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CAPÍTULO I

No ha de haber noche de luna más hermosa que la de Mbatoví ; ni en la isla Jasyretä, a pesar
de su pomposo nombre de "País de la Luna". Allá, el plenilunio es deslumbrante porque
realmente se está más cerca de la luna. Mbatoví es una pequeña compañía aislada y solitaria,
perdida en un rincón del territorio paraguayo, que en noches de luna se pone a observar
sonriente su resplandeciente cielo, mientras la estrella más consentida se echa a correr por el
firmamento ante el influjo de su mirada.

Ocurre que Mbatovíestá en un lugar muy alto, en una meseta formada por un gran cerro
situado en la pre-cordillera; por tanto, es natural que el lucero de la tarde también se vea muy
bajito allí. Por donde se mire, desde allí, se ve que la tierra va bajando y en seguida nomás ya
se extienden los extensos valles verdes. Lejos se ven, como islas en medio de un inmenso
lago, pequeñas formaciones boscosas y como surcos de lombrices las sinuosas cintas verde-
musgo formadas por las vegetaciones que cubren los cursos de agua, pobladas de mimbreras
y palo negro. Una tierra intensamente roja se ve en los caminos viejos; caminos que los
lugareños aseguran que fueron usados por el Mariscal López en su retirada y por eso es muy
probable que tengan algo guardado, porque hasta quien no quiere ver ha visto los resplandores
en las noches de amenazo.

Cuentan que al final de la guerra grande bajaron de hacia la cordillera del norte dos
excombatientes del ejército de López en busca de sus viejas querencias; se detuvieron a
descansar por un tiempo, pero al final decidieron quedarse en Mbatoví. Dicen que escogieron
como esposas a dos de las más lindas indígenas guaraní, de una comunidad perteneciente a la
parcialidad Mbya-Ka’yguä, y empezaron a procrear.

Se cuenta que por muchísimo tiempo nadie llegó a conocer la aldea de Mbatoví y los
mbatovienses no conocieron ninguna otra población. Dicen que los niños de Mbatoví
preguntaban:

– ¿Nosotros estamos solos en este mundo, papá?

– Tal vez no mi hijo –contestaban los padres– deben haber más gente nuestra que han
escapado de la matanza de los negros.

– ¿Qué son los negros, papá? ¿Son algo parecido a los tigres?

– Son parecidos a los monos macacos, pero grandes como nosotros. Ellos invadieron nuestro
país y casi nos mataron a todos; hasta criaturas de tu edad mataban cuando encontraban en
sus caminos. A nuestro jefe principal, un hombre bien plantado y buen mozo, le mataron ya
después de tomarle prisionero, hacia allá, hacia el norte. A nosotros no nos mataron sólo
porque pudimos escapar.

Así les contaban la historia a sus hijos los primeros paraguayos que poblaron Mbatoví, en
aquellas noches frescas alrededor del fuego, cuando les hacía sentar sobre sus rodillas,
atizaban el fuego y tomaban mate hasta que los niños se quedaban dormidos. Por aquellos
tiempos ellos creyeron que, como consecuencia de la guerra de exterminio, el Paraguay había
desaparecido. Un buen día se enteraron de la existencia de otro poblado en la región, y si bien
estaba bastante lejos de ellos, hacia allá fueron en tropel para conocerlo. Allí volvieron a verse
con los paraguayos sobrevivientes de la guerra. Cuentan que se desbordaron de alegría al
saber que "los negros" (denominación que aplicaban a brasileños en general) ya abandonaron
el país y que el Paraguay seguía existiendo como país independiente. Se cuenta que tejieron
un paño grueso con fibras de raíces de karaguatá, una bromeliácea nativa, tiñeron de rojo uno
de sus extremos y de azul el otro, y lo izaron hasta la punta de una caña de takuara.
Recuerdan que sus esposas e hijos se preguntaron desconcertados qué significado tenía
aquello. Dicen que esa bandera fue vista nuevamente cuando terminó la construcción de la
escuela y vino a Mbatoví una alta autoridad a inaugurarla y dar comienzo a la escolarización de
los niños.

Posteriormente mucha gente nueva vino a vivir en Mbatoví. Dicen que todos venían como para
estar de paso pero al final se quedaban. Por eso es que siempre dicen los mbatovienses: "Aquí
la luna está embrujada. Si la luna llena te sorprende en Mbatoví, ya sonaste; estás atrapado".

En aquellos tiempos ellos no tenían mayores preocupaciones. Comían juntos lo que


modestamente producían. Usaban juntos las pocas herramientas de labranza que tenían. El
que cazaba un bicho silvestre siempre convidaba a todos los vecinos. La tierra y los frutos
naturales de la tierra no tenían dueños. No había motivos para discordias entre la gente. No
había gente mal intencionada ni violenta y la alegría era permanente.

Dicen que después apareció en Mbatoví un Agrimensor; compartió días alegres con sus
habitantes y al retirarse les dijo: "Don fulano compró todas estas tierras. Ustedes quedan ahora
dentro de su propiedad. Yo solamente les informo".

– Está muy bien – le dijeron.

Mucho tiempo después fue llegando una persona que les dijo:

– Compré de don fulano el asiento de esta compañía donde viven ustedes. Es importante que
sepan.

– Y en verdad no está mal – le dijeron.

Luego vino otra persona que les dijo:

– Falleció mi papá y se me quedó a mí esta parte de Mbatoví. Voy a necesitar de una partecita
de lo que ustedes producen para mantener mi hacienda.

– ¡Pero cómo no...! – le dijeron.

Poco después fue llegando también el cura del pueblo a pedir vacas, caballos y chanchos
gordos a aquellos que tenían mucho. Se le dio también. El dueño de las tierras empezó a
elevar los porcentajes; reclamaba ya un vacuno de cada familia en concepto de pastaje en sus
campos. Todos tuvieron que dar nuevamente, pero como era anual, pronto se dieron cuenta
que ya se estaban quedando con muy poco.

Por otra parte la comunidad estaba siendo acorralada. Dos grandes latifundios vinieron a
colindar entre sí en la misma Mbatoví, partieron en dos, y un tercero marcó territorio hasta el
cercano arroyo Takuarusú, dejando a los vecinos sin el campo ubicado al otro lado,
denominado Peguahó, donde pastaban sus animales. Desde entonces ya ninguna vaca comió
gratis el pasto; ninguna planta de mandioca dio raíces en Mbatoví sin pagar el derecho de uso
de la tierra; ninguna madera, ninguna paja ya podían ser usadas sin permiso. Esto hizo que el
desarrollo de Mbatoví se resintiera severamente. No se agotó la comunidad sólo porque tenía
capacidad de resistencia; pero muchos hombres capaces se frustraron.

Se recuerda que cuando todas estas cosas ocurrieron, decidieron ir junto al dirigente espiritual
de los indígenas, lejos de allí, en el corazón de la selva. Cuando tenían problemas como éste
que se presentaba, solían irse nomás luego a consultar. Esta vez les dijo el maestro de la
religión guaraní: "La tierra pues, no tiene dueño. Ella fue creada y habilitada por nuestro primer
gran Padre para morada de la persona humana. La tierra es nuestra Madre verdadera. Ella nos
da de mamar a los hombres durante toda la vida y hasta la muerte. También debemos saber
que Nuestro gran Padre, el primero y verdadero, tiene su morada en el sol; y desde allí Él
engendra a todos los seres vivos que habitamos esta tierra. Por eso el día que perdamos de
vista su casa, todos nos convertiremos en piedras en el mismo lugar donde nos encontremos,
porque nosotros no somos sino pedazos de esta tierra. En cuanto a ustedes, se ve que
olvidaron a nuestro Padre, el Primero y Supremo; viven sus vidas sin el sentido de pertenencia
a la casa del Padre, viven por vivir; por eso vinieron los extraños a sacar de debajo de los pies
de ustedes a su propia y verdadera Madre, dejándoles huérfanos, sin remedio, esperando nada
más que el final de los tiempos".

Cuentan que desde aquel día los mbatovienses buscaron de nuevo a su primer y verdadero
Padre. Se iban en tropel a las profundidades de la selva para la celebración de las fiestas
tradicionales, tales como las de iniciación de los niños o las de la primera chicha, que se
obtiene del maíz choclo. Allí se divertían en medio de las tribus en fiestas que duraban la noche
entera; tomaban la chicha, bailaban, hacían sonar las maracas indígenas denominadas
Mbaraká, cantaban las canciones profanas, los kotyú; las mujeres golpeaban contra el suelo los
trozos de takuara o Takuapú marcando el ritmo. Y después, al despuntar el alba,
entonaban todos juntos las oraciones fundamentales y profundas celebrando la vuelta de la
claridad matinal. Al despuntar el sol, se inclinaban reverentes hacia el oriente en señal de
gratitud y alegría, saludando a la morada celestial de nuestro Padre Primero y Supremo, el
Creador de todas las cosas, que desde allí prolonga por un día más la vida en la tierra.

Tiempo después llegó a Mbatoví una importante autoridad nacional que les dijo: "Nuestra patria
necesita de por lo menos una vaca de aquellas familias que pueden aportar. Los bolivianos
ocuparon nuestro territorio y les declaramos la guerra. El Estado tiene que armar, vestir y
mantener a los combatientes. Una vez más tenemos que defender a nuestra nación". Todos
tuvieron que dar nuevamente. Ese hecho ya recuerdan don Policarpo (don Polí) y don Nemecio
(don Mecho), que entonces eran jóvenes y poco tiempo después ya fueron convocados a
alistarse para la guerra. Incluso dos de los hermanos mayores de don Policarpo encontraron la
muerte en los campos de batalla.

Durante esa guerra las mujeres paraguayas se hicieron cargo de las chacras y sacudieron las
capueras para que al país no le faltara que comer. Muchas quedaron sin marido por causa de
la muerte de millares de jóvenes varones, pero con todo, ninguna se hizo machorra, nadie
quedó estéril. Por todas partes nacieron los aquí llamados "niños sin padre", productos de la
plenitud física de la mujer y del fuego de la pasión amorosa vivida sin prejuicios. Se cuenta que
a esos niños de barriga aventada, en vez de sus padres, les acariciaba en sueños, con su
intenso fulgor, la luna de Mbatoví.

Así se explica la gran multiplicación de los mbatovienses con el correr del tiempo. Pero se cree
que ahora hay más de ellos afuera que dentro de la aldea. Empezaron a irse de a uno y por
eso nunca se notó la masiva emigración.

Hoy la comunidad se mantiene con su misma población de hace casi cien años; está allí, en la
meseta de la pre cordillera, como ubicada sobre un termitero del campo, como solía decir don
Policarpo bromeando, y en compensación por su limitada tierra, tiene un cielo inmenso.

De los hogares de Mbatoví salieron hombres y mujeres de toda laya que hoy se hallan
dispersos por todo el país y por todas las naciones del mundo. Es muy larga y rica la historia de
los mbatovienses, sólo que uno no quiere ponerse a contar todo de un tirón, ni en una sola
sentada, porque nunca faltan los descreídos que pueden creer que son mentidas estas
verdades que dan cuenta de las vidas y vicisitudes de los hijos de Mbatoví. De todas maneras,
dicen que Mbatoví, como buena madre protectora, siempre acompaña a sus hijos a donde
quiera que ellos vayan, y nunca deja de arrullarles con el fulgor de su embrujada luna. Se tiene
la creencia de que en los momentos de angustia se introduce en la mente de sus hijos
ausentes para darles el sosiego necesario, y apenas que dormitan se les presenta
resplandeciente bajo su embrujada luna para devolverles la paz y la alegría.

CAPÍTULO II

– Allá está viniendo Kalaíto – dice uno de ellos y todos ya se preparan para cargarle con toda
clase de bromas.

– Kalaíto, te desafío a jugar quien salta más lejos.

– Kalaíto, si me alcanzás te voy a dar esto.

– Kalaíto, ¿vamos a ver un poco tu cartera, dale na?

Cuando esto pasaba Kalaíto les miraba nomás de reojo, con gesto de rechazo y sin decir ni
una palabra.
– Kalaíto, dejá ya de quejarte de nosotros a la maestra porque se te va a pegar; te aviso.

– Kalaíto, ahora tu mamá se va otra vez a mi casa a decir las pavadas que dice de mí, vos vas
a saber ne mitä’i.

Así le jodían a Kalaíto. Él era un niño raquítico, pálido y con cara de llorón. Era bastante
quejoso y por cualquier cosa lloraba. Llevaba la ropa sucia y toda remendada; si la gente le
daba palmaditas por la espalda, sus ropas despedían cenizas. Parecía luego que nunca se
bañaba ni se lavaba la cara; venía a la escuela con los ojos legañosos, con los cabellos
enredados, sucios, y con las piernas tostadas de tanto estar cerca del fuego. Sus compañeros
se burlaban de él. Todos le hacían bromas picantes. Cuando la maestra pasaba lista, siempre
se producía barullo al alcanzar el nombre de Kalaíto. Antes de que ella diga Calixto Romero,
sus compañeros ya gritaban en coro: "Kalaíto Pombéro, Kalaíto Pombéro". Algunas veces la
maestra se enojaba pero generalmente se reía nomás cuando se daba la vuelta y le
encontraba a Kalaíto con los ojos humedecidos, la cara torcida y con la nariz chorreando. El
pobrecito siempre andaba cabizbajo y si alguien le preguntaba alguna cosa, sin falta se
enredaba, se abatataba como un tartamudo. Si le preguntaban por qué no se bañaba, él, luego
de jugar un buen rato con el suelo usando el dedo gordo del pie, contestaba:

– Mi mamá no quiere, porque tengo catarro en el pecho.

– ¿Y por qué no te lavaste la cara?

– Porque estoy con romadizo.

– Pero eso es por causa tanta suciedad – le decía la gente.

– ¡Cuándo se va a despabilar esta pobre criatura! – se preguntaban aquellos que conocían su


modo de vida.

Así fue creciendo Kalaíto, comiendo mandioca hervida, guiso de poroto, naranja calentada en
las cenizas, semillas de coco y una que otra fruta silvestre. Hasta que era grandecito se le veía
muy descolorido y tenía bastante abultada la barriga; decían que estaba lleno de lombrices
porque cualquier caminata le hacía jadear. Precisamente por eso sus compañeros le pusieron
como marcante "Comadreja empachada". Tenía muchas hermanas y hermanitos menores,
todos como él, "niños sin padre", es decir de padres desconocidos.

Al llegar a la juventud se le notaba todavía en la cara las huellas de tantas miserias sufridas en
su niñez. Hasta ahora luego tiene la costumbre de esquivar la mirada, no le mira la cara al que
le habla; parece estar siempre con miedo; es bastante tímido y callado.

– “Pobrecito” – decían de Kalaíto los jóvenes – “Él está entre nosotros, en las reuniones, como
si estuviera ausente; nunca podemos saber si tiene frío o calor”.

A Kalaíto nunca le salían bien las cosas; todo lo que sembraba no le daba frutos y cuando le
daba, siempre el precio de ese producto estaba por el suelo. Nunca llegaba a tiempo para
ninguna actividad; siempre después de terminado cualquier festín.

"Pero este hombre se habrá frustrado en el mismo vientre de su madre", solía decir de él don
Polí, su padrino. Él era el único que le ayudaba. Le daba prestado toda clase de herramientas.
Cuando le veía venir medio rengueando, don Polí ya sabía en busca de qué cosa estaba
viniendo. Pero Kalaíto nunca pedía nada. Sólo llegaba y se quedaba sentado hasta que su
padrino acertara la cosa que necesitaba. Una vez, sin embargo, le perdió la paciencia y le dijo:

– Hablá mi hijo; decime qué necesitás –. Kalaíto miró al suelo y un rato después le contestó.

– Vos pues... padrino... siempre sabés mis necesidades y hasta mis pensamientos; sólo que
ahora no podés acertar porque esto no te suelo pedir. Necesito un poco de dinero para... para
no irme... con las manos muy vacías.

– ¡No me digas! ¿Y a dónde pensás irte?

– Eso... padrino....ya no sé. Sólo sé que tengo que irme y bien lejos si es posible.

– ¡Dios mío! ¡Qué te pasa a vos criatura! – dijo doña Cipriana (ña Sepí) saliendo al paso.

– Estoy cansado madrina, de la mala suerte y la miseria, y ya tengo vergüenza de ustedes para
seguir pidiéndoles cosas.

– ¡Jesús, Dios mío! Eso no está nada bien. Aquí nunca te hemos mezquinado nada mi hijo.

– Eso es verdad, madrina; pero igual.

– Está bien mi hijo; el hombre pues, llegado un momento, tiene que sacudirse desde luego –le
dijo don Polí. –Te voy a dar lo necesario para tu viaje, y te voy a dar también mi amuleto, mirá,
llevá colgado sobre tu pecho para que te dé suerte – y le colgó del cuello una bolsita cuadrada,
sucia, suspendida de dos esquinas.

– Sólo te pido que no te olvides de nosotros ni de tu valle.

CAPÍTULO III

Aquella siesta Nicacio (Niká) se sentó frente a su casa, debajo del frondoso paraíso, con el
torso desnudo, a tomar su tereré . En frente de él se veía el campo tostado por el sol del verano
y al costado, en la endurecida capuera, desfilaban los cocoteros de redondas cabezas como
lluvia de flechas clavadas en el suelo. La pelada explanada de la casa despedía un tufo de aire
caliente. Una pequeña cigarra se encontraba chirriando sobre él en medio del oscuro ramaje
del paraíso. Su negro perro de cuello blanco llamado "Capitán" estaba acostado a su lado, en
el suelo, respirando aceleradamente con la boca abierta y la lengua afuera. Bajo el galpón
abierto de la casa, recinto principal donde la familia vive y convive, los pollitos y los patos
reposaban como paralizados por el intenso calor.

En ese momento venía acercándose José de los Santos Aguilar, más conocido como Losanto,
montado en su caballo de pelo melado. Un hombre de trato siempre correcto, respetuoso y
agradable es este campesino huesudo, robusto, de cerrada barba negra y grandes bigotes. En
su forma de caminar aparentaba cierta renguera que al final no era sino su estilo. José de los
Santos es un hombre altivo, muy seguro de sí, y justamente por eso nunca provoca situaciones
embarazosas ni riña alguna; hombre parco, acostumbrado a usar pocas palabras pero siempre
dichas con rigurosa exactitud; posee una alta capacidad de persuasión y gran coraje cívico. En
suma, un hombre entero, un señor campesino; habitualmente lleva el sombrero de alas anchas
echado hacia atrás para dejar bien descubierta la cara. Por aquel tiempo su edad era
indefinida pero ya entrado en años. Es moreno de tez cobriza clara, de ojos vivaces y cuando
se reía descubría unos dientes medio inclinados enchapados en oro.

Cuentan que José de los Santos solía decir en los círculos que frecuentaba: “Tengo la piel muy
diferente a la del mbejú; por eso nadie me puede presionar en los bordes”, haciendo alusión a
la torta de maíz y almidón que al cocinarse en la sartén se acostumbra aplastar los bordes. Es
muy mentada la anécdota protagonizada por él en una fiesta, cuando enfrentó a uno de esos
buscapleitos que se dedican a turbar la alegría en las fiestas campesinas armando entredichos
y entreveros gratuitos, sólo por hacerse notar. Cuentan que el arriero andaba alzando la voz,
provocando a cuanto podía, pero cuando se dio cuenta de que nadie le prestaba atención,
extendió su poncho colorado en medio de la pista de baile, se sentó sobre el poncho y,
sosteniendo la botella de caña paraguaya, dijo a las parejas que bailaban: "Cuidado. No se les
ocurra pisar los flecos de mi poncho; cuidadito; les advierto".

Las damas ya no querían salir a bailar y los hombres miraban de reojo al sujeto pintoresco sin
saber qué hacer con él. Entonces José de los Santos invitó a bailar a una mujer bien plantada;
se fueron dando vueltas hasta que, de repente, simulando un descuido, pisaron el poncho y
José de los Santos le pisó al mismísimo canalla. En el acto soltó a la dama, se puso a un lado y
le dijo: “Creo que te pisé compañero”. Cuando el sujeto alzó la mirada Losanto ya estaba en
posición de espera, con las manos en la cintura. Se cuenta que el pendenciero se levantó
lentamente y le dijo: “Yo me voy. No me conviene farrear donde hay hombres de coraje como
yo; en una de esas podemos tener diferencias”. “Retirate, y rápido si no querés que te aplaste
como para plantilla de zapato; miserable”, dicen que le dijo Losanto Aguilar y no le permitió
levantar el poncho del suelo.

Desde aquella noche José de los Santos se quedó con dos ponchos, el suyo y el ajeno, y los
amigos festejaron su gesto con regalos de botellas de caña y de argollas de chipa(5). De allí en
la siguiente fiesta ya fue cantada la hazaña de Losanto Aguilar por el poeta popular Pedrito
Quintana (Peru’i). Dicen que narró el caso a través de un bello compuesto (6). Y bien, ahora ya
conocen quién es Losanto Aguilar.

– Que tal mi estimado Nicacio – dijo llegando Losanto; se acercó a estrecharle fuertemente la
mano mirándole fijamente en la cara. La gente comenta que él saludaba de ese modo para
observar a la persona y que descubre en el acto a los falsos e hipócritas “porque le tiemblan los
talones”. Pero eso no ocurrió con Nicasio Peralta, más conocido como Niká. Este es un joven
de pequeña estatura pero muy atlético y arisco, popularmente conocido también
como Peralta’i(el chico Peralta). Suele escucharse a los patrones decir que, aquel que sabe
darle un trato apropiado es muy bien servido por este moreno fortachón; pero que a nadie se le
ocurra darle órdenes inapropiadas, levantarle la voz o reprenderle. Comentan que en ese
mismo momento él se pone en contra y desde allí se vuelve negativo. Tiene muy desarrollada
esa mezcla de sensibilidad, dignidad y orgullo que es común a guaraníes y paraguayos, y
además, éste sujeto es muy rencoroso. En el trabajo es insuperable por su gran capacidad de
producción y porque realiza las acciones riesgosas sin el menor atisbo de miedo. Niká siempre
ha tenido y tiene el mejor puñal de la comarca, el mejor acero con el mejor cabo de colores,
artísticamente trabajado. Nunca se sabía de dónde ni cómo conseguía, pero lo cierto es que le
gustaba mucho y tenía una predilección especial por los puñales.

En aquella ocasión le ofreció asiento a Losanto y se sentaron a tomar juntos el tereré. Niká no
estaba enteramente de buen humor; no estaba animado ni conversador como otras veces.
Losanto le fue buscando la vuelta y de repente se destapó. Había sido que acababa de
cosechar el maní que tenía plantado y obtuvo una producción muy escasa, absolutamente
insuficiente.

– “Esto voy a terminar de comer muy pronto, como dice aquel que tiene chacra pequeña”,
afirma el dicho popular. Y eso es lo que exactamente ahora me pasa. Me tiene argelado mi
estimado Losanto; nada nos deja la agricultura. Yo quise empezar un trabajo grande pero al
final me encontré con que mi tierra es demasiado pequeña. Recuerdo que cuando era niño me
parecía enorme la chacra de papá, pero ahora es como si se hubiera encogido, no puedo ni
escarbar allí como hacen las gallinas. Por eso estoy pensando irme hacia el Paraná o... no sé.
¿Qué te parece?

– ¡Eh! ¿Y por qué tenés que irte?

– Porque como te dije no tengo tierras donde cultivar. Aquí ya no hay tierras de cultivo; se
acabaron.

– Oh. No. Eso no creo. Eso es sólo en apariencia mi estimado Niká. La tierra… no puede
acabarse. Tenemos mucha tierra.

– A lo mejor vos tenés mucho, pero yo… nada que ver.

– Yo tampoco. No tengo mucha tierra, pero te digo una cosa. Allí están esos campos que ves y
aquellos montes.

– Sí, pero esos no son nuestros y sus dueños son terribles; ¿cómo nosotros vamos a sembrar
esas tierras?

– “Ese es sonido de otro silbato”, como diría la esposa del policía; ahora… no me digas que la
tierra se acabó y que eso te obliga a dejar tu valle, tu aldea, el lugar de tu nacimiento. ¿Por qué
nosotros tenemos que dejar nuestro lugar natural, nuestro abrevadero, sólo porque vinieron
estos barrigones a apropiarse de estos lugares? Esta es nuestra comunidad mi amigo y aquí
nosotros tenemos que escarbar la tierra y nuestra descendencia también; que se desarrolle
este poblado. ¿Acaso una comunidad antigua tiene que quedarse asfixiada sólo porque las
propiedades de los gringos le acorrala?

– Pero si eso es, precisamente, lo que nos pasa. ¿Hacia dónde te parece que podemos hacer
crecer esta aldea? Ya estamos totalmente acorralados.

– Pero decime una cosa. Si en aquel lugar, a donde querés irte, encontrás esta misma
situación, ¿qué vas a hacer?

– Y… en ese caso… vuelvo acá.

– Ah. Sí. Y yo te cuento mi amigo que esta situación se está dando prácticamente en todo el
país. Por lo tanto no nos queda otra cosa que ir destrozando a pecho gentil la telaraña que nos
enreda. De no ser así, todos los pobres vamos a pasar al otro lado del río Paraná mientras los
terratenientes quedan como están o mejoran sus posiciones cada día más. Pero si forzamos
esta situación podríamos despojarlos de un tajo; qué tanto; tantas tierras tienen y para más
improductivas. Si tienen en esas condiciones es porque no necesitan de esas tierras; ¿verdad?

– No me queda claro mi estimado Losanto. Vos decís que hay mucha tierra, pero al final
entiendo que tenemos que pelear por ella. ¿Y por qué tenemos que pelearnos por una cosa
que abunda?

– Yo no digo que tenemos que pelear precisamente. Podemos pedir, usar, arrendar, comprar…
En suma, hay varios caminos. Es cuestión de conversar con los propietarios y solicitar el apoyo
de las autoridades, porque estos no son nenes de pecho; ya por eso mismo tienen muchas
tierras. Yo digo que debemos forzar esta situación entre todos. Esta compañía nuestra tiene
que crecer para que podamos caber todos en ella, puesto que cada día somos más porque nos
reproducimos, y los jóvenes cuando se casan quieren casa propia.

– En verdad es así. Yo podría hablar con don Solano Arzamendia; él es el que manda allá en el
pueblo y yo trabajé para él en estos días. Me ofreció todo tipo de apoyo. Es hora que le
pidamos algo; mucha ventaja ya sacó de nosotros.

– Sí, pero no te vayas a apurar. Hablemos primero con los vecinos. Aquí pues tenemos a varios
amigos que se hacen el tonto por cobardía y a Solano también le tenemos que agarrar muy
bien porque como buen político, es más resbaladizo que un pez.

– El problema es que aquí somos ignorantes y don Solano es muy hábil para ganar a la gente.

– Ignorantes aquí no hay Niká, pero hay muchos de los que se hacen el sonso, y por el camino
de las adulaciones políticas no vamos a ganar nada. Por lo tanto hace falta una conversación
muy seria con los vecinos, porque este asunto no es cosa sencilla.

Tomaron mucho el tereré y conversaron largamente. Bien entrada la tarde se despidió Losanto,
y Niká, luego de comer algo, salió para la chacra con el fin de espantar a las aves dañinas. Le
escuchó a Victoriano (Vitó) que estaba gritando en su chacra y pasó junto a él. Le encontró
carpiendo un pajonal de la irreductible paja Jahapé. Dejó su trabajo por el momento, aprovechó
para descansar; estaba bañado en sudor y se secaba continuamente la cara con el pañuelo de
cuello. Se sentaron a conversar allí mismo y de paso aprovecharon para arrancar de sus
pierneras las espinas de kapi’i atï y ñuatï uná; las dos plagas mayores de las chacras
paraguayas.

– Estas son las cosas que me tienen cansado le dijo a Niká, su amigo Vitó. Estas hierbas
deben ser los cultivos del diablo porque brotan y crecen sin el cuidado de nadie. En estas
tierras empobrecidas sólo estas plagas crecen mientras nuestros cultivos se ponen raquíticos a
pesar de varias carpidas en el año. Dicen que hacia la costa del río Paraná hay tierras fértiles
que ni necesitan de carpidas. Si hacia fines de este año no voy para ese lado no se qué rumbo
he de tomar mi estimado Niká. En estos valles ya no tenemos nada que hacer. Las tierras
cansadas nos debilitan cada día más.

“Éste está más desilusionado que yo” vino pensando Niká. Él no tenía presente todos estos
aspectos que para Vitó son muy claros. Durante semanas se pasó confrontando los dichos de
Losanto y de Vitó. ¿Quién dice la verdad? ¿Quién está equivocado?

CAPÍTULO IV

Hacia el final de aquel invierno, una tarde, vino llegando Kalaíto a la casa de su padrino. Tenía
la cara rellenada y se le veía alegre; volvió sonriente y bien vestido. Una gran alegría desató la
llegada de Kalaíto. Su padrino invitó a los vecinos esa noche para agasajarle y allí le rodearon
sus compañeros de infancia. Todos los que llegaban ponderaban el cambio que se produjo en
Kalaíto y alguien le preguntó directamente qué hizo para cambiar tanto.
Kalaíto explicó: – Allá, en tierra extranjera, encontré mucha gente que me demostraba aprecio y
valoración, extranjeros y compatriotas que me alentaron y me ayudaron. Allá nadie se burlaba
de mí. Nadie me decía ni “Kalaíto Pombéro” ni “Comadreja empachada”. Me llamaban por mi
nombre verdadero y eso nomás luego ya me sirvió para levantar cabeza. Me dieron trato de
persona normal, digna. Me pagaban lo que correspondía por mi trabajo, y… bueno; esas
cosas… son importantes. Significa mucho que tu semejante te ponga en su nivel; que… nadie
te haga de menos. Aquí pues nosotros mismos nos encargamos de frustrarnos los unos a los
otros, entre todos, antes de tiempo y sin motivo, por nada”.
Al terminar de decir esto, Kalaíto se quedó mirando largamente el resplandeciente cielo de
Mbatoví, mientras todos sus compañeros de infancia se quedaron cabizbajos.
Finalmente Niká y Vitó se entusiasmaron entre ambos por el viaje. También ellos querían ir a
changar una temporada en el extranjero. En la tarde de aquel feriado Niká tomó la iniciativa de
ensillar su caballo e ir al pueblo a ver a don Solano. Le refirió su inquietud y las necesidades
que tienen los pobladores de Mbatoví.
– “Está bien que vayan a realizar una changuita por allá y a luego de vuelta vengan a hablar
conmigo de este asunto –le dijo–. Mientras, yo voy a hablar con esos señores. Seguramente no
va a ser del agrado de ellos; puede que les dé prestado parte de esas tierras, porque hay que
tener en cuenta que son campos donde pastean sus haciendas; de todos modos, yo voy a ver
cómo hacer algo por ustedes.
Más adelante vino a enfermarse Vitó y postergaron el viaje. En el siguiente fin de semana ya
ingresó a Mbatoví Eulogio Miranda, acompañado de dos capangas. Alegaron que andaban
buscando una vaca de propiedad de su patrón, una de pelo de zorro que anda perdida.
Llegaron a la casa de Niká; él no estaba presente y don Lucrecio, su padre, más conocido
como Lekécho, ordenó que les cebaran el tereré. Hicieron escuchar algunos mensajes
indirectos pero el dueño de casa y su familia no captaron nada porque estaban totalmente
ajenos de aquellas conversaciones.
Cuentan que desde entonces Eulogio, cuyo nombre formal es para la gente “Ulogio” pero es
más conocido por su nombre apocopado de “Uló”, envía piropos a Anselma, una hija de don
Lekécho que apenas llegaba a la juventud. Se cuenta que poco tiempo después se realizó un
baile en la casa de don Francisco, más conocido como “Chiko Pukú” [Chico-largo] debido a su
alargada estatura, con motivo de la festividad de un santo y allí se congregaron todos los
mbatovienses. Fue entonces cuando Kalaíto tragó saliva, tomó una decisión y se dijo a sí
mismo: “Sobre la marcha le voy a plantear no sea que me tiemblen los talones y me eche para
atrás”. Fue a invitar a Anselma, la sacó a bailar. Apenas de tomarle por la cintura ya le dijo: “No
quiero que te ofendas Anselma Peralta por venir a molestarte en esta fiesta; pero es que en mi
condición de hombre y a mi manera quiero hacerte saber de mis sentimientos, que desde hace
mucho tiempo me desvela y nunca pude hacer llegar a tus oídos porque no he tenido la
oportunidad de acercarme a vos y si no existe alguien que pueda enojarse por esto, esta noche
vas a saber, Anselma Peralta, quién es el que te ama en este mundo, el hombre que desde el
día que te vio viene suspirando por vos en absoluto silencio y ahora aquí, como un perro que
mira a la luna nueva y lanza su ladrido lastimero, confieso mi amor en tus oídos porque confío
que estas palabras no despertará tu impaciencia por el mero hecho de decirte que quiero que
confíes en mí a tu modo, por más que yo no sea persona de tu nivel, siendo vos una chica
hermosa digna de toda admiración y yo un hombre común al cual nada extraordinario le adorna
salvo una vida honrada y el amor que siento por vos, que me acompaña día y noche, y para
que sepas Anselma Peralta yo como buen hijo de mujer soltera y pobre me hice hombre por mí
mismo y nunca habrás escuchado que he amanecido por el vecindario, o en la casa de doña
Pochó, o detrás de las bebidas o que le falté el respeto a alguna dama o que ofendí a algún
semejante, porque estas son las cosas que enmohecen nuestra vida y afectan nuestro nombre,
porque son cosas que hacemos en forma voluntaria y no como la fealdad física, la ignorancia o
la pobreza que arrastramos en esta vida, sólo porque no podemos arrancar de nuestra
existencia y apartarnos de ellas, y como dice Losanto Aguilar: “el varón para hacerse hombre
no debe dejar que su conducta esté en boca de la gente”.
– Atendé. Ya descansaron los músicos.
– ¡Ah! ¡Sí! Estaba muy entusiasmado. ¿Puedo bailar otra vez contigo?
– Si querés.

******************

– ¡Qué bien mi amigo Kalaíto! Veo que le vas ensuciando el oído a la chica de vestido floreado,
¿o no?
– Je je… vos sos un jodido; ya me pillaste otra vez.
– Tomá compañero; metele un buen trago para tener más coraje.
– Ahhhh. Está rica esta cosa amarilla, dice Peru’i cuando desayuna naranja asada.
– Dale compañero. Ya empezó otra vez la música.
– Y bien mi simpática morena como te dice tu madre cuando quiere mimarte, es que yo no sé
por dónde empezar esto que quiero decirte, porque al acercarme a vos siento un calor frío que
me viene y me va y se me aflojan las rodillas; por tanto no creo que exista en esta tierra alguien
que pueda quererte más que yo; y esto te digo porque siento perfectamente que algo me
agarra de las cuerdas del alma cuando te miro y no creo que mi corazón me engañe, porque en
ese caso no van a brotar de mi boca estas lindas palabras a pesar de mi ignorancia, para que
vos puedas pensar desde ahora, qué vas a hacer con mi vida, que ahora vengo a poner en tus
manos sin ninguna condición, simplemente porque sos su dueña natural en este mundo, donde
nací sólo para quererte, aunque vos me podés rechazar por no confiar en mis palabras o
porque preferís confiar tu corazón a otro hombre que tiene más…. más… más… cosas que yo;
y vos bien sabés que no tengo casi nada que ofrecerte, salvo mis dos brazos que nunca
rechazaron ninguna clase de trabajo y que mientras están sanos nunca te van a dejar pasar
necesidades, y a pesar de que cada día se hace más dura la vida para los pobres, vas a ver
que mis manos se encallecen y se pone gruesa mi piel, mientras el sudor me baña la cara bajo
el sol calcinante, todo por el amor que te tengo, para tu bien y en tu homenaje.”
– Cuidado. Ya descansaron otra vez.
– ¡Pero qué perezosos son estos músicos! Bueno, espero que no te escondas de mí.
– No creo.

******************

– Aquí viene. ¿Vieron que nuestro amigo está ofreciendo su cuerpito?


– Ah sí, claro, parece que la nena está por decir el sí; ya está mirando hacia el suelo.
– Es que éste escoge lo mejor del repertorio de Emiliano, compañero.
– Eso creo; así ha de ser.
– Y bueno. Tenemos que decir lo poco que sabemos y comer lo poco que alcanzamos,
compañero.
– Bravo, bravo, Kalaíto. Te volviste todo un hombre, ne mitä’i. Es increíble.
– Dale compañero. No le des oportunidad a nadie.

******************

– Como te venía diciendo querida, quiero que me escuches bien esta noche, cualquiera sea tu
sentimiento; no precisamente para algo seguro uno conversa; se dice luego que ni al perro se
le pone el nombre de “seguro” y sobre todo en estas cosas, no se le puede presionar a la
persona ni obligarle a aceptar al que no quiere; por eso te digo mi querida Anselma que si no
pensás aceptarme yo prefiero volver a irme lejos de aquí, a aquellos lugares por donde he
vivido, a ver si por allí consigo olvidar tu dulce mirada, porque yo, a pesar de mi ignorancia, ya
he dejado estos valles para ir a rebuscarme en otro país donde uno ve y escucha muchas
cosas, tanto buenas como malas, y no es por aventurero que tomé esos caminos ni porque
ando sin gobierno, por mi cabeza; entonces Anselma Peralta si es que existe en tu corazón un
poquitito de amor para mí, no tenés que sentir vergüenza para sacar a luz, porque yo estoy
dispuesto a hacerme pedazos por los caminos de tu casa para verte, y por nuestro bien he de
hablar con tus padres para que nuestro amor sea reconocido y respetado, y si la suerte nos
acompaña para que muy pronto podamos unir nuestras vidas para siempre y vivir juntos como
una pareja inseparable; pero así también, si la gente se opone a eso por pura maldad,
podemos desaparecer nomás de la vista de ellos, irnos bien lejos de aquí a derramar nuestro
amor el uno en el corazón del otro. Aquí termino de manifestarte mis sentimientos y mis deseos
Anselma Peralta; esto es todo, y ahora quiero escuchar de tu boca si me aceptás como novio.
– Ah no. Eso no, por favor. Soy muy joven todavía. Demasiado luego tengo vergüenza de mi
mamá.

******************

– Qué tal compañero. Le convenciste pa.


– No. ¡Qué pucha! Me salió todo mal. Resultó una macana.
– ¿Qué…? Dejate de joder. Me estás boleando.
– En serio te digo. Parece que ese borracho me enseñó todo mal lo que tenía que decir, o si
no, me equivoqué en la forma de decir.

CAPÍTULO V

– Muchachos, voy a traer más caña. Esta noche vamos a tomar como nunca.
– Quiere mojar su corazón nuestro amigo; se quedó con la sangre caliente.
– Sí…, el rechazo no le cayó nada bien al tipo.
– Pero esa mujer pues… nadie luego sabe lo que quiere.
– No. No encuentra nomás la persona de su agrado.
– Pero dicen que ese Uló Miranda anda celoso por ella.
– No, pues. Si ese ya está loco de tanto tomar.
– Yo sí que digo que Kalaíto no tiene que descuidarse de él. Está allá en la cantina ya bien
apintonado otra vez.
– Pero no pues. Ese tipo no vale para nada.
– Ya estoy aquí muchachos.
– ¡Bárbaro! Todo eso vamos a tomar, piko.
– Y… vamos a hacer el esfuerzo.
– Y bueno, empezá nomás ya vos Kalaíto; esto es lo único que te sobra, compañero.
– La verdad que sí.
– No te preocupes amigo. La mujer siempre nos pone a prueba. Vos conocés ese dicho: “Se
hace del sonso como una pendejita”. ¿Verdad?
– Sí, suelo escuchar.
– Entonces ya sabés.
Así conversaban Kalaíto y sus amigos cuando en el otro extremo de la pista se produjo el
tumulto. Se escuchó llantos de mujer; algunas viejas pasaron corriendo, paró la música, y con
precaución se acercaron estos muchachos a mirar lo que sucedía.
Uló Miranda se hacía el bravo en la pista, se balanceaba; se le notaron contracciones en la
cara, y dijo tartamudeando: “De mí no te vas a burlar Anserma Perarta y para que sepas te
digo, yo soy el hombre que te va a gozar carajo; es inútil que te hagas la estúpida, estás
enfrentada a un tipo que es demasiado macho”.
Se acercó Niká a preguntar:
– ¿Qué pasa aquí mamita?
– A mi hija, a mi hija le tocó la cara este desgra… –, dijo y se cubrió el rostro con las manos.
– Le dio una bofetada a tu hermana porque se negó a bailar con él – agregó una mujer que
estaba detrás de la madre.
Ni bien terminado de escuchar esto, Nicasio Peralta se aprestó y pegó un salto. Una patada
certera dio en el mismo pecho de Uló. Se cayeron los dos. En el acto se levantó Niká, extrajo
su puñal con cabo de carey de varios colores y empezó a buscar el cuerpo del otro. Desde el
suelo, donde todavía estaba, Uló le jugó al rostro dos tiros de revolver; Niká los esquivó, dio
unos pasos atrás y le jugó otra patada, esta vez en el puño, haciendo volar el arma de fuego.
Entonces alguien de la multitud gritó:
– ¡Niká… Niká… no le mates a tu prójimo, por favor!
Al momento ya se vio manar la sangre a borbotones; gemían los hombres. Niká saltaba de aquí
para allá. Uló no conseguía levantarse, se revolcaba, bramaba.
Entró al ruedo un moreno, petiso y rechoncho, puñal en mano; se precipitó sobre Niká pero
éste le esquivó. Entonces exhortó: – levantate hermano, vamos a matarle a este desgraciado –.
Haciendo gran esfuerzo Uló se incorporó, se puso de rodillas, miró a su hermano menor; la
furia daba a sus ojos un extraño fulgor, procuró levantarse, dio un estertor de sonido grave y se
desplomó bañado en sangre. En ese instante ingresaron al ruedo tres hombres fuertes y
respetables; sin armas entraron.
– ¡Se acabó, se acabó; esto se acabó! ¡Salgan de aquí los dos! – decían en voz alta. A Niká le
rodearon otros tres hombres y de las ropas del petiso se prendieron dos mujeres.
– Dejate, dejate de esto; ocupate de tu hermano, vamos a socorrerle – le decían.
– Déjenme, déjenme, le tengo que matar a este miserable – decía y se sacudía violentamente.
En el suelo estaba Uló ya agonizante, sus ojos se desorbitaban, abría más y más la boca,
gemía y gargareaba.
El tumulto ganó todos los caminos porque se produjo una estampida. La fuga fue general.
Algunos caballos soltaron cabestros y huyeron hacia los campos. Dos pálidos soldaditos de la
policía local empujaban con las trompetillas de sus fusiles a los curiosos:
– Váyanse, retírense, salgan de aquí – decían.
La familia de los Peralta desapareció al instante. Kalaíto y sus amigos salieron también
corriendo. Se iban alejando del lugar en silencio. Al alcanzar el arroyo Piray alguien del grupo
dijo:
– Vamos-na quedarnos a tomar un poco de agua, los perro. Qué piko tanto. Si lo hecho, hecho
está.
– Yo me voy a lavar la cara, compañeros. Me parece que tengo toda pegada por mi cara esa
arena mojada en sangre que vi por la cara de Uló.
– Yo también me voy a lavar la cara. ¡Qué bárbaro! Estoy totalmente mojado che ra’a.
– Eso debe ser de la caña que tomaste no más.
– Otro que caña. El susto me dio ese sudor frío y después me puse a correr hasta que se me
terminó el aliento. ¡Qué puta!
– Yo me voy hacia arriba a tomar el agua a gusto; demasiado tengo sed.
– Para qué vas a tomar agua; vamos a tomar tereré.
– ¡No! ¡Bárbaro! No conviene estar reunidos en estos casos. Después de esto la policía va a
levantar polvareda en busca del chico Peralta.
– ¿Y a nosotros qué? A estas horas quién sabe dónde ya estará el Chico Peralta.
– No seas tonto, compañero. En estos casos cualquiera cae preso.
Kalaíto, Victoriano, Albertano y Bernardino, popularmente llamados Vitó, Tano y Naíno,
jovencitos que apenas comenzaban a frecuentar las fiestas, se retiraron a sus respectivas
casas a dormir. Kalaíto le encontró a su madre esperándole con la vela encendida. Ella se puso
contenta al ver de regreso de la fiesta a su hijo porque había escuchado los tiros y le dejó muy
preocupada.
– Le apuñalaron a Ulógio Miranda; creo que ya se murió, y también fue herido de bala Niká –
dijo Kalaíto empezando a relatar a su madre lo sucedido.
En la mañana temprano ya se le vio a Kalaíto cuando era llevado por la policía. Pronto corrió la
versión de que el comisario había afirmado que fue Kalaíto el que cometió la desgracia; que él
inició el bochinche al meterse con novia ajena y por su culpa pasó todo lo que pasó; por eso –
dicen que dijo el comisario – que él debe pagar por todo.

Al enterarse de esto el cura Pa’í Medina fue a averiguar mejor. El comisario le dijo:
– Este individuo es el causante; es un tipo sospechoso luego.
– Usted comisario sabe muy bien quién fue el autor. ¿Por qué no se va a apresarle?
– No pues Pa’í ¿usted cree que es fácil apresarle a ése; no sabe acaso que es más ligero que
un gato?
– Ah sí, y entonces le va a culpar a este pobre inocente ¿verdad?
– Ah no, procreador de inocentes, es lo quiso decir usted Pa’i.
– No, eso que le dije es lo que exactamente le quise decir.
– Usted Padre, no sabe de estas cosas. Piensa que son todos santos estos malandros.
– No es así, sé mucho más que usted.
– Ah sí pues tiene muchas bocas y oídos el confesionario, ¿verdad?
– Sí señor. Tiene muchas bocas y oídos; ¿y qué hay por eso?
El comisario se calló y entonces el cura salió sin despedirse. La madre de Kalaíto llegó con
lágrimas en los ojos.
– No creo que mi hijo haya hecho, cuando volvió a casa me contó todo lo que pasó y después
se acostó a dormir tranquilamente hasta el amanecer.
– Muchos declaran contra él. Voy a ver cómo le saco de este enredo – dijo el comisario –, no le
vayas a meter en esto al Pa’i ni al Juez, porque eso va a hacer más difícil su situación, yo soy
el único que le puede salvar de esto. Tenés que saber bien eso.
– Yo no le meto a nadie y confío en usted.
– Si es así está bien, vaya tranquila a esperar a su hijo.
Dos días después ya se le vio a Kalaíto cuando subió esposado y con guardias a un transporte
público, con destino a la capital departamental.

CAPÍTULO VI

“Vengan, compañeros;
lamentemos juntos nuestras vidas.
Y no la sequen, que corran las lagrimas”

Así cantaban los hombres entristecidos en la cárcel esta vieja canción paraguaya de protesta
social; ¡y con qué sentimiento lo hacían! Esto trajo a la memoria de Kalaíto a don Nemecio más
conocido como Mecho-Tapití, un viejo alto, de grandes y trasparentes orejas, cuyo marcante
era, por eso mismo: “Conejo”. Le recordó porque cuando don Mecho escuchaba la nostálgica
guarania titulada “Panambi vera” siempre se incorporaba en su asiento y alzando la voz decía:
“Oh… brillante mariposa. Vos tenés el poder de arrancar lágrimas al más hombre de los
hombres”; y proseguía: “Recuerdo tan bien cuando en la batalla de “Pirizal”, en una noche de
tregua, en la trinchera, dos guaireños se pusieron cara a cara en la tuca y comenzaron a cantar
esta canción. En esa época era nueva todavía. Allí me dijo mi compañero Luis Cabrera: –Si no
tuviéramos algo entre las piernas hubiéramos llorado, compañero–. Por vergüenza uno del otro
no habremos llorado juntos en esa fosa en aquella ocasión”.
Kalaíto no se daba cuenta de la causa de este recuerdo, pero sucede que ahora él estaba casi
en la misma situación. Estaban todos juntos en un galpón con piso de tierra, calentándose
alrededor del fuego. Había quienes contaban casos y quienes dormitaban. Se acercó a él un
tipo de cara inclinada y le preguntó:
– ¿Por qué te trajeron aquí, hermanito?
Kalaíto le miró bien la cara un buen rato, sin saber qué contestar.
– ¿Se te murió el tipo a quien le diste el tuke?
– No.
– ¡Aää! Entonces tu caso no es grave. ¿Violaste mujer?
– No.
– Entonces, ¿qué? ¿Le llevaste de su casa a escondidas?
Kalaíto sólo negó con la cabeza porque se dio cuenta que estaba ya a punto de llorar. Luego
contestó:
– Mañana te voy a contar.
– Y bueno. No te pongas triste, hijo. Este es lugar de hombres. Muchas cosas vas a aprender
aquí.

Kalaíto se encontró sin poncho; entonces se acostó nomás ya cerca del fuego para calentarse
las plantas de los pies. Se tapó el cuerpo con el silencio de la noche. Con las últimas llamas de
la fogata vio a todos sus compañeros acurrucados; algunos con las manos entre las piernas;
otros con la boca abierta, roncando, hablando en sueños; todos esparcidos por el piso.
Se acercó junto a él Losanto Aguilar montado en su melado, caballo arisco, de cuello muy
encorvado. Acariciando el pelo de su caballo le dijo:
– Pronto va a correr una carrera contra el saino de Ruperto [Lupé]. Hacéme pues el favor de
bañarle aprovechando ahora que estás en el agua.
– Cómo no… – le dijo Kalaíto – desensillá nomás y pasame.
Al entrar en el remanso del arroyo el caballo se resbaló y Kalaíto, que entró montando, se
zambulló con él. El hecho asustó al animal que salió del agua bruscamente y se echó a correr
en forma desesperada, desbocado, hasta casi perder el aliento; pasó por campos, montes y
muchos cruces de caminos. La alocada carrera le llevó a Kalaíto a una verdadera
desesperación; apenas pudo sujetar al animal metiéndole en un grupo de caballos que se
hallaban reunidos en el campo. Pero resulta que allí estaban muchos señores discutiendo a
gritos.
– Ganó ese brioso ruano, no hay nada que decir.
– No pues, ese sólo ganó el camino de su casa. Kalaíto hizo trampa; se adelantó en la largada,
yo le vi.
Al instante vio brillar en las manos de Losanto un revólver y escuchó que decía:
– Dejate de decir pavadas, bandera de cura como te dicen por allí por lo pálido que sos; este
muchacho nunca te va a hacer trampas. Estúpido. Cerrá ya la boca y desaparecé de acá.
Cuando la discusión fue generalizada y se convirtió en un enredo peligroso, Kalaíto tomó el
tren que pasaba. Durante el viaje por la llanura fue mirando interminables campos. De repente
nomás le vio a Uló Miranda que bien apintonado iba dormitando en un asiento cercano. En
seguida nomás le vio también a don Polí, su padrino, y tal vez porque se puso muy alegre o por
miedo se le acercó y le dijo:
– A lo mejor en este campo está esa tu vaca níla que se te perdió, padrino; por qué no nos
bajamos a llevar.
– Tenés razón, mi hijo. Vamos a bajarnos.
Cuando terminaron de bajarse escucharon el toque de la campana de la estación. La pitada del
tren al comenzar a moverse, Kalaíto ya no escuchó. Un compañero de la prisión le había
volteado con el pie para que se despierte. En sus ojos se veía que estaba muy sorprendido.
En ese momento un barrigón gritaba en la puerta del galpón:
– Dos para la olería del señor Delegado. Al arrozal esos yuteños de “causa grave”. En la cocina
se van a quedar esos dos rateros guaireños. Esos dos albañiles que hablan como porteños se
van a la obra que es para la casa del señor Delegado y ese mitä’i que vino recién que venga
aquí inmediatamente.
– Rápido… rápido… a moverse, si no quieren recibir el látigo, porque hoy amanecí mal.
– ¿Su nombre?
– Calixto Romero.
– ¿Qué quiere?
– Y… usted me llamó.
– Cómo que usted me llamó, tonto. Quiero que me bautice, se dice.
– He!
– ¿Cómo que he? Diga pues.
– Quiero que me bautice –.
– Bueno, tronco incline, rápido.
Le dio tres latigazos por la espalda.
– Siga pues. Camine delante de mí –. Le volvió a pegar mientras se iban.
– Entre allí. En esa puerta –.
Un viejo canoso y de grandes ojeras, le tomó declaración: nombre, apellido, procedencia,
padre, madre, profesión y al final:
– ¿Por qué te trajeron?
–Yo no sé.
– Ah, sí… desde luego que aquí nadie sabe por qué viene; solamente yo les tengo que
informar, y a vos también te voy a informar pendejo descolorido, lame tierra. ¡Rotela…!
– Ordene mi inspector.
– Tráigame mi amansalocos.
– A su orden mi inspector.
Enseguida nomás vino entrando Rotela (un soldado de la edad de Kalaíto más o menos)
trayendo un látigo hecho de verga de toro resecada, de buena envergadura.
– ¿Ves esto? Con este yo les tranquilizo a los locos, a los tontos les pongo bien el juicio, les
hago hablar a los mudos y a los charlatanes les hago callar. ¿Querés probar vos también?
– A mí me trajeron por la muerte de Ulogio Miranda.
– Vos le mataste, ¿verdad?
– No fui yo. Niká Peralta le mató.
– Y vos le ayudaste a ese malevo ¿verdad?
Kalaíto se calló, entendió que eso era mejor. Acaso el Chico Peralta necesitó de él para
matarle, si hasta al hermano de Uló casi le mandó al otro mundo y delante de un montón de
gente. Estas razones le vinieron a Kalaíto en su mente. Por eso prefirió callarse.
– ¿Qué sabés hacer?
– Sé hacer de todo.
– Bueno, ahora cuando vengan tus papeles vamos a ver tu caso. Rotelaa…
– Ordene mi inspector.
– Este malevo que se vaya con esos de “causa grave” al arrozal.
– A su orden mi inspector.
Se alegró Kalaíto al saber que uno de los llamados “causa grave” era el moreno petiso de cara
inclinada que la noche anterior le había hecho las preguntas.

CAPÍTULO VII

Desde aquella vez, todos los días apenas llegada la claridad del día, Kalaíto y sus compañeros
se mataban trabajando en el arrozal. Muchas veces al débil Kalaíto se le aflojaban las piernas
en el trabajo duro de abrir canales al agua para regar los arrozales. Desayunaban “cocido
negro”, que así se llama una infusión de yerba mate quemada, más tarde tomaban tereré,
refresco que consiste en yerba mate cebada con agua fría y comían diariamente insípido caldo
de porotos.
– ¿Es así siempre la comida aquí? –preguntó Kalaíto a sus compañeros.
– No siempre – le contestó Kilí, el menor de los “causa grave”. – Hay días que se olvidan de
nosotros y en esos casos comemos “nada con saliva”.
– Eso para variar – agregó Anatá, el hermano mayor y se cagaron de risa.
A pesar de todo Kalaíto no pasaba tan mal. Sus compañeros de trabajo eran unos tipos duros y
muy firmes. Lo primero que hicieron fue aconsejarle diciéndole:
– No tenés que ser blando con estos soldados insignificantes, no le demuestres miedo.
Estando preso no te pueden volver a apresar y todos tenemos entre las costillas huecos para el
puñal. Por tanto, no nos pueden presionar demasiado, no somos mbejú para que nos aprieten
los bordes.
Estas advertencias ellos hacían escuchar a cada rato a sus guardias. Los soldados no se les
acercaban mucho, pero no apartaban la vista de ellos en ningún momento, ni para matar
mosquitos, sólo cuando pestañeaban dejaban de mirarles.
Una siesta, mientras descansaban después de comer, les preguntó Kalaíto:
– ¿Por qué se les dice a ustedes “causa grave”?
– Le tukeamos a tres tipos que por lo visto tenían la vida frágil y se les escondió el sol.
– ¿Y por eso nomás?
– Sí, pero aparte de eso dos soldados que durante la pelea se escondieron por cobardía; se
hicieron heridas después para aparentar que intervinieron y le engañaron al jefe diciéndole que
nosotros les herimos.
– ¿Y por qué no se escaparon de la policía?
– Y… nos enredamos. No pudimos salir pronto de nuestro valle. Allí hay muchos cagones que,
para ponerse bien con las autoridades, nos denunciaron.
– Yo creo que nos enredamos porque ese uno se nos quedó boca abajo; a lo mejor por todas
esas cosas.
– Y eso fue por culpa de Pilá, ese rengo pelotudo, que vino a tirotearnos justo cuando
estábamos por darles vuelta a todos los elfinado para dejarles boca para arriba. Y vos también
fuiste flojo en ese momento.
– ¡Qué puta! Casi-casi sí que nos liquida.
– Ahora cuando salimos de aquí vamos a ir a hacerle mirar el dedo gordo de su pie a ese tipo,
por estúpido.
– ¿Y por qué llegaron al enfrentamiento con esos tipos?– siguió preguntando Kalaíto.
– Nos menospreciaron esos miserables, quisieron burlarse de nosotros, estaban echándonos
indirectas y finalmente nos insultaron. ¿Cómo es que dijo ese uno que se hacía del sabio, Kilí?
– Ah, y ese dijo: “antiguamente en nuestros país todos los apellidos eran guaraní: “Jerutá”…
“Pirijú”… “Chambyké”… “Pindurá”… etc. Después don Carlos Antonio López ordenó que se
cambien todos, y que por ejemplo Pindurá se cambió a Espíndula.
– ¿Entendés lo que quiso decirnos? Que nosotros éramos indios, descendientes del indio
Pindurá, porque nuestro apellido pues es Espíndula.

Kalaíto parecía aceptar esas razones con gestos de aprobación moviendo la cabeza pero se
quedó pensativo mirando el suelo. En esos momentos recordaba sus propias palabras,
aquellas dichas a sus compañeros de infancia: “Allá nadie se burlaba de mí. Nadie me decía ni
“Kalaíto Pombéro” ni “Comadreja empachada”. Me llamaban por mi nombre verdadero y eso
nomás luego ya me sirvió para levantar cabeza. Me dieron trato de persona normal, digna.
Significa mucho que un semejante te ponga en su nivel; que… nadie te haga de menos”.
Cuando aquella noche les hizo escuchar a sus compañeros de infancia estas palabras, a él le
había parecido que a todos ellos les había dado una bofetada porque todos se quedaron
silenciosos y pensativos mirando el suelo; después le había parecido a él que todos se
quedaron con vergüenza por el trato que le habían dado en su infancia. Agarró una pajita con
la que se puso a limpiarse los dientes y se acordó de los sufrimientos que él había pasado
siendo niño, era el hazmerreír de todos. ¡Y cómo se burlaban de él! Ante aquellos ataques
gratuitos e injustos que latigaban su corazón, Kalaíto sólo podía responder mostrándose
intratable, huraño, de malhumor, porque se encontraba en una situación de total indefensión.
Ahora concentra su pensamiento en estas ideas: “Qué importante es había sido nuestra vida
pasada, nuestra conducta anterior y también nuestro origen. Esto, recién ahora entiendo.
Nuestra forma de actuar y nuestra vida presente, por lo visto, están muy fuertemente unidas a
esas cosas. Ésas vienen a ser nuestra raíz y tronco, lo que somos hoy es apenas la rama.
Seguramente por eso el que tiene un pasado oscuro es desconfiado y el que es acomplejado
cualquier cosa toma a mal. Por lo visto no dice de balde Losanto Aguilar cuando dice: “El varón
para ser hombre no debe dejar que su conducta esté en boca de la gente”. Qué difícil fue para
mí llegar a entender esto”.
El sol se iba zambullendo en el horizonte. Las nubes que le cubrían se volvían de color amarillo
fuego. En los lugares por donde ya habían pasado, en las capueras, se concertaban cantando
las perdices. Las bandadas de loros se retiraban bulliciosas hacia los lejanos montes donde
van a dormir. Kalaíto y sus compañeros de prisión se iban subiendo a la ciudad, pasando entre
inclinados ranchitos de los barrios pobres. Unos niños flacos y de ropas rotosas hacían como
que descansaban de sus tareas de acarrear agua para mirarles al pasar. En el camino se
cruzaban con gente que se hacían como que no les veían para no saludarles; se cruzaban
“como si fueran animales”, violando la costumbre del saludo obligatorio. Es que también algún
motivo había: el miedo, porque los soldados venían pisándoles los talones, con la trompetilla de
sus fusiles cargados a pocos centímetros de sus nalgas.
En esos mismos momentos llegaba Anselma a su casa trayendo agua del manantial. Encontró
a Vitó, Tano y Naíno, hablando con su madre. Escuchó que Vitó decía:
– Mañana vamos a irnos a hablar con el Pa’i Medina para ver si él se puede ir a verle a Kalaíto
y revisar sus papeles; por eso queremos saber si es cierto que ustedes se fueron a acusarle a
Kalaíto diciendo que él fue el culpable de todo lo que pasó, para alivianarle su culpa a Niká.
– Chéma, vení acá – le dijo su madre a Anselma– que estos jóvenes escuchen de tu boca todo
lo que quieren saber. Decime, ¿qué tenés vos con ese muchacho?
– Nada, completamente; se me declaró él y nada más.
– ¿Y con ese tipo borracho? Dios mío, esta mi boca, me olvidé que ya se murió ese prójimo.
– ¿Por qué pikó me tenés que preguntar eso mamita? ¡Uuui…! .Es como si le estoy viendo, con
los labios caídos y el vaso de caña en su mano.
– Ya escucharon muchachos. Todas esas cosas que se dicen por ahí son cuentos que hace
correr ese comisario cobarde para tapar su inutilidad. Se sabe luego que por haragán nomás
entró en la Policía.
– ¡Qué cosas feas están pasando en nuestro valle! – les dijo Vitó a sus compañeros, ya por el
camino de regreso.
– Al final hacen lo que quieren nomás ya luego estos arribeños que vienen de autoridad en
nuestro pueblo – agregó Naíno –. El también no hace mucho que probó el látigo por causa de
una serenata sin permiso.
Se sentaron a hablar sobre unos gruesos rollos de madera. El Pombero, duende de la noche,
andaba silbando alrededor de ellos. La luna, desde el centro del firmamento, derramaba su luz
sobre el campo y los árboles del monte. Las vacas, todas juntas, estaban acostadas mascando
sus reservas de coco. Los teros (tetëu) trinaban alarmados en los fríos humedales.
Esa noche Kalaíto no pudo dormir de los ruidos molestos de su barriga causados por el hambre
que tenía. Para hacer pasar la tristeza se puso a pensar en Anselma. “…Por qué será que me
rechazó. ¿Será que me equivoqué al decir o me enseñó todo mal Peru’i? (…) No ha de ser. Él
es un buen poeta y cuando se pone a hablar te puede dar la vuelta y ponerte al revés. Dicen
que sus versos se cantan en todas partes. Se dice que es mejor poeta que el mismo Flaminio
Arzamendia. Vaya uno a saber, porque Arzamendia les dice demasiado bien a las mujeres, con
mucho sentimiento. Andá a ver si encontrás algo mejor que este que dice: “A dónde iría a parar
/ esta angustia que me agobia. / Si volvieras tu mi querida / y me volvieras a querer. / Mi
quebranto iría a enterrar / sin importar que se pudra. / Y le pondría como cruz / un girón de mi
sonrisa”. ¡Qué puta! No hay mujer ingrata que pueda aguantar esto. Este Kilí parece ser un
arriero de mucho mundo. Le voy a pedir que me enseñe una buena forma de declaración de
amor; él tiene que saber. Estos sufrimientos, mi querida Anselma, solamente vos me vas a
tener que pagar. En mis brazos tenés que florecer alguna vez. Eh… ¿y esa música? ¡Ah! ¡Qué
bien! Los muchachos están bailando cerca de aquí. Voy a escuchar: “Hoy por tu culpa debo
dejarte porque desprecias mi voluntá, como recuerdo aquí te dejo en estos versos todo mi
amor. Desde tan lejos que yo he venido. Hoy nuevamente debo volver. Para que quede tu
hermosa vida en otros brazos a florecer.”
¡Oh…! “Bahía Negra Poty” (7): casi casi pintás mi situación. Quiero escuchar un poquito más.
Traéme pues otra vez viento amigo.”
Se acomodó sobre su estera de pirí. Al rato nomás ya le vio sí que a Uló Miranda, montado en
su malacara, que iba al galope. Le pareció que le llevaba en ancas a Anselma. A la fuerza le
está llevando ese tipo sinvergüenza, dijo él. Le siguió un poco pero se cansó, y les perdió de
vista. Se puso tan triste que le pareció que le salía el corazón. En ese instante le alcanzó el Pa’i
Medina:
– “No le sigas, mi hijo; esa mujer se va porque quiere nomás.
Niká les salió al paso, puñal en mano:
– ¿Hacia dónde se fueron? – preguntó.
– Porque quiere irse nomás se va tu hermana – le dijo Kalaíto.
– No importa, aunque así sea, de los Peralta nadie se va a burlar –. Dijo Niká y pronto se perdió
en el camino.
CAPÍTULO VIII

Amaneció un día muy lindo. Todos los lapachos estaban en flor. Los yuyos también florecían.
Tanto el campo como el monte estaban muy verdes por la renovación del pasto y la época de
brote. A la distancia se veían los azulados cerros como pintados por la mano del hombre. El sol
salió deslumbrante entibiando con sus rayos la piel de la gente.
– Padre: le hace decir que pase, por aquí.
El Delegado de Gobierno se levantó para estrechar la mano del Padre Medina.
– ¿Qué le trae por aquí, Pa’i? ¿Qué hay de nuevo por su pueblo?
– En mi pueblo, aunque hay algunas cosas malas, hay más alegría y amor. Nuestro Señor es
misericordioso, no deja que sus hijos caigan en las trampas de Satanás y si alguno cae, lo
vuelve a sacar. Vengo a ver a ese muchachito a quien le trajeron de balde y traigo unos
papeles enviados por el señor Juez de Paz al Juez superior de esta ciudad, escritos sobre la
muerte de Eulogio Miranda. Es importante que sepan que a ese joven le mató un tal Nicasio
Peralta y solo, sin que nadie le ayude. Así está dicho en este documento por los testigos, tres
señores que nunca van a mentir. Por tanto a este pobre chico le tiene usted acá sin que haya
hecho nada malo. Es necesario que le ponga en libertad.
– Está bien Pa’i; si usted me dice eso, ha de ser cierto.
– No es porque yo lo diga. Es cierto porque dicen los testigos que han visto.
– Y bueno, mañana le voy a mandar junto al Juez, él sabrá qué hacer. A Romerito le puede ver
esta tarde; ahora le ocupé un rato a mi casa.
Ese mediodía le trajeron a Kalaíto del arrozal. Los policías que fueron en busca de él ya le
contaron las novedades por el camino. Al llegar, le habló el jefe:
– Andá bañate bien, ponete la ropa limpia que se te va a dar, vas a comer y le vas a esperar a
un señor que va a venir junto a vos.
– Que no escuche después que te quejaste; que le dijiste que vivís mal; que te hicimos trabajar
y esas cosas. Tenés que hablar como hombre si querés salir pronto de aquí. Sólo chillan los
hijos de viejas. ¿Escuchaste?
– Escuché bien.
– Bueno, vayan a buscarle ropa y después escuchen que le dice al pa’í.
Kalaíto saltaba de alegría y hablaba solo: “Me andaba luego temblando el párpado izquierdo y
la noche pasada le soñé tan bien al viejo perro de mi padrino. Me parece que hace tanto tiempo
que vine acá y pensar que hacen sólo dos meses. Mi podre madre estará preocupada por mí.
Mi chancha ya habrá tenido sus crías. Ya es tiempo se sembrar… y esa mi chacra… no
alcancé a limpiar. Y pensar que me trajeron de balde estos mierda… Yo estaba durmiendo, me
despertaron y me trajeron como si me hubieran agarrado en medio de un bochinche. Eso es lo
que más me duele. ¡Carajo!
– Buenas tardes, Pa’i, la bendición.
– Buenas tardes mi hijo, que Dios te bendiga. ¿Cómo estás? Sentate pues.
– No estoy mal Pá’i.
– Traigo muchos encargos. Tu madre te manda saludos y bendiciones, tus amigos te mandan
saludos, todos te extrañan.
– Ah sí, ¿y qué hay de nuevo en nuestro valle?
– Nada en particular, estamos como siempre. Allí traje el documento que se escribió sobre la
muerte de Uló. Están las declaraciones de Nemesio Salvatierra, José de los Santos Aguilar y
Pedro Pablo Quintana. Ellos cuentan cómo ocurrió exactamente la desgracia. Por tanto te han
de poner en libertad.
– Y puede ser, ojalá. Usted sí que sabe bien Pa’i que yo no hice nada malo.
– Así es, mi hijo, y todos los testigos también saben.
– Entonces, ¿por qué esta gente me hicieron esto Pa’i?
– No solés escucharme en la iglesia cuando digo que el diablo tiene muchos seguidores. Y es
la gente mala. Esos son.
– Y Dios, ¿por qué deja que pase estas cosas?
– Dios nos prueba. Él quiere saber si cuando estamos en problemas le seguimos teniendo fe.
– Ahh… entonces Dios me probó demasiado bien esta vez. Yo no entendía muy bien estas
cosas, por eso es que pensé que Dios se olvidó de mí o que estas cosas malas se le escapan.
– No, no es así. A él no se le escapa nada absolutamente; sólo permite que estas cosas
ocurran para conocer nuestro corazón.
– Qué notable, pero que corazón duro que tiene. Vamos a ver si me saca de acá.
– Te va a sacar si le tenés fe. Tenés que rezar mucho mi hijo.
– Voy a rezar Pa’í porque quiero salir de este infierno. Aquí no hay alegría ni compasión por el
prójimo. Los animalitos del campo se tratan mejor entre ellos que nosotros aquí.
– Es una gran cosa lo que acabás de decir mi hijo, voy a repetir en la iglesia, en mi sermón,
para que se sepa; a lo mejor así los vecinos de Mbatoví y otros lugares se aman un poco más y
dejan de lado las maldades.
– A mi mamá nomás no quiero que le cuentes nada, Pa’i.
– Ya sé, entiendo. No te preocupes.
Casi no le salieron las palabras a Kalaíto cuando le pasó la mano al Pa’í Medina, en la
despedida. Al trasponer la puerta, lo último que vio fue la tonsura del Pa’i. En ese momento le
chorrearon las lágrimas. Y por vergüenza de sus compañeros entró al baño y se quedó allí un
buen rato.
Días después, una mañana temprano, fue llevado ante el Juez del crimen. Le hicieron sentar
frente a la mesa y mucho tembló allí Kalaíto. El señor le miraba de vez en cuando y parecía
que quería preguntarle cosas, pero tenía tanto trabajo que le sobraba poco tiempo. A cada rato
entraba alguna persona a decirle algo despacito. También le traían papeles, le extendían sobre
la mesa y él firmaba sin leer. También hablaba mucho por teléfono, a veces en castellano, otras
veces en guaraní y se reía a carcajadas. A algunas les decía que eran lindas y que les
extrañaba y a otras que son ingratas porque hace mucho que no vienen a visitarle. Cuando su
secretario entraba a decirle algo, el Juez se molestaba y le decía: “No ves acaso que estoy
ocupado, que espere, decile que estoy en audiencia”. Después entró una mujer de pantalón
blanco muy ajustado y con los tití casi a fuera, con el pelo negro y enrulado como una negra
brasileña; tenía enormes y oscuras ojeras, y a Kalaíto le recordó la vaca hosca de Losanto, que
tiene unos ojos grandes y amenazantes. Se retorcía todo delante de él y el Juez estaba
derretido. Le llamó al secretario y le dijo: “Vení, tomale la declaración a este muchacho; yo voy
a salir. Si alguien pregunta decile que por trabajo urgente no puedo recibirle a nadie hasta
mañana”. Abrió una puertita disimulada y desapareció hacía el patio.
– ¿Qué es esto? – dijo Kalaíto al salir del Juzgado–; me preguntaron de todo, averiguaron
hasta la maleta de mi abuela y no me preguntaron cómo murió Uló. Así como van las cosas, ya
veo que voy a salir.
Tres días después se le llevó ante el jefe, y éste le preguntó:
– ¿Ha de tener tu papá 50.000 guaraníes para que se te ponga en libertad?
– Yo… no sé luego quién es mi papá.
– ¿Y tu mamá?
– A mi mamá sí, le conozco.
– Estúpido, te pregunto si ella va a tener la plata.
– Ah, no, si es para eso… no va a tener. Ella es demasiado pobre y encima tiene muchos hijos.
– Entonces, ¿quién puede pagar por vos?
– Nadie, no sé... Iba a decir “mi padrino Polí”, pero se aguantó.
– Entonces vos, por aquí nomás ya vas a vivir.
Le mandaron de vuelta al arrozal a trabajar un buen tiempo. Luego, una mañana fue alzado en
un camión con muchos otros muchachos y remitido a Asunción, a prestar el servicio militar
obligatorio.

CAPÍTULO IX

En Mbatoví se le esperaba a Kalaíto de un momento a otro ansiosamente, cuando llegó del


pueblo Naíno con la noticia de que fue enviado a Asunción. Había entrado a comprar algunas
cosas en la tienda de don Solano y él mismo le contó.
– Él sabe todito, cómo y por qué – dijo Naíno –. De modo que no es de balde que doña
Rosaria amaneció al siguiente día en la puerta de don Solano.
– Tenés que estar contenta – le dijo – porque tu hijo ya salió de lo peor. Nosotros le sacamos
de la cárcel; ahora se fue al cuartel para hacerse hombre; él pues todavía luego no tiene su
baja.
– Él angá nikó no se había ido al cuartel porque tiene pies planos; le dijeron que no servía para
soldado y le largaron, ¿y ahora…?
– Ahora ya están bien sus pies, camina muy bien.
– Ea! ¿Cómo se entiende eso? Además él es hijo de madre soltera, es mi sostén, y se suele
decir que por eso no tiene que ir al cuartel.
– No es cierto. Los hijos de madre soltera se van también. Al contrario, son ellos los que tienen
que irse, para aprender a ser hombres; que estén bajo mando de hombres. Ustedes las
mujeres pues les quieren muy mal a sus hijos varones; les malcrían demasiado.
De allí se fue doña Rosaria a la iglesia, se arrodilló, rezó mucho y lloró ante la Virgen de
Caacupé.
Losanto fue a tomar tereré con don Lekécho, y doña Taní se puso a contarle cosas. Allí se
enteró que Niká llegó a hablar con don Solano antes de irse; sólo que no se sabía si le habló o
no sobre el asunto de la tierra. Circulaba también por la vecindad la versión de que Uló vino a
esa fiesta, acompañado de tres capangas, para armar escándalo a propósito; pero sus
acompañantes se emborracharon primero que Uló, y que por eso pasó todo lo que pasó sin
que ellos se dieran cuenta siquiera.
Kalaíto veía cuando era niño cómo pasaba volando la bandada de pájaros cuarteleros en
estricta formación y le escuchaba a su madre decir: “Ya se van los cuarteleros. Cuando veo a
estos pájaros no quiero que mis hijos varones crezcan. No quiero verles cuando se van al
cuartel”. Por todo eso su madre solía mimarle mucho a Kalaíto. Cuando no quería comer poroto
le fritaba cebollas o huevos. “Los varones son muy sacrificados en la vida; en el trabajo están
bajo el mando del patrón; en el cuartel son tratados con rigor por las autoridades y si se casan
con alguna bruja, pasan mal toda la vida”, le solía decir doña Rosaria a su comadre Rosenda y
agregaba: “Nosotras las mujeres, nunca tenemos jefe comadre. Por eso yo les mimo mucho
más a mis hijos varones. El hombre sufre rigores y castigos. Cuando hay guerra con otro país
ellos tienen que ir a morir por la patria, y cuando los políticos hacen enfrentar a la gente entre sí
por sus ambiciones personales, también tienen que ir los hijos de los pobres a pelear; porque
fijate nomás comadre, los hijos de los poderosos nunca van a pelear por nada.
Estas conversaciones no le llamaban la atención a Kalaíto. Nunca le pareció que fueran
importantes. Recién ahora se da cuenta de que no eran sonseras. En ese momento Kalaíto no
entendía muy bien si era tristeza o añoranza lo que sentía. Sólo sabía que le necesitaba a su
madre, pero aún así no tenía un minuto de tiempo para sentarse a pensar y rememorar cosas
de su valle. Sus compañeros eran traviesos, jugaban todo el rato, pero sus jefes eran muy
apurados; todo lo que ordenaban se tenía que hacer pronto, ya nomás; tenían que moverse los
soldados, los reclutas, todos hijos de pobres; siempre hablaban en voz alta, gritando y por el
más pequeño error les castigaban.
Esa noche como si estuviera despierto vio que venía Anselma Peralta a decirle:
– Ahora recién vas a ser hombre. Yo te voy a esperar. – esto le comentó a Naíno cuando le
encontró en la cabecera de una chacra y éste se rió mucho de él.
– Te va a esperar, sí, con un hijo en brazos – le dijo y se cruzaron–. Kalaíto caminó un poco
más y se encontró en la Argentina, en Misiones. Allí encontró a todos sus antiguos compañeros
de esos yerbales y se alegraron, festejaron el encuentro. – ¿Por qué volviste tan pronto mi
estimado? – le dijo Aparicio Acuña, un guaireño que habla muy entonado pero guapo como él
solo en las tareas agrícolas.
– Le di un tuque a un tipo y se me murió – dijo Kalaíto.
– ¡Oh carajo! , entonces vos venís con una hazaña.
– No, no fui yo, arrimaron nomás por mí.
– Ah no, eso se suele decir nomás luego, contanos si que ya cómo hiciste.
Sonrió Kalaíto y comenzó una larga narración de mentiras. Para aquel tiempo él ya aprendió
que con el arriero fantasioso se divierten los demás, siempre que sepa acomodar sus
fantasías. Narró la hazaña de Niká exactamente como ocurrió pero poniéndose él en el lugar
de Niká. Después de purear un largo rato sacó un puñal de colorido cabo y le dijo a Aparicio:
– Dicen que vos sos un valiente Acuña, te entrego esto para que seas más valiente –. Los
demás arrieros se quedaron boquiabiertos mirándole. Y uno de ellos salió a preguntarle:
– ¿Y cómo lograste escapar de la justicia?
– Ese es un cuento largo – les dijo Kalalíto –, ahora voy a orinar un rato y vengo a contarles.
En ese momento se despertó; se encontró en otro lugar absolutamente distinto y ni sabía
dónde, y para colmo le dolía la barriga. Se acordó que el día anterior se le hizo tomar un
purgante. Necesitaba urgentemente ir a la letrina. Se sentó en su cama, carraspeaba y gemía;
ya estaba por cagarse todo encima cuando apareció un compañero que le mostró el camino del
baño y fue a sentarse en cuclillas; así estuvo tan largo rato hasta que se le adormecieron las
piernas y se quedó tan lánguido que apenas podía sostenerse.
Un tiempo después mejoraron de aspecto Kalaíto y sus compañeros; ya se les veía con color
en la cara. Recién entonces empezaron a ejercitarse en el uso de las armas. Kalaíto estuvo
muy contento con el fusil que le dieron; pronto aprendió a conocer, a desarmar, limpiar y a usar
el arma. A cada rato revisaba, aceitaba, lustraba y de tanto apreciar esa arma hasta lamía.
Una mañana vino a hablarles el jefe militar. Les dijo muchas cosas lindas. Les explicó la
función y la misión del soldado. Qué significa la patria. Por qué tenemos que amarla y cómo
hay que defenderla, y al terminar les dijo:
– Sobre las huellas de nuestros abuelos y de nuestros padres, combatientes de las guerras del
70 y del Chaco, vamos a ir caminando. Si es necesario morir, tenemos que morir por la patria.
En este lugar sólo caben los que son bien hombres. Aquí no tienen lugar los cobardes. La
patria sólo llama a los valientes y aquí están ustedes, porque en ustedes confía.
Los muchachos se sintieron tan orgullosos que era como si llevaran en la cabeza la gorra del
Mariscal Estigarribia. Se les cambió hasta la forma de caminar. Hasta el soldado más
enclenque cambió su modo de ser. Al acostumbrarse a la nueva vida Kalaíto comenzó a
sentirse contento y eso le quería hacer saber a su madre pero no sabía cómo. No había gente
que iba a su valle y por lo tanto sólo podía hacer por medio de cartas, pero él no sabía dibujar
ni las huellas de una gallina. Aunque se fue a la escuela, allí no aprendió nada. Le era
demasiado difícil el castellano y la maestra por nada del mundo quería que se hable en
guaraní, hasta les pegaba a los niños por eso. Sus compañeros soldados eran prácticamente
iguales a él, pocos eran los que sabían escribir y ya no querían hacer gratis las cartas, sino a
cambio de algo. Entonces Kalaíto empezó a robar azúcar, galleta y todo lo que podía. Cuando
llegó a tener una buena partida le ofreció a un compañero a cambio de que le escriba una
carta.
Al fin quedó tranquilo y vio la gran importancia de la lectura y la escritura. ¡Qué maravilla! se
decía; “todo lo que querés decir podes poner en el papel y mandar. Cuando le llega a la
persona abre y lee, y es como si vos mismo estuvieras allí hablándole. Lo que quiero saber es
por qué no se pueden escribir las cartas en guaraní; ¿será que no es posible? Y la otra cosa
que quiero saber es por qué yo no aprendí nada en la escuela. Yo había aprendido algo de la
lectura pero me olvidé todo otra vez y ahora encuentro que hace falta, que se necesita”.
Meditando sobre estas cosas esa tardecita se puso triste de nuevo y al ponerse el sol en el
horizonte le pareció oír el llanto del urutáu, pájaro nocturno cuyo canto se perece al llanto de
una persona.
Esa noche quedó de centinela en un puesto de guardia hacia el fondo de su regimiento debajo
de un gigante eucalipto. Suele ser larga la noche en esos casos y había muchos mosquitos.
Los oficiales les daban instrucciones tales como que: “Si en la noche ven algo que se mueve
tienen que ordenarle “ALTO”, si no se queda hay que dispararle sobre la cabeza y si sigue
moviéndose hay que darle un tiro en el ojo mismo, no importa que sea vaca, Pombero o algún
tipo borracho”. Para combatir la ansiedad Kalaíto empezó a fumar. Ahora ya se ve obligado a
robar también alguna cosa para poder comprar el cigarrillo. Aquella noche se dio cuenta de
algo que nunca le había llamado la atención: “¡Qué manera de ser oscura tiene la noche y qué
claridad impresionante tiene el día! ¡Qué diferentes son!; cuando uno observa la noche no
puede ni imaginarse que todos los rincones se van a llenar de claridad al amanecer. Con razón
se dice: son diferentes como el día y la noche”.
Le impresionó también el gran silencio de la noche. Imaginó que todos los animales dormían
porque se llamaron a silencio; que todos los habitantes de la tierra estaban dormidos y que él
era el único que estaba despierto, y por eso se consideraba el centinela de toda la
humanidad. Se sentía observado en silencio por la luna y por todas las estrellas. Kalaíto
empezó a rebuscarse en su interior profundo; se puso a pensar. Conversaba con la persona
que lleva dentro como si hablara con un amigo. Tenía sentimientos variados, algunas cosas
sentía como si fuera niño y otras como si fuera adulto. Le parecía que su vida tenía dos facetas
pero no le era totalmente claro porque por momentos sentía su unicidad. Encontraba en sí
mismo aspectos permanentes, que no cambiaban. De repente recuerda haber escuchado a su
madre decir: “Cuando estaba embarazada de Kalaíto yo pensé que iba a tener mellizos, mi
panza era enorme”. - Tal vez yo haya tenido un hermano mellizo; yo siento todas las cosas de
dos maneras. Lo que es lindo nunca es enteramente lindo para mí y lo que es feo tampoco.
Me parece que a la gente que quiero no le quiero del todo. Las cosas que creo hasta cierto
punto nomás creo. Tengo dos sentimientos y dos nombres. La suerte y la desgracia, la alegría
y la tristeza se turnan en mi vida. Nunca voy del todo a donde voy, ni vengo del todo de donde
vengo. Por ejemplo hace poquito nomás estuve con los muchachos en Misiones. Vi en mi
sueño que supuestamente me fui a decirles una serie de mentiras. Afirmé ante ellos que yo le
maté a Uló. Qué cosa curiosa ¿verdad?
De repente vio que una estrella con larga cola se mudaba de lugar en el cielo y le dio un gran
susto; recuperó el aliento y volvió sobre sí mismo. Al instante escuchó el canto de los primeros
gallos que indicaban la medianoche y también el ruido que hacía el piquete de soldados que le
traía a su reemplazante. Por las dudas Kalaíto empuñó el fusil y observó atentamente. A lo
lejos escuchó rebuznar al burro indicando que exactamente son las 12 de la noche.
Un año después de su ingreso llegó el contingente de reclutas que tienen que reemplazar a la
remesa de los antiguos. Habiendo ya ganado Kalaíto antigüedad y confianza, fue enviado a
trabajar en la casa particular de uno de sus jefes. Allí estuvo cómodamente como en su casa
junto con dos camaradas. Ese jefe era uno de los más formidables que él tuvo en el ejército.

CAPÍTULO X

Doña Estanislaa (Ña Taní) andaba muy inquieta, preocupada.


– Voy a tener que llevarle a esta criatura al médico – le dijo a su marido –; no está bien, duerme
todo de balde.
– Llevale – le contestó don Lekécho. Él es un hombre de poco hablar. Cuando quiere contar
algo siempre se enreda; a cada rato se olvida de las palabras, del nombre de las cosas, de
cualquier cosa. Él dice que en esos momentos “se le van” las palabras; por eso tiene una
muletilla; la palabra “ma’ërä”, una interjección guaraní que equivale a “coso/cosa” que usa de
comodín. Algunas veces construye un rosario de “ma’ërä” nomás ya, y en esos casos sólo él
otra vez entiende lo que quiere decir. Cuentan que una vez vio a un venadito rojo tomando
agua de un charco; al instante le apuntó su escopeta y dijo: “Dale pues señor San Fulano
permitime matar este “coso” y en ese caso te voy a dar su “cosa” para tu “coso” y yo me quedo
con su “cosa”. En ese momento disparó y le acertó debajo mismo de la oreja. Luego él mismo
refirió que lo que quiso decir en la ocasión era: “Permitime Señor San Miguel matar este
venado, así te voy a dar su piel para tu alfombra y yo me voy a quedar sólo con su carne”. Este
caso fue contado por él mismo y además dicen que cumplió el trato al pie de la letra porque no
quería hacerle enojar al santo guerrero.
Ña Taní le llevó al médico a Anselma. Éste, al mirar nomás ya la orina movió la cabeza, agitó la
botellita y dijo:
– Si me equivoco mis orejas no son mías. Vos, niña estás lánguida, ¿verdad?
– Sí…
– Te dormís todo de balde ¿verdad?
– Hace tiempo que anda así y me preocupa – dijo la madre.
– No es en vano, está muy enferma.
– Dios mío… ¿será verdad?
– Sí, esta enfermedad le va a estar molestando durante siete meses y después como un año le
va a estar chupando el cuerpo.
– Pero ¿se ha de curar otra vez? es lo que yo quiero saber.
– Pero para que ni preguntar. Se va a quedar igualito que antes.
– Ojala que así sea. A la Virgen de Caacupé le voy a entregar para su hija si se cura otra vez.
¿Qué remedios tiene que tomar o hacer?
– Tiene que cocinar en su barriga la cáscara de la raíz del árbol de los nueve meses.
– Oh! no…, Dios mío… no ha de ser… ¡esta criatura!
– ¿Cuándo te vino la regla la última vez, niña?
– No me acuerdo.
– Tratá de acordarte.
– Ya hace tiempo.
– ¿Cuántos meses hace?
– Dos o tres, por ahí, pero… a mí así nomás luego se me baja.
– No he de creer mientras no veo, porque esta chica es muy sosegada, nunca fue una
pizpireta.
– Si me querés creer ña Taní, creéme; y si no, esperá un poco que vas a llegar a ver.
– Es cierto eso Chéma, contáme bien ya de una vez.
– Yo, mamá, no entiendo nada de lo que están hablando. ¿Qué querés que te cuente?
– ¿Y quién se acostó contigo? Eso tenés que contarme para que podamos ver la forma de
arreglar esto. Aquí me dice que estás embarazada. ¿Quién es el padre de tu hijo?
– Nadie. Yo no me acosté todavía con ningún hombre. Vos sí que mamá sabés muy bien eso,
¿cómo podés creer lo que te dicen?
– Ña Taní: llevale a tu hija y hablá con ella en tu casa. Si me necesitan estoy a la orden,
avísenme.

******************

El Juez de Paz amaneció de mal humor, como siempre. Es que es un viejo cascarrabias. Él
Nunca habla en tono amable con la gente. Es más amargo que yerba nueva. Acostumbra
carraspear a cada rato y mencionar una supuesta nueva ley que le niega su derecho al prójimo.
Siempre les frena con palabras difíciles, de esas que usan los leguleyos. Tiene la costumbre de
sacarle en cara a la gente, en primer lugar, alguna mala conducta que ha tenido en el pasado;
después arma un feroz enredo para terminar mostrándole una pequeña luz que podría llevarle
hacia su objetivo y allí él instala su trampa. Él siempre saca ventaja de todos los casos.

En estos momentos se presenta ante él Lekecho Peralta, se pone firme con el sombrero ya en
la mano y hace su pedido con todo respeto. Se le ve muy contrariado, nervioso. Le dice que
hay un tipo que se anda… “haciendo cosa” (entiéndase burlando) de él y de su hija Anselma
entre unos muchachos de la vecindad. Le pide que investigue hasta individualizar al supuesto
padre de la criatura. Y le asegura que si ese tipo no arregla como hombre el “coso” que hizo, él
le va hacer saber quién es su papá. Y agregó: “Nadie, jamás, se va a burlar de los Peralta”.
El Juez pronto suele curarse de su argelería cuando encuentra alguien que es más argel que
él, como en este caso.
– ¿Quién te parece que puede ser el susodicho? Tenés que aclararme un poco más, porque yo
no le puedo molestar a todo el mundo para descubrir eso.
– Y bueno… la verdad que no sé. Si yo hubiera sabido quien es no voy a venir a pedirte;
simplemente me voy a ocupar de él, para ponerle en el camino o dejarle al costado del camino.
Hay muchos muchachones que siempre van a mi casa a jugar… “coso”; allí se hacen bromas
entre ellos y toman aperitivo. Solamente uno de ellos tiene que ser. Un arribeño no puede ser,
o ¿qué te parece?
– Está bien, vamos a citarles a todos esos muchachos para investigarles; le vamos a tomar
declaración.
– Eso me gusta. Si llegás a descubrir ya es tuyo ese potrillo que tengo, hijo de mi yegua zaina;
su padre es de buena raza, por lo tanto tiene que ser veloz. – Cerrado el trato. “Muerto el
bayo” como suele decir Pedrito.
– Yo lo único que quiero es que le identifique al tipo y que le ponga en mis manos para que yo
le haga bailar la última polca, el “Campamento”.
Se le citó ante el Juzgado en primer lugar a Naíno. El Juez le hace saber: “Aquí se abrió un
sumario para investigar quién es el que le embarazó a la hija de don Lekecho. Por lo tanto me
vas a contar lo que sabés, lo que viste, o lo que oíste; si no sabés nada pero sospechás de
alguien, también me podés decir. Pero decime sólo la verdad, porque si mentís sólo vos vas a
pagar la consecuencia. En estos momentos le estás sirviendo a la Justicia como su ojo y su
oído”

Naíno le contestó: – “Yo no suelo escuchar de quién se gusta esa chica. Lo único que te voy a
decir es que no hay otra que se sabe hacer de la tonta como ella. Tiene muchos secretos.
Otros dicen que sabe hacer pajé (sortilegio y maleficio), y además hay alguien que es muy
celoso por ella. Todos nosotros le tenemos miedo. Todo hombre que se le acerca sale mal. A
Uló Miranda se le mató hace poco y a Kalaíto Romero se le llevó preso y está encarcelado”.
–Y ¿quién es el que está celoso por ella?
– El señor de la noche.
– Oh!… ¿cómo es eso?
– Y el Pombero le mezquina; anda alrededor de su casa día y noche, silbando.
– Vos mentís mejor que todos los que pasan. Andá; casate con esa chica y dale amparo a tu
hijo. Todo el mundo ya sabe la porquería que hiciste. Yo te aviso más como hombre que como
juez. Cuidado con los Peralta; son gente que no perdona.
– Nada que ver. Sería demasiado tonto para hacer eso. No soy Alonsito para criar hijos ajenos.
“No hay nada de eso”, dice el que tiene pequeño el boliche.
Después se le interrogó a Vitó y al salir él entró Tano. Vitó dijo:
– En la casa de don Lekecho uno no puede llegar solo por la noche. El Pombero es celoso a
muerte. La vez pasada me levanté de un juego de barajas para ir a orinar hacia atrás de la
casa y me tiró con una naranja podrida. Hay veces que enreda todito la cola del caballo o le
larga para que se vaya por el campo. Por eso ahora ya no se juega más allí, los muchachos se
mudaron todos a la casa de “Chico–Largo”.
– Y a pesar de todo eso vos festejás con la hija, ¿verdad?
– Ah, no; para que su hermano me mate o su padre me mande a la cárcel. ¿Acaso vos creés,
señor Juez, que ese hueso es fácil de roer? No, señor. Tiene un dueño terrible.
Tano dijo:
– Yo ni no le miro a esa chica. Tengo miedo de ella, la mamá es muy bocona, su papá es
medio loco, su hermano es cuchillero, ella es una hipócrita y el Pombero se muere de celos por
ella.
A cada uno de los dos le dijo el Juez que vaya a pensar bien y que se case por ella, porque es
el padre de la criatura.
Se le llamó también a Pedrito Quintana para la investigación. Por más que él ya no es muy
joven, siempre anda entre esos muchachos, y como tiene ciertos arranques todavía se puede
sospechar de él. A menudo le piropea a las chicas que pasan, anda en serenatas, toca la
guitarra y canta, escribe versos y enseña a los jóvenes la forma de la declaración de amor.
Pedrito es muy buena persona mientras no se emborracha. Uno pasa muy bien con él hasta el
momento de estar empinado, pero atájate si llega a emborracharse; es insoportable, reúne
todas las argelerías y es incluso violento.
Peru’i es un petiso, delgado, de piel clara, de párpados hinchados y de cabello duro como el de
los guayaquí (parcialidad guaraní selvática). En inteligencia nadie le supera en toda la redonda.
El Pa’i Medina no suele quererle por causa de su mala costumbre; después compuso un canto
para la Virgen como nadie había hecho antes y el Pa’i se tranquilizó; hasta dijo que quería
mandarle al santo Papa ese canto. Desde esa vez la gente dejó de burlarse de Peru’i, y él ya
no se emborrachó demasiado, aunque siempre tomaba un poco.
– ¿Qué me podés contar? – le preguntó el Juez a Peru’i.
– Este asunto, señor Juez, es difícil, complicado y puede ocasionar peleas más adelante. Si
cuento la verdad, puede volverse sobre mí, como dice la vaca cuando le nace un torito. Allí hay
lo que hay. Yo entiendo que aquí hay dos clases de Pombero. El Pombero del monte y el
Pombero casero. Los dos son tremendos y te juegan desde la oscuridad. Puede que lo aclares,
pero en ese caso vas a tener que saber sólo vos de quien se trata.
El juez se quedó con la boca abierta.
Vino ña Taní y el Juez le preguntó:
– ¿Vos solés escuchar cuando el Pombero ronda tu casa?
– Suelo escuchar.
– ¿Sabés quién es el que festeja con tu hija?
– Qué voy a saber; la mamá siempre es la última en enterarse, la que sufre las consecuencias
y lleva la peor parte.
– ¿Quiénes son los hombres que viven en tu casa?
– Desde que se fue Niká, están mi marido y dos niños.
– Estoy a punto de encontrar al papá del hijo de tu hija.
– ¿En serio pikó? Cómo quiero que ese pobre niño sea amparado.
Después de ser llamadas las dos amigas más íntimas de Anselma, fue llamado ante el Juzgado
don Lekécho. El juez le comunicó cómo iban los trabajos de averiguación, y resumiendo le dijo:
– Le tengo a un arriero que opera en la oscuridad y que bien puede ser, pero también le tengo
a otro sospechoso. Esto ya tengo a punto de aclarar. Como te digo sólo dos ya quedan de
entre muchos investigados y voy a llegar al sujeto. Que venga nomás ya aquello que hablamos
porque un animal mal acostumbrado ya no voy a querer. Que se me traiga también el
certificado de venta y que allí figure que te compré por un alto precio.
– Me podés decir quiénes son esos dos que se quedan en tu “coso”.
– No puedo decirte. Cuando llego a definir te voy a decir: “allí está, ése es”. Tenés que pagar
por una noticia cierta ¿verdad?
– Exactamente. Lo que por allí se dice nomás, no tiene valor.
– Y Bueno, y bien, la peluda huele bien –dijo el Juez y agregó: – andá enviáme ese potrillo. Y
para tu tranquilidad te voy a decir: si no es un Pombero salvaje, es un Pombero manso y
cualquiera de los dos puede caer.
– Ya está ya, así nos quedamos; esta misma tarde va a estar en tu casa el “coso”. Dale de
comer bien para que te rinda.
“Tu sangre te embroma, viejo estúpido”. Pensó el Juez para sus adentros. “A mí no me vas a
usar para justificar tus porquerías y porque pretendés hacer te va a salir bien caro”. Le llamó a
su secretario y le dijo:
– Secretario: vení sentáte, trae tus papeles y escribí; te voy a dictar una sentencia. Bueno
escribí esto:
– Mbatoví, 20 de enero… (completá).

Sentencia Definitiva Nº 1

CAPÍTULO XI

Los vecinos de Mbatoví están reunidos bajo el galpón abierto de la casa de don Policarpo (don
Polí); todos sentados sobre bancos de costanera colocados en medialuna bajo los aleros de la
casa. Allí están apretados, con sus anchos sombreros tocándose, casi todos descalzos, con los
dedos de los pies en racimos que parecían raíces de takuara y los pantalones bien
arremangados de modo que ningún rocío fuerte puede alcanzar la bocamanga. Unos pocos
están con zapatos. Algunos fuman, otros mascan tabaco o le dan al trago.
Don Polí, siguiendo su vieja costumbre, recibe amablemente a cada uno, les ofrece asiento y
bromea con los jóvenes. Don Polí es un viejo flaco, canoso y muy simpático que no se entrega
a la vejez a pesar de tener sus buenos años. Él nunca está de mal humor ni encuentra nada
que tenga demasiada importancia. Nunca se le puede embretar por ningún lado. Cuentan que
sus lechigadas le llamaban por eso mismo “zorrillo” (aguara’i) y hasta ahora el que nombra al
zorro en su presencia recibe sin falta un latigazo, aunque sea el mismo cura.
Tampoco don Polí es un hombre sumiso cuando de la dignidad se trata. Así, cuando le
hablaron de la necesidad de esta reunión y de cómo hacer porque las reuniones estaban
prohibidas, él dijo:
– ¡Cómo no! Tenemos que hacer. Vamos a hacer en mi casa, qué tanto, estamos en nuestro
país, de quién vamos a tener miedo.
–Tenemos que pedirle permiso al comisario, no sea que le llegue la noticia de otro lado – le
dijeron.
Don Polí le dio vuelta al pedazo de tabaco negro que tenía, acomodó a un costado de la boca,
escupió y dijo:
– ¡Pero carajo! Como si fuéramos niños. El hombre adulto, mi hijo, no tiene jefe. Esos que
andan por ahí creyendo que son nuestros jefes, son muñecos de trapo; no vayan a darles alas
ustedes mismos.
Allí, en medio de todos los vecinos está sentado don Nemecio, el “conejo” (Mecho tapití), con
sus grandes y trasparentes orejas y sus alegres ojos azules. Un viejo fuerte y de muchas
agallas también es éste; un señor respetado por su capacidad de trabajo. Tiene la fama de que
muchos novillos salvajes transformó en mansos bueyes; muchachos arruinados convirtió en
grandes trabajadores y de otros caprichosos hizo hombres de ley, hoy respetados señores. No
hay quien se atreva a ser insolente con él. Cuando le reta a alguien por algún error hace con
medida y en caso necesario sabe usar su arreador. Es hombre de palabra y en el trabajo es
muy acelerado; a su lado uno tiene que ser ligero porque el que es lento le pone muy nervioso
y le puede pasar encima. Es famoso como carrero de primera en el Alto Paraná y es
considerado jefe natural entre la arrierada en esos obrajes.
Estaban también Losanto Aguilar y Peru’i Quintana. Nadie esperaba, pero vino también don
Lekecho Peralta, que no salía más de su casa porque se había quedado muy pichado desde
que empezó a decirse en Mbatoví que él quería mandar apresar al Pombero.
El primero en hablar fue Losanto Aguilar. Explicó los motivos del llamado a reunión. Aquello
que hace un tiempo le había dicho a Niká contó todo de nuevo y ahora agrega:
– Nosotros los campesinos si no tenemos tierra no servimos para nada. El agricultor que no
tiene tierra ya no es agricultor. Señores: ya no cabemos en Mbatoví, y tenemos que ver qué
hacer. Nosotros necesitamos de la tierra para sacarle el fruto como si fuera una vieja chancha,
o como hacen los señores estancieros para criar sus vacas, pero si no tenemos la madre, no
podemos criar. También hay otra cosa: Nosotros desde que nacimos no hacemos otra cosa
que sembrar y al final sólo eso sabemos hacer, y qué vamos a hacer si no podemos sembrar.
Hay gente que tiene mucha tierra y no usa, no le saca nada, pero sigue teniendo en su poder
porque tiene plata. Para mí esas tierras son como las vacas machorras, porque no le sirven ni
al dueño, ni al toro, ni a nadie. Si esas tierras nos dan, no nos van a alimentar solamente a
nosotros, porque detrás de nosotros están los mosquitos, los piojos, las garrapatas y los
tábanos que viven de nosotros; esos que chupan nuestro sudor y nuestra sangre, y que si
engordamos engordarán también. Pero ellos, más por codicia y egoísmo que por otra razón, no
quieren vernos robustecidos; prefieren apretarnos hasta que no podamos más, para
terminar, ellos engordados como esos guapo’y, parásito que vive de los buenos árboles, y
nosotros completamente arruinados entre sus piernas, después de haberles dado de mamar
durante toda la vida”.
– Así es, en verdad –dijo Peru’i– pero los parásitos son así por naturaleza, no tienen sangre en
la cada. Por lo tanto, jamás nos van a reconocer nada.
– Cuando nosotros nos alistamos para la guerra del Chaco, –intervino don Mecho–, se nos dijo:
que íbamos a irnos a defender nuestra tierra, algo que es nuestro, que es el sustento de
nuestras familias; una cosa que nos pertenece y que nos quieren quitar los bolivianos. Y ya me
ven, hasta ahora no tengo un pedazo de tierra propia a pesar de haber vuelto del Chaco lleno
de heridas. Y aquí también está don Polí, combatiente que llegó hasta Villa Montes
arrastrándose por el pico como el loro “saguayú” y que igual que yo, mañanita va a morir sin
tener un pedazo de tierra propia, ni una partecita de la que defendió.
– ¡Eso si que no…! ¡Estás totalmente equivocado! – le salió al paso gritando don Polí –. ¡No me
voy a morir todavía don Mecho! Pero aparte de eso, si de los bolivianos pudimos recuperar
nuestra tierra, por qué no hemos de sacarles a nuestros conciudadanos paraguayos si nuestra
comunidad necesita. Es que nosotros no completamos nuestro trabajo, don Mecho. Después
de volver del Chaco teníamos que hacernos dar cada uno un pedazo de la tierra que
defendimos para no llegar a pedir limosna hacia el fin de nuestras vidas. Había personas
visionarias que dijeron que tenía que hacerse así, y se cree que si hubiera mandado un tiempo
más el “León rengo” (el coronel Franco) se hubiera hecho eso. Aquí tenemos un ejemplo. Este
campo de Mbatoví, que llegó a expropiar de sus dueños para repartir entre sus soldados, a los
que pelearon a su lado y no tenían tierra. Por todo eso tal vez se levantaron contra él, le
echaron del gobierno y el decreto se quedó de balde, no se cumplió. Un señor muy conocedor
de estas cosas me había dicho que ese decreto nunca fue anulado y que alguna vez podemos
hacer valer. Yo quiero que eso se haga averiguar en Asunción.
– Este es un dato muy bueno – dijo Losanto –, podemos averiguar. ¿Quién se anima a irse? Le
aviamos con lo necesario y que se vaya.
– ¿Y quién de nosotros puede ir a hacer esas cosas? Aquí todos somos unos pobres
ignorantes y para eso hay que tener preparación – dijo Vitó.
– Nadie entre nosotros está preparado para eso. “Yo no puedo sino lamentar esto”, como diría
el colorado que tiene ojos azules – agregó Peru’i.
– Yo, igual que todos, soy un completo ignorante, pero si no hay nadie que pueda irse, puedo ir
a probar – dijo Losanto –. Si en esos montes sin fin no me desatiné, ¿por qué me he de perder
en la ciudad, entre tanta gente?
– Eso depende solamente de vos, como la sarna depende del sarnoso – agregó Peru’i –. Si vas
a irte, nosotros vamos a juntar todo lo que podemos para tu avío, pero voy a decirte una cosa:
si no tenés quien te ayude en Asunción, te vas a ir de balde.
– He de encontrar – dijo Losanto – puedo recurrir a un señor que vino una vez a mi casa con su
esposa; mucho se me ofreció. Ahora vive en Asunción y yo sé que me aprecia. Le di de comer
mucha miel de abeja silvestre y carne de venado. Recuerdo que nos habíamos casado recién
pero le dimos nuestra propia cama y nosotros con Melania dormimos en el suelo. Eso no
dejaron de ponderar; estuvieron muy contentos con nosotros y nos quedamos muy amigos.
– Si es así me callo – dijo Peru’i.
– Vamos a mandarle si que – aceptó don Mecho.
Tres días después ya se le vio a Losanto salir de Mbatoví con su poncho listado al hombro, su
sombrero de alas anchas y su gruesa camisa azul; enfajado desde el estómago hasta el bajo
vientre y un pañuelo blanco al cuello. Llevaba muchos quesos de buena calidad y miel de abeja
silvestre para agradar a la esposa del amigo, una señora muy amable, según decía.
Al subir al tren se le acercó un muchacho que ofrecía toda clase de chucherías; quería venderle
algo a toda costa, era cargoso. Losanto sólo le sonreía pero cuando se puso muy porfiado le
dijo: – A la vuelta voy a comprarte algo –. Después el muchacho le apartó y en secreto le
ofreció un remedio que le pone muy guapo al hombre con la mujer. – Éste – le dijo – ponés
unas gotas en agua y tomás al acostarte; al darte vuelta nomás ya, â, â, que se ponga la mujer,
compañero. Al fin eso le entusiasmó a Losanto y a escondidas compró aquel remedio tan
milagroso.
Llegó a Asunción el domingo por la tarde y al bajarse del tren se le acercó un joven delgado
con uniforme militar.
– ¿Usted no es por casualidad don Losanto Aguilar? – le preguntó.
– Si, yo soy. Eh… qué tal amigo Kalaíto. Justo nos encontramos.
– ¿Verdad? Yo siempre vengo aquí a mirar porque a veces llega gente de nuestro valle y me
cuentan novedades que me ponen contento.
– Hacés bien, amigo. Yo tengo muchas cosas lindas que contarte, pero ahora quiero que me
lleves a la casa de un amigo mío, te voy a decir dónde queda.
Fue a llevarle Kalaíto, le dejó allí y le dijo:
– Mañana voy a hacer una escapada para venir a conversar a gusto.
Kalaíto se quedó tan contento como si una linda chica le hubiera dado mimos. Eso tenía una
justificación: nunca había encontrado entre los hombres que conocía uno más digno que
Losanto Aguilar. Desde niño quería parecerse a él. Intentaba caminar sobre sus huellas para
parecérsele; imitaba todos sus actos, hasta su forma de caminar. Sólo que Kalaíto ya no
recordaba, pero cuando niño le preguntó a su padrino Polí quién era su padre y él le respondió:
– Para qué querés saber eso; si resulta ser un tipo atorrante sólo vas a conseguir avergonzarte.
Vos tenés que buscar nomás ya entre los mayores un hombre que te cae bien, uno que sea
bien hombre, y tratá de ser como él. Así hacen los niños de padre desconocido y resultan ser
mejores, porque ellos mismos eligen su modelo.
Desde entonces Kalaíto empezó a observar a los hombres y sin darse cuenta lo eligió a
Losanto.
Al día siguiente vino junto a él y salieron a recorrer el centro de la ciudad. Le contó Losanto
todo lo que sabía; lo que se decía sobre la muerte de Uló; lo que dijo don Solano, y hablando
de éste le dijo:
– Parece que Solano está fallando con nosotros, pero eso vamos a saber recién cuando venga
Niká. Ahora lo que necesitamos es un buen abogado; don Polí me manda en busca.
– ¿No querés que te lleve junto al cuñado de mi jefe? Es un señor joven muy formidable; se
conversa muy bien con él y dicen que es guapo en su trabajo. Él nos va a buscar ese papel
como una rata, y si existe, aunque esté debajo de la tierra va a sacar y mostrar para que
hagamos valer.
– Y si vos ya le conocés es mucho mejor; vamos sí junto a él.
Fueron a la casa del abogado, conversaron mucho. Losanto le explicó con todos sus detalles la
situación de Mbatoví, dejó el caso en sus manos y volvió. Ganó su confianza desde el principio.
“Es un mestizo igual que nosotros. Uno no puede imaginar que ha estudiado tanto y sepa
tantas cosas. Habla bastante bien el guaraní, a veces cuando se tranca usa palabras del
castellano, pero igual se le entiende por la entonación”, comentó Losanto pero ya en Mbatoví y
agregó: “Ahí se quedó buscando nuestro documento”.

CAPÍTULO XII

Niká acaba de volver del campo. Desensilla su caballo, un lindo zaino. El sudor del animal se
veía en la espuma blanca debajo de la jerga. Prendido a la cintura lleva un tirador marrón de
cuero de venado, con flequillos. Viene con hambre y sed. Agarra una guampa y toma mucha
agua; luego se da vuelta y le dice a la cocinera: – Voy a esperar un poco para comer.
Le tenía ya pichado al amigo Niká tanto caldo simple de poroto y tanto yopará (locro con
poroto). No podía creer hasta qué punto los ganaderos mezquinaban la carne. Y en verdad,
porque sólo cuando las vacas se fracturaban las patas o se morían atrapadas en los esteros,
se comía carne en la estancia de su patrón. Se comenta que así cuando ya no aguantaban
más, los mismos peones le rompían los huesos a algún novillo cerrero. Niká Peralta tiene fama
de buen lacero en la estancia. En esos días él andaba diciendo para sí mismo: “Qué mucho
sacrificio ya me causó este borracho de Uló. Ya pagué de sobra lo que hice. Mejor hubiera sido
que me vaya a la cárcel. Allí, aunque pasara mal, iba a saber por lo menos cuándo voy a salir,
pero aquí ni eso; estoy trabajando por nada”.
Todos los demás peones estaban en la misma situación que él; eran todos huidos de la justicia
por algún delito. Se decía que el dueño de la estancia estaba políticamente bien ubicado en
Asunción; que es un señor importante y prepotente. En esa estancia nadie puede entrar sin
permiso y para volver a salir hay que tener mucha suerte. Dos años de duro trabajo gratuito ya
le tiene cansado a Niká. Cuando llegó recién dicen que era muy guapo, pero después de una
discusión con el hijo de su patrón, mermó en su trabajo, se volvió remolón y perezoso. Esa
discusión que disgustó a Niká fue por una sonsera, según cuentan.
– Elegí pues patroncito un torito bien gordo vamos a carnear para festejar tu venida – dicen
que le dijo al hijo del patrón la tarde en que llegó.
– Pero de dónde saliste vos, sujeto atrevido para proponer eso – dicen que le contestó y para
burlarse de él le hizo una pregunta indirecta al capataz: – ¿Desde cuándo manda éste aquí,
acaso es el patrón de ustedes?
Al darse cuenta de que metió la pata, Niká se retiró de allí. Después le dijo un compañero:
– Aquí tenemos que saber andar; son demasiado pijoteros los patrones, son unos miserables;
ni huevo no quieren comer para no desperdiciar la cáscara; así es, mi amigo, por cualquier
sonseraje se enojan. Así como a vos ya le había ocurrido a un joven caazapeño y le jodieron
grande. Aquella vez vino luego el viejo patrón y el caazapeño salió a decirle:
– Vamos pues patrón a comer un poco de carne, ya nos tiene aburridos el poroto, demasiado
tiempo ya venimos comiendo.
Aparentemente le sorprendió al viejo, pero salvó la situación diciéndole:
– Ustedes, muchachos, no saben nomás lo que vale el poroto. No hay mejor alimento que el
poroto. Tiene todas las vitaminas desde la A hasta la Z, y además tiene fósforo, que refuerza el
cerebro– le dijo.
Era un arriero vivo el caazapeño, no se iba a quedar atrás y le contestó:
– Si eso es cierto patrón, aquí nosotros ya debemos estar superándote en sabiduría; además
no tenés que rozarte con nosotros porque a lo mejor ya estamos a punto de prender el fuego.
Nosotros nos reímos pero al viejo le tembló la cara y se fue a meterse en su pieza. Cuando se
preparaba para volver ordenó que el caazapeño y otros tres de nuestros compañeros le
acompañen hasta el pueblo. Allí al caazapeño le agarró la policía. Antes, nadie nos miraba
cuando nos íbamos con el patrón, pero esta vez él salió y le dijo: “Qué le vamos a decir; dicen
que hay una orden de captura contra vos”, y le entregó. Después se dio la vuelta y le dijo a los
otros compañeros: “Vayan rápido de vuelta porque por lo visto por aquí hay alguien que nos
anda intrigando, y cuídense mucho”. A la media tarde llegaron otra vez aquí los compañeros sin
haber desayunado.
Esa noche Kalaíto vio en sueños que cantaba en un baile. Le pedían a cada momento las
polcas “Mariposa paramí” y “La cautiva”. Al final se reveló contra ellos, sacó su cuchillo y les
dijo:
– Ya canté esas canciones y ya no voy a volver a cantar. ¡Carajo!. Sepan de una vez. Al final
aquí todo el mundo me usa a mí. Por qué no se van ustedes a cantarle en su ventana a su
Anselma; no me metan a mí– y se plantó ante ellos. En ese momento se le acercó Niká Peralta,
sacó su facón y cortó todas las cuerdas de su guitarra.
– No se te ocurra burlarte de los Peralta – le dijo. De esto se rió a carcajadas Kilí Espíndula; le
dio unas palmadas a Kalaíto y le dijo en el oído:
– Éste ya sabe de tus porquerías secretas; viste el hambre que te tiene. No le vayas a restar
importancia, sonso. Así como te enseñé la declaración amorosa te voy a enseñar cómo matar a
un arriero, para que éste no te gane de mano.
En ese instante se despertó y se encontró destapado, sin frazada, tiritando de frío. Había sido
que algún compañero le aplicó la operación que en los cuarteles se conoce como “pelada de
conejo”.
– “¡Mirá un poco! ¡Este Kilí, che –se dijo a sí mismo– ¿Qué se habrá hecho de él y de su
hermano Anatá? Ni qué. Estarán como siempre. Son hombres de agallas; pero de todos
modos, al salir de aquí debería irme a darles un apretón de manos.

******************

Al despuntar el alba se levantó Anatá, prendió el fuego y le llamó a Kilí:


– Levantate, ya está listo el mate, hoy tenemos que ir a limpiar la picada porque nos dijeron
que va a venir el Recibidor que va medir nuestros rollos.
Mientras tomaban el mate amargo se pusieron a repasar lo hecho.
– Hicimos muchos rollos sí que al final.
– Lástima que ya viene llegando la época de brotación.
– Pero de aquí podemos pasar al otro lado del Paraná a elaborar yerba para esos argentinos y
después venimos otra vez.
– Para el próximo año ya vamos a tener suficiente plata como para comprar a cualquier juez.
– Ojalá, porque tenemos volver a nuestro valle.
Anatá fritó el reviro y Kilí afiló su machete. Desayunaron y se fueron, con ellos se iba “Kapatá”,
un perro moteado muy guapo en el monte. A la media mañana vino llegando el Recibidor de
maderas sobre una mula; tenía un enorme revolver y un facón en la cintura. Éste tenía la fama
de medir las maderas a su antojo, sin control del productor. Era muy arbitrario y prepotente este
matungo con cara de caballo. Trajo consigo como ayudante a un joven delgado de cuello largo
y muy fino que le daba aspecto de venado rojo. Al comenzar a medir nomás ya le retó todito
mal a su secretario, se puso muy nervioso. Medía los rollos de largo, de grueso, anotaba en su
libreta y pasaba.
– ¿Cuánto te sale éste? – preguntó Anatá.
– Después vamos a ver, vamos sí que a medir que ya es tarde, yo tengo que volver – contestó.
– Si estás apurado por qué no dejás nomás – le dijo ya Anatá.
– Ahora se me van a ser los interesantes, con lo lejos que están en el monte. Éste tiene 36
cúbicos.
– Ah sí, y a nosotros nos salió 40. Nosotros también sabemos medir.
– Vayan a decirle al patrón, yo no vengo a discutir, vengo a trabajar.
– Entonces trabajá – le dijo Anatá y se sentó sobre el rollo. Kilí se quedó con él y los otros
siguieron midiendo.
– Vos marcale a su ayudante, que no se te escape, y yo le voy a hacer bailar a este hijo de
puta – le dijo Anatá a su hermano.
El “cara de caballo” seguía gritando:
– Siete metros. ¡Largá pues! ¡Más rápido carajo!
– Esperá un poco, este tiene siete y medio, allí está marcado –le dijo Anatá– y pegó un
machetazo a unos milímetros de su mano, que casi le corta. El “cara de caballo” levantó la
cabeza y le miró a Anatá; le temblaba la cara como una hoja; buscó con los ojos a su ayudante
y vio que Kilí le tenía acorralado como una boa constrictora.
– Si vas a medir bien, vas a medir; y si no, vamos, te voy a llevar. Estamos bien emparejados
carajo. No hay razón para que uno tenga miedo de enfrentar al otro. En estos montes ni
siquiera hay cuervos que puedan comer nuestros cadáveres. Como carne apisonada para el
soyo hemos de quedarnos los dos.
Al “cara de caballo” se le agitaron todas las carnes, temblaba intensamente. Al rato se recuperó
y se achicó:
– Vamos sí que a medirles, yo no voy a pelear por estas zonceras– dijo.
Después de eso todo salió bien, y resultó que había inclusive más madera que lo calculado por
los rolliceros.
Hacían ya otra vez tres meses que Anatá y Kilí se escaparon de la cárcel. Sólo ellos han de
saber cómo se escaparon. Fueron a entrar en los montes del Alto Paraná a trabajar en los
obrajes, en tala y corte de maderas para la exportación.

******************

En Mbatoví circulaba toda clase de versiones. Había gente que se burlaba del trabajo de
Losanto y sus compañeros. Otros estaban molestos porque ellos andaban macaneando,
desafiando a los dueños de las tierras. Estos alegan que por causa de ese movimiento ya no
pueden hacer ni leñas en las tierras de los patrones. Cada tanto entraban los capangas de don
Pereira para amedrentar a la gente, burlarse de Losanto o hacerle llegar veladas amenazas. En
la cantina de don Chico Largo iban a menudo a aperitar y echar indirectas. Después pasaban a
la casa del negro Ruperto (Lupe-hü) a comprar de él maíz y alfalfa, y a venderle unos toritos
flacos de cabezas grandes, diciendo que eran de buena raza.
Losanto como si nada iba y venía de Asunción; y algunos ya decían de él: “Ya se compró
muchas vacas con el sudor de los sonsos”. Había también personas que le tapaban la boca a
estos; y así los habitantes de Mbatoví se levantaron unos contra otros, se desacreditaban entre
todos. A donde uno se iba nomás escuchaba palabras ofensivas contra los vecinos. No faltaba
quien salía del grupo de Losanto para ir a agrandar el grupo de los detractores, como tampoco
faltaba el que fingía estar en la lucha para escuchar los planes y salir a esparcir por el campo
antes del amanecer del día siguiente.
Fue precisamente por eso que en aquella reunión de tan escasa concurrencia dijo Peru’i:
– ¿Cuándo va a llegar el día en que nos ayudemos entre todos; el día en que estiremos
parejos, como hermanos que somos, uno al lado del otro, en la lucha por nuestro propio bien?
Ojalá no haya más entre nosotros ni hipócritas ni simuladores. Necesitamos hablar en serio
entre compañeros y después decidir como hombres lo que vamos a hacer. No es el caso que
empeñemos nuestra palabra y después no seamos capaces de sostener, y para evitar
compromisos nos hagamos de los sonsos o nos dejemos utilizar por otros, produciendo entre
los vecinos un desencuentro general. Debemos saber que al pobre sólo le puede ayudar otro
pobre; que el brazo del rico y la pata de la mula nunca van a ser bastones para los pobres.
Tampoco quiero que se preocupen porque somos pocos en esta lucha, es natural que sea así.
Los grandes bailes son obras de unos pocos músicos y la salida de una carrera depende
solamente de dos guainos, compañeros.

******************

Kalaíto y sus camaradas forman fila vestidos con uniforme de color marrón. La gruesa tela
conocida con el nombre de “piel del diablo”, con fuerte olor a ropa nueva, crujía en sus cuerpos.
De sus birretes colgaban hilos amarillos, rojos y azules, formando toda clase de chirimbolos, al
punto que parecían ropas de payasos. El comandante les dice su discurso de despedida:
“Nuestra patria está feliz por haber hecho de ustedes hombres verdaderos. Ella confiará
siempre en ustedes, estén donde estén. En sus corazones llevan nuestra bandera y en su alma
el amor a la patria. Vayan a vivir como hermanos entre sus semejantes. Cuando tengan hijos
procuren que ellos también conozcan la disciplina y el patriotismo para que nuestro país nunca
se debilite. Aquí nosotros les vamos a tener siempre presentes y cuando necesitan algo,
acérquense a quienes fueron sus jefes. Ahora se le va a dar a cada uno 500 guaraníes para su
aperitivo. En cualquier colectivo que quieran pueden subir y viajar gratis hasta sus respectivos
valles. No dejen que un particular se les haga el prepotente. Ustedes son la reserva de la
patria. También se les va a entregar a cada uno un machete “jakaré” para corpir su chacra y
para cortarles la cabeza a los comunistas si llegan a encontrar en su camino. Respeten
siempre a nuestro comandante en jefe, y como buenos reservistas, pónganse de inmediato a
su disposición si les convoca”.
De allí mismo Kalaíto y varios compañeros salieron caminando hacia Ka’akupé. Por el camino
se iban tomando caña; se sentían como dueños del mundo, les parecía que no pisaban la
tierra, se creían poderosos. Después de varias horas y bien apintonados llegaron, entraron
junto a la Virgen, se persignaron pero del texto de las oraciones Kalaíto ya no se acordaba.
Después salieron a echar un sueñito en la plaza, debajo de los árboles. Al despertarse lo
primero que hizo Kalaíto fue palparse buscando su libreta de baja, sacó para mirar su foto, (la
única y primera foto de su vida); del dinero que llevaba no se preocupó, no significaba nada
para él, pero ese documento sí que cuidaba como si fuera una reliquia.
Al subir al colectivo le echó una mirada intimidante al guarda; se acomodó bien en el fondo y se
fue durmiendo hasta llegar a su valle.
Grande fue la alegría en Mbatoví. Doña Rosaria lloró al abrazar a su hijo. Llegaron su padrino y
su vieja madrina; sus hermanitos corrían de aquí para allá avisando a la gente.
A Kalaíto le resultó muy chica la casa de su madre; le parecía que antes era más grande. “Es
como si se hubiera achicado” –pensó–. Pero no. Estaban los mismos horcones, las mismas
paredes, que todavía tienen sus dibujos de cuando era niño. “Es increíble –pensaba– alzando
la mano alcanzo el solero; me pongo en una esquina, escupo, y alcanzo la de enfrente. ¡Qué
notable! En aquellas casas que estuve habitando ni saltando se alcanza el techo. En estas
piecitas uno tiene miedo hasta de asfixiarse. Voy a hacerle a mamá una casa grande y linda;
acaso va a ser tan difícil”.
– Se ve que pasaste bien por allá, mi hijo. Nosotros aquí, por desgracia, estamos pasando muy
mal. Hace mucho tiempo que no llueve. No sé qué va a hacer de nosotros la Virgen de
Ka’akupé. La mandioca está aguachenta, el maíz no tiene espigas, el pasto está seco. ¿Viste
como están flacas las vacas? Sobrevivimos comiendo cocos. Ya estamos por olvidar el nombre
de la carne.
– No te vayas a preocupar mamita, pronto van a mejorar las cosas. Aquí estoy yo otra vez con
ustedes. Voy a trabajar a lo grande. ¿Qué se hizo de Anselma? Dicen que tuvo un hijo.
– Jesús, Dios mío. No se te ocurra pasar ni por delante de su casa, mi hijo. Hasta ahora no se
sabe quién es el padre de su hijo. Cosas muy feas se dice de ella, pobrecita. A lo mejor está
pagando mis lágrimas esta pobre inocente.
Al enterarse de la venida de Kalaíto vino también Losanto; hablaron de hombre a hombre. Los
dos estaban contentos de volver a verse pero no demostraban euforia. Le pidió Losanto que en
adelante y en vez de él realice los viajes a Asunción.
– Vos sos más vaqueano que yo en la ciudad – le dijo – y te conocé nuestro abogado. Además
apenas yo salgo de aquí ya se levantan todas las perdices. Si vos hacés esto en vez de mí el
problema va a ser menor.
– ¡Cómo no! Conmigo no va a ver trancada como dice el perro cuando ofrece su amor – aceptó
Kalaíto – y desde entonces iba y venía de Asunción; si hubiera aprendido a leer a lo mejor se
hacía abogado, porque hasta algunas palabras en castellano ya aprendió a decir.
CAPÍTULO XIII

Esa mañana Kalaíto le despertó temprano a Agüí, su hermanito que dormía hacia sus pies.
– Levantate, prendé el fuego y prepará el mate – le dijo–. Hacía mucho frío esa mañana, y
para desgracia Agüí encontró que amanecieron apagados todos los tizones. Volvió y le dijo a
su hermano mayor:
– No amaneció el fuego…
– Eh… y andána chamigo pedile a ña Rosenda.
– Pero en la casa de ña Rosenda no se levantaron todavía.
– Y entonces andá buscá en la casa de mi padrino Polí; no vayas na hacerte el arruinado.
Salió Agüí con la cara larga, gruñendo. Desde la cama Kalaíto vio que se iba sorteando el
sendero en medio de las heladas crujientes. La casa de don Polí queda un poco lejos y desde
allí el amigo Agüí tiene que venir a las corridas y agitando el tizón con brazas si quiere hacer
fuego en su casa. A veces pues le ocurre a uno que justo cuando está por llegar se le apaga el
tizón.
“Seguro que así también era yo”, pensaba Kalaíto mirando al insignificante niño de vientre
abultado. Para más, Agüí hasta aparenta ser más apelechado todavía de lo que él era. Se
acordó de cuando era niño y tantas veces fue también en busca del fuego. Su madre le
despertaba temprano y muchas veces pasó frío, los pies se le tajeaban; pero no podía dejar de
hacer, porque sus hermanitos eran muy chicos todavía. Recuerda de cuando se dijo a sí
mismo: “Quiero ser grande ya, para no hacer más estas cosas”. Recordaba de cuando le servía
el mate a su madre en la cama y ella le retaba porque no estaba bien caliente; también cuando
le mandaban al almacén y tardaba en llegar, o de las veces que se le perdió la poca plata que
llevaba, del susto que le daban los perros que le salían, o de cuando volvía de la escuela con
las ropas todas sucias o rotas, o de cuando por jugar un rato descuidó y perdió algún
cuaderno. Es pesada la vida del niño campesino, los mismos padres les asignan tareas de
adulto y si no tiene padre pasa mucho peor; es objeto de toda clase de abusos; cualquiera se
aprovecha de él; estas cosas son las que a Kalaíto más le molestaban. Recordaba también que
una vez le preguntó a su madre quién era su padre y ella en medio de una risa nerviosa le
respondió: “es un lindo joven, mi hijo, que ahora está lejos, pero cuando venga algún día va a
traerte muchas cosas lindas”, y Kalaíto le contestó: “Aunque no me traiga nada, sólo quiero que
venga a quedarse con nosotros, para que yo le pueda decir a esos niños malos: Le voy a
contar a mi papá esto que hacés”. Sólo eso él quería decir; pero nunca vino el mentado lindo
joven. Cuando Kalaíto creció, por respeto ya no le preguntó más nada a su madre. Recordando
esas cosas se adormeció otra vez. Le despertó Agüí con el mate caliente, se recostó
apoyándose en el codo, carraspeo, escupió, se enjuagó la boca con agua tibia y empezó a
tomar el mate. Entonces le dijo Agüí:
– Quiere mi padrino que te vayas temprano, porque dice que hoy se van a reunir otra vez.
Se fue y encontró una reunión difícil, muy dura. Los vecinos ya estaban impacientes, hasta los
más firmes empezaron a creer a los charlatanes. Algunos exigían que se les diga de una buena
vez si se les va a conseguir las tierras nuevas o que se dejen de joder con el cuento, porque
crea mucha discordia entre los vecinos. Entonces habló Losanto y les dijo: –Veo que hay entre
nosotros algunos que han perdido la paciencia. No quiero que crean que estas cosas se
consiguen de un momento a otro. Si eso creen se equivocan de grano como pollito de pico
inclinado. Sepan que esto no es fácil. No, no es así. A los que están muy apurados yo les
digo que tengan la valentía de ir a darles un susto a los patrones y les quiten sus tierras –.
Todos se quedaron callados.
Hacía falta decir esto porque muchos no llegaban a comprender que estaban enfrentados a un
gran desafío, a tal punto que si llegara a salir bien puede cambiarles de costumbre y hasta la
vida que llevan. No es lo mismo ser aparcero y cultivar en tierra ajena que ser propietario y
trabajar en la propia. Muchas consecuencias tiene la posesión de una tierra propia. Por eso
siempre les dijo Losanto: “Que la lucha por la tierra no es una carrera de caballos”.
– Vas a tener que irte otra vez a Asunción para apurar las cosas – le dijo Losanto a Kalaíto–. Si
esto se alarga demasiado vamos a quedarnos solos.
Muchas veces ya Kalaíto fue y vino de Asunción. Eran pocos los que le alentaban, pero él,
apenas amanecía y ya estaba en camino, haga frío o calor, aunque llueva, esté feo el tiempo o
sea oscuro.
En Mbatoví empezaron a circular nuevas murmuraciones. Decían que Kalaíto gastaba todo de
balde el dinero que se juntaba cada vez.
– Éste es un mentiroso de marca mayor – hizo escuchar uno.
– Este tipo nos chupa la sangre – dijo otro.
Empezaba Kalaíto a escuchar las indirectas. El que más le insultaba era el viejo Peralta porque
era el que menos simpatizaba con él; sin embargo era el que menos aportaba; para tener ese
derecho a protestar daba un poquito. Cuando se iba expandiendo la desconfianza se levantó
Losanto a defenderle.
Una tarde volvió contento Kalaíto. Trajo una botella de la mejor caña paraguaya, una
“Aristócrata” y le pidió a su padrino:
– Hacele llamar a toda la gente, padrino; voy a bañarme y vengo.
Rápidamente vinieron llegando todos los interesados. Kalaíto seguía siendo un joven tímido y
le había molestado bastante los disparates que decían de él. Se preparó como para dar un
discurso esa noche. Les iba a informar de sus gestiones y después hacer su descargo y
protesta. Tomó unos tragos para tener coraje. Cuando llegaron los últimos vecinos ya estaba
envalentonado. Entonces dijo Peru’i:
– Acérquense, compañeros. Aquí Kalaíto nos va a dar el informe, escuchen todos–.
Se levantó Kalaíto y dijo:
– Bueno, mis queridos hermanos mayores, ya recorrí muchos caminos por el bien de todos;
también ustedes contribuyeron mucho detrás de nuestro objetivo. Sólo por no salir como
fracasado y porque había todavía gente que creía en mí, yo no dejé todo de balde esto. Me
molestaron mucho las habladurías. Yo sé todo. Por todo eso esta noche yo estoy más contento
que todos ustedes, porque traigo muy buenas noticias. Ya estamos en buen camino; se
encontró el documento que habíamos mandado buscar y lo mejor de todo es que el decreto
está intacto. Me dijeron que se puede hacer valer. Dicen que no hay otra ley (es decir, no se
encontró, pero puede que exista) que dispone lo contrario ni que anula este decreto. Este es
nuestro documento –dijo– y levantó un rollito fino como una vela.
Se produjo un barullo general; gritaron todos. Peru’i hizo silbar la boca de la botella de caña
como si fuera un silbato y después gritó como si estuviera en su chacra:
– ¡Piii…pu! – y al rato le contestó el monte con su misma voz.
Doña Sepí, su madrina y doña Rosaria, su madre, le abrazaron a Kalaíto. En medio del ruido se
le oyó decir:
– Santa Librada y tu difunta abuela, que te protejan mi hijo –.
– ¿Qué les parece compañeros si escuchamos lo que dice el decreto? –Preguntó Losanto–.
Seguramente poco vamos a entender porque no sabemos gran cosa del castellano, pero igual
hubiéramos escuchado.
– Pero claro. ¡Cómo no! Tenemos que escuchar… Eee, vamos a escuchar todos juntos.
– Si es así, vamos a pedirle a la señora maestra que nos lea, porque justamente hoy ella está
aquí con nosotros.
– Que lea y que nos explique en guaraní – pidió Vitó – para que podamos entender.
La profesora Marina, después de leer el decreto dijo:
– Aquí no hay nada difícil para nosotros, escuchen, dice que se le expropia a los señores
Ugarte, Escobar y Pereira quinientas hectáreas a cada uno de las tierras que tienen ubicadas
en “Peguahó Potrero” y “Mbatoví ñu”, por razones de utilidad social. Dice también que los
propietarios tienen que pasar a retirar el importe de las oficinas del Estado, y finalmente ordena
que las tierras expropiadas sean loteadas y entregadas a los habitantes de Mbatoví.
Todos se pusieron a gritar otra vez. Peru’i tiró su sombrero al techo y al caer agarró de nuevo y
tiró con fuerza por el piso y dijo:
– ¿Dónde escondieron de nosotros este documento carajo?
– Pido la palabra, pido la palabra,- dijo don Polí.
– Hablá nomás, don Polí – dijeron todos.
–Vieron que mi cabeza no anda tan mal, parece nomás que es así, y para que sepan les voy a
decir cómo ocurrió esto; ahora les voy a contar todo. Al comienzo se fue loteando y entregando
la tierra a los habitantes de Mbatoví. Antes de terminarse ese trabajo cayó el gobierno de
nuestro jefe del chaco y ese mismo día paró el loteamiento. Los dueños recibieron el precio que
pagó el Estado y les convencieron al nuevo gobierno que las tierras ya fueron todas
entregadas, pero se quedaron con el dinero y con la mayor parte de las tierras
expropiadas. Nadie se enteró de la trampa que cometieron. Yo no repetía por si fuera mentira,
pero ahora digo porque me queda muy claro. Había sido que la versión que me dieron
entonces era la más pura verdad. ¿Por qué les parece a ustedes que nunca pidieron que se
anule este decreto?
– Esto es más claro que el amanecer, don Polí – le dijo don Mecho Tapití.
– Fíjense cómo don Polí hila bien, enlazó todos los hechos entre sí– se escuchó que dijo
alguien dentro del gentío.
–Y ahora, –levantó la voz Losanto– aquí no hay mucho que ver, compañeros, como dice el
tuerto. Hay como mil hectáreas de tierras del Estado, delante de nuestros ojos. Tenemos que
hacer mensurar para saber hasta dónde va. Este documento nos va a servir para eso. Después
vamos a mandar lotear estas tierras y buscar el dinero para comprar un lote cada uno de
nosotros. ¿Qué les parece si elegimos de entre nosotros a uno que nos dirija?
– Don Polí…, don Polí…, don Polí… gritaron todos.
– Escúchenme, escúchenme – se levantó diciendo don Polí –. Yo ya soy viejo y para esto se
necesita uno más fuerte, un hombre joven. Yo confío en Losanto, el tiene buen juicio; y si les
parece bien yo me voy a poner a su lado y todos tenemos que apoyarle si acepta; nadie tiene
que retroceder en esta lucha, somos paraguayos y por nuestra tierra vamos a pelear.
– Está bien, está bien – dijeron todos juntos.
– Entremos en el tema entonces –aceptó Losanto– y empecemos ya luego por lo más
desagradable. Esto nos va a costar dinero, señores. Espero que no se me desanimen tan
pronto. Sería bueno que le vayamos dando alguito a don Polí de lo poco que tenemos, que él
maneje eso, allí va a estar seguro. Que yo le pida lo que necesito y le rinda cuenta de mis
gastos. Es mejor no dar motivo para sospechas. Los recursos que son de nuestros semejantes
no tenemos que usar mal y si eso no sucede, tampoco tenemos que decir tonterías,
compañeros.
– Cierto…, cierto…, – dijeron todos.
Esa noche Kalaíto se emborrachó, estaba demasiado contento por los hechos, pero sobre todo
porque le vio otra vez a Anselma Peralta.
– Está casi más linda esta hija del Diablo que antes de tener hijo, – le dijo a sus amigos.
– ¿Y por qué no?, si ahora ni el viento no le sopla – comentó Vitó–. Ya no se va ni en busca de
agua al manantial y ya no se junta con sus amigas ni en sueños.
– ¿Y por qué tanto así? – quiso saber Kalaíto.
Naíno trató de darle una explicación racional:
– El caso es que sus familiares no saben a quién culpar y se picharon.
– No creo que sea eso – agregó Tano– tienen nomás vergüenza porque se dice que tuvo hijo
del Pombero.
– ¿Por qué entonces vino esta noche? – insistió Kalaíto – como esperando que alguien le diga:
“para verte a vos”.
Pero Vitó se adelantó a todos y dijo:
– No ves piko chamigo que vino su papá, su mamá y todos sus hermanos; entonces ¿con
quién te parece que le pueden dejar en la casa? Sola no te van a dejar nunca.
– A mí me tienen que dejar sola alguna vez – dijo Kalaíto.
– No digas eso, el Pombero te puede hacer algo, es muy celoso por ella – le dijo Naíno.
Hacía mucho frío esa noche; se veía venir una gran helada. El único a quien no le preocupaba
eso era a don Polí, porque tenía mucha leña, muchas rajas de kurupa’y. – Va a hacer mucho
frío este año – andaba diciendo – ya están todas quemadas las hojas de la caña dulce.
En la cocina había una gran fogata y alrededor había recipientes con agua calentándose. Las
mujeres en rededor tomaban mate dulce, cebado con leche caliente; espumoso y fragante se
olía al pasar el mate que en vez de yerba llevaba semillas molidas de cocotero. Doña Rosaria
daba vueltas a la chipa de almidón que estaba cocinando al asador para su hijo, por encargo
de su madrina.
La luna alumbraba el campo de Mbatoví como si fuera de día. El cielo estaba despejado y
resplandeciente. En el campo chistaba la becada (el jakaveré) y en los caminos se olía el humo
del tabaco. En toda la aldea se escuchaba ladrar a los perros, molestos con los que pasaban o
recibiendo alegres a los que llegaban a sus casas. Está a punto de llegar la hora del gran
silencio. Recién ahora es escuchado por la gente, pero en verdad la puesta del sol estaba ya
desgranando su canto lastimero el urutáu en las profundidades de la selva. Ahora, en medio
del silencio, ese canto estremece a Mbatoví. Sus presagios convirtieron la alegría popular en
una inquietante melancolía y ésta, en pocos minutos se transformó en miedo, ese miedo que es
propio de la guerra.

CAPÍTULO XIV

Tanto le entusiasmó a Losanto la noticia que preparó de inmediato un nuevo viaje a Asunción
acompañado de Kalaíto. Quería volver a escuchar, pero de la boca del mismo abogado de los
vecinos, lo que ya sabía. En la capital realizaron una serie de gestiones. Le mandaban de aquí
para allá. Les dijeron que necesitaban mucho dinero para llevar al agrimensor. También le
dijeron que deben ser oídos los dueños de las tierras expropiadas y darles la oportunidad de
defensa. Losanto se dio cuenta enseguida que las autoridades agrarias no querían exponerse
a la reacción de los terratenientes. No facilitaban nada. Todos los trámites calificaban como
delicados, difíciles; decían que esta situación era “complicada”, “arriesgada”, “peligrosa”.
Algunos funcionarios les decían: “Vamos a ver si les sale esto; estos señores están muy bien
ubicados, están muy bien considerados por el “único líder”. No faltaba quien trataba de
meterles miedo, diciéndoles: “Cuídense mucho, cuidado, estos señores tienen el brazo muy
largo”. A Kalaíto le descorazonó un tanto; a Losanto no le afectó para nada. El abogado de
Mbatoví era también muy firme, no le preocupaba mucho esas advertencias y les dijo: –
Siempre que estén unidos y decididos a luchar, esto tiene que salir adelante. Todo depende de
ustedes. Si se aplica la ley no tienen nada que hacer, no tienen otro camino. Ustedes
encárguense de lo que les corresponde hacer en la comunidad y el resto dejen a mi cargo – les
dijo.
– Si es por nosotros vamos a agarrarnos de esto como el patito huérfano se aferra a su comida
-, dijo Losanto asumiendo el compromiso en nombre de la comunidad y así quedó acordado.
Cuando llegaron a Mbatoví encontraron que allí ya se instaló el miedo. Ya corrían las
amenazas que hacían circular los terratenientes. Dicen que toda vaca que sale de Mbatoví va a
ser sacrificada. Lo mismo les puede ocurrir a los hombres de la comunidad, decían. El camino
que va a Pindó Kaigué dicen que van a cerrar. El rumor que corre es que Losanto va a ser
apresado y encarcelado. Se decía de todo. Esa noche muy poca gente ya otra vez vino a la
reunión.
– Tenemos que sacar esto pronto, porque si se alarga nos va a comprometer demasiado–,
salió a decir uno de ellos.
– Pero que van a hacer – decía don Polí. – Es natural que ronque el tigre herido.
– Yo sí que digo – agregó don Mecho– cuando el ladrón es sorprendido suele ser peligroso
porque está pichado. Es necesario que cuidemos los unos de los otros. Dos de los muchachos
más fuertes deberían ir cada noche a dormir en la casa de Losanto, y Kalaíto que venga a tu
casa, don Polí, o que se vaya a mi casa. Tampoco deberían salir solos de día. En el trabajo de
la chacra vamos a acompañarnos todos. Los almacenes que cierren temprano por las noches y
a los forasteros que ingresan que no se les venda la caña. Y todo esto no es por miedo, sino
para impedir malevajes que puedan cometer los malintencionados. Ellos van a defenderse al
principio con pretextos y artilugios legales, pero cuando eso no les funciona van a tener que
mostrar las uñas.
– Es cierto… es cierto… Este señor nos aclara muy bien – se les escuchó decir a la gente.
Desde ese momento los mbatovienses no se perdieron de vista ni un minuto; empezaron a
moverse todos juntos y organizadamente.

******************

Niká ya extraña demasiado su valle, esta aburrido de trabajar gratis. El nuevo capataz es
demasiado exigente, se cree dueño de la estancia ajena. Cuando estaba el anterior capataz la
situación era un poco mejor. Pasó nomás que ese joven vino a meter muy grande la pata.
Había dejado el hijo del patrón unas galletas en el viejo baúl, y un día sacaron y comieron.
Luego de tres semanas volvió el patroncito, buscó sus galletas y ya no encontró. Enojado le
llamó al capataz y le preguntó:
– Qué pasó de esas mis 14 galletas que dejé en el baúl.
– Ya se estaban poniendo verdes, patroncito; por eso nomás comimos, porque se iban a fundir
de balde – le contestó el capataz.
El patroncito se puso furioso; demasiado mucho le retó, le dejó por el suelo; le dijo que era un
atrevido, un ratero, que era un angurriento, y finalmente le dijo:
– La próxima vez que hagas esto vas a ver lo que te pasa, ladrón de mierda.
Al escuchar lo último, el capataz perdió el control de sí mismo, no se sentía más. Sacó su
revólver y le echó puntería.
– Ante el menor movimiento que hagas te voy a agujerear como cedazo hijo de puta – le dijo –.
A quién vos le vas a decir ladrón. Más ladrón que vos acaso va a existir. Quién no sabe que
vos y ese tu papá viejo son saqueadores de ladrones. Cuántas vacas ajenas tienen escondidas
aquí. Cuántos años llevan sin pagarme mi salario y eso acaso no es robar. De balde se hacen
de los bravos porque en la primera revuelta popular que ocurra voy a venir a torcerles el cuello
como a un pollo, hijos de puta. Ahora me vas a mandar ensillar mi caballo y mandar sacar las
pocas ropas ajadas que me quedan todavía. Rápido.
El patroncito se quedó totalmente paralizado, temblando como una hoja. Ni una palabra salió
de su boca. El personal nomás ya trajo las ropas del capataz y le ensilló su caballo. Montó y se
fue. Al rato, apenas ya se le veía al capataz como una pequeña mancha por el medio del
campo.
– Todos ustedes son unos cobardes – dijo el patroncito cuando le volvió el aliento–. Bien me
pudo matar ese malevo y ustedes no se animaron ni a estornudar.
– No, no es eso patroncito – salió diciéndole el ka’asapeño.
– Vos solés decirnos que al capataz no se le tiene que alzar ni los ojos. Tu consejo nomás
cumplimos.
Como no tenía forma de retrucar al ka’asapeño, dio media vuelta y se fue a entrar en su pieza.
Al día siguiente ya se hizo llevar al pueblo. Antes de salir llamó a todo el personal y les dijo:
– Secundino va a quedarse como capataz hasta que venga papá.
Desde ese mismo instante el amigo Sekú se engrandeció, se creyó un gran señor, cambió
hasta su forma de caminar.

******************

Anatá y Kilí no pudieron cruzar el río Paraná para trabajar al otro lado. El patrón del obraje
desapareció. Dicen que bajó a Encarnación y ya no volvió. Lo poco que habían ganado,
estaban consumiendo en provistas. La administración no les asignó nuevas tareas. Estaban de
balde en el monte. Vino una época de interminables lluvias y no podían salir a cazar ni
armadillo. El reviro mal cocinado y la chipita de harina ya les tenía pálidos como retoño de maíz
en el pajonal. Para peor de los males, a Anatá le dio fuertes dolores de muela. “Kapatá” viene
aullando, en forma lastimera, en cada atardecer y Kilí está a un paso de la desesperación.

******************

A Losanto le hizo llamar el señor Escobar. Le manda pedir que vaya por favor a castrarle un
toro muy bravo. Se negó Losanto.
– Tengo demasiado trabajo pendiente – le dijo al mandadero. – Decile que me disculpe y que
me espere un poco.
Días después vino a visitarle un compadre que siempre trabaja para los Pereira y se puso a
darle consejos.
–A vos nomás, compadre, te va a caer mal este asunto y no vas a sacar ninguna ventaja –le
dijo–. Estos señores tienen demasiadas amistades poderosas y ustedes no tienen a nadie que
les respalde. Yo te digo nomás. Vos vas a saber qué hacer, ya sos grande. Yo sólo te
mezquino, no quiero que te ocurra nada malo–, le dijo.
– Compadre, mi querido amigo: seguro que porque me apreciás en realidad venís a darme
estos consejos, pero no puedo decir de vos que le apreciás a tus prójimos, estos que son tan
pobres como vos. Vos le preferís a los grandes patrones que tienen mucha plata, y está bien;
sólo espero que ellos también te prefieran a vos; ojalá mi amigo te den un pedazo de tierra
donde escarbar. Al semejante se le demuestra el aprecio por medio de la ayuda y no con
halagos y palabreríos. Vos me decís que por andar con esto no voy a sacar nada; y permitime
preguntarte compadre, ¿vos, por hacer esto, qué vas a sacar?
– Yo… desde luego, no busco ninguna ventaja, compadre; me estoy metiendo entre ustedes en
forma voluntaria, sólo para ver si no arreglan esto amistosamente.
– Y podés estar equivocándote, compadre. El voluntario y el “nacido” (furúnculo) nunca salieron
en lugar apropiado; y después de todo, ya es tiempo que busques alguna ventaja para vos,
compadre; ya estás con edad y tenés muchos hijos.
– Y sí, sólo que vos no sabés, compadre, que estos señores ayudan bastante cuando uno se
ve en aprietos.
– Y así debe ser. Seguro que cuando estamos por morir nos van a dar alguna ayuda para una
muerte decente; pero nosotros necesitamos de cosas que nos pueden dar vida, compadre, y
esas son: la tierra, nuestros dos puños y nuestros compañeros campesinos. Los pudientes
nunca han sido bastones para los pobres, como suele decir Peru’i.
– Y está muy bien, compadre. Ya conozco tu pensamiento y ojalá todo te salga muy bien.
– Y si a mí me sale mal espero que a vos te salga bien, compadre. En ese caso vamos a
cultivar el uno en la chacra del otro.
Cuando el sol iba declinando hacia el poniente montó su caballo el compadre de Losanto y se
despidió. Don Pereira le recibió muy alegre, hasta con palmaditas; mandó preparar mate para
él y se sentó enfrente a preguntarle cosas. Su enorme barriga no cabía en su perezosa. Tenía
muy roja la cara y se le veían las venas a los lados de la frente. Desde la explanada de su casa
se podía ver el campo hasta donde daba la vista. Solo se escuchaban mugidos de vacas y a lo
lejos, en los campos, se veían como ovejitas las vacas esparcidas. Era mentado el dicho que
este señor repetía: “En el cielo se ven las estrellas de Dios, y en el campo las vacas de los
Pereira”. Demasiado mucho dicen que tiene. Se suele decir que el viejo Pereira era un bárbaro
en su juventud y que hasta hoy mismo es tremendo.
– Tenemos que saber quién es el que le anda acaudillando a tu compadre; tiene que haber
alguien; no creo que ande actuando por sí mismo; éste es un sonso que se está dejando
utilizar y tenemos que lograr que deje de ser sonso – le dijo al compadre de Losanto y le regaló
un quesito chillón que parecía una esponja, diciéndole: “para comer con la patrona”.
Al oscurecer salió para su casa. Por el camino escuchó que se inquietaban los teros; las
lechuzas se levantaban de repente de las narices de su caballo y las becadas caían juntas del
cielo como cohetes.
CAPÍTULO XV

Apenas el sol salía cuando un soldado de la policía llegó a la casa de Losanto. Doña Melania
estaba ordeñando vacas en el corral y al ver que se acercaba le dijo a su hijo: – Andá decile a
tu papá que hay gente que viene, y ustedes, los niños, entren todos en la cocina, no vayan a
salir–. Vitó salió al encuentro del visitante y se escuchó este diálogo:
– Buen día.
– Buen día.
– ¿Se encuentra don Losanto Aguilar?
– Él no está, recién salió en busca de sus bueyes.
– Ah sí, y… ¿va a volver pronto?
– Va a tardar sí que un poco, porque se fue lejos. ¿Qué misión te trae junto a él?
– Mi comisario le manda llamar. Quiere conversar con él.
– Y le voy a decir. Yo voy a ir junto a él en la chacra, porque hoy tenemos que arar.
– Pronto quiere que se vaya.
– Y mañana ya ha de irse.
– Bueno, entonces ya me voy otra vez.
– Bueno, amigo.
El soldado le metió espuelas a su matungo y se fue.
– ¿Qué será esto? No me huele bien– dijo Vitó. – Voy a llamarle ya nomás a don Polí y a don
Mecho.
– Sí, y que vengan también Kalaíto y Peru’i – pidió Naíno.
Momentos después ya estaban todos los convocados en la casa de Losanto.
– Éste quiere ponernos una trampa; a mí no me engaña; es demasiada blanca la cuerda de su
trampa – dijo don Mecho. – No conviene que te vayas.
– Pero no puedo dejar de irme. Yo no tengo por qué andar escondido, no tengo nada que
ocultar ni de qué avergonzarme.
– No se trata de eso. A vos te quieren agarrar para debilitarnos – agregó don Polí –. Han de
creer que si a vos te hacen recular, le van a cortar las alas a los mbatovienses. Y no está del
todo errado, porque muchas veces cuando cae el guiador la tropa quiere desbandarse, aunque
no siempre. Nosotros, allá en el Chaco, nunca hemos permitido eso. Cuando nuestro conductor
caía, le reemplazábamos y seguíamos, pero así también le rodeábamos con las mayores
seguridades posibles para que no caiga; ¿verdad don Mecho?
– Es así mismo. Sólo cuando no había caso los muchachos perdían a sus conductores. Y aquí,
nosotros vamos a ser unos inútiles si dejamos que le agarren a nuestro conductor antes de que
se produzca el primer tiro. Estas autoridades jóvenes son unos torpes frente a nosotros, don
Polí; ¿por qué no nos vamos nosotros al pueblo?
– Exactamente. Bien lo dijiste. Vamos sí ya mañana mismo.
Dos viejos de cara labrada fueron llegando juntos al pueblo alrededor de las ocho de la
mañana. El comisario recién estaba tomando mate. Autorizó que pasen junto a él; al ingresar
ellos se le vio sorprendido, pero al tiro se controló y recuperó la normalidad para mostrarse
afable.
– Buen día.
– Buen día.
– ¿Qué tal señor comisario?
– Bien. Ustedes… acaso, ¿no son de Mbatoví?
– Claro que somos, señor Comisario.
– Ah, sí. ¿Y qué les trae por acá?
– Venimos a saber qué se comenta por aquí sobre las inquietudes de los mbatovienses. Capaz
que vos sepas, señor Comisario.
– Yo no sé nada, don; ¿por qué debo saber yo?
– Porque le mandaste llamar a don Losanto Aguilar y entonces nosotros dijimos que tiene que
ser por eso únicamente, porque él no hizo nada fuera de lugar.
– ¿Y por qué no vino él; para qué les manda a ustedes?
– No. No nos manda él; nosotros venimos por propia voluntad. Él es solamente un comisionado
nuestro; por eso, cuando hay alguna necesidad vamos a estar viniendo nosotros
personalmente.
– De modo que ustedes dos son los autores de esa remolineada. Está bien que me entere un
poco.
– Sí, nosotros dos, y… todos los mbatovienses, completito. Es necesario verdaderamente que
nuestra autoridad sepa. Y después de todo, señor Comisario, no hay allá ninguna remolineada.
Sólo estamos pidiendo unas tierras que son del Estado y por el camino de la ley. Eso se va a
aclarar en Asunción, no aquí. Aquí nosotros vamos a mordernos todo de balde. No vamos a
resolver nada. No está en nuestras manos. Allá, las autoridades han de saber qué hacer
cuando el trámite llegue a donde debe llegar.
– ¿Y quién les dijo a ustedes para mover esto?
– La necesidad, señor Comisario. Sólo la necesidad nos obliga a hacer esto. Cada uno de
nosotros tenemos muchos hijos y ya no tenemos lugar para las chacras; nuestros hijos van a
irse todos a otros países mientras nuestro país se va llenando de gringos.
– Están apuntando muy mal. Si verdaderamente quieren las tierras se tienen que ir a comprar
de sus dueños, en vez de querer sacar de balde del prójimo lo que es de él. Nuestras
autoridades no les van a acompañar en estas cosas, sepan eso.
– Por supuesto que vamos a comprar nosotros, y de su propio dueño vamos a comprar. El
verdadero dueño es el Estado Paraguayo; por lo tanto, nadie le va a quitar, de balde, nada a
nadie.
– Eso vamos a ver; aquí a mi me trajeron los títulos de esas tierras; títulos antiguos que
arrancan de aquellas primeras ventas de tierras públicas hechas por el gobierno de Bernardino
Caballero.
– Ah… y….por lo visto son bastante viejos esos documentos que le trajeron. El que nosotros
tenemos es mucho más nuevo.
Así terminó la conversación y rumbearon de vuelta hacia Mbatoví. Cuando ya salían del pueblo
les salió al paso el Pa’i Medina.
– Espérenme el próximo fin de semana en Mbatoví; voy a ir a rezar con ustedes porque
escuché por ahí que se volvieron todos herejes – les dijo.
– Si hay herejes no debe haber mucho, Pa’i; pero de todos modos está bien que te vayas; se te
va a esperar.

******************

A la mañana del día siguiente ya estaba nuevamente por los caminos de la ciudad Kalaíto. Esta
vez le acompaña Peru’i. – Que Losanto ya no salga de Mbatoví – decidieron los vecinos – aquí
va a estar mejor protegido. Como si fuera una alta autoridad Losanto tiene ahora muchos
guardaespaldas, aún cuando él no necesita mucho, porque es un hombre poderoso, capaz de
enfrentar a dos o tres hombres él solo. – Pero no se trata de eso, pues – repetía don Mecho –;
por estas cosas ningún hombre le ataca a uno de frente; para que eso ocurra tiene que tener
un motivo personal, un enojo. El que viene contratado va a estar emboscado, para matar a
traición. Sólo de eso tenemos miedo.
Kalaíto encontró una situación mucho peor en Asunción. En el expediente los terratenientes
arrimaron muchas cosas feas por los mbatovienses. Cueva de gente mala, dicen que es. Gente
de mala conducta, ladrones, borrachos, haraganes y asesinos son los habitantes de Mbatoví.
Ponen como ejemplo que Eulogio Miranda, un joven manso e inofensivo, fue asesinado sin
ningún motivo. Los asesinos son Niká y Kalaíto. Losanto es un tipo que tiene peor conducta
que todos los que pasan por la calle; cuantas chicas jóvenes que hay en Mbatoví tienen hijos
de él; un tipo que no trabaja luego, se pasa haciendo política para congraciarse con sus jefes:
los líderes comunistas. De Peru’i dicen que es un borracho. Don Polí y don Mecho son dos
desertores durante la guerra que ahora se hacen pasar por excombatientes. De los jóvenes
dicen que salen todos de allí simplemente porque no quieren trabajar. Y termina diciendo el
documento presentado, que en Mbatoví, de aquellas tierras del Estado, no queda ni para una
sepultura. Las que fueron expropiadas por el “León rengo” ya fueron totalmente repartidas y
para más ni siquiera les dieron una justa indemnización a sus sacrificados dueños.
– Llegan ustedes en un momento muy oportuno – le dijo el abogado a Kalaíto – Estoy por
contestar esta sarta de intrigas que vienen a decir y me van a tener que ayudar. Empezó a
preguntar sobre vidas y milagros de cada uno de los habitantes de Mbatoví. Al tocarle el turno a
Peru’i, le pregunta a él mismo:
– ¿Y vos, es cierto que le bajás de cuando en cuando lo amargo?
– Cosa amarga yo no tomo, señor doctor – le contestó –. Cosa salada es lo todos los días yo
bebo.
– ¿Cosa salada? ¿Cómo es eso?
– Nuestro sudor y nuestras lágrimas son saladas por igual, y nosotros los que hacemos
trabajos pesados y encima nos alimentamos mal, siempre estamos bebiendo esas cosas para
poder soportar y sobrellevar la vida que llevamos. El escaso fruto de nuestro trabajo y las
tierras que tenían que ser nuestras, hay gente que nos quita y encima se burla de nosotros,
como dice Emiliano. También somos nosotros esos que Teodoro S. Mongelós llama “los
blancos preferido de los latigazos de Dios”. Por lo tanto, es natural que estas cosas digan de
nosotros. Vas a ver ahora, si esta lucha sacamos adelante, nadie va a decir que estos señores
son unos ladrones; van a decir simplemente que se equivocaron. “Sólo del pobre oirán decirse
que es borracho y ladrón”, nos dice claramente Teodoro y es verdad. Nosotros los pobres
somos como la cuerda del ternero, vivimos siempre arrastrados por el suelo.
– Ustedes, los mbatovienses no necesitan luego de abogado; todos son grandes oradores y
filósofos.
– Sin embargo me parece que somos como esas esposas abandonadas, porque hablamos
todo de balde; nadie nos escucha; nadie le da crédito a lo que decimos; por eso es que
necesitamos de una persona como vos, de mente sana y de buen corazón.
– Está muy bien – les dijo –. Me van a esperar unos días para ver qué rumbo tomamos.
Kalaíto salió para la casa de su ex comandante y mientras, Peru’i se sentó a escribir versos de
alabanza dedicados al Abogado de Mbatoví.
El ex jefe de Kalaíto le recibió con mucho aprecio.
– Qué tal Romerito. Por dónde andás – le dijo – Será que siempre sos huidizo. Muchas veces
vos pendejo te escapaste de mí. Estuviste a punto de comprometerme. Ahora, que ya no soy tu
jefe, contame bien de una vez. ¿A dónde te ibas las veces que desaparecías?
– Y a mi valle mi caitán – dijo Kalaíto –. Yo tenía por aquel tiempo una novia secreta y a cada
rato le extrañaba demasiado.
– Oh…juventud paraguaya; con razón pues eras así. Vos llevabas la vida de un auténtico
Pombero. ¿Y ahora, ya te casaste, verdad?
– No. No me casé todavía mi caitán; sigo pombereando un poco.
Después de tres días regresaron. No consiguieron nada.
– De aquí a un mes vamos a llevar el agrimensor y yo mismo voy a ir con él –les dijo el
abogado–.Vayan a prepararse. Que no vaya yo a encontrar machete sin filo, hombres
cobardes, ovejas flacas y mujeres que ponen muchos pretextos.
– Parece que éste así nos va a ir endulzando la boca hasta que se nos acabe la plata y
después nos va a poner cara de esposa de capataz – se fue diciendo Kalaíto.
– No creo – le contestó Peru’i – Este joven tiene buen corazón; yo le tomé muy bien todas las
medidas del cubicaje; vengo muy confiado en él, y yo soy de esos que le conocen a las
personas.
– Si es así, está muy bien – dijo Kalaíto.
En Mbatoví, al saberse las cosas que dijeron los terratenientes, se produjo un fenómeno que
Kalaíto no había esperado. La gente se agrupó como la avispa “kavichiu’i” para defender su
nido. Esos que andaban más esquivos y huidizos vinieron a ponerse a las órdenes de Losanto.
Se pusieron a trabajar como abejas de una colmena. Al principio Kalaíto no quería contar tanto
esas cosas que dijeron; tenía miedo de que los vecinos salgan todos corriendo; se fue
contando de a poco, por partes; después se dio cuenta del efecto que causaba y largó todo el
rollo de una vez, contó con lujo de detalles y hasta le agregaba cosas que podían molestarle
aún más a la gente.
El viejo Lekecho rebuznaba al escuchar lo que dijeron de su hijo Niká con el alegato de que Uló
era muy buena persona.
– Ese viejo Pereira, de cara hinchada como el apepú, es el desgraciado. Tenemos que irnos
nomás ya a hacerle mirar por el dedo gordo de su pie – dijo de repente.
– Pero no pues don Lekecho – le cortó la palabra don Polí – estamos yendo por buen camino.
Hacer esas cosas es carga para encima de nosotros nomás otra vez como dice la vaca al parir
un torito. Las tierras que iban a ser nuestras se van a quedar otra vez a sus hijos y nosotros
vamos a ir a sufrir en la cárcel. No le hagas caso. Todos los habitantes de Mbatoví sabemos
por qué tu hijo Niká hizo lo que hizo. No escuchaste acaso lo que dicen de mí y de don Mecho.
Su propia canasta trasladó sobre nuestras cabezas este miserable, vieja boliviana.
Llegó el fin de semana y también el Padre Medina a Mbatoví. Fue celebrada la misa; se
confesaron algunas mujeres; fueron bautizados varios niños y fue largo el sermón del cura.
– Nunca codiciemos los bienes ajenos ni pretendamos sacarle al dueño – dijo varias veces.
Como ya estaba cargando mucho, salió a preguntarle Losanto:
– Aclaranos un poco este punto, Pa’i. Hay algunas cosas que no son del prójimo; así por
ejemplo las cosas de la patria, del Estado. Esas cosas ¿a quién le corresponde usar?
– Esos bienes tienen que ser pedidos a las autoridades. Ellos deben dar al que necesita – le
dijo– porque son los administradores. Pero eso sí, antes de ir a pedir tenemos que saber bien
primero si es realmente tierra fiscal.
– Aquí nosotros ya sabemos muy bien y también ya le hemos solicitado a las autoridades.
Entonces estamos andando por buen camino. Eso nomás quería saber, gracias padre.
– Sin embargo se dice que ustedes andan queriendo pelear por esas tierras– dijo el cura.
– Eso no es cierto Pa’i – salió a decirle don Polí–. Aquí nadie quiere pelear. Sólo hay mucha
gente que necesita tierra y detrás de eso andamos. Y estamos caminando estrictamente con la
ley. Aquí nadie se va a apartar de la ley que ha puesto Dios y la patria.

– Esas son las cosas que yo quiero escuchar – dijo el Pa’i – y si eso es cierto, no se
preocupen. Si obran con buen corazón, Dios les ayudará.

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