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En las décadas intermedias del siglo XX, la interpretación social tradicional de la revolución
inglesa dominó la historiografía dedicada a los conflictos políticos en la época de los Estuardo.
Desde esta perspectiva, una burguesía en ascenso, compuesta por comerciantes e industriales
en las ciudades y por terratenientes sin título nobiliario o de la baja nobleza (gentry) y
pequeños hacendados (yeomen) en el campo, entraron en conflicto con una vieja aristocracia
que había sido incapaz de adaptarse a las nuevas presiones y oportunidades de la emergente
economía de mercado, y en último término derrocaron a esa aristocracia en la revolución
inglesa. Desde este punto de vista, el ascenso del comercio más la revolución de preciosa
proporcionaron el motor original del desarrollo capitalista en la Inglaterra de los Tudor. Pero la
comercialización y la subida de precios tuvieron sobre la naciente clase burguesa una
repercusión muy diferente a su impacto sobre la antigua clase feudal porque cada una de estas
clases ocupaba una posición social específica.
A finales del siglo XVI, la inmovilidad había provocado a los aristócratas una crisis financiera,
mientras que la gentry y los yeomen se fortalecían cada vez más.
En primer lugar, ahora está bastante claro que, lejos de sufrir una crisis económica en el
período anterior a la guerra civil, los pares, que incluían la mayoría aunque ni mucho menos
todos los grandes terratenientes de Inglaterra, disfrutaron de una asombrosa prosperidad
económica, una mejora sustancial a largo plazo de su posición económica. En segundo lugar,
como consecuencia directa de su transformación socio-económica, las clases terratenientes
superiores pudieron, en términos relativos, constituirse en una aristocracia
extraordinariamente homogénea. En tercer lugar, los principales nobles y otros grandes
terratenientes lideraron la revolución legislativa parlamentaria del período transcurrido entre
el otoño de 1640 y el verano de 1641, y una mayoría amplia de las clases parlamentarias
respaldó plenamente el programa religioso y político de gran alcance planteado en esta
revolución. El rey estuvo, en gran medida, políticamente aislado de las clases terratenientes en
general hasta el otoño de 1641. En cuarto lugar, con respecto a la clase terrateniente de
Inglaterra interpretada ampliamente, todavía está por demostrar si quienes apoyaban al
parlamento y quienes apoyaban a la corona al comienzo de la guerra civil, en 1642, diferían
sistemáticamente en lo referente a la clase social, o de igual modo, si la división por clase
social dentro de la propia clase terrateniente constituyó un factor significativo para el conflicto
político. por último, los mercaderes de compañías ultramarinas, el principal estrato burgués,
no apoyaron, como hemos visto, al parlamento contra la corona en 1641-1642.
Las críticas revisionistas: sería un error concluir que estos conflictos carecen de fundamento
social. Recordemos que el objetivo de los tradicionalistas fue proporcionar una base social
para lo que ya era una explicación aceptada de que los conflictos del siglo XVII se basaban en
diferencias relativas a los principios constitucionales y religiosos. La actual escuela revisionista
fundamenta su crítica a las ortodoxias historiográficas precisamente tomando como punto de
partida el descrédito del argumento dado por la interpretación social tradicional de que las
ideas constitucionales y religiosas opuestas que se plantearon en el transcurso de los conflictos
del siglo XVII representaban las armas ideológicas, respectivamente, de una burguesía rural y
urbana en ascenso y una aristocracia feudal en decadencia.
Basándose en el rechazo a cualquier base social sistemática para los conflictos políticos del
siglo XVII, los revisionistas presentan una visión alternativa: durante las primeras décadas del
siglo XVII, las unidades políticas efectivas eran incontables facciones cortesanas atomizadas,
provincianas comunidades condales, grupos de interés económicos definidos estrictamente, y
políticos ambiciosos, así como por supuesto, los monarcas y sus favoritos.
Como principal defensor de esta perspectiva general, Conrad Russell empieza por
reinterpretar los conflictos de comienzos de la década de 1620 como algo leve y asistemático,
y sostiene a continuación que la política de estos años ejemplifica la política de todo el período
anterior a la guerra civil. En este contexto, Russell sostiene que la caída en los agudos
enfrentamientos de finales de la década de 1620 se debió a causas accidentales o exógenas,
específicamente la participación del país en la guerra. Ésta dio lugar al conflicto porque puso
de manifiesto el que Russell considera el principal problema estructural: la monarquía era
incapaz de cumplir su responsabilidad de seguridad nacional debido a la incapacidad
sitemática del aparato estatal existente para financiar grandes proyectos militares.
Hacia una nueva interpretación social: la fundamental objeción a los revisionistas sobre la
política del siglo XVII como algo constituido por choques entre intereses individuales y de
grupo en esencia particularizados dentro de un contexto político general de consenso
ideológico es que puede demostrarse que los conflictos políticos análogos sobre cuestiones
constitucionales y religiosas esencialmente similares estallaron en múltiples ocasiones durante
el período anterior a la guerra civil y, de hecho, durante todo el siglo XVII, y que quienes se
oponían entre sí en estos enfrentamientos plantearon constantemente su postura en función
de conjuntos de principios muy similares, principios que son incomprensibles meramente
como racionalizaciones improvisadas para propiciar intereses estrictamente personales,
facciosos o locales a corto plazo.
Yo opino por lo tanto, que los exponentes de la interpretación social tradicional no andaban,
de hecho, desencaminados en un aspecto fundamental: buscaron muy adecuadamente las
raíces de los conflictos políticos del siglo XVII en problemas estructurales que afloraron como
consecuencia de la transformación a largo plazo de la sociedad inglesa en una dirección
capitalista a partir del período medieval tardío.
Al no necesitar poseer ya lo que de hecho era un trozo del Estado, ya fuera un señorío o un
cargo, para mantenerse económicamente, lo que las grandes clases terratenientes de
Inglaterra necesitaban ahora era simplemente un Estado capaz de proteger su propiedad
privada plena: inicialmente, de las bandas saqueadoras de señores neofeudales y de
campesinos que intentaban conquistar lo que consideraban sus derechos consuetudinarios a la
tierra. De este modo, a comienzos de la edad moderna se asociaron crecientemente con la
monarquía en la construcción de un Estado cada vez más poderoso y precozmente unificado
que consiguió, a comienzos del siglo XVII, arrogarse (al menos desde el punto de vista formal)
el monopolio sobre el uso legítimo de la fuerza. Este monopolio de la fuerza fue muy efectivo
para proteger la propiedad de la clase terrateniente.
El peligro constituido potencialmente por una monarquía patrimonial constructora del
Estado y que perseguía sus propios intereses, incluidos los de su familia y dinastía, así como los
de sus clientes, estuvo bien ejemplificado por los acontecimientos de Francia a finales de la
edad media y comienzos de la moderna. En Inglaterra, la monarquía patrimonial planteó la
misma amenaza subyacente. Pero en contraste con Francia, las grandes clases terratenientes
lograron asumir voluntariamente una función activa en la creación de un sistema de gobierno
unificado y un Estado efectivo precisamente porque la monarquía se vio obligada a efectuar el
proceso de construcción del Estado mediante una estrechísima colaboración con ellas. Esto se
debió en parte a que la transformación de los aristócratas en prósperos terratenientes
capitalistas no sólo los había aliviado de la necesidad de un Estado compuesto por señoríos o
heredades asociados, de base local, para dominar a los campesinos directamente; también
había restringido mucho el potencial de construir un Estado absolutista basado en los tributos
y los cargos: al limitar la necesidad de cargos por parte de los terratenientes como fuente de
ingresos y restringir la cantidad de propiedades de tieras que podía gravarse sin enfrentarse
directamente a la clase terrateniente. En consecuencia, dentro del Estado unificado, la
monarquía inglesa tenía, en términos comparativos, sólo limitadas fuentes de recursos
independientes y un clientelismo patrimonial de dependientes restringido.
Difícilmente podían, así, las clases terratenientes ver el Estado de manera simplemente
negativa, como una amenaza a su hegemonía propietaria y política local, como da a entender
la idea sesgada de que la política y la cosmovisión de la gentry se centraban estrictamente en
el condado y en las parroquias, y que su principal interés por el gobierno nacional era impedir
la intrusión del Estado. El hecho sigue siendo que la forma de Estado emergida en Inglaterra a
comienzos de la edad moderna era inmanentemente problemática.
Como habían hecho el conde de Leicester, el secretario Walsingham y sus amigos durante el
reinado de Isabel, también ellos convirtieron el apoyo a las potencias protestantes contra
España en el continente y la represión sistemática de los católicos en el interior de sus
máximas prioridades. Algunos de los líderes más importantes de las fuerzas antiespañolas en la
corte y en el parlamento estaban dispuestos a todo para alcanzar este objetivo: a apoyar la
idea de que debían hacerse sustanciales adiciones a los ingresos regulares del rey, en caso de
que éste adoptase las políticas que ellos proponían y consultase regularmente con los líderes
de las clases parlamentarias, especialmente ellos.
Al mismo tiempo, dado que el objetivo de establecer un Estado parlamentario fuerte
implicaba un aumento de la tributación parlamentaria y una creciente interferencia de la
administración estatal central en las localidades, también constituyó una importante fuente de
división política en la clase terrateniente a lo largo del siglo XVII y después. En constraste con la
fuerte mayoría de las clases terratenientes, los monarcas ingleses tenían buenas razones para
negarse sistemáticamente a convertir la defensa de la causa protestante en punto de partida
de su política interior y exterior. Ante todo, adherirse por adelantado a una política exterior
protestante reduciría peligrosamente la flexibilidad diplomática: específicamente, eliminaría la
opción atractiva de buscar la seguridad nacional mediante la alianza bien con Francia o bien
con España para defenderse en un momento determinado de la otra potencia, al tiempo que
abriría la terrible posibilidad de tener que enfrentarse simultáneamente a las dos grandes
potencias del continente. Si la monarquía rechazase, en realidad, una política exterior
orientada a defender la causa protestante, tenderían a surgir nuevos puntos de conflicto.
El resultado fue que, durante el período anterior a la guerra civil, y de hecho durante todo el
siglo XVII, se observa un patrón de conflictos recurrentes, sobre la tributación
extraparlamentaria (en especial sobre el comercio) y sobre religión y política exterior, que se
entremezclaron inextricablemente, poniendo en primer plano grandes diferencias subyacentes
sobre la naturaleza del Estado y de perspectiva constitucional, que explican la consolidación de
alianzas y condujeron a graves explosiones políticas.
Las clases parlamentarias contra los gravámenes extraparlamentarios del comercio: en claro
contraste con los mercaderes de compañías ultramarinas, las clases terratenientes
parlamentarias presentaron una oposición constante, militante y de principio a los impuestos
extraparlamentarios sobre el comercio, porque éstos parecían amenazar la posición de las
grandes clases terratenientes en el Estado, y por lo tanto, la propiedad de éstas.
Comprensiblemente, por lo tanto, entre 1610 y 1620, las clases parlamentarias se opusieron
por principio a los gravámenes extraparlamentarios sobre el comercio de manera constante e
implacable y por principio.
Al final del parlamento de 1626, la cámara de los comunes convirtió de nuevo las
imposiciones, así como el tonelaje y el pundange extraparlamentarios, en una cuestión de
derecho, pero la corona siguió de todos modos recaudando estos gravámenes. Poco después,
el parlamento aprobó la petición de derechos (petition of rights) que reafirmaba el mismo
principio y Carlos I acabó por aceptarla.
Jacobo pudo ver entonces los peligros del puritanismo político. Su respuesta fue un giro:
aplicó medidas más represivas para restringir la predicación en general.
Las clases parlamentarias y los mercaderes de las compañías ultramarinas: los mercaderes y
las clases parlamentarias no tenían mucho en común, los primeros eran antiholandeses y
deseaban la paz con España (sobre todo el combinado Levante-Indias Orientales), los segundos
se comprometieron con la causa protestante. Sus alianzas fueron parciales y de corta duración.
Lo militancia de los mercaderes fue vitalmente importante en 1628-1629 para avivar la lucha
parlamentaria contra la corona.
La oposición aristocrática y los líderes de los nuevos mercaderes: la década posterior a 1629
contempló una reestructuración crucial de las alianzas políticas. Los opositores aristocráticos
coloniales, alejados de los principales mercaderes de compañía, buscaron nuevos aliados para
ampliar sus objetivos coloniales-comerciales y político-religiosos, y los encontraron en los
líderes de los nuevos mercaderes que participaban en el comercio colonial-intérlope. La
alianza entre los opositores aristocrático-coloniales y los nuevos mercaderes tiene sus orígenes
en la oposición política y religiosa de fines de la década de 1620. La base para la alianza era
aprovechar las oportunidades comerciales, coloniales y corsarias en América, pero se amplió a
la oposición a España y al anticristo papal en el extranjero por medio de la guerra contra la
flota atlántica de España y sus colonias en las indias occidentales, la represión a los católicos
dentro del país, la oposición al laudianismo y al armininianismo en la iglesia y el apoyo a los
derechos parlamentarios y la destrucción de gravámenes extraparlamentarios en el Estado. La
alianza tuvo contradicciones que se intensificaron con el correr de la década de 1630.
Con la revuelta de los escoceses, Carlos se vio obligado a pedir ayuda política y económica.
En reacción, el parlamento se radicalizó: prohibió establecer tributos sin su consentimiento y
los gravámenes extraparlamentarios y presionaron a Carlos I para que aceptase su programa.
El parlamento pudo confiar en los recursos económicos y militares de Londres poque consiguió
aliados externos a la city oficial. El fracaso del plan de Bedford, la ejecución de Strafford, los
complots del ejército, la continua movilización de las masas londinenses y, por último, el
anuncio del rey de su viaje a Escocia, hacían que el arreglo esté cada vez más lejos. En la
segunda mitad de 1641, el rey intentó acumular el poder para enfrentarse al parlamento. Y lo
consiguió en gran medida. Pero es difícil creer que el parlamento se escindiese simplemente
por diferencias acerca de ideas políticas y religiosas dentro de sus propias filas. La revuelta
irlandesa hizo aflorar la dificultad subyacente en la posición de Pym y sus aliados
parlamentarios. Si los líderes parlamentarios deseaban imponer su programa, ya no podían
evitar un enfrentamiento directo con la corona acerca de lo que en ese momento se convirtió
en la cuestión práctica de quién controlaría el ejército. Para defender su posición contra el
monarca, no tenían mucha más opción que adoptar, aunque sólo como medidas prácticas, los
pasos constitucionalmente innovadores de afirmar el control parlamentario sobre los
consejeros del rey y sobre la milicia, y darles fuerza consolidando su alianza con el movimiento
proparlamentario londinense.
Los partidarios de ampliar la reforma religiosa estaban, por supuesto, mucho mejor
representados en las filas del parlamento que en las del rey. Por otra parte, los militantes de
Londres habían convertido la reforma de raíz de la iglesia en puntal básico de su programa
religioso político radical más amplio. La guerra civil se produjo porque las clases
parlamentarias estaban obligadas a intentar garantizar su propio programa escogiendo entre
estas alternativas, y sacándoles el máximo partido.
Las raíces de la radicalización: finalmente, quienes temían que, si el parlamento rompía con
el rey y se aliaba con las fuerzas populares de Londres, la disputa política entre el rey y el
parlamento se saldría del control de la clase gobernante, demostraron tener razón. A partir de
1642, para luchar contra el rey, el parlamento tuvo que depender de diversas facciones de
Londres, de los escoceses y finalmente del nuevo ejército modelo, con el resultado de que, en
muchos puntos de inflexión de la década, sus decisiones expresaron en tanta medida la
influencia de fuerzas externas como sus propias deliberaciones independientes.
Durante 1642-1643, el movimiento radical londinense continuó, como lo había hecho en los
días revolucionarios del invierno y la primavera de 1641-1642, colaborando en íntima alianza
con el grupo medio parlamentario para apoyar los esfuerzos conjuntos de construir el ejército
y la máquina financiera del parlamento, un arreglo facilitado por la larga colaboración entre
líderes del grupo medio y los líderes de los nuevos mercaderes.
El resultado de los esfuerzos de los ciudadanos radicales fue el de posibilitar el mayor reto
lanzado por las fuerzas radicales del partido de la guerra parlamentario por el liderazgo
político nacional en cualquier momento anterior a 1647-1648. La apertura de los radicales de
la city a concepciones ideológicas relativamente extremas debería entenderse, en parte, en
función de las exigencias tácticas del momento: dada la fuerza mínima del partido de la guerra,
sólo podía inducirse a los parlamentarios a aceptar el programa de los radicales para reformar
el esfuerzo militar del parlamento bajo presión de las masas urbanas. En el invierno y la
primavera de 1643, el movimiento radical de la city se vio obligado a distanciarse cada vez en
mayor medida de los líderes del grupo medio parlamentario y llevar al ámbito de la política
nacional la campaña para crear su propio ejército de voluntarios y en especial para retirar del
mando del ejército parlamentario al conde de Essex, de quien Pym y sus amigos eran
firmemente devotos. No obstante, los radicales de la city y el parlamento aliados nunca
hicieron realidad sus planes. Los parlamentarios radicales del partido de la guerra dependían
de los ciudadanos radicales, pero éstos nunca consolidaron una base en el gobierno oficial de
la city. A medida que se superaba la crisis militar, parece que los radicales fueron perdiendo
constantemente influencia entre la masa de ciudadanos y con ella toda esperanza de
conservar su posición de poder. A partir de entonces, tanto en Londres como en el
parlamento, se vieron obligados a ponerse a la defensiva.
Los líderes presbiterianos políticos del parlamento no tenían mucha más opción que poner su
destino en manos de fuerzas externas: los escoceses y Londres. En el transcurso de la ofensiva
de los presbiterianos políticos en 1646 y 1647, y de nuevo en 1648, las fuerzas
criptomonárquicas destacaron cada vez más. La respuesta del radicalismo londinense a la
acelerada apisonadora de los presbiterianos políticos en 1645-1646 fue indecisa y a menudo
desunida. El resultado fue que los independientes políticos de la city, entre los cuales
destacaban los líderes de los nuevos mercaderes, encontraron vía libre para una extraordinaria
afirmación de su influencia.