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Los gajes del Oficio

Garcia Flores Melanie

En León la diferencia entre ser cartero o judicial está a sólo un salario mínimo, ambos portan
uniformes, silbato y sobre todo malas noticias. Isidro era el mensajero de todos los males en
Santa Cruz, una provincia casi desierta en Guanajuato. El pueblo se había vuelto árido en el
noventa y nueve, después de una plaga. Cada vez había menos cosechas: sin tierras con que
trabajar los habitantes comenzaron a emigrar.

-No olvides escribirme -decían las señoras a sus hijos.

Al principio mandaban de una a dos cartas al mes, pero después del quinto era inusual ver entrar
por lo menos una. Las últimas fueron de Rosita, la hija del alcalde, quien antes de morir la
mandó al Distrito Federal en busca de mejor vida. La muchacha no sólo dejó al viejo en León, si
no también a Oscar, su enamorado desde chiquilla.

Oscar era un joven de veinte años: guapo, alto y de tes morena: fortachón e impaciente cuando
algo le incomodaba: la situación con Rosita no era la excepción. Desde la muerte del anciano,
hace un par de años, no recibía correspondencia.

Durante mucho tiempo se juraron amor. Solían pasear por el pueblo, imaginando qué harían
cuando sean mayores, cuántos hijos tendrían, si seguirían en León, pero todo cambió desde que
Rosa se fue.

En en D.F. las cosas eran distintas. Rosita trabajaba como mesera en un bar del centro, el más
conocido de todos. Las muchachas que llevaban los tragos vestían faldas que apenas y cubrían
sus nalgas, y camisas desabotonadas hasta debajo del bra. Los hombres miraban saboreándose a
las chicas mientras limpiaban el exceso de cerveza en su boca, uno que otro las nalgueaba y
pagaba por otros servicios. Rosita aún no llegaba a eso.

-Ésperate a que llegue el bueno -le aconsejaban sus compañeras- sí vas a perderla así, mejor que
paguen bien por eso. Sólo no pienses en nada cuando pase, cierra los ojos y acuerdate de
alguien a quien hayas querido antes.

Mientras Rosa esperaba con angustia el momento, Oscar caminaba de un lado a otro. Era jueves
y no llegaba la correspondencia.

-No sé por qué la esperas, hijo. Sabes que no llegará. Ya son dos años desde que dejó de
escribirte. A lo mejor y hasta ya se casó y tú esperando aquí como burro. -decía su madre.

-No te metas en esto ma. Quizá se perdieron las cartas, o tal vez las tiene Isidro y no me las
quiere dar.

-¿Y para qué las va a querer él? No seas necio te digo.


-Juan me dijo que se quedó con las suyas durante un mes. Seguro no quiere dármelas.

-Pero fue cuando enfermó. Ahorita ya te las hubiera dado, además fue un mes no dos años. Ya
no molestes al viejo, ya te dijo que no las tiene. No le vayas a pegar.

Esa mañana Isidro recogió algunos sobres en el correo, ayudas del gobierno que repartía a todas
las casas, sin embargo, ninguna carta. El cartero era un hombre solo, bajito y siempre andaba
enfermo. Nunca se cuido el asma.

Después de haber tomado un café, tomó su bici y comenzó a repartir los sobres. Las llantas del
vehículo alzaban el polvo, y lo hacían toser aún más. Desde lejos se anunciaba su llegada, las
personas salían a recibirlo. Oscar esperaba a Isidro con un puñal en la mano.

El anciano se había parado unos minutos a fumar, mientras pensaba en la muerte de su oficio.
Las cartas habían sido olvidadas y remplazadas por dinero en sobres. En su juventud se escribió
las mejores, todas con María, después ella murió. Desde entonces quedó solo y olvido cómo
escribir.

En el bar un hombre gordo le pedía a Rosita más que tragos. En Santa Cruz Isidro había
terminado de fumar, subió a su bici, dio la señal de su llegada y se acercaba a Oscar. El muchacho
lo recibió con una sonrisa.

-¿Trajiste cartas, viejo?

-Ya te dije que no ha llegado nada. Traje el dinero de tu mamá, no me vayas a pegar que si no lo
voy ocupar para las curaciones. -Pedía con miedo el anciano.

-Entonces dame mis cartas. No quieras ponerme tu misma suerte, si a ti María ya no te escribió
no es culpa mía. No seas cabrón y dámelas.

-Te digo que no tengo nada, mano. Ya déjame en paz.

Oscar no le creyó. De un jalón le quitó el morral y dejó caer todos los sobres. Intentaba abrir uno
a uno, e Isidro, en vano, trataba de quitárselos, todos eran del gobierno. El muchacho jalonaba al
cartero insistiendo en que le devuelva sus cartas. Lo tiró al suelo, lo golpeó a puño cerrado y en
el bolsillo derecho del pantalón del viejo alcanzó a ver tres sobres amarillentos, quiso
quitárselos, pero el cartero se negó, Oscar sacó su puñal y comenzó a herir al anciano, lo había
asesinado. En medio de un charco de sangre, tomó las cartas, las leyó: y decidió entregarse: Eran
las cartas de María.

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