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Ordenaban las constituciones que, si alguien deseaba entrar en la Congregación agustiniana,

no debía ser inmediatamente recibido, sino que antes era preciso «probar su espíritu, si era de
Dios o no». Esto es lo que se hizo aquellos días de postulantado. Si el candidato perseveraba en
su propósito y se demostraba idóneo, podía ser aceptado, no sin que antes hiciese una confesión
general de sus pecados con el P. Prior «a fin de que éste conozca el semblante de quien ha de
asociarse a sus ovejas».

«Induat te Dominus novum hominem»


En fecha que no podemos precisar —quizá en septiembre—, Martín Lutero se dispuso a la
toma de hábito o receptio. Las constituciones de Staupitz, publicadas un año antes, describen el
ceremonial con todo detalle. Vamos a seguirlas paso a paso.
Reunidos todos los frailes a la hora que les pareció más oportuna, condujeron al candidato,
bien instruido sobre las palabras que debía pronunciar, hasta la iglesia o la sala capitular. En
medio del altar estaba sentado el prior, Fr. Wienand de Diedenhofen, ante el cual se prosternó
Martín. Le interrogó el prior: «¿Qué es lo que demandas?» (Quid petis?) Respondió: «La miseri-
cordia de Dios y la vuestra» (Misericordiam Dei et vestram).
Entonces el prior le mandó alzarse, y empezó las preguntas de rúbrica acerca de posibles
impedimentos canónicos: «si por ventura estaba casado, si era siervo, si tenía deudas por pagar, si
adolecía de alguna enfermedad oculta». Y, cuando vio que nada obstaba a la recepción del
novicio, pronunció unas graves palabras, «exponiendo la aspereza de la Orden, a saber, la
abdicación de la propia voluntad, la vil calidad de los alimentos (vilitatem ciborum), la basteza de
los vestidos, las vigilias nocturnas, los trabajos diurnos, la maceración de la carne, el oprobio de
la pobreza, el rubor de la mendicidad, la fatiga del ayuno, el tedio del claustro y cosas semejantes.
Repuso Martín que todo lo soportaría «con la ayuda de Dios y en cuanto la fragilidad humana lo
permitiese».
«Te recibimos —dijo el prior— para el año de probación, según es costumbre... Que el Señor
perfeccione en ti la obra buena que ha comenzado». Toda la comunidad respondió: «Amén». El
cantor entonó el himno Magne Pater Augustine. Y mientras los frailes invocaban a su Gran
Padre Agustín, el candidato ofreció sus cabellos a la tijera, recibiendo la tonsura monacal, y se
despojó del vestido secular. Mientras le imponían la túnica blanca con el escapulario y encima la
cogulla o capa negra, recitaba el prior: «Que el Señor te revista del hombre nuevo, creado según
Dios en verdadera santidad y justicia. Amén».
Las vestes de los novicios eran iguales a las de los profesos.
Arrodillado Martín y erguido el prior, rezó éste algunos versículos y responsorios con
oraciones como las siguientes: «Atiende, ¡oh Señor!, a nuestras súplicas y dígnate bendecir a este
tu siervo, a quien hemos dado en tu santo nombre el hábito religioso a fin de que con tu gracia
persevere en tu Iglesia y merezca alcanzar la vida eterna. Por Cristo nuestro Señor. Amén. —Ore-
mos: ¡Oh Dios, que al despreciador de la vanidad del siglo le inflamas hacia el premio de la
suprema vocación y al que renuncia al mundo le preparas una mansión en el cielo!, dilata el
corazón de tu siervo con los celestes dones, para que, unido con nosotros con fraterno vínculo de
caridad y guardando nuestras instituciones y reglas con unanimidad, sobriedad, sencillez y quie-
tud, conozca la gracia gratuita de esta convivencia, concorden sus acciones con su nombre y se
note en sus obras la perfección de su vida. Por Cristo nuestro Señor. Amén. —Oremos: Señor
Jesucristo, caudillo y fortaleza nuestra, te pedimos humildemente que a este tu siervo, a quien
alejaste de los propósitos humanos con el ardor de la santa compunción, lo apartes también de la
conversación carnal y de la inmundicia de los actos terrenos, infundiéndole la santidad celestial, y
le infundas la gracia para perseverar en ti, de suerte que con el escudo de tu protección ejecute

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