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se había cuarteado y desmoronado por completo.

Hay en las acotaciones marginales que puso a los Opuscula del Doctor de Hipona unas frases
que merecen recogerse, porque reflejan el ferviente amor filial de Fr. Martín a San Agustín y a su
Orden. Es una incidental respuesta polémica a Jacobo Wimpfeling, de Schlettstadt. Este docto
humanista, llamado «el educador de Alemania», en su libelo De integritate, contra los frailes,
había sostenido que San Agustín, aunque ciertamente había escrito y dado a otros la regla
agustiniana, nunca había sido monje, lo cual naturalmente había irritado a todos los que se decían
sus hijos. Pues bien, Fr. Martín le responde de paso con la siguiente invectiva:
«Querría yo que ese gárrulo charlatán de Wimpfeling, zoilo de la gloria agustiniana, leyera
estos dos sermones (De vita et moribus clericorum), pero no sin ser antes amonestado, a fin de
que, reduciendo a su puesto la razón, extraviada largo tiempo por el morbo de la pertinacia y de
la envidia, pueda usar una lente o espejuelo para sus ojos de topo. Espero que se sonrojará su
frente durísima y desvergonzadísima... ¿Por qué corriges a la Iglesia de Dios? ¿Por qué mientes
con tanto impudor?»
Así hablaba Fr. Martín, como podía hacerlo cualquier hermano suyo en religión, pero con un
estilo que se irá afilando y acerando día tras día. Y tan contento se hallaba el buen fraile en su
convento observando la regla agustiniana, que, cuando uno de sus antiguos maestros en la
Universidad de Erfurt, Bartolomé Arnoldi de Usingen, empezó a frecuentar el trato con los agus-
tinos, Martín le exhortaba ardorosamente a abrazar la vida religiosa en aquella Congregación.

Angustias espirituales y lectura de la Biblia


Se diría que la vida de aquel joven profesor enteramente dedicado a los estudios teológicos se
deslizaría tranquila y apacible. Mas no era así. Sabemos por confesión del interesado que en el
interior de su alma seguían las nubes y tormentas que le habían turbado y empavorecido en
Wittenberg. No mejoró en Erfurt su estado espiritual y moral.
Todo cuanto decimos de la crisis religiosa de Lutero en su juventud, lo conocemos solamente
por testimonios y afirmaciones del mismo. Ahora bien, siempre hay que tener presente que
Lutero no sabe hablar sino hiperbólicamente, y en sus años de «reformador» tenía empeño en
justificar su nueva teología dramatizando y entenebreciendo su antigua vida de católico. Hay,
pues, que tomar cum grano satis sus repetidas aseveraciones de que la faz de Dios se le
presentaba cada día menos propicia y misericordiosa, más torva y terrorífica. Pudo contribuir a
ello, como ya hemos indicado, la idea de un Dios absolutista, de una voluntad omnipotente y casi
arbitraria, que había aprendido en Ockham, en Pedro d’Ailly, en Gabriel Biel.
Contrariamente a esos nominalistas, que estimaban más de lo justo las fuerzas naturales del
hombre para cumplir la ley divina, a Lutero le parecía esa ley un yugo insoportable, como el
decreto de un déspota. Las angustias de su conciencia se corroboraban y se hacían más agudas y
penetrantes cuando sentía en su corazón y en su carne el acicate de la concupiscencia; es decir, la
inclinación al mal propia de todos cuantos pecamos en Adán; por ejemplo, un movimiento de ira,
de odio, de libidinosidad. Ninguna figura de mujer cruzaba entonces por la imaginación de Fr.
Martín. Pero pensaba: Has cometido tal y tal pecado, y Dios odia al pecador; todas las obras
buenas y ejercicios ascéticos no te sirven para nada; entraste en religión y en el sacerdocio con
deseos de hallar la paz de la conciencia y tener a Dios propicio, mas no consigues tu ideal.
En tales pensamientos naufragaba su alma, abatida por la desesperanza.
En medio de tan caliginosa lobreguez espiritual empiezan a relampaguear en su mente los
primeros centelleos teológicos, que podrían ser una solución de su crisis. Tales relámpagos le
venían de la Biblia, en cuyo estudio se había sumergido con insuficiente preparación y con suma
autosuficiencia, despreciando la interpretación ordinaria de los doctores escolásticos cuando ésa

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