desde la
primera hora enriqueciéndolo de su fuerza y acompañándolo a lo largo del
camino para que su presencia sea viva en todo el hombre, ayudándolo a
crecer según los designios divinos, a la luz de la cruz de Cristo, en la cual
está la salvación, la vida y la redención de toda la comunidad.
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20. COMER Y BEBER
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Por lo general, el gesto de comer y beber en compañía es consecuen-
cia de una invitación y quien ha tomado la iniciativa pone en evidencia su
deseo de compartir con sus huéspedes un profundo significado de vida. La
invitación parte del deseo de profundizar una comunión ya iniciada y que
ha de madurar.
Los vínculos humanos muchas veces pueden ser débiles dado que los
centros de interés tienden a multiplicarse y así, el hombre corre el riesgo
de caer en la soledad. Al dar y aceptar una invitación, las personas salen de
su soledad formando un solo corazón y una sola alma: ante el hecho de
comer y beber en compañía, nace una comunión interpersonal que profun-
diza los lazos existentes entre ellas creando una verdadera armonía inter-
personal. Se tiene entonces la actuación efectiva del amor y de la confian-
za recíproca.
Cuando Jesús nos dijo: “Tomen y coman... tomen y beban”, hizo su-
ya esta rica experiencia humana de comunión.
El Redentor quiso entrar en íntima relación con nosotros. El don de la
resurrección en Él mediante el bautismo pretende su radical desarrollo en
la persona del discípulo. El Maestro siempre nos invita al banquete euca-
rístico para que podamos ser verdaderamente suyos en un proceso conti-
nuo de crecimiento inagotable que tendrá su máxima expresión en el ban-
quete del cielo. No somos nosotros los que nos acercamos a los dones eu-
carísticos, sino que es Él, el Señor, quien nos prepara, llama, anima a en-
trar en su Pascua; es Él quien nos involucra en sus ideales porque quiere
permanecer cada vez más en nosotros y quiere que nosotros permanezca-
mos en Él. El gozo de la reciprocidad en la Hora del Padre alimenta la re-
lación que Jesús ofrece a cada uno de nosotros en la fe y en el sacramento.
El caminar a la luz del Evangelio puede verse desviado por múltiples
formas de dispersión que provienen del mundo, del pecado, de la carencia
de adhesión a los divinos designios, de la voluntad de no comulgar con el
acontecimiento de la Pascua y de Pentecostés. Cristo Jesús anhela ardien-
temente comer con nosotros su Pascua pues quiere recrear nuestro yo más
profundo, comunicarnos su vida divina, regenerar nuestra libertad para que
acoja la Palabra, hacernos el don de su oblación-pascual para ayudarnos a
vislumbrar que sólo en Él nuestra existencia está plenamente realizada.
Por esto nos invita a tener despierta nuestra aspiración por el banque-
te eterno, en el cual comeremos, beberemos en comunión y compartiremos
su gloria en el Padre.
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Cuando en el Espíritu Santo somos convocados en torno a la misma
mesa, tenemos la alegría de compartir el verdadero significado de la exis-
tencia, lo que Cristo ha vivido y que ha animado cada uno de sus momen-
tos: la oblación en las manos del Padre para el gozo y la redención de toda
la humanidad. Compartiendo esta actitud suya, creceremos en la comunión
teologal y sacramental, en espera de la eterna.
La exaltación del comer y beber con el Señor se hace a su vez, la
fuente de nuestro testimonio cristiano, tal como nos enseña el apóstol Pe-
dro en el discurso en casa de Cornelio: “pero Dios lo resucitó al tercer día
e hizo que se dejara ver [...] de los testigos que él había designado, de no-
sotros, que hemos comido y bebido con él después que resucitó de la
muerte” (Hch 10, 40-41). La caridad que anima a la Iglesia vive de la co-
mún experiencia eucarística, en la cual nos encontramos como una sola
persona en el Señor para generar después en el lenguaje de la cotidianei-
dad, una comunicación de la vida que era en el Padre, que se ha hecho vi-
sible a nosotros para que la humanidad pueda saciarse en el banquete del
Reino.
El hecho de comer y beber con Jesús es, por consiguiente, el acto en
que nos complacemos en la seguridad de entrar en íntima comunión con
Él, que está verdaderamente presente en nuestra historia como resucitado y
de quien nunca debemos tener temor; en la Eucaristía vemos al Señor y
como los discípulos de Emaús, lo reconocemos al partir el pan: este hecho
es la fuente viva y fecunda de nuestra esperanza cotidiana. Es por lo tanto,
evidente que nuestro comer y beber no se reducen a un simple proceso de
aceptación de la comida, sino que se arraiga en un camino de comunión
que es compartir, ver, comunicar con el misterio de la Pascua: Cristo
muerto y resucitado, siempre presente en su Iglesia, para guiarla a los pra-
dos eternos del Reino.
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21. INCENSAR
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El incensario, desprendiendo su humo, es oración en acción, es una
inefable melodía de súplica-alabanza presentada al Altísimo, es amor y
abandono de la comunidad frente a su Dios.
La actitud espiritual expresada por el incienso que sube da un particu-
lar significado al ambiente. El humo y el perfume del incienso envuelven
el lugar en que estamos reunidos, este hecho nos recuerda que para los he-
breos la nube de la gloria de Dios era lugar del inefable diálogo del pueblo
con Dios mientras el Señor tomaba morada en el santuario, según la teolo-
gía del Antiguo Testamento: “en cuanto él [Moisés] entraba, la columna de
nube bajaba y se quedaba a la entrada de la tienda, mientras el Señor ha-
blaba con Moisés” (Éx 33, 9). “Cuando los sacerdotes salieron de la nave,
la nube llenó el templo [...] porque la gloria del Señor llenaba el templo” (I
Re 8,10-11).
La ritualidad nunca es un simple gesto que la comunidad hace mecá-
nicamente, sino que vive de todo el contexto que orienta el corazón de
quienes están presentes. Los fieles están llamados a respirar al Tras-
cendente en su disposición cultual, preparándose a esta aspiración, con el
incienso. El contexto nos ayuda a confirmar que estamos ante la presencia
del Altísimo: ser envueltos por el perfume y por la nube producida al que-
mar el incienso, no pertenece a la vida ordinaria. Esta convicción anima
nuestro encuentro en la asamblea litúrgica. Así se crea el ambiente del sa-
crificio de la alabanza.
Estrecha, en efecto, es la relación entre la ofrenda y el perfume que
son agradables a Dios (cfr Éx 29, 18). De ese humo nos preparamos para
ponernos en estado de sacrificio, haciendo nuestro el ofrecimiento de Cris-
to al Padre.
La Instrucción General del Misal Romano en este sentido, afirma:
“El sacerdote puede incensar los dones colocados sobre el altar, y después
la cruz y el altar mismo, para significar que la oblación de la Iglesia y su
oración suben como incienso hasta la presencia de Dios. Después el sacer-
dote, por el sagrado ministerio, y el pueblo por razón de su dignidad bau-
tismal, pueden ser incensados por el diácono, o por otro ministro” (n. 75).
El perfume que sube a través de la incensación de los dones indica
nuestra total donación en las manos de Dios, a imitación de la actitud de
Cristo, que en el signo del pan y del vino es una viva oblación al Padre por
la redención de toda la humanidad.
El uso del incienso en la celebración de Laudes y de Vísperas destaca
además, esta dimensión oblativa y de sacrificio de la oración, que es como
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un incienso que sube hasta Dios. El incienso en la entonación de los cánti-
cos evangélicos del Benedictus y del Magníficat expresa que la comuni-
dad, cuando ora, se pone delante de Dios en sacrificio agradable a Él. Toda
la jornada, por consiguiente, comprendida entre estos dos momentos de
oración (en la mañana y en la tarde) y que al centro ve la presencia de la
celebración eucarística, es un verdadero acto eucarístico y de sacrificio al
Altísimo y lugar de su fidelidad fecunda.
El uso del incienso tiene también valor de purificación. Como el per-
fume aleja los olores desagradables, así el incienso aleja los poderes del
maligno. Cuando presentamos las ofrendas, hemos estar puros de corazón.
La incensación de las personas y de los lugares destaca este significado,
crea en los celebrantes la conciencia del deber de ponerse en comunión
con Dios para que el sacrificio de la vida sea agradable a Él y aceptado por
Él.
Además, la incensación del celebrante resulta particularmente impor-
tante pues en ese momento se subraya el significado de su presencia en
medio de la asamblea: él actúa en la persona de Cristo, al servicio de la
comunidad reunida, por eso, mientras en la incensación recibe un particu-
lar acto de honor, debe recordar que ha de permanecer, a imitación del Re-
dentor, en una auténtica actitud oblativa. La asamblea, a su vez, en Cristo
y con Cristo es honorada para que participe también ella en el mismo sen-
tido de ofrecimiento.
En fin, la Iglesia inciensa los cuerpos de los hermanos difuntos para
honrar el templo de aquellos que han sido llamados a la contemplación de
la gloria. Dicho cuerpo es reliquia de la habitación de la Santísima Trini-
dad y de aquél que fue creado a imagen y semejanza de Dios. La Iglesia no
puede más que honrarlo profesando la propia fe en las maravillas de Dios
que ha creado al hombre como ser constituido de alma y cuerpo.
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22. PRESENTAR LAS OFRENDAS
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toda realidad creada y la exaltación de devolver lo que se ha aceptado de
las manos del Dador de todo bien.
El gesto de la presentación de las ofrendas es la celebración de la gra-
titud que envuelve la vida cotidiana del hombre, significa decir en voz alta
que Dios es el Creador, el Redentor, el Señor.
Esta disposición es particularmente importante en el contexto de la
celebración eucarística, donde todo resuena como un gran acto de gratitud
por las maravillas realizadas por Dios en la creación y en la redención.
Al mismo tiempo, este gesto de ofrecimiento pone en evidencia la
pobreza del hombre, quien es plenamente consciente de que está en todo
momento enriqueciéndose de Dios. Al presentar a Dios lo que Él ha dado
por gracia, la comunidad vive la convicción de que el Señor continuará
siendo fecundo en el futuro porque la gratitud del pobre es motivo de la fe-
cundidad inexorable de Dios. Cada agradecimiento dirigido al Altísimo es
principio de una nueva gracia y de una renovada comunión con Él.
En el hecho de llevar los dones a Dios, el hombre vive la convicción
de entrar en familiaridad con Él y de realizar en su procesión hacia el altar
el sentido mismo de su existencia. El gesto de la presentación de las ofren-
das es signo de la comunidad que con agradecimiento se entrega toda ella
al Padre. Las cosas expresan y encarnan la intención de los oferentes: so-
mos todo y sólo gracia para vivir con agradecimiento en la constante obla-
ción en las manos de Dios uno y trino. El agradecimiento, en efecto, no es
simplemente ofrecer algo, sino que es destacar que la persona vive en in-
tensa comunión con el donador divino y comparte su alegría de donarse.
La reciprocidad anima el signo del llevar las ofrendas al altar. La comu-
nión entonces se refuerza y el hombre se siente cada vez más objeto de la
benevolencia divina. En efecto, así como las ofrendas transformadas se
convierten en signo de la voluntad oblativa de Cristo que en la cruz quiso
reunir a los hijos dispersos, así todo lo que somos y donamos tiene su sig-
nificado en la reciprocidad fraterna que construye un verdadero camino de
unión.
Dios en su proyecto de salvación pretende realizar un proceso de co-
munión incluso entre los hombres. Lo que la tierra produce está también
dirigido a alegrar el corazón de los hombres y a hacerlos cada vez más
hermanos. El trabajo mismo posee un fuerte valor de comunión. Esta in-
tención de Dios tiene su vigorosa expresión en la participación de los bie-
nes. El gesto “oferente” es al mismo tiempo, expresión de caridad y de
formación a la solidaridad.
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Dios acoge las ofrendas para repartirlas; todo lo que le donamos de-
termina su íntima comunión con los hombres; el privarnos de algo en signo
de agradecimiento, tiene por objeto profundizar el sentido genuino de la
comunión.
Verdadera alegría se deriva de cualquier gesto de ofrecimiento. La
exaltación del donar no deriva de la privación, sino de la edificación de la
comunión. Las privaciones del yo son la riqueza del nosotros. La pre-
sentación de las ofrendas se hace entonces escuela de gran libertad frater-
na. Así, se crea un clima verdaderamente mesiánico en que se forman sig-
nos de unión y de reciprocidad según el proyecto creativo del Padre.
La experiencia de la Iglesia apostólica nos dice que “En el grupo de
los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en co-
mún y nadie consideraba suyo nada de lo que tenía. [...] entre ellos nin-
guno pasaba necesidad, ya que los que poseían tierras o casas las vendían,
llevaban el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se dis-
tribuía según lo que necesitaba cada uno” (Hch 4, 32-35).
La fraternidad litúrgica vive de la fraternidad ordinaria que se cons-
truye con los gestos de cada día. Cada momento es gracia, cada momento
vivido en plenitud es un acto de agradecimiento, cada momento es para
regalar, cada momento es fecundidad de comunión fraterna. El rito litúrgi-
co nace de la vida, vive de la dimensión ordinaria y fecunda de la existen-
cia en un desarrollo esencialmente eucarístico.
La comunidad se prepara a entrar en la oblación eucarística donde
Cristo no nos ofrece cosas materiales, sino a sí mismo y en el ofrecimiento
de sí mismo engendra la comunión de la humanidad.
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23. ENCENDER
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dad y de calor a las cosas, comunica camino de vida, no obstante las difi-
cultades que hacen pesada la realidad cotidiana. Todo esto se hace enton-
ces signo del Trascendente, que envuelve al hombre y expresa en él un
movimiento de vida que canta la victoria del calor de la luz sobre las tinie-
blas. Hay una estrecha relación entre la luz y el calor, entre el verse y el
relacionarse, entre el estar en Cristo luz y arder en el fuego del amor di-
vino. En esta perspectiva, así reza la Iglesia en la oración después de la
comunión en la festividad de Todos los Santos: “Dios nuestro, fuente única
de toda santidad [...], haz que este sacramento nos encienda en el fuego de
tu amor
Se invoca la fuerza del Espíritu, así como suplica la Iglesia en la so-
lemnidad de Pentecostés: “Ven, luz santificadora, y entra hasta el fondo
del alma de todos los que te adoran. [...] Ven, Espíritu Santo, llena los co-
razones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”. En la óptica
del misterio de Cristo, al encender una vela se hace vibrar en el alma una
multiplicidad de sentimientos que tienen un elemento común: la alegría de
vivir y de hacer vivir.
La presencia del cirio encendido adquiere además otro significado: el
de infundir una constante esperanza en el corazón del hombre, siempre
llamado a estar en oración, aunque no siempre lo logre. Entonces, su vo-
luntad lo anima a encender una vela para que ésta exprese en forma ince-
sante su fuerte deseo de oración y de súplica. En el esplendor que arde está
el deseo de elevación por parte de un corazón orante que se consume al
confiarse completamente en Aquel que es la única seguridad de la vida.
Como en la vigilia pascual, el cirio encendido es la expresión de la intensa
oración de la comunidad, que en las tinieblas de la muerte vive la fidelidad
del Padre que no desilusiona, así el encender un cirio significa concretizar
el deseo de oración y de esperanza que es fecundidad de vida en cada
fragmento de la historia cotidiana. Cada cirio encendido es un canto a la
vida de un corazón orante que vive del Dios que no desilusiona y no puede
desilusionar.
Este intenso clima de fe y de súplica es la vitalidad misma del bau-
tismo, según su lenguaje celebrador. El padre de familia enciende la vela
del cirio pascual que le es presentado para que el don de la fe en Cristo
muerto y resucitado no se apague nunca en el corazón del niño, de tal for-
ma que pueda andar al encuentro del Señor cuando venga en su gloria, se-
gún la bella imagen de la parábola de las vírgenes (cfr Mt 25, 1-13). La luz
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encendida significa que se acoge la salvación y se crece en esta salvación
para regocijarse con la venida final del Redentor.
En el rito del bautismo, el progenitor, teniendo entre sus manos la ve-
la encendida que iluminará al niño, destaca su propio compromiso de edu-
car en la Pascua del Señor al recién bautizado, para que pueda siempre
caminar alegre en la luz de Cristo.
Encender un cirio es una opción de vida: sólo el Maestro debe ilumi-
nar las motivaciones de nuestras decisiones. Él es el compañero de viaje
que da resplandor a todo nuestro camino. Encendemos entonces nuestras
lámparas en las procesiones, para afirmar frente al mundo que sólo Cristo
con su luz da significado a la existencia humana. El caminar en la luz se
basa en la concepción de que somos hijos de la luz, como nos dice Pablo:
“La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades
propias de las tinieblas y pertrechémonos para actuar en la luz. Comporté-
monos como en pleno día, [...] revístanse del Señor, Jesús Mesías” (Rom
13,12-14).
La vela encendida que ilumina el recorrido procesional de la comuni-
dad, pone en evidencia que Cristo Jesús ilumina el corazón de los creyen-
tes y vence a las tinieblas en su totalidad.
El acto de encender el cirio es un gran acto de fe frente a la vida, es el
vivo deseo de estar en la luz para destruir toda forma de oscuridad que ma-
ta el alma. Con este gesto cantamos el triunfo de Cristo sobre los poderes
del mal y damos verdadero y fecundo contenido al anhelo de vivir, que es-
tá presente en el corazón de todo hombre. Entonces, estamos diciendo que
la esperanza en el camino de la vida viene de lo alto. Seremos una vela que
permanece siempre apagada, si no nos acercamos a la luz que da fecundi-
dad a todas nuestras potencialidades.
Encender un cirio es signo de que la divinidad nos alcanza y nos
ofrece la capacidad de hacer brillar frente al mundo la fuerza del Altísimo.
La vela encendida representa el misterio de la encarnación que el Espíritu
Santo sabe hacer vivir en cada uno de nosotros.
En todo momento ofrecemos nuestra pobreza a Dios para que Él
mande su Espíritu a encender en nosotros el fuego de su amor que da a
nuestra vida el calor y la luminosidad que nos ofrecen la capacidad de ca-
minar en el tiempo. La Iglesia en la invocación del Espíritu Santo ora así:
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“Ilustra con tu luz nuestros sentidos, del corazón ahuyenta la tibieza, haz-
nos vencer la corporal flaqueza, con tu eterna virtud fortalecidos”.12
Por lo tanto, encender un cirio se convierte en expresión de nuestra
firme convicción de que Cristo ilumina toda nuestra persona para que pue-
da en la vida caminar en la esperanza, en espera del día que no conoce
ocaso.
12
La versión en español está tomada directamente de:
http://liturgiadelashoras.blogspot.com/2007/08/visperas-entre-7-y-10-de-la-
noche.html [nota del traductor].
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24. PRESIDIR
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mundo no para ser servido, sino para servir y dar la vida en rescate de las
multitudes, con el fin de reunir a los hijos dispersos en la unidad. El minis-
terio de la presidencia es un llamado a comunicar, favorecer y desarrollar
el don de la unidad que representa la expansión de la vitalidad y de la fe-
cundidad de la Pascua: el presidente debe desaparecer en todas sus particu-
lares subjetividades, para obrar a la luz de la objetividad del acontecimien-
to, en forma tal que sobre toda la asamblea se expanda el Espíritu que hace
reconocer a la Iglesia su vocación pentecostal, como sucedía con los pri-
meros fieles que “Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apósto-
les y en la comunidad de vida, en el partir el pan y en las oraciones” (Hch
2, 42).
El signo del ministerio de la presidencia representa, por consiguiente,
una continua llamada a los fieles, los cuales, cuando están reunidos en la
asamblea, son regenerados por lo alto y llevados de la mano hacia la pleni-
tud de la salvación. A nivel interior, viven con la mirada dirigida hacia la
cruz, porque sólo de ese árbol fluye la salvación, que nos hace comunión y
fuente de esperanza para la humanidad entera.
90
25. INCLINARSE
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En este sentido se entiende la indicación de inclinar de manera pro-
funda la cabeza, cuando en la celebración de la Liturgia de las Horas, se
proclama al unísono la doxología: “Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu
Santo” o alguna otra fórmula similar. La himnodia y la salmodia expresan
la fecundidad de la historia de la salvación que brota de quienes son los
actores principales: el Padre, en el Hijo por obra del Espíritu Santo. El
exultante conocimiento de su presencia renovadora conduce a la asamblea
a ponerse en contemplación de la Trinidad a través de la doxología final.
Quien se deja involucrar en la historia de Dios, con la fe profunda
apoyada por el gesto de la inclinación de la cabeza y de toda la perdona,
alaba con conmoción contemplativa la vida de las tres Personas divinas, a
la manera de los cuatro vivientes que en la regocijante liturgia del Apoca-
lipsis cantan el cántico nuevo (5, 9) y se postran en adoración (5, 14). Toda
liturgia nos confiere un estilo contemplativo y nos conecta con la econo-
mía de la salvación, por eso en la inclinación orante queremos “naufragar”
en la vida de las Personas divinas para probar la belleza fecunda del amor
Trinitario.
En la lectura histórico-salvífica de la inclinación, se delinea también
la figura de los celebrantes: criaturas que en su pobreza, están llamadas a
la misión de anunciar las maravillas pascuales del Padre.
El diácono, antes de proclamar el Evangelio, se inclina frente al cele-
brante que preside la asamblea litúrgica para recibir la bendición que lo
habilita para desarrollar esta función. El presbítero cuando está por pro-
clamar al anuncio evangélico, se inclina frente al altar en voz baja: “Purifi-
ca mi corazón y mis labios, Dios todopoderoso, para que anuncie digna-
mente tu Evangelio”. Ambos ministros tienen la profunda conciencia de
los propios límites frente a la misión de encarnar la persona del Resucitado
que continúa alimentando la esperanza en la comunidad eclesial, haciendo
resonar las palabras de la salvación.
De nuevo el presbítero, durante la proclamación de la primera Plega-
ria Eucarística (del Canon Romano) al momento del ofrecimiento (“te pe-
dimos humildemente, Dios todopoderoso [...]”), se inclina con las manos
juntas para evidenciar su actitud de humildad al ofrecer al Padre los dones
eucarísticos e indica la fecundidad de éstos, concluyendo la oración con el
pecho erguido y con el signo de la cruz. Sobre quien se inclina al presentar
al Padre el ofrecimiento del Hijo, desciende, por pura condescendencia di-
vina, la plenitud de toda gracia y bendición del cielo (“seamos colmados
de gracias y bendiciones”, dice el celebrante). En este dinamismo se con-
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cretiza el principio evangélico: “Porque a todo el que se encumbra lo baja-
rán y al que se baja lo encumbrarán” (Lc 14,11). La inclinación forma a
cada celebrante en la madurez de la humildad evangélica, ya que es en tal
disposición que las tres Personas divinas realizan maravillas, atrayendo a
la comunidad trinitaria a todos los discípulos.
En la conclusión de la bendición solemne, el diácono se dirige a la
asamblea diciendo: “Inclínense para recibir la bendición”. Esta disposición
del cuerpo indica la voluntad de construir la propia existencia en una cons-
tante disponibilidad al misterio de Cristo en condición de acogida de la
gratuidad y de la fuerza divina. La asamblea, reconociendo su propia in-
dignidad frente a la voluntad eucarística de Cristo que envía a los discípu-
los, cual vivientes y creíbles signos del mundo nuevo, adopta una activa
disposición de súplica para que Dios continúe obrando en su historia.
I „i asamblea espiritualmente sabe que ha de actualizar la experiencia
de los apóstoles en los primeros tiempos de la comunidad cristiana, según
lo que describe el evangelista Marcos al precisar su misión: “Ellos se fue-
ron a predicar el mensaje por todas partes y el Señor cooperaba confir-
mándolo con las señales que los acompañaban” (Mc 16, 20).
La inclinación hace explícita la invocación del “pobre de espíritu”
que adopta una actitud de acogida ante el don de la salvación bajo el deseo
de que el Padre renueve la persona de cada uno de los celebrantes. Es el
gesto que expresa la conciencia de que no se da una verdadera disposición
de estar ante la presencia divina que no nazca de la actitud de dejarse inva-
dir por la fuerza que viene de lo alto.
Con el sucesivo erguirse del cuerpo, los celebrantes expresan la con-
vicción de que la súplica fue atendida y que se da un efectivo cumplimien-
to al acontecimiento de la salvación. En la existencia cotidiana, el discípu-
lo adopta entonces una constante condición de apertura: actitud propia de
las criaturas que buscan siempre en el devenir histórico, ser cada vez más
una gloriosa transparencia de la fidelidad del Padre en los afanes de todos
los días.
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26. INTERCAMBIAR LA PAZ
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rigida a sus discípulos para que sean sus auténticos seguidores (cfr Jn
13,15-16) es atendida.
También el segundo gesto, el de estrecharse las manos, que precisa-
mente es tradicional, se caracteriza por su profunda carga de reciprocidad,
si es que sabemos tomar su significado más profundo.
La mano posee su propia vitalidad ya que expresa la riqueza de la vi-
da interior de la persona. En el gesto de acercar las manos por parte de dos
personas se observa la comunicación de la experiencia espiritual de ambas
personalidades. La mano en la mano indica el inicio fecundo de una inten-
sa reciprocidad interpersonal en la perspectiva de un diálogo marcado por
un fuerte componente afectivo. Se da entonces el desarrollo relacional de
dos personas que quieren compartir el mismo significado de la vida. Ade-
más, el contexto que circunda y marca este gesto define posteriormente el
sentido de la reciprocidad. El clima de la celebración está dado por la pre-
sencia del Resucitado que no sólo está presente en la asamblea eucarística,
sino que está realizando una renovación en la persona de cada uno de los
celebrantes. En el intercambio de la paz, a través del estrechamiento de las
manos, la asamblea respira la creatividad de comunión que le es propia al
Espíritu Santo y pone en evidencia que cada persona quiere donarse al
hermano en Cristo Jesús y acoger al hermano como si fuera Cristo mismo.
La seriedad al llevar a cabo estos gestos, expresa el intenso clima de ora-
ción que anima a los celebrantes y que los introduce en la comunión trini-
taria en forma que se realice el principio de la epíclesis de la comunión:
“[...] Y concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que, congre-
gados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctimas
vivas para alabanza de tu gloria” (Plegaria Eucarística IV). El gesto co-
munica la intensa y fecunda relación entre Cristo y los suyos; relación de-
sigual en la cual Dios se comunica a los hombres y ellos, animados por un
enaltecido reconocimiento frente a la generosa gratuidad del Maestro, es-
tán en posibilidad de acogerlo en los dones eucarísticos. Este es también el
sentido del abrazo que comunica la firme voluntad de hacerse una sola
persona en la paz que proviene de Cristo muerto y resucitado y que nos
hace aptos para construir la fraternidad eclesial en el don del Espíritu San-
to. Se expresa así sensiblemente la fuerza hacia la unidad en Cristo que es
el dinamismo clave de la celebración eucarística.
El don que la oración eucarística ofrece a la comunidad celebrante
puede ser asumido únicamente si los que están preparándose para acoger al
Maestro muerto y resucitado en los signos eucarísticos viven intensamente
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la vida teologal de una fuerte comunión en la Pascua de Jesús y en el Pen-
tecostés del Espíritu Santo. Esta experiencia forma a los discípulos a vivir
y a compartir el don “invisible” de la salvación a través de la forma de los
gestos sacramentales.
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27. FRACCIÓN DEL PAN
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28. IR A MISA
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Desde esta visión, podemos leer nuestro ir a Misa como la continua
actualidad del camino “catecumenal” que nos permite celebrar el culto en
espíritu y verdad y llegar así a la identificación con Jesús, nuestro Maestro
y nuestro Señor. Escuchemos su voz que nos dice: “Vengan y verán, esta-
rán conmigo y probarán mi gloria, entrarán en la comunión con el Padre y
habitarán en la gloria que no tiene ocaso”. Con entusiasmo aceptemos su
invitación y atraídos por el Espíritu Santo apresurémonos hacia la fuente
del agua que salta hacia la vida eterna.
El hecho de ir a Misa expresa la fecundidad de la atracción obrada
por el Espíritu Santo que nos convoca a celebrar el acontecimiento pas-
cual. Un movimiento similar no tiene su origen en la iniciativa del sujeto
porque en este caso el bautizado podría verse tentado a buscarse a sí mis-
mo, sus propias esperanzas y su propia prospectiva existencial. Es Cristo
quien actúa en él y que siembra en su corazón la sed y el anhelo de ver el
rostro de Dios (cfr Sal 41). La existencia concreta se presenta compleja y
oscura y presenta al discípulo un intenso deseo de luz. La esperanza de en-
contrar la luz que lo ilumine de las tinieblas de la historia y que le inspire
opciones en el estilo del Evangelio anima a todo bautizado a ponerse en
camino para estar ante la presencia de Dios en la asamblea litúrgica y aco-
ger el “espíritu de revelación” que lo guíe a cumplir la voluntad divina en
la vida de todos los días.
En consecuencia, dentro de la nube creadora de la iniciativa divina, el
discípulo se olvida de sí mismo, abandona todo lo que no pertenece a la
verdad de su vida, en el Espíritu va más allá del espacio y del tiempo y se
sumerge en la acción recreadora de las tres Personas divinas. Es el gran
acontecimiento que se da en la celebración litúrgica. Bajo una lectura his-
tórico-salvífica, el deseo del discípulo de acoger la invitación de Cristo,
como condición para poder celebrar las maravillas de Dios, lo coloca en
una condición de éxodo, de abandono de un estilo de vida animado única-
mente por criterios humanos, lo lleva a adentrarse en una experiencia que
lo ilumine y lo regenere en el constante renacer de lo alto. En su paso hacia
el templo, el fiel revive la historia del éxodo bíblico. Esta verdad se expre-
sa a través de tres signos que lo acompañan y lo definen en su itinerario: el
atrio, la fachada el templo, la puerta de acceso al lugar de la asamblea.
Ante todo, el atrio representa la encarnación en la historia del mundo
de la experiencia del monje que va al coro pasando a través del claustro.
Aquí, en el silencio de su meditación y el asombro de su corazón, es guia-
do por la vivacidad de la fe a “rumiar” intensamente la historia divina para
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personalizarla y dejarse llenar por la conmoción que tiende a dilatarse en
su corazón tal como debería suceder a todo creyente. De la misma forma,
el cristiano que va a Misa escuchando, meditando, rumiando, proclamando
las maravillas que el Padre ha sembrado en la historia de la salvación, ali-
menta el deseo de “subir al monte del Señor” para poder entonar un canto
nuevo al Altísimo. La fascinación de Cristo hace lanzar hacia delante toda
la persona del bautizado que anhela ser poseída por Aquel que es el soplo
vital, que es el sentido y la inspiración del comportamiento de su existen-
cia. Este proceso no está activado por deseos humanos, sino que está ilu-
minado por la dimensión propia del anuncio evangélico expresado por la
arquitectura y por la iconografía de la fachada del templo. Frente al ojo del
individuo sensible que acoge las imágenes de la historia de la salvación, se
abre completamente el corazón del Espíritu para que se enraíce siempre
más en la vida de cada celebrante el anhelo de probar cuan agradable es el
Señor. La fachada del lugar de culto mediante sus representaciones artísti-
cas y su estructura arquitectónica ilumina el “desierto litúrgico” que es el
atrio, para que el camino hacia el templo esté verdaderamente lleno de
contenidos. Sobre el fondo de los salmos de ascensión (119-127) y del in-
greso al Templo (14 y 23), el bautizado desarrolla el deseo de encontrar a
Aquel que lo ha llamado, lo acompaña en el Espíritu y le ofrece el deseo
de acceder a la plenitud de la vida. Se revela en tal forma una maravillosa
síntesis en el corazón del creyente. En la fuerza del Espíritu Santo, él escu-
cha la invitación de Cristo a seguirlo, entra en comunión con Él en la cele-
bración eucarística, medita la historia de Dios con los ojos del corazón di-
rigidos a la fachada del templo y mientras camina, siente aumentar en su
corazón el deseo de dejarse encontrar en la exaltación espiritual por Aquel
que lo ha llamado.
La puerta, entonces, realiza la figura joánica de Cristo que es la puer-
ta de las ovejas (cfr Jn 10, 7.9). La conciencia de que sólo el Señor muerto
y resucitado lo hace conocer al Padre, estimula al cristiano a vivir en forma
cada vez más radical su identificación con la intensidad de la vida del
Maestro. El paso de la historia ordinaria a la asamblea litúrgica lo hace re-
cordar que su existencia “está escondida con el Mesías en Dios” (Col 3, 3)
y que sólo la plena configuración a la experiencia pascual del Maestro le
permite acceder a la participación litúrgica activa y fecunda con los her-
manos en la fe. El fiel rememora las palabras de Jesús en la convivencia de
la Última Cena: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie se acerca al
Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Esta verdad lo anima a vivir el gesto de cru-
zar el umbral como una opción positiva del significado de la propia exis-
104
tencia, ya que sólo en Cristo, celebrado en la comunión fraterna, puede
descubrir, vivir y profundizar la belleza de la vida. El creyente sabe que es
sólo en el encuentro con el Dios hecho hombre, presente en el recinto ele
la asamblea litúrgica, que su persona podrá participar en la luz que no tra-
monta nunca y que lo guiará en el camino del tiempo, en espera de la ple-
nitud de la Gloria.
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29. “PUEDEN IR EN PAZ”
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fraternidad a imagen de la comunión que subsiste en la Santísima Trinidad.
La comunión eucarística es al mismo tiempo punto de partida y punto de
llegada de este proyecto, que debería distinguir las aspiraciones y las op-
ciones de cada día.
En el contexto de la asamblea litúrgica, el corazón de los fieles se
abre a la universalidad del don de la salvación, a través del rito, ellos han
acogido a la entera humanidad en la inefable atracción espiritual en Cristo
Jesús. Esta experiencia se expresa al vivir las relaciones con auténtica
apertura hacia todo hombre, cualquiera que sea su historia, para que se
realice la comunión universal por la cual Jesús donó su vida.
Al mismo tiempo, la conciencia de la provisionalidad de la celebra-
ción litúrgica, anima al discípulo a obrar en la historia con la espiritualidad
del caminante, que vive intensamente el momento presente.
El cristiano, entrando en la historia, no teme actuar en conformidad
con el Evangelio, encarnar la mentalidad del Maestro, leer y amar la histo-
ria con su amor, porque el sentido de su vida es mucho más profundo.
Quien en la celebración sacramental acoge el don de la plenitud del amor
divino, prueba en el propio corazón la libertad de Cristo y no se deja apri-
sionar por las situaciones contingentes. Liberado por Cristo en el Espíritu,
el bautizado vive el don de la libertad en las opciones operativas cotidia-
nas, dejándose crucificar por las culturas del mundo para sembrar en el co-
razón de los hermanos la alegría que viene de lo alto.
El trabajo concreto, en consecuencia, estimula a la comunidad a
orientar la propia existencia hacia la plenitud de la gloria y el cumplimien-
to de todo deseo. La celebración litúrgica la coloca en la dimensión de la
eternidad bienaventurada y la orienta en una fecunda espera de la donación
de la plenitud del amor divino. Esta espera de la Jerusalén Celestial la
anima a compartir la señoría de Cristo en el proceso del llegar a ser de los
acontecimientos históricos, probando de antemano el acceso al jardín del
Edén y el acercamiento al árbol de la vida.
Este análisis nos ayuda a comprender el rito de la despedida de la
asamblea no como la conclusión de un acto formal y jurídico, sino como el
punto de partida para construir el mundo en el arrebatamiento del Espíritu,
según el modelo “visto” en la celebración de los divinos misterios y para
hacerlo un mundo que sea como el Padre lo ha pensado: lugar de comu-
nión a través del compromiso cotidiano en la perspectiva de la realización
del Reino. El cristiano saliendo del templo entra en las calles de la historia
difundiendo la belleza fecunda de la señoría de Cristo y el entusiasmo del
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Espíritu, en un proceso inagotable de libertad, en forma tal que del corazón
de cada criatura humana brote el himno de alabanza, fuente y meta de cada
deseo humano, en espera de la plena y total transfiguración en la belleza
propia de la visión de las tres Personas divinas, pleno cumplimiento de la
historia de la humanidad entera.
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30. AGUA BENDITA
112
31. AYUNAR
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madura en la realidad eterna y justa, en la asamblea litúrgica, y en la co-
munión con las tres Personas divinas.
Este proceso hará florecer inevitablemente la experiencia de la co-
munión eclesial y universal que caracteriza la Eucaristía como tal y que en
ella es continuamente renovada. En Cristo Jesús está presente la entera
humanidad y toda actitud que se deje envolver por el acontecimiento euca-
rístico debe ser su obvio reflejo. La verdad de la vocación bautismal a la
conversión en el lenguaje del ayuno, se expresa en el desarrollo de la sed
de comunión fraterna, según el ideal apostólico (cfr Hch 2, 44-45; 4, 32-
35). Sólo así la Iglesia puede convertirse en profecía de una nueva huma-
nidad frente a todo el mundo.
116
32. BESAR
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CONCLUSIÓN
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La riqueza presente en las acciones celebradoras no está, sin embar-
go, apartada del camino cotidiano de la vida de la comunidad; se funda en
la dimensión ordinaria de la vida y se traduce en ésta en forma continua.
Mediante los signos, Cristo Jesús nos admite en su inefable relación de
amor con el Padre, porque a través de los pequeños y sencillos gestos de la
vida podemos desarrollar la grandeza del amor que nos ha ofrecido a tra-
vés del gran acontecimiento de la celebración sacramental.
La verdad de la celebración litúrgica es el culto espiritual de la vida
de cada día: así proclamamos con todo nuestro ser la plena señoría de Cris-
to y crecemos en la espera de la manifestación de su gloria. En el signo de
su donación, el Invisible se nos manifiesta con toda la densidad de su po-
breza y precariedad para hacernos desear el momento del paso de la vida
terrena a la gloriosa de la visión divina.
El signo vivido en la fe representa, a su vez, una intensa súplica al
Padre para que ayude a la comunidad cristiana a anhelar su rostro. La co-
munión con los hermanos en la alabanza eterna será la realización de la fe-
cundidad de las celebraciones sacramentales.
Por eso el esfuerzo de leer con profundidad el valor de las acciones
rituales que repetimos con cierta frecuencia, debería ayudarnos a superar la
fácil tentación de la costumbre ritual y a percibir, en consecuencia, la ma-
ravillosa comunicación divina hacia nosotros.
Vivir en forma consciente los signos, significa encarnar la propia fe,
pletórica en súplicas, en estas actitudes y comportamientos, y gozar al
mismo tiempo la seguridad de la presencia de la fidelidad del Padre, que
hace nuevo el corazón de quien a través del signo, canta la propia pobreza
y la propia radical adhesión al Misterio pascual de Cristo.
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