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Programa Modular en

Derecho del Comercio Internacional


-
4. Los sujetos intervinientes en el
comercio internacional
-
4.1. Nacionalidad de las Sociedades
Mercantiles

PROFESOR: © RAFAEL ARENAS GARCÍA


Programa Modular en Derecho del Comercio Internacional UPV/EHU - UNED
Nacionalidad de las Sociedades Mercantiles © Rafael Arenas García

ÍNDICE

1. INTRODUCCIÓN. ...................................................................................... 3

2. NACIONALIDAD Y LEX SOCIETATIS: EVOLUCIÓN HISTÓRICA.......................... 4

2.1. Planteamiento..................................................................................... 4
2.2. La época del sistema de concesión......................................................... 5
2.3. El sistema de octroi. ............................................................................ 6
2.4. La distinción entre nacionalidad de las sociedades y lex societatis. ............. 6

3. LA NACIONALIDAD DE LAS SOCIEDADES EN EL DERECHO ESPAÑOL................ 8

3.1. El papel de la nacionalidad en el DIPr. español de sociedades .................... 8


3.2. La identificación de las sociedades españolas .......................................... 8
3.3. La nacionalidad de las sociedades extranjeras ....................................... 11

4. BIBLIOGRAFIA ....................................................................................... 14

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1. INTRODUCCIÓN.
Una de las cuestiones más debatidas en materia de DIPr. de sociedades es la de la
definición y función del concepto “nacionalidad de las sociedades”. Efectivamente,
no existe acuerdo sobre la conveniencia de predicar de las personas jurídicas una
nacionalidad, transponiendo así a éstas un concepto que, propiamente, solamente
corresponde a las personas físicas. Mientras de acuerdo con muchos es imposible
atribuir a las personas jurídicas una nacionalidad en el sentido técnico del término,
para otros el concepto puede ser útil, siendo utilizado por algunos Derechos
positivos; entre ellos el Derecho español, que se refiere a la nacionalidad de las
sociedades y de otras personas jurídicas en distintos preceptos [art. 28 del C.c.,
art. 8 de la Ley de Sociedades de Capital (LSC)].

Así pues, la atribución a las sociedades de una nacionalidad puede resultar


problemático, debiendo determinarse tanto las condiciones para la determinación
de dicha nacionalidad como las consecuencias de dicha determinación. Por otro
lado, además, el concepto de nacionalidad de las sociedades no puede ser
considerado de una forma aislada, pues las dificultades en su tratamiento se
derivan, precisamente, de la estrecha relación que tiene con otro concepto clave en
materia de DIPr. de sociedades: el de lex societatis, esto es, la ley personal de cada
sociedad. Finalmente, la función de la les societatis no puede ser entendida
haciendo abstracción de la evolución del DIPr. de sociedades, estrechamente
vinculada a la del Derecho material de sociedades, y la forma en que la
problemática del reconocimiento de las sociedades extranjeras ha condicionado
esta evolución.

El resultado de lo anterior es el de que en materia de DIPr. de sociedades no


pueden analizarse de una manera separada los conceptos “nacionalidad de las
sociedades”, “determinación de la lex societatis” y “reconocimiento de sociedades
extranjeras”. A su vez, el análisis de estos conceptos y sus relaciones no puede
hacerse desde una perspectiva estática, sino que resulta ineludible la consideración
de su evolución histórica, única forma de comprender las complejas relaciones
mutuas entre todos estos problemas

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2. NACIONALIDAD Y LEX SOCIETATIS: EVOLUCIÓN


HISTÓRICA.

2.1. Planteamiento.

La cuestión societaria en el DIPr. se inició con un conflicto puramente económico: la


necesidad que sintieron algunos Estados de limitar las actividades en su territorio
de las sociedades extranjeras. Sin embargo, pronto se vio afectada por el debate en
torno a la naturaleza de la persona jurídica, siendo las relaciones internacionales un
campo especialmente propicio para la confrontación entre las teorías de la ficción y
de la realidad de dicha persona jurídica, en relación con el ejercicio de actividades
por las sociedades fuera de los Estados que las habían creado.

ORIGEN DE LAS SOCIEDADES DE CAPITAL

Las sociedades de capital actuales (sociedades anónimas, sociedades de


responsabilidad limitada) tienen su origen en las compañías que se constituyeron
en diversos Estados europeos (Francia, Holanda, Inglaterra) durante los siglos XVII
y XVIII con el fin de explotar los recursos de las Indias Occidentales y Orientales.

Esta explotación requería una fuerte aportación inicial de capital que permitiese
armar una flota capaz de alcanzar esos territorios y regresar con los productos que
allí se adquirieran con el fin de colocarlos en los mercados europeos, alcanzándose
de esta forma el beneficio esperado. El problema que planteaban estas
expediciones, aparte del riesgo inherente a la operación, era que entre el momento
de aportar el capital inicial y la obtención del beneficio pasaban varios años, el
tiempo que era necesario para equipar los navíos, realizar los viajes de ida y vuelta
y completar los intercambios precisos en las Indias. Para evitar que esta importante
diferencia temporal entre el momento de aportar el dinero y el de obtención de la
ganancia retrajese la participación en la empresa de quienes podían aportar el
capital necesario, se ideó que la participación en la compañía se representase por
un título negociable, de tal forma que si en momento anterior a la vuelta de la
expedición, el socio quería recuperar su inversión podía hacerlo transfiriendo su
posición en la compañía a alguien que estuviese dispuesto a adquirirla con la
esperanza de poder beneficiarse de las ganancias que se obtuviesen a la vuelta de
la flota. Esta posibilidad de negociación de la posición de partícipe, unida a la
limitación de responsabilidad del socio al capital aportado se constituyeron en dos
elementos básicos que hicieron que este tipo de compañías tuviesen una buena
acogida. El socio tenía una fuerte expectativa de beneficio, cuya demora temporal
se veía compensada por la negociabilidad de la condición de socio. Además, su
responsabilidad se limitaba a la aportación realizada, sin que el resto de su
patrimonio pudiese verse afectado por el fracaso de la expedición. Por último, en la
creación de estas compañías participaba el Estado, con lo que los socios
particulares contaban con la seguridad de que aquél procuraría con todos los
medios posibles el éxito de la expedición.

Una vez superada la época de las "Compañías de Indias", ya en el siglo XIX, las
ventajas que ofrecían tales sociedades para atraer inversores fueron recogidas para
facilitar la obtención de los capitales necesarios para llevar a cabo la Revolución
Industrial. La limitación de la responsabilidad al capital aportado, unida a la
negociabilidad del título que atribuía la condición de socio fueron elementos
decisivos para que los poseedores de capital se decidiesen a utilizarlo en
inversiones industriales y comerciales (construcción de ferrocarriles, por ejemplo).

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Ahora bien, la limitación de responsabilidad de todos los socios, es decir, el hecho


de que se pudiese operar en el mercado con la responsabilidad patrimonial
únicamente de los bienes de la sociedad, sin que ninguna persona física asumiese
la responsabilidad de la operación con todo su patrimonio, chocaba con las
concepciones jurídicas entonces vigentes. Es por ello por lo que se estableció que la
"compañía anónima" solamente podría surgir por medio de una autorización
gubernamental. Elemento que, como acabamos de ver, ya se encontraba presente
en la estructura de las "Compañías de Indias". Con posterioridad, se eliminó la
necesidad de autorización gubernamental para la constitución de una sociedad
anónima, pudiendo nacer ésta por el cumplimiento de los trámites legales previstos
con carácter general. Ahora bien, las necesidades de publicidad y de seguridad para
quienes contrataban con la compañía anónima exigían que su aparición fuese
indubitada, exigiéndose, por tanto, la constancia de tal nacimiento en un Registro
público. En el caso español, en el Registro Mercantil.

2.2. La época del sistema de concesión.

En un primer momento (siglos XVIII y comienzos del XIX), la determinación del


estatuto personal de la sociedad no se había planteado como problemática: las
sociedades se vinculan al ordenamiento en el que han sido creadas, sin que pueda
dejar de reconocerse la personalidad jurídica otorgada por dicho ordenamiento. La
vinculación entre sociedad y ordenamiento es evidente toda vez que en esta época
la sociedad de capital surge como concesión del poder público, estableciéndose
desde el principio una clara relación entre un ordenamiento determinado y la
sociedad de que se trate La compañía, por tanto, nace con el respaldo de la
autoridad del lugar de su constitución.

En esta época dicho respaldo sería necesario no tanto por la magnitud económica
de la empresa sino por el hecho de que estas compañías operaban para explotar un
monopolio estatal que les era concedido en el momento de su nacimiento. Esta idea
de concesión estatal para el nacimiento de la compañía anónima perduró, hasta
bien entrado el siglo XIX. Así, este tipo de sociedades no son reguladas con
carácter general, y cuando esto se hace por vez primera, en el Código de Comercio
francés de 1807, no se elimina la necesidad de autorización. Son varias las razones
que explican esta reticencia de las autoridades públicas a renunciar a este férreo
control sobre las compañías anónimas. Así, se ha pretendido justificar dicho control
en la protección del inversor, dadas las limitaciones para la garantía que presentaba
-aparentemente- la falta de responsabilidad personal de ninguno de los socios.
Pero, al menos en un primer momento, esto protección de los inversores no parece
que fuera un elemento necesario ya que quienes se decían a participar en estas
compañías eran normalmente personas avisadas; también se mantenía que era
preciso el control público porque estas compañías podían llegar a alcanzar un poder
tal que amenazaría la competencia e incluso la estabilidad de la sociedad y del
Estado. Lo cierto es que, con independencia de la mayor o menor verosimilitud que
presentaban estos "riesgos" de las sociedades anónimas, los distintos Estados
asumieron en un primer momento la tarea de controlar el nacimiento y
funcionamiento de estas compañías. Quizás no tanto por las razones intrínsecas
que pudieran encontrar en ello como por el hecho de que esta forma de sociedad
surge precisamente en un momento en el que la vocación estatal por intervenir y
controlar la actividad económica estaba plenamente desarrollada. Sea como fuere,
sin embargo, a los efectos que aquí nos interesan resulta que esta participación de
la Autoridad Pública en la constitución de la sociedad implica una clara concreción
del ordenamiento al que se vincula la sociedad y, por tanto, del Derecho rector de
ésta.

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2.3. El sistema de octroi.

Esta situación cambia a mediados del siglo XIX. La presión ejercida para acabar con
el sistema de la concesión acaba triunfando en los distintos Estados europeos, de
tal forma que éstos van reformando su Derecho societario para permitir que las
sociedades se constituyan mediante el mero cumplimiento de los requisitos
previstos en las leyes (sistema de octroi). Este cambio implica que la vinculación
entre cada sociedad y un determinado ordenamiento deja de ser evidente. Junto a
la posibilidad de vincular cada sociedad con el Estado en el que se ha constituido y
donde se encuentra su sede estatutaria, surge la posibilidad de vincular la sociedad
con el ordenamiento en el que tiene su sede real; esto es, su administración
central. Mientras en unos países triunfa la teoría de la sede en otros lo hace la de la
constitución, de tal forma que una misma sociedad puede ser considerada como
vinculada a ordenamientos diferentes según nos coloquemos en la perspectiva de
un Estado que siga la teoría de la sede o la teoría de la constitución.

Así, por ejemplo, una sociedad constituida en Inglaterra, pero que tiene su sede
real en Francia será considerada como una sociedad de Derecho inglés en aquellos
ordenamientos que se adscriban a la teoría de la constitución, mientras que será
una sociedad de Derecho francés para aquellos sistemas que sigan la teoría de la
sede.

En este momento (segunda mitad del siglo XIX), por tanto, la determinación de la
lex societatis comienza a resultar problemática. Es en este momento en el que
comienza a utilizarse el concepto de nacionalidad de la sociedad, en principio como
sinónimo de lex societatis; esto es, como una forma abreviada de indicar el
ordenamiento al que se vincula cada sociedad. En este sentido, por tanto, la
determinación de la nacionalidad de la sociedad no implica nada diferente que la
identificación de su lex societatis y, por tanto, no es más que otra forma de abordar
la disyuntiva entre teoría de la sede y teoría de la constitución como modelos a los
que puede reconducirse la concreción del Derecho rector de cada sociedad. Es
decir, una sociedad tenía la nacionalidad del Estado de acuerdo con cuyo Derecho
se regía, de tal forma que la expresión "nacionalidad" no suponía un concepto
diferente al de ley rectora de la sociedad, variando el criterio de atribución de la
nacionalidad al unísono con la determinación de la conexión relevante para fijar el
estatuto social.

2.4. La distinción entre nacionalidad de las sociedades y lex


societatis.

La identificación entre nacionalidad y estatuto personal de la sociedad quiebra,


sobre todo, a partir de la Primera Guerra Mundial, durante la cual pasaron a
considerarse como extranjeras sociedades que, de acuerdo con los criterios de la
constitución y la sede, eran nacionales; pero que, sin embargo, estaban controladas
por extranjeros. El componente político del concepto de nacionalidad, aplicado a las
sociedades, rompió la conexión de éste con la lex societatis e, incluso, supuso la
negación misma de la posibilidad de aplicar el concepto de nacionalidad a las
sociedades. Pese a ello, sin embargo, en algunos ordenamientos pasó a
determinarse la nacionalidad de la sociedad a través de técnicas análogas a las de
la nacionalidad de las personas físicas, abandonándose las técnicas conflictuales
hasta entonces vigentes. De esta forma, la nacionalidad se convierte en un prius
respecto al estatuto personal de la sociedad, ya que éste se determinará a partir de
la ley nacional, al igual que sucede con las personas físicas

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Este es el caso del art. 9.11º del C.c. español: “La ley personal correspondiente a
las personas jurídicas es la determinada por su nacionalidad y regirá todo lo
relativo a capacidad, constitución, representación, funcionamiento, transformación,
disolución y extinción.

Este planteamiento, sin embargo, implica una inconsistencia difícilmente superable:


la nacionalidad se predica de algo que ya existe, pero la persona jurídica, a
diferencia de la física, no tiene una existencia fáctica, sino únicamente jurídica, por
ello, la determinación del estatuto que rige su constitución ha de ser lógicamente
previa a la atribución de nacionalidad al ente ya constituido. Es por ello que en
muchos ordenamientos se ha considerado que el concepto nacionalidad de las
sociedades es superfluo para el Derecho privado. De esta forma la identificación de
la nacionalidad de la sociedad solamente resultaría relevante desde la perspectiva
del Derecho público y, en concreto, del Derecho internacional público.

En el caso de la Barcelona Traction Light and Power el Tribunal Internacional de


Justicia tuvo que resolver acerca de la legitimidad de un Estado para ejercer la
protección diplomática respecto a una sociedad constituida de acuerdo con el
Derecho de otro Estado. En el supuesto concreto una sociedad canadiense había
sido intervenida por las autoridades españolas. La mayoría de los accionistas de
dicha sociedad eran belgas y fue Bélgica la que, en defensa de tales accionistas
planteo ante el Tribunal Internacional de Justicia la irregularidad de la actuación
española. Este Tribunal, sin embargo, rechazó la demanda planteada por Bélgica
precisamente sobre la base de la falta de legitimidad de este país para defender los
intereses de una sociedad que no gozaba de su nacionalidad (vid. Sent. del TIJ de 5
de febrero de 1970 en el caso de La Barcelona Traction Light and Power Company
Limited, 2ª fase, Recueil, 1970).

Si exceptuamos estos supuestos en los que es preciso determinar la nacionalidad


de las sociedades a efectos de aplicar la normativa de Derecho internacional
público, resulta que el concepto de nacionalidad es superfluo e inoportuno,
resultando más ajustado referirse simplemente a la ley propia de la sociedad, o lex
societatis, debiendo determinarse ésta a partir de mecanismos conflictuales que,
como hemos visto, se centran básicamente en dos posibilidades: o bien tal lex
societatis es el Derecho del Estado en el que se ha constituido la sociedad, que
coincide con el Estado en el que se encuentra el domicilio estatutario o registral de
la sociedad; o bien el Derecho propio de la sociedad es el que viene determinado
por la ubicación de la sede real de la sociedad, esto es, allí donde se encuentra su
administración central, el lugar en el que se adoptan las decisiones sobre la marcha
de la sociedad.

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3. LA NACIONALIDAD DE LAS SOCIEDADES EN EL


DERECHO ESPAÑOL

3.1. El papel de la nacionalidad en el DIPr. español de


sociedades

A partir de los presupuestos anteriores, nos encontramos en condiciones de


examinar el contenido positivo de la regulación española en materia de estatuto
social, regulación que muestra una decidida inclinación por la aceptación del
concepto de nacionalidad [arts. 9.11º y 28 C.c., art. 8 LSC, sin olvidar las
referencias a las sociedades extranjeras presentes en diversos puntos de nuestro
sistema positivo (art. 81 R.R.M. y concordantes)]. Nuestro sistema utiliza como
conexión para el estatuto de las personas jurídicas la nacionalidad (art. 9.11º C.c.)
y, además, parece partir no de una determinación conflictualista de la misma, como
veíamos que sucedía en el sistema francés, sino de las técnicas propias del Derecho
de la nacionalidad. Prueba de ello sería que, mientras se determina claramente
(sobre todo en el caso de las Sociedades Anónimas y de Responsabilidad Limitada)
cuándo una sociedad es española, no resulta fácil determinar la nacionalidad de las
sociedades extranjeras. Esta circunstancia es absolutamente lógica si partimos de
que tal atribución de nacionalidad debe realizarla el ordenamiento extranjero cuya
nacionalidad se pretende, postura coherente con el concepto de nacionalidad, pero
que casa mal con la configuración del Derecho de sociedades.

Así pues, nos habremos de enfrentar a dos problemas diferentes: por una parte la
identificación de las sociedades españolas; por otra parte la concreción de la
“nacionalidad” de las sociedades extranjeras a fin de poder aplicar la norma básica
en materia de DIPr. de sociedades en nuestro sistema: el art. 9.11º del C.c.

3.2. La identificación de las sociedades españolas

El precepto básico en esta materia es el art. 28 del C.c. ("Las corporaciones,


fundaciones y asociaciones, reconocidas por la ley y domiciliadas en España,
gozarán de la nacionalidad española, siempre que tengan el concepto de personas
jurídicas con arreglo a las disposiciones del presente Código.// Las asociaciones
domiciliadas en el extranjero tendrán en España la consideración y los derechos
que determinen los tratados o leyes especiales.). Esta norma regula con carácter
general la atribución de nacionalidad española a las personas jurídicas.

Con anterioridad al C.c., el C. de c. había establecido en su art. 15 que "Los


extranjeros y las compañías constituidas en el extranjero podrán ejercer el
comercio en España; con sujeción a las leyes de su país, en lo que se refiere a su
capacidad para contratar, y a las disposiciones de este Código, en todo cuanto
concierna a la creación de sus establecimientos dentro del territorio español, a sus
operaciones mercantiles y a la jurisdicción de los Tribunales de la nación.". Pese a
que existen argumentos para entender que de este precepto a sensu contrario se
deriva la atribución de la nacionalidad española con base en la constitución en
España de la sociedad (vid. A.-L. Calvo Caravaca, “Artículo 9, apartado 11”, en M.
Albaldejo y S. Díaz Alabart (dir.), Comentarios al Código Civil y a las Compilaciones
Forales, t-I, vol. II, 2ª ed. 1995, pp. 479-525., p. 486), no creemos que esta
interpretación pueda prevalecer. El artículo se ocupa, más bien de garantizar el

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libre acceso de las compañías extranjeras al mercado español (vid L. Fernández del
Pozo, "Transferencia internacional de sede social", R.G.D., 1993, año L, núm. 591
de diciembre, pp. 11.867-11.908, pp. 11.184-11.185) y, en todo caso, en un
momento en el que todavía no existe Código civil, de regular la ley aplicable a la
capacidad y actuación del comerciante extranjero. Además, incluso admitiendo que
dicho precepto contuviese una norma en materia de nacionalidad de sociedades
deberíamos entenderla derogada en lo que contradijera al art. 28 de C.c., que es
posterior en el tiempo.

Aparte de este art. 28 deberemos considerar también los preceptos específicos en


materia de nacionalidad de las sociedades anónimas y de responsabilidad limitada
(art. 5 de la Ley de Sociedades Anónimas y 6 de la Ley de Sociedades de
Responsabilidad Limitada), de los que nos ocuparemos más adelante. En lo que se
refiere al art. 28, éste no ha sido objeto de una interpretación unánime, oscilándose
entre el criterio de la constitución, del domicilio y del domicilio- constitución. De
acuerdo con la primera posibilidad, la constitución de la sociedad de acuerdo con el
Derecho español atribuye la nacionalidad española a la compañía. De acuerdo con
el segundo criterio es el domicilio en España lo que atribuye la nacionalidad
española, con independencia de cuál sea el Derecho de acuerdo con el cual se ha
constituido la sociedad; y, finalmente, el criterio del domicilio- constitución parte de
una combinación de los dos anteriores: serán españolas las sociedades que se
hayan constituido de acuerdo con el Derecho español y que, además, tengan su
domicilio en España.

Si tomáramos como campo de experimentación a las sociedades de capital,


rápidamente se simplificarían las dificultades anteriores, ya que tanto en las
sociedades anónimas como en las de responsabilidad limitada no es posible que la
sociedad nazca sin que tenga su domicilio en España. Es decir, la constitución de la
sociedad de acuerdo con el Derecho español implica la domiciliación en España. En
las sociedades de personas, en cambio, esta coincidencia no se da necesariamente.
Esto es especialmente claro en las formas más simples de sociedad. Así, por
ejemplo, en las sociedades civiles españolas (arts. 1.665 y ss. C.c.), cuya
inscripción en el Registro Mercantil es facultativa, aunque posible tras la
introducción de un apartado 3 en el art. 81 del R.R.M. mediante la Disp. Adicional
Única del R.D. 1867/1998, de 4 de septiembre. Aquí, el criterio de la constitución
no deja de ser una ficción: las sociedades de personas pueden nacer como un
simple contrato que no es preciso que siga lo preceptuado en ningún Derecho
determinado o, por mejor decir, se puede ajustar a lo establecido en varios
derechos simultáneamente. Por ejemplo, según lo establecido en los arts. 1.665 y
ss. C.c. español, no habría inconvenientes materiales para entender que se ha
constituido de acuerdo con dichos preceptos una sociedad civil establecida entre
varios nacionales franceses con domicilio en París y cuyo objeto sea la realización
de una determinada actividad en Francia; aunque dicha sociedad encaje igualmente
en las previsiones de los arts. 1.845 y ss. del C.c. francés o los §§ 705 y ss. del
BGB alemán. La solución ¿intuitiva? de atribuir la regulación del supuesto al
Derecho francés quiebra en los supuestos en los que la sociedad contiene
elementos vinculados a diversos ordenamientos.

De acuerdo con lo anterior, por tanto, resulta posible que la sociedad de personas
nazca sin necesidad de haber fijado su domicilio en España. La aplicación del art.
28 del C.c. a estos supuestos creemos que implica dar prevalencia a la
domiciliación en España para la atribución de la nacionalidad española. Si la
sociedad tiene su domicilio en nuestro país será considerada española siempre que
tenga la consideración de persona jurídica de acuerdo con el Derecho español. Para
la determinación del domicilio, el art. 41 del C.c. nos remite a los estatutos o reglas
de fundación de la sociedad y, en el caso de que éstos no lo fijen, determina que el

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domicilio será el lugar en el que "se halle establecida su representación legal, o


donde ejerzan las principales funciones de su instituto". Por tanto, una compañía
que tenga su domicilio en España de acuerdo con el art. 41 del C.c. será
considerada española si existe de acuerdo con el Derecho español. En el supuesto
de que la compañía no tuviese su domicilio en España no tendría tampoco la
nacionalidad española, por lo que, de acuerdo con el art. 9.11 del C.c. no sería la
ley española la que determinaría las formalidades de su constitución. Es decir,
aunque su fundación se ajustase materialmente a lo previsto en nuestro C. de c.,
no sería considerada por ello como existente desde la perspectiva del ordenamiento
español, ya que la norma de DIPr. aplicable al caso nos remitiría a un Derecho
extranjero para verificar dicha constitución.

De esta forma, las compañías mercantiles que en el momento de su nacimiento


tengan domicilio en España serán consideradas españolas, debiendo ajustarse en su
fundación a las previsiones de nuestro Derecho y estando obligadas a instar su
inscripción en el Registro español. Se puede plantear aquí un problema en el
supuesto de que una sociedad que consideremos domiciliada en España de acuerdo
con el art. 41 del C.c., se haya constituido de acuerdo con un Derecho extranjero
según el cual haya adquirido personalidad jurídica. Se trata de determinar si las
autoridades reconocerían dicha personalidad jurídica en el caso de que se
pretendiese hacer valer en España. Como se puede apreciar, no nos encontramos
ya ante un problema de determinación de la nacionalidad de una sociedad, sino de
reconocimiento de la misma. Del art. 28 del C.c podría derivarse la imposibilidad de
reconocer a una sociedad domiciliada en España que se haya constituido de
acuerdo con un Derecho extranjero, no tanto por lo que establece su párrafo
primero, que se limita a regular los supuestos de atribución de la nacionalidad
española, cuanto por lo preceptuado en su segundo párrafo, donde se recoge la
posibilidad de actuación en España de las asociaciones domiciliadas en el
extranjero. De este párrafo segundo, pues, parece deducirse que el reconocimiento
de sociedades extranjeras se limita a aquellas que están domiciliadas fuera de
España; las que están domiciliadas en España deberán constituirse, pues, de
acuerdo con lo preceptuado en el Derecho español.

Esta solución debe matizarse a partir de lo preceptuado en el art. 8 LSC, donde se


establece, de forma similar a lo establecido en el art. 28 del C.c., que las
sociedades de capital que tengan su domicilio en España estarán sometidas al
Derecho español. La regulación de esta ley se aparta, sin embargo, de la del C.c. en
lo que se refiere a la determinación del domicilio. Habíamos visto como en el art. 41
del C.c. el domicilio de las personas jurídicas era fijado en sus estatutos sociales, y
solamente en caso de que éstos no determinasen dicho domicilio se acudiría a la
indagación acerca del "domicilio efectivo" de la asociación o fundación. En la Ley de
Sociedades de Capital, por el contrario, se establece que habrán de tener su
domicilio en España aquellas sociedades que tengan en nuestro país su principal
establecimiento o explotación.

De acuerdo con esto, por tanto, no podrá reconocerse una sociedad extranjera que
tenga su principal establecimiento o explotación en España. Cabe preguntarse si la
solución prevista en la LSC debe extrapolarse a formas societarias no incluidas en el
ámbito de aplicación de esta Ley, en concreto, a las sociedades de personas,
habiendo sido solamente razones de oportunidad las que llevaron al legislador a
incluir la regulación en la LSC (y antes en las LSA y en la LSRL) y no en la
normativa general (C.c., C. de c.). Por nuestra parte entendemos, aunque no sin
reservas, que ésta es la interpretación que debe darse a estos preceptos. No
tendría excesivo sentido limitar la eficacia de esta prohibición de reconocimiento a
las sociedades que en el ordenamiento extranjero fueran equivalentes a nuestras
sociedades de capital, ya que, dada la autonomía que cada ordenamiento tiene

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para configurar su sistema societario, la búsqueda de dicha equivalencia al concreto


tipo societario español podría presentar dificultades y, además, la prohibición podría
ser fácilmente burlada mediante la utilización de una forma social diferente. El
objeto de la normativa es que aquellas sociedades que presentan una estrecha
vinculación con nuestro país (ubicación en España de su principal establecimiento o
explotación) se constituyan de acuerdo con nuestro Derecho, y la teleología de la
norma es válida para todos los tipos sociales.

La Ley de Fundaciones (Ley 50/2002, de 26 de diciembre, B.O.E., 27-XII-2002)


incluye también previsiones que afectan a la determinación de la nacionalidad. De
acuerdo con el art. 6 de la Ley han de tener su domicilio en España las fundaciones
que desarrollen principalmente sus actividades dentro del territorio nacional. A la
inversa, sin embargo, es posible la constitución en España de fundaciones que
desarrollarán principalmente su actividad en el extranjero. En cualquier caso, las
fundaciones que se constituyan de acuerdo con lo previsto en la Ley de Fundaciones
han de fijar su domicilio en España.

Art. 6 de la Ley de Fundaciones: “1. Deberán estar domiciliadas en España las


fundaciones que desarrollen principalmente su actividad dentro del territorio
nacional. 2. Las fundaciones tendrán su domicilio estatutario en el lugar donde se
encuentre la sede de su Patronato, o bien en el lugar en que desarrollen
principalmente sus actividades. Las fundaciones que se inscriban en España para
desarrollar una actividad principal en el extranjero, tendrán su domicilio estatutario
en la sede de su Patronato dentro del territorio nacional.”

El art. 7 de la misma Ley, por su parte, reconoce la posibilidad de que las


fundaciones extranjeras desarrollen actividades en España. De esta regulación
puede deducirse que son españolas las fundaciones que se constituyen de acuerdo
con lo previsto en el Derecho español. Estas fundaciones deberán fijar su domicilio
en España. Además se reconocerá la personalidad jurídica de las fundaciones
constituidas de acuerdo con lo previsto en un Derecho extranjero, salvo en los
casos en los que dicha fundación desarrolle de una forma principal sus actividades
en España. En tales casos resulta exigible la constitución de una fundación
española. Salvo este supuesto el Derecho rector de la fundación habrá de ser el
Derecho de acuerdo con el cual se haya constituido.

Es preciso señalar, sin embargo, que la Dirección General de los Registros y del
Notariado ha interpretado de forma restrictiva la posibilidad de que las fundaciones
extranjeras operen en España; en su Resolución de 24 de enero de 2008 negó que
pudiera ser inscrita en el Registro de la Propiedad español la adquisición de un
inmueble situado en España por parte de una fundación extranjera con el
argumento de que la fundación en cuestión (panameña) perseguía un interés
particular, no general, lo que estaba prohibido por el Derecho español. No parece
que la fundación extranjera en cuestión desarrollase sus actividades
fundamentalmente en España, por lo que en este caso no resultaba adecuado
aplicarle las exigencias del Derecho español en materia de fundaciones, por lo que
la doctrina ha criticado esta Resolución de la DGRN (vid. M. Gardeñes Santiago,
“Reconocimiento y actuación en España de las fundaciones extranjeras de interés
particular o familiar”, en R. Arenas García/C. Górriz López/J. Miquel Rodríguez
(ed.), La internacionalización del Derecho de sociedades (en prensa).

3.3. La nacionalidad de las sociedades extranjeras

Las sociedades que no puedan ser consideradas como españolas de acuerdo con lo
que hemos visto en el apartado precedente serán sociedades extranjeras. Ahora

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bien, esta conclusión resulta insuficiente pues para la determinación del régimen
jurídico que les ha de ser aplicable deberemos aún deberemos determinar cuál es
su ley personal; esto es, de acuerdo con la previsión del art. 9.11º del C.c., cuál es
su nacionalidad.

Tal como ya hemos adelantado, la concreción de esta nacionalidad plantea serios


problemas. El concepto de nacionalidad es un concepto propio de las personas
físicas y respecto a éstas despliega plenos efectos, pero su utilización en relación a
las personas jurídicas no puede ser entendida más que como una metáfora.
Efectivamente, como regla general todas las personas físicas gozan de una
nacionalidad. Esto es, respecto a cada individuo al menos un Estado lo considera
como un nacional propio. Dado que la atribución de la nacionalidad de cada Estado
solamente la puede realizar el Derecho de tal Estado pueden darse casos de
apatridia –ningún Estado atribuye su nacionalidad al individuo en cuestión- o de
plurinacionalidad –son varios los Estados que consideran al individuo como nacional
propio. Tales supuestos problemáticos son excepcionales pues, como norma, cada
individuo goza desde su nacimiento de una nacionalidad que le es atribuida bien por
el Estado en el que ha nacido o por el de que son nacionales sus padres, y a lo
largo de su vida tal nacionalidad puede modificarse mediante la adquisición de otra
nueva nacionalidad acompañada o no de la renuncia a su nacionalidad anterior. Los
supuestos excepcionales de apatridia o de plurinacionalidad son abordados en
convenios internacionales o, de forma unilateral, por el Derecho de cada Estado.

Nada de lo anterior es aplicable a las personas jurídicas. La razón de ello es que


solamente en algunos ordenamientos (el ejemplo paradigmático es, precisamente,
España) se regula la atribución de nacionalidad a las personas jurídicas. Esto es,
podemos saber qué sociedades son españolas pues es el ordenamiento español así
lo fija, tal como hemos visto; pero nos es imposible saber qué sociedades son
alemanas o francesas o italianas, por poner solamente unos ejemplos, pues los
ordenamientos de estos países desconocen la posibilidad de aplicar la categoría
nacionalidad a las sociedades. Es claro que en estas circunstancias el art. 9.11º del
C.c. plantea serios problemas. Resulta imposible aplicarlo propiamente a partir de
la conexión nacionalidad, toda vez que la utilización de ésta presupone una
determinación unilateral de ésta por parte de cada ordenamiento. En estas
circunstancias se abren dos posibilidades para la interpretación de este precepto:
por un lado, podemos entender que la referencia a la nacionalidad es una forma
indirecta (y poco afortunada) de indicarnos que la lex societatis de cada sociedad
deberá determinarse de una forma unilateral. Esto es, en cada caso deberemos
averiguar qué ordenamientos consideran como propia a la sociedad. Por otra parte,
resulta posible interpretar dicho precepto obviando la referencia a la nacionalidad
por imposible de utilizar. En este caso deberíamos entender que, de acuerdo con
nuestro sistema, el Derecho rector de la sociedad será su ley personal, esto es, su
lex societatis, sin que el art. 9.11º aporte pistas acerca de la conexión que
identificará dicha lex societatis. Para encontrar tal conexión deberíamos explorar el
conjunto de nuestro sistema de DIPr. con el fin de determinar si éste se adscribe a
la teoría de la sede y, por tanto, hemos de entender que la ley propia de cada
sociedad es la del Estado en el que se encuentra la administración central de la
sociedad o si, por el contrario, nuestro Derecho se encuentra más próximo al
modelo de constitución, de tal forma que cada sociedad se regirá por el Derecho del
Estado en el que se ha constituido, que coincidirá con el determinado por su sede
estatutaria.
De las dos interpretaciones resulta preferible la primera, toda vez que dota de
cierto sentido al art. 9.11º del C.c. La unilateralidad que se encuentra presente en
la conexión nacionalidad tiene un reflejo final en la configuración del sistema. Ahora
bien, esta interpretación nos enfrenta al problema de que tal determinación
unilateral de la lex societatis puede implicar que diversos ordenamientos consideren

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como propia a la sociedad. Así, una sociedad constituida en Inglaterra pero con
sede real en un Estado que siga la teoría de la sede será considerada por el
Derecho inglés como una sociedad propia, mientras que el Derecho del Estado en el
que tiene su sede real también considerará que nos encontramos ante una sociedad
nacional. De hecho, toda sociedad será considerada como una sociedad propia por
el ordenamiento del Estado donde se ha constituido y cabe la posibilidad de que en
los supuestos en los que su sede real se encuentre fuera del Estado de constitución
también sea considerada como una sociedad propia por el Derecho del Estado en el
que se encuentra su sede real, siempre que este último ordenamiento se adscriba a
la teoría de la sede. En estas circunstancias el intérprete del sistema español de
DIPr. de sociedades debe determinar si da preferencia al ordenamiento del Estado
de constitución de la sociedad o al ordenamiento del Estado de la sede real. En
definitiva, por esta vía también se hace preciso optar por la adscripción del Derecho
español al modelo de constitución o al modelo de la sede real.

Las soluciones previstas en los apartados 9 y 10 del art. 9 del C.c. para los
supuestos de doble o múltiple nacionalidad y para la apatridia no son aplicables a
las personas jurídicas. Estos preceptos solamente pueden tener aplicación en los
supuestos estrictos de conflictos de nacionalidad que solamente pueden darse
respecto a las personas físicas.

Así pues, los supuestos problemáticos de aplicación del art. 9.11º del C.c. serán
aquellos en los que una sociedad se haya constituido de acuerdo con lo previsto en
un determinado Derecho, pero tenga su sede real en un Estado que siga la teoría
de la sede y que, por tanto, también considere como una sociedad propia la
sociedad creada. En estas circunstancias deberemos determinar si la lex societatis
que considerará el DIPr. español de sociedades es la del lugar de constitución o la
del lugar en el que se encuentra la sede real de la sociedad. La resolución de este
problema no puede desconocer las implicaciones que tiene en relación a la cuestión
del reconocimiento de sociedades extranjeras. Así, la aplicación del Derecho del
Estado en el que la sociedad tiene su sede real implica el no reconocimiento de la
personalidad creada en el Estado de constitución. Es decir, tal aplicación supone no
tanto una disyuntiva respecto al Derecho aplicable a la sociedad como una opción
sobre el reconocimiento de sociedades extranjeras. Tal como veremos en el tema
correspondiente en este punto la tradición de nuestro Derecho ha sido la de
reconocer la personalidad de todas las sociedades válidamente constituidas de
acuerdo con lo previsto en un Derecho extranjero salvo aquellos casos en los que el
principal establecimiento o explotación de la sociedad se encontrase en España. En
estas circunstancias, por tanto, podemos adelantar que en los supuestos
problemáticos a los que nos acabamos de referir la opción del DIPr. español de
sociedades será la de considerar como lex societatis la del Estado de constitución y
no la del Estado en el que se encuentra la sede real de la sociedad. Dicha solución,
sin embargo, no ha dejado de ser discutida por la doctrina que se ha ocupado del
tema.

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4. BIBLIOGRAFIA

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