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Cuaresma:

Tres sendas para desplegar el amor:

La cuaresma se nos presenta como un tiempo especial


para poner los medios que ayuden a “dejar asomarse” a ese
deseo esencial de Dios para cada uno, y como un tiempo
para ayudarnos - en el lugar donde a cada unos nos toca
vivir- a posibilitar una vida «bendiciente» para otros, sobre
todos para aquellos que la tienen más amenazada.
¿De dónde parten las sendas de la cuaresma?
Después de la experiencia fundante de sentirse
profundamente amado por Dios, Jesús es conducido al
desierto (Mt 4, 1). El desierto se nos muestra como el lugar
desde donde volver a recomenzar, un espacio ambivalente
en toda vida humana: el lugar de la prueba y el lugar donde
somos hablados al corazón. «La llevaré al desierto, y le
hablaré al corazón» (Os 2, 16).
La primera invitación es a bajar al corazón, a cuidar
ese tiempo en el que aprendo a recibir mi vida, no desde mi
mirada, ni desde mis voces, tampoco desde miradas
exteriores…sino que me voy recibiendo cada día desde esa
mirada de bendición, de ternura que nos es ofrecida desde
el principio y que suavemente nos descubre todo aquello que
necesita ser reparado y sanado en nosotros.
El desierto nos lleva a simplificarnos, a aligerar los
pesos de la vida, es el lugar donde se nos invita a “ silenciar”
nuestra “mirada” (saturados los ojos de fijarlos en tantas
pantallas), donde relativizamos las cosas y aprendemos a
agradecer lo esencial.
Jesús probará y aquilatará su amor en el tiempo del
desierto. Lo pasa mal: sufre hambre y es tentado en los
modos de recorrer el camino, y desviado hacia maneras que
hacen la vida más cómoda y menos solidaria. Es empujado
a actuar por su propia cuenta y a emprender hábitos que
colocan arriba (aleros no nos faltan), pero Jesús elige
caminar junto a los que están abajo, confiado totalmente de
su Amor y su Compañía. Jesus nos lo enseña porque él
mismo lo pasó: estamos hambrientos de muchas cosas.
Tenemos hambre de atención, de aprobación, de afecto.
Pero sólo Dios puede colmar el fondo anhelante de nuestra
vida.
A lo largo de esta cuaresma se nos proponen tres
itinerarios para poder vivirnos desde el centro, desde el
corazón: el ayuno, la limosna y la oración. Tres sendas que
tocan nuestras relaciones primordiales -con uno mismo, con
las criaturas, y con el Creador- y que nos ayudan a integrar
nuestra vida para poder ofrecerla allí donde estamos. Se
trata de ir adentrándonos en cada una de ellas para caminar
hacia un modo de amar cada vez más concreto.

1.- AYUNAR PARA SANAR

En la mayoría de las tradiciones espirituales se


recomienda la práctica del ayuno como un modo de modular
la relación con nosotros mismos y la libertad ante las
pulsiones desordenadas del ego. El ayuno nos sana de
nuestras ambiciones desmedidas, de nuestros instintos de
apropiación. Cuanto mayor es la calidad humana de una
persona, tanto mayor es su sensibilidad para no devorar la
vida ajena.
Ayunar de comer en exceso nos ayuda a desintoxicar
el cuerpo, a hacerlo más saludable, y también nos urge a
compartir lo que no comemos. Hay tantos ayunos que
necesitamos practicar para sanarnos: sobre todo ayuno de
miradas y de palabras que intoxican nuestra vida.
Jesús nos enseña que la mirada del Padre Bueno no
es como la nuestra, «el Padre Bueno ve lo escondido» (Mt
6, 6) a los ojos del mundo. Esta “ mirada de Dios’ que “ ve
en lo escondido” nos puede llevar al momento de la creación:
«vio Dios lo que había hecho y era muy bueno» (Gn 1, 31).
Nacemos con esa mirada de bendición y ternura sobre
nosotros, la vamos perdiendo silenciosa y cotidianamente y
todo el viaje de nuestra vida es volver a recibirla y poder
darla, sobre todo posarla sobre los rostros, las vidas, las
historias más lastimadas.
Junto a miradas que dignifican y otorgan belleza y valor,
encontramos también en los Evangelios, y en la vida,
miradas de los que murmuran, miradas que se clavan, que
lastiman, que lastiman la dignidad. Necesitamos ayunar de
esas miradas que empequeñecen y deforman y pedir crecer
en una mirada capaz de aceptar y recibir lo que hay y lo deja
ser. Ayunar también de voces que nos negativizan, de
palabras vacías de ternura, que desvalorizan, para crecer en
palabras que sacan lo mejor del otro, que alientan lo que aún
no se ve, que posibilitan “nuestro mejor yo” y “el mejor vos”.
Ayunamos para ser sanados. Así nos lo recuerda el
profeta Isaías (Is 58, 6-12):
«El ayuno que quiero es que no te apartes de tu
semejante…
que no apuntes con el dedo,
que no hables maldad….
Entonces brotará tu luz como la aurora,
y tu herida se curará rápidamente».

Ayunar, saber tener suficiente, valorar y gustar lo


pequeño… pasa por nuestros modos de mirar, por las voces
y palabras que cultivamos cada día; por dedicar más tiempo
a contemplar los rostros en vivo, en vez de tanta pantalla.
Ayunar va sanando y modelando nuestra vida. Como el
ciego Bartimeo, al borde del camino, hagámonos cargo en
este tiempo de cuaresma la pregunta de Jesús: «¿Qué
quieres que haga por ti?».

Mc 10, 46-52: el ciego Bartimeo. Sanar la mirada


- ¿Qué tipo de miradas me doy con más frecuencia y
doy a los otros?
- ¿Qué aspectos de mi mirar y de mi hablar necesitan
ser sanados?
- ¿De qué necesito ayunar en este tiempo para poder
hacer lugar a “ mas amor” en el corazón? ¿De quejas, de
pantallas, de críticas, de antiguos resentimientos…?

Cuaresma es un tiempo para dejar que el Señor con


su entrañable amor, ternura y cuidado nos toque los ojos y
asi recibir la realidad y los rostros bajo la luz sanadora del
amor.
2.- DAR LIMOSNA PARA BENDECIR

De igual modo que al ayunar, también se da gran


importancia en la tradición judía, musulmana y cristiana, a la
práctica de la limosna con quienes pasan necesidad como
el gesto en el que se verifica la calidad de la vida espiritual.
Lo importante no es la cantidad de lo que damos sino la
actitud del corazón con que lo hacemos. Animarnos a
aprender a abrir nuestra mano, cada vez un poco mas. Dice
un proverbio: «el que quiera recibir en su interior ha de dar
externamente», porque el hecho de ofrecer algo
exteriormente nos hace capaces de abrirnos también
adentro.
Hay un relato del Evangelio que quiero mucho en el
capítulo doce de Marcos. Jesús está con sus discípulos en
el templo y ve a unos ricos que echan mucho en la bolsita
de las ofrendas. Contempla también a una mujer viuda que
apenas echa nada, casi nada, pero la mirada de Jesús
reconoce que ella le muestra algo de parte de Dios. Él
agradece y resalta su gesto y su generosidad. Apenas posee
nada pero ha abierto del todo su mano, no ha retenido, no
se ha guardado nada, se ha ofrecido a sí misma, pues ha
entregado “todo lo que tenía para vivir”. Se trata de una
mujer anónima que le muestra a Jesús al padre, por su
modo de dar y de abrir las manos: por el modo en que
practica la limosna.
Necesitamos darnos cuenta, reconocer la oportunidad
de tantos gestos pequeños en lo cotidiano con los que
podemos bendecirnos unos a otros. Cuando compartimos,
cuando entregamos, cuando damos, estamos diciendo
juntos que hay para todos y restablecemos el equilibrio:
entre todos podemos tener suficiente para vivir. Por una
mano recibimos y por la otra damos y cuanto más ofrecemos
más se ensancha nuestro corazon para recibir. Etty
Hilessum escribía en unas condiciones durísimas cuando
era conducida al campo de concentración: «Tú que me has
enriquecido tanto, Dios mío, permíteme también dar a
manos llenas».
En este tiempo se nos invita a darnos nosotros mismos
mediante un gesto, un apoyo afectivo, una ayuda, una
mirada, una palabra. Mostrar calidez, bendecirnos en
nuestro modo de servirnos, querernos, acompañarnos,
sostenernos unos a otros. Se trata de tener las manos
abiertas, de salir del propio autocentramiento (de lo mío y
mis necesidades y nada más) y poder reconocer, darnos
cuenta también, de qué es lo que necesita el otro, y ofrecerle
atención, aprecio, ternura y compañía. Sin dar y recibir de
los demás no podemos hacer con sentido y contento nuestro
viaje. Una mujer alemana que compartió con los refugiados
alimentos, ropa, medicinas y, sobre todo, su estar, su
presencia, expresaba: «no sabía que me iba a sentir tan feliz
de poder vivir esto…Cuánto recibo…». Son gestos que
humanizan la vida y nos dan la posibilidad de bendecirla,
valorarla, compartirla. Una mujer inmigrante de Senegal le
decía a una mujer de Gran Canaria que iba a Cáritas a la
parroquia, «me han dado mucho desde que llegué a la isla,
pero eres la primera persona que ha llorado conmigo».
Somos invitados también nosotros junto a esta mujer
viuda, para poder aprender de ella, como hizo Jesús.

Mc 12, 38-44. Compartir no sólo lo que tenemos sino


lo que somos
-¿Qué generosa/o he sido hoy con mi tiempo, con quién
tuve una palabra amable, un rato gratuito, una atención, una
sonrisa…?
-¿Qué puedo compartir de lo que tengo?
-¿Me he dejado, mirar, cuidar, ensenar, bendecir por
otros? ¿A quién me he acercado de modo especia hoy?

La cuaresma es un tiempo para crecer en generosidad


y estar disponibles para el otro, no sólo con lo que damos
sino con nuestra calidez, cercanía y ternura en la manera de
darlo.
3.- REZAR PARA AGRADECER

Necesitamos rezar, no para pedirle, para que Dios nos


dé (ya Él se nos está dando contantemente) sino para ser
conscientes de cómo se nos da y con cuánto amor y ternura
acompaña nuestra vida. Necesitamos rezar para descubrir
esas bendiciones “ de perfil bajo” que están escondidas
donde sea que estemos cada dia.
Hay un relato que siempre me llamo la atención. Está
en el capítulo diecisiete de Lucas. Va Jesús caminando y le
salen al encuentro diez leprosos. Podemos reconocernos
entre ellos porque a todos en el viaje se nos va pegando
algún tipo de «lepra»: esas realidades que nos hacen sufrir,
nuestros miedos, nuestra torpeza para amar bien, el
autocentramiento, la incoherencia… La cuaresma nos ayuda
a poner verdad en nosotros, en nuestras zonas de sombra,
a poner lucidez sobre mirada, sobre la propia vida y, desde
ahí, pedir misericordia, estar abiertos al amor del Padre
Bueno: abrir lo más necesitado de nosotros mismos al amor
liberador, tierno e incondicional de Dios.
Para poder desplegar el amor con los demás
necesitamos recibirlo primero, sobre todo en aquellos
aspectos más frágiles nuestros, de nuestra vida: heridas,
torpezas, frustraciones…Jesús los toca respetuosa y
tiernamente: «y mientras iban de camino, quedaron
limpios».
El camino de la cuaresma es un camino para sanar. Y
cuando comenzamos a salir del profundo dolor de la herida,
brota la gratitud. Es la cualidad de que la herida va quedando
curada. Uno de ellos «Viendo que estaba curado, se volvió
agradecido»… pero «¿dónde están los demás?», se
pregunta Jesús.
Diez leprosos fueron curados y sólo uno lo reconoció:
«viendo»…tomó consciencia de lo que Jesús había hecho
por él y apareció la gratitud, el corazón y la mirada
agradecida. El narrador tiene cuidado en señalar que el que
volvió para dar gracias era samaritano, es decir, era del que
menos se esperaba. ¿No hemos experimentado en muchas
ocasiones que son los que “ menos esperamos”, los
diferentes a nosotros, los pobres y pequeños los que nos
enseñan a agradecer?
El agradecimiento nos pone en nuestro verdadero
lugar de criaturas, de hijos, de hermanos. Aprendiendo a
agradecer, reconocemos, recreamos nuestro sentido de
pertenecer a los demás. Ser agradecidos es posible cuando
somos capaces de aceptar conscientemente que
necesitamos de los demas, que la vida es dar y recibir. Todo
cuanto somos lo hemos recibido. Solos, nada podemos.
Nos adentramos en el relato de Lucas, con los rostros
con los que compartimos, nuestra vida cotidiana, nuestro día
a día.

Lc 17, 11-19: Los diez leprosos. Crecer en la


capacidad de ser agradecidos.
-¿Cuáles son en este tiempo mis «lepras»? Pido el don
de poner verdad en mi vida.
-Respiro la oración del corazón: «Señor, Jesús, ten
compasión de mi». Descanso en esta compasión y llevo ahí
otras vidas.
-«Se postró a los pies de Jesús dándole gracias».
Pasar un tiempo largo en ese movimiento. Saber dar gracias
en todo.

Las tres sendas nos están ofrecidas en la sabiduría de


nuestra tradición: ayunar para sanar, darnos para bendecir,
y rezar para crecer en agradecimiento. Pero hay algo que
necesitamos tener presente en cada una de ellas: es Otro
quien se acerca primero, quien toma la iniciativa en el amor,
quién nos toca y nos hace madurar allí donde estamos.
Simone Weil nos lo recuerda de un modo muy sencillo: «El
esfuerzo muscular realizado por el campesino sirve para
arrancar las malas hierbas, pero sólo el sol y el agua hacen
crecer la cosecha».
La gran invitación de este tiempo de cuaresma es
despejar, junto a otros, el terreno, remover las «malas
hierbas» que se nos acumulan y girar confiados nuestra
vida, tal y como está, al sol y al agua del amor de Dios.

Texto original: Mariola López Villanueva, rscj


Adaptación: Tuti Krause

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