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ÍNDICE
1. INTRODUCCIÓN. ...................................................................................... 3
2.1. Planteamiento..................................................................................... 4
2.2. La época del sistema de concesión......................................................... 5
2.3. El sistema de octroi. ............................................................................ 6
2.4. La distinción entre nacionalidad de las sociedades y lex societatis. ............. 6
4. BIBLIOGRAFIA ....................................................................................... 14
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1. INTRODUCCIÓN.
Una de las cuestiones más debatidas en materia de DIPr. de sociedades es la de la
definición y función del concepto “nacionalidad de las sociedades”. Efectivamente,
no existe acuerdo sobre la conveniencia de predicar de las personas jurídicas una
nacionalidad, transponiendo así a éstas un concepto que, propiamente, solamente
corresponde a las personas físicas. Mientras de acuerdo con muchos es imposible
atribuir a las personas jurídicas una nacionalidad en el sentido técnico del término,
para otros el concepto puede ser útil, siendo utilizado por algunos Derechos
positivos; entre ellos el Derecho español, que se refiere a la nacionalidad de las
sociedades y de otras personas jurídicas en distintos preceptos [art. 28 del C.c.,
art. 8 de la Ley de Sociedades de Capital (LSC)].
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2.1. Planteamiento.
Esta explotación requería una fuerte aportación inicial de capital que permitiese
armar una flota capaz de alcanzar esos territorios y regresar con los productos que
allí se adquirieran con el fin de colocarlos en los mercados europeos, alcanzándose
de esta forma el beneficio esperado. El problema que planteaban estas
expediciones, aparte del riesgo inherente a la operación, era que entre el momento
de aportar el capital inicial y la obtención del beneficio pasaban varios años, el
tiempo que era necesario para equipar los navíos, realizar los viajes de ida y vuelta
y completar los intercambios precisos en las Indias. Para evitar que esta importante
diferencia temporal entre el momento de aportar el dinero y el de obtención de la
ganancia retrajese la participación en la empresa de quienes podían aportar el
capital necesario, se ideó que la participación en la compañía se representase por
un título negociable, de tal forma que si en momento anterior a la vuelta de la
expedición, el socio quería recuperar su inversión podía hacerlo transfiriendo su
posición en la compañía a alguien que estuviese dispuesto a adquirirla con la
esperanza de poder beneficiarse de las ganancias que se obtuviesen a la vuelta de
la flota. Esta posibilidad de negociación de la posición de partícipe, unida a la
limitación de responsabilidad del socio al capital aportado se constituyeron en dos
elementos básicos que hicieron que este tipo de compañías tuviesen una buena
acogida. El socio tenía una fuerte expectativa de beneficio, cuya demora temporal
se veía compensada por la negociabilidad de la condición de socio. Además, su
responsabilidad se limitaba a la aportación realizada, sin que el resto de su
patrimonio pudiese verse afectado por el fracaso de la expedición. Por último, en la
creación de estas compañías participaba el Estado, con lo que los socios
particulares contaban con la seguridad de que aquél procuraría con todos los
medios posibles el éxito de la expedición.
Una vez superada la época de las "Compañías de Indias", ya en el siglo XIX, las
ventajas que ofrecían tales sociedades para atraer inversores fueron recogidas para
facilitar la obtención de los capitales necesarios para llevar a cabo la Revolución
Industrial. La limitación de la responsabilidad al capital aportado, unida a la
negociabilidad del título que atribuía la condición de socio fueron elementos
decisivos para que los poseedores de capital se decidiesen a utilizarlo en
inversiones industriales y comerciales (construcción de ferrocarriles, por ejemplo).
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En esta época dicho respaldo sería necesario no tanto por la magnitud económica
de la empresa sino por el hecho de que estas compañías operaban para explotar un
monopolio estatal que les era concedido en el momento de su nacimiento. Esta idea
de concesión estatal para el nacimiento de la compañía anónima perduró, hasta
bien entrado el siglo XIX. Así, este tipo de sociedades no son reguladas con
carácter general, y cuando esto se hace por vez primera, en el Código de Comercio
francés de 1807, no se elimina la necesidad de autorización. Son varias las razones
que explican esta reticencia de las autoridades públicas a renunciar a este férreo
control sobre las compañías anónimas. Así, se ha pretendido justificar dicho control
en la protección del inversor, dadas las limitaciones para la garantía que presentaba
-aparentemente- la falta de responsabilidad personal de ninguno de los socios.
Pero, al menos en un primer momento, esto protección de los inversores no parece
que fuera un elemento necesario ya que quienes se decían a participar en estas
compañías eran normalmente personas avisadas; también se mantenía que era
preciso el control público porque estas compañías podían llegar a alcanzar un poder
tal que amenazaría la competencia e incluso la estabilidad de la sociedad y del
Estado. Lo cierto es que, con independencia de la mayor o menor verosimilitud que
presentaban estos "riesgos" de las sociedades anónimas, los distintos Estados
asumieron en un primer momento la tarea de controlar el nacimiento y
funcionamiento de estas compañías. Quizás no tanto por las razones intrínsecas
que pudieran encontrar en ello como por el hecho de que esta forma de sociedad
surge precisamente en un momento en el que la vocación estatal por intervenir y
controlar la actividad económica estaba plenamente desarrollada. Sea como fuere,
sin embargo, a los efectos que aquí nos interesan resulta que esta participación de
la Autoridad Pública en la constitución de la sociedad implica una clara concreción
del ordenamiento al que se vincula la sociedad y, por tanto, del Derecho rector de
ésta.
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Esta situación cambia a mediados del siglo XIX. La presión ejercida para acabar con
el sistema de la concesión acaba triunfando en los distintos Estados europeos, de
tal forma que éstos van reformando su Derecho societario para permitir que las
sociedades se constituyan mediante el mero cumplimiento de los requisitos
previstos en las leyes (sistema de octroi). Este cambio implica que la vinculación
entre cada sociedad y un determinado ordenamiento deja de ser evidente. Junto a
la posibilidad de vincular cada sociedad con el Estado en el que se ha constituido y
donde se encuentra su sede estatutaria, surge la posibilidad de vincular la sociedad
con el ordenamiento en el que tiene su sede real; esto es, su administración
central. Mientras en unos países triunfa la teoría de la sede en otros lo hace la de la
constitución, de tal forma que una misma sociedad puede ser considerada como
vinculada a ordenamientos diferentes según nos coloquemos en la perspectiva de
un Estado que siga la teoría de la sede o la teoría de la constitución.
Así, por ejemplo, una sociedad constituida en Inglaterra, pero que tiene su sede
real en Francia será considerada como una sociedad de Derecho inglés en aquellos
ordenamientos que se adscriban a la teoría de la constitución, mientras que será
una sociedad de Derecho francés para aquellos sistemas que sigan la teoría de la
sede.
En este momento (segunda mitad del siglo XIX), por tanto, la determinación de la
lex societatis comienza a resultar problemática. Es en este momento en el que
comienza a utilizarse el concepto de nacionalidad de la sociedad, en principio como
sinónimo de lex societatis; esto es, como una forma abreviada de indicar el
ordenamiento al que se vincula cada sociedad. En este sentido, por tanto, la
determinación de la nacionalidad de la sociedad no implica nada diferente que la
identificación de su lex societatis y, por tanto, no es más que otra forma de abordar
la disyuntiva entre teoría de la sede y teoría de la constitución como modelos a los
que puede reconducirse la concreción del Derecho rector de cada sociedad. Es
decir, una sociedad tenía la nacionalidad del Estado de acuerdo con cuyo Derecho
se regía, de tal forma que la expresión "nacionalidad" no suponía un concepto
diferente al de ley rectora de la sociedad, variando el criterio de atribución de la
nacionalidad al unísono con la determinación de la conexión relevante para fijar el
estatuto social.
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Este es el caso del art. 9.11º del C.c. español: “La ley personal correspondiente a
las personas jurídicas es la determinada por su nacionalidad y regirá todo lo
relativo a capacidad, constitución, representación, funcionamiento, transformación,
disolución y extinción.
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Así pues, nos habremos de enfrentar a dos problemas diferentes: por una parte la
identificación de las sociedades españolas; por otra parte la concreción de la
“nacionalidad” de las sociedades extranjeras a fin de poder aplicar la norma básica
en materia de DIPr. de sociedades en nuestro sistema: el art. 9.11º del C.c.
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libre acceso de las compañías extranjeras al mercado español (vid L. Fernández del
Pozo, "Transferencia internacional de sede social", R.G.D., 1993, año L, núm. 591
de diciembre, pp. 11.867-11.908, pp. 11.184-11.185) y, en todo caso, en un
momento en el que todavía no existe Código civil, de regular la ley aplicable a la
capacidad y actuación del comerciante extranjero. Además, incluso admitiendo que
dicho precepto contuviese una norma en materia de nacionalidad de sociedades
deberíamos entenderla derogada en lo que contradijera al art. 28 de C.c., que es
posterior en el tiempo.
De acuerdo con lo anterior, por tanto, resulta posible que la sociedad de personas
nazca sin necesidad de haber fijado su domicilio en España. La aplicación del art.
28 del C.c. a estos supuestos creemos que implica dar prevalencia a la
domiciliación en España para la atribución de la nacionalidad española. Si la
sociedad tiene su domicilio en nuestro país será considerada española siempre que
tenga la consideración de persona jurídica de acuerdo con el Derecho español. Para
la determinación del domicilio, el art. 41 del C.c. nos remite a los estatutos o reglas
de fundación de la sociedad y, en el caso de que éstos no lo fijen, determina que el
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De acuerdo con esto, por tanto, no podrá reconocerse una sociedad extranjera que
tenga su principal establecimiento o explotación en España. Cabe preguntarse si la
solución prevista en la LSC debe extrapolarse a formas societarias no incluidas en el
ámbito de aplicación de esta Ley, en concreto, a las sociedades de personas,
habiendo sido solamente razones de oportunidad las que llevaron al legislador a
incluir la regulación en la LSC (y antes en las LSA y en la LSRL) y no en la
normativa general (C.c., C. de c.). Por nuestra parte entendemos, aunque no sin
reservas, que ésta es la interpretación que debe darse a estos preceptos. No
tendría excesivo sentido limitar la eficacia de esta prohibición de reconocimiento a
las sociedades que en el ordenamiento extranjero fueran equivalentes a nuestras
sociedades de capital, ya que, dada la autonomía que cada ordenamiento tiene
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Es preciso señalar, sin embargo, que la Dirección General de los Registros y del
Notariado ha interpretado de forma restrictiva la posibilidad de que las fundaciones
extranjeras operen en España; en su Resolución de 24 de enero de 2008 negó que
pudiera ser inscrita en el Registro de la Propiedad español la adquisición de un
inmueble situado en España por parte de una fundación extranjera con el
argumento de que la fundación en cuestión (panameña) perseguía un interés
particular, no general, lo que estaba prohibido por el Derecho español. No parece
que la fundación extranjera en cuestión desarrollase sus actividades
fundamentalmente en España, por lo que en este caso no resultaba adecuado
aplicarle las exigencias del Derecho español en materia de fundaciones, por lo que
la doctrina ha criticado esta Resolución de la DGRN (vid. M. Gardeñes Santiago,
“Reconocimiento y actuación en España de las fundaciones extranjeras de interés
particular o familiar”, en R. Arenas García/C. Górriz López/J. Miquel Rodríguez
(ed.), La internacionalización del Derecho de sociedades (en prensa).
Las sociedades que no puedan ser consideradas como españolas de acuerdo con lo
que hemos visto en el apartado precedente serán sociedades extranjeras. Ahora
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bien, esta conclusión resulta insuficiente pues para la determinación del régimen
jurídico que les ha de ser aplicable deberemos aún deberemos determinar cuál es
su ley personal; esto es, de acuerdo con la previsión del art. 9.11º del C.c., cuál es
su nacionalidad.
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como propia a la sociedad. Así, una sociedad constituida en Inglaterra pero con
sede real en un Estado que siga la teoría de la sede será considerada por el
Derecho inglés como una sociedad propia, mientras que el Derecho del Estado en el
que tiene su sede real también considerará que nos encontramos ante una sociedad
nacional. De hecho, toda sociedad será considerada como una sociedad propia por
el ordenamiento del Estado donde se ha constituido y cabe la posibilidad de que en
los supuestos en los que su sede real se encuentre fuera del Estado de constitución
también sea considerada como una sociedad propia por el Derecho del Estado en el
que se encuentra su sede real, siempre que este último ordenamiento se adscriba a
la teoría de la sede. En estas circunstancias el intérprete del sistema español de
DIPr. de sociedades debe determinar si da preferencia al ordenamiento del Estado
de constitución de la sociedad o al ordenamiento del Estado de la sede real. En
definitiva, por esta vía también se hace preciso optar por la adscripción del Derecho
español al modelo de constitución o al modelo de la sede real.
Las soluciones previstas en los apartados 9 y 10 del art. 9 del C.c. para los
supuestos de doble o múltiple nacionalidad y para la apatridia no son aplicables a
las personas jurídicas. Estos preceptos solamente pueden tener aplicación en los
supuestos estrictos de conflictos de nacionalidad que solamente pueden darse
respecto a las personas físicas.
Así pues, los supuestos problemáticos de aplicación del art. 9.11º del C.c. serán
aquellos en los que una sociedad se haya constituido de acuerdo con lo previsto en
un determinado Derecho, pero tenga su sede real en un Estado que siga la teoría
de la sede y que, por tanto, también considere como una sociedad propia la
sociedad creada. En estas circunstancias deberemos determinar si la lex societatis
que considerará el DIPr. español de sociedades es la del lugar de constitución o la
del lugar en el que se encuentra la sede real de la sociedad. La resolución de este
problema no puede desconocer las implicaciones que tiene en relación a la cuestión
del reconocimiento de sociedades extranjeras. Así, la aplicación del Derecho del
Estado en el que la sociedad tiene su sede real implica el no reconocimiento de la
personalidad creada en el Estado de constitución. Es decir, tal aplicación supone no
tanto una disyuntiva respecto al Derecho aplicable a la sociedad como una opción
sobre el reconocimiento de sociedades extranjeras. Tal como veremos en el tema
correspondiente en este punto la tradición de nuestro Derecho ha sido la de
reconocer la personalidad de todas las sociedades válidamente constituidas de
acuerdo con lo previsto en un Derecho extranjero salvo aquellos casos en los que el
principal establecimiento o explotación de la sociedad se encontrase en España. En
estas circunstancias, por tanto, podemos adelantar que en los supuestos
problemáticos a los que nos acabamos de referir la opción del DIPr. español de
sociedades será la de considerar como lex societatis la del Estado de constitución y
no la del Estado en el que se encuentra la sede real de la sociedad. Dicha solución,
sin embargo, no ha dejado de ser discutida por la doctrina que se ha ocupado del
tema.
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4. BIBLIOGRAFIA
Arenas García, R.: Registro Mercantil y Derecho del comercio internacional, Madrid,
Centro de Estudios Registrales, 2000.
Garcimartín Alférez, F.J.: “La Sitztheorie es incompatible con el Tratado CE. Algunas
cuestiones de Derecho internacional de sociedades iluminadas por la Sentencia
TJCE de 9 de marzo de 1999”, Revista de Derecho Mercantil, 1999, núm. 232, pp.
645-686.
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