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Brenner mercaderes y revolución transformación comercial conflicto político y mercaderes de

ultramar londinenses 1550-1653

En las décadas intermedias del siglo XX, la interpretación social tradicional de la revolución
inglesa dominó la historiografía dedicada a los conflictos políticos en la época de los Estuardo.
Desde esta perspectiva, una burguesía en ascenso, compuesta por comerciantes e industriales
en las ciudades y por terratenientes sin título nobiliario o de la baja nobleza (gentry) y
pequeños hacendados (yeomen) en el campo, entraron en conflicto con una vieja aristocracia
que había sido incapaz de adaptarse a las nuevas presiones y oportunidades de la emergente
economía de mercado, y en último término derrocaron a esa aristocracia en la revolución
inglesa. Desde este punto de vista, el ascenso del comercio más la revolución de preciosa
proporcionaron el motor original del desarrollo capitalista en la Inglaterra de los Tudor. Pero la
comercialización y la subida de precios tuvieron sobre la naciente clase burguesa una
repercusión muy diferente a su impacto sobre la antigua clase feudal porque cada una de estas
clases ocupaba una posición social específica.

A finales del siglo XVI, la inmovilidad había provocado a los aristócratas una crisis financiera,
mientras que la gentry y los yeomen se fortalecían cada vez más.

La interpretación social tradicional padecía de ciertos defectos que la incapacitaban. Sobre


todo, era incapaz de especificar en el período pertinente, desde el reinado de Isabel hasta la
revolución inglesa, las clases feudales y capitalistas económicamente específicas que fueron,
respectivamente, estructuralmente incapaces y estructuralmente capaces de beneficiarse de
las nuevas condiciones económicas y, como resultado, acabaron llevando a un conflicto entre
ellas.

En cuanto a las necesidades de consumo supuestamente mayores de los aristócratas


cortesanos en comparación con la gentry rural, no es fácil entender por qué éstas no podían
quedar cubiertas, o más que vubiertas, por el acceso de los aristócratas cortesanos a cargos
lucrativos y dádivas. La incapacidad, hasta ahora, para descubrir pruebas convincentes de que
las clases feudales y capitalistas asumieron sendas económicas divergentes y entraron en
conflicto aproximadamente en el medio siglo anterior a 1640, ha provocado la aparición de
una imagen sobre la evolución socioeconómica y política en aquella época muy distinta de la
originalmente ofrecida por los intérpretes tradicionales.

En primer lugar, ahora está bastante claro que, lejos de sufrir una crisis económica en el
período anterior a la guerra civil, los pares, que incluían la mayoría aunque ni mucho menos
todos los grandes terratenientes de Inglaterra, disfrutaron de una asombrosa prosperidad
económica, una mejora sustancial a largo plazo de su posición económica. En segundo lugar,
como consecuencia directa de su transformación socio-económica, las clases terratenientes
superiores pudieron, en términos relativos, constituirse en una aristocracia
extraordinariamente homogénea. En tercer lugar, los principales nobles y otros grandes
terratenientes lideraron la revolución legislativa parlamentaria del período transcurrido entre
el otoño de 1640 y el verano de 1641, y una mayoría amplia de las clases parlamentarias
respaldó plenamente el programa religioso y político de gran alcance planteado en esta
revolución. El rey estuvo, en gran medida, políticamente aislado de las clases terratenientes en
general hasta el otoño de 1641. En cuarto lugar, con respecto a la clase terrateniente de
Inglaterra interpretada ampliamente, todavía está por demostrar si quienes apoyaban al
parlamento y quienes apoyaban a la corona al comienzo de la guerra civil, en 1642, diferían
sistemáticamente en lo referente a la clase social, o de igual modo, si la división por clase
social dentro de la propia clase terrateniente constituyó un factor significativo para el conflicto
político. por último, los mercaderes de compañías ultramarinas, el principal estrato burgués,
no apoyaron, como hemos visto, al parlamento contra la corona en 1641-1642.

Las críticas revisionistas: sería un error concluir que estos conflictos carecen de fundamento
social. Recordemos que el objetivo de los tradicionalistas fue proporcionar una base social
para lo que ya era una explicación aceptada de que los conflictos del siglo XVII se basaban en
diferencias relativas a los principios constitucionales y religiosos. La actual escuela revisionista
fundamenta su crítica a las ortodoxias historiográficas precisamente tomando como punto de
partida el descrédito del argumento dado por la interpretación social tradicional de que las
ideas constitucionales y religiosas opuestas que se plantearon en el transcurso de los conflictos
del siglo XVII representaban las armas ideológicas, respectivamente, de una burguesía rural y
urbana en ascenso y una aristocracia feudal en decadencia.

Basándose en el rechazo a cualquier base social sistemática para los conflictos políticos del
siglo XVII, los revisionistas presentan una visión alternativa: durante las primeras décadas del
siglo XVII, las unidades políticas efectivas eran incontables facciones cortesanas atomizadas,
provincianas comunidades condales, grupos de interés económicos definidos estrictamente, y
políticos ambiciosos, así como por supuesto, los monarcas y sus favoritos.

Como principal defensor de esta perspectiva general, Conrad Russell empieza por
reinterpretar los conflictos de comienzos de la década de 1620 como algo leve y asistemático,
y sostiene a continuación que la política de estos años ejemplifica la política de todo el período
anterior a la guerra civil. En este contexto, Russell sostiene que la caída en los agudos
enfrentamientos de finales de la década de 1620 se debió a causas accidentales o exógenas,
específicamente la participación del país en la guerra. Ésta dio lugar al conflicto porque puso
de manifiesto el que Russell considera el principal problema estructural: la monarquía era
incapaz de cumplir su responsabilidad de seguridad nacional debido a la incapacidad
sitemática del aparato estatal existente para financiar grandes proyectos militares.

Irónicamente, la disociación sistemática dentro de la historiografía, una vez desacreditada la


interpretación social tradicional, entre las ideas religiosas y políticas, por una parte, y su
contexto social, por otro, ha conducido, en manos de los revisionistas, a la negación de que los
conflictos políticos del siglo XVII puedan explicarse como consecuencia de choques de
principios constitucionales y religiosos. Por el contrario, tenemos la afirmación de que estos
conflictos se pueden entender en gran medida como producto de accidentes y malentendidos,
que surgieron en su mayor parte en situaciones en las que el estallido de la guerra ha sometido
la forma de gobierno a presiones insoportables, abriendo paso a las intervenciones
destructivas de minorías religiosas fanáticas.

Hacia una nueva interpretación social: la fundamental objeción a los revisionistas sobre la
política del siglo XVII como algo constituido por choques entre intereses individuales y de
grupo en esencia particularizados dentro de un contexto político general de consenso
ideológico es que puede demostrarse que los conflictos políticos análogos sobre cuestiones
constitucionales y religiosas esencialmente similares estallaron en múltiples ocasiones durante
el período anterior a la guerra civil y, de hecho, durante todo el siglo XVII, y que quienes se
oponían entre sí en estos enfrentamientos plantearon constantemente su postura en función
de conjuntos de principios muy similares, principios que son incomprensibles meramente
como racionalizaciones improvisadas para propiciar intereses estrictamente personales,
facciosos o locales a corto plazo.

Una de las mejores formas de devolver el conflicto de principios sobre la constitución y la


religión al lugar que le corresponde en el centro de la interpretación de la política del siglo XVII
es la de volver a asociar las ideas constitucionales y religiosas con los contextos sociopolíticos y
económicos de los que surgieron: las experiencias que debían comprender, los intereses que
debían proseguir y las estructuras que en efecto defendían o tendían a transformar.

Yo opino por lo tanto, que los exponentes de la interpretación social tradicional no andaban,
de hecho, desencaminados en un aspecto fundamental: buscaron muy adecuadamente las
raíces de los conflictos políticos del siglo XVII en problemas estructurales que afloraron como
consecuencia de la transformación a largo plazo de la sociedad inglesa en una dirección
capitalista a partir del período medieval tardío.

La transición del feudalismo al capitalismo en la tierra equivalió en esencia a la


transformación de la clase dominante en una clase cuyos miembros dependían
económicamente, en último término, de sus competencias jurídicas y del ejercicio
directamente de la fuerza sobre un campesinado que poseía sus medios de subsistencia en
una clase dominante cuyos miembros, que habían cedido el acceso directo a los medios de
coerción, sólo dependían económicamente de su propiedad absoluta de la tierra y de las
relaciones contractuales con arrendatarios comerciales libres y dependientes del mercado
(que cada vez contrataban más trabajadores asalariados), defendidos por un Estado que había
acabado por monopolizar la fuerza. La transición del feudalismo al capitalismo no sólo tuvo
una repercusión formativa sobre la naturaleza de la aristocracia, sino también sobre la
evolución del Estado durante el período Tudor-Estuardo. El lado opuesto de los procesos por
los que, durante esta época, los señores neofeudales se volvieron terratenientes capitalistas
que respondían al comercio fueron los procesos por los cuales los elementos de la clase
terrateniente contribuyeron a la creación de una nueva forma de Estado unificado, de la que
se beneficiaron, con un nivel insólito de unidad jurisdiccional y jurídica y un novedoso
monopolio del uso legítimo de la fuerza.

Al no necesitar poseer ya lo que de hecho era un trozo del Estado, ya fuera un señorío o un
cargo, para mantenerse económicamente, lo que las grandes clases terratenientes de
Inglaterra necesitaban ahora era simplemente un Estado capaz de proteger su propiedad
privada plena: inicialmente, de las bandas saqueadoras de señores neofeudales y de
campesinos que intentaban conquistar lo que consideraban sus derechos consuetudinarios a la
tierra. De este modo, a comienzos de la edad moderna se asociaron crecientemente con la
monarquía en la construcción de un Estado cada vez más poderoso y precozmente unificado
que consiguió, a comienzos del siglo XVII, arrogarse (al menos desde el punto de vista formal)
el monopolio sobre el uso legítimo de la fuerza. Este monopolio de la fuerza fue muy efectivo
para proteger la propiedad de la clase terrateniente.
El peligro constituido potencialmente por una monarquía patrimonial constructora del
Estado y que perseguía sus propios intereses, incluidos los de su familia y dinastía, así como los
de sus clientes, estuvo bien ejemplificado por los acontecimientos de Francia a finales de la
edad media y comienzos de la moderna. En Inglaterra, la monarquía patrimonial planteó la
misma amenaza subyacente. Pero en contraste con Francia, las grandes clases terratenientes
lograron asumir voluntariamente una función activa en la creación de un sistema de gobierno
unificado y un Estado efectivo precisamente porque la monarquía se vio obligada a efectuar el
proceso de construcción del Estado mediante una estrechísima colaboración con ellas. Esto se
debió en parte a que la transformación de los aristócratas en prósperos terratenientes
capitalistas no sólo los había aliviado de la necesidad de un Estado compuesto por señoríos o
heredades asociados, de base local, para dominar a los campesinos directamente; también
había restringido mucho el potencial de construir un Estado absolutista basado en los tributos
y los cargos: al limitar la necesidad de cargos por parte de los terratenientes como fuente de
ingresos y restringir la cantidad de propiedades de tieras que podía gravarse sin enfrentarse
directamente a la clase terrateniente. En consecuencia, dentro del Estado unificado, la
monarquía inglesa tenía, en términos comparativos, sólo limitadas fuentes de recursos
independientes y un clientelismo patrimonial de dependientes restringido.

Difícilmente podían, así, las clases terratenientes ver el Estado de manera simplemente
negativa, como una amenaza a su hegemonía propietaria y política local, como da a entender
la idea sesgada de que la política y la cosmovisión de la gentry se centraban estrictamente en
el condado y en las parroquias, y que su principal interés por el gobierno nacional era impedir
la intrusión del Estado. El hecho sigue siendo que la forma de Estado emergida en Inglaterra a
comienzos de la edad moderna era inmanentemente problemática.

La nueva situación contenía una amenaza implícita a la estabilidad de la monarquía mixta,


porque el tipo de equilibrio del que ésta dependía se había superado. En el régimen medieval,
podría haberse dicho que la corona, en cuanto señor patrimonial y los señores del país
controlaban sus propias esferas específicas, vivían de sus propios recursos y gobernaban el
país en colaboración. Finalmente, no era fácil impedir que aflorase la cuestión de los límites y
el control del Estado, porque tendía a suscitarse, al menos de manera implícita, siempre que el
monarca difería de la gran mayoría de las clases parlamentarias acerca de una cuestión política
considerada fundamental. Desde el reinado de María y la coronación de Isabel, la gran mayoría
de las clases parlamentarias había considerado la defensa de una solución religiosa
protestante y tecnológicamente ortodoxa como algo absolutamente indispensable para la
seguridad de muchos de sus intereses más vitales.

Como habían hecho el conde de Leicester, el secretario Walsingham y sus amigos durante el
reinado de Isabel, también ellos convirtieron el apoyo a las potencias protestantes contra
España en el continente y la represión sistemática de los católicos en el interior de sus
máximas prioridades. Algunos de los líderes más importantes de las fuerzas antiespañolas en la
corte y en el parlamento estaban dispuestos a todo para alcanzar este objetivo: a apoyar la
idea de que debían hacerse sustanciales adiciones a los ingresos regulares del rey, en caso de
que éste adoptase las políticas que ellos proponían y consultase regularmente con los líderes
de las clases parlamentarias, especialmente ellos.
Al mismo tiempo, dado que el objetivo de establecer un Estado parlamentario fuerte
implicaba un aumento de la tributación parlamentaria y una creciente interferencia de la
administración estatal central en las localidades, también constituyó una importante fuente de
división política en la clase terrateniente a lo largo del siglo XVII y después. En constraste con la
fuerte mayoría de las clases terratenientes, los monarcas ingleses tenían buenas razones para
negarse sistemáticamente a convertir la defensa de la causa protestante en punto de partida
de su política interior y exterior. Ante todo, adherirse por adelantado a una política exterior
protestante reduciría peligrosamente la flexibilidad diplomática: específicamente, eliminaría la
opción atractiva de buscar la seguridad nacional mediante la alianza bien con Francia o bien
con España para defenderse en un momento determinado de la otra potencia, al tiempo que
abriría la terrible posibilidad de tener que enfrentarse simultáneamente a las dos grandes
potencias del continente. Si la monarquía rechazase, en realidad, una política exterior
orientada a defender la causa protestante, tenderían a surgir nuevos puntos de conflicto.

Las disensiones acerca de la política exterior ideológicamente protestante tendían, además, a


reflejar o exacerbar diferencias referentes a la propia solución formalmente protestante
calvinista, a cómo debería ésta interpretarse y cuáles eran sus repercusiones en la política. En
esta situación, las autoridades eclesiásticas celosamente protestantes y los líderes
aristocráticos seglares, obligados a defender o al menos a cooperar con la iglesia establecida y
sus imperfecciones, pero deseosos de ampliar la actividad evangélica en el interior y la defensa
del protestantismo en el extranjero, podrían mostrarse excesivamente tolerantes hacia
elementos devotos no conformistas (de quienes dependían para difundir la palabra). Tudor y
Estuardo fueron en dirección muy distinta en lo que a religión se refiere. A Isabel I la
presionaron los líderes aristocráticos para que adopte una actitud más protestante. Las
políticas de Jacobo I y Carlos I representaron en último término variaciones sobre los temas
básicos.

Así, aunque la monarquía no tenía inicialmente el objetivo a largo plazo de establecer un


Estado absolutista y las clases parlamentarias no tenían el objetivo consciente de establecer la
soberanía parlamentaria, y aunque ciertamente ambos consideraban la unidad como un ideal
fundamental y la desunión un gran peligro, los dos estaban casi obligados a perseguir sus
objetivos políticos y defender su propia concepción de la monarquía mixta (las prerrogativas y
los derechos allí defendidos) de modos que podían con facilidad conducir en una u otra
dirección.

El resultado fue que, durante el período anterior a la guerra civil, y de hecho durante todo el
siglo XVII, se observa un patrón de conflictos recurrentes, sobre la tributación
extraparlamentaria (en especial sobre el comercio) y sobre religión y política exterior, que se
entremezclaron inextricablemente, poniendo en primer plano grandes diferencias subyacentes
sobre la naturaleza del Estado y de perspectiva constitucional, que explican la consolidación de
alianzas y condujeron a graves explosiones políticas.

La tributación extraparlamentaria: la corona y los mercaderes de compañía aliados: la idea


de monarquía mixta suponía que el monarca, en sus asuntos ordinarios, vivía de por sí, es
decir, basándose en los recursos económicos políticamente sancionados que le correspondían
por prerrogativa: tierras, privilegios feudales de diverso tipo e impuestos sobre el comercio
denominados imposiciones. Para solucionar su crisis financiera, la monarquía tenía tres
alternativas: podía pedir subvenciones al parlamento, podía acordar con el parlamento un
aumento de las rentas o podía pedir privilegios extraparlamentarios, los cuales evitaban
problemas políticos. Los mercaderes habían ascendido porque podían vender más barato que
sus competidores y no tenían problema en cumplir con su parte. (VER EN EL TEXTO)

Las clases parlamentarias contra los gravámenes extraparlamentarios del comercio: en claro
contraste con los mercaderes de compañías ultramarinas, las clases terratenientes
parlamentarias presentaron una oposición constante, militante y de principio a los impuestos
extraparlamentarios sobre el comercio, porque éstos parecían amenazar la posición de las
grandes clases terratenientes en el Estado, y por lo tanto, la propiedad de éstas.
Comprensiblemente, por lo tanto, entre 1610 y 1620, las clases parlamentarias se opusieron
por principio a los gravámenes extraparlamentarios sobre el comercio de manera constante e
implacable y por principio.

Al final del parlamento de 1626, la cámara de los comunes convirtió de nuevo las
imposiciones, así como el tonelaje y el pundange extraparlamentarios, en una cuestión de
derecho, pero la corona siguió de todos modos recaudando estos gravámenes. Poco después,
el parlamento aprobó la petición de derechos (petition of rights) que reafirmaba el mismo
principio y Carlos I acabó por aceptarla.

El conflicto en materia de religión y política exterior: la intensificación del conflicto sobre el


cobro de tributos extraparlamentarios durante la tercera década del siglo XVII fue
acompañada, por supuesto, por la profundización de los conflictos sobre las cuestiones
interrelacionadas de política exterior y religión. La revolución Bohemia de 1618 y el posterior
ataque de las tropas católicas situaron la defensa de la causa protestante urgentemente en la
agenda y sacaron a relucir las diferencias implícitas de consideración de la religión y política
exterior que existían entre la monarquía y buena parte de los líderes parlamentarios.

Jacobo pudo ver entonces los peligros del puritanismo político. Su respuesta fue un giro:
aplicó medidas más represivas para restringir la predicación en general.

Una posición militantemente antiespañola, debe decirse, no carecía de problemas incluso


para las clases terratenientes. A pesar del alto precio y de la inconveniencia que la
intervención militar en el extranjero podría tener para las localidades, la cámara de los
comunes expresó en 1621 y 1624, su entusiasmo por una guerra contra España. Desde 1625-
1626, secciones crecientes del parlamento dejaron de apoyar la política exterior belicista de la
corona, no porque se opusieran a la guerra en general debido a su precio, sino porque esa
política suponía aventuras militares muy diferentes a las que ellos creían haber aprobado y
financiado en 1624. Por su parte, el creciente distanciamiento de Francia había llevado al
gobierno a plantearse reducir el nivel de conflicto con España. En este contexto, las diferencias
en materia religiosa pasaron a percibirse de manera creciente como el centro del conflicto,
porque se consideraban inseparables de las diferencias fundamentales sobre la naturaleza del
Estado y la función que en él desempeñaban los sujetos principales. A la corona le interesaba
fortalecer la iglesia e incluso estaba dispuesta a defender las pretensiones jurisdiccionales del
clero para formar un contra peso a las clases parlamentarias. Por otra parte, a medida que las
iniciativas políticas exteriores e interiores del gobierno, lideradas por el duque de Buckingham,
se desviaban cada vez más agudamente de lo que los parlamentarios consideraban haber
aprobado, y en especial, a medida que la corona acudía al gobierno extraparlamentario
basándose en los impuestos extraparlamentarios para proseguir sus iniciativas, los líderes de
las clases parlamentarias se vieron obligados a activar la resistencia extraparlamentaria en los
condados. Al final de la década, por lo tanto, había algo más que una pequeña verdad en la
caracterización maliciosa que cada bando hacía del otro: de que el gobierno real era papista y
arbitrario, y sus oponentes eran populares, puritanos y desatentos a la prerrogativa real.

Las clases parlamentarias y los mercaderes de las compañías ultramarinas: los mercaderes y
las clases parlamentarias no tenían mucho en común, los primeros eran antiholandeses y
deseaban la paz con España (sobre todo el combinado Levante-Indias Orientales), los segundos
se comprometieron con la causa protestante. Sus alianzas fueron parciales y de corta duración.
Lo militancia de los mercaderes fue vitalmente importante en 1628-1629 para avivar la lucha
parlamentaria contra la corona.

La oposición aristocrática y los líderes de los nuevos mercaderes: la década posterior a 1629
contempló una reestructuración crucial de las alianzas políticas. Los opositores aristocráticos
coloniales, alejados de los principales mercaderes de compañía, buscaron nuevos aliados para
ampliar sus objetivos coloniales-comerciales y político-religiosos, y los encontraron en los
líderes de los nuevos mercaderes que participaban en el comercio colonial-intérlope. La
alianza entre los opositores aristocrático-coloniales y los nuevos mercaderes tiene sus orígenes
en la oposición política y religiosa de fines de la década de 1620. La base para la alianza era
aprovechar las oportunidades comerciales, coloniales y corsarias en América, pero se amplió a
la oposición a España y al anticristo papal en el extranjero por medio de la guerra contra la
flota atlántica de España y sus colonias en las indias occidentales, la represión a los católicos
dentro del país, la oposición al laudianismo y al armininianismo en la iglesia y el apoyo a los
derechos parlamentarios y la destrucción de gravámenes extraparlamentarios en el Estado. La
alianza tuvo contradicciones que se intensificaron con el correr de la década de 1630.

De la consolidación de las alianzas al estallido de la guerra civil: la historia del paso de la


revolución legislativa parlamentaria a la llegada de la guerra civil es el paso de cómo y por qué
una clase terrateniente que parecía unificada a favor del programa legislativo político y
religioso del parlamento hasta mediados de 1641, acabó al año siguiente, escindiéndose. La
guerra civil se produjo porque la mayoría del parlamento se vio obligada a tomar la decisión
estratégica de asegurar su programa de 1640-1641 acudiendo al movimiento de masas
londinense. En 1640-1641, el parlamento aprobó un programa legislativo que, de haberse
aplicado, habría alterado sustancialmente la naturaleza del gobierno y de la constitución, o el
propio Estado. Habría puesto fin al experimento carolino y al potencial absolutista.

Con la revuelta de los escoceses, Carlos se vio obligado a pedir ayuda política y económica.
En reacción, el parlamento se radicalizó: prohibió establecer tributos sin su consentimiento y
los gravámenes extraparlamentarios y presionaron a Carlos I para que aceptase su programa.
El parlamento pudo confiar en los recursos económicos y militares de Londres poque consiguió
aliados externos a la city oficial. El fracaso del plan de Bedford, la ejecución de Strafford, los
complots del ejército, la continua movilización de las masas londinenses y, por último, el
anuncio del rey de su viaje a Escocia, hacían que el arreglo esté cada vez más lejos. En la
segunda mitad de 1641, el rey intentó acumular el poder para enfrentarse al parlamento. Y lo
consiguió en gran medida. Pero es difícil creer que el parlamento se escindiese simplemente
por diferencias acerca de ideas políticas y religiosas dentro de sus propias filas. La revuelta
irlandesa hizo aflorar la dificultad subyacente en la posición de Pym y sus aliados
parlamentarios. Si los líderes parlamentarios deseaban imponer su programa, ya no podían
evitar un enfrentamiento directo con la corona acerca de lo que en ese momento se convirtió
en la cuestión práctica de quién controlaría el ejército. Para defender su posición contra el
monarca, no tenían mucha más opción que adoptar, aunque sólo como medidas prácticas, los
pasos constitucionalmente innovadores de afirmar el control parlamentario sobre los
consejeros del rey y sobre la milicia, y darles fuerza consolidando su alianza con el movimiento
proparlamentario londinense.

Los partidarios de ampliar la reforma religiosa estaban, por supuesto, mucho mejor
representados en las filas del parlamento que en las del rey. Por otra parte, los militantes de
Londres habían convertido la reforma de raíz de la iglesia en puntal básico de su programa
religioso político radical más amplio. La guerra civil se produjo porque las clases
parlamentarias estaban obligadas a intentar garantizar su propio programa escogiendo entre
estas alternativas, y sacándoles el máximo partido.

Las raíces de la radicalización: finalmente, quienes temían que, si el parlamento rompía con
el rey y se aliaba con las fuerzas populares de Londres, la disputa política entre el rey y el
parlamento se saldría del control de la clase gobernante, demostraron tener razón. A partir de
1642, para luchar contra el rey, el parlamento tuvo que depender de diversas facciones de
Londres, de los escoceses y finalmente del nuevo ejército modelo, con el resultado de que, en
muchos puntos de inflexión de la década, sus decisiones expresaron en tanta medida la
influencia de fuerzas externas como sus propias deliberaciones independientes.

Esquemáticamente hablando, a mediados y finales de la década de 1640, la política de los


mercaderes en Londres, y la política de la city en general, estuvo modelada en gran medida
por el enfrentamiento entre tres grandes fuerzas políticas: radicales, parlamentaristas
moderados y criptomonárquicos. Las tres estuvieron atadas a las opciones que les ofrecían las
fuerzas nacionales más amplias: los monárquicos, el parlamento, las facciones parlamentarias
opuestas, los escoceses y el nuevo ejército modelo. Pero también es cierto que cada una de
estas fuerzas políticas consiguió, en momentos de inflexión cruciales, modelas las decisiones
políticas tomadas en la política nacional y así determinar el curso del conflicto
intraparlamentario y monárquico-parlamentario.

Durante 1642-1643, el movimiento radical londinense continuó, como lo había hecho en los
días revolucionarios del invierno y la primavera de 1641-1642, colaborando en íntima alianza
con el grupo medio parlamentario para apoyar los esfuerzos conjuntos de construir el ejército
y la máquina financiera del parlamento, un arreglo facilitado por la larga colaboración entre
líderes del grupo medio y los líderes de los nuevos mercaderes.

El resultado de los esfuerzos de los ciudadanos radicales fue el de posibilitar el mayor reto
lanzado por las fuerzas radicales del partido de la guerra parlamentario por el liderazgo
político nacional en cualquier momento anterior a 1647-1648. La apertura de los radicales de
la city a concepciones ideológicas relativamente extremas debería entenderse, en parte, en
función de las exigencias tácticas del momento: dada la fuerza mínima del partido de la guerra,
sólo podía inducirse a los parlamentarios a aceptar el programa de los radicales para reformar
el esfuerzo militar del parlamento bajo presión de las masas urbanas. En el invierno y la
primavera de 1643, el movimiento radical de la city se vio obligado a distanciarse cada vez en
mayor medida de los líderes del grupo medio parlamentario y llevar al ámbito de la política
nacional la campaña para crear su propio ejército de voluntarios y en especial para retirar del
mando del ejército parlamentario al conde de Essex, de quien Pym y sus amigos eran
firmemente devotos. No obstante, los radicales de la city y el parlamento aliados nunca
hicieron realidad sus planes. Los parlamentarios radicales del partido de la guerra dependían
de los ciudadanos radicales, pero éstos nunca consolidaron una base en el gobierno oficial de
la city. A medida que se superaba la crisis militar, parece que los radicales fueron perdiendo
constantemente influencia entre la masa de ciudadanos y con ella toda esperanza de
conservar su posición de poder. A partir de entonces, tanto en Londres como en el
parlamento, se vieron obligados a ponerse a la defensiva.

Presbiterianos políticos e independientes políticos: el fracaso de los radicales permitió que


ascendiera al poder de la city una alianza de fuerzas enorme y poderosa, aunque muy
heterogénea, que puede denominarse parlamentarista moderada y que dominó el gobierno
londinense en los años intermedios de la década de 1640. Los moderados de Londres sólo
consiguieron un apoyo relativamente limitado de los mercaderes de compañía ultramarinos,
que siguieron siendo firmemente monárquicos y constitucionalmente conservadores en la
política municipal, aunque unos cuantos mercaderes empresarios se incluyeron entre los
principales líderes moderados. Para alcanzar unos objetivos locales en esencia, los líderes
moderados o presbiterianos de la city se unieron a los presbiterianos políticos del parlamento
y a los escoceses en la alianza presbiteriana política tripartita a favor de una solución política
nacional. Si bien no había mucha simpatía entre ellos, se buscaba imponerle al rey una
solución rápida al conflicto en aras de la jerarquía social, el orden social y el fin del radicalismo
político y religioso desde abajo.

Los líderes presbiterianos políticos del parlamento no tenían mucha más opción que poner su
destino en manos de fuerzas externas: los escoceses y Londres. En el transcurso de la ofensiva
de los presbiterianos políticos en 1646 y 1647, y de nuevo en 1648, las fuerzas
criptomonárquicas destacaron cada vez más. La respuesta del radicalismo londinense a la
acelerada apisonadora de los presbiterianos políticos en 1645-1646 fue indecisa y a menudo
desunida. El resultado fue que los independientes políticos de la city, entre los cuales
destacaban los líderes de los nuevos mercaderes, encontraron vía libre para una extraordinaria
afirmación de su influencia.

El significado de la Commonwealth: el resultado fue un nuevo régimen político que a veces


se ha calificado inadecuadamente de esencialmente conservador. Desde el punto de vista
constitucional, la Commonwealth estableció la supremacía parlamentaria basada en la
soberanía popular, pero la redujo a poco más que la propia soberanía parlamentaria. La
Commonwealth aprobó un enfoque militante de la política exterior, insólitamente favorable a
la expansión del comercio y el imperio ingleses. Pero sólo pudo apelar a una franja muy
estrecha de intereses políticos y sociales de la nación. No sorprende entonces que el régimen
republicano tuviera pocos recursos con los que defenderse, y que cuando sus opositores
militares se movieron para desmantelarlo, desapareciera con un gimoteo, sin estrépito.

Conclusión: la restauración y sus consecuencias equivalieron a un repudio de la revolución


legislativa parlamentaria de 1641 y de la gama de fuerzas que la habían respaldado: una
alianza liderada por una clase parlamentaria terrateniente, en su mayor parte capitalista,
encabezada por grandes aristocráticas preocupados por aumentar el poder del Estado inglés
para objetivos religiosos y comerciales. El resultado de la crisis de exclusión fue más parecido
al de 1628-1629 que al de 1641: cuando los parlamentarios fueron incapaces de desarrollar sus
éxitos parlamentarios con la resistencia activa, el parlamento se vio disuelto y, tras un
intervalo, se abrió el camino a un nuevo experimento de gobierno absolutista. Cuando Jacobo
II accedió al trono, el problema de 1641 se había intensificado. Por otra parte, en la segunda
mitad del siglo XVII, la evolución socioeconómica no hizo sino ampliar el peso sustancial que
tenían en la sociedad las fuerzas que de manera más inflexible y militante habían apoyado la
revolución legislativa parlamentaria y antiabsolutista de 1641.

Al mismo tiempo, la revolución del comercio ultramarino, ya en pleno florecimiuento en


1650, había madurado mucho más, fortaleciendo profundamente, tanto desde punto de vista
absoluto como relativo, a aquellos grupos sociales de mercaderes basados en las nuevas áreas
de penetración comercial. Pero los avances más espectaculares siguieron produciéndose en los
nuevos comercios de larga distancia: con las indias orientales, con las indias occidentales y
Norteamérica y África. Por otra parte, en el mismo período, desde la década de 1660 hasta
1700, el valor de las importaciones efectuadas desde las indias occidentales y Norteamérica,
principalmente azúcar y tabaco, se duplicó, mientras que el de las reexportaciones creció con
mucha mayor rapidez.

Al darse en este contexto socioeconómico y político, la revolución de 188 resultó


Revolucionaria y gloriosa para sus partidarios. Gracias a la intervención de Guillermo III, la
revolución de 1688 y su consecuencias inmediatas consiguieron alcanzar para las clases
parlamentarias el verdadero milagro de garantizarles su programa sin necesidad de recurrir
una acción muy abiertamente subversiva o a la movilización de las masas. Puede considerarse
que los acontecimientos de 1688 representa la victoria de un programa muy similar al de 1641
y el establecimiento en el poder de una alianza de fuerzas de apoyo muy análoga a la de 1641:
por un lado, una aristocracia agraria capitalista, absolutista y protestante, partidaria de un
estado fuerte para el poder militar y comercial internacionales y para la defensa contra las
potencias católicas, una dinámica clase mercantil y empresarial en maduración, centrada en
sacar el máximo provecho de las crecientes oportunidades que podrían derivar de los
comercio de larga distancia y un imperio colonial en expansión, así como de las finanzas de la
guerra.

La victoria parlamentaria de 1688 y sus consecuencias inmediatas marcaron, la consolidación


de ciertos patrones de desarrollo a largo plazo que se habían diferenciado en la evolución
socio-política de la experimentada por la mayoría del continente a comienzo de la Edad
Moderna, y el establecimiento de otras tendencias, que en el transcurso del siglo XVIII la
distinguirían más.
La revolución de 1688 y la legislación establecida en la década de 1690 fueron las que al fin
situaron al Estado inglés precozmente unificado bajo El dominio parlamentario e
interrumpieron la tendencia al absolutismo, a la erección de un estado dirigido por El Monarca
matrimonial y su séquito,sin referencia a las instituciones representativas basado en sus
ingresos independientes y en su administración financiera y militar autónoma.

La derrota de las tendencias absolutistas y la destrucción de la base patrimonial de la


monarquía, junto con la consolidación del dominio parlamentario, permitieron a las clases
terratenientes asumir el control de los impuestos, así como de la financiación y la
administración del Estado, preparando así el camino para un Estado centralizado.

Fue la consolidación del dominio parlamentario, el control de la imposición de tributos y la


disposición de buena parte de los ingresos del gobierno por parte del parlamento, así como la
tendencia al poder internacional del Estado inglés, que esto hizo posible, lo que proporcionó
las condiciones fundamentales para erigir el marco institucional para la revolución comercial,
así como para la revolución financiera que permitió una deuda nacional permanente.

En resumen, la revolución de 1688 y sus consecuencias no sólo realizaron el proyecto


albergado en 1640-1641 por la aristocracia capitalista parlamentaria; al hacerlo también
realizaron, de manera políticamente subordinada, el proyecto planteado en 1649-1653 por sus
principales aliados no pertenecientes a las clases terratenientes, los líderes coloniales
americanos e intérlopes de las Indias orientales.

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