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1. La libertad de calidad
Pero al comienzo de la vida moral estamos lejos de tener esa libertad. Nuestra
voluntad está prisionera de nuestras debilidades. La experiencia nos demuestra
de este modo la necesidad de una educación en el terreno moral. La libertad
debe ser educada, formada. El arte del educador será conducir a la persona a
que comprenda que el fin de la disciplina, de la ley, de las reglas, no es burlarse
de su libertad y menos todavía aplastarla, sino más bien ayudarla a crecer hacia
una acción de calidad.
Esta libertad no se da, sino que se conquista a medida que se adquieren las
virtudes.
Esta concepción de la libertad no engendra una moral de límites sino una moral
del progreso, que reposa sobre una generosidad que va más allá de lo
estrictamente exigido por la obligación, según la espontaneidad del amor
verdadero. Nada más opuesto al legalismo.
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Ejerzo mi libertad cuando domino mis pasiones y las pongo al servicio del bien
moral. Las pasiones, lejos de ser reprimidas o suprimidas, deben ser educadas.
Se comprende así que el que se deja dominar por las pasiones se convierte
(voluntariamente) en esclavo de las pasiones, y por tanto, no es verdaderamente
libre (lo que no quiere decir que no sea responsable de esa situación o que no
puede salir de ella).
2. La libertad de indiferencia
Esta concepción de la libertad nace con Guillermo de Ockham (s. XIV), y está en
íntima relación con su concepción de la naturaleza humana como un conjunto de
tendencias egoístas. Primacía absoluta de la voluntad sobre las demás
facultades.
Definición: poder de obrar sin ninguna razón relativa al contenido del acto
realizado. Poder elegir por igual una cosa o su contraria. Soy libre si puedo hacer
lo que quiera.
El deber moral no se concibe como la perfección que debo y que puedo realizar
gracias a mi libertad, sino como algo que se opone a mi libertad, que limita mi
libertad. Por eso, ante el deber que tengo que cumplir, la actitud será reducirlo al
mínimo indispensable. La moral se convierte en una cuestión de cálculo para
determinar los límites, los mínimos obligatorios.
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Antes se consideraba que las acciones moralmente buenas (y por tanto
libres) conducen a la perfección como persona y, por tanto, a la felicidad.
Buscar la felicidad propia y ajena, y hacer el bien se identificaban.
En la nueva concepción, se entiende la felicidad como una tendencia
egoísta de nuestra naturaleza. Para que mi acción sea moral no debe estar
influida por el deseo de felicidad. Lo moral será cumplir el deber por el
deber (Kant).
Las relaciones entre la voluntad y las pasiones: antes se sostenía que las
pasiones podían ser buenas y adquirir un valor moral positivo si se educan y se
ponen al servicio del bien moral.
Desde el punto de vista de la libertad de indiferencia, las pasiones
aparecen, ante todo, como impulsos de orden inferior, físico-
biológico, que se oponen a la libertad. Por tanto, deben ser
anuladas, reprimidas. Este es el origen del rigorismo moral.
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convierte en una amenaza, precisamente porque todo vínculo o compromiso se
considera atentatorio de la libertad, pues reduce mis posibilidades de elección.
Para ser absolutamente libre no tendría que comprometerme con nada.
Por último, la libertad llega a considerarse, por parte de los que rechazan un fin
trascendente, como fin en sí misma. El fin de la persona sería ser libre, sin un
para qué. Así se explica que en esta línea se llegue a ver al hombre como un
absurdo, una pasión inútil: está condenado a ser libre para nada.