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La migración, una aventura incierta.

Dos jóvenes iniciaron un proyecto de vida, lejos de su gente, de su cultura, de su vida, su país.
Lejos, muy lejos de su querido Perú. Dejando atrás recuerdos, amores profundos, uno, su hijo.

Patricia vivía una vida acomodada en Lima, pero por su inmadurez desaprovechó las
oportunidades que su padre y la vida le daban. Tenía prisa por vivir, demasiada, para sus pocos
años. Fruto de esto nació Mateo. John, su novio de toda la vida y padre del pequeño no podía
sostenerlos, el trabajo escaseaba, el dinero no abundaba, las oportunidades escasas y su
pequeña familia se venía abajo.

John era de familia numerosa y de menos recursos. La vida no le dio las oportunidades que
hubiese querido, pero con un poco de esfuerzo logró capacitarse en la carpintería metálica,
manejando bien el hierro y la soldadura.

Decidieron migrar a otro país, a España, a una tierra lejana, sin su pequeño Mateo, el dejarlo en
Lima abrió una herida muy grande en sus corazones. Con pocos recursos llegaron como turistas
a un pequeño pueblo de la costa mediterránea. Patricia, no tenía mucha preparación, pero
consiguió trabajo como moza en un bar cafetería llamado “Ibiza”, le sirvió mucho su presencia
y simpatía para lograr el puesto de trabajo. El sueldo no era mucho, apenas ochocientos euros
al mes, el dueño aprovechándose de que no tenía documentación en regla le pagó como
inmigrante.

Largas eran las horas de trabajo, sobretodo la semana que le tocaba trabajar de tarde, digo tarde
por decir, ya que la jornada acababa después de que el último parroquiano con varias copas de
alcohol se retiraba del lugar. La tarea no terminaba ahí, había que ordenar, limpiar, recargar los
frigoríficos y al final hacer el arqueo de caja. Después de haberse roto la espalda por tanto
trabajo, con las justas, llegaba al pequeño cuarto alquilado. Con las pocas fuerzas que le
quedaban se daba un remojón en la bañera, tomaba un poco de leche y una hogaza de pan sin
nada, era lo único que había, el sueldo no alcanzaba. Con lo que enviaba a su país para su
pequeño les quedaba poco y John dormía acompañado del ruido de la tv encendida, pues no
conseguía trabajo.

Sin documentos en regla, en un país extraño, con miedo de ser deportados, no hablaban con
nadie, el dinero poco a poco se les iba acabando. Dejaron el cuarto, sin dinero, tuvieron que
dormir en el hotel de las bancas del parque, sólo les quedaba eso. Su situación no era buena y
las enfermedades justo llegan cuando uno menos tiene.

Ángel, era cliente habitual del “Ibiza”, su vida había dado un tremendo giro, hacía un año atrás
su esposa había muerto y regresar a casa después de la jornada laboral se le hacía difícil,
intentaba matar las horas tomando un café, leyendo el periódico, jugando una partida de póker
o simplemente conversar con los amigos de toda la vida. No tenía amistad con Patricia, sus
conversaciones se limitaban a: un café por favor, ¿me sirves una copa de whisky? Y pedir la
cuenta.
Ese viernes, la cafetería estaba casi solitaria, Ángel era uno de los pocos clientes que quedaban
en el lugar, Patricia andaba preocupada. Él tenía una gran intuición y sensibilidad frente al dolor
de los demás que pudo percibir lo que ella llevaba por dentro.

-¿Qué te pasa? Preguntó.

-Mi esposo se encuentra muy enfermo, no para de vomitar y suda frío, tiene un dolor fortísimo
en los riñones, estamos en plena calle, el portero del edificio nos ha dado un lugar debajo de la
escalera, el dinero es poco, no tenemos seguro médico y si nos presentamos en algún hospital,
seguro que nos deportaran.

Ángel, por los síntomas pensó que era un cólico nefrítico, él ya había pasado por algo semejante,
Patricia no paraba de llorar e imaginar lo que vendría.

-¿Quieres que lo lleve al médico?

-No tendría con que pagarle señor, pero, si pudiera, se lo agradeceré.

Ángel, sacó el celular y marco el número de su amigo Pepe, el médico de la pequeña clínica del
pueblo de al lado.

-Pepe ¿Me harías el favor de ver a un joven que se encuentra mal?

-Ni lo dudes, vente inmediatamente al consultorio.

Ángel, fue inmediatamente al edificio donde vivían, debajo de la escalera, al lado del portero.
John, realmente estaba retorciéndose de dolor. Ángel lo cargó y lo llevó al auto en dirección a
la clínica. El médico lo chequeó, le saco todo tipo de análisis, confirmando sus temores, era un
cólico nefrítico como había pensado Ángel. El médico le mando un tratamiento. John con temor
y vergüenza abrió su billetera, sólo tenía un billete de cinco euros, orgulloso pidió la cuenta, la
enfermera de turno le dijo:

-Su cuenta es costo cero, está cancelada.

Ángel había pagado la cuenta de la clínica y las medicinas que le recetó su amigo. De regreso a
casa, en el auto no cruzaron palabra. Tenía sentimientos encontrados, nadie en su país le había
tendido la mano como este señor.

-Cuanto es lo que le debemos.


-Nada, cuando estéis en mejor y si me acuerdo veremos, los llevaré a la parroquia, el cura es mi
amigo, les dará acilo.

Recogieron las pocas cosas que tenían y fueron rumbo a la parroquia. Pasado el tiempo, John
consiguió trabajo en una carpintería metálica, su situación mejoró. Tanto, que puso su propio
taller, el más solicitado del pueblo, por su impecable trabajo y honestidad. Patricia dejo la
cafetería y tuvo otro bebé. Ángel se convirtió en el padre que nunca tuvo John. Unos años
después, consiguieron llevar a Mateo a España. Su llegada fue emotiva, el abrazo fuerte,
prolongado de madre e hijo, como queriéndose comerse el mundo en un instante, la distancia
es dura. Hoy luchan, añorando el momento de volver a su Perú querido, ver su sueño hecho
realidad. Su negocio en Lima, en el barrio de siempre, en su patria.

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