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Los usos pedagógicos contemporáneos del discurso deweyano1

Javier Sáenz Obregón


Departamento de Sociología
Universidad Nacional de Colombia

En un trabajo anterior (Sáenz: 2003) examiné el discurso pedagógico de John Dewey, desde
una perspectiva crítica sobre sus consecuencias en la configuración del sujeto moderno. En
este trabajo lo abordaré de una forma radicalmente distinta, la de un saqueo estratégico y
propositivo con el fin de brindar elementos para problematizar algunos aspectos de los
actuales debates sobre la pedagogía y la didáctica. Si en aquel momento puse el acento en la
pedagogía de Dewey como constitutiva de las formas de gobierno liberal emergentes en la
primera mitad del siglo pasado, aquí lo haré en lo que en su discurso pedagógico aún hace
parte de lo impensado o que potencia lo que apenas se ha comenzado a pensar. Para el análisis
he privilegiado los escritos de Dewey que no han sido traducidos al castellano.

1. ¿La muerte de la pedagogía?: pluralismo y auto-formación

Autonomía y relaciones de la pedagogía

La concepción de pedagogía de Dewey, la convierte en una de las prácticas más complejas y


“sagradas” – en un sentido experiencial que no de religión organizada- de la modernidad. Para
Dewey, se trata de un saber-práctica cuyo mayor error es que se encierre en sí misma y que el
pedagogo y filósofo estadounidense relaciona, de manera crítica, con una multiplicidad de
otros saberes y prácticas. Saber y práctica en las que ubica al maestro como personaje central
de la dramaturgia pedagógica.

Sus reflexiones en torno al debate de su tiempo sobre si se podía pensar la pedagogía como
ciencia, ayudan a problematizar los debates contemporáneos. Para Dewey (1929), en sus
prácticas, la pedagogía sería de manera evidente más un arte que una ciencia. Pero a renglón
seguido aclara que si bien entre arte y ciencia hay una distinción, no hay una oposición.
Tomando como ejemplo – y en un sentido general como modelo- a la ingeniería, plantea que

1 Este escrito aparecerá próximamente en el libro, Rafael Ríos Beltrán, Javier Sáenz Obregón
(Editores) Saberes, sujetos y métodos de enseñanza. Bogotá, Editorial CES, Universidad
Nacional de Colombia. 2012.
ésta en sus prácticas es un arte, pero un arte que de manera progresiva se ha ido apropiando
de la ciencia. Pero aquí, de manera característicamente no dualista, Dewey no se limita al
empobrecedor debate sobre la conveniencia o no de la apropiación de saberes, conceptos y
prácticas científicas por parte de la pedagogía. El problema residiría en sus formas de
apropiación. A su juicio, deben desarrollarse formas creativas que no mecánicas, de
apropiación de las ciencias humanas:

(…) nuevas formas de integrar el material científico y de darle usos no previstos y no


familiares. Cuando, en pedagogía, el psicólogo u observador o experimentador en
cualquier campo reduce sus hallazgos a una regla a ser adoptada de manera uniforme,
entonces, y sólo entonces, se presenta un resultado objetable y destructivo para el libre
juego de la pedagogía como arte (Dewey 1929:6).2

Se trata, por tanto, de liberarse de los dictámenes e imposiciones de las ciencias (incluyendo
aquí no sólo las ciencias enseñadas sino también las ciencias humanas) en el campo de la
pedagogía, así como de su aplicación directa en las prácticas formativas en la escuela, sin que
pasaran por una mediación pedagógica: mediación tanto conceptual como práctica. Liberarse
de seguir pensando, por ejemplo, que si tenemos unos descubrimientos sobre el desarrollo
cognitivo de la niñez y la juventud, podríamos derivar de allí, de manera totalizadora y
directa, un método científico de enseñanza. De manera similar a la forma admirable en que
Dewey rompió con la sagrada pareja enseñanza-aprendizaje, rompe también con el
matrimonio, hasta entonces indisoluble, entre teoría científica y método de enseñanza. Y lo
hace de una manera bastante sencilla al argumentar que los mejores usos prácticos de las
teorías de las ciencias humanas, son los que crean propósitos, medios y condiciones más
amplios que aquellos que configuraron las observaciones y prescripciones que dieron origen a
la teoría (Ibid: 8). Nuestro pedagogo está, entonces, bien lejos de la posición subordinada
hacia ciencias como la biología, la medicina y la psicología, de pedagogos que fueron sus
contemporáneos, como Claparéde y Decroly.

El punto, entonces es que “las leyes y los hechos, aún cuando se haya llegado a ellos de
manera genuinamente científica, no generan reglas para las prácticas” pedagógicas (Ibid:
15). Lo que sí pueden hacer es aportar formas de observación e indagación para el maestro,
que no una regla para sus prácticas formativas. De manera análoga al argumento de que las
2 Las traducciones de las referencias de los textos de Dewey son del autor.
concepciones de las ciencias humanas no pueden convertirse en reglas para las prácticas de
los maestros(as), Dewey considera que tampoco sería posible constituir una ciencia
pedagógica al margen de la práctica reflexiva de quienes enseñan:

(…) la realidad última de una ciencia pedagógica no se encuentra en libros, ni en


laboratorios experimentales, ni en las aulas en las que es enseñada, sino en las mentes
de aquellos que se ocupan en orientar la actividad pedagógica. Los resultados pueden
ser científicos, pero lo son al margen de las actitudes y hábitos de observación,
valoración y planeación de los que llevan a cabo el acto pedagógico. Pero no son una
ciencia pedagógica por fuera de estas prácticas. Son psicología, sociología, estadística,
o lo que sea. (Ibid: 16)

Refiriéndose a la psicología, que en su época era considerada por muchos como la ciencia que
debía tutelar a la pedagogía, Dewey es categórico: “En sentido estricto considero que ningún
procedimiento o máxima pedagógica puede derivarse de manera directa de datos puramente
psicológicos. Los datos psicológicos (…) abarcan cualquier cosa que ocurre en la mente. El
detenimiento o degradación mental ocurren de acuerdo con leyes psicológicas, como también
lo hace el desarrollo y progreso. No elaboramos máximas prácticas a partir de la física,
diciéndole a la gente que se deben mover de acuerdo a las leyes de la gravedad” .(Dewey
1904b: 261). En este pasaje de inusual humor Dewey derrumba el mito que dominó en las
diferentes vertientes reformistas de la pedagogía hasta bien entrado el siglo pasado: que
bastaba conocer las leyes de desarrollo psicológico de niños y adolescentes para ser un buen
maestro.

Es evidente la radicalidad de Dewey en cuanto a la autonomía de la pedagogía y los maestros.


Invierte la línea de fuerza histórica de dominio de la filosofía y de las ciencias sobre la
pedagogía y de los expertos sobre los maestros. En relación con las ciencias afirma que “son
las actividades mismas de educar las que prueban el valor de los resultados científicos. Estos
pueden ser científicos en algún otro campo, pero no en pedagogía hasta que contribuyan a
propósitos pedagógicos, y si sirven para algo o no en este campo solo puede ser descubierto
en la práctica” (ibid 17) Eso es, sólo puede ser descubierto por un maestro reflexivo.

Si la ciencia de su tiempo era concebida como la que debía determinar los medios de la
pedagogía, la filosofía era pensada como la proveedora de sus fines. Sobre el papel de la
filosofía Dewey, considerado hoy en día como uno de los principales filósofos del siglo XX,
es igualmente contundente: no es la filosofía sino las prácticas formativas de los maestros las
que deben determinar los fines de la educación, ya que son las prácticas la fuente primera de
toda indagación y reflexión pedagógica. Son las prácticas las que confirman o refutan las
conclusiones de las reflexiones filosóficas: “si la filosofía llega a sus propias conclusiones, sin
una mirada constante sobre las experiencias concretas que problematizan el pensamiento,
entonces se vuelve especulativa de una forma que justifica el desdén” (ibid: 29). Como
pensador pragmatista y al igual que la filosofía helenística, Dewey consideraba que la prueba
de la filosofía no se jugaba en la coherencia o veracidad interna de su discurso sino en las
prácticas que esta podía escenificar. Más aún, estas prácticas y la reflexión sobre sus formas y
sus efectos, no eran externas a la filosofía: eran filosofía.

Pero Dewey no sólo defiende la autonomía de la pedagogía y del maestro frente al


“colonialismo” de las ciencias y la filosofía. Lo hace también frente a las fuerzas sociales.
Considera, en este sentido, que la creencia –que sigue vigente en muchos sectores aún hoy-
que las condiciones sociales determinan los fines de la educación, constituye una falacia:

La pedagogía es autónoma y debe ser libre de determinar sus propios fines. Salir de la
práctica pedagógica y tomar prestados fines de una fuente externa es renunciar a la
causa pedagógica. Hasta que los maestros no obtengan la suficiente independencia y
valor para insistir en que los fines pedagógicos deben ser construidos y ejecutados
dentro del proceso pedagógico, no tendrán conciencia de su propio papel (Ibid: 38).

Una vez más, la idea aquí de Dewey no la de negar la relación de las prácticas formativas de
la escuela con las fuerzas sociales. Dewey, uno de los pensadores que más contribuyó a la
sacralización de lo “social”3, proponía algo muy distinto: de una parte, el debilitamiento del
encierro histórico de la escuela y su vinculación pedagógica, cultural y política con la
sociedad; de otra parte, la necesidad de pensar la escuela misma como una micro-sociedad.
Como lo hizo el Movimiento Pedagógico colombiano de la década de los ochenta, el
argumento de Dewey es que no era ni necesario ni pertinente buscar los fines éticos, sociales
y políticos de la escuela en discursos y escenarios por fuera de la escuela, sino que de manera
relativamente autónoma, los maestros debían crear sus propios fines, en el escenario de sus
propias prácticas.
3 Esto se desarrolla de manera amplia en Sáenz 2003
Pluralismo pedagógico

Dewey defendió el pluralismo pedagógico en contra de las tendencias dominantes de su época


que buscaban homogenizar científicamente la pedagogía, ya fuese por la vía de hacerla más
“socialmente eficiente” o por la vía de subyugarla al conocimiento, con pretensiones de
universalidad, sobre la naturaleza psicológica de la niñez, tendencias que en algunos casos
confluyeron:4

Ya que no hay una sola cosa que sea, de manera indudable, pedagogía, y ya que no es
plausible que la haya hasta que la sociedad y por tanto las escuelas hayan llegado a una
uniformidad muerta y monótona en sus prácticas y fines, no puede haber una única
ciencia de la educación5. Así como las prácticas de las escuelas son diferentes, también
lo deben ser las teorías intelectuales derivadas de dichas prácticas. (Dewey 1928: 260)

Para Dewey, el énfasis de su tiempo que, de manera evidente no ha desaparecido en el


presente, por medir los logros del proceso educativo, es a todas luces algo deleznable. Llegó a
plantear que no había ninguna razón decente para que el maestro quisiera conocer los puntajes
de los alumnos en los tests de inteligencia. Sobre este asunto, en otro pasaje de inusual humor,
en el que se evidencia que considera que el objeto de las pedagogías es lo que aún no existe,
plantea lo siguiente sobre los maestros transformadores o “progresistas”:6

(…) es natural y adecuado que una teoría de la práctica que encontramos en escuelas
tradicionales le de gran importancia a los tests y mediciones (…) aún si es cierto que
todo lo que existe podría ser medido –si sólo supiéramos cómo- lo que no existe no
puede ser medido. Y no es ninguna paradoja decir que el maestro (progresista) está
intensamente preocupado por lo que no existe. Y ello, porque una escuela progresista

4 Sobre estas tendencias dominantes en los Estados Unidos en la primera mitad del siglo pasado y las batallas
que Dewey libró contra ellas, ver el extraordinario estudio de Herbert M. Kliebard, 1987.
5 En otra parte (Sáenz 2008) he argumentado que lo que Dewey empieza a nombrar -luego de sus escritos
iniciales de fines del siglo XIX en que usó el término pedagogía- como ciencia de la educación, o simplemente
como educación, es sustancialmente lo mismo que lo que la profesora Olga Lucía Zuluaga (1987) denominó
como pedagogía, concepción que fundamenta este escrito, entendiéndola como : “La disciplina que
conceptualiza, aplica y experimenta los conocimientos a la enseñanza de los saberes específicos, en diferentes
culturas” (Zuluaga 1987: 21).
6 Los maestros progresistas a los que alude, eran aquellos adversarios de la “escuela tradicional” que hacían
parte del movimiento de educación progresista en Estados Unidos que tuvo en Dewey su principal referente.
Movimiento que como lo señala Kliebard (1987) fue derrotado por los eficientistas y psicologistas.
se ocupa fundamentalmente de lo que no existe, de un proceso cambiante y en
movimiento para la transformación de capacidades y experiencias existentes; lo que ya
existe en términos de dotaciones iniciales y logros en el pasado, está subordinado a lo
que puede existir (Ibid: 261).

Pero el pluralismo pedagógico de Dewey va aún más allá, al considerar que no hay una sola
materia de estudio que deba ser adoptada por todas las escuelas, si bien toda escuela debe
contar con algunas materias que estén en permanente reformulación (Ibid: 263). Dentro de
este proceso de crear lo que aún no existe, el maestro, lejos de actuar como un simple
“facilitador” de la experiencia formativa del estudiante, en tanto “miembro del grupo con una
experiencia más madura y plena y una mayor comprensión en las posibilidades de desarrollo
continuo de cualquier proyecto educativo”, tiene no solo el derecho sino el deber de sugerir
cursos de acción educativa, por medio del conocimiento de sus estudiantes y las materias de
estudio (Ibid 266).

Distanciándose radicalmente de las preguntas clásicas de la didáctica, que todavía hoy nos
acompañan, para Dewey el problema pedagógico central no es ni cómo debe enseñar el
maestro ni cómo debe aprender el estudiante. No serían, entonces, las uniformes
prescripciones pedagógicas y psicológicas las que deberían orientar las prácticas, sino la
pluralidad contingente de las situaciones educativas que se dan en las distintas escuelas. Para
Dewey, el problema reside en que los maestros reflexionen e indaguen acerca de las
condiciones que generan las experiencias educativas:

El problema es encontrar las condiciones que deben ser creadas para que el estudio y
el aprendizaje ocurran necesaria y naturalmente (…) La mente del estudiante no debe
dirigirse ya al estudio o al aprendizaje. Debe encaminarse hacia resolver los dilemas
planteados por la situación educativa (…). Por su parte, el método del maestro, se
convierte en un asunto de encontrar las condiciones que exijan una actividad auto-
educativa (…) y de cooperar con las actividades de los estudiantes (Ibid: 267).

Rompiendo con el asfixiante binarismo histórico enseñanza-aprendizaje, 7 para Dewey el


problema pedagógico central es, entonces, la cooperación entre maestro y estudiantes para

7 Hasta ahora creo entender la crítica reiterada en los escritos del profesor Alberto Martínez Boom sobre la
“pareja” enseñanza-aprendizaje
crear una situación –que no simplemente una comunicación o interacción- que posibilite crear
experiencias en las que ambos se auto-transformen. Se rompe entonces, con la concepción que
uno educa al otro, al visibilizar un flujo auto-educativo permanente, tanto en los maestros
como en los estudiantes, a partir de la idea que no sólo nos educan, sino que, conscientemente
o no, estamos inmersos en una actividad auto-educativa constante.

2. Pensamiento y pedagogía

El pensamiento afectivo y transformador

La audacia del discurso pedagógico de Dewey es también evidente en su concepción del


pensamiento, la cual se distancia tanto de las concepciones, aún vigentes hoy, que se trata de
una conducta de adaptación al medio a través de la asimilación y la acomodación, como de
aquellas que insisten en la soberanía del pensamiento en tanto acción privilegiada que debe
subyugar otras conductas del sujeto. Sobre lo segundo tiene esto que decir:

Las teorías a las que nos hemos acostumbrado hacen una separación rígida entre las
acciones lógicas y estrictamente intelectuales que llevan a la ciencia, y las conductas
emocionales e imaginativas dominantes en la poesía y la música, y en un menor grado
en las artes plásticas y las acciones prácticas de nuestra vida cotidiana y que han
resultado en la industria, los negocios, y los asuntos políticos. En otras palabras, el
pensamiento, el sentimiento o afectividad y la voluntad han sido segmentadas. (1926:
104)

Para Dewey la relación entre organismo y medio es una de desequilibrios-discrepancias y


nuevos equilibrios y armonías; pero es una relación que no se limita a los ajustes del
organismo, sino que también implica acciones sobre el medio que lo transforman (ibid: 105).
Esto, quizás, a nivel conceptual – que no necesariamente en las prácticas- le puede sonar hoy
al maestro contemporáneo (que no al moderno) como algo evidente. Pero históricamente
significó una diferenciación radical del pensamiento deweyano con el de la Escuela Activa
(Ferriére, Decroly, Claparéde, Piaget) quienes se limitaron a reflexionar sobre la adaptación
activa de los individuos al medio, que no sobre su actividad transformadora. Y el asunto está
lejos de ser un problema exclusivamente epistemológico, pues sin esta dimensión
transformadora del pensamiento-acción humana, no era posible, como si lo fue en el discurso
de Dewey, relacionar la actividad del pensamiento y una democracia progresista y radical, de
transformación social, económica y política.

Pero en este tipo de acciones transformadoras del medio, el pensamiento no actúa sólo, algo
que según Dewey, se entendió primero en el arte que en la ciencia:

El arte reconoce de manera explícita, lo que se ha demorado tanto por descubrir en la


ciencia: el control ejercido por la emoción en darle nuevas formas a las condiciones
naturales, así como el lugar de la imaginación bajo el influjo del deseo, en la
recreación del mundo (…) (ibid: 107).

Pero a pesar de los desfases históricos ente las dos, para Dewey no hay una diferencia de
fondo entre las formas de organización de los sistemas científicos y artísticos: “Es probable
que llegue un momento en el que será reconocido universalmente que las diferencias entre los
esquemas lógicos coherentes y las estructuras artísticas de la poesía, la música y las artes
plásticas, son un asunto técnico y especializado, más que de fondo” (ibid: 107). De manera
profética, para Dewey el no reconocimiento de las afinidades entre distintos saberes y
prácticas culturales – ciencia, arte, industria, religión, deporte, arte- y la incapacidad de lograr
algún tipo de relación entre ellos, llevaría a una especialización en estos campos que
sería nefasta para la cultura moderna (ibid:110)

La necesidad de un pensamiento contextual

Además de pluralista, el discurso de Dewey es profundamente contextualista. Consideraba


que cuando se tiene en cuenta el contexto, se puede ver claramente que cualquier tipo de
generalización se da en condiciones circunscritas definidas por las limitaciones propias del
contexto en la que se hizo (ibid: 8). Las generalizaciones, entonces, tienen que ignorar el
contexto para fabricar sus condiciones de existencia. Citando a Malinowski, Dewey parte de
la consideración de que “en la realidad de un idioma vivo y hablado, un enunciado no tiene
sentido, excepto en el contexto de una situación” (1931:4). Consideraba como la más
recurrente de las falacias de la filosofía, el hábito de los filósofos de ignorar lo indispensable
que es el contexto: “En la comunicación cara a cara de la vida cotidiana, el contexto puede ser
ignorado. Como hemos anotado, está irremediablemente presente. Se asume, no se ignora (…)
Pero puedo ver como el análisis (de los filósofos) se falsea, cuando sus resultados son
interpretados como auto-completos, al margen de cualquier contexto” (ibid 5-6). Podemos
extrapolar esto a las formas históricas generalizantes del discurso pedagógico desde la
invención de la escuela en el siglo XV que se abstraen de la pluralidad de contextos
(situaciones educativas) de las diversas escuelas.

Es el contexto el que define lo que Dewey denomina como intereses de trasfondo e intereses
selectivos. Los primeros aluden a que cuando pensamos, estamos pensando en algo específico
e inmediato: se trata de aquello con lo que estamos batallando o tratando de superar. El
trasfondo temporal del pensamiento es tanto intelectual como existencial: es tanto teórico
como cultural. No hay pensamiento alguno que no ocurra con el trasfondo de alguna
tradición, entendidas estas como formas colectivas de interpretar y observar y de valorar. (ibid
11-12). Se trata de un trasfondo que es más visible para quien está por fuera de la tradición
específica, puesto que “No podemos explicar porqué creemos en las cosas a las que más nos
aferramos, pues esas cosas son parte de nosotros mismos” (ibid: 13).

Dewey no consideraba que un filósofo o pensador podría ser capaz de dar cuenta de la
totalidad del contexto en el cual estaba pensando. Pero lo que sí le exigía era que fuese
consciente de dicho contexto, lo cual impediría que derivara de su pensamiento
universalizaciones dogmáticas y sin límite: “no congelaría verdades cotidianas relevantes para
problemas que emergen de su propio trasfondo cultural en verdades eternas inherentes a la
naturaleza de las cosas” (Ibidem)

Por su parte, los intereses selectivos, se refieren a la perspectiva subjetiva del pensamiento
que recorta, por así decirlo, todos los casos específicos del pensamiento en función de ciertas
actitudes y afectos contingentes: “uno sólo puede ver desde un punto de vista, lo que no hace
que todos los puntos de vista tengan igual valor. La idea de un punto de vista que no está
situado en un lugar particular, y a partir del cual las cosas no son vistas desde cierta
perspectiva, es algo absurdo” (ibid: 14-15).

Podemos entrever en esta concepción de intereses situados un medio (en el lenguaje de la


época), o mejor un escenario radicalmente distinto a la de la pedagogía reformista de su época
(que incluye la pedagogía activa). Es una concepción dramatúrgica, que no biológica o
psicológica. No es el interés natural (instinto) universalizante que sustentaba la cientificidad
de las leyes biológicas o psicológicas: se trata de algo radicalmente otro: la contingencia de
las posiciones de un sujeto cultural y diferencialmente individualizado.

Como buen pluralista, militantemente anti-dualista, Dewey tiene claro que el problema no
debe ser planteado en términos absolutos de pensamiento en contexto versus pensamiento sin
contexto. Se trata de un asunto de gradación: “se piensa en una escala de grados de distancia
de las urgencias planteadas por una situación inmediata, en la que se debe hacer algo”. El
problema reside en que, a mayor distancia del pensamiento en relación con dicha situación,
mayor es el peligro que la evasión contextual, que puede ser legítima y temporal, se convierta
en la negación de contexto (ibid: 17). Para Dewey, no se trata de un problema exclusivo de la
filosofía, sino también de la práctica científica, que tiende a ignorar que opera también en un
contexto: el contexto histórico y cultural que han construido sus propias prácticas y discursos
(ibid: 19).

3. El maestro y la formación

Crítica a la docilidad del maestro

En varios de sus escritos, Dewey cuestiona la “docilidad” de los maestros de su tiempo en los
Estados Unidos, como resultado del campo de fuerzas en el que estaban inscritos, orientado a
su mayor sometimiento a las autoridades educativas y los saberes expertos: “la tendencia
principal es que los más dóciles entre los jóvenes se conviertan en maestros cuando adultos.
Por lo tanto siguen escuchando dócilmente la voz de la autoridad” (1922:327). En su tiempo,
la autoridad de las nuevas disciplinas como la biología y la psicología.

Esta docilidad estaría relacionada con la búsqueda de certezas en técnicas y concepciones con
legitimidad “científica”: “tanto estudiantes como maestros están demasiado ocupados con

tratar de desarrollar un cuerpo de directivas educativas definitivas y utilizables, derivadas de


los nuevos conocimientos científicos” (Ibid 328) Se trataría de un esfuerzo mal encaminado,
en cuanto pretendía evitar la experimentación autónoma por parte de los maestros, con sus
fracasos y logros. Iría en contra del valor requerido para asumir la enseñanza como una
práctica creativa, falible y audaz: “El temor, la rutina (…) la identificación del éxito con la
aprobación de los demás, son los enemigos del progreso educativo” (Ibid 328).

Dewey consideraba que una de los efectos más perversos del temor de los maestros a poner en
juego sus propias experiencias vitales, su saber pedagógico y la reflexión sobre sus prácticas
formativas, sería la forma en que evitaban “de manera sistemática y casi deliberada, el espíritu
crítico al abordar la historia, la política y la economía. Existe una creencia implícita que evitar
la crítica es la única manera de formar buenos ciudadanos” (Dewey 1922b: 332). No es de
poca monta lo que Dewey pedía: que en el escenario escolar configurado históricamente como
templo de lo cierto, lo seguro, lo no controversial, lo comúnmente aceptado, 8 se desecharan
las certezas, se ignoraran las recetas y verdades de los expertos y las autoridades estatales, se
problematizara valerosamente la vida social, se pensara lo no pensado y se crearan
experiencias inéditas.

Uno de los efectos más negativos del “sometimiento intelectual” de los maestros, sería su
tendencia a aceptar, casi como una moda, cualquier nuevo método pedagógico, cualquier
nuevo “evangelio pedagógico” difundido desde los saberes expertos o desde el Estado, sin
someterlo a una crítica intelectual autónoma (Dewey 1904b: 257).

Teoría-práctica

Dewey abordó de manera especialmente esclarecedora uno de los problemas centrales que
siguen estando en el centro del debate acerca de la formación de los docentes y el ejercicio de
su oficio: el de las relaciones entre teoría y práctica. Criticó, de una parte, la tendencia a
formar a los maestros como simples “aprendices”, eso es a entrenarlos en las “herramientas”
de su oficio: de las técnicas de instrucción y administración de las clases. Y, de otra, defendió

una concepción pragmatista de la relación teoría-práctica en pedagogía: la de “usar el trabajo


práctico en tanto instrumento de convertir la formación teórica en algo real y vital” (Dewey
1904b: 249). Se trataría, entonces, de formar en el método intelectual o reflexivo y en el saber
necesario para la buena enseñanza, que no pretender formar, de una vez y para siempre, a un
“trabajador eficiente” (ibid: 250).
8 Sobre esta dimensión histórica de la escuela, ver Sáenz 2007
Para Dewey, los maestros formados dentro de la primera tendencia, pueden parecer mejores
maestros al inicio de su carrera, pues tienen las “destrezas” necesarias para mantener el orden
en el grupo y para poner en práctica de manera efectiva un recetario técnico, pero la
unidimensionalidad instrumental de su formación no les permite salirse de su repertorio
técnico; con el paso de los años sólo podrán perfeccionarlo. Se trata de maestros que por la
formación que recibieron: “parecen saber cómo enseñar, pero no son estudiantes de la
enseñanza” (ibid:256). A diferencia de éstos, los formados en la segunda tendencia, y por la
incorporación de la dimensión teórica de la pedagogía en sus experiencias prácticas, pueden
demorarse más en ser “efectivos” en sus clases, pero son mucho más capaces de crear saber
pedagógico y de ser versátiles en la enseñanza y la reflexión pedagógica en función de nuevos
saberes, situaciones educativas y tipos de estudiantes. En palabras de Dewey, tendrían mayor
capacidad de seguir siendo “estudiantes de los saberes a enseñar y de la actividad mental”
(ibídem).

Los principios de la pedagogía, eso es su dimensión teórica y la de los saberes específicos a


enseñar, deben volverse parte de los flujos de las experiencias prácticas de los maestros; el
maestro debe “saturarse” de ellos: “Sólo cuando se han convertido en parte de sus hábitos
mentales, en parte de de sus tendencias actuantes de observación, intuición y reflexión, estos
principios funcionarán automáticamente, inconscientemente, y por lo tanto de manera rápida y
efectiva” (ibid:256).

Uno de los argumentos más radicales de Dewey para repensar la relación teoría-práctica en
pedagogía, y para criticar el énfasis de los programas de formación de maestros en su
aplicación inmediata en términos de destrezas prácticas, es el argumento en contra de la
concepción infantilizadora que los maestros no tienen ninguna experiencia significativa con la
cual relacionar su formación teórica, distinta a la que puedan adquirir en clases modelo y otro
tipo de ejercicios prácticos instrumentales:

los maestros que están siendo formados tienen, por fuera de cualquier ejercicio
práctico de enseñanza, un capital muy grande, eminentemente práctico, que proviene
de sus propias experiencias. El argumento que la formación teórica es exclusivamente
abstracta y en el aire a menos que los maestros en formación sean conducidos a probar
e ilustrar la teoría por medio de la enseñanza, no reconoce la continuidad entre la
actividad mental del salón de clase y la de otras experiencias cotidianas. Ignora la
tremenda importancia de esta continuidad para los fines pedagógicos. Quienes
argumentan de esta forma parecen aislar la psicología del aprender que tiene lugar en
las aulas y la psicología del aprender de otros escenarios (ibid:259).

Se rompe, entonces, con la continuidad entre la experiencia vital del maestro y su experiencia
en el aula; así como con la continuidad entre las formas de aprender de los estudiantes en la
escuela y en escenarios extra-escolares.

Contenido-método

Para Dewey, la separación conceptual y práctica entre lo que se enseña y la forma de enseñar
es problemática y tiene efectos negativos sobre las prácticas de los maestros: “El
conocimiento académico es visto a veces como si fuera algo de poca relevancia para el
método de enseñanza. Cuando se asume esta actitud, aún inconscientemente, el método se
convierte en un apéndice externo del contenido de la enseñanza. Como algo que se elabora y
se adquiere de manera relativamente independiente del contenido, el cual luego se aplica en la
enseñanza.” (ibid: 263)

Considera que el método es intrínseco al contenido de enseñanza, en la medida en que la


forma de clasificar, interpretar, explicar y generalizar los contenidos es una dimensión
configuradora, que no separada, del método de enseñanza. Y el método está vinculado de
manera indisoluble con la experiencia cultural y subjetiva del maestro y del estudiante, a su
individualidad. Para Dewey, la individualidad del maestro, entendida como la forma en que
éste, a partir de sus sentimientos y deseos aborda el contenido de la enseñanza, se expresa en
“cierta originalidad en su método” (Dewey 1923:173). El contenido a enseñar sólo adquiere
sentido y realidad en las prácticas de los maestros: “No hay forma en que los contenidos a
enseñar, diseñados por expertos, puedan llegar a los estudiantes, si no es a través del maestro.
Podemos tener un texto de enseñanza escrito según las recomendaciones de los expertos.
¿Pero después de todo, lo que cuenta al final, no será la forma en que el maestro usa el texto;
cómo lo aborda, las preguntas que hace? (Dewey 1925:183).

Dewey relaciona la separación entre contenido y método, con otra, igual de nefasta: la de
aquellos que planean (los expertos diseñadores de curriculos y contenidos) y los que ejecutan
(los maestros), separación que distanciaría afectivamente e intelectualmente al maestro de lo
que enseña: “El principio de aprender por la experiencia, si es un buen principio para los
estudiantes, también lo es para los maestros. Si debemos llegar a nuestras ideas y teorías de
manera inductiva, si éstas deben crecer a partir de las experiencias, qué razón hay para que la
experiencia concreta del maestro en el aula no se relacione más con las ideas y los principios
pedagógicos, de lo que ocurre en el presente?” (ibid: 186).

Se trata, en el fondo, de un llamado para que el maestro se libere de la aceptación dócil y no


reflexiva de métodos y contenidos diseñados por expertos sin su participación y al margen de
las experiencias concretas en el aula, de tal forma que se amplíen las oportunidades para que
cada estudiante pueda discutir libremente con el maestro en torno a diversos temas, sin
consideración alguna sobre un plan de estudios prescrito. Y esto lo lleva a concebir al maestro
como artista, que no como simple técnico:

como una obra de arte que requiere las mismas cualidades de entusiasmo personal e
imaginación que las requeridas por un músico, un pintor o un artista. Cada uno de
estos artistas requiere de una técnica que es más o menos mecánica, pero en el grado
en que pierde de vista su visión personal y se subordina a las reglas más formales de la
técnica, cae por debajo del nivel de un artista. Queda reducido al nivel de un artesano
que sigue prescripciones, diseños y planes hechos por otros (ibid: 187)

Hay un punto central aquí en la argumentación de Dewey, que parte de la consideración de


que “la más gran pérdida humana en el presente es la pérdida de experiencia en relación con
nuestros contactos humanos cotidianos” (ibid:189). El punto es que no es posible lograr una
actividad mas variada, creativa, autónoma y original por parte de los estudiantes sin un amplio
grado de libertad del maestro; eso es, cuando el maestro sigue sometido a demasiadas reglas y
prescripciones, así como a un deseo excesivo de uniformidad en el método y el contenido de
enseñanza. Y ya en ese momento histórico en Estados Unidos, consideraba que una de las
principales líneas de fuerza que configuraban esta situación de subordinación eran las
prácticas gerenciales propias de las empresas, que ya estaban invadiendo la escuela y
generando “demasiada estandarización, demasiada concentración en las responsabilidades”:

¿si en un sistema educativo se concentra la responsabilidad en un número pequeño de


personas, qué efectos tiene esto sobre los demás? ¿No sería esto una división de la
irresponsabilidad (…)? La responsabilidad debe ser concentrada, pero en todos (…)
Cuando tratamos de circunscribir la responsabilidad en algunos oficiales
administrativos, estamos negando, en la práctica, la responsabilidad de un gran
número de maestros (…) Con demasiada frecuencia la relación tradicional entre
maestros y estudiantes se reproduce en la relación entre maestros y supervisores.
Muchos estudiantes tratan de cumplir con los estándares externos fijados por el
maestro (...) Y esta situación se replica con frecuencia en la relación entre el maestro y
el supervisor (…) (ibid:188).

Pero al igual de lo que hemos sostenido algunos, en las relaciones con los supervisores y
demás formas externas de vigilancia y regulación de las prácticas de aula de los maestros,
Dewey consideraba que estos últimos tienen una gran ventaja, por lo que el logro de una
mayor autonomía no puede verse, simplemente, como algo que tendrá lugar, de manera
automática, cuando se logren menos regulaciones. En palabras de Dewey, que recuerdan las
estrategias de los maestros colombianos en los años treinta (Sáenz, Saldarriaga y Ospina:
1997):

El maestro en el aula tiene la siguiente ventaja. Está presente todo el tiempo en sus
clases. No hay suficientes supervisores para estar en todas las clases al mismo tiempo.
Sus visitas son esporádicas. Y bajo este régimen de supervisión, los maestros
desarrollan con frecuencia una gran capacidad de hacer lo que quieren hacer, y la vez
aparentar que están siguiendo las directivas de los supervisores (ibid: 188).

Niño-currículo

Dewey consideraba que se exageraban las diferencias entre el niño y el currículo; diferencias
entre el mundo estrecho y personal del niño y el impersonal e infinitamente extendido en el
tiempo y el espacio del currículo, entre la unidad de la vida del niño y la fragmentación del
currículo, entre los principios abstractos y las características prácticas de la vida infantil.
Como con los otros dualismos pedagógicos que criticó, el problema para Dewey residía en
que éste había generado dos tendencias opuestas entre si. En la primera se subraya la
importancia de las asignaturas a enseñar y no de la experiencia de los niños, en tanto
representativas del “universo objetivo de la verdad, la ley y el orden”, y en las cuales se
superaría la naturaleza impulsiva y egoísta de los niños (Dewey 1902:470). En la segunda, el
niño es el punto de partida, el centro y el fin de la pedagogía: la personalidad del niño es más
importante que el contenido de la enseñanza, su auto-realización que no el conocimiento, es
concebido como el fin de la pedagogía. El único método legítimo, entonces, sería el método
basado en el funcionamiento mental del niño:

La oposición fundamental entre el niño y el currículo de estas dos doctrinas puede


desdoblarse en una serie de otros términos. La “disciplina” es la consigna de los que
magnifican el plan de estudios; el “interés” de aquellos que plasman “al Niño” en sus
estandartes. El punto de vista de los primeros el lógico; de los segundos psicológico.
El primero enfatiza la necesidad de entrenamiento adecuado y dominio académico por
parte del maestro; el segundo la necesidad de tener simpatía en relación con el niño,
así como conocimiento de sus instintos naturales. “Guía y control” son los eslóganes
de una tendencia; “libertad e iniciativa” de la otra. (ibid: 471-472)

Una vez más, se trataría de una dicotomía pedagógica falsa, la cual se disolvería si
abandonamos las nociones erróneas que las asignaturas a enseñar son algo fijo y ya definido
de una vez por todas, y que están por fuera de la experiencia del niño; así como que la
experiencia del niño es también algo fijo y estático. Si entendemos que ambas son fluidas,
relativas, precarias y vitales, entenderemos que “el niño y el currículo no son más que dos
límites que definen un mismo proceso pedagógico” (ibid: 472). Se trata en el fondo de dos
tipos de experiencias que deben reconstruirse mutuamente.

Mientras que la experiencia actual del niño no tiene sentido alguno en sí misma, ya que es un
momento de transición, una señal de ciertas tendencias de desarrollo; el currículo, como
“mapa”, no es un sustituto de la experiencia pedagógica. El currículo, en tanto resumen, en
tanto una mirada sistemática de experiencias previas, debe servir como guía para futuras
experiencias. Así como la situación actual del niño es sólo un punto de partida, el currículo
sólo adquiere valor y sentido en la experiencia pedagógica:

No hay nada definitivo en una versión lógica de la experiencia (currículo). Su valor no


está en el currículo mismo; su significado es el de una punto de vista, una perspectiva,
un método. Conecta las experiencias del pasado (…) con las del futuro (…) Las
abstracciones, generalizaciones y clasificaciones que introduce sólo tienen un sentido
prospectivo (ibid: 478).

En esta dirección, para Dewey era urgente reinstaurar la experiencia en los contenidos de
estudio, en las disciplinas y saberes específicos. Y se trata de reinstaurar, puesto que se trata
de conocimientos que fueron abstraídos de experiencias concretas. Estos contenidos,
entonces, deben ser subjetivizados y escenificados culturalmente: eso es “traducidos a la
experiencia inmediata e individual, dentro de la cual tuvieron su origen y significado”
(ibidem). La atención del maestro, por tanto, debe dirigirse no a los contenidos en sí, sino a
su relación con la experiencia pedagógica en su totalidad.

Interés-esfuerzo

Otro de los dualismos históricos en la conceptualización y la práctica pedagógica contra los


que batalló Dewey (1913) fue el de interés versus esfuerzo, como fuerzas motoras excluyentes
de la actividad educativa de los estudiantes. Se trataría de un dualismo conceptualmente
insostenible y con efectos prácticos negativos, al separar de manera tajante el sujeto y el
objeto de conocimiento:

La premisa común es que el objeto, idea o fin a ser alcanzado está por fuera del sujeto.
Y como se asume que es externo, debe hacerse interesante; eso es, rodeado de
estímulos artificiales y de inducciones ficticias que llamen la atención (…) o que se
debe apelar al poder único de la “voluntad”, eso es al esfuerzo sin interés. El principio
genuino del interés es el del reconocimiento de la identidad de lo que ha de ser
aprendido o la acción pedagógica propuesta y el sujeto que está creciendo; acción que
yace en la dirección del propio crecimiento del sujeto, y por tanto es imperiosamente
demandada por éste. Una vez hayamos logrado esta identificación ya no tendremos
que apelar a la pura fuerza de voluntad, ni ocuparnos en lograr, de manera artificial,
que las cosas sean interesantes (ibid:156).

En contra de la tendencia que constató en muchos maestros y pedagogos progresistas de su


tiempo, Dewey argumentó que el hacer que las cosas parezcan interesantes de forma artificial
– eso es como si su interés fuese extrínseco – no es la única forma en que la práctica
pedagógica sea placentera. Habría, a su juicio dos formas de lo que podemos denominar
placer pedagógico. De una parte, el placer momentáneo derivado de los artificios del maestro
por hacer algo interesante, buscando generar estímulos externos al objeto y al sujeto, pero que
el mismo maestro siente y concibe como algo carente de interés en si mismo para los
estudiantes y en que éstos “reciben” de manera pasiva. De otra parte, el placer derivado del
flujo central de la actividad pedagógica, de la relación vital, intensa y directa establecida entre
objeto, maestro y alumno, que diluye la separación sujeto-objeto y le da unidad a la acción
pedagógica. Este último sería el genuino placer pedagógico, en tanto algo que va de la mano
“de la identificación, por medio de la acción, del sujeto con un objeto o idea, dada la
necesidad de ese objeto o idea para mantener la actividad iniciada por el mismo sujeto”
(ibid:159). Y las señales que una actividad hace parte de un placer-interés pedagógico
genuino, es que logra que el esfuerzo se genere de manera espontánea o natural; que haya
crecimiento, entusiasmo y creatividad; que produzca absorción y persistencia en la acción
pedagógica integrada; que involucre emocional y personalmente al sujeto; que lo lleve a
afrontar decididamente los obstáculos que encuentre en el camino: que el objeto pedagógico
se convierta en un objeto de deseo.

La imagen de Dewey de este genuino deseo-interés pedagógico es muy clara: se trata de algo
que se genera cuando la actividad pedagógica confluye con la experiencia previa del maestro
y estudiante, transformándolas, y no la interrumpe o desvía de manera artificiosa. Para el
maestro, esto implica saber o intuir qué curso de acción ya está operando en la experiencia del
estudiante en relación con la acción pedagógica emprendida. Implica formular problemas
pedagógicos que problematicen las experiencias previas del estudiante, eso es, que se
conviertan en problemas reales para el estudiante. Implica crear condiciones pedagógicas que
generen y valoren la incertidumbre y que produzcan formas de reflexión basadas en la
probabilidad, la flexibilidad y la falibilidad, de tal forma que la experiencia se abra a formas
plurales de abordar los problemas (Dewey 1933:95-96).

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