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ALTA, MUDA Y CON LAS PATAS LARGAS

* María Inés Falconi

La jirafa no solo era el animal más alto de la selva. También era, como todo el mundo sabe,
muda. Tan alta y tan muda que, comunicarse con ella era imposible.

Es cierto, que los otros animales ni siquiera lo intentaban. Estaban demasiado ocupados con
sus cosas, para preocuparse por hablar con la jirafa. Ni “buenos días” le decían.

Estaban seguros de que si no hablaba, tampoco escuchaba; y si escuchaba (cosa que nadie
había comprobado), igual, no podía contestar. Señas podrían haberle hecho, pero desde esa
altura… ¡¿cómo iba a verlos?!

A veces, los monos, siempre chistosos, se paraban al lado y le hacían burla provocando la
carcajada de cuantos los veían… menos la jirafa, claro. Ella ni se reía, ni se enojaba, porque ni
siquiera llegaba a enterarse de lo que estaba pasando ahí abajo, junto a sus mismísimas patas.

La selva estaba llena de voces de animales. Los pájaros cotorreaban todo el día; el elefante
vivía a los gritos, porque siempre se le andaba perdiendo su cría; el león pegaba unos
estruendosos rugidos cada vez que se enojaba; los monos chillaban como monos sin dejar
descansar a nadie; y la hiena, se reía. Pero la jirafa, muda. Tranquila, comía y comía las hojas
de los árboles, ajena a cuanto pasaba a su alrededor.

-¡CHAU, FLACA ESCOPETA! -le decían los monos cuando pasaban balanceándose de rama
en rama. Y la jirafa sonreía.

-CHE, ¿HACE MUCHO FRÍO ALLÁ ARRIBA? -se burlaban los cocodrilos cuando la veían pasar
cerca del agua. Y la jirafa sonreía.

-¡CUANDO TENGAS ASCENSOR, SUBO Y TE CUENTO UN SECRETO! -le gritaba el sapo


desde abajo.

¡AGUANTÁ, QUE DENTRO DE UN SIGLO TE TERMINO LA BUFANDA! -se reía la hiena.

En fin, que solo la tenían en cuenta para burlarse de ella. El resto del tiempo, ni siquiera la
miraban. No le consultaban cuando había algo que decidir, no la invitaban cuando había algo
que festejar, no le informaban las novedades, nada. Como no hablaba, no existía.
La jirafa miraba por arriba, distante y acostumbrada a que nadie le llevara el apunte. Le hubiera
gustado tener amigos, como tenían todos los demás, reírse con ellos y hasta pelearse cuando
fuera necesario. Pero como no hablaba, ni siquiera lo intentaba.

Lo que nadie sabía era que la jirafa no hablaba, pero veía, ¡y cómo! Mejor que el lince, que ya
era famoso por su “vista de lince”, que parece que es espectacular. Y no solo tenía una excelente
vista, sino que, gracias a su altura, podía ver más allá del horizonte, hasta donde nadie, desde
abajo, alcanzaba.

Un día, andaba la jirafa distraída comiendo hojas, mientras los de abajo (así los llamaba ella)
estaban alborotados por no sabía qué festejo (porque, también como siempre, nadie le había
informado) cuando al mirar a lo lejos, vio algo raro. Iba a seguir comiendo, pero se detuvo y
volvió a mirar. Algo le había llamado la atención: ¿el río estaba más cerca, o le parecía? Miró
mejor: sí, estaba más cerca. ¡No! No más cerca. ¡El río venía creciendo a toda velocidad! A lo
lejos, ya no veía pasto como de costumbre…

¡VEÍA AGUA!

La jirafa se puso nerviosa. Si el agua llegaba hasta ellos, los iba a tapar. Su primer impulso fue
salir corriendo. No lo hacía muy seguido, pero sabía que con semejantes patas, podía correr
muy rápido. Pero miró más abajo, y vio a todos los animales, de lo más entretenidos, discutiendo
sobre el lugar de la fiesta, sin saber lo que les esperaba.

“NO PUEDO DEJARLOS ACÁ PARA QUE SE AHOGUEN”, pensó. Pero… ¡¿CÓMO LES
AVISABA, SI NO PODÍA HABLAR?”!

Tenía que haber una forma. Lo primero que se lo ocurrió fue empezar a patalear, como para
llamar la atención. Y lo logró.

-Tranquila, flaca, que todavía no empezó el baile –le dijo el mono.

“Mono tonto”, pensó la jirafa, y pataleó más fuerte.

-Che, me parece que la jirafa se está haciendo encima. ¡Que alguien la lleve al baño! –se rió la
hiena, y con ella, todos los demás.

Lo de las patadas no daba resultado. La jirafa se sentó en el suelo. Toda una revolución, porque
jamás bajaba de esas alturas. Aún así, era mucho más alta que todos.

-¡Epa, epa, epa! Bajando al primer piso… -se burló el mono-. ¡Ascensor!
La jirafa, que ahora lo tenía más cerca, bajó el cuello y le pegó un empujón. ¡Rajemos! ¡Se volvió
loca! –gritó un papagayo. La jirafa dijo que “no” con la cabeza. Eso lo entendieron.

-¿Dijo que no, o me pareció? –preguntó una cotorra.

-Dijo que no –confirmó una cebra.

Entonces, viendo que al menos algo había entendido, la jirafa empezó a mover el cuello y las
patas, como si estuviera nadando. Bueno… eso es lo que quiso hacer, lo que le salió, fue algo
bastante distinto.

-Está bailando. Te digo que está bailando –comenzó el mono-. Danza árabe –aclaró. La jirafa se
enojó y volvió a empujarlo. Entonces se paró para ver qué pasaba con el agua, y vió que estaba
mucho más cerca. Quedaba poco tiempo. Tenía que hacerse entender de alguna manera.

Bajó otra vez, y con la boca hizo “glu glu glu”, como un pez (pero sin sonido, claro).

-Si se atragantó, sonamos –opinó el tigre-. ¡Mirá lo que es ese cuello!

La jirafa insistía. Hacía como que nadaba, hacía “glu glu glu”, movía la cabeza, ondulante como
el agua. Pero nada. puro chiste tras chiste, hasta que llegó el león.

-¡SILENCIO TODO EL MUNDO! –rugió.

Ni que decir que todos se callaron al instante. –La jirafa está tratando de decirnos algo por señas.

Todas las cabezas se volvieron a ella que le sonrió para agradecerle y, otra vez, trató de explicar.
Los animales, divertidos, empezaron a adivinar, como si estuvieran jugando al Dígalo con
mímica. ¡Viento! ¡Baile… bailar… bailar la cumbia! ¡Revolcarse! ¡Tobogán! ¡Bebé! ¡Bebé que
llora! ¡Comer! ¡Mamadera!

La jirafa se desesperaba. Se paraba, se revolcaba, sacudía las patas, retorcía el pescuezo, pero
nada.

-¡DECÍ CUANTAS PALABRAS! ¡DECÍ CUANTAS PALABRAS!

La jirafa pensó: “El río está creciendo”. Eran cuatro. Golpeó cuatro veces con la pata en el piso
(dedos no tenía).

-¡Cuatro! –gritó la cebra-. ¿Son cuatro?

La jirafa dijo que sí con la cabeza.

-LA PRIMERA… -pidió la hiena.


La jirafa dijo que no, y golpeó dos veces en el suelo.

-Es la segunda, es la segunda –aclaró un mono.

La jirafa dijo que sí, y empezó a mover las patas ondulantemente, como el río. Después hizo
que tomaba agua, después que llovía.

-¡¡AGUA!! –gritó el tigre, seguro de que había acertado.

La jirafa movió la cabeza para un lado y para el otro. Eso quería decir más o menos.

-¡Va por ahí! ¡Va por ahí! –indicaba el león entusiasmado.

-Agua… lluvia… mojado… mar… ¡Río!

Adivinó el papagayo. La jirafa pegó un salto de alegría, y todos retrocedieron.

-“EL” RÍO –concluyó, el tigre sabiondo. Esta vez sí había acertado.

La jirafa pegó otro salto de alegría y, ahora, golpeó con la pata cuatro veces. Iba por la cuarta
palabra.

-La cuarta, la cuarta –indicó el mono.

La jirafa pensó un instante. ¿Cómo hacía “creciendo”?

Miró alrededor y se le ocurrió. Agarró un mono chiquito, uno mediano y otro grande y los puso
en hilera, señalándolos de menor a mayor.

-Familia de monos –dijo el sapo. Todos lo miraron mal. Nada que ver.

La jirafa volvió a señalar con la cabeza del más chiquito al más grande.

-Chiquito… grande… -casi pensaba en voz alta el tigre.

-… ¡Crecer! –gritó de repente.

“¡Más o menos! ¡Más o menos!”, saltaba la jirafa sacudiendo la cabeza.

-El río… crecer… -repitió el león y, de pronto, rugió-.

¡EL RÍO ESTA CRECIENDO!

Un solo grito tronó en la selva. ¡Se habían dado cuenta!


Justo a tiempo. El río estaba ya muy cerca y hasta escuchaban el ruido del agua avanzando.
Fue un desbande total. Los que volaban, levantaron vuelo; los que podían trepar, se subieron a
los árboles más altos; y los que podían correr, salieron disparando (la jirafa adelante de todos).

El cocodrilo y los sapos no se preocuparon: sabían nadar.

El río creció mucho, pero ninguno se ahogó.

El agua tardó un montón de días en bajar. Cuando pudieron volver a su selva, vieron todo hecho
un desastre. Árboles caídos, ramas por el piso y un barrial por donde pisaran. ¡De buena se
habían salvado!

La jirafa, con las patas hundidas en el barro, volvió a comer de los árboles sin preocuparse por
lo que hacían los demás. Pero esta vez, alguien la llamó pegándole en las patas. Bajó la cabeza,
y vio a todos los animales de la selva sentados a su alrededor. Sonrió, como siempre.

-¡QUEREMOS DARTE LAS GRACIAS! -dijo el león, con mucha ceremonia-. Si no hubiera sudo
por vos, nos hubiéramos ahogado.

La jirafa volvió a sonreír. Ahora sabían que no hablaba, pero escuchaba.

-Y si te parece bien, nos gustaría enseñarte a hablar por señas –agregó el león.

-Sí, la verdad que tus señas son un desastre, flaca –agregó el mono. La hiena le pegó un
empujón para que se callara.

-Así podríamos entendernos, y… ¿“charlar”? El león miró a los demás. ¿Hablar por señas era
“charlar…”?

-Charlar –confirmaron los otros.

La jirafa sonrió, y dijo que sí con la cabeza.

Decidieron que el mono sería el “profesor de señas”, para la jirafa y también para todos los
demás, porque si no… ¡¿cómo iban a entenderle?!

Así que todas las tardes, antes del anochecer, los animales se juntaban y tomaban “clases de
señas”.

En poco tiempo, aprendieron, y lo que no sabían, lo inventaron. La jirafa ya no estuvo


incomunicada. Cuando querían hablar con ella, le golpeaban la pata y le hacían señas. No por
eso dejaron de decirle “flaca escopeta” ni de hacerle bromas. Pero ahora, LA JIRAFA NO
SONREÍA: SE REÍA A CARCAJADAS Y SE LAS DEVOLVÍA.

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