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Años de cátedra en Pisa

y Padua.
El prestigio de un profesor
universitario

Europa, siglo XVI

pa asistió al surgimiento de nuevas formas de organización política, de ca-


Durante
rácter el último manifestadas
nacional, tercio del siglo
porXV y la primera mitad
el afianzamiento del siglo
del poder XVI, Euro-
monárquico en
Francia, Inglaterra, España y las posesiones de la dinastía Habsburgo, de origen
germánico, gobernadas por la Casa de Austria. Tras la caída de Constantinopla, el
imperio otomano dominaba Europa oriental; el inmenso reino de Polonia era una po-
tencia feudal, y Rusia, heredera de la cultura bizantina, surgía como un estado mo-
derno bajo el poder de los zares. Al norte, los reinos de Suecia y de Dinamarca con-
trolaban el Báltico. Italia, dividida en pequeños estados, era apenas una denomina-
ción geográfica, pero las repúblicas de Venecia y de Génova eran potencias maríti-
mas que comerciaban con Oriente y transportaban por el Mediterráneo productos
textiles y alimenticios. Los viajes de exploración habían doblado la extensión del
mundo conocido; cuarenta años después del descubrimiento de América por los es-
pañoles, se creaban los grandes imperios iberoamericanos. Las primeras expresio-
nes del capitalismo manufacturero, el mercantilismo, el desarrollo de nuevas técni-
cas destinadas a la producción y la integración de América, África ecuatorial y el
Extremo Oriente con la zona atlántica ponían de manifiesto la superioridad geopolí-
tica y económica de Europa, que surgía a la modernidad como centro del mundo.
El humanismo y el Renacimiento fueron manifestaciones complementarias, en lo cul-
tural, de la ascensión del poderío europeo.
En 1519 fue coronado Carlos V, emperador de un imperio Habsburgo en el cual
"no se ponía el sol". La extensión territorial de los dominios imperiales lo conver-
tían en el monarca más poderoso de Europa: a las posesiones españolas que ya go-
bernaba con el nombre de Carlos 1 (y que incluían las de ultramar y las obtenidas
en Italia, como el Milanesado y el reino de Nápoles), se agregaba la sucesión del
Sacro Imperio Romano Germánico, los Países Bajos y el Franco Condado, amén de
territorios del norte africano. Mas gobernar tamaño imperio, verdadero rompecabe-
zas geopolítico y cultural, sin lengua ni intereses comunes, no habría de ser senci-
llo; configuraba, más bien, una proeza. Pese a las riquezas que afluían de América,
Carlos V heredaba una pesada deuda contraída con los banqueros Fugger, que ha-
bían apoyado su elección, y que crecía continuamente. Las rivalidades nacionalistas
de los sectores que integraban sus dominios se manifestaban una y otra vez, dando
lugar a interminables conflictos regionales, a la vez que los turcos musulmanes de
Solimán el Magnífico, bajo cuyo sultanato el imperio otomano había alcanzado su
mayor poderío, amenazaban por el este. En el Mediterráneo, los buques cristianos

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eran constantemente saqueados por piratas del Islam cuya base de operaciones se
hallaba en el norte de Africa, en particular en Argel. Criado en Flandes, Carlos V
designó funcionarios de ese origen en cargos de alta responsabilidad, lo cual des-
pertó la indignación y rebeldía de los españoles, temerosos de quedar subordinados
a los Habsburgos alemanes. Durante su reinado aconteció la Reforma y se inició el
Concilio de Trento, lo cual agravó la intransigencia de católicos y protestantes. En
un principio, y según los deseos de Erasmo, Carlos V había intentado sin éxito fo-
mentar el diálogo entre ambos bandos religiosos, mas luego acabó combatiendo a
los protestantes (en particular en los Países Bajos). Sus esfuerzos para asegurar la
paz interior en sus dominios y convertirlos en bastión de la cristiandad en materia
religiosa y política, al modo de un nuevo Imperio Romano, resultaron un rotundo
fracaso. Al fin, agobiado, dispuso la división del Imperio y abdicó: los nacionalismos
habían triunfado. En 1556, su hijo Felipe, con el nombre de Felipe n, se hizo cargo
del sector español, que incluía a Nápoles, Sicilia, Cerdeña y los Países Bajos. Su
hermano Fernando, quien ya ejercía el poder en nombre del emperador, heredó en
1558 el sector germano, con sede en Viena. Ese mismo año, Carlos V murió en un
monasterio. Desde entonces hubo dos imperios bajo el poder de los Habsburgo: el
de España y el de Viena. Ambos permanecieron aliados, mas fue España, durante el
reinado de Felipe n y hasta fines del siglo XVI, la que se consolidó como la mayor
potencia europea.

~ Imperio Habsburgo
RUSIA

OCÉANO
ATLÁNTICO

El imperio Habsburgo de Carlos V. Al sector europeo es necesario agregar las posesiones españo-
las de ultramar. Adviértase la crítica situación geopolítica de Francia y la presencia, siempre ame-
nazante, del imperio otomano. Las regiones indicadas en negro eran territorios de la República de
Venecia. En 1556, Felipe 11se hizo cargo del sector español del imperio, que incluía a Nápoles, Si-
cilia, Cerdeña y los Países Bajos, y poco después Fernando de Habsburgo hizo lo propio con el sec-
tor restante, con sede en Viena. A partir de entonces hubo dos imperios bajo el poder de los Habs-
burgo: el de España y el de Viena.

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EUROPA, SIGLO XVI

Con el arribo de Carlos V al trono, el poder de los Habsburgo amenazaba la in-


tegridad de Francia, como se puede advertir en el mapa adjunto. Para colmo de ma-
les, el rey inglés Enrique VIII estaba casado con una española, Catalina de Aragón,
lo cual presuponía la posibilidad de una alianza entre Inglaterra y el Imperio. La res-
ponsabilidad de impedir la penetración de los Habsburgo en Francia corrió por
cuenta del rey Francisco I (protector de Leonardo da Vinci) y su sucesor Enrique
II, quienes gobernaron entre 1515 y 1559, fecha esta última en la cual Carlos V ha-
bía ya abdicado y muerto. La estrategia adoptada por Francisco I consolidó la mo-
narquía absoluta en Francia: se trataba de fortalecer el poder interior y a la vez que-
brar el poderío Habsburgo invadiendo territorios fronterizos, como los de Italia del
Norte, y aun el reino de Nápoles, por medio de oportunas alianzas, según el mo-
mento, con gobernantes escandinavos, príncipes alemanes protestantes, los turcos de
Solimán el Magnífico y el papa Clemente VII. Aunque Francisco I no logró extender
las fronteras de Francia, su política impidió al menos que los Habsburgo quebrasen
la integridad de su territorio. Su sucesor, Enrique 11, procedió de modo similar.
Durante el reinado del muy católico Felipe II, en la segunda mitad del siglo XVI,
la Contrarreforma tuvo en España una de sus expresiones más intransigentes. Fue-
ron perseguidos por igual católicos disidentes y protestantes; los judíos y musulma-
nes conveliidos al catolicismo (morisco s) de quienes se sospechaba que aún profe-
saban sus antiguos credos, corrieron igual suerte. La Inquisición empleó allí los pro-
cedimientos más aberrantes, aunque, como hemos señalado, ya eran habituales des-
de fines del siglo XV, época de los Reyes Católicos y del infame Torquemada. A di-
ferencia de Carlos V, su hijo subordinó la política a la religión y los intereses euro-
peos a los de España. Si bien Felipe II logró la anexión de Portugal, no consiguió
doblegar la insurrección en los Países Bajos, salvajemente reprimida con el auxilio
de la Inquisición, situación que se prolongó luego de su muerte y habría de culmi-
nar con la formación de un sector católico, incorporado a España (la actual Bélgica)
y de la protestante "República de las siete Provincias Unidas" (la actual Holanda),
con capital en La Haya, cuya independencia fue reconocida por Francia e Inglaterra
en 1596. Con el apoyo de estas potencias, los holandeses prosiguieron su lucha con-
tra España, que de hecho admitió la condición de estado independiente de la Repú-
blica en 1609 y formalmente sólo en 1648. El nuevo y próspero país europeo se con-
vertiría en el siglo XVII en un importante centro comercial, marítimo y cultural, con
proyecciones colonialistas.
En 1555, Felipe había contraído matrimonio con la princesa inglesa María Tudor
(pues su padre pretendía así atraer a Inglaterra al catolicismo), lo cual parecía prea-
nunciar una nueva amenaza para Francia; el rey Enrique II reaccionó declarando la
guerra a España con el apoyo del papa Paulo IV y los turcos, mas finalmente se fir-
mó la paz de Chateau-Cambrésis (1559), que obligó a los franceses a abandonar to-
da pretensión sobre Italia. Presa tentadora para sus poderosos vecinos franceses y
españoles por su riqueza económica y cultural, amén de su posición estratégica, Ita-
lia había sido hasta entonces escenario de sangrientas guerras. Desde 1434 los Me-
dici gobernaban la República de Florencia en nombre de las familias más poderosas
de la ciudad, pero al convertirse en el Gran Ducado de Toscana, en 1569, la región
ya estaba sometida al control de España. La paz de Chateau-Cambrésis aseguró la
dominación española en el Milanesado, en Saboya, en el Piamonte y en el sur italia-
no (Nápoles, Sicilia y Cerdeña), gobernado por un virrey. Los estados pontificio s

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(que al norte se extendían hasta Bolonia) continuaban bajo la férrea autOlidad de la
Iglesia romana, que se aprestaba a lanzar la Contrarreforma. Sólo la República de
Venecia, potencia mediterránea comercial y naval en perpetua rivalidad con la de
Génova, conservaba vestigios de un régimen republicano. Era gobernada por un Dux
(caudillo), elegido y controlado por un Senado o Gran Consejo representativo de
una oligarquía constituida por unas quinientas familias. Al finalizar las guerras de
Italia, gran parte de la península se hallaba por tanto bajo un doble influjo: la Espa-
ña de Felipe 11 en lo político y la de la contrarreformista Roma en lo religioso. En
esas condiciones, se inició un período de relativa paz en la región.
Subsistía mientras tanto el peligro turco. Una oportuna alianza de Felipe 11 con
el papa Pío V y la República de Venecia, la Liga Santa, permitió obtener a la cris-
tiandad una resonante victoria sobre los turcos en la batalla naval de Lepanto
(1571), episodio que señala el inicio de la lenta declinación del imperio otomana. El
éxito alentó la esperanza de hacer retroceder a los turcos hacia el este y expulsar a
los piratas musulmanes que asolaban el Mediterráneo, pero los pragmáticos venecia-
nos abandonaron la Liga y acordaron unilateralmente la paz y un tratado comercial
con el sultán Selim 11. Luego se agravaron los conflictos de España con Inglaterra,
gobernada por la enérgica Isabel 1, en plena expansión económica y con iguales pre-
tensiones hegemónicas que las españolas. Las frecuentes incursiones de aventureros
ingleses (como Francis Drake) en las rutas comerciales españolas y portuguesas,
con el apoyo de la Corona, dieron lugar a una creciente rivalidad entre ambas na-
ciones, agudizada por el apoyo inglés a los insurgentes de los Países Bajos. Final-
mente, Felipe 11 trató de invadir Inglaterra con resultados desastrosos: su célebre
"Armada Invencible" fue demolida en 1588. Con su muerte, diez años más tarde, co-
menzó la declinación de España en el escenarió político europeo y la expansión co-
mercial y marítima de Inglaterra. Mas el "Siglo de Oro" habtÍa de dar todavía a luz
la obras mayores de Cervantes, Lope, Góngora y Quevedo.
Mientras reinaban Felipe 11 e Isabel I. en Francia se sucedían sangrientas gue-
rras religiosas (1559-1598), interrumpidas por breves treguas. A comienzos del con-
flicto, un quinto de la población francesa adhería al calvinismo, sector que contaba
con el apoyo material de Inglaterra y los alemanes protestantes. Los católicos, por
su parte, recibieron el auxilio de España. Los intentos de conciliación entre ambos
bandos por parte de una débil monarquía fracasaron: en 1562 el fanatismo religioso
inundaba toda Francia. Diez años más tarde aconteció la trágica "matanza de San
Bartolomé", en la que fueron asesinados miles de protestantes (hugonotes) y que
dio lugar a la creación de una Unión calvinista, que se declaró independiente del
rey. La unidad política de Francia estaba en peligro; el país, sumido en la anarquía.
La resolución del conflicto y la pacificación sólo llegó a fines del siglo con el reina-
do de Enrique IV, protestante convertido al catolicismo y primer monarca de la di-
nastía borbónica, quien estableció las bases para el fortalecimiento político, económi-
co y cultural de Francia en el siglo XVII. A contramano de la época y para disgus-
to de la Iglesia de Roma, en plena cruzada contrarreformista, el Edicto de Nantes
(1598) reconoció los derechos civiles y políticos de los protestantes en un país ofi-
cialmente católico. El gobierno de Enrique IV, con la colaboración de su hábil mi-
nistro de finanzas, Sully, devolvió la paz y la prosperidad a Francia, a la vez que
consolidó el poder de una monarquía centralizada que habría de evolucionar luego
hacia el absolutismo. Al iniciarse el siglo XVII, la hegemonía que habían ejercido los

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Habsburgo en Europa llegaba a su fin, en d~trimento del irresistible ascenso de In-
glaterra y Francia.
Esta fugaz travesía por la historia política europea, de la que da cuenta el cua-
dro adjunto, es atingente a la hora de considerar el contexto en el cual vivió y de-
sarrolló su obra Galileo. Nunca abandonó Italia. Su vida transcurrió en el ámbito de
dos estados italianos, la independiente y liberal República de Venecia y el Gran Du-
cado de Toscana, sometido éste a los intereses de España, pero los episodios más
agitados de su actuación pública acontecieron en Roma, corazón de la Contrarrefor-
ma. Su conflicto con la Iglesia, y en particular el proceso al que fuera sometido en
1633 por la Inquisición romana, no está desvinculado de episodios que afectaban a
una pieza más del rompecabezas geopolítico europeo: el papado. Todo lo cual que-
dará en evidencia más adelante.

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El argumento de la torre invoca el movimiento vertical de la piedra con respecto a
la Tierra y a la vez el movimiento de la Tierra con respecto al Sol. Se han "mezcla-
do" sistemas de referencia: tal es el malentendido. Cuando se describe el fenómeno
con respecto al Sol, vemos moverse solidariamente a la torre y la Tierra, pero tam-
bién que la piedra no cae hacia el centro de ella (como afirmaba Aristóteles) sino
que describe una parábola y acompaña horizontalmente a la torre hasta golpear el
piso al pie de la misma. Esta conclusión resulta de adoptar una nueva teoría del
movimiento, fundada en la existencia de movimientos inerciales, en lugar de la aris-
totélica. El Sol podrá moverse con respecto a una Tierra quieta en el centro del uni-
verso, o bien ocurrir a la inversa, pero no será con objeciones de este género que
podremos decidirlo.
No sabemos si en 1609 Galileo se hallaba en condiciones de presentar conside-
raciones como las anteriores, puesto que no publicó por entonces nada al respecto;
insistimos en que nuestra exposición es una reconstrucción de los argumentos que
emplearía en sus libros de madurez y que analizaremos más adelante. Los historia-
dores, por el contrario, han tenido que vérselas con manuscritos incompletos y de-
sordenados. En los trabajos recientes de Stillman Drake y en particular en su men-
cionado libro Calileo at Work, el autor describe cuán ardua es esta tarea a propósi-
to de su análisis de los manuscritos inéditos que se hallan en la Biblioteca Nacional
de Florencia: fechas inciertas, intervención de copistas, superposición en una misma
hoja de anotaciones con distintas grafías y realizadas en diferentes épocas, necesi-
dad de recurrir al análisis de tintas y papeles, etc. Pero podemos asegurar, al me-
nos, que Galileo se hallaba hacia 1609 en camino de formular una nueva mecánica
inercial, compatible con el movimiento de la Tierra. Su adhesión al heliocentrismo
había sido expresada ya públicamente y es necesario, para completar esta breve sín-
tesis de su pensamiento durante su período paduano, que nos ocupemos de ello.

Copernicanismo
El primer documento en el que Galileo expresa sus simpatías por el heliocentris-
mo copernicano data de mayo de 1597; se trata de una carta crítica dirigida a cier-
to colega de la Universidad de Pisa, Jacopo Mazzoni, quien afirmaba erróneamente
que el heliocentrismo era incompatible con el aumento del panorama estelar que
acontece cuando se asciende a una montaña. Poco después llegó a sus manos el
ejemplar del Mysterium cosmograPhicum de Kepler, en cuyo prefacio el autor decla-
ra entusiastamente su adhesión a la tesis de Copérnico. En realidad, Kepler había
pedido a un amigo que distribuyera su libro entre "matemáticos italianos" en gene-
ral, pero Galileo respondió de inmediato como si se tratara de un obsequio muy per-
sonal. Luego de agradecerle el envío como prueba de una futura amistad entre am-
bos y asegurarle que, si bien hasta el momento sólo había leído el prefacio, leería
el libro a la brevedad, agrega que

hace muchos años ya adopté la doctrina de Copérnico, y su punto de vista me permi-


te explicar muchos fenómenos de la naturaleza que, por cierto, quedan sin exPlicación
atendiendo a las hiPótesis más corrientes. Yo he escrito muchos argumentos en apoyo
de Copérnico, y he refutado el punto de vista opuesto, escritos éstos que, sin embargo,

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no me atreví hasta ahora a que viesen la luz pÚblica, temeroso de la suerte que co-
rrió el propio CopéYllico, nuestro maestro, quien, aunque adquirió fama inmortal, es
para una multitud infinita de otros (que tan grande es el nÚmero de necios) objeto
de burla y escarnio.

Kepler respondió a esta carta muy complacido, alegando la doble alegría de ini-
ciar amistad con un italiano y de que ambos coincidieran en una profesión de fe co-
pernicana. Confiaba en que Galileo leería su libro y le haría conocer su opinión
("prefiero la crítica más acerba de un solo hombre ilustre al aplauso aturdido del
vulgo") y luego de aclarar que "nuestros verdaderos maestros son Platón y Pitágo-
ras", instaba a Galileo a dar a conocer públicamente sus argumentos en favor de Co-
pérnico, pues

sería preferible que nos ayudásemos y que, con nuestros comunes esfuerzos, empujára-
mos hacia su meta este carruaje que ya está en movimiento. TÚ podrías ayudar a tus
colegas dándoles la tranquilidad de tu acuerdo y la protección de tu autoridad. Por-
ql~e no solo tus italianos se niegan a creer que están en movimiento porque no lo sien-
ten; tampoco aquí, en Alemania, se hace uno popular sustentando tales opiniones. Pe-
ro existen argumentos que nos protegen de estas dificultades. ¡Ten fe, Galilei, y sigue
adelante!

Luego de invitarlo cortésmente a residir en Alemania si así lo deseara, Kepler ro-


gaba a Galileo que le informara, al menos privadamente, acerca de los argumentos
procopernicanos de los que afirmaba disponer. Pero Galileo nunca respondió y la co-
rrespondencia entre ambos se interrumpió hasta 1610. Para narrar la historia subsi-
guiente de estos ilustres y complementarios contemporáneos, ciertos historiadores,
con virulencia digna de mejor causa, han dado batalla en favor de Kepler o de Ga-
lileo, según sus preferencias personales. Los primeros, como el escritor Arthur
Koestler, atribuyen el silencio del profesor de Padua a su soberbia y a un orgullo
herído por la velada insinuación de cobardía que se advertiría en la carta de Kepler.
El partido progalileano, en cambio, pone el énfasis en que Galileo en realidad no
disponía de argumentos realmente convincentes en favor de Copérnico y, sin ellos,
se exponía a hacer el ridículo ante el público y ante el propio Kepler. Pero hay otra
razón que explicaría su actitud. Kepler no conocía en absoluto la "ideología" galilea-
na, alejada por igual del aristotelismo y del esoterismo neoplatonista, y la referencia
del astrónomo alemán a una presunta tutoría intelectual común de Platón y Pitágo-
ras debió parecerle a Galileo un despropósito. El Mysterium cosmographicum es un
libro fascinante no por lo que afirma sobre el universo sino por lo que afirma sobre
Kepler. Su carácter místico, su recurso a la numerología y su lenguaje incomprensi-
ble para quien no fuese un iniciado neo platónico debieron provocar en Galileo una
gran decepción, y de allí su silencio. No existe documentación adicional que resuel-
va la cuestión sobre bases más objetivas.
Estas declaraciones privadas, sin embargo, no nos dicen nada acerca de por qué
Galileo adhirió al copernicanismo. A lo sumo puede arriesgarse una hipótesis histó-
rica, que Stillman Drake ha explotado al máximo. Interesado por el problema de las
mareas, asunto de la mayor relevancia para el gobierno veneciano, no habría halla-
do otra forma de explicarlas como no fuera admitiendo el doble movimiento de la

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Tierra. Esto lo habría llevado a considerar seriamente la doctrina de Copérnico y
sus implicancias mecánicas, orientando sus estudios en el sentido señalado anterior-
mente, esto es, tratando de crear una mecánica inercial compatible con el movimien-
to terrestre. Un bosquejo de la teoría de las mareas fue enviado por Galileo a su
amigo Sarpi en 1595, dos años antes de que enviara la carta a Kepler. No se le co-
nocen otras manifestaciones privadas o públicas acerca de su copernicanismo hasta
1604. En esa fecha apareció en el cielo una nova y Galileo dictó a propósito de ella
tres conferencias públicas en las que afirmaba la pertinencia del estudio de la posi-
ción del nuevo astro a propósito de la cuestión cosmológica: la nova se hallaba en
la región supralunar. Pese a admitir explícitamente que suscribía las opiniones de
Copérnico, decidió por esta vez no participar abiertamente en una serie de polémi-
cas que despertaron sus conferencias en el ámbito académico, a la espera de dispo-
ner de mayores evidencias. No dejó, sin embargo, de responder bajo seudónimo a.
una crítica de su amigo Cremonini, quien, en un opúsculo que atribuía a otra perso-
na, afirmaba que los procedimientos de medición válidos en la región sublunar no
lo eran en el caso de aquellos astros donde reina el éter. Galileo replicó con un cu-
rioso diálogo entre dos campesinos, escrito en dialecto paduano, en el que uno de
ellos ~ostiene que en tales casos no hay que seguir las instrucciones de los filóso-
fos sino las de los matemáticos, habituados a medir, y a quienes les tiene sin cuida-
.: do si aquello que miden está hecho de éter o polenta (un horrible potaje de la
. época). Ambos contendores, Cremonini y Galileo, comprendían que la cosmología
aristotélica no podía presentar grietas aisladas sin riesgo para el edificio entero, pe-
ro sólo el primero se sentía en la obligación de protegerlo. Por lo demás, Galileo
respondió a sus adherente s y a sus críticos de manera típicamente galileana, asegu-
rándoles que pronto escribiría un completísimo libro sobre el tema.

El año dél milagro


En el verano boreal de 1609, Galileo tenía cuarenta y cinco años, se hallaba re-
dactando un tratado sobre el movimiento que, esta vez sí, pensaba dar a la impren-
ta, y a la vez diseñaba una estrategia para abandonar la Universidad de Padua y aco-
gerse a los favores florentinos del Gran Duque. Pero intervino la fortuna y un epi-
sodio incidental cambiaría la orientación de sus estudios y la de su propia conducta
pública en el transcurso de los siguientes veinticinco años. En julio se hallaba en
Venecia. Preguntó a Sarpi sobre ciertos rumores que circulaban por la ciudad acer-
ca de un curioso instrumento, presuntamente inventado en Holanda, que permitía
observar ampliados los objetos lejanos. Sarpi los confirmó. De regreso a Padua, su-
po que un extranjero se había entrevistado con miembros del gobierno veneciano y
había ofrecido, a precio elevado, el artilugio en cuestión: un tubo de metal con dos
lentes en sus extremos. Galileo supuso que una de ellas era convexa y la otra cón-
cava. Se instaló en su taller, comenzó a trabajar y a mediados de agosto disponía de
un telescopio equivalente a nuestros actuales binoculares. Sarpi, a sabiendas de que
Galileo se hallaba en camino de construir por cuenta propia el instrumento, reco-
mendó al gobierno veneciano que rechazara la propuesta del desconocido. El 21 de
agosto de 1609 Galileo presentó su telescopio ante el Senado de la República, cuyos
miembros pudieron comprobar personalmente la eficacia del instrumento desde lo

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alto del campanile de San Marcos. Tres días después, Galileo lo obsequió al Dux de
Venecia, Leonardo Donato: con él, le aseguró en una carta adjunta, las naves de
guerra venecianas podrían avistar las flotas enemigas mucho antes que el observa-
dor más entrenado. Complacido, el gobierno premió la donación con un contrato vi-
talicio y la duplicación de su sueldo. Poco después, en noviembre, Galileo ya había
logrado construir un telescopio de unos quince aumentos y lo enfocó a los cielos.
Lo que allí observó, un nuevo mundo, cambiaría radicalmente su propia historia y a
la vez la historia de la ciencia.
Pero no fueron éstas las únicas novedades que trajo el sorprendente año 1609.
En Heidelberg, Alemania, Kepler publicaba su segundo libro, la Astranamia nava. La
redacción del texto había finalizado cuatro años antes, pero una serie de conflictos
con los herederos de Tico Brahe, a cuya muerte Kepler le sucediera como matemá-
tico imperial en Praga, demoraron la publicación del manuscrito. Un cuñado y ex
ayudante de Tico se encargó de redactar el prólogo, en el cual recuerda que "todo
el material (me refiero a las observaciones) fue reunido por Brahe". No faltaba a la
verdad, pero eludía referirse a lo sustancial, el contenido del libro. Pues en realidad
Kepler había llegado mucho más lejos que Brahe: había resuelto el R los
planetas. 'i' «5:.. 40,-:

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Dzscuten GALILEO CON lA CIENCIA MEDIEVAL
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Hacia fines que


medioevo del siglo XIX predominaba
justificara la convicción
una investigación de de
en materia quehis \f~;.. , ,~
cia. Las catedrales, las epopeyas, la escolástica, poco tendrían que ver ~a. Eli-
minado abruptamente el yugo del oscurantismo clerical y el monopolio filosófico de
Aristóteles por los nuevos héroes de la ciencia, Copérnico, Kepler, Galileo, Descar-
tes, Newton, la revolución científica era concebida como una manifestación tardía y
original del Renacimiento que poco debía al pensamiento de épocas anteriores. Un
vacío de siglos separaba a Ptolomeo de Copérnico, a Aristóteles de Galileo. Luego
sobrevinieron estudios históricos que habrían de modificar este ingenuo panorama.
Sin duda es posible hablar de "oscuridad" en la Europa mediterránea en los siglos
que siguieron a la caída del Imperio Romano de Occidente, pero luego del siglo X
la Edad Media mostró, en particular como consecuencia de la recuperación del fon-
do documental grecolatino y el inicio simultáneo de una gran revolución en cuanto
a medios de producción, una gran fecundidad científica, filosófica, técnica y artística.
En particular, historiadores de la ciencia dedicados al estudio del período señalaron
la importancia del pensamiento medieval para el desarrollo de la ciencia revolucio-
naria posterior, e incluso llegaron a creer, al poner en evidencia las argumentacio-
nes de Buridan, Oresme y los mertonianos del siglo XIV, que la obra de Copérnico
y Galileo no había sido otra cosa que una reelaboración creativa de una tarea lleva-
da a cabo tres siglos antes por aquellos eruditos medievales. El principal defensor
de esta tesis fue el tísico químico, filósofo e historiador de la ciencia Pierre Duhem,
a quien se debe el redescubrimiento de la ciencia medieval y cuyos trabajos más im-

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