con tu gracia ha prometido». —«Concede, ¡oh Dios misericordioso!
, sostén a nuestra fragilidad, a
fin de que los que celebramos la memoria de la Virgen María, santa madre de Dios, con la ayuda de su intercesión nos levantemos de nuestras iniquidades». —«¡Oh Dios, que a nuestro beatísimo Padre Agustín le sacaste de las tinieblas de los gentiles e hiciste que, despreciando el mundo, militase solamente en tu servicio!, concede a este tu siervo, que bajo su magisterio se apresura hacia el tuyo, la constante perseverancia y la perfecta victoria final. Por Cristo nuestro Señor. Amén». Primeramente, el prior y luego los demás le dieron el beso de paz y le designaron el puesto para él señalado en el coro, exhortándole por fin a cumplir siempre con fidelidad los tres votos: castidad de alma y cuerpo, pobreza actual y de voluntad, obediencia sin murmuración ni contradicción al superior; y a no olvidar las costumbres que había aprendido en el noviciado. Pa- rece que el prior pronunció, para terminar, unas palabras que no constan en el formulario de las constituciones, pero que al novel profeso se le estereotiparon en la memoria: «Si guardas estos votos, yo te prometo la vida eterna».
Hoy alegrías, mañana maldiciones
El nuevo fraile profeso del convento de Erfurt, rodeado de numerosos hermanos que se congratulaban afectuosamente con él, se sentía rebosante de gozo y de consolación espiritual, como un hijo más del gran Padre San Agustín. Le parecía estar entre ángeles. La castidad era fácil. Las tentaciones inquietantes y angustiosas no llegaban hasta aquel paraíso. «Cuando hice la profesión —dirá en 1533—, el prior y el convento me deseaban mil felicidades». ¿Quién le iba a decir en aquellos felices momentos que, tras unos años de satisfacción y contento en la vida monástica, él mismo había de execrarla y maldecirla, sacudiendo el yugo de los votos y llegando a afirmar lo contrario de lo que había oído al prior? El compromiso ante Dios y la Iglesia de los votos monásticos —pensará luego Lutero—, lejos de asegurar la vida eterna, acarrea la condenación, porque «los votos monásticos son impíos, gentílicos, judaicos, sacrílegos, mentirosos, erróneos, demoníacos, apostáticos y fingidos»; «se fundan en la impiedad, la blasfemia, el sacrilegio»; el celibato es absolutamente imposible; «la obediencia de los cónyuges, de los hijos, de los siervos..., es mucho más santa que la obediencia monástica»; «no aconsejó Cristo la virginidad y el celibato, sino que lo disuadió»; en fin, los tres votos religiosos van contra la palabra de Dios, contra la fe, contra la libertad evangélica, contra los preceptos de Dios, contra la caridad y contra la razón natural. Todo esto y mucho más lo repetirá mil veces, por activa y por pasiva, a partir del día en que se declare enemigo del papado romano. Si el día de su profesión monacal hubiese oído Fr. Martín de labios extraños o hubiese leído en algún libro herético cosas semejantes, ¡cómo se hubiera horrorizado! Es lo que les ocurrió a muchos católicos cuando en 1521 leyeron el escrito del Reformador Sobre los votos monásticos. El duque Jorge de Sajonia le echó en cara, años adelante, el haber sido infiel y perjuro a sus votos religiosos; a lo que Lutero, ya casado, contestará en 1533 que, en efecto, había quebrantado conscientemente aquellas promesas, y de ello se ufanaba como título de gloria. Estimaba mucho más el apelativo de «perjuro y apóstata» que el de «monje observante»; prefería ser degollado por un verdugo o dejar que el fuego pulverizase su cuerpo antes que ser tenido por «monje fiel» a sus votos, los cuales no son sino falsía y negación de la sangre redentora de Cristo. Es verdad — agregaba— que «yo fui un monje piadoso y observé la regla tan rigurosamente como el que más»; «esto lo podrán testificar todos los compañeros que me conocieron en el convento». «El monasterio es un infierno, en el que el abad y prior es el demonio; los monjes y monjas son las