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LA SUPUESTA ARROGANCIA DE LA VERDAD

¿No es una arrogancia hablar de verdad en cosas de religión y llegar a afirmar haber hallado
en la propia religión la verdad, la sola verdad, que por cierto no elimina el conocimiento de la
verdad en otras religiones, pero que recoge las piezas dispersas y las lleva a la unidad? Hoy se
ha convertido en un eslogan de una enorme repercusión rechazar como simultáneamente
simplistas y arrogantes a todos aquellos a los que se puede acusar de creer que "poseen" la
verdad. Esta gente, a lo que parece, no son capaces de dialogar, y por consiguiente no se les
puede tomar en serio, pues la verdad no la "posee" nadie. Sólo podemos estar en busca de la
verdad. Pero –y esto hay que objetar en contra de esta afirmación– ¿de qué búsqueda se trata
aquí, si ésta no puede llegar nunca a la meta? ¿Busca realmente, o es que verdaderamente no
quiere hallar nada, porque lo hallado no puede existir? ¿Y no se ha degradado, en realidad, a
una caricatura la manera de pensar de aquellos a quienes se acusa de creer que "poseen" la
verdad? Naturalmente, la verdad no puede ser una posesión; con relación a ella debo tener
siempre una humilde aceptación, siendo consciente del riesgo propio y aceptando el
conocimiento como un regalo, del que no soy digno, del que no puedo vanagloriarme como si
fuera un logro propio mío. Si se me ha concedido, la debo considerar como una
responsabilidad, que supone también un servicio para los demás. La fe, además, afirma que la
desemejanza entre lo conocido por nosotros y la realidad propiamente dicha es siempre
infinitamente mayor que la semejanza (Lat IV DS 806). Pero esta infinita desemejanza no
convierte el conocimiento en un desconocimiento, la verdad no es una falsedad. Me parece
que hay que darle la vuelta a la cuestión de la arrogancia: ¿No es una arrogancia decir que
Dios no nos puede dar el regalo de la verdad? ¿No es un desprecio de Dios decir que hemos
nacido ciegos y que la verdad no es cosa nuestra? ¿No es una degradación del hombre y de su
deseo de Dios el considerarnos como personas que van palpando eternamente en la
oscuridad? Y, estrechamente unida a la anterior, aparece la verdadera arrogancia de querer
nosotros ocupar el puesto de Dios y querer determinar quiénes somos y lo que hacemos y lo
que queremos hacer de nosotros y del mundo. Por lo demás, no se excluyen mutuamente el
conocimiento y la búsqueda. En Gregorio de Nisa y en Agustín se encuentran pasajes
hermosos que resaltan la infinidad de la grandeza de Dios y afirman que todo descubrimiento
provoca una búsqueda más profunda y que nuestra felicidad eterna consistirá en buscar el
rostro de Dios, es decir, caminar hacia lo infinito con descubrimientos siempre nuevos y
adentrarse en la aventura del amor eterno como respuesta a nuestra sed de felicidad.

Claro que a los no cristianos seguramente les parecerá una arrogancia nuestra fe, que
proclama que Jesús no es sólo un iluminado, sino el Hijo, la Palabra misma, en el que
confluyen todos los demás iluminados y todas las demás palabras. Tanto más importante es
que este conocimiento lo reconozcamos no como un mérito nuestro y que permanezcamos
fieles al convencimiento de que el encuentro con la Palabra ha sido también para nosotros un
regalo que se nos ha concedido, para que lo comuniquemos a otras personas, gratuitamente,
como lo hemos recibido nosotros. Dios eligió a unos para los demás y todos para todos, y lo
único que podemos hacer es reconocer con humildad que somos mensajeros indignos que no
se anuncian a sí mismos, sino que hablan con santa timidez de lo que no es nuestro, sino que
proviene de Dios.

Sólo así se hace inteligible el encargo misionero, que no puede significar un colonialismo
espiritual, una sumisión de los demás a mi cultura y a mis ideas. El prototipo de la misión
queda claramente diseñado en la manera de proceder de los apóstoles y de la primitiva Iglesia,
sobre todo en los discursos de envío de Jesús. La misión exige en primer lugar preparación
para el martirio, una disposición a perderse a sí mismos por amor a la verdad y al prójimo.
Sólo así se hace creíble, y ésta ha sido siempre la situación de la misión y lo seguirá siendo
siempre. Sólo así se levanta el primado de la verdad y sólo entonces se vence desde dentro la
idea de la arrogancia. La verdad no puede ni debe tener ninguna otra arma que a sí misma.
Todo el que cree ha encontrado en la verdad la perla, por la cual está dispuesto a dar todo lo
demás, incluso a sí mismo, pues sabe que al perderse se encuentra a sí mismo y que solamente
el grano de trigo que muere lleva fruto abundante. El que cree y puede decir "hemos
encontrado el amor" debe transmitir ese regalo a los demás. Sabe que con ello no violenta a
nadie, no destruye la identidad de nadie, no destroza culturas, sino que las libera para que
puedan adquirir una mayor amplitud propia. Sabe que satisface así una responsabilidad: "Es
una obligación que tengo, ¡y pobre de mí, si no anuncio el Evangelio!" (1 Cor 9,16). Mucho
tiempo antes que Pablo ya había tenido Jeremías una experiencia parecida y dicho algo
semejante: "La palabra del Señor se ha convertido para mí en constante motivo de burla e
irrisión. Yo me decía >no pensaré más en él, no hablaré más en su nombre<. Pero era dentro
de mí como un fuego devorador..." (Jer 20,9). Me parece que a partir de estos textos hay que
entender la parábola del siervo cobarde que escondió por miedo el dinero de su amo para
poder devolverlo entero, en lugar de traficar con él y multiplicarlo, como hicieron los otros
siervos (Mt 25,14-30). El "talento" que se nos ha dado, el tesoro de la verdad, no se debe
esconder, debe transmitirse a otros con audacia y valentía, para que sea eficiente y
(cambiando la imagen) para que penetre y renueve la humanidad como lo hace la levadura
(Mt 13,33). Hoy día en Occidente estamos muy ocupados en enterrar el tesoro – por cobardía
ante la exigencia de tener que defenderlo en la lucha de nuestra historia y perder quizás algo
(lo que claramente es incredulidad) o también por pereza: lo enterramos porque nosotros
mismos no queremos ser importunados por él, porque en el fondo quisiéramos vivir nuestra
vida sin ser molestados por el peso de responsabilidad que el tesoro trae consigo. Pero el
grado de conocimiento de Dios, el regalo de su amor, que nos mira desde el corazón abierto
de Jesús, debería forzarnos a contribuir a que los fines de la tierra contemplen la salvación de
nuestro Dios (Is 52,10; Sal 98,3).

La posición de la fe en Cristo en la historia de la Religión y Cultura

Todavía queda una cuestión por abordar. La Palabra encarnada no ha entrado en un mundo
que no sabía absolutamente nada de ella. Ya antes había enviado sus rayos iluminadores al
mundo y había despertado así el deseo de la humanidad. Él es la luz que ilumina a todo
hombre que viene al mundo (Jn 1,9). Los Santos Padres, en relación a esto, han hablado de los
"granos de simiente de la Palabra" que ellos habían buscado y hallado en el mundo
precristiano. Este concepto ha llegado a ser con razón un concepto central en la búsqueda por
determinar la justa relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. Pero, si se
profundiza con más exactitud en ese concepto, se encuentra uno –en cuanto soy capaz de ver–
con algo inesperado que se indica en todos los trabajos sobre el tema. Los Santos Padres no
encontraron los granos de simiente en las religiones del mundo, sino en la filosofía, es decir,
en el proceso de la razón crítica contra las religiones, en la historia de la razón progresiva y no
en la historia de las religiones[15]. Allí veían los Padres la prehistoria propiamente dicha del
cristianismo – allí donde el hombre, rompiendo con las costumbres y las tradiciones, se ha
encaminado hacia el Logos, es decir, hacia la comprensión del mundo y de lo divino por la
fuerza de la razón. En este sentido los Padres no incluyeron el cristianismo primariamente en
el campo de la religión, no lo consideraron como una de las religiones, sino que lo asociaron
al proceso de la razón discerniente (hay que notar que el concepto general de "religión", en el
que incluimos hoy los fenómenos más dispares y entre otros también el cristianismo, se ha
originado a lo largo de la Edad Moderna y constituye como tal una generalización
problemática que contiene ya en sí predeterminaciones cuestionables). No se llega a captar la
singularidad de la fe cristiana ni de su posición específica en la historia de la espiritualidad
humana, si no se tiene en cuenta este estado de cosas. El cristianismo en sus comienzos se
coloca al lado de la razón crítica religiosa, puesto que busca la verdad, y reconoce que ha sido
preparado por esta razón crítica.

Pero esto no significa que el cristianismo se clasifique simplemente como filosofía frente al
resto de las religiones, aunque el hecho de que se autodenomine como verdadera filosofía
pertenezca a los fundamentos de la primitiva Iglesia. A pesar de ello, Karl Barth se equivocó
al afirmar que el cristianismo no tenía nada que ver con la religión, de manera que la moda de
sus seguidores postulaba un "cristianismo sin religión" y pudo finalmente incorporar en su
repertorio la "muerte de Dios". No, el cristianismo ha podido conectar con las religiones en
las formas de la adoración de Dios, en la forma de la liturgia y en muchos modos de vivir (por
ejemplo, ¡el monacato!) y, según los lugares, se ha colocado con ellas en la continuidad del
culto, aportando al mismo tiempo la renovación de los contenidos. El ejemplo más
impresionante de esta continuidad dentro del cambio es la imagen de Nuestra Señora de
Guadalupe en México. Su culto empieza en el lugar en el que antes había estado la imagen de
"nuestra venerada madre señora serpiente", una de las importantes diosas indígenas. Pero el
hecho de mostrar su cara sin máscara muestra "que no es una diosa, sino una madre de
misericordia, puesto que los dioses indios llevaban máscara. Esto se amplía y profundiza por
el símbolo del sol, de la luna y de las estrellas. Ella es mayor que los dioses indígenas porque
oculta el sol, aunque no lo extingue. La mujer es más poderosa que la máxima divinidad, el
dios sol. Es más poderosa que la luna, puesto que está de pie sobre ella, pero no la aplasta..."
[16]. En las formas y símbolos, en que Nuestra Señora de Guadalupe aparece, se ha
incorporado toda la riqueza de las religiones precedentes y se ha reducido a una unidad desde
un nuevo núcleo procedente de lo alto. Está, por así decir, por encima de las religiones, pero
no las aplasta. Guadalupe es de esta manera en muchos aspectos una imagen de la relación del
cristianismo con las religiones. Todos los ríos confluyen en ella, se purifican y renuevan, pero
no se destruyen. También es una imagen de la relación entre la verdad de Jesucristo y las
verdades de las religiones: la verdad no destruye, sino que purifica y une.

El cristianismo no pertenece sin más a la historia de las religiones, pero por supuesto tampoco
pertenece sin más a la historia de la crítica de las religiones, es decir, de la razón
autosuficiente. Los Padres, al hablar de la razonabilidad del cristianismo, han hecho la
distinción entre la ratio, el simple entendimiento, y el intellectus, la capacidad de intuición
espiritual, que va más lejos que el simple entendimiento. En esto justamente consiste la
esencia de la sabiduría –de la fe, que es sabiduría–, en que rompe la estrechez del simple
entendimiento y da nuevas fuerzas a la visión intuitiva a la que el hombre está llamado. La fe
cristiana se caracteriza por relacionar de una manera completamente nueva la razón y la
religión para orientar al hombre hacia la verdad, sometiéndolo a las exigencias de la verdad y
no permitiendo que la religión se convierta en una mera costumbre.

Por ello, el cristiano jamás puede afirmar simplemente que cada cual debe vivir en la religión
que le ha tocado por sus circunstancias históricas, puesto que todas son a su manera caminos
de salvación. De esta manera se convierte la religión de hecho en una mera costumbre y se la
aparta de la verdad. Acaba entonces situándose en el campo de la psicología (experiencias
subjetivas y representaciones) y de la sociología (configuración ritual de las ordenaciones
comunitarias), pero al hombre no le deja abrirse. Y sobre todo: no lleva a los hombres a
comunicarse con otros, sino que los encasilla justo en las cuestiones humanas más
importantes, en sus tradiciones respectivas y los separa unos de otros. La aparición de la fe
cristiana se ha hecho posible porque en Israel había hombres que buscaban con el corazón,
que no estaban satisfechos con las costumbres corrientes, sino que buscaban algo mayor:
como son María, Isabel, los Doce y todos los demás que aparecen en el Nuevo Testamento.
La Iglesia entre los paganos fue posible porque tanto en las regiones mediterráneas como en
Oriente próximo y en Oriente medio de Asia, a donde llegaron los misioneros, había personas
que esperaban, que no se conformaban con lo que ya poseían, sino que buscaban la estrella
que les debía señalar el camino al verdadero redentor del mundo. El hablar de Jesús como
salvador único y universal de ninguna manera supone un desprecio de las demás religiones,
pero sí se contrapone decididamente a resignarse a la incapacidad de poder percibir la verdad
y a admitir la cómoda estadística del dejar-todo-igual-como-estaba. Al hablar de Jesús se
apela al anhelo presente en el corazón de todos los hombres, al anhelo que espera algo Mayor,
a Dios mismo, a la verdad común a todos. Esto atañe también a los cristianos: tampoco ellos
deben contentarse con un cristianismo vivido como costumbre, con un mero ritualismo y con
costumbres inveteradas. También ellos deben liberarse siempre de nuevo de la costumbre,
para encontrarse con la verdad que se ha encarnado en Jesucristo[17].

Notas

[14] Para la siguiente argumentación me remito a un libro mío que está a punto de aparecer:
Glaube – Wahrheit – Toleranz.

[15] Cfr. sobre esta cuestión no sólo mi libro citado en la nota 14, sino también especialmente
el de M. FIEDROWICZ, Apologie im frühen Christentum, Paderborn 22000.

[16] H. RZCEPKOWSKI, "Guadalupe": R. BÄUMER – L. SCHEFFCZYK (eds.),


Marienlexikon III, 38-42 (aquí: 40).

[17] En los Padres de la Iglesia la "costumbre" aparece precisamente como sinónimo del
paganismo. J. Holdt describe, en continuidad con H. Rahner, esta idea de Clemente de
Alejandría del modo siguiente: "’Synetheia’ (= costumbre) es la substancia de los viejos
paganos ... La verdad cristiana es dura y amarga como una medicina, mientras que la
‘costumbre’ es dulce y hace tilín. La fe libera, mientras que la costumbre ‘esclaviza y
encadena ...’". J. HOLDT, Hugo Rahner. Sein geschichts- und symboltheologisches Denken,
Paderborn 1997, 119. Cfr. también CHR. GNILKA, Chrêsis. Die Methode der Kirchenväter
im Umgang mit der antiken Kultur. II: Kultur und Konversion, Basel 1993, 116-117 y passim.

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