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Sobre el escritor, su obra,

los lectores y la crítica literaria


por José Agustín Goytisolo

Como es sabido, cuando un escritor edita una obra, o cuando piensa, si no lo con-
sigue, que algún día, aunque sea después de muerto él, ésta será aireada y, por lo tan-
to, reconocidos su talento y destreza, tiene o aspira a tener un público, su propio públi-
co lector. Esto ocurre indefectiblemente así, pues, sin el conocimiento por otros de la
obra, el ciclo y la función de la creación literaria no se cumplirían: faltarían los últimos
eslabones, que son recrearse en otros y recrear a otros.
Diferente cuestión es que el escritor consiga tener ese público. No bastan sus de-
seos y esfuerzos, porque no es él quien elige al público, sino que es el público el que le
elige a él, el que decide si es un artista o bien un simple escribidor, un grafómano o un
voluntarioso letraherido con pretensiones de figurar.
Es interesante reflexionar sobre quiénes son esos lectores y cuál es la audiencia que
cada autor desea para su obra. Se podría responder, a la ligera, que cualquier escritor
quiere un público lo más inteligente y lo más amplio posible, formado por un fiel núme-
ro de lectores, de buen ojo, tanto en el idioma en que él se expresa como en sus tra-
ducciones, que sin duda desearía fueran afortunadas y múltiples.
Pero esto no siempre ocurre así. En las características formales y temáticas de ca-
da obra, podemos adivinar ya que clase de público se predetermina como su potencial
lector. La obra es, en sí misma, más reveladora de la clase de lectores que él prefiere
que sus propias aseveraciones del estilo de “a la minoría siempre” o “a la inmensa ma-
yoría”. Porque el real y a veces no expresado deséo del autor está implícito en la pro-
pia obra como entidad autónoma que es. Manifestaciones tales como las citadas y otras
parecidas, recuerdan la actitud de muchos padres que aseguran que sus niños serán, de
mayores, notarios, curas o banqueros, sin tener en cuenta los valores y aptitudes de los
hijos, sus capacidades y la decisión inapelable de la sociedad, presente y futura, que,
justamente o no, es la que siempre decide al fin.
Otro dato que revela el deseo de un autor de prefigurarse un público, es su ads-
cripción o no a alguna de las modas o tendencias literarias de su época. Con tal acti-
tud, el escritor desvela los rasgos de su lector ideal, ya sea diciendo que perpetra poesía
pura que produce literatura experimental o téxtos de vanguardia que es un maldi-
to,un marginado, un novísimo, un ecléctico, un culto, una loca, un celestial, o un
posmoderno. A cada quien con sus anhelos, altos o chiquitos, legítimos o no, intenta
abrirse paso a hachazos o a golpes de tijera de podar, para penetrar o lograr acomodo
prólogos

en las faldas o en la cumbre del Monte Parnaso. Este tipo de auto-etiquetaje acostum-
bra a ir a declaraciones de grupo, promoción o generación, y también acompañado y
aireado por una revista, una colección literaria o una tertulia, y suele ser jaleado por
unos cuantos epígonos teóricos, que también intentan hacer carrera y que están a la
que salta.
A las en principio pocas personas que acompañan al escritor en sus inicios pueden
añadirse sus novios o novias, algún protector y unos pocos suscriptores de la revista de
turno, que forman ya un público, en ocasiones el único que tendrá el entusiasta literato
durante toda su vida, y aun después de ella. Porque el otro público, el formado por un
número mayor de posibles lectores, el público que para sí quieren los escritores, puede
más tarde aparecer o no. Si aparece, si se hace real, se completa el ciclo creación-emi-
sión -recepción-recreación-disfrute que caracteriza a toda obra artística y que le confiere
dimensión propia. En la formación de un público para un determinado escritor, merece
párrafo aparte el papel de la crítica literaria, sobre todo en un país como éste, en el que
se llama crítico a mucho gacetillero o reseñador, a cualquier plumífero mal pertrechado,
a cualquier petimetre, precipitado consumidor de textos teóricos a la moda, o a cual-
quier aspirante a poeta o novelista que ha tirado ya la toalla o está por hacerlo, y que

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se cobija a la sombra de otros, a los que considera más afortunados, declarándose y
ejerciendo de maestro o de manager. Lo peor que puede ocurrirle entonces a un es-
critor es olvidar que una de las funciones del crítico es la de emitir opiniones propias,
suscitadas por la obra, y, al divulgarlas, ayudarle a tener una audiencia, a conseguir un
público. Escribo esto porque algunos seudoensayistas presentan hoy la crítica literaria
como una operación muy compleja, que se despliega en muchos ámbitos, que enlaza
con la sociología, la psicología, el psicoanálisis y otras materias llamadas ciencias socia-
les. Esta vecindad, esta cohabitación de la crítica con tales ciencias, parte de la supo-
sión de que la literatura es también un objeto de ciencia, un fenómeno inserto en un
campo científico general, a partir de lo cual se hace posible definir tal crítica como
ciencia social. Dejando de lado el hecho de que no existen datos específicos ni apoyos
teóricos serios para probar, al uso principalmente norteamericano, el carácter científico
de las disciplinas de objeto social, no se puede ignorar la condición de arte, de artificio,
de la literatura. Esta, aunque, como hecho de lenguaje que es, está implicada en la teo-
ría general de los signos, aunque no es ajena a los fenómenos sociales, y aunque sus
bases son psicológicas, no agota en esos ni en otros puntos su complejo y vastísimo
ámbito, que se ofrece a lectores y críticos como una especialísima forma de conoci-
miento y de experiencia, generadora de emociones y productora de placer. Ni la espe-
culación crítica estructuralista ni el positivismo sociológico pueden confundir a un escri-
tor o a un lector haciéndoles pensar que el ámbito de una obra literaria está inserto en
un mundo formado por leyes o verdades establecidas y que se rige por reglas áulicas
funcionales. El papel más válido de un crítico literario es el de catador, el del que dis-
tingue y explica al público las diferencias, las calidades y los sabores; no el de homolo-
gador, cuantificador y clasificador, que acaba por hacer perder al potencial lector las
pocas ganas que normalmente tiene de enfrentarse a un texto literario.
El escritor ha de sentir que la literatura es una práctica gozosa y así debe ofrecérse-
la al lector, en vez de tratar de encajarle modelos objetivos que de ella extraen ciertos y
aburridísimos ensayistas. El creador, el poeta, no es tan sólo un ser que siente y se
conmueve, pues eso le ocurre a todo el mundo, sino un artífice que sabe hacer sentir y
conmover a un público con ese juguete, con ese juego por excelencia que es la obra li-
teraria bien hecha, leída o escuchada.
El público, el lector, está aquí, ahí fuera, en las calles y en las casas, en las bibliote-
cas, en las escuelas, por todas partes.
Cada escritor ha de intentar, como pueda, conseguir que su público ideal, en el que
sueña, le elija a él, precisamente a él, como a su autor. Y que los dioses repartan la
suerte.
Por lo que a mí se refiere, he procurado siempre ensayar, a través de distintas for-
mas poéticas, los trucos y artificios de mi especial y singular oficio y expresarme de un
modo significativo para conmover a mis posibles lectores, de ahora y de después, tra-
bajando sobre mi propia experiencia y sobre la de los demás, a fin de mejorar el pro-
ducto. Un producto que, en esta ocasión, he bautizado con el nombre de El rey mendi-
go, que intenta indagar, a través de unos pocos poemas, algunos momentos de la pa-
radójica y emocionante condición del hombre, ya sea mediante ejemplos históricos y
literarios, ya sea de primera mano, a través de hechos vividos o conocidos. Historia,
vida y literatura que, aunque separadas, se vuelven a confundir siempre en mi sensibi-
lidad.

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Palabras para José Agustín Goytisolo
por Carme Riera

La obra de José Agustín Goytisolo es una de las más vastas entre las de los poetas
de la llamada generación de los años cincuenta, especialmente si la comparamos con la
de sus compañeros del grupo barcelonés, pienso en Carlos Barral y especialmente en
Jaime Gil de Biedma, cuya poesía completa bordea el centenar de poemas. Goytisolo
ha publicado, con la inclusión de La noche le es propicia, quince entregas poéticas. Es
verdad que algunas, como Palabras para Julia (1980), A veces gran amor (1981), o
Sobre las circunstancias (1983), reúnen mayor número de textos ya recogidos con an-
terioridad que inéditos, pero aun así su producción no deja de ser extensa. Y aunque
los ejes vertebradores de su obra puedan reducirse a dos, la elegía y la ironía paródica
que da lugar a la sátira, los temas tratados han sido múltiples y diversos. Pese a ello, el
amoroso hasta hoy apenas había sido tomado en cuenta más que para unas pocas
composiciones casi circunstanciales, reunidas después de manera coyuntural en el volu-
men A veces gran amor (1981), cuyo título bien pudiera inducirnos a la sospecha de
que Goytisolo, con ironía o sin ella, se ocupa del sentimiento amoroso. Pero la expec-
tativa se ve pronto frustrada ya que en seguida comprobamos que el poeta catalán se
refiere al tema de manera colateral, alusiva y elusiva. En cambio, en La noche le es
propicia el amor se erige en materia poética de un libro entero.
El punto de partida de la entrega que ahora nos ofrece Goytisolo es el encuentro
fortuito de un hombre y una mujer que durante una sola noche vivirán una pasión ca-
tastrófica, y empleo la palabra en su preciso sentido etimológico. La llegada del alba,
como en las albadas provenzales, marcará el final de la noche y, por tanto, la separa-
ción de los amantes que volverán a la mediocridad de sus vidas. Cuando el dominio de
la noche acabe, el “aire macilento” que “está aguardando / detrás de los cristales” lo
invadirá todo, y cundirá el desencanto del día con la presencia de la tan denostada
aurora, por quienes, como Barral, Gil de Biedma o el mísmo Goytisolo, aprendieron la
lección de Baudelaire. La noche es el reducto de las infinitas posibilidades que el día
arrumba, dejándolas atrás frustradas e irrepetibles.
A partir de la despedida que la madrugada impone, los amantes, con su nueva
experiencia, se sentirán diferentes. La vivencía amorosa es transformadora y la me-
tamorfosis implica el conocimiento. Pero cada uno de ellos habrá aprendido cosas dis-
tintas: él, que a partir de ahora sólo la muerte le es propicia; ella, en cambio, que lo es
la vida. El libro termina con unos hermosos versos casi lapidarios: “ ¿Qué hacer? /
¿Qué hará? Preguntas / a un azar que ya tiene / las suertes repartidas. ”
Como amiga y estudiosa de la obra de José Agustín, he asistido a la gestación de
los poemas que integran La noche le es propicia, iniciados en 1988, y he podido
comprobar hasta qué punto han ido sufriendo un lento proceso de depuración, para
eliminar todos aquellos aspectos poéticamente superfluos y más anecdóticos, que ha
permitido, a la postre, dejar el texto libre de ataduras o dependencias denotativas de un
determinado ambiente o de unos determinados personaljes que perjudicarían la univer-
salidad de la intención de Goytisolo al tratar el tema amoroso.
Al autor le ha interesado de manera especial contribuir a la poesía de amor de un
modo distinto a como lo ha venido haciendo la tradición lírica en la que, normalmente,
percibimos sólo la voz del sujeto poético refiriéndose al objeto amoroso, casi siempre
una mujer, pero apenas se nos hace audible la voz de ésta y cuando se nos transmite
suele configurarse desde la pasividad, en el estar sencillamente allí, dejándose querer.
Salinas, de quien Goytisolo se declara admirador y a cuya memoria va dedicado el libro,
señala en La voz a ti debida: “La forma de querer tú/ es dejarte que te quiera”, y Neru-
da, de una manera más directa asegura: “Me gustas cuando callas... ” en el poema XV
de Veinte poemas de amor y una canción desesperada.

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De izquierda a derecha, Javier Pradera, Gabriela y Rafael Sánchez Ferlosio, Asun Carandell y José A. Goytisolo (Madrid, 1958)

José Agustín Goytísolo parte de lo contrario. Le interesa la actitud activa de la


amante que es en La noche le es propicia quien protagoniza la acción, quien elige al
compañero, le conduce al ámbito privado, un locus amoenus actual donde se desarro-
llan 23 de los 38 poemas que integran el libro. Allí, por los caminos de las palabras -
“Me gustas cuando hablas” escribe Goytisolo controvirtiendo a Neruda - y por los del
placer - algunos poemas pueden calificarse de eróticos- el poeta catalán va dando enti-
dad al personaje femenino, una malcasada no tan joven, frente a un personaje masculi-
no maduro y extraño que queda en la penumbra, voluntariamente ensombrecido por el
autor, ya que, no en vano, surge en el primer poema de la sombra a la que vuelve al fi-
nal del libro.
La presencia de Juan de la Cruz - lectura fundamental para Goytisolo - late detrás
de la concepción de La noche le es propicia. Reconocemos el eco en algunos versos
(“aunque es de noche”, “dejaba ya su casa sosegada”, “un no sé qué de apego” y “al
llegar la caballería / manaba el agua de la fuente”) y notamos la coincidencia en la cer-
teza de que la experiencia de amor, y aun de aquel amor que nada tiene que ver con el
místico, como el que el libro manifiesta, es difícilmente traducible con palabras.
El procedimiento empleado en el texto alterna entre el narrativo, en que se nos re-
lata el encuentro y el proceso amoroso, y el más lírico y sintético que no cuenta, sólo
canta. Los episodios eróticos, que corrían el peligro de convertirse en prosaicos, se re-
suelven de modo lírico y el libro gana en intensidad.
Goytisolo nos ofrece en La noche le es propicia la belleza perenne de unos versos
que cantan una historia de amor efímera -de ahí también su trágica grandeza - que solo
es posible salvar, eso es eternizar, mediante la palabra escrita.

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por Manuel Vázquez Montalbán

José Agustín Goytisolo decía sus poemas de perfil. No era el suyo un desplante al
flash porque cuando José Agustín recitaba en las aulas de las universidades españolas
durante el franquismo, lo hacía casi a escondidas, introducido por las puertas traseras,
rodeado del recelo de bedeles y decanos nombrados a dedo, y simplemente respaldado
por la minoría de estudiantes que en los años cincuenta y sesenta creíamos que la poe-
sía era un arma de combate.
Goytisolo decía sus poemas con una subrayado corporal pefectamente adecuado a
su poesía que reclamaba al toro franquista, ¡eh, toro!, para burlarse en el momento de
la embestida. Su poesía evidenciaba las declaraciones en sótanos a media luz, y el cris-
pado polvo secreto y las voces agrias de la madrugada en los subterráneos de la dicta-
dura. José Agustín escribía un poema-manifiesto que resume una propuesta de renova-
ción ideológica y estética de la literatura española. Se trata de Los Celestiales denuncia
de la poética oficial de un Garcilaso de la Vega, para luego devorarlo, como hicieron
con todos los otros restos y cadáveres políticos del imperio. Por aquel entonces los
poetas eran los encargados de presentar enmiendas a la totalidad del Régimen, aún sa-
biendo que cuando cayera el franquismo tampoco se les iba a perdonar, menos que en
vida del dictador.
En efecto, ha habido un intento fallido por lo precipitado y burdo, de historificar
a los mal llamados poetas críticos por la vía del adjetivo, sin atender o entender la sus-
tantividad de su poesía, de un código poético que cumplió perfectamente todos los re-
quisitos de lo que debía ser una vanguardia estética. El lenguaje descarnadamente enun-
ciativo aunque hondamente neorromántico de Goytisolo era una violación del lenguaje
establecido y permitido. El establecido era el lenguaje poético-imperial; el simplemente
permitido era un surrealismo simbolista o un simbolismo surrealista autárquico, destina-
do, como mal menor, a suplir los vacíos y mellas dejados por la exiliada poesía de la
llamada generación del 27. Goytisolo, como los demás destacados escritores de su
promoción era un escritor de vanguardia, un hombre que irrumpía con la piqueta de-
moledora en los lenguajes oficiales.
Hay que recordar estos hechos porque tal vez así los estetas de turno dejen por im-
posible la tarea de intentar enterrar esta importante aportación a una estética general,
histórica y acumulativa, en la que los bandazos del gusto literario son tigres de papel de
periódico destinados a amarillear y a olvidarse. La poesía de Goytisolo concierta con
una aspiración intelectual puntera antes y ahora: la aspiración a la construcción de un
nuevo humanismo.
El poeta que siempre recitó de perfil

No fue una propuesta ideológica limitada a dar una alternativa al capitalismo fran-
quista. Aspira a ser también una alternativa a la barbarie latente en un mundo en el que
las guerras sofisticadas han arruinado cualquier humanismo idealista.
Tu destino está en los demás
tu futuro es tu propia vida
tu dignidad es la de todos
le escribe Goytisolo a su hija. No se trata de un consejo, sino de una propuesta de re-
construcción de la razón humana, válida hace treinta años y válida también de aquí a
treinta años. La ideología no es un valor añadido en toda propuesta estética. La ideolo-
gía es uno de los materiales sometidos al rigor del tratamiento poético. En Goytisolo la
ideología suele aparecer con una gran economía de intenciones, con una gran sencillez
que el poeta reconoce al decir que tal vez se ha limitado a soñar un mundo al revés, en
el que los lobos son buenos y los corderos unos auténticos hijos de puta.
En el conjunto de toda la poesía de José Agustín pesa la asunción del relativo poder de
la palabra, la propuesta de utilizarla para enseñar a vivir. Goytisolo es un gran poeta in-
timista, que se revela en sus versos familiares: la madre desaparecida, la mujer en cuyos
brazos quisiera morir, la muchacha a la que ayuda a aceptar la vida a pesar de su pro-
pio escepticismo:
Tendrás amor, tendrás amigos
le dice a Julia en los años sesenta, dibujándolo el único programa vital sensato al alcan-
ce de su padre, y que incluso hoy puede parecernos excesivamente ambicioso.

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Soliviantar a los infiernos
por Ana María Moix

Todo lector de Poesía familiarizado con la obra de José Agustín Goytisolo -y no


hay lector de poesía, al menos de la Poesía escrita en este País en lo que llevamos de
segunda mitad de siglo, que no lo esté- conoce perfectamente qué clase de ciudadano
es este poeta que se ha plasmado reveladoramente, a sí mismo y a sus circunstancias,
con meridiana ejemplaridad a lo largo de su obra poética. Parafraseando algunos ver-
sos de “Si todo vuelve a comenzar”, poema perteneciente al volumen titulado Del
tiempo y del olvido, José Agustín Goytisolo es, entre otras cosas, “peor de lo que mu-
chos creen; le gusta justamente el plato que otro come, aburre una tras otra sus cami-
sas, le encantan los entierros y odia los recitales; duerme como una bestia, desea que
los muebles estén más de mil años en el mismo lugar, y aunque a escondidas usa tu ce-
pillo de dientes, no quíere que te peines con su peine; es fuerte como un roble, pero se
anda muriendo a cada rato; comprende las cuestiones más difíciles y no sabe resolver
lo que en verdad le importa”. Así es, o así nos ha hecho creer que es, José Agustín
Goytisolo. Ya Byron inauguró, hace ahora unos doscientos años, la poesía como, entre
otras cosas, medio de invención de una identidad personal literaria destinada a impo-
nerse a la conciencia receptiva del mundo y a la credibilidad del lector; es decir, iniciaba
la gloriosa tradición moderna del yo literario, capaz de englobar al yo del autor -siem-
pre y cuando cumpliera éste con unas mínimas condiciones de adaptación al proceso
de verbalización impuesto por el poderío creativo del primero- y de engullirlo, pero no
de limitarse a él como engullido quedó Arthur Rimbaud por su propia palabra poética
tras ejercer de visitador de infiernos. Arthur Rimbaud, otro personaje producto del
quehacer literario del propio autor, otra vida, otra biografía trabajada con materiales ar-
tísticos, otro producto de la creación, o de la recreación, a la que se someten algunos
espíritus, pocos a decir verdad, tras resultar seriamente escocidos al contacto con la
abrupta piel de la realidad. El romanticismo calificaba a esa creación personal como
obra del “héroe de sí mismo”. El siglo, el nuestro, nos ha acostumbrado a rebajar pre-
tensiones y vocabulario, y a hablar de sublimación, de trasuntos de la propia identidad,
etc. Sin embargo, son las identidades literarias, como la de Rimbaud, las que siguen ri-
giendo el destino de la poesía. Lo siguen rigiendo cuando la poesía sigue sujeta a su
proclama, claro, cuando continúa al pie del cañón, es decir, al pie de la consigna de
Rimbaud: «El verdadero poeta nace para soliviantar a los infiernos.»
José Agustín Goytisolo pertenece a esa clase de poetas que no han olvidado la
consigna (consigna que, por otra parte, siguieron otros poetas anteriores al pronuncia-
miento de Rimbaud, como fue el caso del propio Byron) y escribe para soliviantar: a los
infiernos, o a lo que es lo mismo: al prójimo, a sí mismo y al mundo en general. Soli-
viantar no es fácil. No solivianta el que quiere, sino el que puede. ¿Nace el soliviantador
o se hace? En el caso de los poetas, como es el de José Agustín Goytisolo, se hace; se
hace con la palabra poética, desde esa identidad literaria, verbal, que impone al mundo
que le rodea y al lector, y que acaba por modelar la biografía personal, pública de su
autor, y, en algunos casos, también ciertos aspectos de la existencia del prójimo. La vi-
da no presentó visos kafkianos a Kafka hasta que Franz Kafka pergeñó parte de su
obra. A decir verdad, no consta en parte alguna que la existencia mostrara su aspecto
kafkiano con anterioridad a Kafka. Por el contrario, el mundo se volvió entera y abru-
madoramente kafkiano a partir del momento en que Gregorio Samsa se despertó con-
vertido en cucaracha.
Una vez aceptado lo anterior, es decir, la literatura, habrá que añadir que hay que ir
con mucho tiento con ese soliviantador de infiernos que es José Agustín Goytisolo me-
tamorfoseado en José Agustín Goytisolo, es decir, en poema. Jaime Gil de Biedma, en
una nota de carácter autobiográfico escrita en 1982, confesaba abiertamente que “todo
fue una equívocación: yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poe-
ma”. Bien, ¿no será ésta acaso la vocación de todo poeta? ¿De todo poeta, al menos,
cuya palabra -y por tanto identidad- se mueva en la llamada “poesía de la experiencia”,

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como es el caso de Gil de Biedma, Goytisolo y otros poetas de esta misma generación?
¿Cabe, en una concepción de la obra poética entendida “como objeto moral”, concebir
un poema que no sea su autor? En la obra de los escritores del llamado grupo poético
de los años 50, el binomio acto-poema (“acto” en el sentido sartriano) o, si se prefiere,
el conjunto vida / identidad literaria / poema, queda grandemente disimulado debido a
una vocación, prácticamente dominante en la obra de la mayor parte de los poetas del
grupo, por la ironía como elemento distanciador. Vocación casi irremediable, entre
otras cosas porque huían, como gato escaldado del agua hirviendo, de los desastres de
una cultura postromántica y burguesa cuya retórica impar enarbolaban los poetastros
que fomentaban los delirios de grandeza del oficialismo franquista. Los poetas del gru-
po de los años 50 exponen su experiencia del mundo en términos racionales, realizan
una evaluación moral de la experiencia humana sirviéndose de la ironía, con el noble
fin de no caer en el moralismo, y de “coloquialismos” que, en casos como el de Gil de
Biedma, Angel González y Goytisolo, se convierten en recursos literarios harto comple-
jos: los vocativos, imperativos y las frases hechas prestan, por una parte, una sensación
de falsa facilidad al poema, de llaneza linguistica que el lector iluso puede tomar por de-
ferente trato de tuteo (sin saber que más dura será la caída), aunque, por otra, supon-
gan una sofisticación literaria difícil de advertir.
Como se ha dicho más arriba, hay que tener mucho tiento con ese soliviantador de
infiernos que es José Agustín Goytisolo metamorfoseado de José Agustín Goytisolo;
pues sobresale, especialmente, en ese recurso poético tan brillantemente practicado
por algunos de los integrantes del grupo poético al que pertenece y que consiste en li-
diar al lector con falsos distanciamientos y amagos de confidencias. ¿Especialmente in-
genioso? ¿Astuto? ¿Taimado? José Agustín Goytisolo se singularizó en seguida como
una de las voces más personales, originales e incontaminadas de modas y estéticas pa-
sajeras de la poesía española de los últimos años, logrando alcanzar un lenguaje formal
propio, que le individualizara y adecuara su talante poético a su tiempo y al mundo que
le rodeaba. La elección de la vena satírica, tan abandonada por la poesía española, fre-
cuentada por José Agustín Goytisolo a partir de su segunda entrega poética, Salmos al
viento, no es ajena a esa singularización, aunque hay que añadir, prestamente y para
rehuir el tópico de las etiquetas críticas, que en el amplio registro poético de Goytisolo,
la sátira, la ironía y el sarcasmo son elementos al servicio de un lirismo dominante, es-
tremecedor, cuyo poderío resultaría probablemente excesivo e irrespirable de no
presentarse enmascarado bajo los distanciadores recursos citados, heredados, por otra
parte, de una más que rica y opulenta tradición clásica española. (Recordamos que, no
en vano, se iniciaba Salmos al viento con una cita de los célebres versos de Quevedo:
“Oyente, si tú me ayudas / con tu malicia y tu risa / verdades diré en camisa.”) Acerta-
damente, se preguntaba José María Castellet en el prólogo de Salmos al viento, ¿de
dónde “sacaba esa sátira su gran sugestión poética”? Y, además de mencionar la lim-
pieza formal, el acierto en la elección de métrica y ritmos, de imágenes o de adverbios,
Castellet añadía: “La sugestión poética de Salmos al viento viene, también, de su com-
prensión de la dialéctica de la vida. Me explico: pudo existir el libro como simple sátira
sin la presencia de los que hemos llamado los inocentes. Pero sin ese contraste vivo y
real entre los inocentes y los ladinos, entre los débiles y los fuertes, que hemos señala-
do más arriba, la obra hubiera quedado reducida a una espléndida y divertida crítica so-
cial. Pero la presencia de los inocentes le da profundidad, explica por qué los otros son
los fuertes, sobre qué debilidad ejercen su opresión, por qué son objetivamente culpa-
bles, aunque algunas veces, debido a su ignorancia más que a su cinismo, subjetivamen-
te no sientan serio. De este contraste, de esa confrontación, surge la originalidad de
Salmos al viento y, de ella, su fuerza poética. Es una fórmula estética de gran eficacia,
de la que mana, cuando el poeta detenta la llave de la fuente, el caudal de amargura y
ternura, de tristeza y amor, que nos hiere y deslumbra, que nos enriquece en experien-
cia, que nos llena de vida.”
Si me he permitido tan larga cita del estudio de Castellet no es sólo con intención
de rememorar para el lector la naturaleza poética del hito literario que constituyó la
aparición de Salmos al víento, sino porque conviene a la obra total de José Agustín
Goytisolo, basada en esa “comprensión de la dialéctica de la vida”, en ese contraste en-
tre inocentes y ladinos, débiles y fuertes, presentes en sus poemas, versen éstos sobre
los “celestiales” garcilascistas, “las mujeres de antes”, “esos locos furiosos, increíbles”,
la burguesía de un mundo y de una ciudad que “se hizo para ser asiento / de posaderas
recias y bursátiles”, o “los pasos del cazador”. Porque este poeta, aunque se lleve mal
con la realidad y con la vida en general, no puede evitar sentir, tras la irónica mueca

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Juan, Marta y Luis Goytisolo en su casa de Pablo Alcover, 39 (1953)

verbal, una cierta e incorregible ternura por la frágil, mísera y desprotegida condición
humana.
En el presente volumen de poemas titulado Sobre las circunstancías, que se inicia
con la reveladora cita de David Riesman: “la multitud solitaria depende de las circuns-
tancias”, la naturaleza soliviantadora de la palabra poética de José Agustín Goytisolo se
revela (y se rebela) con toda su fuerza al abordar diversos asuntos (la prepotencia de los
poderosos y la de los pseudoartistas, la estulticia de los ejecutivos del espíritu -el esplén-
dido poema dedicado a la pedagogía-, la grandeza de ciertos “raros”, como los poetas
de “Así son” y los entrañables personajes de “Esos locos furiosos increíbles”, el feroz
efecto aniquilador y anonadante de lo cotidiano ... ) con distintas formas literarias que
van desde el epigrama, tan olvidado por la poesía moderna, hasta el puro lirismo
(“Donde tú no estuvieras”), pasando por los poemas narrativos de hechos cotidianos
(“A Hans Magnus le roban la maleta”), con los que este autor, ha conseguido piezas
memorables. Indagando, incansable, en la condición humana mediante ejemplos pro-
porcionados por la historia, la vida y la literatura -“que, aunque separadas, se vuelven a
confundir siempre en mi sensibilidad”, ha escrito el mismo poeta-, la obra global de
José Agustín Goytisolo podría quedar simbolizada por el título de uno de sus libros, el
espléndido Los pasos del cazador, donde el lector podía seguir no sólo los pasos del
cazador durante la temporada cinegética, sino los que conducían a una caza de otra ín-
dole: una caza poética, literaria, que conducían los pasos del escritor a la búsqueda y
rescate de los elementos que componen el material con el que trabaja, es decir, el len-
guaje. En aquel libro luminoso lograba casar Goytisolo acentos arrancados del roman-
cero o del cancionero tradicional con la mejor poesía contemporánea.
Gran conocedor de la poesía clásica castellana, agitador nato de los tiempos que le
ha tocado vivir, José Agustín Goytisolo otea el horizonte, apunta hacia las presas que
desde el pasado sobrevuelan su sempiterno y esencial valor y sobre, ¡ay!, las aves nue-
vas, las tiernas aves del presente. Luego, dispara. Para sobresaltarnos, claro.

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