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LA GUERRA DEL ARCÁNGEL SAN GABRIEL

Nadie me puede responder qué mal es el peor. Y cada


vez que pido respuestas me dicen que en esta comunidad yo
estoy para responder y el resto para preguntar. Total, para
eso soy el profesor. Así dicen. Sin embargo, a la hora de
decidir por el bien de la comunidad, con las justas si me
hacen caso y hasta se ríen de lo que puedo sugerir. Yo
pregunto si la presencia de los «cumpas» es buena o mala y
me dicen: «¿Cómo preguntando usted, pues?... Pa' eso es
instruido, ¿no?» Y se ríen todos desmuelados, como
haciéndome cojudo. Peor si los notables están borrachos:
«jorobado, curcuncho», se burlan de mi triste aspecto sin
considerar que yo les enseño a sus hijos. Y es que Dios me
puso esta maldita montaña para que la cargara sobre mis
espaldas por algún pecado del cual no me acuerdo. Duele
bajo el poncho en las noches de heladas y me avergüenza
en el verano cuando hay que descubrirse. Y no me
responderían tampoco si les preguntara sobre esto, como
tampoco me responden cuando les pregunto qué mal es el
peor.

Todo Yuraccancha se comporta como si el futuro se lo


hubieran comprado. Si los Sinchis vienen les damos su
pachamanca, chichita de jora, aguardiente y hasta pisco de
tuna. Cantamos el himno nacional, sacamos la bandera del
colegio y la lucimos en la placita de armas. Si vienen los
«Cumpas», sacamos la bandera con la hoz y el martillo,
cantamos «salvo el poder todo es ilusión» o «por montañas
y praderas», y seguimos viviendo al margen de la guerra sin
habernos alejado de ella.

Yuraccancha sabe vivir, tiene un mensaje diferente para


cada persona que se acerca por estos pagos y eso lo
aprendimos de tanto comerciar con la caña. Nuestro cañazo
es el mejor y por eso el resto de comunidades de la
provincia hasta nos regalan hembras. Don César Huamaní,
alcalde, Alejandro Lucero, teniente-gobernador, Lauro
Choque, teniente-alcalde, y otros notables se hacen buenos
billetes con el alcohol. Ahora también con los alimentos
que envía Defensa Civil. ¡Semejantes sinvergüenzas! Y
cuando vienen de Lima los periodistas, ellos lloriquean y
moquean en quechua suplicando más ayuda.

Pero Yuraccancha no podía seguir siendo de dos bandos


sin optar por ninguno. Se acordarían de mis preguntas tan
despreciadas por estos indios cazurros, cuando los
«cumpas» empezaron a presionar. Primero exigieron que
parte de las cosechas se destinaran para alimentar a los que
estaban combatiendo en las alturas. No era mucho lo que
pedían, entonces todos aceptaron felices, bebieron y bai-
laron con ellos al igual que hacían con los Sinchis en las
contadas ocasiones que venían. Después exigieron una
cuota de ganado para hacer charqui y llevarlo también a los
que peleaban en los cerros. Y la gente aceptó. Pero lo que
les amargaba peor que hiel en la boca a los más viejos, era
que arrearan a los maq'tas a la «Escuela Popular» para
adoctrinarlos y, posteriormente, se los llevaran a comba-
tir. Muchos ya no regresaban.
Yuraccanchinos los hay ricos y pobres, si es que se
puede llamar ricos a estos comerciantes que acumulan
algún dinerito, y pobres a otros que sólo viven del campo.
Cuando los campesinos se quejaban de las levas que hacían
los «cumpas», el alcalde César Huamaní les respondía que
ésa era la cuota que debíamos pagar por seguir viviendo en
paz. Igualito hablaba el muy ladino cuando las mamachas
venían a quejarse de las violaciones que hacían los Sinchis
a sus hijas. Nacieron de los Sinchis hijos sin padre. Pero
nadie imaginó las atrocidades que vería nuestra comunidad
después del segundo año de violencia. Nadie calculó las
lágrimas que arrancarían a las madres de los nevados que
rodean la corta llanura de Yuraccancha.

Vinieron las fiestas patronales de fines de


octubre. Saludamos el aniversario de nuestra patrona la
Virgen del Rosario y de nuestro patrón San Gabriel, con
celebración de una semana por lo menos. Por esas fechas
ya han espigado los trigales y necesitamos brazos de otros
lados para cosechar. Todo es felicidad y la gente bebe harto
licor, come y baila. La cordillera parece reír con sus dientes
blancos de nieve y bajo el sol el pueblo se divierte
olvidándose por último de las imágenes sagradas. Ha
venido gente del anexo Pukacruz y del caserío
Wayoq'pampa a celebrar a sus patronos. Y, como siempre,
los partidos de fútbol entre los caseríos y anexos acaban en
trompeadera. Hasta a pedradas se agarran los muy
bárbaros. El padrecito Rodrigo por eso se lleva la imagen
de la Virgen muy lejos, para que no vea la madre de Cristo
toda esa barbarie. El pobre San Gabriel, como todos los
años se queda allí bajo el sol, con esa mirada de niño, como
si no comprendiera nada mientras la luz del día va
desgastando los colores de sus andas y los borrachos
brindan a su salud.

Algo los vi tramar a os Lucero, a los Huamaní y al resto


de aguardentosos. Nada bueno sería cuando regalaban licor
contra sus costumbres usureras. Al final de la semana,
cuando la gente estaba cansada de tanto bailar y tanto beber,
don César Huamaní y Alejandro Lucero convocaron a
asamblea en la casa comunal. Hacía mucho tiempo que no
convocaban y eso me extrañó. ¿Qué se traían entre
manos? Poco a poco iría desembuchando el miserable de
Alejandro Lucero que los «Cumpas» exigían un impuesto
al comercio de alcohol y todo aquel que tuviera alambique
tenía que dejar parte de sus ganancias como impuesto de
guerra.

-¿Qué te pasa don Alejandro? -le increpó una anciana-


. Cuando me quejaba de la suerte de mi nieta abusada por
los Sinchis, nada dijiste. Te metiste la lengua al ocoti
¿no? Mafioso, peor que el zorro eres. Y cuando los
«compañeros» se llevaron a los maq'titos para la guerra,
tampoco dijiste nada. Ahora que tocan tus negocios, llamas
a asamblea para palabrearnos bonito.

Pero el Alejandro Lucero tenía argumentos. En las


fiestas había regalado aguardiente a los hombres del común,
sin ser mayordomo. No en vano, había sido dirigente de la
Asociación hijos de Yuraccancha, en Lima, ni por gusto
padrino de múltiples equipos de fútbol, representante,
inaugurador solemne y chupa medias del diputado por la
provincia, entre otras lindezas. Igualmente su compadre, el
alcalde César Huamaní. Ya estaban hablando de que «ésta
ha sido la gota que derramó el vaso», que «ya no
soportamos un flagelo más».

-No podemos seguir perdiendo, pues. Los Sinchis, a


pesar de haber deshonrado a muchas de las hijas de
Yuraccancha, a pesar de hacerlas parir hijos del pecado y la
vergüenza, no nos traen la muerte como los
«compañeros». Unos aumentan de guaguas a la comunidad
y otros se llevan a los jóvenes a combatir. Los hijos sin pa-
dre son acogidos por esta comunidad de sentimientos
nobles, pero a los maq'tas que van a morir a los cerros,
¿quién les devuelve la vida? ¿Alguien me puede decir qué
mal es el peor? -decía el alcalde César Huamaní.

-Eso mismo dije al comienzo, mi estimado... -traté de


intervenir. Pero en medio de la penumbra ya me respondía
de mala manera el hijo de Lauro Choque, arrogante como
siempre fue en el colegio.

-¿Cómo te vamos a tomar en serio, pues, profesor?


¿Acaso tú has nacido en nuestra tierra? Por cortesía estás
en la asamblea comunal, porque como todos saben eres hijo
de Mollecancha, no de Yuraccancha. Esta asamblea es de
Yuraccanchinos, no de forasteros.

-¿Quién no sabe que los de Mollecancha miran mal a


nuestra progresista comunidad? -agregó Nemesio Yaranga,
el dueño del mejor alambique de la región.

... Los de Payranga, Q'ollara y Yanayacu también. Mal


haríamos en aceptar sus consejos.
-¡Que se vaya el curcuncho comelibro! -gritó alguien
desde la oscuridad. Otros le secundaron.

-¡Que se vaya el forastero!

-¡Más respeto!... Es el profesor... -protestaron algunos


del común.

No quise seguir escuchando más. Los escolares al día


siguiente me contarían que habían acordado botar a los
«cumpas» para siempre. Otra cosa también me contarían:
todas las intervenciones de los aguardentosos fueron en
castellano, y por eso mucha gente votó sin saber
exactamente por qué votaba. La mayoría quería acabar
rápido la asamblea para irse a dormir después de tantos días
de fiestas.

Nadie sabe si fue por casualidad o alguien les avisó, pero


durante algún tiempo los «cumpas» se desaparecieron del
lugar, y sólo veíamos a los cóndores trasponer la cordillera
blanca que flanquea la herida de Yuraccancha.

Llegando al mes, en plena noche de granizo, recibimos


la visita de tres guerrilleros hambrientos. Los perros no los
ladraron como otras veces y sólo se limitaron a aullar con
un quejido triste y prolongado. Los visitantes tenían los
rostros amoratados de frío y los labios rajados por la
sequedad del viento de cordillera. Pregunté al más joven su
edad y él me respondió todo chaposo, sonriente.
-Quince años, señor.

Don César Huamaní los invitó a pasar a la bodega de


Nemesio Yaranga, el mejor elaborador de aguardiente de la
región. Inmediatamente mandó a una de sus hijas a que
matara una gallina para agasajar a los presentes. Llegaron
Alejandro Lucero y Lauro Choque, cada uno con sus
familiares. Todos hacían preguntas de las atrocidades de la
guerra, indagaban por gentes conocidas de otras
comunidades, se enteraban de los últimos muertos que ha-
bían antes conocido en vida. Historia va, historia viene, los
fusiles automáticos iban quedando olvidados por sus
dueños en un rincón. Los «cumpas» se sacaron los ponchos
húmedos para que las mujeres los tendieran junto al
fogón. Cenaron y bebieron el aguardiente más mentado de
la provincia, chaccharon coca hasta altas horas riéndose de
las bromas de los anfitriones y hasta cantaron ese huayno
«Flor de Retama», que a ellos tanto les gusta.

El primero en caer dormido fue el maq'tito, endulzado


con el calor de la cocina, vencido por el cansancio más que
por los alcoholes. Los otros dos también se irían quedando
dormidos. Algo presentí cuando vi a los hijos de Alejandro
Lucero intercambiar miradas, metiéndose las manos debajo
de los ponchos. Fue entonces que llamé al padre para
increparle su conducta, y él, ya enchispado por los tragos,
me respondió mal y hasta casi me golpea.

-¿Qué te pasa, carajo?... So baboso, comelibros... ¡Anda


a cuidar tu escuela que pa' eso cobras sueldo! ¿Acaso vas a
enseñarme a conducir una comunidad?... ¡Espérate nomás,
ka’nra, porquería, carajo, pa' que veas cómo te denuncio
con los Sinchis!

En medio de la oscuridad, mientras el granizo azotaba


los techos de las casas y los perros aullaban como si la pena
les brotara de adentro, los Lucero, los Huamaní y los
Choque apuñalaron los cuerpos dormidos de los
guerrilleros. Su sangre quedó desparramada en las paredes
y el piso de tierra del negocio de Nemesio Yaranga.

La semana fue de mucha pelea entre la gente que


apoyaba la atrocidad y los que criticaran la conducta de sus
principales. Don César Huamaní había corrido a
matacaballo a la base de Huancapi para solicitar la
presencia de los Sinchis. Orgulloso regresó luego de tres
días en compañía de los uniformados y algunos
periodistas. Lo entrevistaron y el muy zorro sólo respondía
en quechua poniendo esa cara de indio desamparado frente
al traductor y las cámaras. ¡Incluso lloraba el muy
desgraciado!

El insolente hijo mayor de Lauro Choque se le dio por


seguirme a todas partes y cada vez que le dirigía la mirada,
me sonreía todo cachoso. De vez en cuando soltaba
amenazas en voz alta, como quien no quiere, para que yo lo
escuchase.

-¡Ya vamos a caerle también a los amigos de los


«cumpas»! ... ¡Varios deben haber por aquí! -y volteaba en
mi dirección sonriendo.
Se tomaron fotos con los cadáveres, siempre cuidando
de no descubrir el rostro del más joven para que no se dieran
cuenta que había sido casi una guagua.

Ahora sé por qué seguía llorando el ladino Huamaní


cuando se fueron los Sinchis y los periodistas. A pesar que
lo nombraron «ciudadano ejemplar», «heroico defensor de
la patria», «ejemplo de civismo» y otras galas, todos se iban
por donde vinieron sin dejarle ninguna protección para su
inmunda persona. Tanto sus familiares como los Choque y
los Lucero, quisieron hacer una nueva asamblea para
formar eso que los Sinchis llaman «rondas» o «defensa
civil», pero los del común no quisieron asistir. Convocaron
a los escolares, pero los muy matreros preferían ir a cazar
torcazas o a torturar sapos antes que desfilar con palos y
rejones por la plazuela.

En los siguientes días los hijos de los alcoholeros


empezaron a faltar al colegio y a veces los veía vagando por
las chacras, conversando con otros mocosos. Valientes
seguro se sentían.

-¿Por qué no van al colegio, vagos? -les increpé una


tarde.

-El que tiene plata no necesita colegio -me respondió uno


de los gemelos Yaranga-. Basta con saber sumar, restar, es
lo que entra y lo que sale. ¿Pa' qué más?

-Mostrencos, carajo. ¡Vayan pa' su clase! -tomé un palo.

-Cúidese mejor, profesoracha... Ningún curcuncho nos


va a decir qué hacer. Y si nos sigue hostigando, allí están
los Sinchis que buscan «terrucos». Usted de repente será
«terruco», pues. -dijo el hijo mayor de los Lucero.

Cogí miedo y me fui dándole las espaldas, sintiendo sus


mofas e insultos, soportando los terrones secos que
lanzaban sobre esta joroba maldita que no merecí tener.

-¡Jorobao!... -gritaban ya de lejos, riéndose luego. En la


noche recién pude llorar de impotencia sobre el hombro de
mi mujer.

El siguiente domingo la gente despertó espantada por un


sonido grave y monótono, como si los cerros amenazaran
con derrumbarse. Fueron saliendo los comuneros tratando
de ver, entre legañas, qué pasaba. Pasmados se quedaban
aquellos que levantaban la vista hacia las alturas: los cerros
verde-amarillos del ichu seco, amanecieron cubiertos de
hombres con ponchos ocres y pasamontañas de
colores. Algunos hacían sonar tambores de cuero templado
siguiendo un ritmo lúgubre, constante, arrancándole el eco
a las montañas. Nadie explicaba de dónde salieron tantos.
¿Acaso no eran tan sólo unos pocos?

¡Bramm! Sonó el primer dinamitazo y las madres


hincaron rodillas en la tierra, abrazando a sus guaguas, para
implorar al cielo misericordia. Las paredes de roca y los
riscos de las quebradas siguieron temblando al ritmo de los
cueros, y los hombres de Yuraccancha entendimos que toda
resistencia era inútil y que había llegado el castigo por nues-
tras culpas.
-¡Saquemos la bandera roja! -gritó como loco el
teniente-gobernador, tratando de ordenar a la gente presa
del pánico- No nos harán nada... ¡Somos campesinos!...
¡Les explicaremos!

Pero nadie tenía oídos para sus necias palabras. Cientos


de rostros cubiertos nos observaban imperturbables
mientras los tambores aceleraban el ritmo y sonaban los
huakrapukus hechos de cuerno de toro. El segundo petardo
de dinamita remeció la tierra y las guaguas huían como
vizcachas ante el trueno buscando refugio. De pronto todo
se hizo silencio. El eco de la explosión se agotó en el aire
y nos miraban a lo lejos, inexpresivos, como fundidos en
bronce. Uno de ellos gritó algo inentendible mostrando en
alto el fusil, y el resto lo siguió coreando la consigna,
levantando sus armas. Volvieron a tronar los tambores y
los guerrilleros empezaron a descender por los caminos del
ganado hacia la carretera que conduce al caserío. Llegaron
por fin a la plazuela formados en pelotones y vociferando
lemas, repitiendo las mismas cosas hasta el cansancio.

-¡Compañeros! ... ¡Waiñuchum Yanahumas!

-¡WAIÑUCHUM YANAHUMAS!

(Muerte a los «cabezas negras»)

-¡Causachum guerra popular!

-¡CAUSACHUM GUERRA POPULAR!

(Viva la guerra popular)


Jóvenes armados ingresaron casa por casa en busca de
los Lucero, de los Yaranga, de los Choque, de los Huamaní.
Sólo dejaron a las criaturas, al resto los sacaron en vilo. En
medio de la plaza mataron primero a los más viejos
utilizando cuchillos para degollar carneros. Vimos boquear
y temblar con los estertores de la muerte a Lauro Choque:
No pudo evitar con sus dos manos que siga manando sangre
de su yugular; se sujetaba con ambas el cuello pero entre
los dedos se le escapa la vida. A las mujeres viejas las
mataron aplastándoles el cráneo con pesadas piedras. Los
hijos de Alejandro Lucero y de César Huamaní presentaron
resistencia, pero fueron reducidos a culatazos y colgados
con sogas de cerda del travesaño de la escuela. Pataleaban
amoratados por la asfixia hasta que sucumbieron con los
ojos saltones a la muerte. Quedaban maniatados y
desnudos César Huamaní y Alejandro Lucero esperando
peores castigos. Mientras tanto, los techos de sus casas
ardían llenando las quebradas de humo negro. Los
tambores de piel y los cuernos de toro no dejaban de sonar
lúgubres, como melodía de una pesadilla.

Qué fácil morían como reses los humanos.

A las cuatro de la tarde, la calle principal del caserío se


nutrió de los balidos de todas las ovejas de
Yuraccancha. Junto con ellas marchaban las pocas reses
que poseía la comunidad y también los caballos y las lla-
mas. Los «cumpas» las arreaban a latigazos y puedo
asegurar que en toda una vida jamás las escuché balar así:
Parecían adivinar que nunca más volverían a ver la tierra
donde nacieron. Era un balido triste, un llanto de despedida
igual a los harawis que cantan las mamachas cuando
alguien se va. Así los «cumpas» castigaban a Yuraccancha
llevándose como botín de guerra todos los animales,
excepto los perros. Y los habitantes del caserío vieron
impotentes cómo esa columna enorme de animales
caminaba por el sendero de herradura que conduce hacia los
nevados, igualito como si se fueran al cielo, perdiéndose de
vista allá donde se juntan las crestas de la cordillera con las
nubes.

-Chau, profesoracha... -me dijo cariñoso un maq'tito con


el rostro cubierto por un pasamontañas rojo. Miedo me dio
no saber de quién se trataba. Mi alumno seguramente
habría sido y, antes de unirse al grupo que cubría la retirada
de los «cumpas», me obsequió una manzana. Llevaba el
arma terciada a la espalda y desapareció a lo lejos
haciéndome adiós con su mano pequeña aún.

Al caer la noche supimos que se acabaron los Lucero, los


Huamaní, los Choque y los Yaranga. Nadie volvería a
apellidarse así por estas serranías. También, con la
destrucción de sus alambiques, acabaría la célebre fama de
destiladores de aguardiente que conservaron orgullosos los
yuraccanchinos durante siglos.

II

Soñé esa noche con los alcoholeros que habíamos visto


morir en la plaza, todos tirados panza arriba, degollados,
capados, mutilados, ahorcados. Al medio de ellos lucía la
imagen del arcángel San Gabriel, patrono de Yuraccancha,
triste y olvidado al centro de la plazuela como en su fiesta
patronal, cuando todos se divertían recordando apenas su
celebración. San Gabriel, vestido de lentejuelas y cubierto
de milagros de plata, me conversó toda la noche. Me contó
de la vaina que era ser patrón de una comunidad de
alcohólicos y fornicadores. Dijo que ya estaba cansado y
que ya no quería seguir siendo San Gabriel. «¿No quieres
ser tú San Gabriel?», preguntó poniéndome una mano
blanquísima en el hombro. Yo reí de buena gana, a pesar
de estar entre tanto muerto. ¿Cómo voy a ser, pues, San
Gabriel?... ¿Acaso alguien ha visto un San Gabriel cholo,
feo, jorobado?... ¿Acaso un cobarde como yo puede ser
arcángel y derrotar a los demonios de toda especie? Hasta
profesor puedo ser. Y eso, con el favor de los comuneros
de Yuraccancha. Pero los arcángeles son hermosos, no
como uno que mueve a lástima.

Y así nos fuimos charlando mientras esquivábamos los


muertos desparramados en la plaza, arrimándolos con el pie
a un costado para que no estorbaran el paso. Y pena me dio
después de todo, porque no hay nada más triste que ser
patrono de una comunidad que apenas se acuerda de su
onomástico y lo aprovecha como ocasión para chupar y
bailar durante días, mientras la imagen pierde sus colores
olvidada a la intemperie, soportando la insolencia de los bo-
rrachos que meaban en su delante. Capaz el ajusticiamiento
de los alcoholeros era el castigo de Dios por sus
pecados. Ahí quedaban para los cóndores.

La comunidad se quedó pintada de lemas y


advertencias. Había hoces y martillos en las paredes,
amenazas contra soplones y traidores, al igual que contra
los que se atrevieran a bajar las banderas rojas que dejaron
por todo el pueblo. Cuando llegaron los Sinchis en su
acostumbrada ronda, tuvieron que entrar al caserío
cubriéndose las narices por el hedor que despedían los
cadáveres descompuestos bajo el sol.

-¿Por qué no los levantaron? -preguntó el oficial.

Le contaron los más habladores cómo había sido la


masacre y que los «cumpas» amenazaron con matar a todo
aquel que se atreviera a mover los pedazos de los difuntos.

-¿Y qué se han creído, cojudos?... ¿Acaso nosotros


vamos a levantar esa porquería? -dijo el oficial antes de
ordenar que hiciéramos tan asquerosa tarea.

Picados por las gallinas, mordisqueados por los perros y


cubiertos de moscas, así tuvimos que recogerlos ante los
cañones amenazantes de las metralletas. Igual nos hicieron
arrear las banderas, pero como no encontraron pintura en
ninguna parte, los lemas y símbolos se quedaron adornando
las paredes. Sobre todo el que decía: «El partido tiene mil
ojos y mil oídos».

Durante toda la semana estuvieron viniendo periodistas


de Lima para tomar fotos, grabar declaraciones y pasearse
por los lugares más inusuales: Nos enteramos por ellos que
el Arquitecto presidente había ordenado desde mucho
tiempo atrás la presencia del Ejército en el departamento de
Ayacucho, pero a nosotros sólo nos visitaban los Sinchis de
la Guardia Civil, dizque «por nuestra escasa importancia
estratégica». Desde ahora y por razón de la masacre,
vendrían los «cabitos» del Ejército. Todos nos imaginamos
que por fin se acabarían los abusos que acostumbraban
cometer los Sinchis, que se terminarían los saqueos del
ganado, las violaciones a las warmas y las torturas para
inventar culpables. Seguramente ya no habrían
desaparecidos. Una vez más íbamos a comprobar cuán
ingenuos podemos ser los habitantes de estos páramos tan
fríos.

En pocos días llegaron los «cabitos» al mando de un


oficial joven, de gran estatura, medio blancón. Tomaron el
colegio como cuartel y procedieron a cercarlo con un gran
muro de adobón, para lo cual reclutaron campesinos del
anexo Pukacruz.

Ahora tenía que dictar clase en la casa comunal y, cosa


de broma, el teniente que mandaba a los «cabitos» era mi
alumno. ¿No tenía vergüenza, tan grandote y escuchando
clase con los changos? Me enteré que se hacía llamar con
el alias de «Coster» y que ni los mismos soldados sabían su
apellido. Una vez le pregunté al teniente «Coster» qué
significaba su alias y me dijo algo que no me pude explicar:

-He venido a terminar con algo que dejó inconcluso


Pizarro.

Eso dijo. Sin querer empecé a tomarle simpatía, sobre


todo por la atención que ponía en mis palabras cuando
dictaba la hora de historia. ¿Tanto le interesaba ese
curso? Con humildad también le pregunté otro día por esa
afición y él me dio la respuesta a todas mis interrogantes.
-A ustedes los maestros hay que vigilarlos. Les lavan el
cerebro a los mocosos con ideas subversivas. Desde ahora
quiero que enseñes cosas útiles. ¿Entendido? Déjate de
andar enseñando cosas de la provincia. Háblales de
Europa, de países avanzados... Enseña en castellano,
siempre en castellano, para que se vayan olvidando del
quechua.

-Pero, señor teniente... -me atreví a opinar- ...el


programa del Ministerio de Educación dice...

-¡Qué programa ni qué ministerios, carajo! ¡Aquí la


autoridad soy yo!... ¿Entiendes eso cholo de
mierda? Vociferó agarrándome de las solapas.

Cuando me soltó noté que le temblaban las manos y que


tenía los ojos como dos tizones ardientes. Se fue
mascullando algo que con las justas alcancé a entender y
que sirvió de explicación a otra de mis interrogantes.

-La culpa de todo la tiene Pizarro... Otra cosa sería el


Perú sin esta raza maldita -. Y se esfumó.

Coster no me inquieta tanto. Es cierto que cuando me


mira desde su alta estatura me hace sentir menos que un
batracio, como si a uno lo hubieran hecho mal, igual que si
fuera una equivocación de la naturaleza. Pero no le tenía
tanto miedo. Los que me inquietan y dan más pavor son
esos bestias que salen todas las mañanas al despuntar el
alba, a correr por los alrededores. Van trotando con el torso
desnudo sin importarles el frío de la madrugada, todos con
el puñal en la mano. Salen de dos en fondo y repiten lo que
va cantando el sargento.

-¡El soldado!

-¡EL SOLDADO!

-¡No se cansa!

-¡NO SE CANSA!

-¡De matar!

-¡DE MATAR!

-Guerrilleros

-¡GUERRILLEROS!

-¡Y tomarnos!

-¡Y TOMARNOS!

-¡Su sangre!

-¡SU SANGRE!

Cada parte la repiten gritando a todo pulmón, igual que


los «cumpas» con sus consignas. Y cuando un perro tiene
la mala suerte de cruzarse en su camino, lo matan a
puñaladas y beben tibiecita su sangre. Se embarran el
rostro con la sangre del animal, con las tripas también, y
continúan su recorrido. El perro muerto se lo llevan a la
guarnición. Dicen que para el rancho.

Mucha rabia me dio cuando mataron al mío.

-¡Me mataron mi perro, carajo! -le dije al teniente


Coster, con lágrimas en los ojos, pero él sólo me miraba
impasible detrás de sus lentes oscuros, como si uno fuera
menos que un insecto.

Por eso, cuando mi mujer me dijo que los «cabitos»


habían invitado a la comunidad una pachamanca en el
cuartel, yo le dije que no fuera. Ella insistía en ir por esa
vanidad que tienen las mujeres de lucir sus galas y que las
miren. No me dejé convencer por sus súplicas y el tiempo
me daría la razón. El resto de las warmas habría pensado
igual, porque el día de la pachamanca lucían como antes de
la guerra, con polleras de colores y flores frescas en el
pelo. Los hombres con saco y sombrero oscuro
acompañaban a sus damas de polleras bordadas y mantos
nuevos. Muchos soñaban con casar a sus hijas o a la
hermana solterona con militares, o simplemente querían
aprovechar la oportunidad de echarse un trago
para olvidar tanta violencia y amargura. Vimos así a
mucha gente entrar por el portón de lo que antes fue escuela
y convirtieron en cuartel.

Efectivamente, comieron y bebieron bailando hasta la


tarde. Habían llevado el aguardiente que tenían almacenado
desde los días en que Nemesio Yaranga compartía el mundo
con los vivos. Pero nadie se dio cuenta que lo que comían
eran los perros que los milicos acuchillaban en sus
ejercicios matutinos.
Perro comieron.

Algunos quizás saborearon la carne aliñada del fiel


guardián de su chacra.

Pero eso no fue lo peor. Los yuraccanchinos, por


generaciones, son débiles para rehusar el buen aguardiente
y por eso se excedían los hombres en beber y las mujeres se
excedían bailando con los cachacos. El bailongo
amenazaba prolongarse más allá de la tarde y los
hombres seguían bebiendo ante la mirada de culebra de los
soldados. A las seis de la tarde vimos como las puertas del
cuartel se abrían de par en par y al medio de la calle, fueron
sacados a culatazos y patadas todos los varones de
Yuraccancha. Las mujeres se quedaron adentro.

Borrachos, llenos aún de pica-pica y con las serpentinas


enrolladas al cuello, tocaron enérgicos el portón. Luego
gritaron con desesperación el nombre de sus mujeres, de sus
hermanas, de sus hijas. Suplicaron arañando las
puertas. Después que fueran alejados a balazos por los
centinelas, los vimos llorar a cada uno por separado y
retirarse impotentes a sus pagos.

Pasado el tiempo, nadie recordaba la pachamanca en que


comieron perro. Tampoco que los «cabitos» se fornicaron
en una noche a todas las hembras de Yuraccancha, y es
porque quizás el olvido sea un remedio más eficiente que el
odio para esas penas incurables. Los pocos que quisieron
presentar quejas a las autoridades de la provincia, no
volvieron a aparecer. Se hicieron humo o los hicieron
humo, sin dejar el menor rastro. Las esposas no podían
mirar de frente a sus maridos, las madres no querían cargar
a sus guaguas y las hijas lloraban de amargura por las
noches. Hombres en Yuraccancha se contaban pocos,
porque la mayoría andaban hechos un guiñapo que ni
siquiera podían levantar la cara hacia el cielo. Se volvió
reservada la gente, ya no quieren conversar. Sólo una
señora hablaba, a la que nadie hace caso porque había
enloquecido. Siempre repetía las mismas palabras y luego
se encerraba en el silencio, como si el recuerdo la abatiera.

-¡A mí que soy una vieja! ... ¡No tienen madre estos
supaypaguaguas!

Y así diciendo, volvía a enmudecer. De pronto


levantaba el rostro y repetía lo mismo. Eso era lo que hacía
todo el día, durante toda la semana. Ya hasta aburría la
señora y por eso fue que las familias se negaban a darle
limosna para no estar escuchándola y recordando tanta
vergüenza.

III

Vi cosas raras en la gente. Nadie hablaba más de lo


necesario desde que comprobaron la maldad de los
«cabitos». Las mujeres, cuando estaban lavando en el
río, susurraban entre ellas en quechua y callaban todas al
mismo tiempo si se acercaba algún varón. Yo me
aproximaba y la conversación se terminaba, seguían
chancando la ropa en las piedras de la orilla y la exprimían
para volverla a lavar, hasta que me aburría de verlas hacer
lo de siempre y continuaba mi camino. A lo lejos las sentía
susurrar en quechua nuevamente.

Igual estaban los escolares. Hablaban mucho en secreto


y por más que les preguntaba, nada podía sacar en claro.
Eso sí, me miraban con harto respeto, no como al resto de
varones de Yuraccancha que lloraban aún la violación de
sus mujeres y sus hijas sin haber podido hacer nada.

Chismes sí me contaron. Cómo no enterarme que ya la


mujer no obedecía al marido por estos lugares, que el hijo
faltaba al padre y la hija con mayor razón. Me contaban
también los changos del colegio que no querían cultivar las
chacras para que al final los «cabitos» se beneficien y ni
siquiera paguen por lo que da la tierra.

Cómo no enterarme que la hija de mi vecino Toribio


Najarro, la pasña de mejores ojos en la comunidad, se
entendía con el teniente Coster. Clotilde Najarro, desde
aquel abuso de la pachamanca, se las ingeniaba para entrar
en el cuartel, delante de toda la tropa, tantas veces ella
quisiera. Y poco a poco, la Clotilde fue siendo repudiada
por los escasos jóvenes que quedaban y por las viejas que
se ocupaban de la vida ajena.

Llegando el día de Noche Buena, los soldados trataban


de mitigar la soledad con harto licor. En cambio, la
comunidad sabía que esas navidades iban a ser las peores
sin el aguardiente destilado por los difuntos Yaranga o
Choque, ni la misa cantada en quechua por el padrecito
Rodrigo. El curita ya no asomaba su sotana por estos
rincones de la cordillera donde la gente desaparece y los
cadáveres se descomponen al sol. Ni siquiera quedaba un
corderito para agasajar a las visitas.

Sólo las mujeres tuvieron humor para ponerse sus


mejores polleras y lavar sus trenzas con boliche y agua de
romero. No obedecían ni a sus maridos ni a sus padres, de-
clarándose en franca rebeldía contra la autoridad de los
hombres de Yuracchancha.

Al que no lo veíamos mucho era a Coster. Casi siempre


andaba medio borracho y chismeaban que armaba ci-
garrillos con una hierba como el orégano, que olía
rico. Parte de su tropa se fue en patrullaje al anexo
Pukacruz, porque decían los llameros que allá los «cumpas»
fusilaron al alcalde títere que puso Coster.

Y cantando villancicos al Jesucito se iban las warmas esa


noche por los caminos de la comunidad, como si fuera una
procesión, cada una con su cirio de sebo entre
las manos. Así como danzando al son de los villancicos
que les enseñó alguna vez el padrecito Rodrigo, llegaron al
caserío y cruzaron por la enrevesada calle principal hacia la
plazuela donde estaba el cuartel. Los cachacos dispararon
al aire previniendo una asonada, pero a la luz del reflector
reconocieron a las mujeres que por la fuerza habían com-
partido sus caricias con ellos. Entonces empezaron a lanzar
silbidos y palabrotas. Incluso Coster salió por encima del
muro, todo borracho y despeinado.

- ¡Seguro quieren más verga!... -gritó- ¡Ábranles la


puerta y que entren de una en fondo para darles sus pascuas!
-¿Imanaqtintaq khaynaniraq machasqari purimunki, lluy
karkallaña, choqñe ñawintin? (¿Cómo es posible que andes
tan borracho, todo sucio y legañoso?) -le gritó a voz en
cuello la Clotilde Najarro.

-¿Qué me estará diciendo esta perra en su chanfaina de


lengua? -le preguntó Coster a un subalterno.

-Es cochineo nomás, señor... -le respondió.

Y así las recibieron jubilosos los «cabitos» que


seguramente habían calculado pasar la navidad mitigando
su soledad con alcohol. Las puertas se cerraron una vez
más detrás de las hembras de Yuraccancha y nadie durmió
en el caserío. Mucho menos los cachudos.

-Putas, carajo... ¿Por qué no he muerto antes de ver tanta


desvergüenza? -se lamentaba mi vecino Najarro
escuchando el jubileo que los uniformados hacían ante la
presencia de las pasñas.

-No se aflija, amigo Toribio. Son tiempos de guerra los


que vivimos -le dije tratando de consolarlo.

-Ni trago tengo para sufrir menos en mi alma


atormentada -siguió hablando, repitiendo el estribillo de un
huayno-. Así no quiero vivir... Quiero esta misma noche
buscar quién me dé la muerte.

-No sea tonto... -oí que le decía mi mujer.


Cuando ya nos cansábamos de oír tanto alboroto de
botellas rotas, risas y lisuras sonó esa explosión que se llevó
algunos de los techos de las casas más cercanas al cuartel y
que me hizo creer en el fin del mundo. Las llamas se
elevaban dentro de la cuadra como queriendo lamer las
estrellas y los pedazos de fierro que volaban por los aires
amenazaban descabezar a los curiosos. Sonaron tiros de
fusil, ráfagas de metralleta y escuchamos quejarse atroz a
más de un herido en la oscuridad. Dos explosiones más nos
desgarraron los tímpanos y vimos arder el cuartel por
completo, como si fuera una caja de fósforos.

Sentimos el llanto de las mujeres y otros quejidos.


Algunas de las pasñas que habían ingresado para festejar
con los «cabitos» iban apareciendo poco a poco, casi
desnudas y con el pelo chamuscado. Trataban de cubrirse
sus partes con ambas manos en medio del frío de
cordillera. Los vecinos las tapaban con mantas apenas
veían aparecer una y le preguntaban por la suerte de la hija
o de la hermana y hasta por la esposa. Varias habían
muerto.

Acuerdo fue de todas ellas entrar al cuartel para


arroparse bajo las frazadas de los «cabitos» y luego, en
plena madrugada, atravesarles el corazón con esos alfileres
de platería tan largos que usan las chinas de estos pagos para
sujetarse el manto. Pocas consiguieron matar a su cachaco
y otras fueron sorprendidas en el intento. Esas murieron
primero.

Clotilde Najarro, de tanto entrar y salir para ofrecerse al


teniente, había aprendido mucho. Sabía dónde estaban las
cosas peligrosas del cuartel y también lo que Coster
guardaba debajo de su litera. En la habitación donde antes
estaban las escobas y los trastes de limpieza,
Coster almacenaba las granadas, minas y municiones para
tenerlas bajo su control. «No jales esa argolla», le había
dicho a ella una vez que cogió por curiosidad ese artefacto
parecido a una lata de leche. «Nos quemamos todos»,
agregó antes de arrebatárselo de las manos.

-¿Jalando revienta, papay? -preguntó ella.

-Claro pues, babosa de mierda. No vuelvas a tocar esto.


¿Oíste?
Eres capaz de volarme toda la guarnición -respondió
advirtiendo.

Y se hubiera metido de adivino Coster si viviera para


contarlo. La Clotilde lo mató borracho y satisfecho,
hundiéndole ese gran alfiler de plata en el corazón. Luego,
lueguito, haría eso que le prohibiera: jalar la argolla de la
lata juntito a las cosas que guardaba Coster en la otra
habitación. Ahora que está ciega y toda quemada la pobre,
se le ha dado por contar cómo fue.

Los soldaditos que salieron hacia el anexo Pukacruz para


castigar a los que mataron al alcalde, jamás
regresarían. Los «cumpas» les armaron emboscada a
medio camino y dicen que nadie quedó vivo. Aquí los
pocos heridos que quedaron entre las ruinas de lo que fue
cuartel y antes era colegio, no querían que les ayu-
den. Amenazaron con disparar al primero que se acerque,
a pesar de que ni siquiera tenían fuerzas para sujetar el
fusil. De eso ya se daban cuenta los changos del colegio y
les gastaban bromas del mal gusto, burlándose de su
debilidad. Pasaban los mocosos corriendo con sus huaracas
de lana o con hondas de jebe lanzándoles piedras y luego
desaparecían.

Las heridas seguramente habían comenzado a infectarse,


porque ya ni se les escuchaba gritar las bravuconadas de
costumbre. Lo último que veníamos escuchando desde dos
noches atrás eran lamentos de dolor y delirios de
agonía. Después ya nada oímos. Los maq'titos
aprovecharon en recoger todo tipo de armas de los
alrededores y las iban juntando. Incluso tuvieron la osadía
de arrebatarles los fusiles a los moribundos valiéndose de
astucias.

-Esto se va pa' peor, maestro... -me decía un comunero


adulto-. Ahora van a venir más cachacos y nos harán sufrir
por lo que hicieron estas locas con el cuartel. Debemos
marchamos de aquí. Quemarlo todo. Pedir al resto de
comunidades y anexos que nos acojan. Hasta gratis
podemos trabajar para ellos.

-Así es, mi estimado -le respondo-. Vendrán muchos


cachacos a masacrar y torturar. Ése es el precio que se paga
por ser valientes. Y como los hombres de esta comunidad
no fueron valientes, las mujeres nos han enseñado. Hasta
los changuitos de la escuela han empezado a ser
machos. ¿No le da vergüenza?

-Valientes o cobardes, no importa. La cosa es que hay


que largarse o creerán que nos hemos sumado a los
«cumpas» de Pukacruz -añadió otro vecino.
Dicen las malas lenguas que las mujeres y los chicos
remataron a pedradas a los heridos que se estaban
pudriendo al sol. Peores lenguas dicen que eso lo aprendie-
ron de los «cumpas» cuando ajusticiaron a los alcoholeros.

Todos huían con sus cosas. La cargaban al hombro y


llegaban así a los caminos, porque acémilas ya no
existían. Los que decidieron refugiarse en las comunidades
vecinas fueron los de edad adulta, casi todos hombres, y las
mujeres en cambio preferían marcharse junto a los
muchachitos del colegio, hacia las montañas de
Q'oripata. No querían andar con quienes no supieron
defender su honor ni vengar su humillación. En
Yuraccancha quedaron los viejos y la Clotilde Najarro junto
a algunos pusilánimes que no sabían qué hacer.

Creyéndome seguro en las cuevas donde las aves de


rapiña hacen sus nidos, olvidé allá por unos días, junto a
mi mujer, el miedo de vivir en Yuraccancha. En la
madrugada del noveno día me despertó un silbido que no
era del viento ni de culebra, sino de gente. Terror sentimos
y nos acurrucarnos debajo de los ponchos esperando la
muerte.

-¡Papay, amaña pakaikuñachu, maskhamushaykun!


(¡Padrecito, no te ocultes, te estamos buscando!) -
escuchamos una voz de chiquillo, como suplicando. Eran
mis alumnos que venían con algunos adultos y
acompañados de las pasñas de la comunidad. Lucían
haraposos y hambrientos, con los labios rajados, chaposos
en las mejillas, igual que los guerrilleros que alguna vez
visitaron el caserío.
¿Qué vienen a buscar de este pobre profesor sin escuela?
¿Acaso yo puedo darles a todos de comer? Si con las justas
mascamos algo de charqui entre yo y mi mujer y bebemos
la nieve derretida que nos amorata los labios. ¿Qué les
puede dar este jorobado inservible que se cansa cada
cincuenta metros por el peso que lleva en la espalda?

Maximino Guzmán me dijo que podía conducirlos en ese


viaje incierto para ponernos a salvo de los cachacos. «Por
algo eres, pues, profesor» dijo él, y yo que había escuchado
tantas veces la misma vaina, dudé. No fui político, no tenía
ese don de mandar a otros ni tenía ideología

Pero el Maximino igual me dijo que el Espíritu Santo


me enrumbará y me dará los dones que necesito. Así
regresó él de la capital, cambiado, con el pelo y la barba
largos, llevando la Biblia bajo el brazo. Afirmaba ser
«israelita» a pesar que es cholo como todos los de por acá.

-Eres noble de corazón. Sabes leer mejor que cualquiera


de nuestros paisanos. Sólo te falta conocer la palabra de
Dios y aplicar su voluntad -me animó entregándome su
Biblia toda vieja.

Así empezamos ese duro peregrinar, perdiéndonos de las


patrullas de los Sinchis y otros uniformados, caminando de
noche y ocultándonos de día, robando los ganados de los
yana-humas o asaltando camiones de alimentos en medio
de la puna. Los maq’tas aprendieron a disparar con las
armas que se robaron del cuartel y los pocos soldaditos que
desertaban de otras guarniciones hartos de tanto abuso, se
nos sumaron. En un principio sólo las aves de rapiña que
vuelan muy alto y las vizcachas que agüeitan entre los
roquedales, se enteraron de esa masa de changos y mujeres
que andaba por las montañas sin rumbo ni disciplina,
desplazándose como una horda y arrasando con todo lo que
se oponía a su paso.

Cuando los helicópteros se cansaron de peinar la


zona, subieron los soldados en camiones a
Yuraccancha. Seguramente estaban alarmados al no
recibir señal de la radio del difunto Coster. Con el rostro
tiznado de betún y las armas listas a disparar entraron por la
calle principal deteniendo a las pocas mujeres y ancianos
que encontraban en su camino.

-Mierda -resopló el que estaba al mando al ver el cuartel


todo destruido, tapándose las narices por el olor a cadáver
descompuesto.

-¿Quién hizo esto? -preguntaron a un anciano que habían


detenido en la plazuela-. Fueron los «cumpas», ¿no?

-«Cumpas» no, señor patroncito -respondió.

-¿Me quieres agarrar de cojudo? -vociferó el oficial


cerca del rostro del prisionero. - ¿Sabes que te puedo
desaparecer?... ¿Ah?
-Verdad te estoy diciendo, patrón. Ya no vienen por acá
los «Cumpas».

-¿Y quién hizo esto? -le lanzó un puntapié a los


testículos-. ¿Acaso fue el Arcángel San Gabriel?

Lo siguieron pateando en la cabeza, en la cintura, en la


columna y el vientre. El más certero fue justamente en la
boca del estómago y el anciano perdió completamente el
aire poniéndose morado. Murió así, con los ojos
desorbitados y los labios abiertos, tratando inútilmente de
encontrar el aire que le faltaba, sintiendo que el abdomen se
le hundía como queriendo juntarse con su espalda. A su
alrededor los cachacos reían.

-Que se muera por colaborador. Traigan a la borradita


esa. Por sus quemaduras algo tiene que saber -la señaló el
oficial.

-Por las puras preguntas si vas a matar -dijo Clotilde


Najarro.

-¿Y quién hizo esto?... Yo pregunto y dicen que no


fueron los luminosos. Me quieren agarrar de cojudo,
entonces. ¿Acaso fue el Arcángel San Gabriel?

-Puedes matarme de una vez. Yo lo hice todo -responde


Clotilde buscando la dirección de donde viene la voz del
oficial-. Con San Gabriel no te metas... Nada tienes que ver
con él. Ya se llevo hasta a las guaguas pa' que no les hagas
daño. Nunca lo vas a encontrar.
-Esta india está loca... ¿Quién te va a creer que tú has
volado la guarnición entera? Seguro estabas encamándote
con alguien en el cuartel cuando lo atacaron. Ahora
entiende: cuando digo si lo hizo el Arcángel San Gabriel, es
un decir. ¿Entiendes? No es que exista, imbécil.

-Tú de repente no lo conoces, taitallico. Pero él se los


llevó a todos y después va a buscarte para hacerte pagar
todos tus abusos.

Clotilde Najarro sólo sintió empellones y quejas a su


alrededor. Se dejó conducir en medio de su propia
oscuridad, sintiendo el sol en las espaldas. Escuchó las
súplicas de los ancianos y de las mamachas que no pudieron
partir hacia las alturas de Q'oripata. El sonido de las ráfagas
de metralleta le hizo recordar la última noche del oficial
Coster. Y si hubiera tenido ojos habría visto entre los
estertores de agonía que le lanzaban esa misma lata llena de
letras y que producía el infierno.

-Maravillas del fósforo líquido... Ahora que busquen los


periodistas-comentó el oficial después de la
faena, limpiándose el betún del rostro con un pañuelo.

Y así me llaman ahora, porque a mi paso los huaicos se


detienen, la cordillera me esconde y los cernícalos me
avisan. Hasta mi aspecto ha cambiado. Caminamos con
los pies desnudos sobre la nieve, asaltamos transportes en
la carretera y volvemos a subir por las jalcas a los páramos
más fríos. Nos buscan con helicópteros y no nos hallan:
pasan de largo sobre nuestras cabezas. No se nos acercan
los «cumpas» porque saben que somos diferentes y agüeitan
de lejos nomás nuestros movimientos. Los cachacos no nos
ven y el día que quieran encontrarnos les enseñaremos que
las armas que nos llevamos del cuartel todavía disparan y
que varios desertores de sus filas se han unido a este ejército
hambriento y errante. Y recibirán toda la ira de Dios como
ya la recibieron aquellos pueblos que se oponían a nuestro
mandato. Así lo digo yo, San Gabriel de Yuraccancha,
hijo de los Apus y de Jehová de los Ejércitos.

Enero, 1989.

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