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Pequeño ensayo de apuntes y reflexiones acerca de la

relación del cristiano con los bienes materiales


Cardenal Jorge A. Medina Estévez

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Presentación

El Autor ha publicado ya varios breves escritos sobre diversos temas que se refieren a ciertos
aspectos de la vida católica, como, por ejemplo, sobre el Bautismo y la Confirmación. Esta vez se
ocupa de un problema que en todas partes requiere atención, aunque pueda parecer casi
contradictorio: la relación del cristiano con los bienes materiales. Tema que, siendo importante en
todos los continentes, pide una atención muy diferenciada, tanto en los países ricos, como en aquellos
donde, por el contrario, numerosos pobladores viven aún en aguda miseria.

El Autor ha desarrollado este tema solamente en lo referente a las personas individuales, aunque,
en diversas ocasiones, el objeto de sus reflexiones lo lleva a sobrepasar este límite y a entrar
brevemente en la perspectiva social.

Al comienzo encontramos la doctrina de la Biblia, que nos muestra el modesto estilo de vida de
Jesús y de la Iglesia primitiva, y que, en los escritos posteriores hace ver la (aparente) contradicción
entre el libro de los Hechos de los Apóstoles, que parecieran exhortar al abandono total de los bienes
materiales, y, por otra parte, el cuerpo de los escritos paulinos que exhorta a trabajar para subvenir a
las propias necesidades. Reflexionando acerca de lo ocurrido en los siglos posteriores, es algo
inevitable para el Autor, considerar la posesión de bienes por la misma Iglesia, por ejemplo por los
monasterios, así como del poder político de no pocos Obispos. Tampoco se puede dejar de lado
alguna referencia a los Estados Pontificios, y al Estado de la Ciudad del Vaticano. En este contexto es
oportuno introducir una reflexión acerca de “lo necesario”, “lo superfluo” y “el lujo”, tres categorías
nada fáciles de definir. Se hace también presente la Iglesia, su Liturgia, y sus obras de arte que
representan la propiedad, en ocasiones abundante, de bienes materiales. En todo caso, se percibe en
este librito, lo difícil que es clasificar y emitir juicios en lo referente a las categorías mencionadas
anteriormente.

De lo anterior, brota, pues, una presentación del tema que tiene relación, tanto con la fe, como con
la razón, una temática limitada (circunscrita), pero rica y que combina (expone) principios generales y
hace ver cómo, en este contexto, se necesitan decisiones muy personales. Se ven, enseguida,
consideradas (ilustradas) las conexiones entre pobreza, educación y responsabilidad política.

Espero que este pequeño escrito, que trata materias complejas con palabras simples, pero no
simplicionas (simplificadas), encuentre una buena acogida. El Autor invita, sobre todo en las últimas
páginas, a reflexionar personalmente sobre la actitud de cada cual (cada uno), frente a los (sus) bienes
materiales; acerca, conjuntamente, del trabajo, de la confianza en la Divina Providencia, y acerca de
los diversos tipos de relación del cristiano con esos mismos bienes. Ojalá que este librito sea
provechoso, como (también) lo han sido los precedentes. Termino, como el Autor, citando el
Evangelio según San Mateo: “Así pues. todo lo que queráis que la gente haga con vosotros, hacedlo
también vosotros con los demás; pues esta es la Ley y los Profetas” (Mt 7, 12).

Kart Josef, Cardenal Becker, S.J.

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Pequeño ensayo de apuntes y reflexiones acerca de la relación del cristiano con los bienes materiales

El tema de la correcta relación del discípulo de Cristo con la posesión, en este mundo, de bienes
materiales, es complejo, nada fácil de analizar y menos de describirlo en forma acertada, objetiva y no
parcial. Desde luego, porque no todo cristiano tiene en esta materia las mismas obligaciones y porque la
perfección de la caridad, que es la sustancia de la santidad, no establece un modelo único de relación con
el uso de los bienes materiales. Varias intervenciones sobre la materia del Papa Francisco, recientemente
elegido como sucesor del Apóstol San Pedro, dan a estas reflexiones un matiz de especial actualidad.
Como es natural, lo que aquí se dice no tiene pretensiones de ser la última palabra: sería mucha audacia
siquiera intentarlo. Seguramente a este texto pueden hacerse correcciones, adiciones y precisiones que
pudieran contribuir a mejorarlo y a servir mejor a nuestros hermanos en la fe en el difícil ámbito de su
acción en referencia con el uso de los bienes temporales o materiales.

El ámbito de esta reflexión se limita a la situación personal de cada discípulo de Cristo en relación con
los bienes materiales y prescinde del amplio espacio que ocupa en la doctrina de la Iglesia la dimensión
social de este tema, y en particular la función del Estado, como promotor del bien común, en lo que se
refiere a la tutela debida a los estratos sociales menos favorecidos, así como en la regulación de las
relaciones de justicia entre los ciudadanos.

1.- Un breve recorrido por los Evangelios

La relación del discípulo de Cristo con los bienes materiales, guarda una estrecha relación con la
pobreza como virtud cristiana. Desde luego es claro que el Hijo de Dios al hacerse hombre escogió un
estilo de vida que se caracteriza por la pobreza. De Él dice San Pablo que aún “siendo rico, quiso hacerse
pobre” (ver 2 Cor 8, 9). Pobre fue su nacimiento, pues no hubo para él un alojamiento que cobijara a su
madre (ver Lc 2, 7). Pobre fue la ofrenda que José y María presentaron cuando lo llevaron, como tierno
bebé, al Templo de Jerusalén (ver Lc 2, 24). El exilio en Egipto (ver Mt 2, 13-21), no pudo ser un tiempo de
holgura. Su adolescencia y juventud estuvieron marcadas por el modesto status de su padre adoptivo, San
José, un sencillo artesano, carpintero (ver Mt 13, 55; Mc 6, 3), de un pueblo sin mayor relieve, como era
Nazareth. Él mismo dio de sí el testimonio de que “las zorras y las aves tienen sus guaridas y nidos, pero el
Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza” (ver Mt 8, 20; Lc 9, 58). La gran mayoría de sus
cercanos discípulos desempeñaban el modesto oficio de pescadores (ver Mt 4, 19; Mc 1, 17), y sólo de
algunos se dice que tuvieran dependientes (ver Mc 1, 20). Uno, Mateo, había sido publicano (ver Mt 9, 9s)
y debió haber tenido una situación holgada. Nada nos permite reconstruir el status económico de sus
amigos Lázaro, Marta y María, pero eran, con toda probabilidad, una familia sin pretensiones, aunque en
posesión de un discreto buen pasar (ver Jn 11, 5.11). Zaqueo, el publicano convertido, era, sí, persona de
cuantiosos recursos, puesto que ofreció un gran banquete en honor a Jesús y se comprometió a resarcir
generosamente a quienes hubiera podido perjudicar en la exacción de impuestos (ver Lc 19, 5.8ss). Para la
Última Cena, Jesús hubo de pedir en préstamo una sala apropiada y bien alhajada (ver Mc 14, 12-15; Lc
22, 10-12), quizás propiedad de algún pariente de uno de sus discípulos, pero Él no tenía morada propia ni
en Jerusalén, ni en alguna otra ciudad de Palestina. Cuando su cuerpo exánime fue bajado de la Cruz,
recibió el postrer homenaje de unos fieles discípulos, que cuidaron de adquirir un lienzo para envolver su
cadáver (ver Mt 27, 59) y lo depositaron en un sepulcro nuevo (ver Mt 27, 60), que tampoco era de
propiedad del difunto, sino, con toda probabilidad, cedido provisoriamente en piadoso préstamo.

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Viniendo a las palabras que en los Evangelios aparecen en boca de Jesús, no es posible dejar de
subrayar tanto el papel de la pobreza en la vida cristiana, como los peligros que entraña la posesión de la
riqueza. Desde luego, la primera de las bienaventuranzas, en la redacción de San Mateo, declara “dichosos
los pobres de espíritu” (Mt 5, 3), formulación que puede traducirse como “los espiritualmente pobres”, o
como “los que tienen espíritu de pobreza”, matices que no aparecen en la redacción de San Lucas, que
declara simplemente “dichosos los pobres” (Lc 6, 20), afirmación que va acompañada, casi enseguida, por
el “¡Ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo” (Lc 6, 24). En la parábola del rico
gozador y del pobre mendigo Lázaro (ver Lc 16, 19-31) el juicio condenatorio del primero hace hincapié
tanto en su tren de vida espléndido y lujoso, como en su insensibilidad y despreocupación ante la miseria
extrema del indigente que vivía a sus puertas. En este caso nada se dice acerca de si las riquezas del
gozador hubieran sido honradamente o deshonestamente adquiridas, sino que el reproche va dirigido a la
despreocupación por un necesitado, que hubiera podido ser fácilmente socorrido siquiera con lo que
sobraba de la mesa del opulento ricachón. En el mismo Evangelio de San Lucas, el dinero recibe el
apelativo “de iniquidad” (ver Lc 16, 9) y allí mismo se repite la advertencia de que no es posible servir a
Dios y al dinero (ver Lc 16, 13; Mt 6, 24), porque quien se somete a la esclavitud del dinero, hace de él una
especie de divinidad, absolutamente incompatible con el reconocimiento de Dios como lo único absoluto.
El caso más trágico de esa idolatría del dinero (ver Col 3, 5), es el de la traición del apóstol Judas Iscariote,
que vendió a Jesús por miserables treinta monedas de plata (ver Mt 26, 15). En el caso del muchacho
pudiente a quien Jesús le indicó como requisito para su perfecto seguimiento y para incorporarse al grupo
de sus más cercanos discípulos, el despojarse efectivamente de sus bienes y dar el producto a los pobres,
el apego a su cuantiosa fortuna le impidió acoger la invitación del Maestro (ver Mt 19, 16-22). A
continuación de ese episodio se leen las severas palabras de Jesús: “difícilmente entrará un rico en el
reino de los cielos. Lo repito: más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico
entrar en el reino de los cielos. Al oírlo los discípulos dijeron espantados: ‘entonces, ¿quién puede
salvarse?’. Jesús se los quedó mirando y les dijo: ‘Es imposible para los hombres, pero Dios lo puede
todo’” (Mt 19, 23-26). Como contrapartida, leemos que Pedro dijo a Jesús: “Ya ves, nosotros lo hemos
dejado todo y te hemos seguido: ¿qué nos va a tocar? Jesús les dijo: ‘en verdad os digo: cuando llegue la
renovación y el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, también vosotros, los que me habéis
seguido, os sentaréis en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. Todo el que por mí deja, casa,
hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna’ “
(Mt 19, 27-29).

Este es el momento de releer un largo texto, muy significativo, del Evangelio de San Mateo: “No
atesoréis para vosotros tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen y donde los ladrones
abren boquetes y los roban. Haceos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que los roan, ni
ladrones que abren boquetes y roban. Porque donde esté tu tesoro, allí está tu corazón… Nadie puede
servir a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no
hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero. Por eso os digo: no estéis agobiados por
vuestra vida pensando qué vais a comer, ni por vuestro cuerpo pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale
más la vida que el alimento y el cuerpo que el vestido? Mirad los pájaros del cielo: no siembren ni siegan,
ni almacenan y sin embargo vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos?...
Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto,
estaba vestido como uno de ellos. Pues si a la hierba que hoy está en el campo y mañana se echa al
horno, Dios la viste así, ¿ no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe? No andéis agobiados
pensando qué vais a comer o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los paganos se afanan por esas
cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial que necesitáis de todo eso. Buscad sobre todo el reino de Dios y su
justicia: y todo eso se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana
traerá su propio agobio. A cada día le basta su carga” (Mt 6, 19-34).

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Hay, en la vida de Jesús, un episodio en que aparece un gasto, ciertamente lujoso, hecho como
homenaje a su persona. Conviene leer el texto evangélico: “estando Jesús en Betania, en casa de Simón, el
leproso, sentado a la mesa, llegó una mujer con un frasco de perfume muy caro, de nardo puro, quebró el
frasco y se lo derramó sobre la cabeza. Algunos comentaban indignados: ‘¿a qué viene este derroche de
perfume? Se podía haber vendido por más de trescientos denarios, para dárselo a los pobres’. Y
reprendían a la mujer. Pero Jesús replicó: ‘Dejadla, ¿por qué la molestáis? Ha hecho conmigo una obra
buena. Porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros y podéis socorrerlos cuando queráis, pero a
mí no me tenéis siempre. Ella ha hecho lo que podía: se ha adelantado a embalsamar mi cuerpo para la
sepultura. En verdad os digo que, en cualquier parte del mundo donde se proclame el Evangelio, se
hablará de lo que ella ha hecho, para memoria suya’ “ (Mc 14, 3-9). Hay otro texto evangélico en que
aparece también un gasto suntuoso, y es en la parábola del “padre misericordioso”, o “del hijo pródigo”
cuando aquel, al recuperar con vida, sano y salvo, al hijo perdulario, dispone un espléndido banquete, y
justifica el gasto ante el hermano envidioso, haciéndole ver lo razonable y justificado de alegrarse y
festejar tan grato acontecimiento familiar (ver Lc 15, 11-31).

2.- Una ojeada al mundo económico contemporáneo a Jesús

El mundo económico de la cuenca del Mediterráneo y del Medio Oriente en tiempos de Jesús, era
profundamente diverso del de nuestros días. Sin pretender hacer una descripción históricamente
científica, se intentan aquí algunas aproximaciones que pueden ser valederas.

Ese mundo económico era básicamente agrícola y artesanal, con alguna incidencia de explotación de
minerales y con formas limitadas de comercio, en todo caso en una escala muy significativamente menor
a la que existe hoy día. La población de ese entorno no superaría unos cuarenta millones de personas y la
fuerza de trabajo estaba representada por un muy elevado número de esclavos, seres humanos que eran
comprados y vendidos como cualquier mercancía. Hay quien estima que alrededor de un tercio de la
población del Imperio romano estaba formado por esclavos. Entre los cristianos había quienes poseían
esclavos pero tal posesión no fue objeto de un explícito reproche en los escritos de San Pablo: el Apóstol
sólo insiste en que el trato sea conforme a la caridad, pues el esclavo es también un hermano (ver Ef 6, 5-
9; Col 3, 22; Flm 1-21). Si uno intentara buscar una explicación a esa actitud, quizás una podría ser la de
atribuirla a la influencia, en los hombres de la época, de una situación social ampliamente admitida y
considerada legítima. Con el correr de los siglos, y hasta hace menos de trescientos años, sabemos no sólo
de la existencia de cristianos individuales, sino también de instituciones eclesiásticas, de Órdenes
religiosas, sacerdotes e incluso Obispos que poseyeron esclavos.

En Palestina la situación económica y social no era muy diversa, aunque con niveles seguramente
inferiores en desarrollo al de las grandes ciudades del Imperio romano. Las fortunas se apreciaban en la
posesión de cantidades de ganado (camellos, equinos, vacunos, ovejería, cabrería), y de tierras dedicadas
a sembradíos y a plantaciones de vides, olivos e higueras. Las unidades políticas obtenían habitualmente
sus recursos sobre la base de impuestos y, en ocasiones, del fruto del pillaje como consecuencia de
guerras victoriosas. Los gobernantes respondían a un esquema generalmente caracterizado por el
absolutismo, sin los controles propios de las democracias modernas. En las zonas ribereñas del mar de
Tiberíades y del Mediterráneo, había bastante pesca artesanal. Existían ciertamente personas pobres, y
probablemente no pocas, ya que Jesús afirma que los tendremos siempre con nosotros (ver Mt 26, 11).
Causas de pobreza eran algunas enfermedades, al parecer frecuentes, como la ceguera, la parálisis, la
lepra, los trastornos psíquicos y el desamparo de las mujeres viudas (ver Mc 12, 43; l Tim 5, 5). No es
posible aventurar cifras exactas, pero ya en los primeros tiempos del Cristianismo hubo que hacer frente a

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la indigencia de las viudas de la comunidad (ver Hech 6, 1) y San Pablo organizó colectas para socorrer a
los pobres de la Iglesia de Jerusalén (ver 1 Cor 15, 1). Al parecer, el mismo grupo de Jesús y de sus
apóstoles hacía ocasionalmente limosna a personas necesitadas (ver Jn 13, 29). La preocupación por los
indigentes estuvo siempre presente en las comunidades cristianas, desde un principio (ver Gal 2, 10).

En el mundo contemporáneo a Jesús no se dan algunos fenómenos económicos que hoy tienen gran
vigencia: no existía la producción masiva originada en la Revolución Industrial; el comercio no estaba
globalizado en la medida en que hoy lo está; la banca, como motor de la actividad económica y financiera,
no tenía el relieve que posee hoy; no se había formado aún la “clase empresarial”, cuya importancia en el
desarrollo económico de los pueblos es hoy día determinante; las dimensiones de la población en
condiciones de consumir eran comparativamente sumamente reducidas con respecto a lo que es hoy día
el mercado mundial; la tecnología de las comunicaciones distaba exponencialmente de la velocidad que
ha alcanzado hoy, lo que incide actualmente en forma muy importante en el mundo de los intercambios
comerciales. Todo eso incide en que la transposición de modelos y juicios de una época pretérita a la
nuestra, corra el riesgo de incurrir en errores que distorsionan lo que debiera ser una valoración objetiva.

3.- ¿Cómo se vivió la relación con los bienes materiales en los principios del Cristianismo?

Posiblemente influenciados por la idea de que la segunda venida de Cristo en gloria y majestad sería
una realidad inminente (ver 1 Tes, 5, 1-8; 2 Tes 2, 1-3), no se observa en algunos medios del Cristianismo
primitivo lo que pudiéramos llamar una “espiritualidad del trabajo”, sino un modelo en el que la venta de
los bienes constituye la manera de subvenir a las necesidades de la comunidad. Así dice el libro de los
Hechos: “los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los
repartían entre todos, según la necesidad de cada cual” (Hech 2, 44s). En otro texto similar al anterior
leemos: “el grupo de los creyente tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada
de lo que tenía, pues lo poseían todo en común… Entre ellos no había necesitados, pues los que poseían
tierras o casas, las vendían, traían el dinero de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles: luego se
distribuía a cada uno según lo que necesitaba. José, a quien los apóstoles apellidaron Bernabé, que
significa ‘hijo de la consolación’, que era levita y natural de Chipre, tenía un campo y lo vendió; llevó el
dinero y lo puso a los pies de los apóstoles (Hech 4, 32-37). No sabemos cuánto duró este modelo, pero
no se puede descartar que pareciera haber tenido un resultado negativo y que, aparte de las excelentes
intenciones de quienes lo pusieron en práctica, dejara a la comunidad jerosolimitana en una condición de
pobreza que San Pablo hubo de auxiliar mediante colectas realizadas en otras Iglesias, como ya se dijo.

Existe, sin embargo, otro pasaje del mismo libro de los Hechos, en el que San Pedro, reprendiendo
duramente el engaño de los cónyuges Ananías y Safira, que habían puesto a disposición de los Apóstoles
solamente la mitad del producto de la venta de unas tierras afirmando que era la totalidad del precio,
declara que los autores del engaño podían haber conservado la propiedad, cuando la poseían, y, una vez
vendida, eran legítimos dueños del precio de la venta (ver Hech 5, 1-11). El pecado de esos cónyuges no
fue, pues, haber poseído una propiedad, sino la mentira que cometieron de común acuerdo, al decir que
donaban todo el precio de la venta, en circunstancias de que solamente entregaron la mitad. Este pasaje
recalca que el desprendimiento total y efectivo de los propios bienes no constituye una obligación moral
para todo discípulo de Jesús, sino que es un consejo dirigido a quienes han recibido el llamado a vivir en
un determinado modelo de vida cristiana, que es legítimo y muy digno de valoración, pero que no puede
imponerse como necesario a todo discípulo de Cristo, aunque todos ellos están llamados efectivamente a
la perfección cristiana, como lo ha enseñado claramente en Concilio Vaticano II en el capítulo V de la
Constitución “Lumen Gentium”, sobre la Iglesia.

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En la Segunda Carta a los fieles de Tesalónica, San Pablo afirma que “no vivimos entre vosotros sin
trabajar, ni comimos de balde el pan de nadie, sino que, con cansancio y fatiga, día y noche trabajamos a
fin de no ser una carga para ninguno de vosotros. No porque no tuviéramos derecho, sino para daros en
nosotros un ejemplo que imitar. Además, cuando estábamos entre vosotros, os mandábamos que si
alguno no quiere trabajar, que no coma. Porque nos hemos enterado de que algunos viven
desordenadamente sin trabajar, antes bien metiéndose en todo. A esos les mandamos y exhortamos, por
el Señor Jesucristo, que trabajen con sosiego para comer su propio pan” (2 Tes 3, 7-12). Aquí aparece ya la
valoración espiritual del trabajo, tan evidente para quien considera que Jesucristo, durante toda su vida
oculta en Nazareth, fue un trabajador manual, un artesano. Ya en la Primera Carta a los Tesalonicenses, el
Apóstol los había exhortado a esforzarse “por vivir con tranquilidad, ocupándoos de vuestros asuntos y
trabajando con vuestras propias manos, como os lo tenemos mandado” (1 Tes 4, 10s).

4.- Un rápido vistazo sobre el tema a través de los siglos

Es sabido que en los orígenes del Cristianismo sus adherentes fueron, en gran mayoría, aunque no
exclusivamente, miembros de los estratos socio-económicos más modestos. Dice San Pablo, dirigiéndose
a los fieles de Corinto: “fijaos en vuestra asamblea, hermanos: no hay en ella muchos sabios en lo
humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; sino que lo necio del mundo es lo que ha escogido
Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. Aún
más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta,
de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor. A Él se debe que vosotros estéis en Cristo
Jesús, el cual se ha hecho para nosotros sabiduría de parte de Dios, justicia, santificación y redención. Y así
- como está escrito - : ‘el que se gloría, que se gloríe en el Señor’ “ (1 Cor 1, 26-31). Esa descripción del
Apóstol parece ser valedera en general para la sociedad de su tiempo, sin ignorar, por cierto, que hubo
también en la época algunos miembros de familias ilustres y algunas personas de notable cultura que
abrazaron la fe cristiana. En Palestina, buena parte de los discípulos de Jesús fueron galileos, término casi
sinónimo de personas de escasa importancia (ver Mc 14, 70; Mt 26, 69; Hech 2, 7).

Es bien sabido que los comienzos del Cristianismo estuvieron marcados por una oposición que con
frecuencia llegó a ser violenta y dio origen a sangrientas persecuciones en el ámbito del Imperio romano.
Ser cristiano fue considerado como algo ilícito, e incluso como un delito que merecía la pena de muerte.
La Iglesia no podía poseer edificios de culto y sólo pudo acogerse a la franquicia de que gozaban diversos
gremios que consistía en poseer terrenos destinados a la sepultura de sus miembros: es el origen de las
catacumbas. Esa situación duró hasta comienzos del siglo IV, con el advenimiento del primer emperador
cristiano, Constantino Magno. A partir de ese momento, ser cristiano dejó de ser un crimen para
convertirse en una recomendación. Desde entonces profesar la fe cristiana no constituyó ya un riesgo o
una desventaja, sino, por el contrario, un antecedente positivo. Como consecuencia, el martirio dejó de
ser una realidad habitual y casi cotidiana, y la auténtica vida cristiana experimentó un apreciable
debilitamiento. Surge entonces, en medio Oriente y en Occidente, una nueva forma del “radicalismo”
evangélico, que es la vida monástica.

Los emperadores, y, después de la caída del Imperio romano de Occidente, los reyes y príncipes
territoriales, consideraron como un deber suyo, y parte de sus responsabilidades, favorecer la religión
cristiana, otorgándole público reconocimiento y haciendo a la Iglesia importantes donaciones en recursos
y en posesiones territoriales. La Iglesia es vista como un poderoso sostén de la sociedad, como garantía de
unidad de los pueblos y como “alma” de la convivencia humana. Los Obispos adquieren gran influencia,
incluso política, y los monasterios llegan a poseer importante relevancia tanto en la vida de las
comunidades cristianas, como en la trama social. Andando el tiempo, sobre todo en el ámbito germánico,

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numerosos obispados adquieren la categoría de principados feudales, y sus Obispos llegan a ser señores
en cuyo territorio ejercían tanto el ministerio religioso, como el gobierno político. Al parecer fueron, las
más de las veces, buenos gobernantes, pero existe la fundada sensación de que, en no pocas ocasiones, el
príncipe prevaleció sobre el pastor, y quizás sea esa una de las raíces profundas de la terrible crisis que se
desencadenó en el siglo XVI con el movimiento que genéricamente se denomina como la “reforma
protestante”. Es cierto que hubo movimientos espirituales y apostólicos que escaparon a la
“feudalización” de la Iglesia, como fueron el franciscanismo y otras nuevas Órdenes religiosas
mendicantes, que se apartaron del precedente modelo monástico, pero parece justa la observación del
destacado historiador y teólogo que fue el P. Ives M.-J. Congar, O.P., cuando escribió que “había caído
sobre la Iglesia un polvillo constantiniano”, frente al cual él postulaba un modelo de Iglesia servidora y
pobre: “Pour une Église servante et pauvre”, es el título de una obra suya, publicada en tiempos de la
celebración del Concilio Vaticano II.

Por circunstancias históricas que no es del caso analizar en detalle, el Obispo de Roma, aparte de su
calidad de sucesor del Apóstol San Pedro, reconocida por toda la antigua tradición cristiana, fue
adquiriendo también las prerrogativas de un monarca temporal, responsable políticamente de un
territorio equivalente aproximadamente a un tercio de la superficie actual de la República Italiana. Es
cierto que esa calidad favoreció su independencia con respecto a los gobiernos civiles, en la época
preponderantemente monarquías de tipo absolutista, situación que nunca tuvo ni tiene hasta hoy, el
Patriarca de la Iglesia ortodoxa bizantina y Arzobispo de Constantinopla, con las graves vicisitudes que ha
tenido que soportar desde la caída del Imperio cristiano de Oriente. Pero no es ilegítimo preguntarse si
todo el “sistema” de la Iglesia católica en la actualidad corresponde a lo que Jesús quisiera de la
institución, fundada por Él, para ser “sacramento universal de salvación”, empleando la expresión del
Concilio ecuménico Vaticano II. Es cierto, por otra parte, que ha habido no pocos Pontífices Romanos que
vivieron, desde hace siglos, en un marco histórico en varios aspectos semejante al actual de la Iglesia
católica y que llegaron a ser santos, sin que el “sistema” haya obstaculizado en nada su seguimiento de
Jesús con perfección ejemplar. También es cierto que la evolución de la humanidad hace que la vida de la
Iglesia y el ejercicio de su ministerio sacerdotal, y en particular el del oficio del Obispo de Roma, no pueda
ser idéntico a como lo fue en siglos pasados. Pero ello no dispensa de hacer un examen objetivo,
respetuoso de las sanas tradiciones, y sanamente crítico acerca de lo que, en la perspectiva de la acción
pastoral - según el criterio enunciado, ya en su tiempo, por el Concilio de Trento -, pudiera y aún debiera
modificarse. El polvillo constantiniano puede ser sacudido con provecho para el bien de la misión de la
Iglesia, aunque al quedar suspendido en el aire pudiera causar algún previsible estornudo. Hacerlo no
implicaría ninguna novedad, y menos una ruptura con la sana tradición, y es justo reconocer que en el
último siglo se han dado numerosos pasos muy significativos en ese sentido.

Hoy día, con la perspectiva que da el paso del tiempo, es posible pensar que la pérdida de los Estados
Pontificios en 1870, y su reemplazo, en 1929, por lo que es en la actualidad el mini-Estado de la Ciudad
del Vaticano, no fue en sí misma una tragedia irreparable, sino más bien un hecho que se inscribe en los
caminos de la providencia para conducir a la Iglesia por la vía de una mayor fidelidad a lo que es esencial a
su naturaleza y a su misión. Es evidente que la Iglesia no puede prescindir del uso de importantes medios
materiales, incluidos aquellos que ofrece la técnica moderna, pero siempre seguirá siendo verdad que
ella no puede poner en definitiva su confianza en los recursos humanos, sino en el poder y en la gracia de
Dios.

5.- Sobre el lujo y lo superfluo

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A estas alturas de este ensayo de reflexión, parece oportuno analizar, siquiera de paso, el concepto de
lo “superfluo”, vecino al de “lujo”. Ambas palabras se refieren a lo “no necesario”, a lo “prescindible”, a lo
que no es indispensable. Salta a la vista que estos conceptos contienen elementos de relatividad, sea en
relación con las necesidades de determinadas personas, las que no son las mismas para unos que para
otras que se encuentran en situaciones diferentes, sea si se toman como puntos de comparación épocas
muy diversas entre sí. Así, por ejemplo, un instrumento de alta precisión es indispensable para un
especialista y es superfluo o inútil para quien carece de la respectiva especialidad. Hace un siglo el
automóvil era un lujo, y hoy ya no lo es en muchos medios. El vino es un producto de consumo habitual en
ciertas regiones, mientras que en otras constituye aún un lujo. Hay que considerar que la producción de
bienes suntuarios mueve una cantidad importante de actividades económicas y que su eliminación total
originaría una importante pérdida de fuentes de trabajo. Es difícil definir lo “superfluo” porque los seres
humanos sufrimos la propensión de exagerar nuestras necesidades y a considerar imprescindible lo que,
en rigor de términos, no lo es. Pero es justo admitir que no todas las personas tienen las mismas
necesidades y que las diversas situaciones pueden justificar la conveniencia de disponer de ciertos bienes
que en otras circunstancias pudieran considerarse como prescindibles.

¿Qué pensar del uso de las joyas; del encargo, adquisición y posesión de obras de arte; de los
automóviles de lujo, de las viviendas mucho más espaciosas de lo necesario? Son, por una parte, una
riqueza de la humanidad, pero, por otra contrastan con la indigencia de muchos seres humanos que
carecen de lo más necesario. ¿Es recomendable seguir el ejemplo y criterio de Jerónimo Savonarola, que
hizo quemar en la plaza de Florencia un número importante de obras de arte? ¿Cómo valorar la actitud de
no pocas santas reinas y princesas que, durante su vida matrimonial asumieron sin reticencias el estilo de
vida propio del rango de sus maridos y que, una vez viudas, adoptaron un modelo de gran simplicidad e
incluso de austeridad, cuando no ingresaron como miembros de algún monasterio?

Los escritos del Antiguo Testamento que describen los implementos del culto mosaico refieren con
detalles la riqueza con que se elaboraron tanto el Arca de la Alianza (ver Ex 25; 26; 37), como los
ornamentos sacerdotales (ver Ex 28; 30; 39), y asimismo la magnificencia del Templo de Jerusalén (ver 1
Re 5, 15 – 6, 36). No es aventurado pensar que la suma reverencia que el pueblo israelita nutría hacia
Dios, y que el mismo Dios había subrayado (ver p.ej. Ex 3, 4ss; 19, 10-24; Jos 5, 13ss), tendía naturalmente
a expresarse a través de la excelencia de los materiales dedicados a la liturgia veterotestamentaria. En la
época era habitual que los gobernantes se rodearan de una corte y un tren de vida fastuosos (ver Hech
25, 23): era, por una parte, una señal de su poderío, y, por otra, una expresión de su status, cuyo origen
provenía, según la convicción general, de una elección divina (ver 1 Sam 10, 1ss; 16, 1-13). Si se tiene
presente que entre la primera Alianza, sellada por Moisés, y la segunda establecida por Jesucristo, existe
una relación de continuidad-discontinuidad, es claro que en los tiempos cristianos haya existido el deseo
de expresar la trascendencia de Dios mediante la riqueza y magnificencia del culto. Si en los primeros
tiempos, marcados por las persecuciones, las comunidades cristianas no pudieron tener edificios
importantes dedicados al culto, y debieron reunirse en los domicilios privados, una vez que los
emperadores fueron miembros de la Iglesia, surgieron con su decidido apoyo y con la consciente
colaboración del pueblo creyente, imponentes edificios dedicados exclusivamente a la celebración de la
liturgia cristiana. En la época había ciertamente personas menesterosas, pero la necesidad de acudir en su
ayuda no impidió dedicar ingentes recursos al realce del culto. Es cierto, sin embargo, que hubo voces,
como la de San Juan Crisóstomo, que se alzaron para criticar la injustificable incoherencia entre una
dotación excesivamente lujosa de los lugares y ornamentos del culto y la situación de miseria y desamparo
en que vivían los pobres, como si Cristo-Cabeza mereciera todas las expresiones de honor y respeto, pero
sus miembros, los pobres, pudieran ser tratados con insensibilidad y descuido.

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En los tiempos cristianos se desarrolló una notable arquitectura que se expresó en admirables iglesias
tanto catedrales y abaciales, como en otras edificaciones de monasterios y residencias eclesiásticas. Esas
construcciones fueron favorecidas, en mucha ocasiones, por príncipes cristianos, así como por la
colaboración de los fieles y constituyen hasta hoy día parte importante del acervo cultural de numerosos
pueblos. Al lado de las construcciones se desarrollaron también notables expresiones artísticas en el
campo de la orfebrería, la platería, la imaginería, la arquitectura, la escultura y la pintura, en las que se
emplearon materiales de muy alto valor, que corrieron parejas con la calidad artística que los maestros
autores, muchas veces anónimos, supieron imprimirles con espíritu de fe. Es muy aventurado hacer
afirmaciones acerca de las motivaciones que tuvieron quienes patrocinaron esas obras. Es bien probable
que básicamente hayan tenido un sincero deseo de honrar a Dios, y de hacerlo en la forma más hermosa
que estuviera a su alcance, pero, como en tantas cosas humanas, es imaginable que a esa noble intención
se hayan mezclado motivaciones de prestigio y aún de emulación. En todo caso no es posible soslayar el
costo que tuvo para la cristiandad occidental la construcción de la Basílica de San Pedro en la colina
vaticana…

No está demás recordar los elementos de magnificencia y de esplendidez con que el último libro de la
Biblia, el Apocalipsis, describe la morada eterna de los bienaventurados, la Jerusalén celestial. Sus muros
de material nobilísimo y sus puertas constituidas por gemas preciosas (ver Apc 21, 10-21), son una
invitación a reconocer y adorar la inmensa majestad de Dios, cuya belleza, grandeza y señorío trascienden
todo lo creado e incluso lo imaginable. La felicidad no se reduce, ciertamente, al placer de los sentidos
corporales, pero la satisfacción que a través de ellos experimentamos no es sino una pálida imagen de la
bienaventuranza, descrita por San Pablo como algo que “ni el ojo vio, ni el oído escuchó, ni el hombre
puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman” (1 Cor 2, 9).

Si en el campo del culto es explicable, y aún justificable, la realización de edificios, utensilios y


ornamentos que exceden lo que sería la medida de lo estrictamente necesario y conveniente - y lo
demuestran tantos santos que vivieron en una rigurosa austeridad personal - no es posible, al parecer,
recurrir a los mismos argumentos, ni en la misma medida, para justificar el uso de lo superfluo en el
campo de la vida personal.

Aquí me parece imprescindible hacer una consideración aparte con respecto al mundo de las artes. No
puede desconocerse que ese ámbito tiene una gran relevancia humana y humanizadora y que tanto la
sociedad civil, como la Iglesia y los particulares, tienen el derecho y aún el deber, de conservar y
acrecentar el patrimonio artístico de los grupos humanos en los que están insertos. En muchos medios
modernos existe la costumbre de expresar mediante el obsequio de alguna joya, el compromiso
matrimonial, y de simbolizar el vínculo conyugal mediante anillos de oro. ¿Podrían calificarse esas
costumbres, como algo cristianamente reprobable? En el campo del lujo y de lo superfluo, ¿es posible
establecer normas rígidas y, por así decirlo, matemáticas, para determinar el cómo y el cuánto, o es
preferible dejar a la conciencia de cada cual analizar el desafío que el Evangelio constituye en la materia
de la posesión y del uso de los bienes que pueden calificarse de suntuarios?

6.- Algunas reflexiones adicionales acerca de la pobreza

Si se entiende por pobreza la carencia de aquellos bienes que son necesarios para que una persona
humana pueda vivir conforme a los requerimientos de su naturaleza y dignidad, es claro que tal situación
debiera ser superada y más todavía cuando adquiere los contornos de la miseria o del mal gusto.

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Las carencias que caracterizan la pobreza no son solamente de orden material, como son el alimento, la
habitación, las necesidades sanitarias y la previsión que garantice una vida digna al llegar a la ancianidad,
sino que incluyen también el acceso a la educación, a la cultura, a las expresiones artísticas así como el
reconocimiento de la plena libertad para manifestar y comunicar las propias convicciones religiosas. Una
superación de las solas carencias de orden material no es suficiente para erradicar el amplio espectro de
la pobreza.

Hay indigencias de orden espiritual como son la ignorancia, los vicios, la deshonestidad, el egoísmo, y
otras, que menoscaban no sólo a quien está afectado por ellas, sino a la convivencia correcta con los otros
miembros de la sociedad.

La superación e la pobreza implica variados esfuerzos. Un sector importantísimo es el de las


responsabilidades de las autoridades políticas, que, a través de las legislaciones y subsidios, deben
promover la justicia social, facilitar la creación de fuentes de trabajo y sostener subsidiariamente, en
forma directa, a los componentes más vulnerables de la sociedad. En la creación de fuentes de trabajo
tienen un gran aporte que hacer las personas que poseen capacidad empresarial y desarrollan actividades
productivas, económicamente viables y atentas a los derechos y bienestar de los trabajadores. Una sana
política económica y tributaria constituye un marco positivo en orden a ir logrando la progresiva
superación de la pobreza. Al revés, políticas económicas imprudentes o ausentes de realismo, conducen, a
la larga, a la desestabilización del equilibrio financiero, con grandes perjuicios para todos, y especialmente
para los más pobres. Sin embargo, habrá siempre situaciones, mas o menos amplias, que no logran
remediarse de inmediato a través de las intervenciones del Estado y de la empresa privada, y frente a ellas
tienen responsabilidad los particulares, personas o sociedades, que poseen recursos para poder acudir,
con generosidad, en ayuda de quienes atraviesan momentos o etapas de graves carencias. No podemos
olvidar la advertencia de Jesús acerca de que siempre habrá pobres entre nosotros (ver Mt 26, 11), así
como sus recomendaciones acerca de la generosidad para dar limosna (ver Mt 6, 2s.4; Lc 11, 41; 12, 33).

Diferente a la pobreza como carencia de lo necesario, es la pobreza como virtud. Ya anteriormente, en


el n° 1, se hizo notar la diferencia que existe entre el texto de la primera bienaventuranza como aparece
en el Evangelio de San Lucas, con una redacción muy breve que dice escuetamente: Bienaventurados los
pobres (Lc 6, 20); y la del Evangelio según San Mateo, en la que se lee: Bienaventurados los pobres en el
espíritu (Mt 5, 3). Esta segunda redacción apunta a una actitud interior con respecto a los bienes
materiales: actitud de quien se siente solamente un administrador y no un dueño absoluto; actitud de
quien sabe que nada trajimos a este mundo y nada nos llevaremos de él; actitud de quien es consciente
de que la insensibilidad ante el dolor ajeno (ver 16, 19-31; Mt 25, 41-46) es inexcusable ante el juicio de
Dios. Quien es pobre en el espíritu es generoso para dar, y se alegra en cada ocasión que se le ofrece para
poder dar. ¡Qué bien entendió esta bienaventuranza esa riquísima dama que vivió con gran sencillez,
entregando a manos llenas su inmensa fortuna, y en cuyo funeral el sacerdote que pronunció la homilía,
invitó a los participantes a alegrarse y a alabar a Dios porque hoy día un pobre ha entrado en el Reino de
los cielos!

Es conveniente recordar aquí la advertencia del Concilio Vaticano II, al decirnos que: Estén todos
atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de las cosas del mundo y un apego a las
riquezas contrario al espíritu de la pobreza evangélica, les impida la prosecución de la caridad perfecta
(Constitución sobre la Iglesia, n° 42).

7.- Preguntas y modesto ensayo de respuestas sobre los temas abordados anteriormente

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1) ¿Cuál es la actitud básica del cristiano en su relación con los bienes materiales?

En rigor de términos, el hombre no es dueño absoluto de nada: el único dueño y Señor de todo lo
creado es Dios, y los seres humanos no somos más que administradores de los bienes que Él nos ha
confiado. Por eso tenemos que rendir cuentas a Él del uso que hayamos hecho de los bienes, tanto
materiales como espirituales, que hemos recibido de sus manos. De su uso en legítimo provecho nuestro,
de su contribución al bien común y del respeto por el bien de las generaciones venideras. Poseer bienes
es, pues, algo que implica una amorosa responsabilidad. Administrarlos bien es expresión de caridad, de
responsabilidad, así como origen de profunda alegría.

2) ¿Es legítimo pensar que la confianza en la providencia de Dios, dispensa al hombre de trabajar?

El trabajo es condición natural del ser humano. Dios confió al hombre la creación para que la trabajara
(ver Gen 1, 28s; 2, 15). Las capacidades que cada cual ha recibido de Dios, no son sólo para la ventaja y
provecho personales, sino también para contribuir al bienestar de la propia familia y de la sociedad a la
que cada cual pertenece. El trabajo es fuente de realización personal y el modo normal de ganar el propio
sustento. El fruto de un trabajo honrado permite socorrer las necesidades de quienes están desprovistos
de lo necesario.

3) ¿Es contrario a la confianza en Dios ahorrar parte del fruto del propio trabajo para proveer a
eventuales contingencias futuras?

La doctrina cristiana no prohibe el ahorro. Ahorrar parte de lo que se obtiene legítimamente es algo
natural e incluso un deber. El ejemplo del patriarca José que recomendó al Faraón acumular grandes
cantidades de alimento en los tiempos de prosperidad, para subvenir a las necesidades que sobrevendrían
en los años de escasez, es un ejemplo que conserva plena validez para el cristiano de hoy (ver Gen 41ss).
La previsión con miras a las necesidades del futuro es algo razonable e incluso virtuoso, y no lo es el
despilfarro irresponsable. El ahorro es esencialmente diferente de la avaricia, que es un afán desmedido
de acumular riquezas por encima de las necesidades actuales o previsiblemente futuras. San Pablo la
llama “una idolatría” (Col 3, 5).

4) ¿Existe, para los discípulos de Cristo, un solo modelo legítimo de posesión y administración de los
bienes materiales, o bien hay varios modelos diferentes y también legítimos?

Con respecto a la posesión y disposición de bienes materiales, hay diversos modelos legítimos, y todos
ellos pueden ser coherentes con la autenticidad cristiana. Esos modelos están determinados por la
vocación o estado en el que cada cual ha sido llamado a realizar su vida cristiana. Uno es el modelo que
corresponde a los padres de familia que tienen hijos a su cargo; otro el de los cristianos que han sido
llamados a la vida religiosa o monástica; otro el de quien tiene una actividad que requiere costosos
instrumentos de trabajo; otro el que ejercita una actividad empresarial. En cada uno de estos estados es
posible servir a Dios y al prójimo con perfección, teniendo presente que todos ellos tienen su origen en un
llamado de Dios y en una específica responsabilidad cristiana.

5) ¿Cuál es la relación justa del discípulo de Cristo con el dinero?

El dinero nunca puede constituir para el cristiano una finalidad en sí mismo: es solamente un medio, y
los medios se emplean correctamente en la medida en que su uso es conducente al fin legítimo que
alguien se propone obtener. Si el dinero adquiere contornos de finalidad en sí mismo, llega a ser un tirano

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despiadado, una divinidad idolátrica, dotada de una frialdad egoísta y mortal. Con respecto al dinero, el
cristiano debe siempre recordar que “hay más alegría en dar que en recibir” (Hech 20, 35) y que “Dios
ama a quien da con alegría” (2 Cor 9, 7). Amar es dar, es darse, y “tanto amó Dios al mundo, que le dio su
Hijo” (Jn 3, 16): ¡no podía darnos algo más importante ni algo mejor!

6) ¿Es justificable que el dinero pueda reportar ganancias, a título de intereses, cuando es dado en
préstamo, o a título de una inversión productiva?

El interés obtenido al dar dinero en préstamo es algo en sí legítimo, siempre que la tasa de interés no
sea usuraria, es decir en la medida que no exceda una ganancia razonable y compatible tanto con las
necesidades de las personas, como con el justo ordenamiento y convivencia sociales. El Estado tiene la
obligación de velar a fin de que los intereses no excedan lo que es justo, y que no se hagan valer
subterfugios para burlar la usura, disfrazándola con eufemismos, como “comisiones”, “cláusulas penales”
u otras semejantes, que ocultan un insaciable apetito de ganancias injustificadas, fáciles y excesivas. La
usura no sólo es inmoral porque es un atropello a la justicia, sino que constituye un delito que pone en
grave riesgo la pacífica y fraterna convivencia en la sociedad.

7) ¿Qué pensar de los gastos hechos en materias que no son estrictamente necesarias, como son, por
ejemplo, los consumos de agrado, la promoción y el mecenazgo del arte, las expresiones culturales y la
dotación artística del culto religioso?

Es muy difícil y arriesgado intentar establecer, en lo que se refiere a los consumos de agrado, una regla
matemática. No es legítimo postular su total supresión, porque eso redundaría en una verdadera
deshumanización y en un colectivismo asfixiante o en actitudes demagógicas, pero sí es necesario que
cada cristiano se haga la pregunta acerca de si usa de los bienes de esta tierra con moderación,
atendiendo no sólo a las satisfacciones personales, sino también a las necesidades ajenas, y sobre todo a
las de quienes no están en condiciones de hacer frente, con sus propios recursos y con su eficiente
laboriosidad, a todas sus razonables necesidades. En el campo de los gastos en el campo del culto
religioso, se impone un cuidadoso examen de las verdaderas necesidades de las distintas comunidades, de
modo que se inviertan equilibradamente los recursos disponibles, sin descuidar la elegancia, el buen gusto
y la estética que son de por sí elementos constructivos, humanizantes y pedagógicos.

8) ¿Son el lujo y lo “superfluo” siempre y en toda hipótesis, algo moralmente reprobable?

Algo parecido a lo que queda dicho en el número anterior, puede decirse también con respecto al lujo y
a las expensas que pueden calificarse de “superfluas”. Desde luego, es preciso tener presente que en
estas categorías hay una variada gama de elementos que invitan a considerar la relatividad en la
aplicación de estos conceptos. Y es necesario además considerar la intención, el “espíritu” y las
circunstancias sociales, personales y culturales de quien posee o usa bienes suntuarios. También aquí
incide poderosamente el “camino” o vocación a través del cual la providencia divina conduce a cada
cristiano por las vías, diferentes entre sí, pero que pueden conducir a la perfección cristiana. Pareciera,
pues, que no todo uso de bienes suntuarios es en sí mismo reprobable, o anti-evangélico, e incluso es
posible que dicho uso tenga valoraciones diferentes en circunstancias diversas de la vida de una misma
persona o del contexto social en que cada cual vive.

Ciertamente estas preguntas y respuestas, y quizás otras parecidas, pudieran tener formulaciones más
cuidadosas y matizadas. El intento que precede es modesto y puede no ser compartido, pero como no
estamos en el terreno de las mensuraciones matemáticas, sino en el de apreciaciones morales, no es

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posible exigir algo que pudiera parecer una “receta” aplicable siempre y en toda circunstancia,
prescindiendo de la contextualización que es parte integrante de la realidad.

8.- Conclusión

El tema de estas reflexiones es netamente espiritual porque forma parte ineludible de las opciones que
cada discípulo de Cristo debe hacer a lo largo de su peregrinación terrenal. No es un tema que pueda
darse por resuelto de una vez por todas, sino que deberá replantearse en diversos momentos de la vida.

Puesto que la propiedad y empleo de los bienes materiales entrañan con mucha frecuencia una relación
con otras personas, y por muy variados títulos, parece más que oportuno recordar el principio básico
enunciado por Jesús: “todo lo que queráis que los demás hagan con vosotros, eso mismo hacedlo vosotros
con ellos” (Mt 7, 12; ver Lc 6, 3l): afirmación que, con toda razón, se ha llamado “la regla de oro” de la
conducta humana y cristiana, y que es, por cierto, mucho más exigente que la redacción negativa acuñada
en el Antiguo Testamento: “no hagas nadie lo que no quisieras que otros te hagan a ti” (Tob 4, 15). Jesús
comenta estas afirmaciones diciendo que en ellas se resumen las enseñanzas de la Ley y de los Profetas
(ver Mt 7, 12). ¡Qué paz para la conciencia cristiana si pudiese pensar que ha actuado siempre así! Y ¡qué
profunda preocupación al descubrir que, con no poca frecuencia hemos usado muy distintas medidas y
ponderaciones para valorar a los demás que para juzgarnos a nosotros mismos! (ver Mt 7, 2; Mc 4, 24).

Un texto del Concilio Vaticano II resulta muy sugestivo al terminar estas reflexiones: “Quedan pues,
todos los cristianos invitados y aún obligados a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro
de su propio estado. Estén todos atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de las
cosas de ese mundo y un apego a las riquezas, contrario al espíritu de la pobreza evangélica, les impida la
prosecución de la caridad perfecta” (Constitución dogmática sobre la Iglesia, cap. V, n. 42).

Y, como broche de oro, es sugerente e iluminadora una cita de San Pablo: “… los que tienen mujer,
vivan como si no la tuvieran: los que lloran, como si no llorasen; los que están alegres, como si no se
alegraran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran
de él, porque la representación de este mundo se termina” (1 Cor 7, 29-31).

La perspectiva de la vida eterna en nada disminuye la seriedad de nuestras responsabilidades y


compromisos temporales, ni el empeño con que debemos asumirlos, pero les da un “tanto cuanto”
(como dice San Ignacio de Loyola en su libro de los “Ejercicios espirituales”), que las sitúa dentro de lo que
es provisional, serio sí, e importante, pero no absoluto, ni menos aún definitivo. Esta perspectiva es lo que
subraya una conocida parábola de Jesús: “las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y
empezó a echar cálculos, diciéndose: ‘¿qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha’. Y se dijo: ‘Haré
lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes y almacenaré allí todo el trigo y mis
bienes. Y entonces me diré a mí mismo: Alma mía, tienes bienes abundantes para muchos años; descansa,
come, bebe, banquetea alegremente’. Pero Dios le dijo: ‘¡Necio!, esta noche te van a reclamar el alma, y
¿de quién será lo que has preparado?’ Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios” (Lc 12, 16-21).
La “reserva escatológica”, la “eschatologische Vorbehaltung”, como la llamaba el Cardenal Hans Urs von
Balthasar, es esencial tanto para la fe cristiana, como para la antropología y moral evangélicas.

(Texto definitivo, de fecha 11 de octubre de 2013, que incorpora las últimas observaciones de Mons.
Carlos Encina, envidas el l8.IX.2013, corregido el 2.03.2015, con las indicaciones del Card. Piacenza).

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