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El condicionamiento neotecnológico.

(J-M Mandosio)

“Reacción contra la civilización de las máquinas.- La máquina, producto mismo de la más alta capacidad intelectual, no pone
en movimiento, en las personas que la utilizan, más que las fuerzas inferiores e irreflexivas. Es cierto que su acción
desencadena una suma de fuerzas enormes que de otra forma permanecerían adormecidas; pero no incita a elevarse, a hacerse
mejor, a convertirse en artista. Nos vuelve activos y uniformes, pero esto produce a la larga un efecto contrario: un
aburrimiento desesperado se apodera del alma que aprende así aspirar a los entretenimientos de la indolencia.”
(Nietzsche, Humano, demasiado humano, 1880).

El desarrollo de la neotecnología [1] no es en absoluto una fatalidad; la “sociedad de la información” no es el fin hacia el que la
humanidad tendería de forma natural, como pretenden aquellos que, siguiendo el ejemplo del Alvin Toffier en la La tercera ola [2],
recortan la historia en fases sucesivas que van de lo concreto (la “revolución” agrícola) hacia lo abstracto (la “revolución” de la
información), siendo la sociedad industrial el estadio intermedio. En oposición total a esta concepción, afirmamos que la adaptación
de nuestra sociedad a la neotecnología es el fruto de un condicionamiento, conforme con la tecnología que lo engendró. Vamos a
exponer nuestros argumentos en este capítulo, criticando primero la idea de fatalidad histórica; después precisando la relación entre
técnica, tecnología y neotecnología, lo que nos conducirá a mostrar particularmente que la crítica de las dos últimas no puede ser
conducida, contrariamente a lo que piensan algunos, a una “crítica de la técnica” que no tiene, en su extrema generalidad, ningún
sentido; en fin, examinaremos en detalle las modalidades del condicionamiento neotecnológico tal como se ejerce en dos campos
particulares - en el disco y el libro.

Se nos anuncia desde hace mucho tiempo el ineluctable advenimiento de la “tercera revolución industrial” y de la “sociedad de la
información” como su supuesto resultado. Desde el fin de los años setenta, el programa F.A.S.T. [3], lanzado por la Comisión de
comunidades europeas para “contribuir a definir las prioridades de R&D (investigación y desarrollo) a nivel europeo en vistas al
desarrollo de una política coherente a largo plazo de la ciencia y de la tecnología”, hacía de la “sociedad de la información” uno de
sus tres ejes de investigación prioritarios [4], con el pretexto de que “la informatización de la sociedad será la gran apuesta de los dos
próximos decenios”. Ahora que los dos decenios han transcurrido, podemos constatar que la “informatización de la sociedad” es una
realidad bien patente, conforme a las previsiones. Esta constatación puede dar lugar a dos interpretaciones divergentes:

a) esta informatización era inevitable; el hecho de que las instituciones nacionales y supranacionales la hubieran previsto a tiempo es
un signo de su clarividencia y de su solicitud respecto a las poblaciones que tienen a cargo;

b) esta informatización es el resultado de una política voluntarista, que la ha impuesto presentándola como inevitable; las
instituciones nacionales y supranacionales la han programado, sin desdeñar ningún esfuerzo para hacer que este programa se haga
realidad; si hizo falta poner en marcha una política voluntarista para conseguirlo, es justamente porque este desarrollo no tenía ni
rastro de fatalidad.

Según la primera interpretación, el desarrollo técnico -por el que hay que entender este desarrollo técnico, la evolución en esta
dirección determinada- es un destino: se trata del resultado y de la superación de etapas precedentes de la evolución del género
humano, independientemente de apreciaciones subjetivas; toda objeción es entonces vana, conforme al adagio según el cual “no se
puede detener el progreso”. Esta interpretación implica que la historia humana se orienta a priori en una dirección determinada,
independientemente de la voluntad de quien sea, según el proceso bautizado por Hegel como “astucia de la razón”.

La segunda interpretación, por el contrario, considera que la evolución histórica no tiene una dirección predeterminada: ésta no
aparece sino después, conforme al principio post hoc, ergo propter hoc ("después de eso, entonces la causa de eso"), error de
razonamiento conocido desde hace muchos siglos, que consiste en confundir consecución temporal y consecuencia lógica. Se dirá
por ejemplo que el cristianismo ha triunfado sobre el paganismo antiguo porque debía triunfar, pero es solamente después que dicha
necesidad parece imponerse como una evidencia; antes de que ese triunfo - que no era una fatalidad - fuera constatado, los únicos
que estaban convencidos de ello eran aquellos que militaban al lado del cristianismo, cuya victoria era considerada como inscrita en
el proyecto de Dios. En el caso de la “sociedad de la información”, lo que se presenta como una anticipación del porvenir es en
realidad un encadenamiento de decisiones estratégicas que por cierto no son producto del azar o de no se sabe cuál destino que
domina a la humanidad.
Pensar lo anterior, no significa sucumbir a una visión paranoica de la historia; es simplemente recordar que la historia en general - y
la historia de las técnicas en particular - no es el resultado de un proceso que tendería a realizarse de forma autónoma, sino una
sucesión de actos y de renuncias, de conflictos y compromisos, de victorias y de fracasos individuales y colectivos que no tienen
nada de fatalidad. Estos actos, etc., se inscriben en condiciones precisas, que son las de una época y de un lugar, y que determinan,
quizá de forma irreversible, las posibilidades de acción y de decisión existentes. De la misma manera que todo programa político - y
la informatización de la sociedad, antes de ser un programa económico y técnico, es un programa político - tiende a presentarse, ya
que esa es una de las condiciones de su eficacia, como una fatalidad: el “There is no alternative”, que era la fórmula favorita de
Margaret Thatcher, es el verdadero leitmotiv de toda la política moderna.

Los adversarios del desarrollo tecnológico a ultranza tienen en común con sus promotores el estar también a menudo convencidos
como ellos del carácter inevitable de dicho desarrollo. La idea de que la tecnología es el destino del mundo contemporáneo se
generalizó después de la Segunda Guerra mundial; se encuentra particularmente (con modalidades diferentes) en Martin Heidegger,
Günther Anders o Jacques Ellul, así como en el título de ciertas obras que tratan de estas cuestiones, por ejemplo: Le Destin
technologique (Balland, 1992) de Jean-Jacques Salomon, Il Destino della tecnica (Rizzoli, 1998) del filósofo italiano Emmanuel
Severino… La convicción de que se trata de una evolución inevitable reduce todo intento de contestación al condicionamiento
tecnológico a no ser más que una contestación para cumplir, preludio a una resignación que tiene exactamente los mismos efectos
prácticos que la aceptación: se deja hacer sin objetar nada, y se acaba por adaptarse de mala gana. Esta actitud es la que Leibniz, en
sus Ensayos de teodicea, criticaba bajo el nombre de fatum mahometanum:

“Los hombres han estado casi todo el tiempo turbados por un sofisma que los antiguos llamaban la razón perezosa, porque conducía
a no hacer nada y a no tener cuidado por nada, y a no seguir más que la inclinación de placeres inmediatos. Pues, se decía, si el
porvenir es necesario, lo que tenga que llegar llegará haga lo que haga. (… ) La idea mal entendida de la necesidad, siendo empleada
en la práctica, ha dado lugar a lo que yo llamo fatum mahometanum, el destino a la turca: ya que a los turcos se les imputaba el no
evitar los peligros, e incluso no abandonar los lugares infectados por la peste, en base a razonamientos parecidos a los que acabamos
de exponer.”

En el lado opuesto - al menos en apariencia -, se encuentran aquellos que, como Jean Jacques Salomon, afirman que “no hay
ninguna fatalidad en el cambio técnico” (lo que no le impide titular su libro Le Destin technologique) ni “determinismo
tecnológico”, y se apoyan sobre esta supuesta indeterminación para fomentar una participación “democrática” de la población en la
toma de decisiones, con vistas a obtener una “regulación del cambio técnico”, teniendo por piedra de toque: “El control de la
tecnología es asunto de todos”. Es un poco el equivalente del “control ciudadano” que algunos reclaman para la Organización
mundial del comercio, como si una “regulación democrática” del capitalismo no fuera, por definición, un juego con trampas [5]. Y
las propuestas de Salomon se revelan igualmente vacías al ser examinadas, pues el margen de maniobra que define es finalmente,
más allá de eslóganes tranquilizadores, muy estrecho, reduciéndose a simples medidas de acompañamiento de un cambio técnico
que se torna - contrariamente al postulado inicial - el destino que no quería ser admitido:

“Prometeo, aunque trabado [por el “control democrático"], avanzará siempre sin reparar en obstáculos, pero no se debe sino a
nosotros que sus artificios sean la obra del Prudente más que del Irreflexivo. El dinamismo del cambio técnico define
inexorablemente nuestro devenir. La adhesión de la cual será objeto decidirá las oportunidades que tienen las sociedades
democráticas para afrontar dentro de la armonía social las mutaciones tecnológicas del mañana. Los temores que inspira son
conformes a las posibilidades que ofrece (… ).”
No se trata por tanto para Salomon de reinvertir el curso de una evolución técnica de la que señala por lo demás su carácter
globalmente nefasto, sino simplemente de “afrontar dentro de la armonía social” lo que “define inexorablemente nuestro devenir”
-en otros términos, la fatalidad.

De la misma forma, Dominique Bourg, en El Hombre-artificio: el sentido de la técnica (Gallimard, 1996), comienza por declarar,
con sobrada razón, contra aquellos que “ven en la técnica un destino homicida”, que “esta concepción de la técnica no puede sino
desembocar en otra cosa que en una extrema pasividad: ¿con qué fin en efecto intentar desviar tal o cual aspecto de la evolución
social, si somos los juguetes de un destino implacable?” Pero acaba en la misma conclusión tibia que Salomon:

Debemos (… ) más que nunca redoblar nuestros esfuerzos científicos y técnicos para hacer frente a las diferentes crisis
medioambientales, para controlar las consecuencias de nuestras propias acciones.” Hay que apartarse de “una extensión indefinida
de la artificialización” - pues no es “ni deseable ni posible perseguir sin fin un programa tal” siguiendo una nueva vía, que tomaría
en cuenta nuestra “responsabilidad” en relación a “esa parte de la naturaleza que es la biosfera”. Pero esta vuelta mágica es una
proyección intelectual, donde la finalidad real es la de dorar la píldora del desarrollo tecnológico para tragarla mejor. La pretendida
elección entre las dos direcciones propuestas por Bourg hace siempre aparecer como un porvenir inevitable la continuación de
“esfuerzos científicos y técnicos” - que Bourg querría incluso ver “más que nunca redoblados”. Nos reencontramos así delante de
una falsa alternativa, según el modelo clásico puesto en evidencia por Anders: “Para su última cena, los condenados a muerte son
libres de elegir si quieren judías verdes con azúcar o con vinagre.”

Otro rasgo que la doctrina de Salomon comparte con muchos otros es considerar que el único problema planteado por la tecnología
es el “espectro de la catástrofe mayor producida por la mano del hombre”. A sus ojos, es eso lo “que siembra la duda acerca de los
fundamentos mismos de la racionalidad de las sociedades industriales”. Esta afirmación es exacta. No es menos cierto que a fuerza
de concentrarse sobre las disfunciones extraordinarias que son las catástrofes propiamente hablando, no queremos ver -pero es
precisamente la cuestión que se quería esquivar- que el funcionamiento normal de una sociedad regida por los imperativos de la
tecnología es ya en sí mismo una catástrofe, solamente un poco más lenta.

***

Antes de abordar el condicionamiento neotecnológico como tal, vamos a precisar qué entendemos por técnica y tecnología. Una de
las características más destacadas sobre la abundante literatura consagrada a “la técnica” es que la noción misma de técnica no se
define casi nunca, como si fuera algo evidente; pero está lejos de ser éste el caso, y suele reinar en este dominio una cierta bruma,
propicia a los malentendidos. Tenemos que hacer por tanto algunas aclaraciones indispensables, que nos van a llevar rápidamente al
núcleo de la discusión.

El término técnica, en su acepción más general, designa todo procedimiento (por el que entendemos un proceso pautado) que nos
permite poner en marcha ciertos medios dirigidos a conseguir un fin. Abrir una botella con la ayuda de un sacacorchos es una
operación técnica, igual que el vaciado de los depósitos de un petrolero gigante, la palanca de cambios de un automóvil o la
resolución de una ecuación de tercer grado. Hay técnicas simples y técnicas complejas. Las últimas “necesitan (… ) técnicas
afluentes (… ) con cuya combinación se concurre a un acto técnico bien definido” (Bertrand Gille, Histoire des techniques,
Gallimard, 1978). Se habla entonces de conjunto técnico, en el que “cada parte es indispensable para lograr el resultado”. Gille
ofrece el ejemplo del proceso de la fundición, que supone tomar en cuenta un gran número de factores para ser llevado a cabo:
“problemas de energía, problema de componentes, minerales, combustible, viento, problema del instrumento como tal, el alto-horno
y sus propios componentes, armadura, refractarios, formas”. A un nivel más global, se designa por sistema técnico (siempre según la
definición de Gille) “todas las técnicas [que] son, en grados diversos, dependientes las unas de las otras y [que presentan] entre ellas
una cierta coherencia”. Para representarse una técnica, sea cual sea, en su complejidad real, hay que tomar en consideración el
sistema técnico en el cual se inscribe y que la hace posible. Y un sistema técnico no es nunca exclusivamente técnico, sino
igualmente económico, social y político, pues se entiende que la interdependencia de las técnicas en el seno de un sistema dado se
inscribe a sí misma en un conjunto de relaciones económicas, sociales y políticas. (Dejamos de lado la cuestión -que podemos
considerar como análoga a la de la gallina y el huevo- de saber si una de esas instancias es determinante en relación a las otras.)

Un sistema técnico, evidentemente, no es jamás neutro, por cuanto es indisociable de un conjunto económico, social y político. Es
exacto decir, como lo hacía Anders en La obsolescencia del hombre (Die Antiquiertheit des Menschen, 1956), que “Cada
instrumento no es, por su lado, más que una parte del instrumento, no es más que una tuerca, una pieza de los instrumentos; una
pieza que, en parte, responde a las necesidades de otros instrumentos y, en parte, impone a su vez, por su existencia misma, a los
otros instrumentos la necesidad de nuevos instrumentos. No tendría ningún sentido en absoluto afirmar que este sistema de
instrumentos, este macro-instrumento, es un “medio” que está a nuestra disposición para que nosotros podamos elegir nuestros fines.
El sistema de instrumentos es nuestro “mundo”. Y un “mundo”, no es la misma cosa que un “medio”.”
Los individuos que coexisten, en una sociedad dada, no se encuentran jamás en una situación de elección abierta, sino que son
determinados en mayor o menor medida. La autonomía absoluta no existe, sea con relación a la técnica o con cualquier otra cosa; es
una proyección intelectual. Existen por el contrario sistemas técnicos (y por tanto, indisociablemente, económicos, sociales,
políticos) que dejan más autonomía a los individuos que otros sistemas. La pérdida de autonomía que ha representado el
advenimiento del maquinismo, por ejemplo, es incontestable:

“Basta pensar en las dificultades psicológicas y fisiológicas que los procesos de la gran industria han acarreado: someter la mano de
obra a la regularidad de los horarios y de los ritmos, al respeto al orden y a la jerarquía, a la economía de gestos y de palabras,
significaba operar un verdadero enderezamiento industrial mediante la disciplina. Y la división del trabajo, muy anterior a la
industrialización, se va a acentuar, simplificando y fragmentando las tareas, cambiando el contenido mismo del trabajo, cada vez
más parcelado, repetitivo, generador de desinterés, fuente de una fatiga nueva menos muscular que nerviosa.” (Jean-Jacques
Salomon, Prométhée empêtré: la résistance au changement technique [1981], Anthropos, 1984.)
La expresión “entorno técnico”, a menudo empleada para designar el sistema técnico de la era industrial, es engañosa, pues tiende a
asimilar técnica y maquinismo. El mundo preindustrial no era menos un “entorno técnico” que el mundo industrial (se ha podido así
hablar seriamente de “la revolución industrial de la Edad Media"); pero era un “medio técnico” diferente, que era sin duda - para
retomar la expresión de Anders - un “mundo”, pero no podía todavía pretender ser el mundo, hablando en términos absolutos. El
sistema de artefactos no se había aún impuesto como una segunda naturaleza: existía todavía un mundo exterior al “medio técnico”,
la existencia misma de la naturaleza era una evidencia, un hecho. Es lo propio del maquinismo el ser progresivamente substituto del
mundo, de tener de algún modo programada la desaparición de la naturaleza y su reemplazamiento por un mundo artificial, teniendo
por horizonte el reemplazamiento de la humanidad (especie lamentablemente “natural") por una nueva especie, semi-artificial.

Es sin duda esta confusión entre maquinismo y técnica la que lleva a veces aquellos que son en realidad - como Anders o Ellul -
hostiles al maquinismo a declararse hostiles “a la técnica”. Decir que se está “contra la técnica” no tiene ningún sentido; sería como
decir que se está “contra la alimentación” o “contra el sueño”. El sueño “radical” de un individuo enteramente autónomo y
desembarazado de la técnica es un sin sentido. Sin técnica, la humanidad desaparecería; lo que no significa que todas las técnicas
sean válidas, ni que la técnica sea la esencia del género humano. Es simplemente un elemento constitutivo, entre otros, de la
humanidad. La crítica del maquinismo en vistas a la desalienación de la humanidad post-industrial no tendría por tanto el objetivo
final de la supresión de “la técnica” en general, sino el reemplazamiento de un sistema técnico particular -el nuestro- por un sistema
técnico menos alienante (dando por sentado que la ausencia total de alienación, es decir la autonomía pura, es imposible). Que sea
esto actualmente posible o no, es otra cuestión, pero primero hay que evitar no equivocarse sobre lo que está en juego y no hablar en
vano.

La técnica en general es a menudo confundida con la tecnología. Este término designaba en principio la disciplina que tiene por
objeto el estudio de la técnica. Pero ha llegado a designar aquello que se llama igualmente la tecnociencia, es decir un estadio del
desarrollo de la técnica donde ésta acaba por confundirse con la ciencia - lo que es un fenómeno reciente en la historia - y donde
ciencia y técnica se legitiman mutuamente. Jean- Pierre Séris, en una obra por lo demás discutible (La Technique, P.U.F., 1994), ha
descrito la contradicción inherente al uso de este término:

“Se recurre a la tecnología porque el término parece cargado de una dignidad que técnica no tiene. (…) lo que se añade en la palabra
“tecnología”, es el sufijo, derivado de logos (=razón, discurso), es la referencia a la dimensión lógica, discursiva, racional, científica
(… ). (… ) la tecnología (… ) viene únicamente a designar la técnica en general, pero pasa por constituir el núcleo duro de toda
técnica, el modelo esencial y la forma completa, acabada y en fin plenamente inteligible del fenómeno técnico. (…) Pero la
omnipresencia de los objetos técnicos, de las redes densas de relaciones técnicas, no significa que tengamos que efectuar
operaciones técnicas delicadas, ajustadas y difíciles para usarlas. (…) Vivimos en un mundo donde el “capital” de saber técnico
acumulado es colosal, y al mismo tiempo, estamos más dispensados de saberes técnicos que nuestros ancestros. (… ) Todo ocurre
como si lo más económico y lo más eficaz fuera dejar la “tecnología” a los técnicos o a los tecnólogos. La tecnología, es asunto de
otros. (… ) El homo faber contemporáneo está tecnológicamente dispensado de ser él mismo, en tanto que individuo, un técnico. (…
) Tecnología, desde esta óptica, es el nombre de la técnica de la cual nos sentimos desposeídos. La tecnología se hace fuera de
nosotros, sin nosotros.”

El término “tecnología”, lejos de significar una mayor maestría de la racionalidad técnica, viene por tanto a designar finalmente lo
contrario: “una técnica que ha perdido su logos, (… ) convertida en incomunicable y extraña” para los no especialistas, y que suscita
unas veces la veneración y “la confianza ciega [en] la eficacia de los recursos técnicos”, y otras veces el desconcierto que genera “el
sentimiento de desposesión en presencia de la “tecnocracia” ambiente”.

La mistificación - el “bluff”, decía Ellul - inherente al empleo del término tecnología, su carácter ideológico, lejos de descalificar su
uso, debe al contrario, pensamos, legitimarlo; pues eso mismo es lo que el término tecnología da a entender: la desposesión real se
acompaña de una transfiguración imaginaria, de modo que el individuo moderno, totalmente impotente delante de los instrumentos
que constituyen el entorno de su vida cotidiana (automóvil, ordenador, lavaplatos, equipo estéreo…) y que son para él en gran
medida cajas negras, aparatos mágicos que funcionan sin que él sepa cómo, y que luego se averían misteriosamente sin que él sepa
repararlos, este individuo moderno, por tanto, se cree investido de los poderes de un todopoderoso demiurgo de la tecnociencia en el
momento en que gira la llave de contacto de su coche climatizado o se conecta a Internet.
La ambivalencia de los efectos de la tecnología sobre los individuos ya había sido descrita, en los años cuarenta, por Horkheimer y
Adorno:

“Mientras que el individuo desaparece delante del aparato al que sirve, él está más que nunca a las órdenes de ese mismo aparato. En
el estadio de la injusticia, la impotencia y la maleabilidad de las masas crecen al mismo tiempo que las cantidades de bienes que les
son asignados ( La oleada de información precisa y de entretenimientos domésticos vuelven a los hombres más ingenios al mismo
tiempo que les embrutece.” (La Dialéctica de la Ilustración, 1944.)

Existía mucho más de maestría técnica en la vida cotidiana o profesional de los individuos antes de la era de la tecnología que en el
pretendido “entorno técnico” industrial, donde la transferencia de competencias del hombre a la máquina es patente. Nietzsche
observaba que la máquina de la edad industrial “humilla” al ser humano:
“En qué humilla la máquina. - La máquina es impersonal, quita al trabajo su dignidad, sus cualidades y sus defectos individuales que
son los propios de todo trabajo que no se hace con máquinas, - por tanto, una porción de humanidad. En otros tiempos toda compra
hecha a los artesanos era una distinción concedida a una persona, de cuyas señas se rodeaba: de modo que los objetos usuales y los
vestidos se convertían en símbolos de estima recíproca y de afinidad personal, mientras que hoy nos parece vivir solamente en
medio de una esclavitud anónima e impersonal. - No hay que comprar muy caro el aligeramiento del trabajo.” (Humano, demasiado
humano).

Anders evoca a su vez, en La Obsolescencia del hombre, la “vergüenza prometeica” del individuo reducido a no ser más que un
engranaje intercambiable en el seno de un gigantesco aparato de producción y de consumo. En ese papel, el ser humano se revela
claramente inferior a las máquinas, y de ahí su complejo de inferioridad: vergüenza de no ser bastante operativo, de tener estados de
ánimo, de envejecer. Ya no es más la máquina que sirve al hombre, sino él que deviene sirviente de la máquina. Convertido en un
producto de sus propias producciones, llega a atribuir a las máquinas un poder absoluto que él no posee - pero hay que recordar que
ellas tampoco lo tienen. De ahí la idea de que la servidumbre por el maquinismo es el destino de la especie humana; de ahí
igualmente la idea muy extendida, formulada en 1964 por Dennis Gabor en una obra titulada Inventing the future, según la cual
“todo lo que es posible será necesariamente realizado”. Esta fórmula, tomada de forma absoluta, es falsa: los técnicos no realizan
“todo aquello que es posible”, sino solamente aquello que desde hacía mucho tiempo buscaban realizar. Muchas cosas posibles, en
materia técnica, son dejadas de lado, muchas pistas no son seguidas más allá, no por que se traten de “callejones sin salida” - el
curso actual de la evolución técnica ¿no es acaso un callejón sin salida? -, ni tampoco por que esas vías fueran “no rentables” (el
desarrollo de la televisión por cable o de la telefonía móvil no es tampoco una operación comercialmente rentable), sino porque no
era esa la dirección que se quería tomar.

La orientación tecnológica de nuestra sociedad no es, contrariamente a lo que afirma Hans Jonas en El Principio responsabilidad,
“una revolución que nadie ha programado, totalmente anónima e irresistible”. Aparece como “irresistible”, como en el caso de la
llegada del nazismo o del estalinismo, solamente por que las poblaciones involucradas no han sabido o no han podido resistirlo. Si la
tecnología aparece hoy como una fuerza irresistible, un destino, es sobre todo por que sus promotores han sabido hacerla en parte
irresistible (la nuclearización es el ejemplo más evidente). Y este proceso no ha sido “anónimo”: ni la bomba atómica, ni los
ordenadores, ni las centrales nucleares, ni Internet, ni el desciframiento del código genético humano han nacido espontáneamente;
todo ello es el resultado de programas desarrollados durante décadas, muy a menudo instigados por el Estado o con su apoyo
masivo, como hemos expuesto al principio del capítulo. Así, para que el uso de Internet pueda generalizarse, ha hecho falta instalar
-a fondo perdido- infraestructuras (redes de fibra óptica con alta capacidad), las famosas “autopistas de la información”, y son los
Estados los que se han encargado, precisamente porque esta fase de la instalación de las redes no era rentable. En el pasado, las redes
de vías férreas, las autopistas, las redes eléctricas y telefónicas no nacieron, tampoco, del azar o de algún tipo de trabajo colectivo
inconsciente. Las ciudades y las campos no se han convertido en lo que son sino porque su transformación fue planificada en
despachos de estudios. Y ya la primera revolución industrial había obligado a un gran número de miembros de las sociedades rurales
a abandonar el campo para ir a trabajar a la ciudad, en las nuevas fábricas. Hay que añadir evidentemente que estos diferentes
programas no han conseguido siempre los efectos deseados, que las previsiones en la materia son a menudo frustradas, y que son
-como todo programa que se respete- constantemente readaptados. Hay igualmente que tener en cuenta el juego de relaciones de
fuerza entre los diferentes grupos sociales, para descartar la idea simplista de la existencia de un “mega-programa” que orientaría por
sí solo toda la evolución tecnológica: lo que existe son varios programas con orientaciones diversas y a veces conflictivas. Podemos
resumir esto mediante una fórmula: en materia tecnológica, todo lo que es programado no se lleva a cabo, pero todo lo que se lleva a
cabo ha sido programado.

La tecnología no es menos una técnica que una ideología; se trata de una “ideología materializada”. (Así resulta vano, como hacen
algunos autores, pretender separar la ideología tecnicista de la tecnología como tal con el pretexto de que ésta no sería más que un
“útil” neutro [6].) Esta ideología ha transformado el mundo de tal manera que se ha impuesto, tanto a los ojos de sus partidarios
como de sus detractores, como el único mundo posible, convirtiéndose así en la ideología verdaderamente dominante. Toda
referencia exterior - y particularmente la idea de naturaleza - es marcada como irrealidad, y por tanto descalificada, confirmando la
inexistencia de la naturaleza a su vez la identificación del mundo de la tecnología con el mundo en general. Un ejemplo
particularmente notable de esta desrealización es aportado por Jean-Paul Curnier a propósito de la noción de “paisaje rural” (La
Tentation du paysage, Sens & Tonka, 2000). Este autor nos explica que “nunca ha habido paisaje rural”, pues

“lo rural es el mito en tanto que realidad (o la imagen mítica por excelencia) para un tipo de civilización abocado a la transformación
y al cambio (…). Habría que admitir entonces que el “mundo rural” no ha existido jamás y que al mismo tiempo ha existido siempre
desde que es tema de discusión, como mundo ya siempre perdido, como presencia continuada de una pérdida, como escena del
drama de la conciencia. La pintura es cosa mentale, dirá Leonardo de Vinci; a la inversa, la tentativa siempre reiniciada de hacer
coincidir una imagen mental de lo inmutable con la realidad física del campo, igual que la reactivación del sentimiento del origen
por la mirada dirigida hacia el campo, nos obliga a considerar que eso que llamamos el campo o el mundo rural son tanto más cosa
mentale.”

Curnier se desliza insidiosamente del hecho (innegable) de que el “mundo rural” ha suscitado, a través de la historia,
representaciones nostálgicas, a la afirmación de la inexistencia del mundo rural fuera de la mente. Esta afirmación es la consecuencia
directa del postulado filosófico del deconstruccionismo, según el cual la verdad es una impostura. De forma lógica, Curnier define la
verdad como “la figura invertida de lo que en nosotros suscita su necesidad”; en consecuencia, “todo en principio es simulacro,
comenzando por la verdad misma”. El razonamiento explicativo merece ser citado íntegramente:

“Estando la metáfora de una reconciliación de la unidad perdida entre el hombre y el mundo en el principio mismo de la verdad, la
simulación no es un avatar de lo auténtico, una forma secundaria, sino el horizonte mismo de la verdad, es decir, de la producción de
metáforas consideradas cada vez más necesarias por la importancia creciente del intelecto en las actividades humanas. Pues a medida
que la actividad humana se intelectualiza, más se activa por la misma razón, y como sigilosamente, el drama de la separación; y más
también se hace sentir la necesidad de metáforas de la autenticidad. Hasta el punto donde el artificio ya no se distingue más de la
autenticidad desde el momento en que ambos son vividos igualmente como sucedáneos; hasta el punto donde la verdad se juzga por
su eficacia inmediata en tanto que metáfora y no como ilusión de trascendencia. La multiplicación de verdades (cada vez más
circunstanciales y obsoletas), y más exactamente de efectos de verdad, no hace más que traducir la progresión de la angustia de la
separación y el enloquecimiento de la necesidad de reconciliación.”

La noción de verdad no tiene ninguna consistencia positiva -en ese sentido, es una “ilusión de trascendencia”, la ilusión de que
existe algo exterior a la psique humana-; por el contrario, el deseo de verdad se explica por razones psicoanalíticas. Nos
reencontramos ahí con el relativismo postmoderno; y no es un azar si el desarrollo de esta empresa filosófica de desrealización del
mundo es contemporánea de la emergencia de la tecnología como substituto del mundo, como el único y exclusivo “mundo real”.
Así Séris, en su libro sobre la técnica citado más arriba, no logra concebir que pueda existir otra cosa que no sea la alimentación
industrial: la “nostalgia de la naturaleza desaparecida” suscita la creación de “alimentos más “naturales” o “ligeros” (… ) elaborados
industrialmente, fabricados, conservados, (… ) con aporte de proteínas, vitaminas, calorías, entidades ciertamente naturales, pero
que la naturaleza no podría aportar de tal forma”. La existencia del jamón, de la leche o de las alcachofas bajo otra forma que no
sean los substitutos de alta tecnología que les han remplazado es algo literalmente impensable para este filósofo, y hace falta ser de
hecho, en nuestros días, un antropósofo o algo parecido para practicar una agricultura “biológica” que responda a otros criterios que
no sean los del rendimiento industrial.

Si el idealismo relativista disuelve el mundo no tecnológico en una representación, desrealiza igualmente la tecnología no viendo,
precisamente, más que espíritu y representación allí donde los materialistas no renegados ven objetos que no pueden ser más
concretos. Así, para los propagandistas del ciber-mundo, un ordenador no es un objeto, sino una entidad inmaterial, o dicho de otro
modo, un espíritu - de ahí la expresión ghost in the machine, “el espíritu en la máquina” [7], acuñada hace algunas décadas para
llamar al ordenador -; de igual manera, Internet es, según Pierre Lévy, una “inteligencia colectiva”, y para los niños que aprenden
actualmente a utilizarlo, no es improbable que Internet llegue a ser “el alma del mundo”. Ya se puede leer por ahí -por ejemplo en el
informe del Senado sobre la T.G.B.N.F. [8]- “lo que no esté en Internet no existirá” [9]. Y Michel Serres nos anuncia gozosamente:

“(… ) hoy día, nuestra memoria está en el disco duro. Igualmente, gracias a los programas, no tenemos necesidad de saber calcular o
imaginar. El ser humano tiene la facultad de delegar las funciones de su cuerpo en los objetos. Y esto le da la oportunidad de hacer
otras cosas. (… ) Mañana, el cuerpo liberado por las nuevas tecnologías inventará otra cosa.” (L’Expansion, 20 de julio de 2000.)

Hace falta ser un filósofo tan riguroso como Michel Serres para contar con el poder de “invención” que podrían conservar los
“humanos” al fin “liberados” de la memoria y de la imaginación, y que estarían obligados a activar -tarea imposible, pues habrían
perdido, junto con la memoria y la imaginación, toda capacidad de calcular y razonar- un montaje electrónico complejo cada vez que
quisieran recurrir a esas facultades tan cómodamente “delegadas” en los ordenadores. Cuando Serres afirma que la “informática
calcula, memoriza, decide incluso por nosotros”, toma al pie de la letra (y esto evidentemente no es inocente) las metáforas
antropomorfas asimilando el ordenador a un ser humano:

“Se sobreentiende que el ordenador tiene una voluntad, intenciones, razones - lo que implica que los humanos son liberados de toda
responsabilidad en relación con las decisiones del ordenador. Por medio de una curiosa forma de alquimia gramatical, la frase “Nos
servimos del ordenador para calcular” viene a significar “El ordenador calcula”. Si un ordenador calcula, entonces puede decidir
equivocarse o no calcularlo todo. Esto es lo que quieren decir los empleados de banco cuando le dicen que no pueden indicarle
cuánto dinero hay en su cuenta, por que “los ordenadores están bloqueados”. Eso implica, por supuesto, que nadie en el banco es
responsable. ( John McCarthy, el inventor de la expresión “inteligencia artificial”, proclama que “se puede decir, incluso del
mecanismo más simple como puede ser un termostato, que tiene opiniones”. Al filósofo John Searle, que le hizo la pregunta
evidente: “¿Cuáles son las opiniones de su termostato?”, McCarthy contestó: “Mi termostato tiene tres opiniones - frío, caliente, y la
temperatura correcta.” (Neil Postman, Technology: the surrender of culture to technology, 1992.)

Si las mistificaciones intelectuales de un Serres tienen tanto éxito ante los media, es porque su discurso es optimista y nos confirma
que estamos en el camino correcto; criticar este optimismo, es ser - según su propia expresión - un “viejo gruñón” que piensa que
“todo era mejor antes”, como si, viviendo en el mejor de los mundos posibles, no tuviéramos más elección que la aceptación beata
de lo que hay o la idealización nostálgica de un pasado cumplido. Y como está en la naturaleza de lo “viejo” el desaparecer con gran
rapidez, los jóvenes a los que pertenece el porvenir podrán reescuchar en bucle las entrevistas de Michel Serres para entregarse de
lleno a la labor cuando el filósofo ya no esté para animarles en tiempo real.

La tecnología nos ha conducido, casi insensiblemente, a la neotecnología. La neotecnología es un avatar de la tecnología, fundado
(para la ideología) sobre la cibernética y (para la práctica) sobre la teoría matemática de la comunicación; tiene como punto clave la
codificación de informaciones bajo la forma numérica, y por característica el no ser sino un medio cuyo único fin es él mismo: la
“comunicación” que está aquí en cuestión no es la comunicación de algo, sino comunicación de la comunicación - confirmación de
que hay plena comunicación, que hay un emisor y un receptor, sin otra finalidad que la de “comunicar”. (El uso intransitivo del
verbo, que es una novedad en francés, indica claramente que la comunicación es ante todo comunicación sin objeto.)

Si han bastado algunas décadas para que los ordenadores y otros robots dejen de aparecer como inquietantes autómatas y se
conviertan en los acompañantes ordinarios de la vida cotidiana, es porque previamente las relaciones sociales han sido al mismo
tiempo sistemáticamente desintegradas. ¿Por qué se prefiere hacer cursos, comprar billetes de tren o consultar la cuenta bancaria por
Internet sin salir de casa? Porque ir a un supermercado, a una estación o a un banco es una experiencia que no tiene nada de
agradable, y porque la persona que se tiene en frente en un supermercado, una estación o un banco ya no es más que un autómata
humanoide. Se llega entonces a preferir la frialdad de la relación con una máquina a la frialdad de las relaciones humanas. Y, a falta
de amigos humanos en una sociedad donde los individuos están cada vez más separados y donde el otro no es percibido sino como
una entidad amenazante, los ordenadores - habiéndose convertido en más convivenciales que en el pasado - devienen “amigos” de
substitución. Los japoneses, que nos adelantan con mucho en materia de deshumanización, han inventado primero los Tamagochis,
criaturas virtuales que llaman la atención de su propietario si este olvida alimentarles a la hora de su comida (virtual); después, los
perros y gatos electrónicos, imitaciones torpes de animales de compañía:

“BN-1 reacciona a las caricias y es capaz de aprender a jugar. ¿Os acordáis de Aïbo, el perro-robot de Sony? Aquí está el gato,
versión Bandaï, y bautizado con el bonito nombre “Comunicación Robot BN-1´char(180). La conclusión de cinco años de
investigación en inteligencia artificial. Pues BN-1 (su diminutivo) se prevé como más comunicativo y menos caro que su rival
canino Aïbo: no costará “más que” 3000 francos. BN-1 tiene el vientre equipado con tecnologías que le permiten ser autónomo en
sus desplazamientos. Para hacerse reconocer por el animalillo y jugar con él, su dueño deberá utilizar un emisor de colgante. Gracias
a los receptores sensoriales, el gato-robot es incluso capaz de simular reacciones a las caricias. Un muy felino “receptor de
feromonas” le permite incluso comunicarse y jugar con sus compañeros gatos-androides. Pero BN-1 desea ante todo llegar a ser el
mejor amigo del hombre. Evolucionará y “crecerá” en función de la atención que su dueño le haya aportado. Los más exigentes
podrán añadirle nuevos comportamientos utilizando los dos software de programación entregados al mismo tiempo.” (Transfert,
verano de 2000.)

La pesadilla de Philip K. Dick es ya casi una realidad:

“Después de un pequeño desayuno engullido con prisa se equipó para salir, se proveyó de su pantalla occipito-nasal de plomo (…) y
llegó a las terrazas cubiertas, sobre el techo del inmueble, donde “pastaba” su cordero eléctrico. (…) El animal lo rumiaba todo
mirándole fijamente con su ojo alerta, esperando sin duda algunas tortas de avena. El supuesto cordero tenía un tropismo para la
avena en sus transistores y cuando percibía este cereal, se acercaba con unos aires de ansia perfectamente convincentes. (…) ¡Era
desmoralizante, al fin, ser propietario de este timo con patas y tener que cuidarlo como a una verdadera criatura! Y no obstante,
desde un punto de vista social, había que hacerlo, dada la ausencia de verdaderos animales. No había elección.” (¿Sueñan los
androides con corderos eléctricos? 1968.)

(Todas estas extrañas invenciones que son en lo sucesivo nuestro destino cotidiano no suscitan ningún asombro una vez que llegan al
mercado, pues han sido banalizadas - quizá desde hace décadas - por las novelas de ciencia ficción. Los autores de estas novelas no
son profetas, sino - entre los mejores de ellos, como Dick - finos observadores, que se limitan a extrapolar a partir de la realidad que
les rodea. Iluminan de ese modo posibilidades latentes que permanecen desapercibidas, que forman parte de lo que se podría llamar
el imaginario consciente de nuestra sociedad; los escritores y los cineastas de ciencia-ficción tienen por función ponerlo al día,
permitiéndole adaptarse a los cambios en marcha. El lector - o, más a menudo, el espectador- se habitúa a frecuentar universos
inverosímiles, paradójicos, inesperados, lo que atenúa considerablemente la famosa “resistencia al cambio técnico”, esta fuerza de
inercia tan temida por los tecnócratas, que detestan por encima de todo ver cómo se retrasa la puesta en marcha de sus innovaciones.
Por lo que los medias, tomando el relevo de la ciencia-ficción, nos anuncian sin tardar, tan pronto como una nueva “generación” de
ordenadores, de teléfonos portátiles o de vehículos conducidos por satélite llega a ser “operativa”, que la siguiente generación está
ya en proyecto y que hay que esperar a que esta “revolución” inminente trastoque una vez más todas nuestras ideas aceptadas; y eso
es por lo que nos describen desde hace décadas, en intervalos regulares, “cómo viviremos en el año 2000´char(180), “en el
2015´char(180), “en el 2025´char(180), etc. Que las predicciones sean la mayoría de las veces enteramente falsas no tiene
importancia alguna; lo importante es hacerse a la idea de que el mañana será muy diferente del hoy, y que esta diferencia es el fruto
de una evolución inexorable, de la cual la metáfora de la sucesión de “generaciones” muestra el carácter a la vez natural y fatal.)

Es igualmente en Japón que ha nacido, hace una decena de años, el “otakismo”, expresión que designa la “vida por poderes” de los
otakus, jóvenes que permanecen hundidos de forma permanente en un universo casi exclusivamente compuesto de juegos de video y
de mangas. En Francia, el autismo asistido por ordenador comienza a propagarse de forma alarmante, si se da crédito a este sondeo
(Libération, 8 de agosto de 2000):
“El 32% de los franceses declaran sentirse capaces de vivir aislados, durante un mes, en un apartamento con la sola compañía de un
PC y una conexión a Internet. (… ) Nuestros vecinos europeos se muestran mucho menos tentados por la experiencia. Para Intel (la
sociedad encargada del estudio), es la prueba de que comienza una “verdadera historia de amor entre los franceses e Internet”.

Para comprender cómo hemos podido llegar a este punto, hay que tener en cuenta los resultados de una encuesta del INSEE
publicada en Le Monde (2 de marzo de 1998) bajo un título elocuente: “1983-1997: los franceses se hablan cada vez menos.”

El caso de Internet es análogo al del teléfono portátil o de los animales de compañía electrónicos. Se trata siempre de satisfacer un
elemental deseo de relaciones efectivas y de comunicación poniendo a distancia a los otros seres humanos - con los que se está,
ciertamente, en relación permanente, pero siempre indirecta, vía teléfono o Internet - o suprimiéndoles. Y ya podemos ver a jóvenes
zombies enamorarse de Lara Croft, heroína de un juego electrónico convertida en la primera “star” virtual, o de la “bella Ananova”,
presentadora de información televisada por Internet:

“Ananova ha nacido en el seno de la agencia de prensa británica PA (Press Association). (…) Se considera que su rostro tiene un
global appeal - un encanto mundializado. (… ) los pioneros de PA New Media han intentado traducir tres rasgos de su carácter:
“creíble, fiable, reconocible entre mil”. Se necesitaba una personalidad bien sólida. De ahí los cabellos verdes, que saltan a la vista
(… ), y sobre todo la escritura de una leyenda personal. Ananova es una joven mujer moderna, abierta… y soltera. “Se han recibido
dos millones de mensajes del mundo entero. No solamente para mostrar sosías. Por San Valentín, Ananova recibió declaraciones de
amor, ¡e incluso una petición de matrimonio!” La gran incógnita es el cuerpo de la star (… ). No ha sido aún mostrado al público,
pero existe. Como el rostro, ha sido concebido ex nihilo, superponiendo maquetas, fotos y croquis de estereotipos femeninos, de
Marilyn Monroe a los maniquís de moda. Mientras que la presentadora virtual del Canal 5 ha sido modelado a partir de una
verdadera mujer, escaneada de pies a cabeza, Ananova fue inventada de muchas piezas.” (Transfert, verano de 2000.)

Esto no es nuevo, se dirá; estaba ya incluso en la novela: Don Quijote y Madame Bovary confunden el mundo real con el de las
novelas de amor o de caballerías, y los predicadores de siglos pasados no habían cesado de condenar la lectura perniciosa de
novelas, proveedores de malos ejemplos. Las representaciones gráficas realistas producen, también, tales efectos. Plutarco contaba
que un general del ejército de Alejandro tuvo convulsiones, después de la muerte de éste, al ver un retrato de su rey; creía haber visto
un fantasma. El sentimiento de surrealidad provocado por los ordenadores, y más particularmente por Internet, no es, por el
contrario, un fenómeno excepcional que afecta a algunas personas particularmente infantiles o frágiles, sino la norma. Ya en la gran
época del cine, los espectadores fantaseaban sobre las stars fabricadas a ese efecto, a partir de un substrato humano que ya no es
considerado indispensable [10]. Esta surrealidad está mucho más próxima del sentimiento religioso que de la identificación suscitada
por las ficciones y las representaciones. Internet no es ni una ficción ni una representación, y esto es lo que le da su fuerza.
Igualmente, para los cristianos, la vida, la muerte y la resurrección de Cristo no eran una fábula como lo había sido, para los griegos,
el combate de los dioses y los titanes o la historia de los amores de Zeus; era una realidad, un hecho histórico realmente ocurrido. Y
era igualmente la perspectiva de una redención de la humanidad, la superación de las imperfecciones humanas en la Ciudad de Dios.
Sucede lo mismo hoy con Internet:

“El ciberespacio está constituido por intercambios, relaciones, y por el pensamiento mismo, desplegado como una ola que se eleva
en la red de nuestras comunicaciones. Nuestro mundo está a la vez por doquier y en ninguna parte, pero no está ahí donde habitan
los cuerpos. Nosotros creamos un mundo donde todos pueden entrar, sin privilegio ni prejuicio dictado por la raza, el poder
económico, el poder militar, o el lugar de nacimiento. Nosotros creamos un mundo donde cada uno, desde donde se encuentra,
puede explicar sus ideas, tan singulares como puedan ser, sin temer ser reducido al silencio o a la norma. Vuestras nociones jurídicas
de propiedad, de expresión, de identidad, de movimiento y de contexto no se aplican a nosotros. Éstas se fundan sobre la materia.
Aquí, no hay materia. Nuestras identidades no tienen cuerpo; así, contrariamente a vosotros, no podemos obtener el orden por la
coacción física. (… ) Vamos a crear una civilización del espíritu en el ciberespacio. Puede que sea más humana y más justa que el
mundo que vuestros gobernantes han creado.” (John Perry Barlow, Déclarations d’indépendance du cyberespace (1996), enLibres
enfants du savoir numérique: une anthologie du “libre”, L’Eclat, 2000.)

Internet es el vertedero de todos los fantasmas utópicos que no encuentran un punto de anclaje en nuestro mundo concreto,
definitivamente privado de otros lugares, de un espacio virgen donde todo se volvería posible de nuevo. Es así como el ciberespacio
considerado como la “nueva frontera”, relevando los sueños suscitados por la conquista de tierras salvajes en el Oeste americano y
luego, por la del cosmos que no tardó en pararse en seco. Intemet aparece igualmente como un mundo regido por la “economía del
don”, la realización de aspiraciones “anarco-comunistas” de los años sesenta:

“Incluso razones egoístas animan a la gente a convertirse en anarco-comunistas en el ciberespacio. Mediante su simple presencia,
cada usuario aporta su contribución al conocimiento accesible a todos aquellos que está ya conectados. A cambio, cada individuo
tiene potencialmente acceso a todas las informaciones que los otros usuarios han puesto a disposición en la Red. Cada uno saca de la
Net mucho más de lo que podría dar jamás individualmente (… ) la economía del don y el sector comercial no pueden desarrollarse
más que asociándose en el seno del ciberespacio. El libre intercambio de información entre los usuarios se apoya sobre la
producción capitalista de ordenadores, de programas y de telecomunicaciones. En el seno de la economía mixta numérica, el
anarco-comunismo vive también en simbiosis con el Estado. En la economía mixta de la Net, el anarco-comunismo se hace una
realidad cotidiana.” (Richard Barbrook, “L’économie du don high tech”, ibid.)
Una vez más, la mano invisible está ahí para hacer que coincidan mágicamente los intereses egoístas y la prosperidad pública, y
como prima la resolución de todas las contradicciones de nuestro mundo tristemente material: el capitalismo y la economía del don
se estimulan mutuamente, el anarco-comunismo y el Estado trabajan en concierto… Es formidable, y es tanto más bonito porque no
se trata, como en el cristianismo o las utopías clásicas, de una visión del porvenir, sino de un discurso que pretende describir una
realidad ya existente; este país de cucaña existe, basta con conectarse para vivir ahí eternamente del amor y del agua fresca. Los
“anarcocomunistas” que propagan esta ideología hacen a los promotores estatales e industriales de Internet un gran servicio, pues es
precisamente al presentar Internet como ese nuevo “país de las maravillas” donde todo es gratuito que se crea en las personas la
necesidad de equiparse del material informático necesario para conectarse, confiando en que una vez se hayan enganchado, ya no se
les dejará en paz.
Cada nuevo útil de alienación neotecnológica se presenta, a partir de su lanzamiento, como un nuevo paso hacia la autonomía
individual y la realización de todas las aspiraciones frustradas: con el teléfono móvil, uno es localizable allá donde se encuentra, uno
está seguro de no estar nunca solo; con Internet, la verdadera vida está aquí, veinticuatro horas al día, de un modo más palpitante que
la miserable vida cotidiana de los solteros de la middle class que son -junto con los niños - el “blanco” de la neotecnología. El
aficionado de las especialidades pornográficas y el coleccionista de tarjetas postales que representan a la reina Victoria, el fanático
de Los Vengadores y el fanático del tatuaje puede comunicar en “tiempo real” con sus semejantes repartidos por el vasto mundo.
Como decía un anuncio reciente: “en Internet, usted es el único límite”: efectivamente, hay que consagrar algunas horas a dormir de
vez en cuando, con el riesgo de dejar de lado descubrimientos y conversaciones apasionantes. Y aquí está cómo la liberación
prometida desemboca de nuevo en la “vergüenza prometeica” que describía Anders, nacida esta vez de la confrontación entre un
simple mortal y una red supuestamente eterna e indestructible. [11]

Pero los argumentos publicitarios que alaban los méritos del teléfono móvil o del ciberespacio no son más que uno de los aspectos
de la “persuasión clandestina” que se ejerce. Así el teléfono móvil, ese apéndice “nómada” que sigue al individuo en todos sus
desplazamientos supone más una pérdida que un incremento de autonomía. Desde el momento en que la posibilidad de ser
localizable de forma permanente existe, esto se convierte en una obligación; en numerosas profesiones, es inconcebible no poder
localizar a un “colaborador” en todo momento, donde él se encuentre. Y este instrumento - tanto como la tarjeta de crédito - es un
eficaz medio de vigilancia de los desplazamientos de un individuo, lo que no ha pasado inadvertido por la policía. La numerización
de centrales telefónicas permite rastrear inmediatamente el origen de la menor llamada y de memorizar muy fácilmente el contenido
mismo de las comunicaciones (cf. el delirante sistema de control por todas partes de las conversaciones intercambiadas por teléfono
y a través de Internet, puesto a punto por los americanos bajo el nombre de “Echelon"); se puede además comprar, por medio de
Internet, dispositivos de escucha telefónica teóricamente ilegales, de fácil instalación. Internet, por su parte, es un sistema de control
también eficaz. Los sitios visitados dejan incluso una huella en el ordenador del internauta: estos “chivatos electrónicos” llamados
cookies son ficheros informáticos que sirven para formar bases de datos, utilizados por los publicitarios para hacer ofertas “objetivo”
en función del “perfil” de los usuarios. Y el internauta aprende rápidamente que lo gratuito se paga: pues no es solamente Internet lo
que no es gratuito - contrariamente a lo que cree la gente que lo utilizan en su lugar de trabajo [12], olvidando de hecho que no
“sortean” gratuitamente sino porque sus jefes corren con los gastos de conexión, abonado a los servicios de pago, etc… -, sino
incluso los sitios aparentemente “gratuitos” son en realidad financiados por una publicidad invasora, con incrustaciones en colores
intermitentes, inestables (y que, sin duda, serán pronto sonoros), de los que es difícil abstraerse. Un operador telefónico propone
igualmente, desde hace tiempo, ofrecer comunicaciones gratuitas a sus clientes, interrumpiéndose las conversaciones a intervalos
regulares por los mensajes publicitarios [13]. En fin, no hay que olvidar que los promotores del teléfono móvil y de Internet hacen,
al principio, dumping, es decir que venden sus servicios a fondo perdido; para “crear un mercado” susceptible de alcanzar
rápidamente la “talla crítica” que permita prever una rentabilidad comercial, habrá hecho falta lanzar a un precio bajo los productos,
según la conocida fórmula del precio de reclamo. Una vez estos productos entran en los hábitos y se instala de forma durable su
“necesidad”, los precios subirán inevitablemente, como ocurre siempre en el caso de que se forme un mercado cautivo. [14]

Detrás de la aparente libertad de elección concedida a los individuos para equiparse o no de estos productos, se perfila ya un
verdadero contrato social. Como lo indican los autores de un libro reciente [15] , “se ha convertido en un imperativo para todo
individuo el comprender las posibilidades ofrecidas por las tecnologías de tratamiento de la información y de la comunicación”. Se
trata de “posibilidades” - lo que supone en teoría, una libertad de elección -, pero es “imperativo” ponerlas en marcha; dicho de otro
modo, no hay elección. Igualmente, no ha habido nunca una ley que obligara a quien fuera a tener una cuenta en el banco, una
chequera o un automóvil; pero quien quisiera pasarse hoy día sin ellos (salvo, en el caso del coche, algunos habitantes del centro
urbano) se expone a tantos sinsabores que deberá renunciar a intentarlo, a menos que desee apartarse deliberadamente de toda vida
social. Los mismos autores describen de igual manera, en un tono distante y descriptivo despojado de toda veleidad crítica, la
omnipresencia de la informática en la vida de los individuos, desde su concepción:

“Antes incluso de su nacimiento, el niño existe a través de herramientas informáticas como la ecografía. Desde su llegada al mundo,
está inscrito en los registros de la maternidad, antes de encontrar su existencia social a través de un registro en los ficheros del
registro civil. Su nombre y apellidos le identifican en el seno de una familia y una comunidad. Así, existe a través de informaciones
que le representan. Su vida está balizada por datos informáticos que le conciernen (edad, sexo, dirección, número de la Seguridad
Social, etc.) y que son manipulados por terceros (escuela, biblioteca, centro polideportivo, médico de cabecera, agencia de viajes,
banco, etc.).”
Y el temor de ver desarrollarse la “franja no desdeñable de la población que se encuentra excluída de la revolución informática” -
inversión notable, ya que es en realidad la mayoría de la población la que se designa con este término de “franja” - motiva “la
generalización de la enseñanza de la informática en las escuelas”, lo que confirma el carácter voluntarista y obligatorio de la
participación en la “revolución informática”. Los padres o los niños que no quieran someterse serán considerados como antisociales
y sufrirán las consecuencias jurídicas y psiquiátricas por su obstinación; la criminalización de la “resistencia al cambio técnico” se
hará en nombre del control social y de la lucha contra la exclusión:

“Agentes de policía requeridos para dar una clase en una escuela de Largo (Florida) han puesto sin dudarlo las esposas a una niña de
seis años que se negaba a ver un video sobre la prevención del crimen. Como la niña gritaba, daba patadas y lanzaba su oso de
peluche contra el televisor, las fuerzas del orden la han “agarrado” y colocado por algunas horas, en un centro para delincuentes
menores. “La pequeña ha sido ya regañada por mala conducta”, ha explicado al diario americano Tampa Tribune el director de la
escuela, sobre quien la niña había también escupido”. (Le Monde, 26 de abril de 1997.)

La coacción se pone la máscara de la benevolencia humanitaria [16]: se justifica de forma parecida la descodificación del genoma
humano por la prioridad humanitaria absoluta que constituirá la puesta en marcha de terapias génicas, incluso si éstas no son, por el
momento, más que una proyección intelectual. Así se opera un condicionamiento que, preservando la apariencia del consenso, se
presenta como una fatalidad contra la cual será ilusorio pretender luchar.

***

El progresismo, creencia universal de nuestro tiempo, tiene tal influencia sobre las mentes que puede manifestarse bajo las formas
más groseras sin que nadie replique. Cuando se anunció la suspensión de la explotación del Concorde en agosto de 2000, después de
un grave accidente, un especialista de la radio en temas aeronáuticos compartió con su auditorio su abatimiento en estos términos:
“Por primera vez en la historia de la humanidad, se va a retroceder, pues ya no volará ningún avión supersónico; ¡se vuelve al vuelo
subsónico!” Si es evidentemente irrisorio pretender que no se ha producido jamás ningún “retroceso” en la historia humana, no lo es
menos pensar que el vuelo supersónico constituye en sí mismo un progreso cuyo abandono sería en sí mismo un retroceso; y el
comentario de este “especialista” es tanto más inepto por cuanto el Concorde, que fue desde su nacimiento un fracaso comercial, era
el único avión supersónico en servicio en todo el mundo. Este progresismo infantil hace suyo el lema de los Juegos Olímpicos:
Citius, altius, fortius - “Cada vez más rápido, cada vez más alto, cada vez más fuerte”.

No obstante, no faltan contra-ejemplos para probar que la innovación tecnológica no se realiza siempre en línea recta y no constituye
siempre un “progreso”, incluso si no tomamos ese término más que en un sentido restringido de mejora de la eficacia técnica, es
decir si nos limitamos a comparar diferentes maneras de poner en marcha ciertos medios para la consecución de un fin, haciendo
abstracción de cualquier otra consideración. Vamos a examinar en primer lugar el caso de la reproducción sonora, después el de la
fabricación de libros, para demostrar la falsedad de la idea admitida según la cual la novedad corresponde siempre a un progreso, y
para describir en detalle las modalidades del condicionamiento tecnológico. El ejemplo del disco, por cierto, es particularmente
interesante, porque muestra que el pretendido “progreso” técnico no es siempre tan irreversible como se suele decir.

La llegada al mercado, mediados los años ochenta, del disco compacto ha sido inmediatamente presentado como un gran salto hacia
delante en relación con el disco de vinilo, familiarmente llamado “disco negro”, y casi todo el mundo lo ha creído - lo que ha
permitido multiplicar por dos el precio de venta de los discos, con igual contenido, en el momento de pasarlo de un soporte a otro.
Aquí tenemos los principales argumentos generalmente propuestos a favor del disco compacto:

1º La escucha de un disco negro necesita el contacto físico del disco con una cabeza de lectura equipada de una aguja, lo que
provoca un desgaste progresivo de la aguja y del disco; la escucha de un disco compacto se hace por el contrario por lectura óptica,
sin ningún contacto físico entre el disco y el instrumento de lectura, y por consecuencia sin desgaste. El disco compacto ofrece por
tanto al mismo tiempo el fantasma de la inmaterialidad, constitutiva de la neotecnología, y el de la conservación eterna del soporte.

2º Sobre un disco de 33 revoluciones de treinta centímetros de diámetro, no es posible registrar más que de cuarenta a cincuenta
minutos de música (de veinte a veinticinco minutos por cara) sin contar, por razones físicas, un importante deterioro de la
reproducción sonora -cuanto más se aproxima al centro del disco, más se hace el sonido mediocre-; sobre un disco compacto que
mide menos de diez centímetros de diámetro, es por el contrario posible registrar más de setenta minutos de música con una cualidad
de reproducción constante de cabo a rabo [17]. Un volumen menor por un aumento cuantitativo y cualitativo: ¿quién da más?
Al primer argumento, es fácil de responder que, si el disco negro se deteriora rápidamente es porque se manipula sin precaución, lo
que vale lo mismo para el disco compacto, aunque éste sea un poco menos frágil. Y no es el contacto de la cabeza de lectura con el
disco negro lo que provoca el desgaste de este último, sino la utilización de una aguja gastada (el caso más frecuente) y la ausencia
de cuidado en la manipulación (engrasamiento del surco, rayaduras, combaduras); en buenas condiciones de utilización, un disco
negro permanece intacto mucho tiempo - mucho más que un casete, por ejemplo, cuya banda magnética se altera irremediablemente
al cabo de algunos años. Pero un disco negro, incluso usado, puede aún ser escuchado, aunque sea al precio de algunos crujidos;
mientras que un disco compacto que “no pasa” no es más que un redondel de plástico totalmente inutilizable. El disco compacto
funciona bien o no funciona; no hay término medio. Su escucha es una operación mágica que deja al oyente totalmente impotente
ante una avería eventual. Y el hecho desconocido es el de la duración de “vida” del disco compacto: se estima en una treintena de
años como máximo. Si será aún teóricamente posible escuchar, en el año 2035, los discos de vinilo que contienen la música eléctrica
de fines de los años sesenta - como podemos hoy, si lo deseamos, escuchar registros de los años 20 a 50 en 78 revoluciones o en sus
reediciones en 33 -, es poco probable que los eventuales nostálgicos de la Goa trance electrónica, del ragamuffin marsellés o de los
conciertos barrocos con instrumentos de época puedan satisfacer su pasión escuchando, por esa fecha, los discos compactos en los
cuales se grabaron todas esas maravillas. Pero la cuestión de la duración de vida de este nuevo soporte no ha sido en absoluto tenida
en cuenta desde su lanzamiento, pues la mayor parte de los productos sonoros o audiovisuales puestos en el mercado - era ya el caso
de los discos negros - son hecho para ser consumidos inmediatamente y rápidamente olvidados [18]; los “melómanos” aficionados a
la “gran música” o los atesoradores de collectors, a los que se dirige un floreciente mercado de la reedición histórica y de la
compilación exhaustiva, estaban dispuestos, por su parte, a contentarse con la idea de un disco eterno e inusable, ya que la
fascinación por la supuesta “pureza” del registro numérico les vuelve totalmente ciegos a la duración de vida relativamente corta del
disco compacto.

(El problema de la conservación a largo plazo de los datos almacenados sobre soporte informático no ha encontrado todavía ninguna
solución. Así la T.G.B.N.F. [19], si hemos de creer a L’Express del 27 de mayo de 1999, se ha puesto a la búsqueda de “un soporte
informática de archivación perenne, es decir, sólido y explotable durante mucho tiempo”. Ha creído encontrarlo con Century-Disc,
“un CD en vidrio templado” que es “inoxidable, insensible a las rayaduras (de la luz), a la humedad, al moho, a la polución…” El
fabricante de este producto milagroso, la sociedad Digipress, “asegura que (…) cada disco en vidrio tendrá una longevidad de al
menos cincuenta años”, aunque sea la mitad menos de lo que deja entender el mismo nombre de CenturyDisc - “disco que dura un
siglo”. Este ejemplo demuestra que la palabra “perenne”, en el presente contexto de aceleración desenfrenada del cambio técnico, ha
dejado de ser sinónimo de “permanente” para designar, mucho más modestamente, una cosa “sólida y explotable durante mucho
tiempo”; la longevidad estimada (¿sobre qué base?) de unos cincuenta años - aunque sea apenas veinte años más que un disco
compacto ordinario - parece ser el más grande esfuerzo que una institución dedicada a la conservación puede hacer hoy día para
proyectarse en el porvenir.)

El reemplazamiento rápido del disco negro por el disco compacto no se ha debido solamente al hecho de que aquél era calificado
como inusable. Ha tenido igualmente multitud de otros factores, para comenzar por la cualidad material de los discos negros, hechos
cada vez más mediocremente desde comienzos de los años ochenta (utilización de materiales de cualidad inferior particularmente
salidos de discos apisonados y reciclados), lo que hacía aparecer al disco compacto como un claro progreso acústico en comparación
de esas pacotillas en que se habían convertido los discos de vinilo. Pero es sobre todo la detención de ventas de estos últimos, a
principios de los años ochenta, por los dos principales distribuidores en Francia - FNAC y Virgin - lo que firmó la sentencia de
muerte del disco negro. La elección de equiparse o no de un lector de discos compactos cedió por tanto su puesto a la obligación, a
no ser que se quisiera simplemente dejar de comprar discos (lo que era quizá preferible). En el país donde esta coacción no ha sido
fuertemente impuesta, la substitución de discos negros por discos compactos no fue tan rápida ni tan sistemática como en Francia.
Si pasamos ahora al segundo argumento a favor del disco compacto -la cualidad de la reproducción sonora-, estamos forzados a
constatar que dejando de ser “analógico” (disco negro) para devenir “numérico” (disco compacto), la reproducción sonora ha
sufrido, en realidad, un regresión más que un progreso, en razón de las características mismas de las técnicas empleadas:

“El método de registro y de restitución analógica consiste en grabar sobre un disco de vinilo una serie de huecos y relieves que un
cristal piezo-eléctrico (el “zafiro") traduce en variaciones de tensión eléctrica. La técnica numérica recorta cada segundo la señal
sonora en 44000 trozos iguales (48000 para los aparatos profesionales), después codifica la amplitud de cada muestra de forma
binaria (…). El método numérico remplaza así la señal sonora continua por una señal e grados de escala. (… ) En alta frecuencia, (
…) este recorte se traduce por una pérdida clara de información que los diversos “algoritmos de lectura” de los que se ha dotado al
láser no puede corregir más que imperfectamente. (… ) El menos avisado de los melómanos, escuchando “con lo ojos tapados” dos
registros idénticos y sincronizados, uno numerizado y el otro analógico, establece así una diferencia: de un lado un sonido brillante,
duro, un poco desencarnado, y verdaderos silencios; del otro lado, un sonido pleno, coloreado, y el inevitable soplo debido al
contacto del zafiro con el disco. En suma, el disco compacto hace menos música que el disco de vinilo, o mejor, hace otra música,
más aséptica y más “propia”.” (Nicolas Witkowski, “Disque co pact: le son sans la musique”, en L ‘Etat des sciences et des
techniques, La Découverte, 1991.)

Una prueba suplementaria de la inferioridad del disco compacto en materia de reproducción sonora es aportada por el hecho de que
el vinilo ha vuelto con fuerza desde hace algunos años como producto de lujo en tirada limitada (vendido más caro que el disco
compacto), luego en edición corriente. Es sobre todo en géneros como el rock, el hip-hop o el techno, y en particular para los
profesionales - músicos, disc-jokeys -, donde el culto del vinilo se encuentra más; algunas revistas de discos especializadas en esos
géneros musicales no ofrecen en sus secciones más que discos negros. Los límites de la cualidad sonora de los discos compactos
puestos a un volumen alto - según la costumbre de los disc-jokeys - saltan al oído, si se puede decir así, y hacen aparecer sin
equívocos la superioridad de los discos negros; sin contar con que la mayor parte de las manipulaciones de la textura sonora a las
que los “mixeurs” son aficionados no pueden ser efectuadas más que accionando a mano los discos de vinilo.

Es paradójico que los géneros musicales más ligados a la tecnología - puesto que son enteramente dependientes de la electricidad y
la electrónica - sean aquellos en los que la resistencia al disco compacto está más marcada. Esto muestra quizá que un cierto
discernimiento acústico posible, incluso en dominios generalmente fundados sobre la repetición automática de células melódicas y
rítmicas, que produce rápidamente en el auditor una sensación de hipnosis o, al contrario, de nerviosismo. Pero la importancia dada a
la manipulación física del disco revela igualmente la aspiración a una reapropiación individual - se podría decir casi artesanal - de la
práctica musical en un universo sonoro donde los individuos no tratan más que con aparatos electrónicos (cajas de ritmo,
secuenciadores, “sampleadores”, sintetizadores, programas diversos… ). El disco negro se hace el objeto, en este nuevo uso, de un
desvío de su función original por los “chapuceros” musicales: la materia sonora registrada, una vez manipulada (acelerada,
ralentizada, pasada al revés…) se convierte en una fuente de elementos “brutos” destinados a ser predispuestos con vistas a un
collage.
(El collage, que ha precedido, en música como en literatura o en las artes visuales, la irrupción de la neotecnología, constituye
precisamente la forma de expresión privilegiada de aquélla. Lo que era todavía hasta hace algunas décadas una aproximación
marginal, provocadora y vanguardista de la materia sonora, textual o gráfica -el ensamblaje de materiales preexistentes que
menoscaba el principio de la linealidad de la obra y la idea de la originalidad artística -, se ha convertido hoy en la norma, un
procedimiento de una extrema banalidad.)

Volviendo al disco compacto, está ahora claro que el progreso representado por la introducción de este nuevo soporte se revela cada
vez más discutible. Y éste no se resiente solamente de la comparación con el disco negro; otros soportes numéricos más operativos,
a veces inventados anteriormente, como el DAT (digital audio tape), han sido descartados en su beneficio. Si el disco compacto ha
triunfado ante el gran público siendo inferior al DAT, es porque podía ser copiado libremente, a diferencia del DAT, equipado de
“un sistema de gestión de la reproducción en serie que impide a los propietarios del DAT efectuar más de una copia numérica [21].
Más tarde, el único procedimiento de reproducción numérico que lograra obtener un éxito público fue el disco compacto registrable
(CDR), “puesto en el mercado sin ser dotado de un sistema de control de reproducción”. La penetración de este producto no se debe,
en ningún caso, a su superioridad técnica, ya que “la tecnología del CDR es (… ) inferior a la del DAT en varios puntos,
particularmente en lo que concierne a la cantidad de información que se puede almacenar y el número de registros sucesivos que se
pueden efectuar sobre un mismo disco”.

Una vez más, por tanto, un producto neotecnológico se impone delante de otro que era no obstante mejor, técnicamente hablando -
igual que el Concorde, por muy supersónico que fuera, no ha logrado nunca imponerse frente a los aviones subsónicos, no obstante
menos rápidos. La razón es que la eficacia técnica no es el único factor que interviene en la adopción o el rechazo de un producto o
de un procedimiento; otras consideraciones, de orden económico, social o cultural, entran siempre en juego. En el caso del DAT, los
dos elementos mayores de la ideología neotecnológica - aumento de la operatividad y obsesión por el control - entran en conflicto,
los “consumidores finales” que no desean equiparse con un soporte que incluye un sistema anti-pirateo, prefieren el disco compacto,
técnicamente menos bueno pero menos apremiante de utilizar. No es por tanto siempre la “mejor” técnica la que tiene la última
palabra.

La llegada al mercado, hace unos cincuenta años, de instrumentos musicales eléctricos (guitarras, bajos, teclados) y después, mas
recientemente, de instrumentos electrónicos, ha “democratizado” - por retomar el término de moda - la práctica musical, de manera
que ya no sería necesario largos estudios para llegar a ser músico. Es en efecto posible llegar bastante rápidamente a sacar sonidos
proveyéndose de una guitarra eléctrica o de un sintetizador, mientras que es imposible tocar lo que sea con un clarinete o un
violoncello a menos de haber recibido la iniciación adecuada. Ciertos géneros musicales recientes (punk, house, techno, ambient… )
han sido así creados para personas que se definen a la manera del célebre Brian Eno, como “no-músicos”. “No hay necesidad de
saber tocar instrumentos”, nos dice la revista Technikart (septiembre 1998): “Un teclado, un poco de audacia, y hop.” Vemos así
aparecer “al artista solitario, que experimenta solo en su home studio” (de ahí el nombre de la house music - “música [hecha en]
casa"), quien, como un montador en su taller, consigue “encontrar ingeniosos descubrimientos” y “confeccionar discos
desmelenados”. Cierto, hay mucha escoria, y “la era del hiper-flujo, de 1a mezcla, de los remixes y de la recuperación” abunda en
“tanteos, oportunismo, branchouilleries [22], mediocridad y falsas pistas”. Pero, después de todo, ocurre lo mismo con los géneros
musicales más académicos (música “clásica” y “contemporánea”, jazz, rock-FM… ) y para las artes visuales, donde la gente se toma
a sí misma extremadamente en serio.

De igual modo, los programas de tratamiento de texto “democratizan” la escritura: ya no ha necesidad de conocer la ortografía o la
gramática, el programa de corrección ortográfica y gramatical está para eso. ¿Quiere usted traducir una cita, pero no conoce el
inglés, el italiano o el alemán? No hay problema, hay un programa de traducción automática que lo hace [23]. Usted puede darle
forma a un texto sin saber nada de tipografía, gracias a las “hojas de estilo” preprogramadas, y vuestro libro saldrá prácticamente
compuesto de la impresora. Queda el problema del contenido. Eso era, hace aún algunos años, una gran preocupación para los
autores; pero hoy día, si usted está falto de inspiración, podrá encontrar sin duda en Internet todo lo que necesita: luego ensamblando
estos restos de texto, usted sabrá seguramente, con un poco de astucia, confeccionar “libros desmelenados”. Pilotando su home
studio con su ordenador, usted mismo podrá convertirse en escritor y músico, incluso artista plástico, sin salir de su casa, con un solo
aparato, podrá hacer que se aprecie su creatividad en los cinco continentes difundiéndolo todo vía Internet.

Ha sonado la hora para todos los intermediarios, considerados ahora como trabas inútiles entre el “autor” y el “público”. Así,
recientemente, el escritor más leído en todo el mundo, Stephen King, ha anunciado que haría aparecer directamente en Internet el
primer capítulo de su próximo libro; la gente podrá consultarlo gratuitamente y, si desean leer la continuación, ofrecerán dinero al
autor; si este último estima que ha recolectado lo suficiente, escribirá los siguiente capítulos. King quiere demostrar con eso que los
editores y los libreros no sirven para nada, que todo sería mucho más simple si los autores y el público se comunicasen directamente
mediante el intermediario de la Red. Se olvida simplemente de recordar que, si él se puede permitir llamar directamente a la gente
sin pasar por un editor con alguna oportunidad de ser escuchado, es precisamente por que él tiene ya una fama considerable. Y, para
intentar imitarle, habría que conformarse con la consigna dada por Maurice G. Dantec, en el estilo “desmelenado” que conviene a
este tipo de propósitos:
“El escritor del siglo XX, si quiere sobrevivir, y alcanzar un cierto nivel de legibilidad entre el ruido continuo de los nuevos media,
deberá aprender a convertirse él mismo en un icono electrónico, un icono pop, él no es ya más que la marca comercial variable de un
conjunto de representaciones sociales perfectamente definidas, precalibradas para el campo de marketing tele-totalitario.” (Le
Théátre des opérations: journal métaphysique et polémique, Gallimard, 2000.)

Dos tipos de autores muy diferentes tratan de, independizarse de la tutela de los editores convertidos a sus ojos en simples
obstáculos: aquellos que venden muchos libros, como Stephen King, y aquellos que no consiguen hacerse editar, como por ejemplo
los investigadores en ciencias humanas, para los cuales el historiador americano Robert Damton no ve prácticamente otra salida que
la “edición electrónica” [24]. Lógicamente -ya que parte del hecho de que los editores no quieren publicar obras de investigación en
ciencias humanas-, Darnton debería fomentar la auto-edición por Internet. Pero es muy consciente de que:
“Para convertirse en un libro, una tesis debe ser modificada, unas veces aligerada, otras veces mejorada, adaptada a las necesidades
del profano y rescrita de la A a la Z, preferentemente con la participación de un editor curtido. Los editores hablan a menudo
refiriéndose a esto como “valor añadido”. Y esto no es más que una parte del valor que entra en un libro. La relectura, la paginación,
la composición, la impresión, el marketing y la publicidad: toda clase de competencias técnicas son necesarias para hacer de una
tesis una monografía”.
Lo que se dice aquí sobre las tesis es aplicable, en general, a todos los “mecanografoescritos” aportados por los autores. Al suprimir
el editor, se suprimen todas esas “competencias técnicas” sin las cuales un libro no es verdaderamente un libro, sino un conjunto de
signos puestos los unos detrás de los otros sobre las páginas. Si el trabajo editorial es indispensable y si los investigadores no
encuentran editor, el problema tiene muchas probabilidades de permanecer insoluble. Pero en lugar de intentar afrontarlo para,
eventualmente, proponer aportar soluciones realistas, Darnton hace lo que hacen todos los apologistas de la neotecnología; da rienda
suelta a todos sus fantasmas de enciclopedismo hipertextual:

“Lejos de simplificar este proceso, la edición electrónica va a añadir nuevas complicaciones, pero bien podría dar un resultado de un
valor considerablemente aumentado. Una tesis electrónica podría contener apéndices y bases de datos casi ilimitadas. Podría estar
enlazada a otras publicaciones de manera que permitieran a los lectores seguir vías nuevas a través de antiguos materiales. Y, una
vez normalizados los problemas técnicos [25], se podría asegurar una producción y una distribución económicas reduciendo los
costes del editor y dejando sitio en los anaqueles de las bibliotecas. Los problemas de una edición electrónica de este tipo son
naturalmente considerables. Los costes de salida son altos, por que los editores deben comenzar por poner a punto los buscadores e
hiperenlaces, así como formar o reclutar técnicos.”

Pues, no solo el problema que se trataba de resolver sigue igual, sino que Darnton llega a proponer a los editores poner en pie, con
grandes gastos, verdaderos laboratorios de “investigación y desarrollo” para editar libros que, precisamente, ellos no desean
publicar. Tenemos aquí de nuevo un ejemplo de la confusión mental ya constatada [en el capítulo precedente] en los
“investigadores” en el momento en que se trata de analizar una situación concreta (en este caso, la suya).

Mientras tanto, lejos de concretizar las ensoñaciones borgesianas de gentes como Darnton, el “libro electrónico” (e-book o i-book)
se esfuerza contra viento y marea por parecerse a un… libro, por el momento sin gran éxito. Se pone a prueba el “papel” electrónico,
la “tinta” electrónica; es indudable que este libro electrónico será al libro lo que la “inteligencia artificial” es a la inteligencia: un
sucedáneo que no engañará a nadie. En todo caso, de nuevo, como en el caso de Internet o del teléfono móvil, se profetiza la
extraordinaria ganancia de libertad que procurará este “libro electrónico” que no será, de hecho, más que una pérdida suplementaria
de autonomía. Para leer un texto, habrá previamente que estar conectado a Internet, pagar con la tarjeta bancaria el telecargo (quizá
sea gratuito al principio, pero no por mucho tiempo); después, para conservarlo - lo que mucha gente hace con los libros, no
solamente por fetichismo, sino también para poder leerlos o consultarlos de nuevo -, habría que imprimirlo de todas formas u
ordenarlo en papel (ya existen fotocopiadores perfeccionados que imprimen “libros a la carta”, es decir por unidad), lo que será
evidentemente más caro. ¿Qué interés puede haber en equiparse con un sistema que no costará menos caro que los libros actuales y
que será infinitamente menos práctico para utilizar (¿ha probado ya usted a “hojear” un libro numerado, con los lapsus de espera de
varios segundos entre página y página, incluso en una red de “alto flujo”?), con el riesgo en primer lugar - no desdeñable - de ver el
texto que se había consultado la víspera suprimido o modificado inopinadamente, e indiscretos (publicitarios u otros) que consultan
la lista de todos los textos cargados por un lector en su e-book [26]? Pero si uno se pregunta un momento por que es tan urgente de
poner a punto el “libro electrónico”, ¿no es simplemente por que la posibilidad de leer un libro en casa, en la calle, en un parque o
donde sea, sin estar conectado a la red y sin participar de la “inteligencia colectiva” de la Red, es un comportamiento arcaico, una
“resistencia al cambio técnico” que hay que combatir cuanto antes?
Pero dejemos a un lado las especulaciones sobre el porvenir del libro, electrónico o no, y consideremos la situación actual,
observando más concretamente cómo se opera la fabricación de libros. La neoctecnología ya ha provocado una importante
redistribución de los papeles de autor, de editor y de impresor, y una descualificación generalizada.

Desde que los programas de tratamiento de texto se han convertido en algo corriente, ya no es admisible para un editor el aceptar un
texto manuscrito o mecanografiado (salvo si procede de algún vejestorio prestigioso): los textos deben ser obligatoriamente
“montados” por el autor mismo. Los obreros tipógrafos que garantizaban en otros tiempos la composición de textos, es decir su paso
del manuscrito a letra impresa, han desaparecido tan rápidamente como la etapa de la escritura manuscrita tiende también ella misma
a desparecer en beneficio de la redacción directa sobre la pantalla. El editor economiza así el costo de la composición del texto. El
autor proporciona en principio su texto sobre disquete [27], y la transmisión vía Internet empieza a extenderse. Un autor que no
posea ni tratamiento de textos ni acceso a Internet es considerado ya como un dinosaurio.
La relectura del texto es desde ahora cubierta por el autor mismo, con la exclusión de otra persona. Los correctores especializados
tienden a desaparecer en beneficio de programas de corrección (particularmente en la prensa). Pero estos programas, incluso si están
bien hechos, son absolutamente insuficientes para obtener un texto depurado, en lo posible, de toda falta de ortografía, de sintaxis o
de impresión. Hace falta al menos dos relecturas para un corrector profesional -la mayoría de los autores ignoran el código
tipográfico y, muy a menudo, la ortografía y la sintaxis francesa- para obtener un texto aceptable. Pero, siendo los costes de
corrección cada vez más considerados como un sobrecoste, los dos juegos de pruebas tradicionales se reducen a menudo a uno solo.
No hay que extrañarse de ver innumerables erratas, faltas e inexactitudes que descabalan la gran mayoría de libros publicados.

La paginación del texto era en otros tiempos compartida entre el editor, que definía la maqueta del libro, y el impresor, que disponía
de tipógrafos especializados cuyo oficio consistía en hacer que cada libro entrara en el marco definido por la maqueta. Esto es hoy
también “internalizado” por el editor, que encarga la ejecución de esta tarea a un personal poco cualificado, o incluso simples
alumnos en prácticas, a veces bajo la inspección de “directores artísticos”, y todo este pequeño mundo se equipa de un costoso
material de P.A.O. (publicación asistida por ordenador). Siendo el texto almacenado en el disquete, ¿por qué paginar el libro en el
exterior cuando se puede hacer dentro? El problema es que la tipografía es un arte que supone - como todo arte - el dominio de una
técnica que reposa sobre reglas que eran bien conocidas por los impresores tradicionales, pero que hoy están casi en desuso. Gran
número de “directores artísticos” ni siquiera conocen los rudimentos de la tipografía; piensan que el capricho gráfico es una virtud,
mientras que una buena paginación debe imperativamente tener en cuenta un conjunto de convenciones nacidas del conocimiento
experimental de restricciones ópticas de la lectura. ¿Pero cómo personas que jamás abren un libro podrían sospechar que tales
restricciones existen, y que las convenciones tipográficas son algo más que chifladuras incomprensibles?
“Una legibilidad cómoda es el principio director de toda tipografía. Sin embargo, sólo aquel realmente familiarizado con la lectura
puede juzgar la legibilidad. (… ) La verdadera causa de tanta insuficiencia en los libros y otras cosas impresas, es la falta de
tradición, o el abandono declarado que ha sufrido, y el desprecio presuntuoso de las convenciones. Si podemos leer un texto con
facilidad, es porque nuestras costumbres son respetadas. Saber leer presupone convenciones y su conocimiento. Quien arroja las
convenciones por la borda corre el riesgo de convertir el texto en algo ilegible.” (Jan Tschichold, Livre et typografie: essais choisis,
Allia, 1994.)

Con tal de ahorrar, algunos editores no se conforman con exigir a los autores para que aporten un disquete, sino igualmente lo que
ellos llaman una camera ready copy; dicho de otro modo, les piden a los autores hacer ellos mismos la paginación. El editor no tiene
más que traspasar al “impresor” las páginas ya impresas (con impresora láser) por el autor, y “el impresor” no tiene más que
reproducirlas al número de ejemplares deseados. Los autores, que se supone que no conocen las sutilezas del arte tipográfico, deben
arreglárselas con su programa de tratamiento de textos siguiendo las vagas indicaciones proporcionadas por el editor; y como este
último tampoco tiene muy claro lo que debe ser una buena tipografía, el resultado final es el reflejo exacto de los medios empleados.

De todo lo que precede resulta que las imprentas se distinguen cada vez menos de los talleres de reprografía que pululan en las
cercanías de las facultades, mientras que una parte siempre creciente de la fabricación de libro recae sobre su autor. Este último,
incluso si es publicado por un editor profesional, efectúa un trabajo que se parece cada vez más al de la auto-edición; en realidad, es
sobre todo el coste que representa la comercialización del libro, su difusión y su distribución, lo que continúa haciendo
indispensables a los editores. Y es cierto que al desprofesionalizarse y al descualificarse como de hecho ocurre, la “cadena del libro”
se fragiliza considerablemente, implicando una degradación constante de la cualidad de los libros producidos y, en consecuencia,
una reducción de las exigencias del lector, tan acostumbrado a leer textos mediocremente editados que acabe por preguntarse si aún
merece la pena comprar libros, y si no sería mejor acudir a Internet para imprimir las páginas que le interesan.

Podemos decir, sin cargar mucho las tintas, que la mayoría de los libros son hoy productos de autores que no saben escribir, de
traductores que no saben traducir, de editores que no saben editar y de impresores que no saben imprimir. La existencia de
programas de tratamiento de textos y de PA.O. lleva a personas incompetentes (autores, maquetistas) a asumir tareas que
desempeñaban en otros tiempos gentes de oficio. La ideología inherente a la neoctecnología hace pasar este tipo de regresión - de la
que podríamos proporcionar ejemplos en prácticamente todas las ramas profesionales - por un progreso. Frente a la mistificación
demagógica que consiste en hacer creer que todo el mundo puede convertirse de la noche a la mañana en un Pico de la Mirandola
gracias a la informática, la realidad simple y banal, que hace que nadie pueda ser corrector, traductor o tipógrafo sin un largo
aprendizajes, no tiene apenas peso. ¿A quien le importan los correctores, los traductores o los tipógrafos? Son personas cuyo oficio
valoriza el trabajo de otros, lo que evidentemente no es nada gratificante para nuestra época de narcisismo exacerbado. Considerados
como simples auxiliares sin prestigio y sin interés, pueden ventajosamente ser remplazados por máquinas de corrección, de
traducción, de paginación. Lo que ofrece, para la traducción, el resultado siguiente (reproducción exacta de un e-mail dirigido al
diario Le Monde, que lo publicó el 4 de junio de 1999):
“Soy un escritor agradeciendo las personas de París para una experiencia maravillosa. Perdone la excusa mis Franceses. Yo soy para
utilizar un ordenador programador para traducir automáticamente mi Inglés. Yo soy incluso mi matriz Inglés del texto, en caso
donde el programa de traducción de golpes completamente el. Nunca he estado en Francia y era contado por cada otro americano
que los Francés eran bastante descorteses en América. Lunes, mi hijo y yo cabalgábamos nuestras bicicletas de París a Versalles y
gastado un medio día acabado validando la Mel Brooks afirmación:, “¡es buenas sean del rey!” (… ) Yo he recibido atrapado en el
tráfico y era barrido en la izquierda rápida callejuelas del bulevard el presidente Kennedy. Es sorprendente vosotros podéis pedalear
como rápido cuando adrenalina bota en, pero una pululación de conmovedor rápido los coches estaba a punto de ganarme. Yo pude
hacer todo fue pedalear, quedarme en mi salida y esperar ganar alguno golpear que quisiera audiencia mi fuera esta vida. Pero en
lugar de un golpear yo esperaba que los “dweedle-dweedle” de un coche cuerno. Era un no obnoxious blare, más bien el gentil beep
acelerado sabía un biciclistas alrededor del mundo como un gentil saludo. Francia es un mucho más gentil lugar en bicicleta que la
mía del estado de Utah. Yo era aplaudido muchas más veces que día como yo rided rápidamente alrededor de París. Mi último día
pedaleando en Francia, jueves, mi hijo y yo haya tomado el tren a Rambouillette, donde cabalgábamos 100 km en tus bellos caminos
campiñados. Los caminos eran tan tranquilos como terciopelos. La mostaza estaba extendida y nosotros comemos un 15-Franc
sandwich superior al que yo he gastado diez veces que el mucho de large de la calle del Museo del Louvre. Yo soy asestado mis
amigos Americanos que le si francés eran descortés con ellos, el lo mereció probablemente. Perdónenos por nuestra arrogancia estos
días, yo deseo había una vía para mi para llevar a América una buena dosis de gentilezas y del amor de la vida. Y gracias de nuevo.”

Mientras que las máquinas se empleen tan eficazmente para remplazar traductores en lo sucesivo inútiles, estos pueden emplear el
tiempo así liberado en entregarse a actividades más expansivas para su ego, como la que hace furor actualmente en la Web, citada en
los medios especializados como un ejemplo de actitud “en la onda” y positiva, que consiste en filmarse a uno mismo veinticuatro
horas al día con la ayuda de una webcam y en transmitirlo en tiempo real por Internet.

Estas condiciones no se prestan evidentemente a la lectura atenta de libros, a no ser esos libros que uno lee en los transportes en
común, con el Walkman enroscado en las orejas, entre dos ocupaciones más dignas de interés. Para leer verdaderamente, hace falta
el sentimiento de tener tiempo por delante, y sobre todo la convicción que esta actividad aporta algo. Décadas de “política de
lectura” han valorizado la lectura como ocio [29], como si leer libros fuera un fin en sí mismo, de tal manera que ahora ya no se lee
para conocer mejor el mundo u “orientarse en el pensamiento”. Otras formas de ocio mucho más gratificantes están al alcance de la
mano, que no ofrecen, como el libro, la inquietante sensación de encontrarse confrontado a sí mismo, obligado a pensar, si es posible
en calma, lejos de la mirada del otro y, por tanto, ya casi muerto.

NOTAS
1. Al principio del libro, Mandosio define lo que entiende por neotecnología de la manera siguiente: “1) Un sistema económico y
técnico, el de las “nuevas tecnologías de la comunicación”, con su proceso de producción, sus infraestructuras (las “autopistas de la
información"), sus equipamientos (microprocesadores, programas … ) y sus mercados (el público-objetivo, es decir todo el mundo);
2) la ideología indisociable de este sistema, que le ha precedido, le ha engendrado y se nutre de sus desarrollos.
En tanto que ideología, la neotecnología hace sus técnicas pensables, luego asimilables: ella prepara el terreno para su recepción
mediante la producción de discursos filosóficos, económicos y periodísticos; en tanto que sistema económico y técnico, ella
confirma a su vez la pertinencia de estos discursos y les obliga a reajustarse para “estar en sintonía” con su desarrollo, que nunca es
anticipado por completo. La neotecnología, bajo estos dos aspectos, constituye un proceso de autovalidación que funciona en
circuito cerrado, lo que le emparenta a una ideología totalitaria o a una religión.”
2. Este best-seller aparecido hace veinte años (1980) no contribuyó poco a difundir esta visión de las cosas, incluso si Toffler no era
el primero en formularla.
3. Forecasting and assessment in the field of science and technology ("Previsión y evaluación en el dominio de la ciencia y de la
tecnología.")
4. Siendo los dos otros “Trabajo y empleo - problema mayor de los años 80´char(180) y “‘Biosociedad” - las biotecnologías en tanto
que fuente mayor de mutación en los próximos treinta años.”
5. La idea, por otro parte, no es nueva. Se podía leer en 1944, en un documento de la Fundación Rockefelier (citado por Horkheimer
y Adorno en La Dialéctica de la Ilustración): “La cuestión suprema con la que nuestra generación debe encararse hoy - la cuestión de
la que todas las demás cuestiones no son más que corolarios - es la del control de la tecnología. (…) Nadie sabe exactamente cómo
lograr ese resultado.”
6.Ver por ejemplo Bertrand Leclair (L’industrie de la consolation: la littérature face au “cerveau global”, Verticales, 1998), que
advierte a su lector de que “este ensayo no tiene por objetivo la internet o los cederomes [sic], que son útiles eficaces, con
aplicaciones extendidas y apasionantes según algunos, sino la propaganda que de hecho les precede, y aquello por lo que les quieren
hacer pasar. En breve, se tratará en estas páginas exclusivamente de la ideología por la cual el desarrollo fulgurante de estas
novedades técnicas se filtra y que ellas amplifican a su vez (y que, en este sentido, ellas pueden revelar).” No ver que la tecnología
-arcaica y nueva- es ella misma una ideología, es pasar completamente por encima de la cuestión.
7. Hay que precisar que ghost en inglés se traduce al castellano usualmente por “fantasma”. Nota de los traductores.
8. Très Grande Bibliothèque nationale de France. Nota de los traductores.
9. Este juicio es causado por la idea de que “la generalización del recurso a lnternet conduce a la situación en la cual los fondos que
no figuran en los sitios accesibles al público pierden una parte de su valor científico”. Descubrimiento interesante, para relacionarlo
con la definición bibliométrica sobre la cientificidad descrita en el capítulo precedente: lo que es accesible a todo el mundo tiene
más “valor científico” que lo que no lo es. Se ve la estrecha relación que hay entre la ciencia vista por un senador y el relativismo
epistemológico que hoy día hace furor.
10. Pero no era ni a la mujer-robot de Metropolis ni a la novia de Frankestein a las que los espectadores escribían cartas de amor: la
turbada seducción que causaban esas criaturas estaba aún mezclada de repulsión.
11. En efecto, lnternet es una red enteramente descentralizada de la cual su ancestro, Arpanet, había sido concebido para las
informaciones del Pentágono de manera que no podía ser desmantelada en su totalidad, incluso en caso de ataque nuclear.
12. “La mitad de los internautas acceden a la red por la conexión de la empresa o de la facultad, viviendo en la utopía primitiva de
un lnternet gratuito.” (Alain Le Diberder, Histoire d’@: l’abécédaire du cyber, La Découverte, 2000.)
13. En el mismo orden de ideas, los niños de preescolar americanos son obligados a visionar “programas educativos” televisados que
son ofrecidos gratuitamente a los establecimientos escolares, pero incluyendo anuncios publicitarios que no están permitidos zapear.
14. Los operadores de telefonía móvil comienzan ya a exigir de algunos clientes que inviertan “l500 francos de fianza, mientras que
con anterioridad la conexión de la línea era sencillísima”; dicho de otro modo, “ya no es el cliente el que elige al operador, sino el
operador que elige al cliente” (Libération, 25 de agosto de 2000).
15. Solange Ghemaouti-Hélie y Arnaud Dufour, De l’ordinateur á la sociéte de I’information, P.U.F.,1999.
16. France Telecom acaba de anunciar (fines de agosto de 2000) que cuenta con comercializar, a partir de septiembre de 2001, un
brazalete-reloj para los niños provisto de una conexión a lnternet integrada y de un sistema de abonado análogo al del teléfono
portátil, que tendrá en primer lugar la particularidad de permitir a los padres seguir a distancia los desplazamientos de sus hijos. Esta
empresa que pretendía “hacernos amar el año 2000´char(180) proyecta ahora, lo más abiertamente posible, equipar a los niños de un
brazalete espía, cuya única diferencia con los que portan algunos condenados en régimen de “libertad vigilada” será la de ser lúdico
e interactivo.
17. Incluso si muchos discos compactos (los singles) no contienen más que dos o tres canciones, con algún remix eventual como
obsequio.
18. Una firma americana acaba incluso de lanzar un video-disco numérico (video-disco digital-DVD) deshechable, “programado
para auto-destruirse al cabo de ciertos lapsos de tiempo” (Transfert, marzo de 2000). “El disco es recubierto de una capa química
ultrafina (… ) que comienza a degradarse con la primera lectura bajo el láser. Al cabo de algunos minutos o varios días, según el
espesor de la capa química, el DVD ya no es legible.”
19. Ver nota 7.
20. A esto hay que objetar que los lectores de discos compactos “de baja calidad” emiten un zumbido perceptible cuando se escucha
a poco volumen.
21. Ram Samudrala, “Créativité et propriété: oùest le juste milieu?” (1998), en Libres enfants du savoir numérique, op.cit.
22. Palabra de argot derivada de un término de la electrónica (enchufar) que aquí significa estar en la onda.
23. Estos programas merecerían con todo derecho ser llamados programas de producción automática de textos surrealistas. El de
Alta-Vista -uno de los buscadores de Internet más utilizados- traduce la palabra inglesa hair-dryer, que sirve para designar un banal
secador de pelo, por la fórmula inquietante “disecador de cabellos”.
24. Robert Darnton, “Le nouvel áge du livre”, Le Débat, mayo de 1999.
25. En todos los discursos “prospectivos” de este tipo, los problemas técnicos son despejados de un plumazo, conforme al postulado
neotecnológico según el cual todo lo que es imaginable es inmediatamente realizable.
26. El catálogo informatizado de la T.G.B.N.F., por ejemplo, guarda en su memoria el rastro de todos los pedidos de libros
efectuados por un lector, los datos de sus sucesivas visitas, etc. Recordemos que, de la misma manera, todos los sitios visitados por
los internautas y todas las llamadas pasadas o recibidas en un teléfono móvil o fijo son memorizadas; para no ser identificado, hay
que acudir a un cybercafé o a una cabina telefónica.
27. Lo que da casi sistemáticamente lugar a episodios tragicómicos donde los archivos se extravían, donde los capítulos ya
corregidos o paginados son desafortunadamente “suprimidos” por antiguas versiones no corregidas o no paginadas, etc.
28. “Aquellos que, en efecto, han adquirido la experiencia en un arte sea el que sea juzgan correctamente las producciones de este
arte, comprendiendo por qué medios y de qué manera se alcanza la perfección de la obra, y saben cuales son los elementos de la obra
que se armonizan entre ellos.” (Aristóteles, Ética a Nicómaco.)
29. Con argumentos a veces patéticos para atraer a “los jóvenes” hacia el libro, como éste: “Una biblioteca donde se husmean los
libros antes de elegir uno, es el zaping absoluto.” (François Nourissier, citado por Jean Tibéri, alcalde de París).

(*) Traducción del capítulo III del libro de Jen-Marc Mandosio Aprés l’effondrement. Notes sur l’utopie néotechnologique
(Encyclopédie des Nuisances, 2000). La traducción apareció publicada en el primer número del boletín Los Amigos de Ludd
(diciembre 2001, agotado) bajo el título “El condicionamiento neotecnológico”; la traducción del capítulo IV apareció publicada
bajo el título “¿Fin del género humano?” en el nº 2 de la revista Maldeojo (junio 2001, disponible).

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