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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

FACULTAD DE PSICOLOGIA

COMISIÓN

DE DOCTORADO

TESIS DE DOCTORADO

TÍTULO: RESPONSABILIDAD Y PSICOSIS. APORTES DEL


PSICOANÁLISIS AL DERECHO PENAL.

DIRECTOR: DR. OSCAR EMILIO SARRULLE

CO-DIRECTOR: DR. OSVALDO LEONARDO DELGADO

CONSEJERO DE ESTUDIOS: DR. OSVALDO LEONARDO


DELGADO

DOCTORANDA: ESP. VERÓNICA LLULL CASADO

CABA.

1° CUATRIMESTRE DE 2014
El último fallo fue encomendado al arbitrio de un loco. De un loco-
repitió- para que la sabiduría de Dios hablara por su boca y avergonzara las
soberbias humanas.
J.L.Borges.

1
Señores:
Las leyes, las costumbres les conceden el derecho de medir el espíritu.
Esta jurisdicción, soberana y terrible ustedes la ejercen con su entendimiento.
No nos hagan reir. La credulidad de los pueblos civilizados, de los
especialistas, de los gobernantes, reviste a la psiquiatría de inexplicables luces
sobrenaturales. La profesión que ustedes ejercen está juzgada de antemano.
No pensamos discutir aquí el valor de esa ciencia, ni la dudosa realidad de las
enfermedades mentales. Pero por cada cien pretendidas patogenias, donde se
desencadena la confusión de la materia y el espíritu, por cada cien
clasificaciones donde las más vagas son también las únicas utilizables,
¿cuántas nobles tentativas se han hecho para acercarse al mundo cerebral, en
el que viven todos aquellos que ustedes han encerrado? ¿Cuántos de ustedes
consideran que el sueño del demente precoz o las imágenes que lo acosan,
son algo más que una ensalada de palabras?
(…) Y no podemos admitir que se impida el libre desenvolvimiento de un
delirio, tan legítimo y lógico, como cualquier otra serie de ideas y de actos
humanos. La represión de las reacciones antisociales es tan quimérica como
inaceptable en principio. Todos los actos individuales son antisociales. Los
locos son las víctimas individuales por excelencia de la dictadura social. (….)
Sin insistir en el carácter verdaderamente genial de las manifestaciones
de ciertos locos, en la medida de nuestra aptitud para estimarlas, afirmamos la
legitimidad absoluta de su concepción de la realidad y de todos los actos que
de ella derivan.
Esperamos que mañana por la mañana, a la hora de la visita médica,
recuerden esto, cuando traten de conversar sin léxico con esos hombres sobre
los cuales –reconózcanlo- sólo tienen la superioridad que da la fuerza.

A. Artaud.

2
INTRODUCCIÓN..................................................................5
ESTADO DEL ARTE............................................................9
Desde el Psicoanálisis: responsabilidad como subjetivación del pasaje
al acto criminal...........................................................................................9
Desde el Psicoanálisis: responsabilidad en términos de coordenadas de
producción................................................................................................11
Desde el Psicoanálisis, el aporte que falta..............................................13
Desde el Derecho: dogmática y procedimiento.......................................15
El cruce: vacío e invención......................................................................17
MARCO TEÓRICO.............................................................18
El problema de la imputabilidad: dos fundamentos diversos para la
responsabilidad........................................................................................18
El problema de la imputabilidad. La enajenación psicótica: lenguaje,
imagen y pulsión......................................................................................22
El problema de la imputabilidad: el campo de la elección forzada y la
dignidad de respuesta.............................................................................27
El problema de la imputabilidad: derecho a juicio y subversión de la
temporalidad............................................................................................30
RESULTADOS...................................................................33
La responsabilidad para la psicosis en el Derecho penal......33
La enajenación a nivel del art. 34 inc. 1º del CPN. Letra y doctrina.. . .33
Introducción de la perspectiva crítica. Planteo de los interrogantes..40
Respecto de la Teoría del Delito: el problema de la imputabilidad.........40
Revisión del procedimiento penal: derecho a juicio. Respecto a la
finalidad de una sanción: la perspectiva de la economía libidinal...........49
Los datos de la clínica..............................................................................62
Recorte clínico. Rechazo de la culpabilidad............................................62
Recorte clínico. Legitimación de la culpabilidad......................................68
Recorte clínico. Interrogación y asunción culpable.................................75
Recorte clínico. Asentimiento y resto de la culpabilidad declarada........78
Cuestiones preliminares para pensar la responsabilidad posible en la
psicosis......................................................................................................83
La noción de sujeto en la psicosis. Fundamento de la responsabilidad
por la acción.............................................................................................83
La neurosis y el sujeto del inconciente................................................83
¿Hay sujeto en la psicosis?.................................................................86
¿Hay sujeto en el T1?..........................................................................91
Variantes de la responsabilidad por el crimen en la
presentación del sujeto en la psicosis.....................................92
Tiempo 2. Conceptualización de las diversas modalidades
de respuesta en la diversidad de presentaciones
clínicas…………………….………………………………………………….92

3
1) Rechazo de la culpabilidad ............... 92
2) Legitimación de la culpabilidad...........................................................97
3) Interrogación y asunción culpable.....................................................102
4) Asentimiento y resto de la culpabilidad declarada............................106
Tiempo 1. Conceptualización de las diversas coordenadas de
realización del pasaje a la acción. Distintas modalizaciones de la
elección forzada......................................................................................109
1) Ausencia subjetiva.............................................................................109
2) Elección forzada: comprensión delirante y heterodeterminación
delirante, pulsional y transitiva...............................................................112
3) Elección forzada: comprensión delirante y heterodeterminación......116
4) Elección forzada: comprensión de la criminalidad y
heterodeterminación..............................................................................121
Relación entre los Tiempos 1 y 2 de la responsabilidad....................125
Interrogantes respecto de la letra del art. 34 inc. 1º y de la
doctrina al respecto. Reformulación de la noción de
enajenación a la luz de los fenómenos de lenguaje, la pulsión
y la especularidad en la psicosis. Otro modo de pensar los
criterios de comprensión y dirección de la acción...............126
Enajenación.............................................................................................127
Crítica al positivismo: Enajenación generalizada..................................127
La enajenación en la psicosis................................................................130
Elección forzada y responsabilidad......................................................133
La perspectiva ética...............................................................................133
El forzamiento en la elección no anula la dimensión ética....................136
Las coordenadas previas del pasaje al acto en la psicosis..................138
Coordenadas del pasaje al campo de la acción en los casos estudiados
...............................................................................................................144
Sujeto en el T1...................................................................................149
Des-absolutización de la enajenación psicótica..................................155
Comprensión de la criminalidad: comprensión delirante......................155
Autodeterminación: heterodeterminación..............................................158
La heterodeterminación transitiva.........................................................158
La heterodeterminación delirante y alucinatoria....................................160
La heterodeterminación pulsional..........................................................161
La heterodeterminación no-toda de la acción y el lugar del sujeto.......163
La pregunta por la responsabilidad.......................................................167
Culpabilidad como precursora de la responsabilidad. Hacia un nuevo
concepto de culpabilidad.......................................................................171
Responsabilidad como tratamiento de la psicosis a la dimensión de
ajenidad....................................................................................................176
Responsabilidad y economía libidinal...................................................182
Derecho a juicio: vaciamiento del goce de la punición......................186
CONCLUSION..................................................................191
ANEXOS...........................................................................198
BIBLIOGRAFÍA................................................................212

4
INTRODUCCIÓN

Esta tesis es el resultado de una investigación que ha centrado su


pregunta en torno de la noción de responsabilidad en el punto en que ésta ha
permitido un cruce paradojal entre el campo del Derecho penal y el del
Psicoanálisis.
La paradoja estuvo dada desde siempre por la tensión que implica el
hecho de que la noción de responsabilidad descansa para una y otra práctica
sobre el concepto de sujeto y, como puede suponerse una y otra difieren
fundamentalmente en la concepción del mismo. Es decir, responsabilidad en
Derecho comporta básicamente un sustento teórico y hasta político
esencialmente diverso que en Psicoanálisis. De lo que puede deducirse
entonces que se trata de un cruce entre discursos que estuvo complicado ya
desde los comienzos.
De igual modo, el concepto de sujeto introdujo también sus
complejizaciones. Ahí donde el Derecho Penal parte de un sujeto
esencialmente fundado sobre la noción de conciencia, pensado
fundamentalmente como agente de sus actos, el Psicoanálisis opera sobre ese
sujeto un descentramiento crucial. Introduce allí la dimensión del inconciente y
con él, la de la pulsión. Elementos con los que plantea una escisión
fundamental del sujeto que lo enajena para siempre de cualquier capacidad de
dominio pleno sobre sus actos y lo sitúa en el lugar mismo del
desconocimiento. Así queda subvertida por el Psicoanálisis la relación misma
entre el sujeto y el acto.
Ha sido precisamente con relación a estas diferencias, en torno de ellas,
a pesar de ellas, y gracias a ellas, que esta investigación ha avanzado en el
plano teórico sirviéndose siempre de los datos de la clínica. Y ha sido en este
campo de una intersección en apariencias imposible en donde se han
delineado los contornos de la pregunta que condujo la investigación hasta este
punto.
¿Cuál ha sido la pregunta que orientó la investigación sirviéndole de
guía? Pues bien, habrá que decir que la misma sufrió alguna variación a lo
largo del recorrido.

5
Inicialmente la pregunta por la responsabilidad estuvo orientada a
brindar elementos que desde el Psicoanálisis le permitan al Derecho penal
revisar los criterios psicológico-médico-jurídicos con los que el art. 34 inc. 1º del
Código Penal establecía el carácter de enajenación y por tanto de
incomprensión de la criminalidad y no dirección de la acción, criterios a partir
de los cuales se decidía la inimputabilidad de un sujeto –en el sentido del
derecho.
Sin embargo, así planteada la cosa, quedaba invisibilizada la hipótesis
sustantiva con la que se elaboraba la hoja de ruta del recorrido de la
investigación: puede haber responsabilidad en la psicosis. Nótese la
particularidad de la formulación de la misma: puede haber. La responsabilidad
se presentaba como una hipótesis que entraba en serie con la vertiente del
acontecimiento, la contingencia, el suceso no necesario, el límite del universal.
La formulación de la hipótesis no planteaba de ese modo un imperativo –de
índole categórica. Por el contrario, introducía la perspectiva de lo posible sin
apelar a la dimensión de lo exigible.
Fue en ese punto que resultó pertinente reformular la pregunta a los
fines de la visibilización de la hipótesis sustantiva con la que se orientaba la
respuesta a la pregunta de la investigación. Así, el problema se recortó de un
modo diverso. Partiendo esta vez del dato de la clínica, que demostraba que
puede haber responsabilidad en la psicosis con relación a la realización de un
crimen por la vía del pasaje precipitado al campo de la acción, entonces la
pregunta se ordenó de otro modo: ¿cuáles pueden ser las variantes de la
responsabilidad en la presentación del sujeto en la psicosis en esos casos?
La pregunta entonces permitió echar luz sobre la hipótesis que
orientaba, desde la penumbra, el camino en la investigación. Sin embargo,
resultaba necesario no perder el eje: es decir, poder situar, al interior del
problema, el otro dato de la realidad –ya no clínica sino judicial- que indicaba
que en virtud de la letra del Código Penal y de la elaboración doctrinal sobre el
mismo, con la formulación del art. 34 inc. 1º como faro, resultaba imposible
vincular el campo de la responsabilidad tal como se planteaba desde la clínica
psicoanalítica y la responsabilidad tal como esta quedaba desconocida a nivel
judicial.

6
Entonces, la formulación de la pregunta requería de la inclusión de las
dos aristas del problema: por un lado la vertiente clínica, como evidencia, y por
el otro, la vertiente judicial, para operar sobre ésta una revisión crítica que se
volvía imperiosa. Así es como se recuperó la pieza inicial de la formulación del
problema: ¿cómo aportar a partir de allí –de la conceptualización de las
distintas variantes de la responsabilidad- elementos con los que revisar los
criterios psicológico-médico-jurídicos del art. 34 inc. 1º del Código Penal de la
Nación y la elaboración que la doctrina penal hizo de los mismos?
Una vez destacadas estas dos piezas del problema, el mismo podía ser
formulado tal y como se presentaba para la investigación: ¿cuáles pueden ser
las variantes de la responsabilidad en la presentación del sujeto en la psicosis
con relación a un crimen realizado bajo la modalidad del pasaje precipitado al
campo de la acción y cómo aportar a partir de allí elementos con los que
revisar los criterios psicológico-médico-jurídicos del art. 34 inc. 1º del Código
Penal de la Nación y la elaboración que la doctrina penal hizo de los mismos?
A partir de allí quedaban delineadas sin más las ideas centrales con las
que organizar el planteo:
1) Puede haber responsabilidad en la psicosis.
2) La misma puede pensarse con relación al momento del hecho y con
posterioridad al mismo.
3) Hay distintas variantes de la responsabilidad que se verifican en
diversos modos de presentación subjetiva.
4) Los criterios de comprensión de la criminalidad y de dirección de la
acción implican a nivel de la letra del Código y fundamentalmente de la doctrina
penal elementos positivistas con los que malinterpretar el campo de la
enajenación mental.
5) La dimensión de ajenidad vinculada al lenguaje en la psicosis no
elimina la dimensión subjetiva y sirve para introducir una revisión a la fórmula
del art. 34 inc. 1º del Código Penal y por tanto de la exceptuación de
imputación y a partir de allí de respuesta a nivel penal a partir de los elementos
del delirio y la alucinación, la alienación transitivista y el campo pulsional.
Con tales ideas se organizaba el mapa de la investigación. Lo objetivos
de la investigación se delinearon entonces respecto de las mismas en el
sentido de delimitar las distintas variantes de la responsabilidad en la

7
presentación subjetiva a partir de los casos para desde allí poder establecer los
elementos con los que aportar una revisión crítica de los criterios de
psicológico-médico-jurídicos del art. 34 inc. 1º del Código Penal de la Nación.
Habiendo llegado hasta aquí resulta fundamental ubicar la perspectiva
metodológica con la que se planteó el camino de la investigación. Así, la misma
se ordenó a partir de un estudio cualitativo de casos recurriendo a un doble
movimiento con relación a la utilización de los mismos.
Se partió entonces de los datos de la clínica en su articulación con la
vertiente judicial. Se trataba de casos que fueron construidos a partir de la toma
de entrevistas a internas alojadas en una unidad penitenciaria psiquiátrica,
todas ellas, detenidas por la comisión de un injusto penal. Tres de los casos,
contaban con un oficio que declaraba la inimputabilidad de la conducta vía art.
34 inc. 1º. Uno solo de ellos, sin embargo, comportaba una sentencia judicial
condenatoria.
Respecto de estos datos, se decidió efectuar, un doble movimiento: por
un lado, se utilizó los casos para demostrar la hipótesis sustantiva del estudio
(puede haber responsabilidad en la psicosis), a modo de ilustración; por otro
lado, y podría decirse paralelamente, se efectuó un movimiento inverso de
conceptualización, esto es, de abstracción a partir de los datos ofrecidos por la
casuística, con el objetivo como ya se ha dicho de, distinguir las distintas
versiones de la responsabilidad en las diferentes presentaciones del sujeto y
asimismo, extraer a partir de allí elementos con los que replantear los criterios
de comprensión de la criminalidad y dirección de la acción de la fórmula del art.
34 inc. 1º del Código. Vale aclarar que, este último movimiento de
conceptualización de las diferentes versiones posibles de la responsabilidad en
la presentación del sujeto, implicó al mismo tiempo, un carácter de
demostración, en tanto, la diferenciación de variantes sirvió para dar cuenta de
la posibilidad efectiva de la responsabilidad del sujeto en la psicosis.

8
ESTADO DEL ARTE

Desde el Psicoanálisis: responsabilidad como subjetivación del pasaje


al acto criminal.

La relación entre la responsabilidad para el Psicoanálisis en el campo de


la psicosis en casos que se vinculan con la realización de un injusto penal con
el Derecho penal mismo hubo sido un tema de interrogación para Lacan a partir
de su propia experiencia clínica. Su tesis doctoral hubo ido en esa dirección
(1932). Años después en la presentación que el autor hiciera ante la XIII
Conferencia de Psicoanalistas de Lengua Francesa (1950) continuó
ocupándose de interrogar la relación existente entre la posición de un sujeto
respecto de lo que quizás pueda denominarse como su acto ilícito (cuando se
trata de un sujeto considerado mentalmente enfermo) –cuestión directamente
atinente a la responsabilidad - y el efecto de su no imputación penal.
La formulación enigmática pero no por ello menos contundente del
mismo autor en sus escritos “de nuestra posición de sujetos somos siempre
responsables” (Lacan, 1965; 837) ha conducido a los practicantes del
Psicoanálisis a levantar la bandera de la responsabilidad o bien, la de la
implicación del sujeto como una consigna ética irrenunciable, aún para el
campo de la psicosis.
Por otra parte, y desde la propia experiencia testimonial, Louis Althusser
ha manifestado la ignominia que ha redoblado el acto de su homicidio: el hecho
de haber recibido el no ha lugar a su declaración, a partir de haber sido
encontrado penalmente inimputable y desde entonces recluido por tiempo
indefinido en un hospicio. (Althusser; 1992)
Entre el planteo apriorístico del sostenimiento del axioma sobre la
responsabilidad a ultranza y el reclamo del filósofo francés, se abre un espacio
intervalar que es necesario por lo menos sostener como lugar de tensión para
poder en ese mismo punto, interrogar las modalidades de otros planteos
posibles.
A partir quizás del propio avance del Psicoanálisis en ámbitos antes
inexplorados, la producción teórica desde sus fueros ha incrementado el
cuestionamiento del tema dando como resultado algunas reflexiones al
respecto.

9
A nivel internacional, cabe destacar el esfuerzo realizado por el jurista
francés Pierre Legendre (1994), quien a lo largo de sus Lecciones interroga el
problema de la responsabilidad en su doble vertiente, bajo la égida jurídica y
desde el campo de la subjetividad. Ha sido este autor quien a partir del crimen
del cabo Lortie realiza una pormenorizada reconstrucción del proceso judicial
que se hubo desarrollado contra el sujeto (acusado del crimen), ubicando con
precisión las escansiones que permiten ordenar el momento de interpelación
subjetiva –a instancias de la escena judicial- y a partir de allí el efecto de
aparición del sujeto como respuesta: dimensión de producción de la
responsabilidad como neo-producida.
En Argentina, Gerez Ambertín (2006) ha sido quien –tomando los
desarrollos del jurista francés -ha intentado interrogar de un modo
sistematizado la relación entre el sujeto y la ley para el campo del Psicoanálisis
y el del Derecho penal. En uno de los trabajos compiladores de la autora antes
mencionada, Carol (2006), tomando la referencia del homicidio realizado por
Althusser, ha contribuido a pensar la relación entre el sujeto y el acto a partir de
ubicar las consecuencias de la declaración de no responsabilidad por la
comisión del ilícito.
De la lectura del libro del filósofo francés antes referido a la luz de
algunas de las formulaciones recortadas líneas arriba, puede extraerse como
saldo el efecto de duplicación que la sanción de no ha lugar –en términos de
denegación de la posibilidad de declaración precisamente a partir de la
suspensión del reproche como acusación- implica sobre el no ha lugar del
sujeto en la estructura del deseo del Otro. En el mismo sentido se desarrolla el
planteo de Embil (2010) quien lee el efecto de duplicación de la declaración de
inimputabilidad sobre el acto homicida del filósofo contemporáneo. Si bien, este
efecto de duplicación se desprende directamente de la referencia al caso
puntual de Althusser, en otro lugar, quien escribe, hubo abordado esta relación
de duplicación por la vía de la acentuación del no ha lugar al reproche (Llull
Casado, 2012). En este artículo la autora recorta la unidad de análisis del
reproche para pensar en uno y otro campo –el jurídico y el del Psicoanálisis- la
relación (de duplicación) que se establece entre la no inscripción psíquica
primordial de uno para la paranoia y la suspensión del otro en el ejercicio de la
administración de justicia.

10
Bugacoff, Czerniuk, Nucenovich & Sneh (2005) han interrogado las
modalidades de respuesta ante el acto criminal que hubieron ensayado
distintos casos célebres de la historia, tomando también los desarrollos de
Legendre. En este sentido, pensar las distintas modalidades de respuesta que
un sujeto puede asumir como posición respecto del crimen acerca estos
desarrollos al eje de esta investigación en el punto en que permite pensar las
diversas modalidades de subjetivación de lo que hubo sido un pasaje al acto
criminal.
En estudios más recientes, los desarrollos de Muñoz (2009) han
realizado aportes para problematizar la cuestión de la responsabilidad del
sujeto ante un pasaje al acto y han avanzado hasta cuestionar un planteo
ontológico de la responsabilidad en estos casos, intentando pensar la
responsabilidad como lectura a realizarse en un segundo tiempo que el del acto
recurriendo a la lógica temporal freudiana (Muñoz, 2011). En estos últimos
desarrollos, se trata de pensar la responsabilidad como una respuesta que
permite pensar precisamente la posición del sujeto frente al crimen, también en
esta línea, en el sentido de habilitar la subjetivación posible, de un pasaje al
acto que como tal, se formula sin sujeto.
En tal sentido, Degano (2011) ha realizado una formulación semejante
sobre la responsabilidad de un sujeto por un crimen por él realizado ahí donde
la lógica paradojal obliga a pensar al sujeto como efecto y en tal sentido
complica la idea de imputación, sobre la que se sostiene el Derecho penal. El
autor entonces aborda la pregunta por la responsabilidad intentando interrogar
mínimamente los criterios jurídicos para la exceptuación de imputabilidad –sin
plantear con relación a esto último ninguna tesis conclusiva, en tanto el eje de
su planteo consiste en desmitificar la eficacia de la imputación jurídico penal
con miras a la producción del sujeto responsable.

Desde el Psicoanálisis: responsabilidad en términos de coordenadas de


producción.
Desde otra perspectiva, y explicitando el desacuerdo con los desarrollos
de Legendre respecto a la concepción de cierto tipos de crímenes como
parricidios, Tendlarz & García (2008) por su parte, también han contribuido al
estudio de la responsabilidad en la psicosis intentando pensar quizás el

11
mecanismo de la producción de ciertos crímenes. Ubicar el mecanismo de
producción del pasaje al acto psicótico en el caso en que éste coincide con al
comisión de un injusto penal permite precisamente situar aquello que de
presenta como ajeno e inasimilable. Y es justamente con relación a ese punto
de ajenidad que como se verá luego, esta investigación habrá de avanzar la
conceptualización de la responsabilidad. En este caso, el planteo de los
autores ha sido, desde otra lectura, la concepción de ciertos crímenes más allá
de la referencia al padre. Los aportes de los mismos han ido en la línea de
pensar algunos crímenes psicóticos como pasajes al acto que apuntan a no
otra cosa que lo que puede nombrarse como la extracción del objeto. La
referencia que comienza situando el kakon tal como Lacan lo trabaja en su
tesis doctoral (1932) y luego en sus escritos (1946; 1948), concluye
soportándose en los desarrollos del seminario 10 de la enseñanza lacaniana.
Por su parte, Tendlarz (1995) hubo realizado una lectura detallada del
artículo de Guiraud que sirviera a Lacan como soporte para la extracción del
kakon como objeto ineludible de referencia en la consideración de ciertos
crímenes psicóticos. Es en este punto en que, situar aquello que se encuentra
en el lugar de la causa del mecanismo de desencadenamiento de ciertos
crímenes psicóticos, abre la puerta para poder pensar la responsabilidad como
tratamiento de aquello que al momento del hecho se presenta como
irremediablemente ajeno en la estructura. En tal sentido, estos desarrollos,
permitirán pensar una perspectiva de la responsabilidad como subjetivación en
el sentido de una respuesta frente a una operación necesaria.
En el escenario psicoanalítico internacional ha sido Maleval (2001) quien
hubo efectuado una articulación con miras a cernir el estatuto de este elemento
por lo menos enigmático que Lacan recorta del texto del psiquiatra francés
(kakon) articulándolo de modo no explícito pero sugerente con la dimensión
pulsional. Es en este punto que, el desarrollo de esta investigación habrá de
servirse de estos planteos teórico-clínicos con los cuales interrogar la posición
del sujeto con relación al goce: sexualidad y cuerpo.
Volviendo al ámbito local, Napolitano (2003) retoma tal como lo propone
Lacan en su lectura del crimen de las hermanas Papin, la hipótesis del
transitivismo sostenido en el estadio del espejo para ubicar el mecanismo que
podría dar cuenta del pasaje al acto criminal puntualmente en la paranoia; en

12
una línea similar, Schlieper (1996) propone la consideración de los crímenes
psicóticos en estricta relación con la constitución del cuerpo y los fenómenos
de transitivismo característicos de la estructura ubicando la ausencia de
legalidad en juego y la dimensión de restitución que implica en esos casos la
posibilidad de subjetivación del acto vía escenario judicial.
En las cuatro últimas referencias consideradas, la interrogación del
crimen psicótico apunta –más allá de ubicar su lugar dentro del entramado
judicial y el enlace con la inimputabilidad- a develar el mecanismo en juego, o
más bien, aquello que puede quedar situado en el lugar de lo que precipita o
desencadena el pasaje al acto. Es precisamente de la lectura de estas dos
referencias que puede extraerse la articulación entre el registro del goce –
situado indistintamente a nivel del cuerpo o del Otro- y el del transitivismo
especular. Se verá posteriormente, la distinción necesaria a introducir entre las
dos dimensiones.
Resulta interesante en este punto traer a colación el planteo que efectúa
Palomera (1996) al considerar que no es posible vincular el crimen psicótico
con el registro pulsional como resorte del pasaje al acto. Quizás haya que leer
en esta postulación una referencia inevitable: la propia letra de Lacan en sus
escritos (1950). Allí el autor afirma la inexistencia de lo que denomina el instinto
criminal y luego avanza hasta postular que no es posible considerar al crimen
como un efecto de un exceso de libido o un desborde pulsional.
Será precisamente con relación a este planteo que quien escribe habrá
de avanzar su investigación, en tanto que la postulación de que no pueda
leerse el crimen como un efecto de debordamiento pulsional implica quizás una
noción del Trieb en términos energéticos, una suerte de concepción ontológica
de la dimensión pulsional, anterior como tal al planteo del montaje pulsional a la
altura del Seminario 11 (Lacan, 1964a) y que lógicamente no ofrece los
elementos necesarios para la ponderación de la estructura del acto y la
ubicación del sujeto con relación a él.

Desde el Psicoanálisis, el aporte que falta.

Pues bien, hasta aquí un somero recorrido por algunos de los autores
que desde el campo del Psicoanálisis se hubieron interesado por pensar la
cuestión de la responsabilidad del sujeto en casos de psicosis que hubieren

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incurrido en acciones delictivas –por ejemplo por la vía de algún pasaje al acto
criminal. El ordenamiento propuesto de la bibliografía consultada consiste en
distinguir la responsabilidad como modo de subjetivación del pasaje al acto
criminal de la responsabilidad en términos de las coordenadas de producción
de un pasaje al acto que parece no poder adscribirse a ningún sujeto.
Nótese que en las distintas referencias ubicadas con relación a la
interrogación del mecanismo de precipitación del pasaje al acto criminal –las
distintas lecturas: referencia al padre, extracción del objeto, transitivismo- se ha
avanzado sobre la interrogación de la responsabilidad como una modalidad de
respuesta o de ubicación del sujeto respecto del acto ilícito. Sin embargo, esto
no ha permitido avanzar ningún aporte significativo al campo del Derecho penal
(ya sea en términos normativos o doctrinales).
La importancia del pasaje por las elaboraciones teóricas respecto del
mecanismo de desencadenamiento del pasaje al acto criminal radica sin dudas
en que la concepción de la responsabilidad como respuesta subjetiva respecto
del crimen no puede producirse sin tocar al menos aquello que lo produjo como
saldo. Una vez más conviene situar que, el rastreo de las referencias
bibliográficas que introducen la pregunta por el mecanismo de producción o
desencadenamiento del crimen psicótico permiten avanzar la conceptualización
de esta investigación en el punto en que habilitan la pregunta por las diversas
modalidades de respuesta, esto es, de subjetivación que el sujeto puede
asumir con relación a lo que se hubo presentado como ajeno e imposible de
asumir como propio al momento de la realización del crimen.
No obstante, resulta imperioso avanzar más allá de la explicitación del
mecanismo –ahí donde las aguas se dividen en torno al parricidio por un lado, y
a la articulación entre real e imaginario por la vía de la extracción del objeto y el
transitivismo especular por otro.
En la lista de las referencias ineludibles, el único autor que se ha
aventurado a articular de manera explícita e inédita hasta entonces el planteo
psicoanalítico y la doctrina jurídica hubo sido Legendre (1994). El resto de los
autores no pasa de reclamar tímida o fervientemente –según el estilo de cada
quien- la posibilidad de no privar al sujeto del encuentro con la verdad que
entraña su acto –cuestionando entonces la declaración de inimputabilidad- sin

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avanzar sobre el punto en que la normativa jurídica o bien la doctrina sobre la
misma funciona como obstáculo.
Se podría objetar en este punto que lo que ocurre en el campo del
Derecho no es materia de injerencia para el Psicoanálisis, sin embargo, se
puede contestar a tal interpelación que, si éste puede ofrecer a aquél
elementos con los que revisar algunos de los criterios que eliden la dimensión
de subjetividad de sus fueros, entonces quizás pueda al menos aportar alguna
noción con la que humanizar su práctica –y en ese punto, la humanización de
la Justicia no debiera ser potestad exclusiva ni privativa de quienes la
administran.

Desde el Derecho: dogmática y procedimiento

Así pues es menester ocuparse ahora de las referencias que sí han


intentado avanzar sobre los puntos de la normativa o bien de la doctrina que
determinan o legitiman discursivamente el mecanismo segregativo de la
inimputabilidad i o bien que han contribuido con sus desarrollos a sostenerlas y
promoverlas. Es preciso señalar que tanto las unas como las otras provienen
del campo de la elaboración doctrinal del Derecho penal.
Con relación a este punto desde el campo del Derecho Penal, diversos
autores (Cabello, 1969; Caballero, 1970; Almeyra, 1977) se han ocupado de la
cuestión de la responsabilidad penal en relación con la in-imputabilidad,
revisando la fórmula psiquiátrico-psicológico-jurídico del artículo 34 inciso 1º del
Código Penal de la Nación. Los mismos, incluyendo los intentos de reforma del
mencionado artículo ii(entre los cuales cabe mencionar el propuesto por Soler
en 1960) –que no han ido sino en la dirección de ampliar el espectro de la in-
imputabilidad, lejos de cuestionarla- no han concluido en otra afirmación que en
–algo que podría ser considerado- un elogio de la letra del artículo y de su
consecuencia -el sostenimiento de la in-imputabilidad como un baluarte.
No obstante, más allá de la fórmula del art. 34 inc.1º en sí, vale la pena
destacar que cierta parte de la elaboración doctrinaria al respecto no ha sido
quizás mucho más crítica. En tal sentido, los desarrollos de Zaffaroni (2002)
han ido siempre en la línea de cuestionar cualquier intento de restitución de las
coordenadas del proceso judicial para quienes el autor considera, deben ser
considerados inimputables, en tanto esto implicaría para con los mismos, una

15
suerte de protección –habría que recordar aquí, el carácter fundamentalmente
sádico que puede sostener el paternalismo, tan cuestionado en el sistema
jurídico de tratamiento de jóvenes en conflicto con la ley penal, llamado allí
tutelar, y tan ignorado en esta temática.
Más recientemente, sin embargo, algunos juristas se han ocupado de
cuestionar la práctica de la administración de justicia en lo concerniente al
campo de la enajenación mental (tal como la nombra la fórmula del art. 34
(Hegglin, 2006), llegando hasta plantear una revisión de la mecánica
procedimental de la misma. El señalamiento de la contradicción inherente al
hecho de exceptuar al enfermo del procesamiento y la imputación penal al
tiempo que se le aplica una medida de seguridad civil cuya traducción práctica
consiste en dictar el encierro del enfermo en una institución penal –cárcel
psiquiátrica- ha sido el eje del develamiento de la incoherencia fundamental del
sistema.
En el ámbito internacional, partiendo de esta contradicción pero yendo
aún más a fondo con el ejercicio revisionista, ha sido Quintero Olivares (1999)
quien se ha esforzado por restituir para el campo de la “anormalidad” en un
sentido amplio (la locura, la debilidad mental…) la condición jurídica de sujetos
de derechos interrogando los fundamentos de la dogmática penal en lo relativo
a la culpabilidad y esencialmente, a los criterios de exceptuación de la
imputabilidad. Su planteo ha avanzado en la línea de la reivindicación del
derecho a juicio para aquel que hubiere realizado un injusto en condiciones
ajustables al marco de la exceptuación tradicional inherente al Código Penal
hasta postular la reformulación de la imputabilidad como presupuesto de la
culpabilidad para reservarla como una decisión a tomarse al final del proceso.
En el ámbito de Argentina, ha sido Sarrulle (2004) quien ha tomado este
planteo consistente en reservar la declaración de inimputabilidad hasta la
instancia final del proceso, preservando el derecho a ser oído en la escena del
juicio y habilitando la dignificación de aquel que padece un sufrimiento psíquico
que lo enajena más allá del campo de la neurosis. La restitución de la
accesibilidad a juicio constituye en este caso el derecho fundamental
contemplado. La referencia al enfoque de Derechos Humanos es en este punto
un elemento central.

16
Sin embargo, su planteo no se hubo agotado en relación con la esfera
procedimental sino que precisamente el mismo avanzó hasta proponer una
revisión de la categoría de culpabilidad a nivel de la dogmática misma. Su
elaboración doctrinaria servirá entonces de plataforma para considerar el
puntapié inicial desde el cual pensar los aportes del Psicoanálisis al Derecho
penal para el campo de la psicosis.

El cruce: vacío e invención

De los desarrollos extractados hasta aquí, es posible concluir que la


perspectiva histórica del tema ha arrojado como saldo una no poco
controvertida elaboración de posiciones clínicas, doctrinales, ideológicas y
políticas. En el recorrido realizado, se ha intentado reseñar de modo sucinto las
distintas posiciones desde las cuales leer la responsabilidad en la psicosis en el
punto de entrecruzamiento del Psicoanálisis y el Derecho penal.
En este sentido, la responsabilidad ha sido planteada en su estricta
relación con la cláusula de la inimputabilidad, sostenida desde un esfuerzo
doctrinario por no cuestionar la segunda a fin de no incidir sobre la primera, o
bien ha sido revisada a la luz de la crítica a la administración de justicia y a sus
soportes ideológico-políticos. A nivel clínico, el recorrido ha deslizado desde la
concepción del crimen con relación a la referencia paterna hasta ubicar el
núcleo duro del mismo, estrechamente vinculado a la dimensión de goce y
articulado al registro imaginario, dejando intocada la cuestión de la
responsabilidad como posición del sujeto en su juntura con la responsabilidad
penal en lo jurídico.
Pues bien entonces, de lo consignado hasta aquí puede recortarse un
punto de vacío fundamental. Nunca se hubo cuestionado en sí misma la letra
del art. 34 inc.1º del Código Penal en lo que hace a los criterios de
exceptuación de la culpabilidad ni la elaboración doctrinaria que se ha hecho
de la misma. Tal como se ha referenciado líneas arriba, los intentos de reforma
de dicho artículo han ido o bien en la línea de su ampliación o bien han sido
relativos a las medidas de seguridad privativas de libertad, pero nunca hubieron
cuestionado per se la formulación positivista que éste entraña.
Desde el campo del Psicoanálisis, esto no ha reclamado tampoco
interés teórico alguno. La responsabilidad del sujeto en casos de psicosis que

17
han ingresado al fuero penal no ha sido hasta ahora interrogada apelando a la
formulación precisa de la letra del Código ni a la elaboración que la doctrina
hizo de la misma. Tampoco se ha intentado –más allá de los casos célebres y
de la tarea emprendida por el propio Legendre- articular la responsabilidad del
sujeto en la psicosis por un crimen como noción teórica con las presentaciones
subjetivas de enfermos que hayan cometido un injusto penal y su abordaje
clínico.
Lejos de pretender en esta investigación avanzar sobre un planteo
estrictamente jurídico, quien escribe propone hacer un uso del material clínico
obtenido en la práctica del Psicoanálisis en el ámbito carcelario-psiquiátrico
para poder desde allí articular la pregunta por la responsabilidad por un crimen
en la psicosis –entendida como noción- y las modalidades de respuesta en las
diversas presentaciones subjetivas –como hecho clínico. Y luego, a partir de
ese saber, recortar desde allí, la formulación del mencionado artículo tal como
la elaboración que la doctrina ha hecho del mismo a los fines de ser leído con
el cristal de los conceptos fundamentales del Psicoanálisis para aportar algún
elemento con el que iluminar desde otra perspectiva la cuestión de la
responsabilidad.
A partir de estas últimas referencias, el esfuerzo de la investigación irá
en el sentido de ubicar los elementos que el Psicoanálisis pueda tomar para
cernir la noción de responsabilidad para la psicosis, valiéndose de la relación
del sujeto al lenguaje (en relación con lo cual se ubicarán los fenómenos
delirantes y alucinatorios) así como del concepto de pulsión y de la noción de
transitivismo y del aporte que estos elementos pueden ofrecer para desmontar
el criterio de enajenación/ajenidad. El problema de la responsabilidad en la
psicosis puede encontrar así una nueva formulación en aras de la inclusión de
la diferencia y en pos de la no segregación.

MARCO TEÓRICO

El problema de la imputabilidad: dos fundamentos diversos para la


responsabilidad
En relación al concepto de responsabilidad penal se considerará
inicialmente, la dimensión de respuesta y por tanto, de interrogación que

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subyace al término. Se habrá de subrayar la condición fundamental de
interpelación que a nivel de la responsabilidad penal supone a un sujeto capaz
de dar razones de lo que ha sido su crimen. A tal fin, se enfatizará
probablemente aquí sobre el íntimo nexo existente en el Derecho Penal entre el
concepto de responsabilidad y culpabilidad.
La imputación como operación de atribución del reproche oficiará allí
como articulación. Así se entenderá como responsable a aquel sujeto que
pueda soportar tal atribución de culpabilidad. Hecho este que permite
cuestionar el lugar reservado allí para aquellos actos psicóticos pasibles de ser
considerados conductas típicas y antijurídicas y aún así no adscribibles a la
categoría de delito, dejados entonces por fuera del procedimiento judicial de
imputación: actos simplemente ilícitos no reconducidos a ningún autor.
Inimputables.
Tal como plantea Zaffaroni (2002) el juicio de culpabilidad tendrá el
beneplácito de vincular –en su formulación misma- al sujeto con su acto. Se
trata de un juicio planteado en términos de reproche por intermedio del cual el
sujeto será confrontado con su acto. El reproche liga inexorablemente acto y
autor. En tanto postula las condiciones de exigibilidad de una conducta
conforme a derecho, el sujeto es culpable en el punto en que es reprochable.
Le es exigible haber actuado conforme al orden jurídico por cuanto pudo haber
motivado su conducta de acuerdo a la norma. Así, un sujeto es culpable
cuando pudo haber evitado obrar del modo en que obró, ahí donde ese obrar
constituye una conducta típica y antijurídica.
Todo el problema radicará en poder determinar bajo qué circunstancias
le resultó imposible al sujeto obrar de otro modo. Efectivamente el eje de la
cuestión se encontrará en poder determinar cuáles serían esas circunstancias
que eximirían al sujeto de respuesta. Es decir, ¿en qué casos puede
efectivamente demostrarse que un sujeto no pudo obrar de otro modo? Aquí se
abre todo un espectro de circunstancias que pueden plantear eventuales
interpelaciones a la letra de la doctrina, interrogando cuáles son esas
condiciones específicas de irreprochabilidad por las que a un sujeto no le sería
exigible haber obrado conforme a derecho, quedando exento de imputación.

19
La elaboración doctrinal sobre la cual se avanzará la crítica (Zaffaroni,
2002) recorta las limitaciones al ámbito de autodeterminación para derivar de
allí las consecuencias sobre la instancia del juicio de culpabilidad:
Este ámbito de autodeterminación está gravemente afectado (a) cuando el
agente opera en una situación de error de prohibición invencible o (b) de
incapacidad psíquica de comprensión de la antijuridicidad de su conducta.
En ninguno de ambos casos (previstos en el inc. Iª del art. 34 del C.P.) el
agente puede decidir válidamente, puesto que no le es exigible el
reconocimiento de la naturaleza antijurídica de lo que realiza. (Zaffaroni,
2002; 675)
Interesa resaltar el segundo punto. El ámbito de autodeterminación
queda directamente vinculado a algo que es nombrado como capacidad
psíquica de comprensión de la antijuridicidad. Entonces, la responsabilidad
penal queda vinculada al ámbito de la autodeterminación y éste último por su
parte, aparece estrechamente relacionado con la comprensión de la juridicidad.
Comprensión en términos de valoración de la norma. Cabe entonces
preguntar: ¿cuál es el elemento que hace suponer al Derecho Penal que el
enfermo enajenado no podría comprender, es decir, valorar el alcance de la
norma jurídica? Habrá para eso que interrogar el estatuto de la enajenación.
Pero antes de dar ese paso, será preciso establecer los elementos a
partir de los cuales pensar la responsabilidad en el campo del Psicoanálisis. La
noción de responsabilidad para el Psicoanálisis implica la consideración de la
misma tal como ésta es pensada por Freud. En las notas adicionales que el
autor agregara a La interpretación de los sueños, el mismo dedica todo un
capítulo de su artículo a interrogar el problema de la responsabilidad –tal como
lo formula- en relación al contenido de los sueños. Explicita sin demasiados
rodeos: “desde luego, uno debe considerarse responsable por sus mociones
oníricas malas” (1925; 135) y de un modo argumentativo brillante enuncia la
posición del Psicoanálisis con relación a la responsabilidad del sujeto por
aquello que –extraño al reconocimiento yoico- produce efectos en él. Así
despliega su argumentación:
Si el contenido del sueño no es el envío de un espíritu extraño, es una parte
de mi ser; si de acuerdo con criterios sociales quiero clasificar como buenas
o malas las aspiraciones que encuentro en mí debo asumir la

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responsabilidad por ambas clases, y si para defenderme digo que lo
desconocido inconciente, reprimido que hay en mí, no es mi “yo”, no me
sitúo en el terreno del psicoanálisis, no he aceptado sus conclusiones (…)
eso desmentido por mí no sólo está en mí sino que en ocasiones también
produce efectos desde mí (…) es verdad que en el sentido metapsicológico
esto reprimido malo no pertenece a mi “yo” sino a un “ello” sobre el que se
asienta mi yo. Pero este yo se ha desarrollado desde el ello, forma una
unidad biológica con él… (Freud, 1925; 135)
Cabría entonces preguntar: ¿será posible extender esta formulación que
Freud realiza con relación a la responsabilidad por el contenido de los sueños a
lo que podría denominarse la responsabilidad por las acciones? Se verá luego
en el desarrollo de la investigación, que la particularidad del crimen psicótico va
a introducir al lector en una dimensión diversa de la acción, aquella que
introduce, la complejización de la lógica: el campo del pasaje al acto.
Si bien existe una notable diferencia entre una formación del inconciente
(tal como un sueño, un lapsus, un chiste, un síntoma) y algo que responde a la
dimensión de la acción, lo cierto es que, resulta interesante interrogar al
menos la pertinencia de hacer extensiva esta explicitación freudiana para las
distintas acciones que atraviesan la vida de un sujeto y que pueden
presentársele a éste como ajenas, extrañas e irreconocibles –incluso
irreintegrables- para la integridad yoica. Ahora bien, desprendido de la ética
freudiana, ¿no podría decirse acaso que, también por las acciones
incomprensibles para la unidad yoica, es necesario postular la responsabilidad
como modo de ubicación del sujeto?
En este sentido, ésta sería la perspectiva desde la cual considerar la
responsabilidad de un sujeto por un crimen realizado bajo la modalidad del
pasaje precipitado al campo de la acción en la psicosis –entendiendo que como
tal, el mismo no implica propiamente la estructura de un acto, sostenido en el
deseo, sino una suerte de conclusión apresurada, vinculada al campo de la
pulsión y a los pormenores de la relación del sujeto al lenguaje y su imagen
especular.
Si con Freud es posible enunciar la responsabilidad como posición del
sujeto con relación al deseo, qué decir de la posición del sujeto en relación al
goce que lo habita, y aún más, cómo pensar la particularidad que haya para

21
esto en la psicosis, ¿no habrá que pensar quizás que eso tan íntimo y tan ajeno
–al mismo tiempo- sitúa el fundamento de la diferencia y ubica desde allí todo
rechazo del diferente como segregación?
¿No implicaría este planteo empezar a pensar un esclarecimiento
posible de la tan remanida frase lacaniana respecto a la responsabilidad
atinente a la posición de sujeto?
El Psicoanálisis piensa al sujeto habitado por una singularidad que lo
diferencia de los otros y lo sitúa como inicialmente Otro para sí mismo. En esa
dimensión de ajenidad imposible de asumir es posible ubicar el campo de la
psicosis y el cúmulo de actos ilícitos adscriptos por el Derecho a ningún sujeto,
dejados sencillamente en el oscuro territorio de la in-imputabilidad.

El problema de la imputabilidad. La enajenación psicótica: lenguaje,


imagen y pulsión.
Llegados a este punto, ahora sí resulta pertinente apelar a la categoría
de enajenación a fin de esclarecer los planteos respecto al orden de la
imputación. La investigación se servirá para esto de los siguientes aportes
fundamentales. Por un lado resulta crucial recurrir al planteo crítico de las
elaboraciones de Legendre. El autor sitúa el eje de la interrogación sobre el
asunto de las facultas deliberandi (Legendre, 1994; 46), tomadas del discurso
escolástico y en relación con las cuales se asienta el problema de la capacidad
de un sujeto para distinguir entre el bien y el mal. El sentido de esta división de
valores radica en la puesta en relación con lo que el jurista menciona como
principio de causalidad y que sólo se fundamenta en su raigambre fundacional:
el Principio de Razón, construcción social que ordena la institución de la
legalidad y delimita el contorno de lo prohibido.
Ahora bien, el autor francés no desconoce el lugar del inconciente.
Podría decirse sin ánimos de abusar del concepto, que en su formulación del
principio de Razón, éste no desconoce la subversión freudiana y sus
consecuencias (Delgado, 2005) Es decir, que en la construcción del principio
de Razón, Legendre incluye los alcances de un saber no sabido por el sujeto,
esto es, la dimensión de la eficacia de eso que lo habita más allá de su
conciencia. En este mismo orden, es que el autor retoma la concepción

22
escolástica del crimen como un acto sabido y en relación a esto, plantea su giro
fundamental:
El descubrimiento del inconciente nos ha enseñado que la culpabilidad
subjetiva no nos es accesible por la cientificación objetivista, sino por una
interrogación del saber a media luz del que está poseído todo sujeto antes
que el mismo lo posea, y que determina en cada uno el modo mediante el
cual toma consistencia su relación con el homicidio… (Legendre, 1994; 50)
La interrogación de ese saber a media luz es la clave del planteo del
jurista antes citado. Es decir, se trata de reformular el alcance del principio de
Razón. Aunque no sea éste exactamente el planteo de Legendre, al menos
constituye para el desarrollo de esta investigación una plataforma de
lanzamiento a partir de la cual comenzar a reordenar la noción de comprensión
sobre la que radica el planteo de la in-imputabilidad penal de una acción con
relación a un sujeto.
Esto es, incluir la subversión que el inconciente y su dimensión de
eficacia (es decir, su capacidad para determinar efectos sobre la conducta del
hombre) operan sobre la noción de Razón tal como ésta fuera concebida por la
modernidad, implica necesariamente reconsiderar el alcance de la comprensión
del bien y el mal, tal como ésta es planteada a nivel del Código Penal. Es decir,
la dimensión de eficacia del inconciente en su punto de retorno de un saber no-
sabido (reprimido), vale para pensar el campo de la neurosis. Sirve entonces
para obligar al sujeto neurótico a responder por un acto que le resulte ajeno
pero no por eso, menos propio.
En la misma línea de los desarrollos internacionales es necesario situar
el planteo del jurista argentino Sarrulle quien avala la tesis de incluir los aportes
del Psicoanálisis al campo del Derecho penal en lo que hace al concepto de
inconciente y su esclarecimiento de la noción de culpabilidad. Al afirmar que
no es posible reducir la interpretación del fenómeno psíquico al plano de la
conciencia, postulando: “no es sino una pretensión insostenible el exigir que
todo lo que sucede en el plano psíquico haya de ser conocido por la
conciencia” (Sarrulle, 2001, 86) en una clara indicación respecto de la
necesidad de recurrir al concepto de inconciente para el justo esclarecimiento
de la imputabilidad penal.

23
Ahora bien, esta reivindicación del retorno de un saber a media luz,
inconciente, no sabido por el sujeto, no alcanza para dar cuenta de la
dimensión inherente a la responsabilidad en la psicosis –aunque implica ya un
giro sobre el fondo positivista del criterio de la comprensión.
Es en este punto que resulta de vital importancia adelantar un nuevo
aporte esclarecedor que permita iluminar el enfoque desde otra óptica. Será
necesario apelar a la relación del sujeto al lenguaje para poder dar cuenta del
movimiento a realizar. Se trata para la psicosis de una relación de enajenación
radical. Cuando Lacan (1956) interroga el fenómeno elemental de la psicosis –y
en este punto delirio y alucinación tienen el mismo estatuto- lo hace a partir de
situar la alienación inaugural del psicótico a través del lenguaje. Allí, el Otro,
como lugar de una verdad en el que puede articularse un saber, se presenta
como esencialmente excluido. Tal exclusión del Otro como lugar de la Alteridad,
conlleva a partir de aquí, los desarreglos fundamentales del sujeto con el
significante.
Así, del saber reprimido, es necesario efectuar un movimiento, un salto
quizás, hacia otro saber, esta vez, rechazado, no reconocido en el registro
simbólico. Las consecuencias de esta operación de rechazo o no
reconocimiento del saber en el plano de lo simbólico, aparecerán
fundamentalmente manifestadas en la relación del sujeto al campo del goce,
esto es, de la sexualidad. Así, el delirio, e incluso la alucinación, como
fenómenos elementales de la estructura, vendrán a dar cuenta del tratamiento
posible, esto es, de la respuesta que el ser hablante puede encontrar para
hacer con una satisfacción que no se ordena según el campo del principio del
placer.
Entonces, retomando la pregunta esbozada líneas arriba respecto a la
legitimidad de extender la pregunta por la responsabilidad más allá del campo
de las formaciones del inconciente, cabe ahora preguntar: ¿es posible pensar
con relación al campo de la acción y más precisamente, del pasaje al acto en la
psicosis, una dimensión de responsabilidad no vinculada con un saber
reprimido inconciente sino con un saber que retorna delirante o
alucinatoriamente o bien que, quedando por fuera del entramado de los
fenómenos elementales, se presenta directamente con relación al campo de la
pulsión y el espejo?

24
Lacan (1932) retoma de Guiraud un elemento que habrá de adquirir
cierto peso en la conceptualización psicopatológica de lo que en la psiquiatría
francesa se nombra como homicidios inmotivados: el kakon, el elemento que
como tal no excluye cierta referencia al mal. Dicho elemento, retomado luego
en dos presentaciones posterioriores de Lacan (1946; 1948), adquiere un cierto
estatuto con relación a algo que habita el ser del sujeto desde una ubicación
topológica muy particular. Será precisamente con relación a ese algo (kakon)
que Lacan, siguiendo a su colega francés, postulará el resorte del pasaje al
acto homicida en la psicosis denominado por entonces como inmotivado.
Tendlarz (1995) retoma el planteo lacaniano siguiendo la pista de
Guiraud, y valiéndose de una referencia de Miller postula al kakon como el
objeto éxtimo para el sujeto. Una suerte de elemento que borra como tal la
diferencia espacial entre interno-externo. ¿Podría acaso agregarse además
otro par de contrarios encontrados: propio –ajeno?
Maleval (2001) avanza una tesis respecto de la inmotivación del crimen
donde adquiere especial relevancia el lugar central del objeto dentro de la
estructura del pasaje al acto criminal. Es allí donde postula la equivalencia
nominal del kakon, el ello freudiano y el objeto a lacaniano como distintas
formas de cernir un real no especularizable iii. La pulsión tiene en este planteo
un lugar ad-hoc no menos destacable. Así el autor señala:
El crimen inmotivado es efectivamente como el delirio un intento de
curación, constituye “un esfuerzo de liberación de la enfermedad traspuesto
patológicamente en el mundo exterior” afirman Giraud y Cailleux citados en
Maleval (2001). En términos psicoanalíticos manifiesta un intento de hacer
advenir la castración simbólica, se trata de un intento de sustracción del objeto
a, causa del deseo. El psicótico lo indica claramente aún cuando es impelido a
arrancar el objeto parcial de la pulsión en el cuerpo de sus víctimas… Por cierto
el sujeto ignora eso pero hay en la estructura un saber que lo orienta sin
saberlo él. (Maleval, 2001)
Más adelante en el texto el autor afirmará: “el transitivismo es inherente
a las violencias del psicótico” (Maleval, 2001), con lo cual no hará otra cosa que
precisar el mecanismo con el cual él está leyendo el desencadenamiento del
pasaje al acto: se trata del pasaje del registro de lo real a lo imaginario
especular sin el anudamiento y al mismo tiempo el corte que posibilitaría la

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operación de lo simbólico. Precisamente allí donde Maleval (2001) destaca que
se trata de un objeto no especularizable, resulta necesario mencionar que allí
radica el núcleo central de ciertos pasajes al acto psicóticos héterolesivos.
Estos se desencadenan precisamente ahí donde el objeto se especulariza. Ese
objeto que debiera estar perdido y no lo está, pasa al campo del semejante –y
de allí es de donde hay que extraerlo.
La evidencia argumentativa introduce la necesidad de un movimiento
más. Acorde a la distinción que Lacan realiza entre lo inconciente –formalizado
con la estructura del lenguaje, es decir, de la cadena significante- y lo pulsional-
en los términos en que tempranamente Freud ordenara la lógica de la
satisfacción masoquista- es dable extender la reformulación de la noción de
comprensión de la criminalidad y con ella del criterio de autodeterminación de
la acción hasta incluir el empuje de la satisfacción y plantear entonces al
crimen como una respuesta posible.
He ahí las vicisitudes derivadas de la extranjeridad del sujeto con
relación al campo del lenguaje, ahí donde esta enajenación se presenta como
una alienación más radical que la puede pensarse para el campo de la
neurosis.
La presente investigación intentará señalar el camino metodológico que
puede conducir a enlazar la extimidad del objeto kakon con la pulsión y su
articulación a lo imaginario especular y desde allí encontrar nuevos elementos
que sirvan para pensar la enajenación particular de la psicosis para desde ahí
pensar el estatuto de la responsabilidad para esta última. El delirio vendrá a
aportar una significación central que permitirá enlazar el campo pulsional y el
campo transitivo especular. Resultará interesante apuntar cómo desde esta
perspectiva, el delirio no abolirá sin embargo, la dimensión de la comprensión
ni el campo de autodeterminación necesarias para hacer lugar a la
responsabilidad. ¿Qué decir al respecto del fenómeno alucinatorio?
Sólo la inclusión de la dimensión puramente pulsional en los términos en
los que Lacan plantea su montaje sobre los cuatro elementos (Lacan, 1964) y
su compleja articulación con la dimensión del transitivismo especular y con
relación a esto, la presencia del elemento del delirio, permitirá un justo
esclarecimiento de la cuestión de la responsabilidad psicótica y las vías de
interpelación del sujeto en relación al acto en estos casos. La enajenación del

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sujeto con relación al lenguaje, y a partir de allí, su particular ordenamiento
pulsional y su modo también particular de articulación con lo imaginario-
especular por la vía de la trama delirante en la psicosis oficiará aquí de
elemento rector.

El problema de la imputabilidad: el campo de la elección forzada y la


dignidad de respuesta.
Así habrán de recortarse los distintos aportes que el Psicoanálisis ha
hecho respecto de la teorización del crimen especialmente cuando éste se
hubiere presentado bajo la modalidad del pasaje al acto. En tal sentido los
avances han ido en la línea de aislar el mecanismo de producción del mismo.
Es en relación a esto que un recorrido por la lógica del pasaje al acto
criminal en la psicosis –y su mecanismo de desencadenamiento- puede venir a
aportar elementos con los que cernir los bordes de la responsabilidad como
efecto de la posición del sujeto que emerge después del acto, y que permite
pensar su posición –y la posibilidad o no de subjetivación de aquello que se
hubo presentado como ajeno.
Muñoz (2009) ha sido quien más precisamente se ha ocupado de extraer
la lógica de la noción de pasaje al acto tal como ésta hubo sido elaborada por
Lacan a lo largo de su enseñanza. Sin embargo, existen otros antecedentes
que –aunque carentes de la sistematización y el ordenamiento en la lectura,
respondiendo más bien a una lógica más selectiva o de recorte de una u otra
vertiente- han contribuido a su modo a dilucidar el movimiento de
desencadenamiento del pasaje al acto cuando éste hubo implicado consigo la
comisión de un acto ilícito.
A partir de aquí se habrá de tratar de encontrar un ordenamiento posible
para la lectura de las diversas orientaciones en la teorización del mecanismo
de producción del crimen como pasaje al acto. Partiendo de diversos referentes
clínicos los diferentes autores plantean lecturas distintas. Sin embargo, es
posible proponer un ordenamiento en la conceptualización que se ha hecho del
mecanismo de producción del crimen que se realiza bajo la forma de la
precipitación al acto esencialmente con relación a dos operatorias disímiles.
Así por un lado es posible extraer la afirmación que realiza Legendre
(1994) en su postulación del crimen como parricidio –cuyo referente clínico es

27
un homicidio realizado como un pasaje al acto psicótico- mientras por otro lado
es dable aceptar la tesis que postulan Tendlarz & García (2008) cuando
sostienen que no existen crímenes de referencia y que es necesario ir más allá
de la referencia al padre hasta avanzar en la formulación del mecanismo con
relación al campo del goce y la extracción del objeto a. En este segundo
ordenamiento es posible ubicar también las referencias al transitivismo
psicótico (Schlieper, 1996).
Maleval (2001) es un autor que puede sin embargo oficiar aquí de
bisagra entre ambas lecturas en tanto sostiene por un lado la referencia al
padre –en tanto nombre que opera la castración como corte- y al mismo tiempo
ubica al pasaje al acto criminal en un más allá del sentido, apuntando a cernir
el objeto inconmensurable e enigmático en juego. Las referencias al
transitivismo especular en la psicosis y a la dimensión pulsional misma no
están ausentes en su planteo.
Ahora bien, habiendo ubicado las referencias que permiten pensar el
mecanismo de desencadenamiento del pasaje al acto criminal en la psicosis,
será necesario retomar el planteo con relación al problema de la respuesta del
sujeto cuando el crimen ya hubo acontecido, entendiendo que es precisamente
a partir de estas respuestas que es posible pensar qué pudo haber ocurrido a
nivel del tiempo de la realización del crimen. Con relación a este punto, dos
referencias lacanianas al respecto oficiarán de norte.
En la primera de ellas, el autor ubica el aporte que el psicoanálisis puede
brindar al esclarecimiento de las coordenadas de la responsabilidad del sujeto
por un crimen. La ironía sobre la función del experto perito no ahorra la
evocación del planteo de Foucault al respecto (Foucault, 1975a):
…queda en manos del experto un poder discrecional en la dosificación de la
pena, a poco que se sirva del agregado añadido por la ley, para su propio uso,
al artículo 64 del código. Pero con el mero instrumento de ese artículo si bien
no puede responder del carácter compulsivo de la fuerza que ha arrastrado al
acto del sujeto, al menos puede indagar quien ha sufrido la compulsión. Pero a
una pregunta como esa únicamente el psicoanalista puede responder, en la
medida que únicamente él posee una experiencia dialéctica del sujeto. (Lacan,
1950; 131)

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Nótese en tal afirmación la contundencia lacaniana al avanzar su tesis
respecto a la lectura que el Psicoanálisis puede hacer sobre el crimen. El
señalamiento de Lacan de la pregunta por el sujeto que ha sido objeto de la
compulsión que ha conducido al pasaje al acto permite introducir otra pregunta:
la interrogación por el estatuto del sujeto con relación a la realización de un
pasaje al acto.
Una segunda referencia, se encuentra en la tesis doctoral de Lacan, en
la que, el mismo, tomando un artículo de Legrand du Saulle, reivindica la
dignidad de la interpelación del sujeto en cuanto a su responsabilidad por el
crimen. Lacan cita al autor:
Nuestra intervención en los asuntos criminales tiene como móvil principal
analizar las acciones que siguen siendo imputables y determinar, en la medida
de lo posible, la suma de inteligencia (de motivación comprensible diríamos
más bien nosotros (N. del A.)) que existía en poder del acusado en el momento
de la realización del delito o de la perpetración del crimen”. Más adelante se
asombra de “que algunos autores eminentes hayan podido considerar la
responsabilidad parcial o proporcional como una imposibilidad. (Lacan, 1932;
341)
Una vez más, el planteo lacaniano avanza en la línea de la dignificación
de la dimensión de responsabilidad del sujeto incluso circunscribiendo la
interrogación a la escena del crimen, o lo que el Derecho nombra como ‘el
momento del hecho’. Es decir, aún cuando haya que introducir la pregunta por
el estatuto del sujeto que al momento del pasaje a la acción sufre la compulsión
que lo empuja a la realización del crimen, sin embargo, aún en esas
circunstancias, el autor considera la necesariedad de no abolir allí la dimensión
de interrogación a los efectos de que pueda emerger la posición del sujeto en
tanto respuesta: responsabilidad.
No en otra línea se orienta Legendre (1994), cuando plantea lo que ha
dado en llamar la función clínica del derecho. La misma supone una eficacia
propia inherente al proceso penal en el punto de introducir una escena de
triangulación. El sujeto, el reproche jurídico, y el juez como tercero imparcial. El
efecto no es otro que el efecto de subjetivación. La respuesta que el sujeto
asume con relación a la imputación le permite al mismo apropiarse del acto por
el que se lo juzga y reconocerse en la realización de eso que pudo haber sido

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sin él, al menos, sin su conciencia. La propuesta de sostener la función clínica
del derecho se desprende del análisis pormenorizado de un crimen psicótico
llevado a juicio.
En este punto, resulta de valioso interés retomar una reciente objeción a
este planteo. Degano (2011) postula que la misma, se asienta al menos sobre
un error: considerar que el Juez representa para el sujeto –de la imputación
penal- un elemento tercero que introduce allí la dimensión de Alteridad. Sin
embargo, cabe destacar que la objeción esgrimida contra el planteo de
Legendre tiene al menos un desacierto: para ensayar tal argumentación se
basa en los casos que no se presentan por la vía de la excepción penal, sino
aquellos que regularmente son llevados a juicio sin implicar por tanto ninguna
pregunta respecto a la condición de “enajenado” del autor. Se trata por tanto,
de una extrapolación no atribuible a Legendre.
Ha habido autores (Gerez Ambertín, 2004) que sí han intentado avanzar
una correlación efectiva entre la aplicación de la pena y los efectos de la
subjetivación de un delito; sin embargo, hay que aclarar que, cuando Legendre
(1994) arriba a la conclusión que denomina función clínica del derecho lo hace
a partir de desprender su estudio de lo que constituye sin dudas un caso de
psicosis. Con lo cual, la cautela obliga a limitar el planteo para ese tipo de
casos. Sólo así será posible no hacer recaer sobre el autor, objeciones
infundadas metodológicamente.
En tal sentido, el uso que pueda hacerse en el marco de esta
investigación de la noción de función clínica del derecho, no estará ligada a
ningún universal sino que se entenderá más bien como un efecto que puede o
no producirse, en función de las coordenadas del caso, es decir, vez a vez.

El problema de la imputabilidad: derecho a juicio y subversión de la


temporalidad.
Ahora bien, en el campo del Derecho penal esta función clínica del
derecho ha sido fuertemente desestimada por el propio jurista argentino
Eugenio Zaffaroni (2002). Así, el argumento central con que el autor cuestiona
–sin referirlo explícitamente pero aludiendo a la conceptualización de
Legendre- es el de que, la finalidad del derecho es estrictamente normativa y
que no puede asignársele a éste una función vinculada a la subjetividad.

30
Argumento que recuerda mucho la lógica sadiana que Lacan (1963a) extrae del
propio Kant -ahí donde el rigor del imperativo categórico universal apunta al
rechazo y la desestimación de lo singular, aunque éste conlleve, el
padecimiento subjetivo (Kant, 1788).
Sin embargo, la rigurosidad del campo del Derecho penal no imposibilita
la humanización del mismo. Así, esta función clínica del derecho ha sido
revalorizada por otro jurista argentino (Sarrulle, 2004) en el punto en que
permite pensar, la dignificación del sujeto en relación con la asunción de una
posición responsable, una vez más, sin ánimos de constituir con ella ningún
universal y mucho menos, un imperativo.
En una línea similar quizás haya que situar los argumentos desplegados
por el jurista español Quintero Olivares cuando avanza sobre la necesidad de
reconsiderar el sentido del proceso penal para alojar allí la dignidad del loco
como imputable (1999). El autor no apela allí a la dimensión de eficacia clínica
posible para el derecho sino que limita su argumentación al campo jurídico. Así
el jurista distingue dos concepciones diversas del proceso penal. Por una parte,
una que considera al mismo como parte del sistema represivo y conforme a
esto, dentro de ese planteo, la declaración de inimputabilidad que deja a un
individuo por fuera del acceso a juicio, constituye no otra cosa que un inmenso
favor y algo así como una suerte de protección frente al avance punitivo del
Estado. Es fácil deducir que los planteos de Zaffaroni (2002) no pueden menos
que encuadrarse dentro de esta perspectiva. Y por otra parte, la perspectiva a
la cual adhiere el autor, por la que, el proceso penal se entiende como un
examen de la pretensión punitiva y de la de defensa y dentro de la cual, la
declaración de inimputabilidad debe comprenderse como el saldo que se
desprende de la lectura del juez en la valoración de la capacidad del individuo
que ha realizado el injusto para comprender el sentido del proceso y de la
reacción punitiva. (Quintero Olivares, 1999)
De tal modo, y desarrollando una interesante crítica al elemento de la
imputabilidad como presupuesto de la culpabilidad –dentro del armazón
dogmático de la teoría del delito- el autor plantea la necesidad de reservar
hasta el final del proceso la decisión jurídico-penal de declarar a alguien como
incapaz de culpabilidad, planteando que tal decisión no puede realizarse a

31
priori, antes de otorgarle al sujeto la posibilidad de que su conducta sea
analizada conforme a la técnica procesal. Es en este sentido que afirma:
La imputabilidad, si de verdad queremos que sea un concepto interpretado a
la luz del respeto a la dignidad del ser humano y de la igualdad ante las
personas, ha de ser entendida únicamente y no es poco, como capacidad para
comprender el significado del proceso penal. En ese marco la persona a la que
se juzga ha de entender que está respondiendo de sus actos ante sus
conciudadanos precisamente porque él mismo lo es, y excluirle del derecho a
ser juzgado como cualquier otro ser humano es lo mismo que negarle su
dignidad. Ha pasado ya demasiado tiempo para que podamos todavía caer en
la ingenuidad de decir que el etiquetamiento como persona mentalmente
anormal e inimputable es una especie de favor o de trato privilegiado, pues no
es así (Quintero Olivares, 1999; 160-161).
Por último, es necesario resaltar la cláusula temporal de la fórmula del
art. 34 inc. 1º “al momento del hecho” –que, tal como puede deducirse de la
cita extraída del texto de Lacan, no es una cláusula privativa del derecho
argentino, sino compartida al menos, con el derecho francés y el español- para
destacar que, tal como se desprende de la lógica argumental hasta aquí
desarrollada, la responsabilidad en Psicoanálisis pensada lógica y clínicamente
en un segundo tiempo resignifica el estatuto de la responsabilidad en el tiempo
1, también referido como ‘el momento del hecho’.
En tal sentido postula Muñoz (2011), la responsabilidad como operación
de lectura constituye un movimiento que sólo puede operarse en un tiempo 2
respecto del acto. No es ésta la concepción que el Derecho Penal tiene de la
noción de responsabilidad la cual implica como tal, una sanción que –
produciéndose en un segundo tiempo queda sin embargo completamente
reducida a las condiciones de realización del acto en un tiempo 1, sin
contemplar la posibilidad de incluir los elementos que surgen en el tiempo 2.
Por tanto, la noción de responsabilidad esclarecida a partir de la
temporalidad freudiana, complejiza la linealidad de la responsabilidad para el
Derecho, introduciendo una complicación que –como todo obstáculo- enriquece
el planteo del problema. De este modo, los aportes que el Psicoanálisis pueda
realizar para pensar la responsabilidad del sujeto en la psicosis con relación a
un crimen estarán atravesados por esta escansión de la temporalidad en dos

32
momentos e implicarán una complejización de la temporalidad lineal del
Derecho.
Y más aún, los datos de la clínica servirán para aportar, desde ese
tiempo 2 respecto del crimen, una lectura que permitirá localizar la dimensión
del sujeto ya a nivel del tiempo 1. Esto es, al menos tres de los diversos
recortes clínicos permitirán ubicar la presencia del sujeto, efecto de la
interpelación a nivel del primer tiempo, tal como éste se lee desde el tiempo 2.
Así, los avances de este estudio tendrán en el horizonte, la
responsabilidad como la respuesta que el sujeto puede ofrecer en ese tiempo a
posteriori del acto y que le permite adoptar en relación a él, no otra cosa que
alguna posición subjetiva. Las diversas modalidades de respuesta implicarán
diferentes modos de implicación del sujeto –llegando en algunos casos hasta
la posición de rechazo de la implicación, formulada como inocencia.
Sin embargo, tal elaboración en un tiempo 2, no elimina la posibilidad de
efectuar una localización del sujeto a nivel del tiempo 1, como el tiempo del
crimen. Habrá que encontrar entonces el modo de pensar esa dimensión
subjetiva a nivel del pasaje al acto.
Por tal razón, apelar a los desarrollos que desde el campo de la justicia
se han hecho a nivel internacional como nacional, y que apuestan a devolver al
“loco” su dignidad entendida ésta como su condición de sujeto en tanto él
puede –y a menudo, lo reclama- responder por lo que hubieron sido sus
elecciones –por más acotado que sea el margen para situar allí al sujeto-
constituye para esta investigación un propósito que se delinea como
inclaudicable en el horizonte de los logros a que se llegue.

RESULTADOS

La responsabilidad para la psicosis en el Derecho penal.

La enajenación a nivel del art. 34 inc. 1º del CPN. Letra y doctrina.

¿Cómo aparece esto formulado a nivel del discurso jurídico? ¿Cuál es


allí la relación culpabilidad -responsabilidad? Para responder a este
interrogante será necesario recurrir a la noción de responsabilidad tal como
esta es concebida por el Derecho en su perspectiva finalista.

33
En el fuero penal, la responsabilidad es la obligación de un sujeto de
responder por el acto que se le imputa, ahí donde el mismo, consiste en un
hecho tipificado como delito. Vale decir que, la responsabilidad constituye la
obligación de respuesta exigida y exigible para todo hombre considerado
jurídicamente pasible de interpelación, esto es, reprochable y a partir de allí, si
la Justicia así lo determinara, culpable.
Cuál es la relación aquí con la categoría de la culpabilidad tal como ésta
es planteada por la doctrina jurídica. Será necesario señalar aquí un
deslizamiento riesgoso. La noción de culpa no es comparable con la de
culpabilidad. La primera, es analizada en niveles anteriores de la instancia de la
culpabilidad, concretamente a nivel de la tipicidad. La culpabilidad por tanto es
la categoría pertinente y la que permite interrogar la capacidad de respuesta
del autor del hecho.
Entonces, la responsabilidad vendrá a introducirse en la doctrina penal a
partir de vincularse con la noción de culpabilidad. Sólo será penalmente
responsable quien haya sido encontrado culpable. Habrá que poder determinar
entonces cuáles son los límites de la culpabilidad para poder desde ahí
alcanzar una justa dimensión del concepto de responsabilidad en el Derecho
penal.
Habrá que decir para comenzar que la culpabilidad es uno de los últimos
niveles dialécticos en lo que se conoce como la Teoría del Delito. Lo cual no
quiere decir otra cosa que, habiéndose comprobado que existe una conducta
que puede ser tipificada como delito en tanto es asimismo antijurídica, esa
conducta puede por último ser considerada como culpable. A partir de lo cual,
se hará recaer la atribución de la culpabilidad sobre el autor de la acción
antijurídica tipificada como delito, vinculándolo con el hecho, sobre la base de
lo que se denomina juicio de culpabilidad. El juicio de culpabilidad tendrá el
beneplácito de vincular –en su formulación misma- al sujeto con su acto. Sólo
llegado a esta instancia, será posible medir la punibilidad de la conducta en
términos de pena a ser aplicada al autor. En palabras de Zaffaroni: “La
culpabilidad es el juicio que permite vincular en forma personalizada el injusto a
su autor y de este modo operar como el principal indicador que, desde la teoría
del delito, condiciona la magnitud de poder punitivo que puede ejercerse sobre
éste” (Zaffaroni, 2002; 650)

34
Ahora bien, ¿en qué consiste el juicio de culpabilidad? Siguiendo el
planteo esbozado líneas arriba, se responderá ante todo que se trata de un
juicio planteado en términos de reproche. Se trata de un juicio por intermedio
del cual el sujeto será confrontado con su acto. El reproche liga
inexorablemente acto y autor. En tanto postula las condiciones de exigibilidad
de una conducta conforme a derecho, el sujeto es culpable en el punto en que
es reprochable. Le es exigible haber actuado conforme al orden jurídico por
cuanto pudo haber motivado su conducta de acuerdo a la norma. Así, un sujeto
es culpable cuando pudo haber evitado obrar del modo en que obró, ahí donde
ese obrar constituye una conducta típica y antijurídica.
Sin embargo, el planteo resulta por lo menos inquietante. ¿En qué casos
puede efectivamente demostrarse que un sujeto no pudo obrar de otro modo?
Aquí se abre todo un espectro de circunstancias que pueden plantear
eventuales interpelaciones a la letra de la doctrina, interrogando cuáles son
esas condiciones específicas de irreprochabilidad por las que a un sujeto no le
sería exigible haber obrado conforme a derecho, quedando exento de
imputación.
Zaffaroni intenta sistematizar el concepto de culpabilidad refiriéndolo al
juicio de reproche con el fin de delimitar su alcance y precisar sus limitaciones.
En este sentido, formula:
Este juicio resulta de la síntesis de un juicio de reproche basado en el ámbito
de autodeterminación de la persona en el momento del hecho (formulado
conforme a elementos formales proporcionados por la ética tradicional) con
el juicio de reproche por el esfuerzo del agente para alcanzar la situación de
vulnerabilidad en que el sistema penal ha concretado su peligrosidad,
descontando del mismo el correspondiente a su mero estado de
vulnerabilidad (Zaffaroni, 2002; 656).
Nótese que el autor recorta como fundamentales dos elementos –uno de
los cuales, el del esfuerzo del autor para alcanzar la vulnerabilidad al sistema
penal no será aquí considerado por cuanto excede el marco de interrogación
del trabajo, baste decir al respecto que ha sido Sarrulle (2001) quien
probablemente más ha desplegado una crítica precisa en torno de este
elementos. El otro elemento, concerniente al ámbito de autodeterminación del
agente para la comisión del injusto, debe ser objeto de un profundo

35
cuestionamiento. Se recurrirá para esto a extraer algunos párrafos de la
interpretación que el autor antes citado realiza sobre la letra del Código.
Así el jurista postula:
En el plano de la culpabilidad en sentido estricto, el principio de culpabilidad
puede enunciarse sintéticamente con la fórmula no hay pena sin
reprochabilidad, es decir, no hay delito cuando el autor no haya tenido en el
momento de la acción un cierto margen de decisión o, si se prefiere, de
libertad para decidir. Por ende, el principio de culpabilidad presupone la
autodeterminación de la voluntad humana. Cualquier concepción de lo
humano sin capacidad de decisión elimina la responsabilidad y, con ella el
concepto mismo de persona y, por consiguiente, el de ciudadano. En
síntesis: responsabilidad y autodeterminación son conceptos inseparables.
(Zaffaroni, 2002; 672)
En tal sentido –y como ya se hubo referido líneas más arriba- recorta las
limitaciones al ámbito de autodeterminación para derivar de allí las
consecuencias sobre la instancia del juicio de culpabilidad.
Este ámbito de autodeterminación está gravemente afectado (a) cuando el
agente opera en una situación de error de prohibición invencible o (b) de
incapacidad psíquica de comprensión de la antijuridicidad de su conducta.
En ninguno de ambos casos (previstos en el inc. Iª del art. 34 del C.P.) el
agente puede decidir válidamente, puesto que no le es exigible el
reconocimiento de la naturaleza antijurídica de lo que realiza (Zaffaroni,
2002; 675).
Puede leerse claramente el recorte operado sobre la exigibilidad de
respuesta de aquel cuya incapacidad psíquica lo inhabilite para desplegar su
accionar comportamental en un ámbito de autodeterminación. Ahora bien, éste
quizás sea el punto de mayor controversia en lo que respecta al tópico de este
trabajo. Dos cuestionamientos –pasibles de ser sancionados de psicologistas
por el jurista argentino- se tornan necesarios a fin de ordenar los efectos sobre
el proceder jurídico desprendido de tales formulaciones.
El primero, la exigencia de un ámbito de autodeterminación resulta una
condición sine qua non para plantear siquiera la reprochabilidad de un sujeto.
¿Por qué entonces no considerar que al interior del campo de
heterodeterminación de la enajenación –ya sea por la vía del lenguaje, la

36
especular o bien la pulsional- es posible ubicar un margen de
autodeterminación de la acción respecto de la cual el sujeto puede ubicarse,
esto es, tomar posición?
El segundo cuestionamiento debe ser leído en íntima relación con el
anterior. ¿Por qué reducir la comprensión de la criminalidad del acto a la
capacidad de motivación en la norma y por tanto, a una apreciación de carácter
básicamente moral, sin apelar, una vez más, a la valoración subjetiva, que
excede como tal, las categorías de neto alcance filosófico? Y en todo caso,
¿por qué no considerar que esa valoración moral, en momentos de afectación
delirante, puede encontrarse afectada, más no por ello, abolida? ¿Por qué
pretender extraer sin más, de la suposición de enajenación, la idea de una
incapacidad psíquica de comprensión? Quizás, la reducción de la comprensión
a una valoración hecha en términos morales y soportada del concepto de
conciencia, sea la clave para entender la limitación del análisis.
En este sentido, la respuesta del jurista es contundente, la capacidad
psíquica que se requiere de un sujeto para que a éste le sea reprochable un
injusto es la necesaria para que le haya sido posible comprender la naturaleza
antijurídica de lo que hacía y que le hubiese permitido adecuar su conducta
conforme a esa comprensión de la antijuridicidad (Zaffaroni, 2002). Así el autor
prosigue: no puede ser reprochado quien tiene muy limitada o anulada la
posibilidad de comprender la antijuridicidad de su conducta –ejemplifica sin
más: quien padece una psicosis delirante- o bien quien, comprendiendo la
antijuridicidad de la misma no pueda adecuarla a esa comprensión- el ejemplo,
las fobias graves, casos en los que el acto se ve promovido por la coacción
interna, de una fuerza irresistible.
De esta formulación categórica desprende el autor la imputabilidad de la
conducta. La in-imputabilidad –entendida como la incapacidad de culpabilidad-
queda así referida a los dos elementos antes descriptos: incapacidad de
comprensión de la antijuridicidad e incapacidad para adecuar la conducta a la
comprensión de ésta. En dicha formulación precisa el jurista sigue la letra del
Código. El mismo permite configurar los límites de la imputación penal en
términos de excepción. Así establece:
No son punibles: 1º. el que no haya podido en el momento del hecho, ya sea
por insuficiencia de sus facultades, por alteraciones morbosas de las mismas

37
o por su estado de inconsciencia, error o ignorancia de hecho no imputable,
comprender la criminalidad del acto o dirigir sus acciones. En caso de
enajenación, el tribunal podrá ordenar la reclusión del agente en un
manicomio, del que no saldrá sino por resolución judicial, con audiencia del
ministerio público y previo dictamen de peritos que declaren desaparecido el
peligro de que el enfermo se dañe a sí mismo o a los demás.
Ahora bien, a esta altura del análisis es perfectamente cuestionable la
enunciación antes referida. Zaffaroni efectúa una interpretación del artículo 34
inc. 1º del Código en términos de desglose de los componentes presupuestos
de la comprensión de la criminalidad del acto del mismo modo en que lo hubo
hecho para la cuestión de la auto-determinación. Es decir, el autor se pregunta,
por el modo de cernir este elemento y concluye como pieza fundamental de su
lectura, la importancia de entender la comprensión con relación a la valoración
en términos de introyección o incorporación de la juridicidad. Comprender
significa valorar los alcances antijurídicos de la conducta.
Continuando con el desglose de los elementos inherentes a la instancia
de la culpabilidad y más específicamente con relación al campo de la
imputabilidad, Zaffaroni plantea: “habría en principio sólo dos posibles fuentes
de in-imputabilidad: la insuficiencia de las facultades y la alteración morbosa de
las facultades. Se ha visto que la inconsciencia no puede ser causa de in-
imputabilidad porque implica ausencia de conducta” (Zaffaroni, 2002; 697). Así
el autor continúa su interpretación convocando las voces de lo que él considera
la lectura tradicional del Código. Lectura por la que insuficiencia de las
facultades alude al círculo de las oligofrenias y que alteración morbosa de las
facultades corresponde a las psicosis o alienación mental. Si bien el jurista se
guarda en aclarar que el Código no habla de alienación mental, especifica toda
una serie de interpretaciones psiquiátricas que han llevado a lo largo de los
años a impregnar con su prejuicio la práctica tribunalicia. El elemento decisorio
en cambio se ubica para Zaffaroni en el efecto de perturbación de la
conciencia, efecto provocado por cualquiera de los estados que al momento del
hecho puedan afectar la presentación del sujeto.
Resulta digno de destacar -podría decirse que es notable el modo en-
que, aún admitiendo la imposibilidad teórica de una delimitación precisa del
término consciencia, el autor se precipita a recubrir semejante punto de

38
inconsistencia de la letra del Código con su propio afán esclarecedor. Así llega
a formular que, lo que en definitiva interesa, es que haya una perturbación de la
consciencia producida por insuficiencia o por alteración morbosa de las
facultades (Zaffaroni, 2002). Cuando cualquiera podría objetar que si no se
logra acordar respecto de cuáles son los límites del término consciencia, mal
podrá hacerse derivar de ella, la condición de in-imputabilidad, es decir, de
irreprochabilidad penal.
Sin embargo, se trata de cuestionamientos que habrá que retomar
posteriormente a la luz de formulaciones menos pretenciosamente humanistas
que intenten articular dos discursos aparentemente irreconciliables.
Mientras tanto, queda medianamente delineado hasta aquí el contorno
de lo que la perspectiva finalista del Derecho enarbolada aquí por Zaffaroni,
postula como la relación entre responsabilidad-culpabilidad, a partir de la
articulación ofrecida por la categoría del reproche. Sólo podrá ser considerado
responsable aquel a quien se considere culpable. Y sólo podrá ser hallado
culpable quien habiendo podido obrar de otro modo no lo haya hecho. Quien, al
momento del hecho, se hubiere encontrado restringido ya sea en su capacidad
de comprensión de la criminalidad o bien de dirección de la acción, no podrá
ser reprochado jurídicamente, por tanto, no recaerá sobre él la exigibilidad de
respuesta, y a partir de aquí, no podrá ser declarado responsable –ni inocente.
Sólo valdrá para su conducta, la declaración de inimputabilidad –por fuera ésta
de las categorías de culpabilidad o inocencia.
Se desprende de tal enunciación una enseñanza central: la imputabilidad
en la elaboración doctrinal dominante, es un elemento con el que decidir a
priori (esto es, en la etapa de la instrucción preparatoria, antes y sin la
necesidad de la elevación a juicio) la capacidad de culpabilidad del autor de un
injusto. Esto es, la capacidad de culpabilidad del mismo se asentará sobre la
evaluación que primeramente se efectúe sobre su condición de imputabilidad.
El punto problemático será precisamente a partir de aquí el que
conduzca a dilucidar los criterios con los que determinar las precisas
condiciones que ubicarán a un individuo en la situación de exceptuación de
imputabilidad. Al respecto Quintero Olivares (1999) en el plano internacional y
Sarrulle (2001) en el nacional habrán de introducir elementos con los que
ajustar el planteo, sostenido en una perspectiva crítica.

39
Bastará con introducir a esta altura una cuestión de peso: “imputable es
una calificación jurídica no natural o social, y como tal calificación jurídica se
explicará en relación con un hecho, un proceso y un conflicto concreto”.
(Quintero Olivares, 1999; 159). Tal como se hubo anticipado líneas arriba, la
perspectiva crítica dentro de la cual se enmarcará esta investigación tendrá
como eje el criterio de reformular el elemento de la imputabilidad como
presupuesto a priori de la culpabilidad para resituarlo dentro de la lógica del
proceso sobre el final del mismo, luego del análisis de la culpabilidad y en
relación con la capacidad del sujeto de afrontar la instancia del debate y
comprender su significado y su alcance.
Ahora bien, a tal fin, a fin de poder reubicar la imputabilidad hacia el final
del proceso penal, habrá que poder construir previamente -o al menos esbozar
los elementos con los cuales fundar- un concepto de culpabilidad que le sirva
de planteo a tal procedimiento procesal. Esta investigación apuntará
precisamente a aportar esos elementos con los que reformular el planteo de la
culpabilidad a nivel de la doctrina misma. En esta dirección es que habrán de
tomarse los aportes de Sarrulle referidos a la necesidad de construir un
concepto de culpabilidad que esté fundado antropológicamente. En este
sentido, su planteo avanzará en la línea de pensar una culpabilidad que sirva
como precursora de la responsabilidad Sarrulle (2001).
Sólo así será posible restituir la dimensión de responsabilidad del sujeto
eludida para quien hasta el momento viene siendo calificado como inimputable
y por tanto, peligroso, no punible, y sin embargo, penable –a partir de la
aplicación de las abominables medidas de seguridad.

Introducción de la perspectiva crítica. Planteo de los interrogantes.

Respecto de la Teoría del Delito: el problema de la imputabilidad


La imputación para Kelsen (1982) aparece definida como la relación que
es pasible de establecerse entre un acto ilícito y su consecuencia (la sanción).
Sin cuestionar el carácter necesario de la sanción, más bien afirmando el
carácter imperativo de la misma, Kelsen se esfuerza por articular el elemento
del acto ilícito con el de su consecuencia normativa inevitable: la sanción.

40
Sin embargo, más allá de los cuestionamientos evidentes que puede
suscitar un planteo de tal índole, resulta oportuno destacar una afirmación en la
que se explicita de un modo elocuente el objeto de la imputación. Así, afirma
Kelsen “la sanción es imputada al acto ilícito”. Nótese que allí el objeto de la
imputación no es el agente de la realización del injusto sino el injusto mismo.
Es decir, el mecanismo de imputación tiene por objeto la conducta en sí, y no al
realizador de la misma.
Se trata de una perspectiva que tiene para esta investigación todo su
interés en el punto en que deconsiste la idea de la inimputabilidad del sujeto –
en sentido jurídico, como agente de la acción. Lo imputable es para Kelsen la
sanción sobre el acto ilícito –no la persona.
Ahora bien, tal como fuera desarrollado líneas arriba, ¿cuál es el
mecanismo por el cual se establece la relación de imputación penal? El
mecanismo en juego no es otro que la atribución del reproche jurídico.
Reproche por la violación de la norma jurídica. Sin embargo, ese mecanismo
de imputación del reproche (que culpabiliza y por lo tanto conduce a la sanción)
se efectúa sobre la base de ciertas coordenadas. En tal sentido, hay
determinadas condiciones para que la imputación sea legítima.
El art. 34 inc. 1º establece allí las condiciones de las cuales, esta
investigación recorta aquellas de carácter psicológico: comprensión de la
criminalidad y dirección de la acción. Podría entonces preguntarse, ¿cuál
podría ser esa condición de reprochabilidad por la cual se opera la atribución
del reproche jurídico sobre un sujeto que hubiera realizado la acción ilícita? Es
decir, ¿qué es lo que caracteriza su condición de reprochabilidad?
Precisamente, que el sujeto de la acción –al momento del hecho- haya podido
obrar de otro modo y no lo haya hecho. Tal como se afirmó líneas arriba, eso
constituye todo el problema en cuestión. ¿Cómo determina la doctrina que el
sujeto no haya podido al momento del hecho, obrar de otro modo que del que
finalmente obró? Recurriendo a los criterios de motivación en la norma y
autodeterminación de la acción.
Al hacer referencia a formulaciones menos pretenciosamente
humanistas no se puede dejar de considerar la coherencia lógica con la que el
jurista francés (Legendre, 1994) apela al cuestionamiento de la normativa

41
jurídica internacional respecto al lugar de excepción en que queda ubicada la
locura –para decirlo en términos generales.
Haciendo referencia al primero de los criterios psicológicos con los que
el art. 34. inc. 1º aborda el problema de la imputabilidad, es decir, el criterio de
comprensión de la criminalidad de la acción –o en el sentido en que lo elabora
la doctrina, motivación en la norma jurídica- es posible recurrir a Legendre para
desplegar una crítica certera. El autor enuncia con toda claridad: “todo
psiquiatra puede demostrar que la conciencia del carácter ilegal del acto o de la
omisión acompaña a menudo al acto homicida consumado por psicóticos
comprobados” (Legendre, 1994). Si tal es la formulación, resulta más que
evidente que no es por tal vía por donde haya que rastrear la implicación o no
del sujeto con relación a un acto criminal. Esto es, aún cuando comprendiera,
el problema se sitúa en otra parte.
Degano (2011) al respecto pregunta: ¿cómo saber si el sujeto
comprendía o no la criminalidad del acto al momento del hecho, si tenía
conciencia de él? ¿Qué quiere decir conciencia psíquica? ¿Qué saber tiene el
sujeto respecto del crimen realizado?
Sobre el alcance de estas formulaciones resulta entonces sumamente
pertinente considerar la necesariedad de revisar la noción de comprensión de
la criminalidad del acto –al menos tal como está elaborada doctrinalmente-
como el criterio que dirima aguas acerca de la responsabilidad habida o no
para un sujeto. Es decir, resulta necesario en este punto reconsiderar el criterio
de comprensión de la criminalidad del acto como el elemento que permita al
juez decidir sobre la suspensión de la imputación del reproche jurídico sobre un
sujeto que hubiere realizado un injusto.
Así, va en la línea de este desarrollo, subvertir la noción de
comprensión, reducida a una mera distinción entre las categorías del bien y el
mal –conforme lo establece la norma jurídica- y soportada del concepto de
razón, para extender los alcances de ésta, al terreno en sombras del saber no
sabido, y aún más, no reconocido como propio, tal como puede anticiparse, se
formula en el campo de la psicosis.
Es decir, se tratará de ubicar la comprensión ya no con relación a un
saber inconciente, reprimido, en sombras, sino más bien, de situar el acto con
relación a un empuje situado más acá de la posibilidad de acceso a cualquier

42
saber afirmado y reprimido. En todo caso, habrá que intentar pensar la
comprensión de la criminalidad del acto con relación a un saber rechazado, no
inscripto en la dimensión del inconciente. Un saber sostenido sobre la certeza
de la acción, de las interpretaciones delirantes, del imperativo alucinatorio,
despojado así de la dialéctica de la simbolización.
Será en este punto que resultará necesario apelar a otra instancia que la
del inconciente. Para poder dar cuenta de la dimensión de verdad intrínseca al
campo de la acción será necesario recurrir al problema de la enajenación del
sujeto respecto del lenguaje, tal como este hecho acontece en la psicosis, para
poder desde allí, iluminar las vicisitudes de las respuestas que el ser hablante
puede encontrar para hacer con la sexualidad.
Degano (2011) al interrogarse por la condición de reprochabilidad de un
sujeto –en términos jurídicos- recurre al principio de imputación tal como
Kelsen lo formula, ubicando precisamente el punto en que el mismo permite
enlazar la acción y sus consecuencias. De tal modo, la imputación del reproche
jurídico oficia de conector entre la acción realizada por un sujeto –sujeto en
términos sintácticos- y los resultados alcanzados por la misma –resultados que
pueden o no ser los que se pretendía alcanzar conciente o manifiestamente.
Es decir, que el principio de imputación, dentro del orden de lo humano –
a diferencia de la naturaleza y el principio de causalidad concomitante a la
misma, permite explicar el amplio espectro de posibilidades que se sitúa entre
lo que se pretende hacer –lo que alguien puede efectivamente referir como su
intención respecto de un objetivo- y el efecto producido por esa acción –más
allá de la intencionalidad.
En tal sentido, afirma Degano (2011), lo que se requiere por ejemplo
desde el punto de vista del Derecho para dar cuenta del orden humano, es de
un margen de no determinación absoluta de la acción. Es decir, esto se vuelve
una condición sine qua non en el punto en que, precisamente, resulta
imprescindible poder establecer una imputación –en términos de atribución- de
los resultados de una acción respecto de la acción realizada por un sujeto.
Si, con lo que el Derecho penal se encontrara fuera con un suceso o
acontecimiento perteneciente al campo de lo natural, nada habría allí para
imputar a un sujeto. Es decir que, el Derecho penal requiere de la dimensión de
imputabilidad de una conducta –lo cual se sostiene de ciertas condiciones

43
psíquicas del autor de la misma- para que éste pueda efectivamente responder
por los resultados alcanzados por una acción que lo atañe.
Pues bien, focalizando el planteo en el segundo criterio, la dirección de
la acción, y tal como se anticipó a nivel de los interrogantes críticos, ¿es
posible pensar la auto-determinación del sujeto o bien de la acción en
Psicoanálisis? El criterio de autodeterminación tal como lo elabora Zaffaroni
(2002) supone un orden de elección –que podría llamarse subjetivo en sentido
amplio- y que apunta a eliminar cualquier hétero-determinación que reduzca el
campo de autonomía y libre decisión de un sujeto entendido como agente –
dueño de sus actos.
Primer señalamiento a introducir desde la perspectiva psicoanalítica: a
partir de la formulación del inconciente freudiano y luego del concepto mismo
de pulsión, es posible afirmar que no hay para el Psicoanálisis, la posibilidad de
pensar –tal como lo hace el Derecho penal- un sujeto como agente de la
acción. Habrá que justificar tal afirmación.
En primer lugar, no es posible ubicar al sujeto del inconciente como si se
tratara de un sujeto en el sentido psicológico del término: esto es, sujeto
entendido como persona. Allí, el sujeto se plantea efectivamente, en la línea del
sujeto del análisis sintáctico, el que se produce como respuesta a la pregunta
por ‘quién realiza la acción que indica el verbo’. El sujeto se postula así como
agente.
En Psicoanálisis, por el contrario, el sujeto se produce como efecto de la
articulación de la cadena significante, que entraña por esto su producción como
división y entonces sólo es posible pensar al sujeto como sujeto de la
enunciación, es decir, como ese que se separa del nivel del enunciado,
indicando que quien habla, desconoce lo que dice, e incluso, que habla (Lacan,
1960a).
No se trata de un sujeto que tenga una existencia material más allá de la
materialidad misma que le otorga la articulación significante. El sujeto del
inconciente se encuentra precisamente, sujetado a una enunciación que lo
determina. Un acto de habla entonces, puede entrañar la dimensión del fallido
sólo porque quien habla se encuentra dividido entre lo que dice y lo que lo dice
a él.

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Es el inconciente mismo quien ejerce allí la función de agente, es él
quien comanda la realización de la acción. En tal sentido, el sujeto aparece allí
como un efecto de tal producción. El inconciente, en su actividad, produce al
sujeto. El sujeto se presenta allí como un saldo de la operación de la defensa.
Aparece como tal, siempre en un segundo tiempo.
Ahora bien, podrá objetarse que tal planteo sólo es válido para el campo
de la neurosis, sin embargo, el rechazo del inconciente y las formaciones
delirantes o alucinatorias de las psicosis evidencian mejor aún quizás, este
punto de sometimiento del sujeto a un comando de algo Otro (a) que tiene las
riendas de cualquier producción subjetiva.
Por tanto, no es posible pensar en Psicoanálisis el sujeto en el lugar del
agente. Por ende, si esta formulación no es válida para este campo, ¿cómo
pensar aquí el orden de imputación? ¿Cómo pensar la perspectiva de la
interpelación y aún más, cómo pensar el orden de elección que se supone
entraña la realización de una acción? ¿A quién le es atribuible esa
determinación que provoca el resultado de una acción? Es decir, ¿sobre quién
hacer recaer el campo de la elección que sostuvo la decisión de dar el paso y
produjo en sí el atravesamiento –tomando como referencia, por ej, el cruce del
Rubicón?
Pero se verá entonces que así formulado el interrogante, la pregunta
apunta a situar al sujeto como agente, realizador de la acción. Entonces,
¿cómo encontrar la forma de articular el principio de imputación y la dimensión
del sujeto en Psicoanálisis, cuando ambos suponen, concepciones diversas del
sujeto asentadas sobre formulaciones distintas de la temporalidad?
Habrá que decir para comenzar, que el Psicoanálisis entiende al sujeto
esencialmente ligado a puntos de determinación. Esa determinación no queda
por fuera del orden de causalidad –propio del Psicoanálisis. La determinación
del sujeto en el campo del Psicoanálisis viene dada desde órdenes diversos. La
determinación significante, el deseo, la determinación pulsional. Se trata de
determinaciones que, aunque con estatutos diversos, responden cada una, a
una determinación primera y fundacional, la determinación del lenguaje. Ahora
bien, el Psicoanálisis ubica –al interior mismo de este orden de determinación
un exterior que lo de-consiste. Ese interior-exterior supone un orden de no
determinación o bien de indeterminación –o quizás habría que llamarlo

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determinación no-toda- que implica un punto de suspensión de las hétero-
determinaciones provenientes del campo del Otro.
Es decir, tanto a nivel de la determinación significante, del deseo, como
a nivel de la determinación pulsional, es posible situar un punto de
inconsistencia, que permite por tanto, alojar allí, el margen de determinación
no-toda, con el cual pensar, un cierto orden de elección sobre el cual
fundamentar la responsabilidad del sujeto. Esto es, ése es el punto de libertad
del sujeto, libertad entendida como contingencia (Rabinovich, 1999), que
supone como tal, el asidero lógico sobre el cual asentar la dimensión de
responsabilidad subjetiva. Sólo es posible pensar esta posibilidad de respuesta
a nivel del sujeto, si es posible vincular a éste con un orden de elección que
excede las hetero-determinaciones que lo constituyen.
Sólo a partir de este planteo es posible pensar el campo de auto-
determinación que supone la doctrina penal. Es decir, en Psicoanálisis, como
en Derecho, es necesario suponer un margen de libertad que implique la
posibilidad de elección para poder enlazar entonces la dimensión de la
respuesta en términos de asunción de cierta implicación causal por parte del
sujeto. La diferencia entre ambos planteos estriba en que, para el primero, no
es posible pensar al sujeto como el agente del acto. Sin embargo, tal como se
pretendió explicar líneas arriba, esta imposibilidad no invalida la posibilidad de
pensar no obstante un orden de elección que entraña una cierta posición del
sujeto localizable en el momento previo del pasaje.
Sin embargo, tal elaboración puede sostenerse lógicamente sólo para el
campo de la neurosis. La particularidad de este planteo, está dada asimismo
por la necesidad de circunscribir los interrogantes, al campo de la psicosis, ahí
donde la lógica de la heterodeterminación no parece presentarse de-consistida
por la operación de la contingencia. Ahora bien, que la contingencia no
encuentre asidero estructural no implica que no pueda operarse en ciertas
ocasiones. De hecho, los testimonios aquí registrados darán cuenta de cierto
modo de relación del sujeto a lo contingente como efecto posible.
Habrá que poder dar cuenta, dónde es posible localizar al sujeto con
relación a crímenes que se presentan bajo la modalidad de pasajes
precipitados al campo de la acción.

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Por tanto, asumiendo que, efectivamente en el Derecho penal la
responsabilidad supone el orden de lo humano, en términos de la imputabilidad
del reproche por una acción realizada, ¿cómo pensar los límites a esa
imputabilidad?
La primera objeción necesaria conduciría a plantear la siguiente
cuestión: la autodeterminación no puede reducirse al plano de la conciencia ni
al del yo –por más que éste incluya lo inconciente en sentido descriptivo.
Resulta necesario dar un paso más.
Entonces, la segunda y necesaria objeción apuntaría a introducir otro
movimiento: ¿por qué al interior de la dimensión de ajenidad o enajenación de
la psicosis con relación al lenguaje -por la vía de lo especular y lo pulsional,
que constituirían campos de hétero-determinación del sujeto- no podría
hacerse lugar al punto de indeterminación o determinación no-toda necesaria
para pensar el campo de la imputación penal?
Vale decir, la constitución del sujeto en la psicosis no puede ser pensada
por fuera del campo de heterodeterminación. La diferencia respecto del campo
de la neurosis va a estar dada con relación a qué estatuto darle ahí a lo hétero.
En tanto, la dimensión del Otro como tal, no se presenta para el sujeto de igual
modo que para la neurosis. Entonces, hablar de un campo de
heterodeterminación para la psicosis supondrá poner en primer lugar la
exterioridad del sujeto respecto del campo del Otro. Y a partir de allí, rastrear
las vicisitudes de la relación del sujeto con este Otro no reconocido como tal:
enajenación a nivel del lenguaje, enajenación transitiva y particularidad de
constitución del campo pulsional. Será precisamente a partir de allí que la
constitución del campo de la realidad psíquica, como entramado de una escena
inconciente se verá notablemente afectada. De igual modo, la constitución del
narcisismo sufrirá con relación a este mismo punto, sus propias afectaciones.
Por tanto, el campo de heterodeterminación de la psicosis no puede
pensarse con relación a las vicisitudes del encuentro del sujeto con el deseo
del Otro, al menos no en términos fálicos. Por el contrario, la
heterodeterminación a nivel de la psicosis, habrá de pensarse a partir de un
elemento central: la des-habitación del campo del lenguaje, y con él del
territorio de la asunción de una palabra que implique al sujeto. A partir de aquí,
habrá que situar la enajenación del transitivismo y la dimensión pulsional, con

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la consistencia que tanto la imagen especular como el goce tendrán en la
constitución del campo particular de la realidad psíquica para la estructura.
Pues bien, aún con estas particularidades propias del campo de la
psicosis, la propuesta crítica que sostiene esta investigación consiste en
plantear, al interior de ese campo de heterodeterminación subjetiva, un margen
de indeterminación o determinación no-toda, que habilitaría la perspectiva
ética, más allá de la jurídico-normativa con la que el Derecho penal piensa al
sujeto del acto ilícito.
En tal sentido, hacer lugar a ese margen de no determinación absoluta,
como un punto de inconsistencia, permite abrir el campo de la decisión
subjetiva, en términos de elección, esto es, una dimensión ética del sujeto –aún
cuando la complicación venga de la mano de pensar la elección a nivel de la
realización de un pasaje al campo de la acción en la psicosis.
Así, la enajenación psicótica, desde esta perspectiva crítica estaría
planteada con relación a un orden de heterodeterminación y comprensión
delirante respecto del cual hay que decir, no puede predicarse el absoluto. Esto
es, tanto la heterodeterminación como la comprensión delirante no podrían
ordenarse según la lógica de lo absoluto. Así, la noción de enajenación debería
ser pensada con relación a ciertos puntos de inconsistencia o determinación-no
toda.
Por tanto, los ordenadores fundamentales de la perspectiva crítica que
aquí se pretende introducir, irían en la línea de cuestionar los criterios de
comprensión de la criminalidad y dirección de la acción -tal como ellos son
interpretados por la elaboración doctrinal, esto es, como capacidad de
motivación en la norma y autodeterminación respectivamente- entendiendo
que, tal operación de revisión permitirá esclarecer la noción de responsabilidad
que el Derecho penal plantea, apostando a introducir a nivel del sujeto, su
dimensión ética.
Se pretende de este modo aportar elementos con los que apostar a un
cambio fundamental a nivel de la doctrina misma. Esto es, hace falta pensar
con qué elementos sería posible reconstruir el concepto de culpabilidad en el
campo del Derecho penal a fin de que pueda servir como precursor de la
responsabilidad tal como lo enuncia Sarrulle (2001) en su dogmática.

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Precisamente en este sentido será que esta investigación habrá de
avanzar a fin de delimitar los elementos con los que cernir un nuevo
fundamento para la culpabilidad en Derecho penal y tal como se hubo
precisado en oportunamente, los desarrollos del jurista francés (Legendre,
1994) y el argentino (Sarrulle, 2001) habrán de aportar los elementos con los
que ir más allá de la concepción finalista de la culpabilidad, sostenida de una
acción entendida con la limitación propia de la psicología de la conciencia.
Se verá que, para poder pensar los fundamentos de la culpabilidad como
precursora de la responsabilidad (Sarrulle, 2001) para el campo de la psicosis,
habrá que apelar al concepto freudiano de pulsión y entonces, la referencia
económica –libidinal- no podrá dejar de utilizarse.

Revisión del procedimiento penal: derecho a juicio. Respecto a la


finalidad de una sanción: la perspectiva de la economía libidinal.
Para poder arrojar alguna luz sobre este punto es preciso considerar el
sesgo netamente punitivo del Derecho penal. Tal como su nombre lo indica, el
aparato normativo, y luego, el actuar de la Justicia, se encuentran orientados a
la aplicación de una pena con la cual se castigan los actos antijurídicos y
culpables.
En este sentido, resultará de importante valor apelar al esclarecimiento
respecto de lo que a nivel del Derecho penal constituyen las teorías de la pena
que apuntan a dilucidar la finalidad o sentido de la misma. Así pues, dentro de
las teorías respecto de la finalidad de la pena, según Ferrajoli (1989) las
mismas suelen ordenarse según la posición que adopten respecto a la
pregunta por el ‘si’ castigar. Esto es, la primer gran división que el autor
introduce apunta a diferenciar las teorías abolicionistas de las que da en llamar
justificacionistas.
Respecto de las primeras, la crítica que estas sostienen van más allá del
posicionamiento respecto a la pregunta por el ‘si’ castigar; el posicionamiento
de denuncia y sospecha, apunta aún más lejos: responden negativamente a la
pregunta por el ‘si’ prohibir –esto es, limitar la libertad individual con
tipificaciones delictuales- y por el ‘si’ juzgar –subsiguiente de la primera, y
antecesor de la pregunta por el ‘si’ castigar.

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Así pues, las teorías abolicionistas de la pena, no cuestionan solamente
el sentido de la misma, sino, la legitimidad misma del derecho penal en tanto
técnica de control social del estado, y en última instancia, la legitimidad misma
de la organización política de un estado que deliberadamente consiente en
aplicar sobre un individuo una violencia programada. (Ferrajoli, 1989).
Inscripto dentro del garantismo penal, también definido como derecho
penal mínimo, el autor reconoce a estas teorías el mérito de fomentar el
desarrollo de la criminología crítica develando la relatividad histórica de los
intereses protegidos por el estado, sin embargo, su posición se limita a
acompañar el reclamo del abolicionismo de la pena privativa de libertad –más
no del derecho penal en sí mismo.
Así su propuesta, claramente enunciada articula: “sostendré en este libro
la necesidad de rebajar, y como horizonte, abolir las penas privativas de
libertad en tanto que excesivas e inútilmente aflictivas y en muchos aspectos
dañinas…” (Ferrajoli, 1989, 248). Tal la posición del autor respecto del
abolicionismo. Responde con el garantismo penal de un derecho mínimo.
Respecto a las teorías que denomina justificacionistas –o legitimadoras-
la distinción apunta a subdividir las mismas entre absolutas y relativas
conforme al criterio de concepción de la pena: como fin en sí mismo para las
primeras, como medio para las segundas. Así, dentro de las teorías absolutas,
el autor ubica aquellas que hubieron sido calificadas como retribucionistas: la
pena concebida como castigo, compensación, retribución, reacción o
reparación en sí misma. Por el otro lado, las teorías relativas engloban todas
las así llamadas utilitaristas por las cuales la pena es concebida como un
medio para la obtención de la prevención. Al respecto, estas últimas pueden
distinguirse entre prevención especial –limitada al individuo en cuestión- y
prevención general.
En tal sentido, podría pensarse, hay asimismo, un criterio temporal que
atraviesa la lógica de la anterior clasificación de las teorías ideológicas de la
pena: las retribucionistas, orientan su proceder respecto del pasado, esto es,
de la sanción de la acción disvaliosa ya realizada, a fin de establecer al
respecto, una contraparte, algo así como una suerte de contra-prestación o
pago. Las mismas, se ordenan dentro de la lógica desarrollada por Kant y
Hegel. Al respecto, Ferrajoli señala:

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La tesis de origen kantiano con arreglo a la cual la pena es una retribución
ética, justificada por el valor moral de la ley penal infringida por el culpable y del
castigo que consiguientemente se le inflinge, y la de ascendencia hegeliana,
según la cual es una retribución jurídica justificada por la necesidad de reparar
el derecho con una violencia contraria que restablezca el orden legal violado
(Ferrajoli, 1989, 254) no constituyen otra cosa que el relanzamiento o la
reaparición de los esquemas religiosos de venganza y expiación.
Por otro lado, las teorías prevencionistas se orientan hacia el futuro, en
términos de restaurar la vigencia de la norma. Así, dentro de esta orientación
destacan: la teoría de la prevención general, destinada a asegurar la disuasión
de los potenciales autores de delitos, apunta como puede verse a las
consecuencias sociales de la acción disvaliosa de transgresión de la norma, y
el objetivo de la misma aparece dirigido a, asegurar la prevención de la
repetición de la acción a partir del castigo. Tal como postula Hegglin (2006),
una variante de esta teoría prevencionista, es la que apunta a hacer recaer la
acción de la prevención directamente sobre el individuo, dejando de lado la
vertiente ejemplificadora, el objetivo de la misma apunta a producir efectos
resocializantes sobre el autor de la acción disvaliosa.
En este sentido, Jakobs (1997) entiende la concepción del Derecho
penal con relación a un planteo dialéctico que permite ubicar la relación
hegeliana entre los términos centrales que lo fundamentan: así, dada la norma
jurídica, el actuar disvalioso respecto de la misma (la acción delictiva) implicaría
como tal la negación de la primera. Y en esta lógica de relaciones, la aplicación
de la pena implicaría una negación de la negación, y con su lectura, una
afirmación de la vigencia de la norma que había sido puesta en cuestión por la
acción delictiva.
El desarrollo de la teoría del delito que realiza el autor alemán en
cuestión se encuentra como tal orientado al establecimiento de la finalidad de
la pena. He ahí, la clave de su lectura. Así, la pena, en su valor comunicacional
de vigencia de la norma, constituye el elemento con el que el Estado puede
pretender asegurarse el mantenimiento de la vigencia del orden social. Sin
embargo, su eje es su también su punto crítico. ¿Puede legitimarse la
aplicación de una pena sobre un infractor sin tener en cuenta al mismo, sólo a
los efectos comunicacionales, a fin de restaurar el orden lesionado?

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Tal como plantea Sarrulle (2001) esta operación de ponderación de la
comunicación y aún más, de sujeción del Derecho a un fin comunicacional,
deja por fuera al sujeto que deviene, por el acto mismo de la sentencia, objeto
del poder del Estado y la violencia de éste. En tal sentido, desvincular la pena
del efecto que ésta pueda implicar sobre la subjetividad de quien la soporta –
desconocer tal relación- puede producir verdaderos estragos. Así, el jurista
argentino sostiene:
…el autor y su drama permanecen en un plano que no merece interés ni
teórico ni práctico, y de ese modo la pena será vivenciada por el infractor que la
sufre como un mecanismo que lo mediatiza, en tanto él pasa a servirle al
sistema como instrumento para comunicar la estabilización normativa, lo que
seguramente será visto por el infractor como un acto de crueldad estatal
(Sarrulle, 2001, 69).
Así, resulta evidente que hay ciertos discursos y prácticas que pueden
no desaparecer con el paso del tiempo, y aún, el avance del pensamiento.
Antes bien, regresan agiornados, actualizados, vestidos con los ropajes
contemporáneos globales.
Resulta interesante en este punto apelar al campo de la filosofía para
extraer de allí no sólo un cuestionamiento, sino fundamentalmente, un
elemento que puede alcanzar para la perspectiva crítica que aquí se sostiene
un valor central. Se trata de las referencias de Nietzsche (1887) respecto al
sentido de la pena. El autor cuestiona una a una las finalidades de la misma
hasta ubicar el elemento central que ordena su develamiento. Será tal
elemento el que habrá de servir a este estudio a fin de introducir en este asunto
no otra cosa que la dimensión subjetiva. Así formula los distintos sentidos que
ésta ha ido adquiriendo a lo largo de la historia:
Pena como neutralización de la peligrosidad, como impedimento de un
daño ulterior. Pena como pago al daño del damnificado en alguna forma
(también en la forma de una compensación afectiva). Pena como aislamiento
de una perturbación del equilibrio, para prevenir la propagación de la
perturbación. Pena como inspiración de temor respecto a quienes determinan y
ejecutan la pena. Pena como una especie de compensación de las ventajas
disfrutadas hasta aquel momento por el infractor (por ejemplo, utilizándolo
como esclavo en la minas). Pena como segregación de un elemento que se

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halla en trance de degenerar (a veces de toda una rama, como ocurre en el
derecho chino; y por tanto, como medio para mantener pura una raza o para
mantener estable un determinado tipo social). Pena como fiesta, es decir, como
violentación y burla de un enemigo finalmente abatido. Pena como medio de
hacer memoria, bien a quien sufre la pena –la llamada “corrección”, bien a los
testigos de la ejecución. Pena como pago de un honorario estipulado por el
poder que protege al infractor contra los excesos de la venganza. Pena como
compromiso con el estado natural de la venganza, en la medida en que razas
poderosas mantienen todavía ese estado y lo reivindican como privilegio. Pena
como declaración de guerra contra un enemigo de la paz, de la ley, del orden,
de la autoridad, al que por considerársele peligroso para la comunidad, violador
de los pactos que afectan a los presupuestos de la misma, por considerárselo
un rebelde, traidor y perturbador de la paz, se le combate con los medios que
proporciona precisamente la guerra. (Nietzsche, 1887, 91 )
Resulta evidente ubicar aquí el fundamento del abolicionismo. Pero más
allá de esto, lo cual implicaría una posición extrema, conviene resaltar el modo
en que el autor, al deslegitimar, por su estilo de formulación, uno a uno, los
sentidos otorgados a la utilización de la pena, ubica precisamente el resorte
central vinculado a la misma: la voluptuosidad del castigo. Tal el elemento
común a cada una de las finalidades enumeradas y atribuidas a la pena como
tal.
El castigo será ubicado de uno y otro lado de la operación: el goce del
agente, pero también el autor situará, el goce del objeto, la voluptuosidad del
castigado. El goce atinente al ser pasivizado. Es este aporte el que resultará
significativo para esta construcción. Y sentará las bases para poder luego,
interrogar la función de la pena en la economía libidinal del ser hablante.
En un sentido similar Zaffaroni (2005) destaca el elemento del
sufrimiento, la impartición de una aflicción como el elemento central de la pena.
Y así realiza su planteo: todas las sanciones jurídicas –podrá pensarse por
ejemplo en los embargos o el cobro de un interés punitorio, tales las
referencias utilizadas entre otras por el jurista- conllevan un sufrimiento; sin
embargo, las mismas no llevan el nombre de pena. Precisamente ahí radica la
racionalidad de aquellas. Sirven a los fines de la resolución de algún conflicto
(piénsese por ejemplo en el derecho civil).

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Entonces el nombre de pena queda circunscripto al fuero penal, ahí
donde no apunta a resolver ningún conflicto. Es precisamente con relación a
esta cuestión central que entonces el autor llega a realizar su formulación de la
pena como elemento que da cuenta de la ilegitimidad del sistema jurídico
penal. Así expresa: “pena es todo sufrimiento o privación de algún bien o
derecho que no resulte racionalmente adecuado a alguno de los modelos de
solución de conflictos de las restantes ramas del derecho” (Zaffaroni, 2005,
210). Precisamente de allí extrae el autor la irracionalidad de la pena, su
carencia de sentido, su finalidad absurda, si es que no se explica con relación
al ejercicio de poder. Es con relación a esta última referencia que el elemento
del castigo, como manifestación de poder vuelve a adquirir aquí un lugar
central.
Nótese que en estos desarrollos, la pregunta por la responsabilidad ha
virado desde el eje de la culpabilidad hacia la respuesta en términos de pena.
Es decir, de la pregunta por cómo puede responder un sujeto por el acto por el
que se lo interpela, a cómo puede exigirle el Estado que responda. Por tanto,
pensar la responsabilidad en términos de pena implica una afirmación
contundente que se hace necesario al menos, interrogar. Se verá que esta
investigación apuntará a deconsistir la noción de pena más no a promover la
abolición de una sanción en términos de registro y asunción de las
consecuencias de una acción.
Precisamente en relación a este punto y en lo que atañe a la letra del
Código, vale destacar una cuestión para nada menor, y que puede tener,
complejas derivaciones. Se trata de la enunciación que, a nivel del art. 34 inc.
1º establece la no punibilidad de quienes queden comprendidos dentro de
cierto margen de excepción. Esto es, si se recurre a la operación de
vaciamiento de sentidos realizadas desde el campo de la filosofía o desde la
perspectiva abolicionista del derecho, podría incluso acordarse con tal
formulación. No aplicar penas, como sanciones aflictivas a quien hubo
cometido un delito en circunstancias que el Código define como enajenación.
Sin embargo, el planteo no se detiene allí. En tanto el Código no
establece su irresponsabilidad, y para ser aún más precisos, tampoco
establece su irreprochabilidad, es decir, su inaccesibilidad a juicio. Sólo plantea
explícitamente, la no punibilidad de los enfermos. ¿Cómo es que entonces se

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deriva de tal enunciado en la administración de justicia por todos conocida que
deja al enajenado por fuera de la posibilidad del acceso a juicio? Y ese es el
punto central de cuestionamiento de esta tesis.
Es decir, pareciera que no existe ninguna posibilidad de concebir un
valor para el reproche jurídico y la escena del juicio, y por tanto, para la
responsabilidad, ahí donde estos quedan desvinculados de la utilidad punitiva.
Vale decir, si no es punible, ¿para qué se lo habría de imputar? ¿Para qué se
haría recaer sobre un sujeto tal la acción del reproche? ¿Para qué se
pretendería su responsabilidad, es decir, su respuesta? Parece que
efectivamente, si la responsabilidad no es pensada en términos de pena, es
decir, si no implica, la dimensión del sufrimiento, la misma pierde sentido. He
ahí la lógica a desarmar.
Sin embargo, hay que decir no obstante que, la lectura que liga
indefectiblemente reproche jurídico y pena –como si no existiera entre tanto la
posibilidad de una sentencia absolutoria- es precisamente, como tal, una
lectura. Saldo de la operación de cierta elaboración doctrinaria que en el país
ha estado a cargo principalmente de Zaffaroni (2002). No es el Código el que
liga exceptuación de punibilidad y exceptuación de reproche. Más bien, ésa es
una operación falaz de interpretación del Código a cargo de una cierta
perspectiva doctrinal.
La lógica del mecanismo falaz de interpretación doctrinal es el siguiente:
si no son reprochables ergo no son punibles. Si no P entonces no Q. La falacia
consiste en operar la inversión siguiente: No Q entonces no P. Lo que en este
caso arroja como resultado: no son punibles, entonces no son reprochables. La
irreprochabilidad de quien no hubo comprendido la criminalidad del acto y no
hubo podido dirigir su acción se desprende como tal de la conclusión del
razonamiento lógicamente inválido.
Sobre esta falacia se asienta el sistema de administración de justicia
argentino –y occidental- en lo que respecta a la enajenación mental. El
develamiento de tal operación de elaboración doctrinaria permite introducir una
cuña entre el elemento del reproche jurídico –eje del juicio de culpabilidad- y la
dimensión punitiva. Ahora bien, ¿cuál puede ser el valor de un reproche jurídico
desvinculado de su alcance punitorio? Y en principio cabría responder que, el
efecto dignificante que puede tener para un sujeto el hecho de acceder a la

55
interpelación que de otro modo le está vedada y a partir de allí intentar
responder por aquello que le aconteció implica como tal un valor en sí mismo.
En este sentido, la crítica a nivel del campo jurídico internacional permite
ubicar al respecto lo que podría plantearse como siendo del orden de un valor
posible. Así formula Quintero Olivares:
…subyace la convicción de que el declarado y etiquetado como loco, se
libra del proceso penal cual si eso fuera una gran suerte que lo aleja de la
represión punitiva… Se olvida así que se trata de un acto de marginación en el
que, con razón o sin ella, se le niega la condición de ciudadano normal y con
ella el derecho al enjuiciamiento completo, a cambio de un etiquetamiento y del
sometimiento a unas medidas de seguridad. Se olvida también que la negación
de la imputabilidad puede diluir injustamente la valoración del resto de la
conducta, en la que puede haber concurrido el error, la justificación, la
necesidad, el miedo, o cualquiera de los componentes del actuar humano que
respecto del individuo normal son objetos de valoración y calificación jurídica.
(Quintero Olivares, 1999; 38)
He aquí probablemente uno de los valores, de alcance netamente
jurídico que puede implicar la elevación de la causa a juicio para un ciudadano
que de otro modo, queda por fuera del acceso a las circunstancias habituales
de valoración de su conducta.
Por otra parte el autor indica la división existente en el Derecho penal
español –pero que resulta válida también para Argentina, tal como lo señala
Hegglin (2006) entre penas y medidas de seguridad. Las primeras, aplicadas a
los culpables, las segundas, a los así llamados inimputables. Respecto de las
medidas de seguridad, huelga señalar el verdadero efecto punitorio y el
alarmante alcance segregativo que éstas últimas conllevan, en tanto suponen
el encierro y el aislamiento en el campo penal: instituciones psiquiátricas
penitenciarias –esta última palabra subraya el valor punitivo de las mismas.
Por tanto, resulta significativo resaltar el degradado valor al que se ha
conducido al principio conocido como Nulla poena sine culpa (No hay pena sin
culpa) –en tanto, la privación de libertad por tiempo indeterminado a la que se
somete al enfermo que hubo realizado un injusto penal vía medida de
seguridad, constituye no otra cosa que una pena restrictiva y al mismo tiempo,
punitoria.

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En este punto conviene resaltar que el propio Zaffaroni (2002) propone
la limitación de la duración temporal de dichas medidas considerando que la
privación de libertad por ellas impuesta no debe resultar más lesiva que la pena
(en términos de sentencia condenatoria) que se le hubiera aplicado al sujeto de
haber sido juzgado si su acción hubiese sido considerada culpable. Sin
embargo, hay que decir que, limitar su duración en el tiempo no toca el
problema de fondo. Enunciar que no es admisible que alguien pase encerrado
más tiempo que el que le hubiere correspondido de haber sido juzgado, no
elimina el hecho central: que es que de hecho, ese alguien, no fue juzgado, no
tuvo como ciudadano que es, la posibilidad de ser interpelado por la justicia y
responder ante ella de lo que hubo sido el injusto por el que pena sin embargo.
Aún afirmar -como de hecho lo hace el autor- que las medidas de
seguridad son inconstitucionales, no modifica el punto nodal: la inaccesibilidad
a juicio del enfermo, por considerar que el mismo (el juicio), acarrea una
significación y un alcance punitivo real que parece serle inherente, sin que
pueda desprenderse de él, ninguna función que contemple la dimensión
subjetiva.
Por ende, cuesta entender, a qué se refiere Zaffaroni (2002) cuando
hace referencia a la necesidad de limitar el alcance punitivo del Estado en su
acción de represión de las conductas disvaliosas –en tanto éste constituye el
argumento principal con el que el autor defiende y legitima el sostenimiento de
la segregación jurídica de los enfermos padecientes de alguna perturbación
mental- ahí donde el encierro en un institución total (tal como la institución
psiquiátrica penitenciaria) por tiempo indeterminado –cuestión que ni siquiera
ha logrado mitigarse- y sin haber accedido a la posibilidad de la defensa en
juicio, parece un elemento suficientemente cercano a la ideología represiva y
plenamente vigente en este país –fiel a la lógica de Occidente.
En las antípodas del planteo segregativo – como se ha visto, revestido
de argumentos pretenciosamente humanitarios- se encuentran los desarrollos
internacionales tales como los del jurista español antes referido. El mismo
sostiene:
La tradicional opción del Derecho penal por transformar al enfermo mental,
con la ayuda de la antigua psiquiatría, en un incapaz, excluyéndolo del campo
de los seres normales y aptos para ejercer o soportar deberes y derechos

57
constitucionales no parece sostenible ni en términos de democracia y
humanidad ni desde el punto de vista médico, dado que desde ese campo se
reclama la conveniencia terapéutica de responsabilizar al enfermo. (Quintero
Olivares, 1999; 106)
En el mismo sentido, esgrime su planteo, otro jurista, esta vez,
argentino:
Lo expresado debe tenerse especialmente presente en razón de que resulta
posible a la luz de los conocimientos científicos actuales que un sujeto
clínicamente enfermo mental pueda tener suficiente capacidad intelectual para
alcanzar la comprensión necesaria de la antijuridicidad del acto y el significado
del enjuiciamiento penal. (Sarrulle, 2001; 93-4)
Con estas palabras este jurista avanza con lo que constituye su tesis
principal: la necesidad de restituir para el paciente psiquiátrico la posibilidad del
pasaje por la instancia del juicio. En tal sentido, formula:
A lo que se consigna debe agregarse que resulta claramente inconveniente
y peligroso considerar que la sola constatación de una enfermedad mental
hace innecesaria la celebración del juicio oral y público que da lugar al estudio
de la tipicidad dolosa o culposa de la conducta, en tanto dichas categorías se
vinculan con potencialidades psíquicas que son, ab initio, negadas al enfermo
mental. Sin embargo, como hemos dicho, la enfermedad mental no supone
necesariamente imposibilidad de motivación normativa del autor, de lo que
puede concluirse que no se puede sostener que todo enfermo mental sea
necesariamente irresponsable. De lo expresado puede razonablemente
concluirse que la declaración de inimputabilidad debiera, en general, quedar
reservada para el momento de la sentencia definitiva, en razón de que, en esa
hora, los jueces podrán apreciar tanto las pruebas periciales relativas a la
constatación de una enfermedad mental y sus efectos y, además, la capacidad
de comprensión que el sujeto ha tenido del sentido del proceso penal, lo que
construye en ese instante un marco probatorio suficiente para decidir acerca de
la capacidad de culpabilidad del autor. Lo expresado, con la salvedad de
aquellos casos en los que el imputado no esté en condiciones de acceder al
sentido del juicio.
Proceder en contrario parece atentar contra los principios de igualdad ante
la ley y legalidad, lo que implica -diría Quinteros Olivares- cancelar a unos

58
individuos su condición esencial de partícipes en la vida colectiva, que
adquirieron por el sólo hecho de nacer, y eso es inaceptable si en verdad se
cree en el respeto de los Derechos Humanos como patrimonio de cada uno, y,
en suma, como fundamento de la vida en común. (Sarrulle, 2001; 96).
En el mismo sentido se expresa Hegglin (2006) al afirmar que la
declaración de inimputabilidad sólo podrá dictarse después de la celebración e
un juicio oral y público. Asimismo avanza hasta afirmar:
Dictar en la etapa de instrucción o previa al debate, una resolución de
sobreseimiento por inimputabilidad e imponer, en consecuencia, una medida de
seguridad porque se considera a la persona criminalmente peligrosa, supone,
además, una solución contraria a los principios de inocencia y legalidad. En
efecto el principio de inocencia se afecta en tanto se impone una medida
restrictiva de la libertad sin haberse realizado previamente un juicio oral,
contradictorio y respetuoso del derecho de defensa y de las garantías del
debido proceso. Por otro lado, la no celebración del juicio oral, y la consecuente
no comprobación de la existencia del hecho, de la participación del imputado
en su ejecución y de que este hecho sea típico y antijurídico, convierte a la
medida de seguridad en una medida predelictual contraria al principio de
legalidad. (Hegglin, 2006, 355)
De igual modo y tal como los juristas nacionales e internacionales antes
mencionados lo refieren para el campo de la comprensión de la criminalidad
relativa al enfermo mental, es posible extraer el desarrollo que Quintero
Olivares realiza respecto de lo que podría leerse como el ámbito de
autodeterminación. Su postulación es al respecto la siguiente:
…las tesis conducentes al determinismo en cualquiera de sus modalidades
explicativas…conducen a la inexorable conclusión de afirmar a priori que no
todos los seres humanos son iguales. Y eso es rechazable pues por razones
de defensa del Estado de derecho y de la igualdad y dignidad del ser humano,
el único presupuesto admisible es el de la libertad y la normalidad, pues sólo
así se reconoce a todos la condición inicial de protagonista de la vida social…
Cuando se comprende que defender que la persona dispone de una libertad
de actuación con sentido, lejos de ser un retorno a los conceptos pre-jurídicos y
ontológicos, sólo es, y nada menos, un presupuesto imprescindible para la
actuación democrática del derecho penal, que sólo así otorga inicialmente a

59
cada ser humano el mismo grado de dignidad y de derecho a su identidad y su
diferencia. (Quintero Olivares, 1999; 109-110)
Son precisamente estos argumentos los que les permiten avanzar tanto
a Sarrulle como a Quintero Olivares sus respectivas tesis respecto a la
necesidad de restituir para quien padece de sufrimiento psíquico el escenario
del juicio como un espacio de igualdad jurídica.
En esta línea, y como marco normativo ineludible, conviene citar como
referencia la Ley Nacional de Salud Mental 26657 que establece como
presupuesto básico la presunción de capacidad civil de todas las personas con
padecimiento psíquico. Vale entonces introducir la pregunta: ¿por qué no hacer
extensiva esta formulación para el campo penal? ¿Por qué no plantear la
presunción de capacidad jurídica para los padecientes mentales que hubieren
realizado un injusto y se encontraran así incorporados al fuero penal? ¿Por qué
seguir reservando para estos el mote de la incapacidad y la presunción de falta
de aptitud para asumir su ejercicio responsable del rol de ciudadano?
En tal sentido, es necesario afirmar, al menos como hipótesis auxiliar, el
valor central que adquiere desde esta perspectiva, la escena del juicio como
ritual jurídico, como liturgia (Legendre, 1994) que actualiza el lugar fundacional
de la ley en la trama social como sostén y soporte constitutivo del lazo social.
Hipótesis que desestima la concepción de este espacio como un espacio de
afirmación de poder irracional por parte del Estado y dirigido contra un
particular. Efectivamente, no se trata de desconocer la dimensión del poder
inherente a la manifestación de la acusación del fiscal, en representación
precisamente del Estado como tal. Sin embargo, precisamente, es ese
escenario el que, por la vigencia de las garantías expresadas por el
ordenamiento jurídico, asegura que tal manifestación de poder estará regulada
y vendrá a articularse en términos de un cierto procedimiento pre-establecido,
vaciado de intereses que afecten al imputado. Los vicios agregados –tan bien
especificados por Zaffaroni (2005)- no habilitan a pretender dilapidar como
tales los cimientos de la cultura –se insiste, al menos, occidental.
Tal como Freud (1932) lo formula, el valor de la justicia constituye un
elemento fundacional de la cultura en tanto sostiene como tal los lazos sociales
– permite asegurar que el interés de la mayoría no se quebrantará para
favorecer a un individuo. El derecho desde esa perspectiva, se presenta como

60
la herramienta con la cual pensar la operación constituyente de la sustitución
del poder individual por el poder del Estado que se asienta sobre una operación
de renuncia. Se lee muy claramente en la argumentación freudiana que tal
operación inaugural del orden del ciudadano implica como tal una operación de
vaciamiento. El poder del Estado es un poder no-todo. La regulación del mismo
forma parte inalienable de su constitución.
Así, el escenario judicial implicaría como tal la posibilidad de
actualización de la vigencia de la norma y por tanto del cimiento de la renuncia
pulsional sobre el cual se asienta la dimensión del lazo social y la convivencia
entre los habitantes de una comunidad. En tal sentido, el proceso judicial
adquiere desde esta perspectiva una significación que alcanza directamente un
efecto sobre la economía libidinal del ser hablante.
Siguiendo esta línea, ¿cómo pensar en este sentido, la articulación del
reproche jurídico y la escena del juicio con un Derecho concebido como
esencialmente reparatorio? Entendiendo que allí la reparación no estaría
orientada solamente a la restitución del orden en la regulación del lazo social
-y entonces se le pediría al victimario que realice alguna acción de finalidad
compensatoria que incluya o alcance a la víctima sino que- fundamentalmente,
al introducir la perspectiva de la reparación, esta propuesta orienta la dirección
de la acción para que ésta recaiga sobre el sujeto mismo, esto es, sobre aquel
a quien se juzga.
En tal sentido, valdría pues postular la responsabilidad como una
categoría esencialmente indisociable de la dimensión económica (en el sentido
de la economía libidinal): la respuesta del sujeto implicaría así la necesariedad
del costo. La pregunta que se desprendería de este planteo conduce a
formular: ¿es posible pensar alguna variedad de respuesta que no implique una
posición de pago ivpor parte del sujeto?
Quizás la clave del planteo se encuentre en de-consistir el sesgo penal –
pena, sufrimiento- de la responsabilidad entendiendo que la misma puede
implicar una dimensión de implicación subjetiva –por ejemplo en términos de
pago, con su consecuente referencia al costo- sin que esto conlleve a las
usuales prácticas asilares de encierro tutelar y privación de libertad, y por tanto,
aflicción. Se trata quizás de pensar la responsabilidad en términos de sanción,
como registro de la acción, como modo de inscripción de la misma dentro de

61
una cierta trama argumentativa. Sanción no implica, no puede implicar
necesariamente pena. He ahí otra dimensión del castigo.
Resultará necesario pensar una operación posible para habilitar una
dimensión del castigo vaciado del goce que como tal comporta. Sólo así podrá
ser posible la articulación de la responsabilidad para el campo de lo que el
Código penal continúa nombrando como enajenados.

Aportes del Psicoanálisis a la lectura de la responsabilidad en la


psicosis con relación a un crimen.

Los datos de la clínica.

Recorte clínico. Rechazo de la culpabilidad.


Se habrá para esto de recurrir a un caso de psicosis donde la
presentación de la paciente –desde la entrevista inicial hasta las entrevistas
realizadas luego de cuatro años de encierro- coincide siempre en un mismo
punto que parece no variar a lo largo del tiempo, un verdadero punto no
dialectizable del relato y que debe tomarse en su justo valor de verdad: la
inocencia sostenida por la interna con relación al acto que no se le imputara,
pero en virtud del cual, paradójicamente, se decidiera privarla de su libertad.
Se trata de un caso de homicidio. La interna fue prontamente declarada
inimputable por el crimen de su madre.
Punto de suspensión del reproche jurídico. He ahí algo que se presume
un hecho de homicidio: la muerte –no accidental- de la madre de quien luego
quedará detenida. En virtud de las características de la hija la justicia decide
aplicar un manto de silencio sobre el asunto, declarando inimputable a quien,
no obstante, considera que es la única responsable de la muerte,
absteniéndose –en el colmo del proceder ilógico- a procesarla por tal causa e
imputarle el acto atroz.
La hija de la muerta, devenida interna presa del encierro, quedará para
siempre privada de la posibilidad de pronunciarse sobre lo ocurrido. Repetirá
no obstante hasta el hartazgo su inocencia y ratificará en cada encuentro
terapéutico su posición de ausencia al momento del hecho. Verdaderamente
indignada con relación a este punto insistirá en el hecho de no haberse

62
encontrado allí al momento de la muerte de esa señora a la que no puede, por
otra parte, nombrar como su madre. Y agregará con la suspicacia que
caracteriza su relato, que a ella no le consta la muerte de esa mujer. En efecto,
la paciente no ha visto el cuerpo muerto de esta señora. Por lo que se
encuentra en condiciones de no aceptar la versión oficial sobre lo ocurrido.
Reclama incansablemente la posibilidad de declarar ante el juez. Tiene
que poder manifestarle a éste su inocencia. Tiene que poder decirle que ella no
estaba allí –en el caso en que efectivamente su madre haya sido asesinada- y
tiene a su vez que deslizar allí su hipótesis más acabada: se trata de un
complot de aquella para perjudicarla. Ella no ha muerto. La justicia está de su
lado –del lado de esta impiadosa mujer- ejerciendo contra sí la más aberrante
de las persecuciones.
Tal es la presentación sostenida incansablemente por la paciente en
cuestión. Resulta más que interesante en este punto introducir una pregunta
por las condiciones de posibilidad de cualquier tratamiento terapéutico en el
marco de lo que se circunscribe como el campo de la inimputabilidad penal.
¿Es posible acaso apostar a algún cambio efectivo en la posición de quien ha
quedado por fuera al menos dos veces de la dimensión simbólica de la
legalidad? Es decir, ¿cuál es la posibilidad de operar allí alguna intervención
que efectúe una modificación real en la posición de quien se sabe por fuera del
sistema que habilitaría su inclusión como sujeto de derechos? Y si bien, la
respuesta a este interrogante excede las coordenadas de análisis de este
trabajo, lo cierto es que, vale la pena no obstante dejar planteada la cuestión
con el objetivo de seguir interpelando el procedimiento judicial con la lógica de
lo que se ha dado en llamar, la función clínica del derecho.
Quizás haya que decir además que hay con respecto a la declaración de
inimputabilidad penal un punto de irreductible que atraviesa el dispositivo
terapéutico y que le imprime al trabajo clínico un esfuerzo que –aún estando
dispuestos a sostener- implica el ejercicio de una apuesta que vaya en el
sentido contrario al que opera el proceder judicial. De otro modo, resultaría
imposible pensar la inclusión del sujeto que ha sido dejado cuidadosamente por
fuera del marco de la legalidad.
Habiendo conducido el planteo hasta tal punto, será necesario retomar el
trabajo de interrogación clínica del caso. Se trata –como se ha dicho ya- de un

63
relato que atestigua el efecto devastador que puede tener para un sujeto el
pasaje por una instancia cuya sanción duplica la posición de inocencia y des-
implicación subjetiva que aquél tiene respecto del goce.
N. refiere desde el comienzo lo persecutorio del lazo materno. Las
particularidades del vínculo filiatorio en cuestión no tardan en aparecer durante
las entrevistas. Esta mujer, es decir, la mujer a la que la paciente no puede
nombrar como su madre, se ha ocupado de arrebatarle sus bienes. La misma,
invade con su presencia el hogar en el que la paciente vivía junto a su hija
hasta el momento de su detención. Respecto a este punto, un dato sumamente
esclarecedor es soltado sin más en el transcurso de uno de los encuentros
terapéuticos. La casa de la paciente es de su propiedad, ha sido escriturada a
su nombre y el de su marido –esquizofrénico que cursaba desde hace tiempo
un estado catatónico que lo mantenía alejado de la familia. Un buen día, luego
de la separación de hecho de su marido, la paciente ofrece a su madre su
vivienda. Esta última se muda aquí junto con su pareja. Conviven así, tres
generaciones de la familia. Respecto de este ofrecimiento N. nada puede decir.
Hay allí un punto crucial. No es la madre la que irrumpe. Es N. la que ofrece el
espacio para esta presencia. Sin embargo, nada de esto puede ser reconocido
por la paciente. Es posible escuchar respecto de esto un punto de
incomprensión fundamental.
Resulta preciso aquí resaltar este elemento. Se trata nada menos que de
una escena cuyos efectos tienen un alcance verdaderamente significativo. Es
decir, respecto de una madre que es descripta como la encarnación de la
crueldad –hecho que es asimismo verificado por el relato de la hermana de la
paciente quien no vacila en describir las diversas escenificaciones sádicas a la
que aquella mujer sometía a su hija- N. decide enigmáticamente ceder un
espacio, el de su propiedad, el de la intimidad familiar, ofreciendo así su hogar
para la convivencia con quien será calificada luego como “abusadora”.
Punto fundamental que permitirá entender a partir de aquí la posición de
inocencia fundamental respecto de la cual se estructurará todo el caso. Habrá
para esto que introducir sin más la pregunta: ¿por qué decide N. ofrecer su
espacio para que E. se incluya en la cotidianeidad de su vida? ¿Por qué si se
trataba de un ser tan cruel es que se precipita N. a realizar esa maniobra de
sometimiento manifiesto a la presencia voluptuosa materna? La respuesta

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tendrá que buscarse en la particular modalidad de retorno por la que la
paciente es sometida a la realidad alucinatoria del abuso.
¿Qué es lo que refiere al respecto la paciente? Pues bien, nada de un
abuso realmente acaecido en el pasado aparece en el relato que N. realiza de
su historia. Sin embargo éste cobra una especial relevancia para los dichos que
al respecto sostienen la hermana de la paciente y la propia hija de esta última.
Son estos dos personajes familiares los que enarbolan una verdadera
reivindicación de la posición sacrificial de la paciente respecto de su madre. N.
habría sido abusada por un familiar a sabiendas de la madre, quien habría
renegado esta situación desestimando la posición de víctima a la que N. había
sido reducida. Nada de esto dirá N. en las entrevistas.
Sin embargo, el abuso aparecerá en su relato en ocasión de referir la
permanencia con vida de esta mujer a la que la justicia considera muerta. La
madre no ha muerto. Tan viva está que ingresa cada noche en la celda en la
que se encuentra su hija, la paciente en cuestión, y abusa sexualmente de ella
obligándola a hacer lo mismo con su nieta, la hija de la paciente –que, cabe
mencionarlo, no se encuentra detenida.
Podrá entonces aventurarse alguna respuesta con relación a la pregunta
por la implicación del sujeto. Pregunta que la paciente no se encuentra no sólo
en condiciones de responder sino –ni siquiera- de formularse. En el punto en
que no es posible su formulación es precisamente el punto en el cual se
dispara el retorno delirante del saber. Es decir, allí donde el sujeto no logra
emerger como efecto de su implicación deseante y gozosa (no otra cosa
introduce la dimensión del lazo incestuoso), lo rechazado, esto es lo no
reconocido de su afectación subjetiva, retorna por la modalidad del fenómeno
delirante o alucinatorio.
Habrá que retomar entonces el interrogante para poder a partir de este
indicar el lugar preciso en que el sujeto queda por fuera de su propia
producción. ¿Por qué entonces decide N. habilitar para quien había ejercido
hasta allí la potestad descomunal de un abuso cruel y repetido la posibilidad de
inmiscuirse en su vida diaria, ofreciéndole la convivencia bajo un mismo techo?
Quizás considerar aquí el dato temporal resulte notablemente beneficioso. Tal
ofrecimiento se produce luego de la separación de N de su marido.

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Pues bien, será necesario introducir aquí la unidad de análisis sobre la
cual se ha organizado el despliegue argumentativo: el elemento del reproche.
Allí donde no ocurre la emergencia discursiva del auto-reproche, el
mismo retorna desde el exterior. A no otra cosa se asiste en el desarrollo de
verdad de esta paciente. ¿Cómo ubicar esto en el texto del sujeto? Y
claramente, es en el lugar de su ausencia donde más audiblemente se sitúa la
suspensión de un reproche dirigido contra la propia persona. N. no puede
interrogar subjetivamente su decisión de invitar a su madre a compartir con ella
y su hija su casa. No logra hacerlo ni siquiera por la vía de la introducción de un
enigma. De su lado no hay pregunta. La pregunta aparece bajo el modo
enigmático del lado del entrevistador. Del lado de la paciente, se asiste más
bien a la desestimación más radical del interrogante sobre su responsabilidad.
El reproche rechazado contra su propia implicación en el lazo incestuoso,
retorna luego en el fenómeno elemental que tiene como escenario, la celda a la
que N. ha sido confinada.
La escena del abuso al que N. es sometida cada noche (se trata de un
doble sometimiento, en tanto que, ahí donde ella es activa- el abuso ejercido
contra su hija- lo es también como respuesta al sometimiento materno) ilustra
de un modo notable, el retorno del reproche suspendido. Una hija es abusada
ahí donde N. cede al goce materno. El reproche -rechazado en lo simbólico- de
una cesión inasumible retorna en lo real de un abuso alucinado hasta el infinito.
Considerar aquí la interrogación por la posición del sujeto con relación a
la satisfacción hallada permitirá establecer el enlace con la escena del
homicidio y ubicar con respecto a ésta la implicación del sujeto respecto de su
acto.
Habrá que preguntar entonces: ¿respecto de qué postula su inocencia el
sujeto? Es decir, allí donde la paciente rehúsa su culpabilidad respecto del
homicidio, ¿será posible acaso encontrar primero alguna otra implicación? Esto
es, siguiendo el análisis del retorno del reproche de “abusadora” quizás sea
pensable explicitar alguna implicación del sujeto con relación al lazo filiatorio, y
más específicamente, a la posición de una hija respecto de una madre. Allí
donde la inocencia sustituye su invitación al goce materno que luego le
retornará como abusivo. ¿Respecto de qué culpa entonces sino de no dejar de
ofrecerse como instrumento del goce materno formulará la paciente su

66
rechazo, llegando a afirmar su más completa des-implicación en el
padecimiento sobre el que testimonia?
¿Acaso no encuentra esto eco en la posición del sujeto con relación al
acto homicida? Y aún más, su modalidad de respuesta respecto del mismo,
permite encontrar allí no sólo su declaración de inocencia sino también su
afirmación consistente sobre su no haber estado allí.
¿Cómo es posible leer el pasaje al acto homicida con la falta del texto
fundamental de la paciente? Es decir, ¿cómo es posible aventurar ahí alguna
hipótesis respecto de las coordenadas del hecho si es precisamente la única
responsable para la justicia la que no posee respecto a éste ninguna otra
versión más que la de su no implicación? Quizás haya que tomar esta pieza de
su declaración interrumpida a la letra. Ella no estaba allí. Es decir, se trata
nuevamente de verificar el punto de ausencia del sujeto, de no implicación del
mismo respecto de la escena que le depara allí una atroz satisfacción.
En lo referido por la hija de la paciente en cuestión, quien no se
encontraba allí al momento del hecho fatal era la propia adolescente, nieta de
la mujer muerta, que arribando tarde al lugar pudo encontrarse con el horroroso
cuadro de situación.
Si bien, podría señalarse que no pueden ser equivalentes la posición de
inocencia a la de la no-presencia en el lugar de la muerte, lo cierto es que en
este caso, ambas tienen un punto en común: el elemento de la des-implicación
subjetiva. N. responde a una acusación suspendida con la suspensión de su
participación gozosa en la escena. N. no estaba allí. Podría leerse así: la hija
no estaba allí. Ahí donde N. no podía nombrar una madre, no pudo más que
tomar el elemento real de la ausencia de quien sí pudo restarse. La hija no
estaba allí.
Ahora, ¿cabe a partir de estos desarrollos suponer el encuentro del
sujeto con una particular satisfacción concerniente al homicidio? No existe
ningún elemento en el relato de la paciente para adelantar semejante
conclusión. Sin embargo es viable anticipar un elemento. Nuevamente –y
contando sólo con la referencia del fenómeno alucinatorio del abuso- es
pensable la idea de situar allí cierto margen de satisfacción horrorosa,
concerniente al lazo filiatorio, y respecto del cual, se hiciere necesaria una
intervención de corte. El pasaje al acto homicida pudo haber venido al lugar de

67
la asunción de un vínculo imposible. Extracción de una espantosa satisfacción
consentida hasta el más allá de la muerte.
No hace falta demasiada lucidez clínica para ubicar en las ideas filicidas
con las que N. recibe regularmente a su hija en la visita el retorno acusatorio
del auto-reproche suspendido. Una hija muerta, en el lugar del crimen de una
madre no asumido/a como tal. Y aún más, cuando estas ideas desaparezcan,
el retorno habrá de volverse sobre el cuerpo mismo: la presencia de un
dispositivo intrauterino que vendrá a nombrar lo mortífero del lazo filiatorio. En
el lugar de la implicación responsable imposible, la metonimia sin fin de los
fenómenos elementales.
¿Habría sido posible a partir de una intervención judicial que hubiere
hecho lugar a la palabra del sujeto la rectificación de la posición de inocencia y
con ello, la desaparición del retorno delirante de la culpa no reconocida? O
bien, ¿habría sido posible una absolución judicial que legitimara su posición de
inocencia –en todo caso, dictada luego de un debido proceso? Una vez más,
sólo es factible lo que puede leerse con relación a lo que sucedió. Y con esto,
el padecimiento del sujeto que no logra operar un punto de basta. Así, sólo se
halla una interminable sucesión de puntos suspensivos que no hacen otra cosa
que duplicar la posición del sujeto.

Recorte clínico. Legitimación de la culpabilidad

Se trata de un caso de una paciente extranjera, detenida por el delito de


lesiones, que hubo herido a una desconocida en la vía pública y que tuvo al
respecto algo que decir. Efectivamente y a poco de su ingreso al
establecimiento la paciente expresa su asombro acerca del hecho de que
ninguno de los profesionales que la habían evaluado hasta el momento le
hubiere pedido explicaciones respecto de lo ocurrido. Sobre este punto, la
interna pide ser escuchada anunciando que pretende poder dar las razones de
su acto. A partir de allí, el espacio de las entrevistas psicoterapéuticas se
recorta como un espacio que hace lugar a la palabra de un sujeto nuevamente
dejado por fuera de la dimensión de la responsabilidad.
Lo primero que la paciente expresa con relación a su acto es que se
trató de un acto en legítima defensa. El mismo –por la descripción que la

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paciente realiza- cuadra completamente dentro de lo que podría considerarse
como un pasaje al acto. Dicho pasaje a la acción se produce –según el relato
de la paciente- como respuesta a un “comando”. Preguntada acerca del
significado de esta palabra, la paciente explica sin reticencia alguna: una voz
que le dio una orden. Con relación al contenido de esta orden es que la
paciente esgrime su argumentación fundamental. La voz le ordenaba herir a
otra persona o –de no hacerlo- herirse a sí misma. En virtud de tal empuje es
que la paciente cierne su consideración del acto lesivo como un acto de
legítima defensa. Ella dirá sin más: “fui forzada a cometer un crimen”.
Tensión agresiva especular. Filo mortal del estadío del espejo. O la otra
o ella. Y entonces, la elección del sujeto. Resulta sumamente interesante en
ese punto poder situar el elemento fundamental de la implicación subjetiva. Es
decir, ese margen dentro del cual, aún acotado por las coordenadas de un
forzamiento, el sujeto no deja de asumirse responsable de su accionar. Se
propone entonces como quien debe explicar su decisión o quizás aún, su
elección forzada.
¿De qué modo pensar entonces la posición del sujeto que, dentro de la
postulación de lo que considera legítima defensa, no deja sin embargo de
reconocerse concernido, interpelado, implicado con relación a su acto?
Y es que claramente la posición de la declamación de una legítima
defensa ubica al sujeto en la particular condición de atacado. La voz pasiva del
verbo introduce ahí la dimensión de la gramática pulsional. Se trata de un
sujeto pasivizado, sometido por un ataque, cuya respuesta debe comprenderse
a partir del principio de acción y reacción. Atacado por otro, responde sin más
con su defensa. ¿Es esta la posición de la paciente en cuestión? El oído atento
al relato de la paciente permite avanzar ahí alguna idea.
Rápidamente la paciente ubica en el curso de las entrevistas lo que
constituyen las circunstancias previas del pasaje a la acción crminal. La víspera
del mismo la paciente había viajado desde un país limítrofe hasta aquí. Había
emprendido el viaje escapando de la persecución política a la que se
encontraba sometida desde hacía ya casi veinte años. El perseguidor era nada
menos que el presidente de su nación. Respecto de la persecución, la misma
consistía en el ejercicio de una tortura sistemática operada sobre su cuerpo a
través de diversos y sofisticados elementos tecnológicos.

69
La agresión lesiva se había producido el día de su llegada al país.
Encontrándose en la fila de espera de una casa de cambio la paciente oye la
voz que la precipita al ilícito. Se trataba de una orden por la cual la paciente
debía herir a otra persona o hacer recaer el daño sobre sí misma (su cuerpo).
El objetivo de tal empuje era situado como el hecho de colocar a la paciente en
lo que ella llamaba “una situación de indignidad”.
En relación al texto del “comando” la paciente especifica: “herir a una
mujer en los senos o los genitales”. Es en referencia a esta cláusula que la
paciente esboza su implicación. “Opté por herirla en la mano para no causarle
la muerte. Pensé que si hacía lo que la voz me decía, la iba a matar, por eso le
lastimé la mano”. Forzada en el sentido de una acción lesiva sobre el cuerpo
del otro –para evitar el corte a efectuarse sobre el suyo propio- el sujeto opta
por encontrar en la consistencia del texto alucinatorio, un punto de indecidible
donde alojarse: el punto de una elección encuadrada aún dentro de la lógica de
la precipitación.
La presentación del caso habilita el señalamiento de las condiciones
psicopatológicas que atravesaban el relato de la paciente. Las ideas delirantes
con las que la misma poblaba su espacio vital y el acontecer diario dentro del
establecimiento. Pero y fundamentalmente es la presencia de un elemento el
que permite interrogar más llanamente la satisfacción concernida en el acto al
que el sujeto se precipita. Se trata de los fuertes dolores sentidos por la
paciente en los orificios de su cuerpo. Más precisamente, dolores que irrumpen
invadiendo sus zonas erógenas de una acuciante sensación de opresión. Dolor
insoportable que se le impone al sujeto como el efecto residual de la tortura
padecida.
¿Resulta acaso pertinente cernir los bordes de ese malestar localizable
como una extraña satisfacción vivida por el sujeto como ajena? Y si fuera
posible, ¿cabría poner dicha satisfacción dolorosa, ajena, hostil, a cuenta de un
irreconocible empuje pulsional? El hecho de circunscribirse ésta a los orificios
erógenos del cuerpo parece no permitir otra suposición que ésa. Ahora bien, en
el punto en que este acicateo pulsional resulta imposible de ser leído como
propio por el sujeto, es decir, en el punto mismo en que esto es rechazado en
el fuero de su intimidad, ¿acaso sería posible pretender ubicar allí algún

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esbozo de implicación subjetiva al respecto? Esto es, ¿sería posible rastrear
allí algún asomo siquiera de reproche?
Cómo pensar en relación a este testimonio, la posición del sujeto
respecto de su acto y fundamentalmente la dimensión de la responsabilidad?
Será preciso para esto recurrir una vez más al elemento que permite interrogar
la implicación o no del sujeto respecto a la satisfacción jugada en la escena del
crimen, en este caso, del delito de lesiones. ¿Qué lugar aquí para el auto-
reproche?
Pues bien, nuevamente será la modalidad de retorno lo que permita a
este trabajo continuar su interrogación conduciéndola a un puerto algo más
seguro. ¿Qué es aquello que formula el sujeto en su despliegue interpretativo?
¿De qué habla cuando enuncia su posición de indignidad? Quizás resulte
suficientemente explicativo recurrir aquí al texto de la paciente.
La misma hace referencia a esta “situación de indignidad” (en la que ella
es colocada por parte de sus perseguidores) con relación a dos escenas
puntuales: la tortura que padece día a día –tortura que consiste en la aplicación
de corriente eléctrica en los orificios del cuerpo- y el encarcelamiento producto
de su accionar lesivo. Así, ¿cuál es el elemento pesquisable en este retorno
interpretativo de la paciente? No otra cosa que el reproche. La indignidad que
le retorna como parte de la trama sufriente de su realidad psíquica y que no
corresponde a otra dimensión que a la de la propia subjetividad rechazada.
Pues ¿qué otra cosa sino puede constituir esa estimulación tortuosa en sus
genitales o bien esa extraña enunciación criminal oída desde afuera? Se trata
efectivamente del rechazo primordial de la implicación pulsional y deseante por
la que el sujeto habría podido situarse como el agente de sus producciones y
padecimientos. En el lugar del rechazo del auto-reproche, nuevamente, el
retorno de la iniciativa gozosa del Otro.
Es efectivamente la propia paciente la que –a través del uso del
lenguaje- pone en conexión la escena de la satisfacción alucinatoriamente
pasiva de la tortura y la escena de la satisfacción realmente activa de la lesión
al semejante. Satisfacción que en la segunda escena se presenta como alivio
efecto del corte operado por el movimiento subjetivo. Movimiento respecto del
cual el sujeto pide responder.

71
¿Por qué cercenar entonces la toma de palabra ahí donde el sujeto se
asume concernido, aún con la precariedad de su condición? Tal es
efectivamente la sanción producida allí por la Justicia. La misma, merced al
mecanismo de declaración de inimputabilidad penal, formula con su dictamen,
la imposibilidad para la paciente de responder por lo que hizo. Y aún más,
duplicando el no-reconocimiento estructural de la implicación deseante y
gozosa que habita al sujeto en la psicosis, confina a la paciente a la reclusión
en el exilio de su intimidad, en el fuero más ajeno y hostil a su realidad
psíquica, el territorio del decir alucinado, el campo del retorno delirante del
reproche.
Una vez más la clínica testimonia sobre la dignidad de la palabra en
boca de los privados de la libertad y la justicia. Qué otra cosa permite evocar
aquí este testimonio sino la enseñanza de Lacan sobre la posición del analista.
¿Por qué no retomar entonces aquella propuesta concerniente al
desdoblamiento del analista en dos tiempos -el analista es al menos dos, el de
la práctica, y el de la formalización de los hechos de la práctica (Lacan, 1974)-
y aplicar su lógica para pensar el pasaje al acto de un sujeto? Por qué no
pensar que tal vez haya que reconsiderar este enunciado, para poder extraer
de él una enseñanza aplicable a la clínica del pasaje al acto.
Es decir, basta con tener la posibilidad de acceder a cualquier testimonio
sobre lo que pudo ser un suceso signado por la precipitación de un acto
irresistible, para poder extraer de él –de ese testimonio- la lógica rigurosa del
instante.
Es necesario allí restituir la dimensión del tiempo, el mismo considerado
en sus escansiones lógicas. Es preciso entonces introducir la variable de la
continuidad. La interrogación sobre el acto –es decir, sobre el pasaje brutal que
lo ha atravesado- instaura nuevamente las coordenadas de la palabra, en lo
que había quedado así despojado de representaciones, en lo que había
pasado a constituir el salvaje territorio de la acción muda.
En este punto, no otra cosa que esa restitución precisa de la cadena
representacional arrasada por la irrupción del empuje al acto, es lo que habilita
entonces la dimensión de interrogación del sujeto –vale decir, del sujeto a
producirse como efecto de una concatenación entre dos momentos,
impensable hasta allí.

72
A partir de la interrogación que el realizador del injusto pueda sostener
con relación a su acto, será posible restituir cierta dimensión de sentido para
algo que de otro modo permanecería situado en las sombras de lo in-hablable
(Legendre, 1994). Es en virtud de este criterio que resulta sumamente
necesario repensar la función del proceso judicial con miras a esclarecer el
lugar que la declaración del acusado durante el mismo puede tener para la
economía del sujeto. Y aún más, es precisamente en función de dicho criterio,
que se torna imperiosamente necesario, reconsiderar la declaración de
inimputabilidad de un acusado en los primeros momentos posteriores a su
detención, en razón de lo cual, se priva al sujeto de emerger como tal, desde el
oscuro territorio de lo inefable.
El caso abordado en último término permite ubicar sino la interrogación
desplegada de forma autónoma por el sujeto (hecho que sí puede verificarse
en el caso de Althusser), al menos, una cierta elaboración de saber –se
acordará, delirante, pero no por ello menos válida- con la que integrar el hecho
brutal dentro de una trama de significaciones posibles. Ejercicio al que la
paciente asiste en forma solitaria, teniendo como único testigo, a la psicóloga
del establecimiento a la que cada día pide entrevista, con el único objetivo de
desplegar una y otra vez la interpretación de su acto y la razón de su arrebato.
Resta como producto de estas elaboraciones del sujeto, el reclamo de
ser oída por la instancia judicial, reclamo que quizás sólo logre forjarse su lugar
a través de la palabra de un tercero. En este caso, quien escribe estas líneas,
rinde con ellas homenaje a quien tan digna y sufrientemente reivindica su
derecho a la palabra.
¿Acaso la letra de la ley y su elaboración doctrinaria esconde tras su
apariencia despojada de crueldad la sustancia gozante del sadismo que priva a
estos hablantes de instituirse socialmente como tales, y los arroja al pantano en
el que la dignidad sólo se alimenta de las raíces del sufrimiento y del espanto?
Habrá que decir asimismo que no es menester de esta articulación
teórico-clínica olvidar el punto fundamental de toda relación pensable entre un
sujeto y su acto criminal: se trata de un acto enigmático que patentiza en su
opacidad el punto límite del sentido. Se trata –como bien postula Legendre
(1994)- de un acto desarraigado de la palabra y como tal, ajeno a la posibilidad
de ser integrado totalmente dentro de cierta trama discursiva.

73
Es en función de este carácter enigmático del acto criminal que se hace
necesario señalar en principio dos cuestiones: por un lado, más allá de los
esfuerzos denodados que se hagan desde las distintas instituciones sociales
por restituir la significación posible de un hecho horroroso, aún contando con la
variedad de despliegues argumentativos que ofrezcan para reconstruir por
ejemplo los motivos del crimen los medios de comunicación, restará siempre un
punto irreductible concerniente a un real no metabolizable por la cadena de
representaciones. Restará para el curioso, para el clínico, para las autoridades
judiciales, y para el sujeto mismo del acto, ese vacío de representación que
permanecerá fijo e insondable.
¿Qué otra cosa puede evocar la dimensión del enigma que la oscura
satisfacción pulsional -ésa que el propio Freud no duda en caracterizar como
una enigmática tendencia masoquista? Y si tal es lo que encierra la opacidad
de un acto que no puede más que ser puesto a cuenta de una satisfacción
pulsional demasiado cara al sujeto, ¿cómo no ver en ello el punto ineludible por
el que ese sujeto se encuentra más que nunca allí concernido?
Por otro lado, y en estrecha relación con la postulación anterior, es aquí
donde hallará su más cabal justificación lo que se ha dado en llamar la función
clínica del derecho. Entonces no otra que la posibilidad de constituir para ese
sujeto la dimensión de una escena en la que su implicación tenga lugar, será lo
que habilite el despliegue de una elaboración de saber que le permita
responder por lo hecho, y aún más, por el justo lugar en el que se encontró
situado al momento del hecho, es decir, su participación gozosa en el instante
del empuje.
Ahora bien, ¿por qué esa escena tendría que ser la del escenario judicial
y el entramado de un juicio? Pues bien, efectivamente, no necesariamente esto
tendría que ocurrir de este modo, de hecho, la interpelación del sujeto y su
producción es algo que acontece en el espacio de las entrevistas con el
analista, por fuera del contexto del juicio. Sin embargo, ¿cuál puede ser el
estatuto que ésta elaboración de saber puede tener desvinculada de su
alcance jurídico? Así, resulta necesario apelar a la función clínica del derecho,
como un marco normativo-ético sobre el cual re-organizar las categorías de
análisis. Sin embargo, hace falta resaltar que, la función clínica del derecho no
puede pensarse como una exigencia categórica, en términos de un imperativo

74
kantiano. Más bien, la misma debe ser pensada como un efecto que puede
acontecer –es decir, como un efecto de contingencia, que haga tambalear los
universales doctrinales.
Restará decir para abonar esta tesis que, en este caso en particular, si la
paciente hubiera sido procesada por el injusto en cuestión el delito habría sido
probablemente tipificado como lesiones leves –excarcelable.

Recorte clínico. Interrogación y asunción culpable.


C. se presenta notablemente afectada por lo que hubo sido un pasaje al
acto en que lesionara a su marido. El acto se le presenta como enigmático, ella
no logra comprender la motivación de semejante acción. Su posición desde el
principio es la de la interrogación. C. pretende saber qué la condujo a herir a su
marido.
Así, en su presentación inicial C. intenta dar una primera versión de los
hechos. De entrada se percibe que la misma constituye al mismo tiempo una
elaboración de lo sucedido, un intento por integrar ese acto dentro de una
trama razonable.
Su primera versión se ciñe a la lógica del sacrificio. Enmarcada por el
relato bíblico, el despliegue gira en torno de diversos sacrificios que le habrían
sido sugeridos por la lectura del libro sagrado. De ese modo, la víctima
propiciatoria bascula entre sus hijos y su marido. Ella no lo formula
explícitamente pero por la secuencia del relato puede extraerse la siguiente
lógica: el sacrifico era inexorable. Se precipitaba como una ofrenda necesaria.
O recaía sobre sus hijos y ella luego se mataba; o lo hacía recaer sobre su
marido. Alguien tenía que ser sacrificado. Alguien tenía que ser ofrecido para
calmar la voracidad del dios oscuro.
La trama delirante le indicaba que ella sería sacrificada también. Ella
sería devorada como alimento, descuartizada, asada, como la carne que
constituía la mercancía con la que comerciaba su marido.
Por tanto, el sacrificio era inevitable. Alguien sería la víctima.
Ella misma lo ubica de un modo muy preciso. La víspera del
acontecimiento ella había tenido que lidiar contra sus impulsos filicidas. Quería
ahorcar a sus hijos. El tono con que lo cuenta hace presumir que los esfuerzos

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por no precipitarse en ese pasaje criminal deben haber sido enormes; ella
precisa esto ubicando lo difícil que había sido para ella esa jornada –cómo
seguramente había tenido que refrenar el impulso homicida hacia sus hijos. Lo
relata acentuando el efecto de extenuación que el transcurso de ese día había
producido sobre ella.
Hasta ahí había dos opciones: dejarse comer asada, una; y dos, ahorcar
a sus hijos y luego quitarse la vida. La tercera opción aparece como una salida
posible: matar a su marido y salvarse ella y sus hijos. Opta por esta tercera.
Todo aparece descripto inicialmente como si se tratase de una elección
forzada. La víctima conveniente resultaba ser su marido, por tanto la decisión
del sacrificio recaería sobre él.
Sin embargo, la extrañeza con que se le presenta el pasaje al acto que
lesionara finalmente a su marido, hace pensar que la precipitación sobre el
cuerpo de éste provista de un cuchillo, no fue algo tan racionalmente calculado.
¿Puede no obstante por eso decirse que no comprendió lo que hacía y no pudo
dirigir su acción?
Entre una y otra versión, acontece lo inesperado. Un simple
señalamiento por parte del analista implica una equivocación en la trama
delirante que reordena la elaboración de los hechos y su propia implicación en
el asunto. En respuesta a la intervención sobre su equivocación –en el sentido
de error- respecto del texto bíblico, C. enunciará su posición de apresuramiento
–como posición de prisa en el dar sentido al texto bíblico- y unas pocas
entrevistas después formulará “malinterpreté el mensaje de la biblia”. El pasaje
al acto criminal fallido queda así puesto a cuenta de una equivocación. Una
mal-interpretación. Un malentendido.
A partir de que cede entonces el tinte místico de sus interpretaciones de
los hechos, puede aparecer otra lectura del acto.
C. re-interpreta con el transcurso de las entrevistas la versión del acto
que la condujera al encierro. Entonces, el mismo aparece descripto como un
arrebato suyo producto del miedo de que sus hijas fueran víctimas de abuso
sexual por parte del tío, hermano de su marido.
Se trata aquí de una versión distinta, de una lectura diversa respecto de
la precipitación lesiva. Ahora el abuso sustituye al sacrificio. Efectivamente,
donde otrora aparecía el sacrificio del marido como la opción viable que le

76
evitaría el sacrificio de sus hijos y su suicidio, ahora lo que se encuentra es el
abuso. Un abuso temido que la reconduce a la propia vivencia de abuso
infantil. Su hija menor tiene la edad que ella tenía cuando sufrió el manoseo de
uno de sus tíos.
Su pasaje al acto aparece entonces desprovisto de la significación
religiosa que portaba anteriormente, ya no enmarcado en la escena bíblica del
sacrificio; ahora en cambio, la escena del crimen es una respuesta defensiva
ante una escena de abuso sexual (temido y recordado). La figura de su marido
se recorta entonces como alguien que la embarazó tempranamente, cuando
ella aún no quería tener hijos, cuando ella soñaba con realizar sus estudios,
cuando ella no quería convertirse en madre. ¿Tendrá esto alguna relación con
la acción que C. emprende en contra de éste, lesionándolo?
Entonces, se trata de dos versiones diversas de un mismo hecho. Dos
elaboraciones distintas de una misma acción. En una, ella intenta matar a su
marido para salvarse ella y a sus hijos. En la otra, ella lesiona simplemente a
su marido para intentar evitar el abuso sexual de sus hijas que ella considera
inminente. En una y otra escena, los hijos están en peligro.
En la presentación que C. realiza en cualquiera de sus dos versiones, el
hecho es descripto como una acción que descansa sobre cierto margen de
elección. Quizás habrá que decir nuevamente, una cierta elección forzada. El
forzamiento se ve precipitado por el empuje de la trama delirante: sus hijos
están en peligro. O bien morirían a manos suyas, o bien serían víctimas de la
acción abusiva de un miembro de la familia.
Nótese cómo una escena constituye en sí misma un tratamiento
respecto de la anterior. Efectivamente, la segunda versión que C. da de los
hechos, es una versión que logra aportar un cierto velo al desamparo en el que
se encuentran los niños. El filicidio delirado descarnadamente pasa a revestirse
con las ropas de un abuso perpetrado por otro. Varía no sólo el crimen sino
también el agente.
Entre una y otra versión ocurre un acontecimiento fundamental.
Fundamental en el sentido en que sienta las bases, los fundamentos, para el
cambio de posición del sujeto en la lectura de los hechos. Lo que ocurre es
nada menos que la equivocación del delirio. A partir de la intervención del
analista C. logra poner en cuestión la trama delirante mística. Entonces, el

77
pasaje al acto que tanto la horroriza se ha debido a una mala interpretación del
texto bíblico; lo cual no implica otra cosa que el hecho mismo de que el dios no
es ni tan oscuro ni tan voraz. No ha sido él quien le ha pedido el sacrificio sino
que ha sido el sujeto mismo quien ha mal-entendido el mensaje de su texto.
Así, ella no aparece situada ya como alimento ofrendado al Otro, cordero
descuartizado, ella puede tomar las riendas de su lectura. Ya no es hablada por
Otro. Sino que ella es la que lee lo que el Otro dice.

Recorte clínico. Asentimiento y resto de la culpabilidad declarada


Las entrevistas con la paciente se desarrollan luego de varios años de
detención de ésta. R. hubo ya afrontado un juicio y luego una sentencia
condenatoria por lo que fuera el homicidio de su hija. Es sorprendente al
respecto el modo que ella encuentra de referirse al mismo. Por un lado, utiliza
en algunas oportunidades expresiones ambiguas –poco precisas- para aludir al
crimen. Sin embargo, en otras ocasiones, lo nombra directamente como lo
hace la Justicia: homicidio. R. toma la palabra identificada a la palabra del
aparato judicial. Nombra el acto actroz respecto del cual le resulta tan
dificultoso hablar –y lo hace- tomando la palabra –literalmente- del Otro:
homicidio.
Resulta interesante remarcar en este punto que R. ubica claramente el
pasaje al acto por la vía de un suceso que la excede –o que, excede al menos
la intención manifiesta respecto al resultado que provoca. No estaba entre sus
objetivos causar la muerte de la niña. Ésta no era alguien ajena. Tal la palabra
que utiliza para decir –a su modo- que no era allí donde había que situar la
dificultad.
R. lo dice muy claramente, ella no quería provocar la muerte de la niña.
Sólo quería que deje de llorar. Quería que la beba se calle. Sin embargo, lo que
encuentra, su hallazgo, es la muerte de ésta y su consecuente pregunta
respecto del saldo de su acción: qué hice.
Entonces, primera cuestión, R. afirma no haber querido matar a la niña.
Esa no era su intención. Sin embargo, el saldo, es una niña muerta. Y aún más,
la palabra con la que ella misma nombra su acción es la de homicidio. Es decir,
recurre al tipo penal para describir una acción que –por enigmática que resulte,

78
ella decide describir con las mismas palabras con que lo hace la Justicia.
¿Podrá este indicio semiológico brindar al lector alguna clave para cernir la
posición de enunciación de quien testimonia sobre un crimen que le fuera
imputado como propio?
Se trata de un crimen que, situado por fuera de las coordenadas del
cálculo y la anticipación, introduce una certera verdad: hubo ahí una acción
homicida, y hubo alguien que la realizó. R. intenta ubicarse respecto de estos
datos de la realidad, considerando que además, al respecto ya se ha expedido
la Justicia –quien ha dicho a través de su fallo, que R. es culpable de esa
acción, que ha sido su autora, pero que además, luego de responder por la
misma en la instancia de juicio, tendrá que penar por ella, vía privación de
libertad.
Pues bien, su modo de nombrar su acto, ese instante de pasaje brutal, no
es un detalle menor. Lo que R. dice, tomando la palabra a través de la palabra
que profirió el propio aparato judicial es que, ella ha sido quien hubo dado
muerte a su hija –más allá de no haberlo querido de modo manifiesto. Asume,
en ese modo de decir respecto de lo ocurrido, que eso que hubo acontecido, no
ha sido sin ella. Que ella estuvo allí, que ella golpeó a la niña, y que ese golpe
fue la causa que desembocó en el resultado de la muerte de ésta. R. asume
con ese modo de nombrar su acción, las consecuencias de ésta.
Puede leerse entonces claramente cómo su modo de posicionarse
respecto del hecho –cabe insistir en este punto, tomando la palabra a través de
la palabra enunciada por la Justicia- da cuenta del tratamiento que R. ha
podido hacer del saldo de éste.
Ahora bien, entre su acción –el golpe- y el resultado –la muerte de la
beba- opera el desborde del cálculo y cualquier previsión posible. Entre una y
otra, se ubica aquello que excede la meta manifiesta, pero que sin embargo, R.
no desconoce, en tanto, que al describir la relación entre los elementos, decide
llamar al hecho precisamente, homicidio. No obstante, es, ante el
acontecimiento inesperado que ella formula su pregunta: ‘qué hice’.
Cuando eso que encuentra excede su trama de representaciones, cuando
el saldo de su acción introduce un efecto no previsto, cuando aquello con lo
que se confronta es con la muerte de la niña, entonces allí aparece, de su lado,

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su propia interpelación. Pregunta formulada en primera persona. Efecto de
división subjetiva.
No se trata aquí de una pregunta formulada por otro –como podría ser el
fiscal, o incluso por alguien en cierto lugar de alteridad, como podría llegar a
ser la figura del juez. Se trata de una pregunta formulada al interior de su fuero
íntimo. Una pregunta que introduce en esa interioridad un punto de ajenidad.
La pregunta abre al campo de lo éxtimo. Respecto de ese acto situado en una
extraña zona de borde entre lo íntimo y lo exterior, entre lo propio y lo ajeno,
entre lo interno y lo fuera de sí, aparece una pregunta que –formulada en
primera persona- divide al sujeto situándolo respecto de su propia
extranjeridad.
Ante la aparición de la pregunta, R. responde con el registro de la acción.
Llama a la ambulancia. Sin cálculo alguno nuevamente. Podría suponerse
claramente que, en esas circunstancias, la intervención médica daría
intervención a la Justicia, tal y como de hecho ocurrió. Sin embargo, R. llama a
la ambulancia. Llamado de socorro.
A partir de allí no hay más texto. Sin embargo, ¿cómo es posible pensar
en este caso la dimensión de ajenidad? En tanto el término es directamente
introducido por la paciente. Pues bien, podría tomarse en principio su propia
indicación. La beba no era alguien ajena. ¿Dónde ubicar entonces lo ajeno, en
tanto que evidentemente, lo hay?
Hay en la escena del crimen tal como es relatada por ella, incluso, tal
como la describe el expediente judicial, algo que cobra un estatuto de ajenidad
tal que comanda los movimientos de R. durante esos días –podría decirse- de
forma absoluta. Se trata del llanto. El llanto de una hija puede tomar estatuto de
cosa, ajena al campo representacional, por fuera de alguna significación
posible. El llanto de una hija, parece cobrar para R. estatuto de voz.
R. describe la función de las voces como injuria los días previos a la
precipitación del crimen. La voz injuriante de su padrastro, un hombre bueno,
cariñoso, amable con ella. Nótese la particularidad del fenómeno alucinatorio:
la voz absolutamente recortada, aislada, del campo imaginario. Desprovista de
cualquiera de los atributos representacionales del personaje al que se le
imputa. Esa voz, la de un hombre bueno y amable, quedaba no obstante por

80
fuera de la lógica atributiva. Se trataba en las injurias de una pura enunciación
que apuntaba a nombrar el ser del sujeto: idiota.
¿Podrá ponerse el llanto en continuidad lógica con esa voz? ¿Podrá
leerse el efecto subjetivo del llanto de una hija sobre R. con la misma lógica
con las que se puede pensar los efectos de la injuria sobre el sujeto? Cierto es
que hay de hecho una continuidad: el llanto es lo que no se interrumpe. Del
mismo modo que en esos días previos no cesaban las voces injuriantes.
Por otra parte, y más allá de las diferencias que sean pasibles de
ubicarse, lo cierto es además que, tanto uno como otro, se presentan como
elementos desprovistos –o al menos desanudados- del elemento imaginario. La
voz, de un hombre bueno y amable, tiene un valor de injuria para la paciente-
en tanto no se trata de la voz de alguien en particular sino simplemente de La
Voz. De igual modo, el llanto de una hija, escapa a la posibilidad de
imaginarizar una escena pacificante, excede la trama representacional,
suspende el campo de las significaciones. R. no logra atribuir a ese llanto
ninguna significación que le permita operar una acción que implique para éste
un punto de basta.
La voz, y su continuo lógico, el llanto, constituyen aquí nombres de lo
ajeno. Ahora bien, ¿por qué para R. el llanto de una hija cobra ese estatuto?
Nada dice el sujeto al respecto. Nada si no se toma en cuenta su recorte inicial,
su modo de presentación en las primeras entrevistas. Allí hay algo que aparece
ubicado muy puntualmente. Hay un lugar que no se ha instituido como tal: el de
una madre. El llanto de una hija entonces evoca el vacío que se encuentra en
el lugar materno. Nadie allí para responder. La falta del operador fundamental
del deseo del Otro produce un punto de horror.
¿Podría aún aventurarse una hipótesis más? Sobre el dicho de su madre
respecto de encontrar a su hija muerta, ¿qué decir al respecto? Lo primero que
es necesario subrayar es que, a partir de ubicar esto que su madre le dice
durante una visita, es que ella logra contar por primera y única vez cómo
ocurrió la muerte de su beba. Es decir, hay alguna conexión directa entre uno y
otro hecho que es preciso establecer. Para poder avanzar sobre este punto
habrá que ubicar las coordenadas del mismo a fin de poder dimensionar la
justeza de su alcance.

81
El dicho fue proferido por la madre de la paciente en ocasión de una de
sus visitas a la comisaría donde R. se encontraba alojada antes de su arribo al
establecimiento. Refería a una amenaza que le habría sido realizada por un
policía que –estando al cuidado de su hija en la comisaría era también quien
mantenía negocios con la madre de R.
¿Por qué la madre se lo menciona? ¿Por qué –considerando las
circunstancias de privación de libertad, esto es, de indefensión de su hija- su
madre no se priva de referir a este hecho, calificándolo además, como
amenaza? ¿Se trata de una maniobra perversa de su madre o hay que leerlo a
la luz de lo que efectivamente había ocurrido, es decir, una hija muerta? Más
allá de que, la afirmación de la segunda hipótesis no invalida la primera,
efectivamente, ¿habrá que pensar que hay, entre la fantasía materna de
encontrar una hija muerta y el desenlace que conduce a R. al homicidio de su
hija, alguna relación causal?
Sin dudas, la lectura que no puede omitirse en este caso, permite
aventurar que, entre la imposibilidad de asumir una posición materna con
relación a una hija, del lado de R, y la misma dificultad del lado de su madre, no
puede haber sino alguna relación de determinación. Las particularidades de
esa determinación exceden las condiciones de presentación de esta
investigación. Sin embargo, la sola existencia de esta relación de
determinación permite delimitar elementos con los cuales pensar la dimensión
de lo ajeno, la ajenidad causal en este caso.
Sorprendentemente en este caso, y a pesar de los fenómenos
elementales con los cuales presuponer al momento de la evaluación pericial
una estructura psicótica, R. fue llevada a juicio y tuvo ocasión de declarar su
verdad. La impiedad fue ejercida en este caso, por el tribunal que la condena a
18 años.

82
Cuestiones preliminares para pensar la responsabilidad posible en
la psicosis.

La noción de sujeto en la psicosis. Fundamento de la responsabilidad


por la acción.

La neurosis y el sujeto del inconciente


A partir de los casos extractados y en aras de cernir la posición del
sujeto que responde, se habrá de abordar algunas nociones que se presentan
por lo menos controvertidas a nivel del campo de la psicosis. La primera de
ellas es la noción de sujeto.
La noción de sujeto en Psicoanálisis es la que se desprende de la
elaboración freudiana del inconciente. Lacan la extrae de allí mismo, apelando
a los elementos que le ofrece el campo de la semiología y que le permiten
pensar la posición del sujeto que habla con relación a la separación respecto
del plano del enunciado. El sujeto de la enunciación, aquel que se distingue del
sujeto gramatical, e incluso, que llega a distinguirse también de lo que en un
primer momento Lacan menciona como el shifter –esa marca a nivel del
enunciado de la posición de quien lo enuncia- sólo logra situarse con relación a
una división inaugural entre saber y verdad.
El sujeto del Psicoanálisis es el sujeto esencialmente dividido entre el
saber que despliega y la verdad que reprime. Será precisamente el retorno de
esa verdad en el síntoma (o en el lapsus, o en el sueño…) lo que le permitirá al
analista ubicar, que hay allí otro saber: un saber no sabido que tiene una otra
relación con la verdad.
Así, el sujeto de la enunciación, se ubica para Lacan, estrictamente
con relación a esa spaltung freudiana original, esa escisión entre el saber y la
verdad. Sólo el discurso analítico, por la interrogación de esa división, logra
ubicar al saber en el lugar de la verdad. Y es desde ese Otro saber, el de la
otra escena, la inconciente, que alguna verdad puede emerger.
Por tanto, el sujeto del que se ocupa el Psicoanálisis -a menos en el
campo de la neurosis- no puede pensarse de otro modo que a partir del sujeto
freudiano. El sujeto es entonces el sujeto del inconciente. Sujetado a una
verdad oculta, portando un saber reprimido -el texto de un deseo a ser leído.

83
Pues bien, a partir de aquí podría preguntarse: ¿cuál es la
materialidad de tal sujeto? ¿Es posible la sustancialización del sujeto del
inconciente? Lacan (1964) al respecto enuncia claramente: el estatuto del
sujeto en Psicoanálisis es ético y no óntico. ¿Qué implica esta afirmación?
Pues no otra cosa que el hecho de situar la referencia inmediata del sujeto con
relación al campo del deseo, y aún más, al goce.
Por tanto, el sujeto del inconciente no tiene para Lacan una entidad
que se sostenga a priori. El sujeto es desde todas las perspectivas que se lo
lea, un sujeto que se produce. No sólo a nivel de la constitución, en términos de
ontogenéticos –si es que vale el uso de este término- si no también,
pensándolo clínicamente, al interior del dispositivo: el sujeto se presenta
siempre como efecto del corte, como discontinuidad.
La ubicación del sujeto representado por significantes, alojado al
interior-exterior de la cadena –esto es, precisamente en el lugar del intervalo- le
otorga a su presencia un carácter muy particular: el que se desprende del
hecho de estar esencialmente afectado por una ausencia –¿o habrá que decir
acaso, una pérdida, un vaciamiento?
El estatuto ético del sujeto se verifica precisamente en el hecho de
constatar su relación con la pérdida de goce inaugural. Sólo a partir de allí es
posible pensar los avatares del deseo y la pulsión para el campo de la
neurosis. Y sólo con relación a esto será posible pensar la dimensión de
responsabilidad por la cual cada quien puede operar una lectura de sus marcas
y tomar en relación a ellas una posición.
En tal sentido, a partir de la estricta noción de sujeto como respuesta
a la operación del inconciente, es posible avanzar en relación a otra noción que
implica precisamente, la consideración de la dimensión subjetiva que entraña la
realización de una acción. ¿Por qué se afirma que no es posible sostener el
sintagma ‘el sujeto del acto’?
El sujeto, como tal, se encuentra sujetado a una verdad que aún sin
saberlo, lo determina. Cuando Edipo da el paso, en el cruce de caminos, mata
a quien sin saberlo era su padre, Layo. Realiza allí un crimen, y no cualquiera:
parricidio. Y luego, cuando toma por esposa a Yocasta, realiza un segundo
crimen: incesto. ¿Cómo puede Edipo responder por esas acciones respecto de

84
las cuales, puede decir con justeza, que no sabía que se trataba de su padre y
de su madre?
Suponer precisamente la instancia del inconciente implica contar con un
campo del saber que excede las certezas yoicas. Implica considerar un campo
de la verdad que se presenta esencialmente como desconocida. Sin embargo,
no haberlo sabido –desde la conciencia- no conlleva para Edipo la
consecuencia de un rechazo de respuesta. Muy por el contrario, la posición de
Edipo se conduce a partir de la revelación de sus crímenes en el sentido de la
responsabilidad. Edipo responde al crimen con un paso al acto. Arrancarse los
ojos es el modo que encuentra de responder por aquello que lo hubo conducido
en el sentido del atravesamiento de la frontera de lo prohibido. He ahí su
responsabilidad.
La dimensión del inconciente introduce un fundamento Otro para el
campo de la responsabilidad como tal. No se trata de pensar el mecanismo de
imputación a partir del terreno de la voluntad conciente. Se trata de introducir
para la lógica de la determinación, un lugar Otro donde hallar una verdad. Por
tanto, la acción de Edipo puede leerse siguiendo las coordenadas que
introduce el campo del deseo inconciente. Allí, la responsabilidad encuentra su
pleno asidero.
Ahora bien, con qué elementos pensar ese orden de elección previo al
momento del atravesamiento, he ahí la cuestión. Cómo pensar la relación entre
su no saber y su responsabilidad. ¿Por qué Edipo responde en acto por
acciones respecto de la cuales podría haber dicho “no sabía”? Pues bien,
Edipo lee allí su deseo. He ahí su responsabilidad. Edipo reconoce allí su
causación como sujeto. Ello que lo habita más allá de su conciencia
determinando sus acciones no queda por fuera de su campo de implicación.
El sujeto se presenta ahí, en esa división. El efecto sujeto surge ahí
mismo donde Edipo vacila en sus certezas yoicas. El sujeto se presenta allí
como efecto de la lectura que opera el yo. El yo lee que hay otro saber en el
lugar de la verdad. He ahí el sujeto. El yo queda desgarrado por la aparición de
otro saber en el lugar de la verdad. He ahí el sujeto, como efecto de esa lectura
que se produce en esa articulación del yo a la castración. El yo se presenta
horadado en su dimensión certera de saber. El sujeto es efecto de esa

85
revelación, y a partir de esa escisión con la que se encuentra, responde. El
sujeto responde entonces con su división, a partir de ella.
Edipo obra desde un lugar de determinación que excede su saber
consciente. Obra enajenado por su deseo. Sin embargo, ¿a alguien se le
ocurriría plantear que esta acción, producto de la enajenación significante lo
libra de su implicación en tanto sujeto? Por el contrario, es esa enajenación
situada a nivel de la dimensión del deseo la que lo concierne subjetivamente.
Pues bien, allí es posible ubicar la dimensión de la responsabilidad para
el campo de la neurosis. Sin embargo, con qué elementos pensar la
responsabilidad para el campo de la psicosis, ahí donde en principio, no es
posible situar lógicamente el sujeto como sujeto sujetado a una verdad
inconciente. Habrá para esto que revisar entonces la noción de sujeto sobre la
cual se asienta este desarrollo. Si se entiende que la responsabilidad
constituye no otra cosa que la respuesta que el sujeto puede asumir respecto
de la acción –implique ésta el campo de la palabra o el del pensamiento, esto
es, por ejemplo, el terreno de la fantasía, al menos para la neurosis- entonces
habrá que definir primero, cuál es aquí el estatuto del sujeto en la psicosis.
El problema del yo, que en el campo de la neurosis habla a partir de la
escisión inaugural y supuesta, constituye otro de los elementos que vienen a
complejizar el punto de lectura que cada quien pueda efectuar de la escena del
crimen.

¿Hay sujeto en la psicosis?

Apelando a la lectura de los recortes clínicos, ¿sobre qué testimonian los


casos recortados para el estudio en esta investigación? Rápidamente es
posible situar que al menos, en tres de ellos, se asiste a un despliegue de
saber que no se presenta por la vía de la escisión. El testimonio de las
pacientes se organiza en función de una referencia precisa: la escena del
crimen. Hay respecto de ello, alguien que habla. Sin embargo, ¿hay allí un yo
que asume la palabra, que toma la palabra a partir de la creencia ilusoria en su
condición de agente de sus pensamientos y de sus acciones?
Los testimonios logran ubicar de un modo muy preciso el esfuerzo de
una función que –con todas las particularidades del caso- podría llamarse
‘yoica’ por localizar a nivel del tiempo anterior al crimen, algún orden de

86
participación o decisión, al interior de lo que parecen presentarse como los
comandos del Otro, o la enunciación de una voz que grita, sin el soporte
ficticional de la fantasía para escucharla.
Así, el lugar del Otro, que en la neurosis se supone como sede de una
verdad reprimida, no parece presentarse en estos casos de tal modo. Muy por
el contrario, el Otro, sus versiones feroces, e incluso el objeto mismo de su voz,
se presenta comandando las elecciones del sujeto, conminándolo a actuar en
una dirección contraria a la de su voluntad, pero esto, sin velamiento alguno. El
Otro es allí quien habla al sujeto, y este, no sólo lo sabe, sino que testimonia
sobre ello.
Lejos de encontrarnos con testimonios como los de las neurosis, en los
que, frente a alguna manifestación del Otro y su verdad, el sujeto se presenta
por la vía de la sorpresa, de la división que esto le provoca, y entonces el yo
del sujeto intenta acentuar que no sabe, que realmente no logra explicarse
cómo fue que sucedió eso que sucedió en tanto no hay saber dentro del campo
de las certidumbres yoicas que logren hallar una razón de determinación; muy
por el contrario, los casos reseñados en esta investigación –al menos dos de
ellos- permiten ubicar claramente cómo el sujeto, al momento del hecho, se vio
conducido por la voz del Otro en una dirección contraria a su voluntad.
Dónde ubicar dentro de esta lógica el punto de vacilación que nos permita
introducir la dimensión del sujeto. En relación a esto, los testimonios parecen
ser bastante elocuentes: el instante de interpelación que precede al momento
del hecho. Es decir, los testimonios logran ubicar –al menos tres de ellos- las
coordenadas de producción del pasaje al acto. Respecto de tales coordenadas,
se verá luego, no es posible elidir la dimensión del sujeto.
De este modo, es posible dar un paso más. El desarrollo de los
resultados permite a esta altura introducir una pregunta más: ¿es posible
localizar allí al sujeto del inconciente? ¿Hay para esa función yoica precaria, o
más bien inasumible, la posibilidad de pensar en los efectos de
desconocimiento de una verdad que retorna desde el lugar de la represión? La
lectura de los testimonios reseñados aquí, permite ubicar de un modo muy
claro que, más bien, el rechazo de la constitución de una verdad en el lugar de
lo reprimido, produce un efecto enajenante mucho más radical. Y en el lugar de

87
una asunción yoica imposible, lo que se precipita es la aparición de un saber no
afectado por la operación de pérdida.
Sin embargo, ese efecto de enajenación no puede pensarse con la
misma lógica del sujeto –sujetado- a una verdad inconciente. No hay aquí la
constitución de ese campo de saber escindido de la conciencia. El yo, en su
imposible asunción, queda asimismo desgarrado por la presencia de un saber
delirante –o alucinado- que testimonia sobre el problema de la sexualidad
desarticulada de la lógica fálica. ¿Con qué elementos cernir entonces la noción
de sujeto para este campo a fin de poder ubicar si es posible sostener la
dimensión de la responsabilidad en la psicosis?
Y es que, precisamente a partir de los casos referenciados, es posible
situar un sujeto, que, en rigor de verdad, no aplica a la categoría de sujeto
escindido, dividido por la constitución de la escena inconciente. Más bien, y
más allá de la referencia puntual al crimen, es posible encontrar un sujeto –
respecto del cual no habrá de decirse que se encuentra situado en el plano de
la conciencia pero al menos, claramente, no será para él válida la adscripción
al campo del inconciente- interpelado por el saldo de una operación.
No se trata del sujeto del inconciente, emergiendo por ejemplo tras un
lapsus o como respuesta a la interrogación por la verdad de un síntoma, más
bien, el sujeto se presenta aquí directamente con relación a un campo mucho
más excéntrico: la exterioridad del sujeto respecto del campo del Otro en tanto
lugar de una verdad reprimida, lo deja a aquel sin recursos para operar con
relación a la sexualidad.
La relación del sujeto al lenguaje –sujeto poseído por el mismo-
determina la intromisión de la satisfacción pulsional no atravesada por la
operación del vaciamiento: he ahí la constitución de un sujeto diverso. Las
particularidades de la operación de la defensa para este campo arrojan como
saldo un sujeto que no cuenta con el recurso del inconciente para el
tratamiento sintomático de la pulsión ni con el recurso yoico para efectuar
respecto de la pulsión una operación de recubrimiento como así tampoco con
el recurso fálico para pensar la articulación del campo pulsional –la unificación
e imbricación del mismo.
El delirio y las alucinaciones vienen a dar cuenta de los modos de
respuesta posible. Constituyen como tales, las respuestas subjetivas que, a

88
modo de tratamiento, la defensa logra operar sobre lo traumático de una
sexualidad no ordenada con relación a la castración.
¿Por qué hablar pese a esto de sujeto? ¿Por qué insistir con ubicar
ahí la dimensión subjetiva? Precisamente porque aquello que los recortes
clínicos estudiados permiten precisar no es otra cosa que el surgimiento de
algo, como efecto, como respuesta, a la interpelación que produce el saber del
delirio, de la alucinación, de la imagen del otro o bien del goce–y ese algo que
se produce por la vía del saldo de la operación de la defensa, no se presenta
de otro modo que bajo la lógica de la discontinuidad. Aquí el sujeto también se
presenta como efecto del corte.
Y ese corte se encuentra directamente vinculado al campo del goce.
Insiste y vale también para este campo, recurrir a la ética para pensar el
estatuto del sujeto en la psicosis. ¿Se trata entonces del sujeto del
inconsciente? Ciertamente no. La particularidad que permite distinguirlo es
precisamente su presentación por la vía de un saber no desgarrado: un saber
que introduce una verdad que no se ha constituido como reprimida –una
verdad que no se ordena según el texto edípico infantil. Un saber que,
rechazado en su constitución inconciente, retorna, delirado o alucinado, en los
testimonios sobre el crimen.
El sujeto en la psicosis se presenta sin embargo, igualmente afectado
por la operación de enajenación. La enajenación del sujeto respecto del Otro
del lenguaje, su extraterritorialidad respecto del mismo, y a partir de allí, su
imposibilidad de asumir el orden de lo propio, afecta notablemente la dimensión
pulsional. La particular relación del sujeto, deshabitando el lenguaje, lo deja al
mismo por fuera de la tramitación que la cadena significante puede operar
respecto a lo perturbador de la pulsión sexual.
Tal como lo establece Lacan (1964b), la pulsión divide al sujeto. La
pulsión efectivamente, en el campo de la neurosis, divide al sujeto. De hecho,
la operación de la defensa sobre la pulsión produce la constitución del sujeto
en relación con el campo del inconciente. Sin embargo el estatuto de esta
división para el campo de la psicosis no puede ser pensada con relación a la
represión de un saber. Y aún más, habrá que pensar efectivamente, cuál es el
efecto que como tal, introduce la dimensión de la presencia pulsional para el
campo de la psicosis. Es decir, cuáles son las consecuencias a nivel de la

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constitución del sujeto de la intromisión de una presencia pulsional no afectada
por la lógica del vaciamiento y la pérdida.
Por tanto, habrá que pensar cuál es la dimensión de enajenación que
le corresponde al sujeto para el campo de la psicosis, entendiendo que como
tal, el mismo no puede asimilarse al sujeto cartesiano –sostenido desde la
razón como lugar de autoconocimiento. La pulsión introduce también para la
psicosis la función del desconocimiento –sólo que aquí éste no es pensable por
la vía de las formaciones del inconciente –en su desgarro del yo.
Y entonces, ¿es posible cernir un efecto sujeto para el campo de la
psicosis? Y de ser así, ¿dónde es posible ubicar tal efecto? Pues bien, el sujeto
en la psicosis puede ser localizado en esos efectos de interpelación que es
posible ubicar en el relato de las pacientes y que se presentan siempre como
esfuerzos de separación respecto del saber que se precipita en el delirio o la
alucinación. En los relatos de los casos recortados, al menos en tres de ellos,
es posible verificar este esfuerzo de localización tanto a nivel del tiempo 2
como a nivel mismo del tiempo 1. La referencia de éste corresponde al campo
del goce. Aquí también entonces la referencia del sujeto es estrictamente ética.
Se insiste así sobre el siguiente punto: puede haber sujeto en la
psicosis. Es posible pensar la dimensión del sujeto aun cuando éste no pueda
ser pensado como el sujeto del inconciente. ¿Con qué elementos cernir su
localización a nivel del testimonio? Precisamente con uno de los mismos que
Lacan toma para pensar el sujeto en la neurosis: el corte.
Es posible hablar de sujeto en la psicosis ahí donde es posible
localizar a nivel de quien en ese momento habla la presencia de una
interpelación respecto a las certidumbres del delirio y la alucinación. Y
precisamente ese efecto –que en algunos casos llega a ser de equivocación-
se produce no de otro modo que como respuesta al corte que se efectúa con
relación a la interpelación que produce la función del Otro, que como se ve,
aunque extraterritorial, sin embargo se haya, al menos conservada de algún
modo.
Esta investigación se sirve entonces de esta suposición central
extraída del estudio de los casos referidos con anterioridad: es posible localizar
un sujeto en la psicosis. El mismo se presenta también aquí como

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discontinuidad. Es efecto de un corte. Ahora bien, respecto de este corte, habrá
que establecer ciertas precisiones.
El pasaje al acto constituye en la modalidad de los casos recortados
un cierto modo de efectuar respecto a la interpelación de la sexualidad, una
respuesta al modo del corte. Ahora bien, previo al pasaje hacia la precipitación,
es posible localizar un efecto similar de discontinuidad. El sujeto aquí también
se presenta como efecto del corte, y al interior del desencadenamiento
delirante –o bien alucinatorio- el sujeto aparece como ese punto de
discontinuidad, ese efecto de interpelación para el cual el delirio o la
alucinación resultan insuficientes. El sujeto se presenta así como esa diferencia
pasible de extraerse al campo del saber delirante y/o alucinado. Tal el tiempo 1
del crimen; a nivel del tiempo 2, el tiempo de lectura sobre lo que hubo sido el
pasaje al acto criminal, lo que aparecen, son las elaboraciones respecto del
mismo. En ese tiempo, aparece el sujeto, como efecto de la interpelación que
permite introducir la función del Otro. He ahí otra dimensión del corte.

¿Hay sujeto en el T1?

Ahora bien, si tal es el planteo, si el sujeto aparece como efecto de la


interpelación del Otro, ¿cómo pensar el tiempo anterior a la realización del
crimen? ¿Cómo pensar -con relación al momento previo a la precipitación a la
acción criminal- un cierto orden de subjetividad?
Resta entonces intacto aún el problema esbozado líneas arriba: si
también para el campo de la psicosis es posible pensar el sujeto como efecto
de una operación, y por tanto, el sujeto del delirio y de la alucinación –sujetado,
como objeto a tales fenómenos- aparece como respuesta y no como agente de
comando, entonces, cómo es posible pensar aquí, el campo de la
responsabilidad a partir por ejemplo, del principio de imputación.
Se verá, a lo largo de este desarrollo, que el mismo constituirá el
problema central a ser resuelto. Si Edipo logra responder por sus crímenes,
respecto de los cuales ‘no sabía’ a partir de asumir la determinación de su
deseo, ¿cómo pensar el campo de la responsabilidad con relación a algo que
no se hubo ordenado en torno a la lógica de una elección asentada en un
saber reprimido? Es decir, ¿cómo pensar la relación de determinación entre el
nivel de la respuesta y el de la causación? ¿Con qué elementos pensar, a partir

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de la dimensión de la respuesta, el nivel de las coordenadas subjetivas de
realización del crimen psicótico? ¿Es posible otorgarle al pasaje al acto el
estatuto de respuesta en términos de elección? ¿Vale pensar allí al sujeto
como efecto de una interpelación que lo arrastra en el sentido de una elección
forzada?
Habrá que introducir al respecto los elementos que al interior del tiempo 1
permitan pensar la relación del sujeto al Otro y su implicación al respecto –
como coordenadas previas a la realización del pasaje al acto.

Variantes de la responsabilidad por el crimen en la presentación del


sujeto en la psicosis.
Tiempo 2. Conceptualización de las diversas modalidades de
respuesta en la diversidad de presentaciones clínicas.
1) Rechazo de la culpabilidad
2) Legitimación de la culpabilidad
3) Interrogación y asunción culpable
4) Asentimiento y resto de la culpabilidad declarada por el Otro

1) Rechazo de la culpabilidad.
¿Es posible considerar que el rechazo de la culpabilidad, presentado
incluso como la afirmación de inocencia, puede constituir una posición
responsable? ¿Se tratará acaso de plantear que el rechazo de la culpabilidad
puede implicar para el sujeto un tratamiento del saldo atroz del crimen?
El rechazo de la culpabilidad se presenta como la posición que asume el
sujeto que intenta responder respecto de una interpelación judicial que
oficialmente nunca se produjo. Su posición de inocencia se afirma entonces no
tanto con relación a la pregunta por el crimen –que no acontece formalmente
dado que no hay proceso judicial que se desencadene ni instancia de juicio oral
como escenario de debate- sino como reivindicación del derecho a la libertad,
frente a un encierro que, dadas las circunstancias, se presenta para la paciente
como arbitrario.

92
Respecto de la pregunta por el crimen efectuada en el marco de las
entrevistas ahí la respuesta no se precipita sobre la base de la declaración de
inocencia sino sobre la de no participación. Ella no estaba en la escena del
crimen. La posición que el sujeto asume respecto del hecho es la de la
ausencia. Ese es su modo de responder.
Entonces, a partir de la afirmación de su ausencia en la escena del
crimen –ella no estaba allí- se enarbola la reivindicación de inocencia que la
conduce a reclamar su libertad: rechazo de la culpabilidad por no haberse
encontrado allí en la escena del crimen al momento del mismo. Ausencia
subjetiva, luego, rechazo de la culpabilidad, afirmación de inocencia.
Y entonces, ¿cómo puede esta posición del sujeto frente al crimen
aportar elementos para revisar la fórmula del art. 34 inc. 1º con miras a mejorar
la administración de justicia favoreciendo el acceso a juicio del padeciente al
cual el Código denomina enajenado?
Si la justicia hubo aplicado el art. 34 inc. 1º para calificar como
inimputable la conducta de N. que consideró homicida pero irreprochable
entonces es lógico deducir que tal declaración de inimputabilidad debe de
haberse basado en la afirmación de que N. al momento del hecho no habría
podido comprender la criminalidad de lo que hacía y dirigir su acción para
evitarlo.
Pero, a partir de la posición de desestimación radical de su implicación
en el hecho, cabe formular la siguiente pregunta: si N. –aún habiendo
comprendido y dirigido, ¿no haya querido hacerlo? Es decir, si N. hubo
rechazado la posibilidad de motivarse en la norma y adecuar su acción a ésta,
¿por qué no pedirle que responda por lo que en ese momento quiso? Sin
embargo, nada se sabe de lo que motivó a N. en ese momento, porque de
hecho, si se sigue su testimonio, ella no estuvo allí.
Y es que, efectivamente del testimonio de N. puede extraerse una
enseñanza: lo que obró en el lugar de N. –es decir, de N. como sujeto- no pudo
haber sido otra cosa que algo ajeno a sí y que la condujo más allá de su
representación de sí misma. Eso ajeno, operó en ella: motivó su acción,
desplegó sus fuerzas, pero sin N. De ahí que pueda afirmarse que N. no miente
cuando dice que ella no estuvo allí.

93
La pregunta es: ¿cómo puede N. responder subjetivamente por esas
mociones que la habitaron entonces y la condujeron hasta el homicidio? N.
responde no pudiendo realizar ninguna apropiación. Lo ajeno –aquello que la
movió en la dirección del crimen- presenta toda su extraterritorialidad.
La operación de responsabilidad como lectura y luego como tratamiento
parece aquí fracasar. El rechazo de la culpabilidad se presenta como la
variante menos pacificante de las posiciones que el sujeto puede asumir
respecto del saldo enigmático de un crimen im-propio. Sin embargo, quizás
haya que leer –en ese modo de ausentarse- el modo que el sujeto encuentra
para hacer con el horror.
No obstante, si efectivamente la responsabilidad se piensa aquí como un
tratamiento subjetivo del saldo de la atrocidad homicida, lo cierto es que, ese
tratamiento no logra operar respecto del padecimiento, una metabolización
efectiva. De hecho, el rechazo de la culpabilidad retorna en este caso en el
fenómeno elemental: la trama delirante y la alucinación del abuso.
¿Qué es eso ajeno que mueve a N. al homicidio? Esta pregunta tiene
una complicación y es que, en el texto de la paciente, no hay ningún dato que
permita sostener la hipótesis de un homicidio realizado por ella. La Justicia
tampoco la hubo declarado culpable sino que hubo aplicado a su conducta la
declaración de inimputabilidad. Por tanto, sin contar con la declaración judicial
de culpabilidad y sin contar con un texto de la paciente al respecto –a no ser el
de su inocencia- cómo es posible presumir que N. hubo sido la autora del
homicidio? Y en todo caso, ¿cuál es el alcance de la formulación de esta
pregunta?
A la primer pregunta, se responderá que habrá que recurrir a aquello con
lo que sí se cuenta. Por un lado, la declaración de inimputabilidad no exime al
sujeto del acto –en el sentido jurídico del mismo- de su participación en el
crimen sino que lo que hace es declarar su irreprochabilidad: es inexigible la
imputación del reproche y por tanto, la pretensión de respuesta. Pero no
declara como tal la inocencia. Por otro lado, el texto de la paciente, afirmando
la persecución de su madre contra ella ejercida desde tiempos inmemoriales y
su constante presentación abusiva –hasta el punto de continuar padeciendo su
abuso, cuando la misma se encuentra, oficialmente muerta- indica que para N.
pudo haber habido motivos suficientes para intentar operar una acción que

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detenga la presencia constante e incestuosa de esa mujer a la que ella no logra
llamar madre.
Partiendo de esa suposición es que es posible formular la pregunta por
la condición de ajenidad de la paciente al momento del hecho. ¿Cuál es el
alcance de esta pregunta? Pues bien, lograr cernir la condición o no de la
presencia del sujeto en esa escena. Y es que, efectivamente, tal como N. lo
repite, ella no estuvo allí. Lo que operó sin ella en lo que pudo haber sido, la
ejecución de la madre, quizás haya sido el elemento del odio.
¿Por qué recurrir a un elemento que como tal la paciente no menciona?
De hecho, no hay ninguna referencia al mismo en su relato. Sin embargo, ¿a
cuenta de quién ubicar esa persecución delirada, esa iniciativa abusiva
trasladada al lugar del Otro, ese goce mortífero colocado en su lugar? Es el
propio Freud (1912) quien apela al odio para dar cuenta de la operación
gramatical de la que se soporta el delirio persecutorio.
El odio en su raigambre pulsional ha conducido a N. al territorio del exilio
de la subjetividad. Un odio no reconocido como propio. Un odio in-a-propiable.
Ajeno. Ubicado desplazadamente al lugar del Otro. En esa constitución éxtima
del odio del lazo persecutorio filial, es que N. halla el punto de ausencia para su
implicación subjetiva. Ella no estuvo allí. El odio hizo lo suyo.
Sin embargo, ¿puede esta especulación, legitimar el planteo
aberrantemente inhumano de inexigibilidad de respuesta? De hecho, los
animales matan, cada vez, por instinto de conservación –caza, alimento- sin
embargo, no se aplica a este hecho la categoría de homicidio. El homicidio,
como tal, es propiamente humano. La categoría del crimen es propia de la
dimensión del lenguaje, como campo, estrictamente humano. Sólo el ser
hablante puede permitirse encuadrar su acto dentro de la lógica del crimen. Por
tanto, ¿puede desestimarse de un modo tan incomprensiblemente cruel, la
participación ajena e incomprendida, que puede el ser hablante desempeñar en
un acto tan propiamente humano?
N. insiste durante cada entrevista con ser entrevistada por el Juez.
Espera de él que le de lugar a su palabra. Ella quiere explicar que no estaba
allí y reivindicar a partir de allí su inocencia. Sin embargo, el odio, como pasión
propiamente humana, es desconocida por los magistrados que intentan
mantenerla a raya de cualquier implicación posible por parte del criminal. El

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odio debe permanecer en el limbo de una extimidad delirante, por fuera de
cualquier a-propiación posible.
No hacer lugar a la palabra de N. en el fuero judicial apuesta a
desestimar el elemento inaugural de la constitución del sujeto hablante. No
querer saber del odio como pasión constituyente del campo de la subjetividad
implica el rechazo de la dimensión subjetiva misma.
N. sostiene sin embargo, una posición de rechazo mucho más digna. Lo
que ella sostiene con su afirmación de ausencia subjetiva al momento del
hecho es simplemente, que allí, en ese momento crucial, hubo otra Cosa. El
odio es un elemento in-a-propiable para N. Parte del Otro, y nada puede ella
hacer con eso. Sin embargo, la Justicia no quiere oírla, no quiere saber de eso.
Prefiere afirmar repetitiva y universalmente, que N. no comprendió ni dirigió
antes de analizar si tal vez quiso o no hacerlo.
En este punto, cobra relevancia esencial el planteo de Sarrulle (2004).
¿Por qué no preservar la declaración de inimputabilidad para el final? Por qué
no proponer, el derecho a ser oído en la instancia del juicio? ¿Por qué no hacer
lugar a la palabra de N. para declarar públicamente lo que ella declama su
inocencia? ¿Por qué el apresuramiento por concluir que el estado de
enajenación al momento del hecho determina la incapacidad de respuesta
subjetiva en una instancia como la del debate oral?
El rechazo de la culpabilidad, por la vía de la exclusión de la implicación
del sujeto, permite situar el punto en que, la posición del sujeto afirmando su
ausencia al momento del hecho y a partir de allí su inocencia, no llega a velar
sin embargo el horror del crimen. El rechazo de la culpabilidad por esa vía, se
presenta así como el modo en que el sujeto logra no saber del horror.
Tal posición puede leerse entonces efectivamente como una modalidad
de respuesta en la que el sujeto logra operar un tratamiento de rechazo radical
respecto a lo que hubiera implicado el horror de la realización incestuosa –en
tal sentido, constituye, un modo de respuesta, en el sentido de la defensa.
El delirio perpetuo y las alucinaciones (referidas al abuso) en las que
reaparece en lo real la implicación forcluida testimonian no obstante sobre el
fracaso inevitable de la operación de defensa.
En ese sentido, vale introducir la pregunta –que excede como tal el
marco de esta investigación pero que puede abrir no obstante nuevos

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interrogantes- ¿cuáles podrían ser las consecuencias de promover una
operación judicial –tal como la imputación y con ella el procesamiento con la
correspondiente escena del debate oral en juicio- que fuera en el sentido
contrario de la operación de no querer saber –sostenida del rechazo radical de
implicación?
Habrá que decir en este punto que no es posible aventurar una
respuesta si no es desde el terreno de la pura especulación. Sin embargo, lo
cierto es que, considerar la responsabilidad jurídica desde la perspectiva
económica de la responsabilidad, entendida ésta como tratamiento respecto del
goce, permitiría conjeturar una hipótesis respecto de una respuesta diversa por
parte del sujeto –al menos ya no en el sentido del no querer saber ejercido
como rechazo radical de implicación.

2) Legitimación de la culpabilidad
La legitimación de la responsabilidad se presenta como una posición del
sujeto respecto del crimen que implica a diferencia de la variante anterior, algún
tratamiento posible respecto del saldo del pasaje a la acción criminal.
El recorte seleccionado permite extraer dos enseñanzas: por un lado,
permite localizar la responsabilidad al momento del hecho –es decir, tal como
ésta es entendida por el Derecho penal- y por otro, permite ubicar la
responsabilidad como el efecto por el cual el sujeto se produce como respuesta
a la interpelación –implicando el segundo tiempo, posterior al pasaje al acto, tal
como lo entiende la lógica psicoanalítica.
Por un lado entonces, el texto de la paciente permite localizar
rápidamente la posición del sujeto en la escena del crimen –habrá que aclarar
en este caso que, el crimen en cuestión no es un homicidio sino una lesión. La
paciente la describe muy claramente: ante el comando de la voz, ella opta por
acatarlo no-todo. Es decir, frente a la enunciación que consignaba herir al
semejante en los senos o los genitales o hacerlo contra sí misma, la paciente
ubica claramente su margen de decisión. Su elección la condujo a herir al
semejante pero procurando no causarle la muerte. Opta entonces por acatar
no-todo el imperativo de la voz: no hiere a la víctima en sus zonas íntimas, sino

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que le acierta un corte en la mano. De esa manera, explica, le evita un daño
mayor.
Es decir, con esta declaración de la paciente puede lógicamente
ubicarse que ella comprende la criminalidad del acto, y logra dirigir su acción.
Parcialmente -podrá argumentarse, y sí, efectivamente- ella logra operar cierta
regulación en su respuesta ante el imperativo del comando invocante.
Podrá objetarse: ¿pudo efectivamente motivarse en la norma en el
sentido en que no logró adecuar su accionar completamente a ésta? Sin
embargo, podrá deducirse prontamente que, las razones que impiden a la
paciente ajustar su acción conforme a derecho no pueden plantearse como
impedimentos de índole morales ni intelectuales. Lo que ella no puede es
sustraerse completamente del imperativo de la voz. La dificultad ahí es de
índole subjetiva. Ella no puede operar un corte respecto del comando que no
sea ese que efectúa en el cuerpo del semejante.
¿Habrá por eso que avanzar la especulación –que de hecho arroja la
Justicia- de que la paciente no comprende y no dirige –cuando a las claras su
testimonio revela lo que ella muy puntualmente ubica como una decisión? Para
ser más precisos al respecto, la elección se presenta para el sujeto como
siendo del orden de una elección forzada. Lo que la paciente refiere al respecto
es haberse encontrado en una encrucijada que convocó su decisión. El texto
de la voz planteaba un dilema: o hería al semejante en sus zonas íntimas o lo
hacía contra sí misma. Se trata de un planteo que provoca una interpelación de
orden ética. Hay allí en juego una decisión, y esa decisión no es sin sujeto.
El agregado aquí viene en la línea del forzamiento. Podría decirse con
Lacan: se trató de una elección forzada (Lacan, 1964). La precipitación se
produce en el cruce mismo de opciones: o el otro o ella. El transitivismo
especular delimita las coordenadas del dilema tal como lo plantea el comando
de la voz. Por eso la paciente insiste: “fui forzada a cometer un crimen”. La
elección estuvo forzada desde el lugar del Otro. En ese punto, el sujeto sitúa la
razón del deslizamiento: el filo mortal del estadio del espejo indicaba que o bien
la lesión recaía sobre el cuerpo del semejante o tendría que atacar el suyo
propio. El forzamiento radica en el imperativo de la voz. El comando anticipa
una lesión: lo que hubo que decidir rápidamente era el destinatario de la
misma. Y en ese punto, es que el sujeto opta por herir al otro. Se trata de una

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decisión que compromete su implicación moral, pero fundamentalmente, su
posición ética. Ella no quiere matar. Pero tampoco matarse.
Hay que decir que, respecto de este forzamiento, que podría anular la
perspectiva de elección subjetiva –o, para decirlo de un modo más preciso- la
dimensión de responsabilidad al momento del hecho- lo que el sujeto ubica
claramente fue su margen de auto-determinación. Es decir, más allá de la
héterodeterminación del comando, lo que la paciente ubica de un modo muy
claro, es el margen de elección con que el sujeto opera allí.
Ella, más allá del forzamiento que indica el campo de la
heterodeterminación del acto, sitúa muy puntualmente, el margen de decisión
subjetiva. Autodeterminación. Acata no-toda la orden de la voz. Decide operar
al respecto un cierto movimiento de sustracción. Está claro que no logra operar
una sustracción completa respecto de la misma, pero sí puede introducir un
espacio de separación. Suficiente para no provocar un crimen mayor: de hecho
el resultado, es una lesión en una mano del semejante. Sin caer en la
minimización del hecho, lo que se pretende es subrayar la posición por la cual
el sujeto asume su participación en el mismo y ubica allí su capacidad de
decisión. Se trató allí de un acto sintomático.
Por otra parte, el testimonio de la paciente permite localizar su posición
respecto al hecho. Se trata de una legitimación de su culpabilidad planteada en
términos de legítima defensa. Es decir, se trata para el sujeto de una acción
efectuada como reacción ante un ataque, una respuesta a la provocación del
Otro. El problema, es que, aquel sobre quien recae la defensa no es
precisamente el ejecutor del ataque. De hecho, la paciente menciona muy
claramente los agentes de su hostigamiento y su tortura. La víctima es, en
relación a esto, no sólo inocente sino una perfecta desconocida.
¿Por qué entonces el sujeto introduce la legitimidad de su acto? O más
bien, ¿dónde radica su legitimidad? ¿Será que acaso haya que darle al término
defensa su justo alcance?
Efectivamente, el sujeto apela a la legitimidad de su defensa. ¿Por qué?
Probablemente, porque lo que ella considera es que la iniciativa hubo
arrancado en el lugar del Otro. Es decir, es el torturador el que comienza el
hostigamiento. Es el lugar del Otro allí donde se realizan inicialmente los
despliegues ofensivos. Luego, la voz, viene a constituir un elemento más de

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tales emprendimientos hostiles. Por tanto, su acción, su precipitación en el acto
lesivo del semejante desconocido, no constituye en este marco, otra cosa, que
una reacción. Es decir, una acción desplegada en respuesta a la acción inicial
del Otro.
En este contexto, la característica de esta acción no es otra que la de
ser en sí misma una operación de defensa. La voz lo enuncia explícitamente, el
daño recae sobre el otro, o tendrá que recaer sobre ella. En ese punto, dañar al
otro, es una defensa de su propia vida, y de su integridad física.
Pero también cabe preguntar, ¿habrá que pensar que la defensa aquí
nombra además una operación subjetiva? Es decir, la defensa en la obra
freudiana opera sobre la pulsión. Lacan luego ubicará la defensa como defensa
del goce. Y es que, efectivamente, se trata de operar alguna acción que
atempere lo perturbador del elemento que introduce desde el cuerpo y al
interior-exterior del aparato psíquico, un efecto de exigencia constante de
tramitación. Ahí donde la tramitación de lo perturbador de la sexualidad fracasa,
aparece el acicateo pulsional al interior de las zonas erógenas convertidas en
escenario del despliegue de la tortura. Y allí mismo es donde se hace
necesario introducir un corte.
El corte adquiere así un valor defensivo –en el sentido de una operación
psíquica. Sin embargo, se trata de un corte que no puede jugarse en el plano
de las representaciones. El corte se produce entonces sobre el cuerpo. Y dado
que el transitivismo especular lo habilita: el cuerpo del otro (del semejante) vale
por el cuerpo propio.
Respecto de esta operación de defensa, respecto del corte –así definido-
es posible reclamar la legitimidad. Efectivamente la defensa se produce
legítimamente, esto es, el corte tiene un valor acorde a las leyes de regulación
de lo psíquico. Es decir, es preciso instituir un coto al efecto de perturbación
pulsional y el aparato despliega sus operaciones para conseguir efectuar
respecto de esto alguna acción de regulación. No obstante, es fácil colegir que
esta legitimidad no puede reclamarse a nivel judicial. El Código Penal establece
muy claramente en su art. 34 inc. 6º las causales de legitimación de la defensa
y la acción descripta por la paciente no aplica a los requisitos allí establecidos.
No obstante, es posible hacer lugar a su planteo de legitimación de su
accionar defensivo en el punto en que este implica la reacción del sujeto frente

100
a lo que él considera la acción desmedida de provocación y hostigamiento del
Otro. Sin embargo, para poder hacer lugar a este planteo, es preciso atenerse
a la noción fundamental de realidad psíquica. En este caso, delirante. Puede
rápidamente adivinarse, la desestimación que sobre este planteo hará el
Derecho.
Por último, resulta necesario subrayar que, esta lectura del sujeto
respecto de la legitimidad de su acción se sostiene de su propia posición de
padecimiento. Efectivamente, la trama delirante con la que la paciente no logra
tramitar lo perturbador del acuciante acicateo de la pulsión sexual, deja al
sujeto a merced de un hostigamiento atroz y una pasividad absolutamente
sufriente por la cual, cualquier operación que intente acotar ese dolor,
efectivamente se tornará legítima –se insiste entonces, legítima, en el sentido
de una operación acorde a las leyes de funcionamiento psíquico, en tanto el
corte es una operación necesaria.
Así, en esta coyuntura es preciso recortar –para un mejor ordenamiento
de la responsabilidad como lectura en un segundo tiempo- dos elementos: por
un lado, el forzamiento en la elección del sujeto, y por otro, el margen de
decisión al interior de esta elección forzada. Con estos dos elementos,
oportunamente señalados, es posible ordenar el planteo respecto de dónde
ubicar la responsabilidad en este caso. Se trata efectivamente de considerar
ambos elementos.
Por un lado, el forzamiento en la elección, permite pensar la reclamada
legitimidad de la defensa. Es decir, la elección forzada del crimen, permite
pensar por una parte, el pasaje al acto como una reacción de defensa –la
institución de un corte- y por el otro, la legitimidad en el punto de la acción
como reacción ante la iniciativa tomada por el Otro.
Por otro lado, el margen de decisión, permite pensar ese campo de
autodeterminación por el cual el sujeto puede orientar su acción de acuerdo a
la norma.
¿Es posible continuar sosteniendo que no hubo comprensión y dirección
de la acción? Hubo comprensión y dirección delirante, pero no por ello,
ausencia de sujeto.

101
A diferencia del recorte anterior, tal es la implicación del sujeto en este
caso. Implicación no rechazada, asumida bajo un sesgo muy particular: la
legitimación de su acto culpable.
En tal sentido, la responsabilidad, en su vertiente económica, viene a
quedar ubicada aquí de un modo notablemente ilustrativo. Y es que,
efectivamente, la misma permite pensar la posición que el sujeto asume
respecto al crimen que instituye como tal una operación; en este caso, el corte
como defensa. La legitimación de esta operación permite pensar la posición del
sujeto con relación al goce. He ahí un primer movimiento de a-propiación.

3) Interrogación y asunción culpable.


Respecto del pasaje al acto que lesionara al marido de C. existen por
parte de C. -tal como ya se ha dicho- dos versiones. Por un lado, la versión
sostenida en una trama de delirio místico. Por el otro, la versión despojada del
tinte interpretativo religioso y referida a la probabilidad de abuso sexual de una
de sus hijas. La primera versión del hecho lesivo se sostiene de la lógica
sacrificial. Dios le había pedido un sacrificio. Tendría que haber necesariamente
una víctima propiciatoria: o sus hijos y ella por un lado, o su marido por el otro.
La segunda versión del hecho, se sostiene de la lógica de la defensa. Ella
intima a su marido para que rescate a su hija. Se trata indudablemente de dos
lecturas diversas del hecho. El hecho como tal, está claramente perdido; lo
único que hay de él, son los trazos del relato de C. Cada uno de los dos relatos
ubican al sujeto de un modo distinto.
En la primera de las versiones, C. se presenta forzada a decidir. Aparece
cierta dimensión de cálculo en su relato respecto de lo que se hubiera operado,
al momento del hecho, como para orientar o dirigir su acción en un sentido y no
en otro. El modo en que ella lee allí su acción se presenta claramente del lado
de una decisión. Ella opta por el sacrificio de su marido antes que el de sus
hijas y ella misma.
Aparece aquí nuevamente la dimensión de elección dentro de lo que se
describe como una cierta coacción. Notable modo de articular dos elementos
diversos: por un lado, la heterodeterminación: la coacción del Otro en el delirio.
Por otro, el margen de autodeterminación; es decir, dentro de ese forzamiento,
ella logra encontrar un hueco, un agujero con el que horadar lo determinante

102
del empuje en el delirio. Dirige entonces su acción en un sentido, el sacrificio
de su marido. Preserva así a sus hijos. Se trata en ese relato, claramente, de
una decisión.
Resulta verdaderamente notable que al interior de la coyuntura del
forzamiento, lo que el sujeto ubique en su lectura posterior de los hechos, sea
algo tan digno como el de una elección subjetiva. Está claro que esta
formulación de los hechos decanta de la lectura que el sujeto puede hacer en
un segundo tiempo, sin embargo, dada su repetición entre los casos, es
pertinente al menos subrayar el elemento.
¿Qué decir entonces respecto de la pregunta por los criterios de
exceptuación de la culpabilidad para el enajenado al momento del hecho?
¿Pudo haber comprendido la criminalidad y dirigido su acción? Del relato que
C. despliega se desprende muy precisamente el modo en que pudo dirigir su
acción. No resulta tan evidente la motivación en la norma. Al menos, está claro,
que, la dirección de la acción se orienta a partir de esa suerte de cálculo que se
despliega siguiendo la lógica delirante de la imperiosa necesidad de un
sacrificio. Sin embargo, al igual que en el recorte anterior, ¿qué es lo que le
impide a la paciente sustraerse de la demanda voraz del dios oscuro? ¿Se trata
de obstáculos de índole intelectual o morales? Muy por el contrario, la
imposibilidad de sustracción allí es netamente subjetiva. No es posible operar
una separación respecto de la demanda de sacrificio.
En este caso, la paciente orienta su acción, ella misma, y de un modo
muy preciso, ubica el margen de decisión que le cabe al respecto; sin embargo,
esa dirección de la acción no está aquí supeditada a la motivación en la norma.
Esta resulta superflua para la paciente; la ley positiva no tiene efecto aquí
porque lo que prima en ese momento es la ley de Dios. Y C. sitúa muy
claramente, que es a eso, a lo que intenta responder. Tal es su sujetamiento en
ese momento.
¿Puede decirse por ello que no comprendió la criminalidad del acto?
Efectivamente, si por comprensión se entiende, motivación en la norma como
para dirigir la acción conforme a derecho, está claro que no. No obstante, ¿por
qué no pensar sencillamente, que en ese momento, comprender significó
desestimar la norma positiva ante la primacía de una ley superior? La ley del

103
hombre no pudo en ese momento operar una sustracción respecto de lo que
ella interpretó como la ley de Dios: el mandato divino, el sacrificio.
Respecto de la segunda versión que ofrece C. en la interpretación del
hecho lo que aparece es una lectura despojada ya de interpretaciones
religiosas y que acentúa la lógica defensiva. Así lo que C. despliega es su
hipótesis –que al momento de la lectura del hecho aún no ha cedido- respecto
a la probabilidad de que una de sus hijas fuera abusada por su tío.
En esa versión de los hechos, su acción también aparece sostenida de
cierto margen de indeterminación dentro de la ocurrencia pertinaz del abuso.
Ella afirma haber querido conmover a su marido para que éste intervenga a
favor de su hija. Así, su precipitación queda comprendida como una
intersección suya en defensa del desamparo de su hija.
Como ya se ha señalado, entre ambas versiones lo que acontece es un
señalamiento por parte del analista que simplemente indica, respecto de la
primer versión que, Dios no le hubo pedido ese sacrificio a Moisés. La
intervención apunta a indeterminar no sólo el destinatario sino el sacrificio
mismo. A partir de allí se produce el movimiento subjetivo. Más bien, podría
decirse, lo que aparece como efecto es el sujeto mismo. C. enuncia su
implicación: mal-interpretó el texto sagrado.
Doble efecto: por un lado, la barra puesta sobre el dios oscuro. Por el
otro, sobre el sujeto mismo.
A partir de aquí su propia implicación va a provocar un efecto de alivio
sobre la dimensión de horror que despertaba el enigma del acto que dañara a
su marido. La segunda versión de los hechos, va a implicar una nueva versión
de la culpabilidad. Allí el sujeto interviene decididamente en favor de una hija
abusada. La ocurrencia aquí de la paciente no juega un papel menor. Se trata
de una idea que se instala a partir de los dichos de otra de sus hijas que le
relatara en su momento haber sufrido a mano de uno de sus tíos una situación
de abuso y que reconduce a C. a su propia vivencia sexual infantil.
A partir de esta idea es que C. orienta su acción para intervenir por una
hija. Nuevamente se precipita aquí la pregunta: ¿puede decirse entonces que
no comprendió la criminalidad y no logró dirigir su acción? La respuesta a esta
pregunta sigue la línea de la respuesta a la formulación anterior.

104
Ahora bien, ¿qué decir de la posición que el sujeto asume respecto del
dañó a su marido? Pues bien, inicialmente, hace falta destacar que la posición
de interrogación es lo que caracteriza todo su desarrollo de verdad –escandido
como se vio, en dos momentos. A lo largo de las entrevistas, C. se presenta
siempre interpelada, por la pregunta por qué fue lo que ocurrió en ese
momento, tal que el resultado de su acción fue semejante.
Y a lo largo de las entrevistas C. va elaborando algún saber al respecto.
Resulta interesante ubicar el quiebre que produce respecto de la trama
delirante la equivocación de su interpretación del texto bíblico. Cede a partir de
allí la lógica sacrificial, y se ordena toda la elaboración de saber respecto de la
idea de abuso. Pero, en todo caso, se trate de una u otra elaboración, lo cierto
es que, la posición que C. asume es siempre la de la interrogación, seguida de
lo que podría llamarse, asunción de la culpabilidad.
Entonces, el desarrollo de su interrogación responsable se despliega
escandiendo la verdad sobre su culpabilidad en dos momentos.
En la primera versión de los hechos, la asunción de la culpabilidad se
presenta fundamentalmente cernida a su acto de mal-interpretación. Entonces,
a la pregunta por cuál fue el motivo de su precipitación criminal, C. responde
con su elaboración de saber: mal-interpretación del texto divino.
En la segunda versión del hecho, la asunción de la culpabilidad se
presenta directamente en relación con la acción ofensiva hacia su marido. Y
entonces lo que aparece allí es la afirmación de su acción como una incitación
de intervención para con su marido. ¿Llamado al padre para que actúe en favor
de la indefensión de una hija? Por supuesto, tal presunción, no puede ofrecerse
como interpretación posible –se enuncia sólo como una lectura que permita
ubicar el punto en que la estructura muestra su falla forclusiva.
En uno y otro momento de la elaboración de saber, C. asume allí una
implicación: ella interviene. En una u otra dirección, C. responde por lo que
hubo sido su acción.
Se trata ésta de una variante de la responsabilidad que acentúa el eje de
la interrogación; podría decirse, la vertiente simbólico-imaginaria de la misma.
El punto en torno del cual gira la interrogación –tanto en la primera como en la
segunda versión de los hechos- encuentra un punto de comunidad. Se trata en
ambas versiones de la respuesta que el sujeto logra elaborar respecto del

105
punto de forclusión de la estructura. El padre –en su cara feroz, al servicio de la
lógica sacrificial afectando el lazo filial mismo- o bien, el mismo, en una cara
algo menos cruel pero no por ello más efectiva, siendo llamado para intervenir
en el sentido de la defensa del lazo filial.
La responsabilidad se presenta aquí como una interrogación que –sin
desligarse de la trama delirante propia de la estructura- encuentra el modo de
dar cuenta de la posición que el sujeto logra asumir respecto de la ajenidad de
un goce no regulado por la operación del padre.

4) Asentimiento y resto de la culpabilidad declarada.


La presentación del sujeto en este caso permite ubicar la posición que
éste asume respecto de lo que hubo sido un homicidio y más precisamente, un
homicidio calificado por el agravante vincular –filicidio.
R. fue llevada a juicio y encontrada culpable de la muerte de su hija,
una beba menor de veintidós días. Respecto de este hecho, ella tiene una
versión muy precisa. La niña no lograba dormir y no paraba de llorar. Es
improbable que las circunstancias del hecho hayan sido efectivamente ésas. Es
decir, es probable que la beba durmiera con dificultad o bien,
interrumpidamente como lo hacen los bebés, y también es probable que llorara
con frecuencia. Lo que no resulta posible es que no durmiera durante tres días
y no parara de llorar en ningún momento.
Sin embargo, tal es la descripción de R. ¿Cuál es el valor de este
relato? Pues precisamente R. allí logra describir las cosas tal como se
presentaron para ella. El registro que R. tiene de las coordenadas previas del
crimen es que el llanto de la niña ejercía un efecto perturbador constante. Y es
probable que quien no hubiera podido dormir durante esos tres días hubiera
sido –no la niña- sino R. Es decir, en las coordenadas de la escena previa al
hecho, lo que se encuentra es a R. en estado de insomnio y perturbada por el
llanto que ella percibe como constante e ininterrumpido de su hija.
De hecho, consta en el expediente, que R. había recurrido a la
consulta hospitalaria pidiendo a la médica de guardia que hiciera algo para
detener el llanto de la menor. Por otra parte, tal como R. misma lo ubica, los

106
días que precedieron al crimen, ella venía soportando las alucinaciones
verbales que la exponían a las injurias por parte de la voz de su padrastro.
En tal contexto, R. no lograba encontrar una significación que
detuviera el llanto de la niña ni realizar ninguna operación que acallara la voz
injuriante. Uno y otra se presentaban como un efecto continuo de perturbación.
El acento de R. está puesto sin embargo sobre el llanto de la niña. Es
respecto de éste que intenta operar. Lo hace –no desde la intervención
maternal de amparo y asistencia sino- apelando al golpe. El resultado excede
sus expectativas. Tal como ella lo dice: se encuentra con la muerte de su hija.
Muerte que según resalta, no intentó provocar. Aparece entonces de inmediato
la interpelación: “qué hice”. Y a partir de allí actúa para reparar el resultado de
su acción. Llama a la ambulancia en busca de ayuda.
Tal es el relato con que R. cuenta por primera y única vez lo que la
justicia y ella misma nombran como homicidio.
Luego, R. despliega cierta interpretación teleológica de lo que hubo
sido el mismo. Es sorprendente encontrar en su propia elaboración de saber,
una interpretación de esas características. Así R. –refiriéndose a su madre-
sostiene: “tuvo que ocurrir esto para que empezáramos a hablar…”. El
homicidio deja para R. un saldo favorable: el acercamiento de su madre, la
institución de la dimensión de la palabra entre ellas.
R. tiene al respecto una creencia: el lazo con su madre se instituye a
partir de la muerte de su hija. Es decir, R. lee muy criteriosamente que ha sido
la muerte de una hija lo que ha instituido el nacimiento de otra. Esa lectura que
R. logra operar constituye sin dudas el signo cabal de su responsabilidad.
Responsabilidad como respuesta por el acto. Y efectivamente es allí donde se
encuentra a R.
El sujeto se presenta primero en el efecto de división al interior de la
escena misma del crimen a través de la propia interpelación –la pregunta “qué
hice”. Y luego, el sujeto se presenta como efecto de su propia elaboración de
saber asumiendo la responsabilidad por el homicidio: el mismo ha arrojado un
saldo a favor, ahora R. tiene una madre.
Entonces, es preciso realizar una distinción entre los dos momentos
diversos de la aparición del sujeto como efecto. Al momento de la escena del
crimen el sujeto aparece producido como efecto de la interpelación. La

107
respuesta inmediata por la vía de la acción da cuenta del modo con que R.
intenta responder por el horror y hacer algo con eso. Al momento de las
entrevistas, R. ya hubo transitado la escena del juicio, esto es, la imputación
del reproche jurídico y el afrontamiento de la instancia de declaración ante el
juez, es decir, se trata de un momento diverso. Allí no está sola con su
pregunta. Allí se encuentra ante Otro representado en la figura del juez. Ante él
es ante quien tiene que responder. Es recién luego del pasaje por esta
instancia que R. logra ubicar el saldo del homicidio y responder por él.
Así, durante las entrevistas se asiste a su desarrollo de verdad más
certero: el homicidio no sólo ha instituido un sujeto, sino que además hubo
producido una hija para una madre.
Sin embargo, la dimensión del sentido no logra acallar el horror que
sigue gritando para R. Cuando algo no sale como ella lo espera, lo que retorna
por la vía de la repetición actuada es nada menos que el golpe en la cabeza. R.
manifiesta entonces cada vez que terminará con su vida, y el modo que
encuentra de intentar provocar ese resultado es golpeando su cabeza. Cabe
destacar que no se trata aquí de una idea suicida ni tampoco de una
manifestación melancólica. No existe delirio de indignidad ni tampoco siquiera
una tenue idea firme u obstinada de poner fin a su vida. Su actuación excede el
plano de las representaciones. Simplemente, es una puesta en acto que
reactualiza el golpe en la cabeza (el medio con que se produjera el resultado
favorable pero atroz).
Habría que pensar quizás si ese golpe en la cabeza no introduce la
dimensión real del homicidio. Más allá de cualquier elaboración de saber, y
aún, más allá de lo certero de ésta, el homicidio produce un resto no
reintegrable. Algo que escapa a la dimensión del sentido. Eso sea quizás lo que
no cesa de no inscribirse y que conduce a R. a insistir con golpearse la cabeza.
Así, la culpabilidad asumida por la vía de la pregunta y de la
construcción de un saber como respuesta no logra metabolizar lo real de un
crimen. La responsabilidad le permite encontrar al sujeto un modo de situarse
respecto del acto y hacer con eso que el pasaje al acto instituyó. Sin embargo,
el tratamiento del saldo tiene un límite. No todo puede ser re-absorbido por la
vía del sentido. La responsabilidad viene a dar cuenta aquí de aquello respecto
de lo cual el sujeto puede posicionarse a partir de sostenerse en lo simbólico-

108
imaginario, pero también del límite. La responsabilidad implica la posición del
sujeto, también en relación a ese resto.
La responsabilidad permite a través de este caso ubicar el punto en
que la misma como tratamiento del goce, implica precisamente, la a-propiación
no toda del mismo: la a-propiación asentada sobre el imposible.
¿Habrá la dimensión del pago (vía sentencia judicial) promovido la
afectación de la dimensión de la economía libidinal de R.? No hay forma de
responder a esta pregunta, en tanto no se cuenta con la presentación inicial del
sujeto, en los momentos inmediatamente posteriores al hecho. Sin embargo, es
posible conjeturar que, el modo en que R. logra hacer lugar a las
consecuencias de la pena (la privación de libertad, y con ella, todo lo que ésta
implica), hace presuponer que, el tratamiento de lo in-a-propiable del lazo filial
ha arrojado como saldo un sujeto capaz de soportar las consecuencias de una
elección –aunque forzada. ¿Es posible pensar la consecución de tal efecto
subjetivo por fuera de la implicación del costo –también en el sentido de la
economía de goce de cada quien?

Tiempo 1. Conceptualización de las diversas coordenadas de


realización del pasaje a la acción. Distintas modalizaciones de la elección
forzada.

1) Ausencia subjetiva
2) Elección forzada: comprensión delirante y heterodeterminación
3) Elección forzada: comprensión delirante y heterodeterminación
4) Elección forzada: comprensión de la criminalidad y heterodeterminación

1) Ausencia subjetiva
N. no brinda otro testimonio respecto del homicidio -por el que no se le
imputa pero por el cual se la priva de su libertad- que el de insistir con que al
momento del hecho, ella no estuvo allí. Es a partir de afirmar su ausencia al
momento del crimen que N. reivindica su inocencia.

109
N. no brinda entonces relato alguno sobre los hechos. Simplemente
se limita a denunciar que la señora que la justicia declara oficialmente muerta,
se encuentra para ella, viva, y burlándose en su cara, complotando en su
contra, haciendo recaer sobre sí el peso de una acusación injusta.
Por carecer precisamente de datos sobre lo sucedido al momento del
crimen, y dado que la única versión de N. sobre los hechos se caracteriza por
acentuar su ausencia en el lugar en tal momento, es precisamente por esa
razón por la que no es posible intentar reconstruir las coordenadas del pasaje
al acto homicida.
Sin embargo, ¿qué es lo que sí permite hipotetizar su relato? Lo que
el relato de N. permite afirmar con total convicción es que N. no estuvo allí. La
ausencia subjetiva de N. al momento del crimen permite ubicar de su lado el
total arrasamiento subjetivo. N. no miente cuando afirma no haberse
encontrado en el lugar al momento de los hechos. No se trata de una coartada
de la acusada a fin de solventar su inocencia. Su afirmación es verdadera
aunque inexacta. Efectivamente N. no estaba allí.
A diferencia de los otros casos en los que sí es posible ubicar las
coordenadas del momento del crimen y muy precisamente el punto de
afectación subjetiva, no es posible situar aquí ninguna implicación del sujeto en
este caso.
Tampoco se trata de que N. no recuerda. Su falta de testimonio al
respecto, o más bien, su testimonio indicando su ausencia –su falta de
participación- en los hechos, no puede ponerse a cuenta de una laguna
mnésica. No se trata aquí de un efecto de la operación de la censura en los
términos de la represión.
Cuando N. afirma que no estuvo allí hay que poder dar a esta
afirmación su justo alcance. Quizás haya que apelar aquí a la noción de
enajenación, precisamente, la misma de la que hecha mano el Código Penal y
la doctrina para pensar el punto de exceptuación respecto de la imputabilidad
de una sanción por una acción ilícita.
Pues bien, ¿cuáles son los elementos psicológicos con los que el
Código ordena la noción de enajenación? Comprensión de la criminalidad y
dirección de la acción. Habrá que poder rastrear que ha sido de ellos al

110
momento del hecho para este caso. En relación a esto, ¿qué dice la paciente al
respecto? N. responde muy escueta pero sólidamente: no estuvo allí.
¿Cómo saber entonces si N. al momento del hecho comprendió la
criminalidad de la acción –del homicidio? Y es que efectivamente no hay en
relación a este punto indicio alguno que permita localizar la modalidad de
participación de N. en el crimen. Lo que puede conjeturarse al respecto queda
dentro del terreno de unas especulaciones cuyo asidero no encuentra ningún
soporte material, y sólo es deducible a partir del planteamiento de cierta lógica.
Esa señora, tal como N. nombra a quien para la ley es su madre, ni es
su madre para ella, ni se encuentra asimismo muerta. Es decir, respecto de lo
que la ley legimita con su certificación –partida de nacimiento y certificado de
defunción- N. se permite desconfiar. Más bien, habría que decir que N.
descree. Su descreimiento se presenta sobre estos puntos como radical. Esa
señora no es su madre, es una impostora y como tal, se ha confabulado junto
con su marido, para acusarla de homicidio, cuando en realidad, no ha sido
víctima de tal acción puesto que está viva. Tal la argumentación de N. respecto
de la acusación que la Justicia no lo dirige formalmente pero que se encuentra
en la base de la medida de seguridad que se le aplica.
¿Pudo N. comprender la criminalidad del acto y dirigir la dirección de
su acción? No hay elementos que permitan decidir respecto de uno y otro
criterio ni en una dirección ni en otra. Sin embargo es posible especular con
que en el momento del hecho, el nivel de enajenación de N. pudo haber sido el
máximo. ¿Qué quiere decir esto aquí? Pues no otra cosa que, respecto a su
capacidad de comprensión, la presencia del delirio, como afirmación de la
iniciativa –en este caso persecutoria- del Otro, pudo haber alcanzado aquí su
punto más álgido de forzamiento. Y es precisamente con relación a este punto
que es posible suponer que la dirección de la acción debe haberse encontrado
forzada como tal desde el lugar del Otro: heterodeterminación delirante.
Ahora bien, estos mismos elementos, se verá luego, habrán de
aparecer en los otros casos trabajados. Y sin embargo, con relación a ellos,
será posible ubicar otra modalidad de respuesta en la presentación del sujeto.
Entonces, con relación a este caso, habrá que poder cernir la particularidad. Es
decir, comprensión delirante y heterodeterminación participan configurando un
particular modo de enajenación psicótica. Pues bien, ¿por qué esta

111
enajenación lleva a ubicar en este caso únicamente, una enajenación definida
como ausencia subjetiva? Y en todo caso, a partir de allí, ¿cuáles pueden ser
las consecuencias jurídicas posibles?
A la primera pregunta habrá de responderse que la enajenación en
este caso se configura como una modalidad de ausencia subjetiva en el punto
en que es el testimonio de la propia paciente el que lo ubica en esos términos.
Entonces, a partir de aquí, la lectura se ordena de un modo muy preciso. Esa
modalidad de enajenación al momento del hecho, pasa a partir del testimonio
que la paciente ofrece en tiempo 2 (tiempo del relato sobre el mismo), a
constituirse en una versión de la ausencia subjetiva.
La modalidad de rechazo de la culpabilidad –tal como ésta se
despliega en el tiempo 2 – permite configurar una modalidad muy particular de
enajenación psicótica: la ausencia subjetiva. N. no estuvo allí. Allí concluye su
versión sobre los hechos. Sobre la base de esta lectura del crimen es posible
ubicar la lógica de la responsabilidad escandida en dos momentos. Y es esta
construcción de la responsabilidad sostenida desde la escansión temporal la
que permite introducir la pregunta por la legitimidad de apelar en este caso al
recurso de dictar la inimputabilidad de una sanción para este injusto penal.

2) Elección forzada: comprensión delirante y heterodeterminación


delirante, pulsional y transitiva.
A partir de los dichos de la paciente es posible conjeturar que en este
caso, el pasaje al acto responde a cierta lógica que se ordena con relación a la
presencia de una alucinación de carácter verbal, articulada a la significación
delirante. Si bien, es el primer elemento alucinatorio el que decide la dirección
de la acción, lo cierto es que el peso de la misma se entrama dentro del cúmulo
de significaciones que componen el delirio de esta paciente.
El delirio arma para esta paciente una escena: ella es perseguida y
torturada. Tal es su relación, la relación que el sujeto tiene aquí con el Otro. La
persecución y la tortura no tienen para la paciente los mismos agentes. De la
persecución de carácter política participa, como máximo representante, el
presidente de su país. De la tortura en cambio, participan unas mujeres, a las
que la paciente no conoce, pero que sin embargo, ellas sí saben todo de ella,
porque la ven y la oyen.

112
La tortura -tal como ya se ha descripto líneas arriba- consiste en la
infiltración de tecnología de punta en sus zonas íntimas y agujeros erógenos.
Tal escena es filmada con cámaras altamente sofisticadas y subida a Internet
con el objetivo de difundir su humillación.
Hay en tal armado de la trama escénica un Otro indudablemente feroz
cuya mirada está allí presente aportándole un goce obsceno. Sin embargo,
quizás haya que especular con que, tal trasvasamiento del goce en el lugar del
Otro implique tal vez para esta paciente un intento de su economía libidinal por
producir un ordenamiento. Vale decir, ¿dónde se encuentra si no localizado
este goce obsceno? Pues nada menos que en sus orificios corporales –que por
no encontrarse constituidos como bordes erógenos- no logran aportar para el
sujeto ninguna ganancia de placer. Por el contrario ellos se constituyen en
verdaderas fuentes de un acicateo pulsional constante e indomeñable que no
logra desplegar ningún recorrido posible por fuera de allí.
La tortura viene a significar eso extraño que acontece en un cuerpo
cuyas zonas agujereadas se presentan como ajenas. Sin embargo, lo que el
entramado delirante logra armar respecto de la fuente pulsional, no llega a
producirlo respecto del objeto. Es ahí cuando la voz se presenta desgarrando el
velo imaginario del delirio, con todo su peso real: la alucinación irrumpe
preservando el campo de las significaciones –en el punto en que la voz se
profiere articulándose a palabras- pero en su dimensión real. Por fuera de
cualquier asunción simbólica de esa palabra.
El sujeto es hablado por la voz del Otro. Allí no hay posibilidad de
asumir esa palabra como propia. Se trata de la ajenidad de la misma. La voz
formula el comando. He ahí el empuje al crimen. Sin embargo, podría
pensarse, ¿por qué no alcanza con el delirio? ¿Por qué la voz no enuncia otra
acción a realizar? Pero entonces habrá que poder ubicar el alcance del texto de
la voz. ¿Qué es lo que la voz le ordena a la paciente? Le ordena operar un
corte. Y es el transitivismo especular el que efectúa la equivalencia: o el
semejante o ella.
El delirio produce una proliferación de significaciones en lo imaginario
que no logran acceder a un punto de basta. El efecto de detención del
desencadenamiento viene a estar representado por un intento de corte por
fuera del fenómeno del delirio pero aún dentro del registro imaginario –más

113
específicamente, especular. Sin embargo, el corte tiene que tocar el cuerpo. Es
decir, se soporta en la imagen del semejante, pero va más allá: cortar la carne.
De eso se trata en la enunciación del comando.
¿Qué posición asume en la escucha de la voz esta paciente? Podría
responderse a esta pregunta localizando su propia palabra: pensó que si
obedecía la orden, podría provocar la muerte del semejante, entonces optó por
hacer lugar al imperativo, pero de un modo que bien podría decirse,
sintomático. Hizo con ese comando una formación de compromiso. El comando
ordenaba herir a la mujer en los senos o los genitales: ella optó por herir sólo
su mano. Acató el imperativo de la voz, pero no todo.
En el punto de obediencia a la orden de la voz, la paciente ubica
precisamente lo que considera un forzamiento. Lo dice muy claramente: fue
forzada a cometer un crimen. ¿Quién es allí el agente del forzamiento?
Precisamente el Otro. El Otro cuya voz la pasiviza. En ese forzamiento ella
legitima su propia culpabilidad. Actuó según sostiene, en legítima defensa. Era
la otra o ella. Pues bien, he ahí precisamente su propia responsabilidad. Lo que
ella misma ubica como su opción de compromiso no es otra cosa que el
testimonio sobre lo que fue su propia elección. Ella optó por producir una lesión
–contra lo que podría haber sido un homicidio.
Es el forzamiento delirante del Otro lo que le permite a esta paciente
localizar su propia implicación en el crimen. Se trata de una acción en defensa
propia. Frente a la iniciativa persecutoria del Otro que la insta a procurar un
crimen ella intenta operar una sustracción. No logra efectivamente restarse de
la obediencia al mandato alucinatorio; sin embargo, efectúa respecto del texto,
una equivocación. El deslizamiento que introduce afecta directamente el lugar
sobre el que recae el corte. He ahí su variación; he ahí su implicación en la
lectura. He ahí también su resolución sintomática. Y por tanto, he ahí también
su responsabilidad.
Ahora bien, desde el campo del Derecho, ¿podría decirse que
comprendió la criminalidad del acto y dirigir su acción? ¿Por qué no habría de
hacerse lugar a su comprensión delirante? Esto es, dentro de la trama de su
delirio y del desarreglo de las significaciones con las que la paciente ordena el
caos de su realidad, ella sitúa muy claramente que no quiso causar la muerte.
Ella logra decir muy claramente que intentó evitar -cuanto pudo- provocar un

114
daño mayor que el de una lesión en la mano. Y de hecho, fue lo que provocó
finalmente. Podría decirse entonces que, no sólo comprendió –de modo
delirante, pero no por ello menos efectivo- la criminalidad de la acción sino que
además pudo dirigir la acción.
¿Fue su acción lesiva autodeterminada, según el ajuste a la
elaboración doctrinal, se enmarcó la misma dentro de la órbita de la
conciencia? Claramente sí, lo cual no impide sumar otros elementos que
quedan por fuera del ordenamiento conciente inconciente. Es necesario leer la
acción criminal de la paciente dentro de la lógica de heterodeterminación propia
del ser hablante. En este caso: la heterodeterminación pulsional, la
heteroderminación del lenguaje y la heterodeterminación transitiva.
Su acción criminal se ordena dentro de esa lógica. La lógica de la
elección forzada. Sin embargo, la lógica de la elección forzada, no elimina su
punto de implicación. La heterodeterminación no elimina la dimensión subjetiva.
Muy por el contrario, este recorte permite ilustrar el modo en que, la
enajenación psicótica no arrasa con la dimensión de elección, ubicando el
crimen como un acto sintomático.
La respuesta sintomática, a partir de la operación de equivocación del
texto de la voz permite localizar ahí un punto de contigencia. Frente a lo
necesario del corte, esto es, ante lo imperativo del comando que ordena el
corte, esta paciente logra efectuar un movimiento. Si bien no logra sustraerse
por entero al imperativo, puede no obstante operar el deslizamiento. Su crimen
se presenta como una formación de compromiso. Tal su implicación en el
asunto.
Puede decirse entonces que, si se piensa la responsabilidad del
sujeto a nivel del tiempo 1, tiempo de la realización del crimen, y se intenta
cernir dicha responsabilidad en torno al problema de la imputabilidad, es
posible afirmar entonces que, en este caso, es necesario ubicar allí la
dimensión del sujeto con relación a una particular modalidad de comprensión
de la criminalidad y de dirección de la acción.
Tal como se especificara líneas arriba, la comprensión de la
criminalidad debe pensarse aquí como una comprensión teñida por las
significaciones del delirio. No obstante, la escena del delirio no anula la
dimensión de motivación en la norma. ¿Podría pensarse que ella intenta

115
motivarse en la norma jurídica? Queda claro al menos que esta mujer intenta
por medio de todos sus esfuerzos no provocar la muerte del semejante, esto
es, no realizar allí un homicidio.
Por otra parte, y con relación al criterio de dirección de la acción, que
la doctrina elabora como autodeterminación, está claro que en este caso, la
determinación parte del lugar del Otro. Se trata de lo que se ha dado en llamar
aquí heterodeterminación de la acción, es decir, comando de la acción desde el
lugar del Otro –presente en el delirio o bien en la alucinación, en el acicateo de
la pulsión en los orificios corporales, o bien reducido a la especularidad
transitiva.
Sin embargo, respecto de esta heterodeterminación de la acción, que
claramente se presenta como no-toda, es decir, no se trata de una
determinación absoluta de la acción que borre o anule la dimensión subjetiva,
es necesario situar que la misma deja un margen de inclusión al sujeto. El
mismo se presenta allí a nivel del tiempo 1 en esos esfuerzos de separación
respecto del comando emitido por el Otro.
Es posible entonces localizar la dimensión del sujeto y su nivel de
responsabilidad concomitante si se apunta a ubicar el esfuerzo del sujeto por
sustraerse del imperativo que intenta determinar la dirección de la acción. En la
equivocación que el sujeto logra efectuar respecto del texto de la orden es
posible localizar la dimensión de elección. Aunque forzada, se trata de una
participación del sujeto que deconsiste la creencia en la enajenación absoluta
para el campo de la psicosis. He ahí un acto sintomático que logra restituir para
el sujeto su margen de libertad.

3) Elección forzada: comprensión delirante y heterodeterminación.

La lógica de este caso también puede leerse en los términos del


forzamiento. Si bien tal no es el término con el que la paciente misma describe
la acción criminal por la que padece la privación de libertad, lo cierto es que, la
ubicación que ella misma da de las coordenadas del hecho, permite extraer
esta lógica.

116
Así, el testimonio de C. apunta a situar de un modo muy preciso el
carácter intrusivo de la palabra del Otro, en este caso, Dios. Es el Él quien le
pide un sacrificio. A partir de allí, ella describe con cierto detalle las vacilaciones
delirantes a las que se ve expuesta. ¿Sobre quién hacer recaer el sacrificio?
¿Quién habrá de constituir el objeto de la ofrenda al dios oscuro? Su marido,
sus hijos, ella misma. Tales las opciones con las que especula, tomada por la
lógica de la trama delirante. Finalmente, lo resuelve. Punto de basta para las
vacilaciones efecto del delirio: el sacrificio recaerá sobre su marido. He ahí la
víctima elegida.
Las coordenadas previas del crimen varían en este punto respecto del
caso anterior en cuanto al contenido –propio del delirio de cada una de las
pacientes- pero conservan sin embargo la lógica. Se trata del mismo
ordenamiento. El Otro formula el imperativo. El sujeto no puede menos que
responder. Lo que varía cada vez es lo que el Otro pide, y aquello con lo que el
sujeto responde.
¿Qué pide el Otro en este caso? El Otro pide un sacrificio. ¿Cuál es
en este caso la respuesta que opera C. respecto de la demanda delirada del
Otro? La respuesta de C. ante esta demanda sacrificial y delirante es la de
ofrecer al Otro un objeto como alimento a su voracidad. No obstante, lo
interesante es poder seguir el derrotero de sus elucubraciones que –al interior
de las significaciones del delirio- conducen al sujeto y orientan su elección en
un sentido bien definido.
Pues bien, ella logra ubicar que, luego de intensas y mortificantes
oscilaciones entre las posibles víctimas, la elección de la víctima recae sobre
su marido. Tal es la implicación de C. en relación al crimen. El dios demanda un
sacrificio. Pide una víctima. C. no logra sustraerse respecto del imperativo. Lo
que logra, respecto de la interpretación delirante del pedido de sacrificio de un
hijo –en el punto de la comparación con la escena bíblica- es introducir sí, una
equivocación respecto del objeto. Esto es, no responde negando el sacrificio;
pero decide preservar a sus hijas.
He ahí entonces el punto de implicación de C. y el lugar desde el cual
soportar su responsabilidad. Dentro del forzamiento que implica el imperativo
divino, C. logra efectuar una suerte de equivocación. No responderá al dios
oscuro ofrendando su hijo. He allí su elección. He allí entonces su

117
responsabilidad. C. sitúa de un modo muy claro el punto en el que ella logra
sustraerse del pedido de sacrificio que el Otro realiza y logra ofrecer a éste un
objeto sustitutivo. Realiza, no un pasaje al acto, sino, una vez más, un acto
sintomático.
Nuevamente, al igual que en el caso anterior, aparece aquí la
dimensión sintomática. C. logra efectuar respecto de la demanda un
movimiento. Si bien, se ve forzada a responder, lo cierto es que intenta al
respecto operar un punto de separación. Lo logra ofrendando un subrogado.
Hay que ubicar ahí entonces la dimensión del sujeto. Se trata efectivamente de
localizar a nivel de esa elección –aunque forzada- el punto mismo de
implicación y de libertad. Su acción se encuentra determinada desde el lugar
del Otro pero de forma no-toda.
En la segunda versión que C. logra reconstruir sobre los hechos, su
planteo vuelve a preservar a sus hijas. El daño sobre su marido recae, no ya
como consecuencia de una ofrenda delirante a Dios, sino que se explica a
partir de su intento por defender a su hija de lo que ella consideraba le estaba
sucediendo: una hija estaba siendo abusada sexualmente por su tío; tal como a
ella le había sucedido de niña. Este tío, era el hermano de su marido. La lesión
recae entonces sobre el hermano de quien –para su realidad- constituía el
agente de un daño mayor.
Una vez más, su acción forzada aparece legitimada al modo de la
defensa. Tal como se presenta en el caso anterior, la acción de C. aparece en
este punto justificada por la iniciativa hostil del otro. Su acción es presentada
por el sujeto como una respuesta de defensa; podría incluso afirmarse, de
legítima defensa –aunque tal no sea la figura jurídica que aplique propiamente
al caso.
¿Puede concluirse entonces a partir de aquí que C. pudo en el
momento del hecho comprender su criminalidad y dirigir su acción? Y habrá
que responder aquí nuevamente con los mismos elementos con los que se
contestó en la elaboración del caso anterior. Pudo, si por capacidad se toma en
cuenta, su afectación delirante y la heterodeterminación de la acción.
La afectación con la que describe los hechos, y el grado de
mortificación que las horas previas al pasaje al acto parecen haber conllevado
para C. hacen suponer que efectivamente, ella lograba valorar la acción que se

118
encontraba pronta a ejecutar como una acción disvaliosa. Ahora bien, ¿lograba
en esos momentos valorar el alcance jurídico de tal ilicitud? ¿Podía por
entonces dimensionar el alcance de la acción y las consecuencias penales de
la misma? Es probable que tal referencia se encontrara por fuera del abanico
de posibilidades escrutadas por C.
Sin embargo, tal desconsideración, ¿obliga no obstante a eliminar la
dimensión de responsabilidad en términos de implicación que C. misma parece
reconocer respecto del acto por el que se encuentra privada de su libertad?
Está claro que C. no quería responder a la demanda divina, con el
sacrificio de sus hijos. Y que –ateniendo la interpretación a la segunda versión
de los hechos ofrecida por el sujeto- tampoco quería dañar a su marido, sino
que lo que intentó en todo momento fue preservar a su hija –niña víctima de
abuso, en este caso. Efectivamente, en la segunda versión que C. da de los
hechos, vuelve a encontrarse el mismo elemento: la preservación de una niña
abusada. Una madre que intenta preservar a su hija del daño de un adulto. El
objeto de la agresión no es otro que el hermano del victimario supuesto.
¿Cómo no localizar allí el punto de implicación de C? He ahí entonces
precisamente su implicación: la defensa, la preservación, de una niña ofrecida
al apetito voraz del Otro.
¿Qué decir, respecto a la autodeterminación en la dirección de la
acción? Resulta notorio, también para este caso, que se trata de un cuadro en
el que la presencia del Otro en la escena, su iniciativa voraz, compele la
determinación del sujeto. Sin embargo, su presencia intrusiva tiene para C. un
límite. O mejor aún, C. logra efectuar respecto de esta presencia, un
movimiento de limitación. Ella consentirá su demanda, pero preservando a sus
hijos.
Así podría decirse, la heterodeterminación vuelve a presentarse en
este caso, aquí también, como no-toda. No se trata de una enajenación
absoluta. Existe la posibilidad de preservar un margen de libertad. Sobre ese
margen se asienta la posibilidad de movimiento del sujeto. Y ese margen de
libertad es precisamente el que constituye como tal el soporte lógico de la
responsabilidad.
Asimismo, no puede dejar de señalarse, la posición de C. en el tiempo
2 respecto del hecho –el tiempo de la lectura. C. se interroga cómo pudo ella

119
haber herido a su marido y haber rozado tangencialmente el brazo de su hijo
más pequeño. Su respuesta –posterior a la primera versión y anterior a la
segunda: ella malinterpretó la palabra de Dios. El Otro no le pedía el sacrificio.
Esa fue su lectura.
Una vez más, he ahí su asunción. Respecto de la ajenidad de la
palabra y el pensamiento –delirado, en la voz de Dios- C. logra efectuar una
operación de apropiación. La implicación en la interpretación del mensaje. He
ahí nuevamente, otra dimensión de su responsabilidad.
Será a partir de esta implicación en la mal-interpretación del mensaje
divino que C. logrará construir la segunda versión de los hechos: la versión de
la legítima defensa de una niña abusada. No es sino a partir del movimiento de
deconsistencia de la demanda del Otro que el sujeto logra operar otra lectura
del pasaje al acto. Es precisamente entonces, a partir de situar su punto de
implicación en la interpretación del pedido del sacrificio que C. logra efectuar
una lectura distinta del pasaje al acto. Se trata esta vez de una lectura
desprovista del tinte delirante. El acento allí está puesto en la legitimidad de la
defensa de una niña en peligro.
Así la responsabilidad en este caso termina de ordenarse a partir del
tiempo 2. Aquí aparece la implicación del sujeto: la mal-interpretación del
mensaje divino y a partir de allí, la legítima defensa de una hija. Sin embargo,
ya al interior del tiempo 1, es posible localizar el margen de libertad por el cual
se opone un límite a la heterodeterminación forzante. La enajenación de la
psicosis una vez más, se revela, no-toda. Y es precisamente en ese margen de
no-toda determinación que es posible localizar la posibilidad de elección del
sujeto.
Resta a esta altura sin embargo la pregunta crucial: la comprensión
delirante del carácter disvalioso de la acción, ¿comporta la comprensión de la
dimensión jurídico-penal del hecho? Estos es, ¿pueden, C. y la paciente
anterior en el momento del hecho lograr dimensionar las consecuencias
jurídico-penales de la acción que están por realizar? ¿O acaso haya que
pensar que la valoración que alcanzan es puramente moral y no en cambio,
normativa?
Hasta aquí es claro que es posible localizar una cierta dimensión
subjetiva al interior del tiempo 1; precisamente en el momento anterior a la

120
realización del pasaje a la acción. Sin embargo, ¿es posible extrapolar esta
dimensión de responsabilidad al campo jurídico-penal –al menos con los
elementos con los que éste se encuentra ordenado?
Por último, al hablar de heterodeterminación –en contraposición con la
autodeterminación en la que la doctrina penal funda la capacidad de dirección
de la acción- se limita el margen de libertad del sujeto. No obstante, los dos
últimos recortes trabajados aquí, han intentado demostrar que, ahí donde el
margen se limita, sin embargo, no se elimina. La enajenación psicótica
delirante y heterodeterminada no logra abolir la dimensión del sujeto. El acto
sintomático permite cernir el margen de elección subjetiva que constituye el
soporte lógico de la responsabilidad.

4) Elección forzada: comprensión de la criminalidad y


heterodeterminación.
R. describe las coordenadas de la muerte de su hija ubicando lo
perturbador del llanto de la niña y al mismo tiempo, sus esfuerzos para lograr
que éste cesara. Esa noche, la había acunado de todas las formas posibles –
pero aún así, el llanto de la beba, no se interrumpía. Es precisamente con
relación a ese elemento, que R. ubica que llevaba días sin dormir. De hecho, la
víspera del homicidio, había acudido a la guardia del hospital, apelando al
saber de la ciencia, para que hicieran callar a su beba.
Evidentemente, había algo en el llanto de su hija que se presentaba
para R. con todo el peso de un elemento extraño, perturbador. Ahí donde una
madre logra atribuir significaciones y logra hacer entrar el llanto del niño en la
trama de la demanda, articulada como cadena significante, R. sin embargo,
escuchaba ese llanto de otro modo. Ese llanto, el de su hija, cobraba para R.
otro estatuto. Ese llanto probablemente constituyera para el sujeto una pura
voz. Una voz despojada de la ligazón al campo de la palabra. R. no lograba
significar ese llanto como pedido, no lograba encontrar las significaciones con
las cuales operar una respuesta. Y entonces el llanto de la niña, no cesaba.
Pero aún más, no sólo el llanto de la niña no cesaba, sino que
además, adquiría cada vez más para R. un efecto de extrañeza que lo hacía
insoportable. El llanto de una hija cobró para R. un estatuto ajeno, in-a-

121
propiable. Por su falta de articulación a la lógica fálica, aquí el objeto
presentaba su pura dimensión pulsional; y desarticulado del brillo que le otorga
la significación fálica, muy lejos se encontraba de causar deseo alguno. Por el
contrario lo que provocó fue la voluntad irrefrenable de hacerlo cesar.
Un llanto que no cesa de no inscribirse como llanto. Un llanto que
adquiere a partir de ese efecto de constancia un carácter altamente
perturbador. No hizo falta aquí el entramado delirante para desencadenar la
acción mortal. Bastó con que este llanto adquiriera el estatuto de voz –o quizás,
de grito.
He aquí un punto a destacar. R. describe los meses previos a la
muerte de su hija como momentos difíciles, momentos en los que ella se
encontraba atestada por las alucinaciones verbales. No relata la presencia de
un delirio que acompañara el transcurrir de su embarazo, sin embargo sí
menciona, una discreta idea delirante que había aparecido ya antes de su
embarazo: su madre no era su madre. No había fotos de su embarazo –el de la
madre de R- y una prima le había dicho que no era su madre.
Sin embargo, R. no hace intervenir el delirio en la explicación que da
del homicidio. Tampoco pone éste a cuenta de una alucinación verbal. Lo que
relata simplemente se reduce a ubicar el efecto perturbador, insoportablemente
perturbador del llanto de la niña- y su intento por hacerlo cesar.
Ahora bien, por las referencias que ella misma realiza a lo que fuera
su investigación personal –la que llevaba adelante interrogando a los diversos
miembros de la familia respecto a lo que habían sido las coordenadas de su
nacimiento- es posible suponer que el llanto de una hija tiene para R. un
estatuto altamente perturbador en tanto convoca un punto de vacío
fundamental. R. lo dice claramente, en los días previos al homicidio, ella se
encontraba realizando estas averiguaciones, intentando dilucidar las
circunstancias inaugurales de su venida al mundo.
El grito constituye en el lazo primario del sujeto al Otro el primer objeto
situable. En este sentido, ubicar el efecto perturbador del llanto de una hija
conduce inevitablemente al punto de vacío a localizarse en el lugar del deseo
del Otro. Lejos de poder ofrecer allí su grito como objeto que entrañe para el
Otro el lugar de la causa –en el punto que articulado a la significación fálica

122
ingresa en la lógica de la demanda- el grito para R. evoca probablemente la
dimensión del horror.
Así, es posible precisar cuáles pueden haber sido las coordenadas de
la escena del crimen. He ahí el punto de ajenidad para R. Efectivamente lo
ajeno no era para el sujeto esa niña, sino, el objeto que de ésta convocaba el
punto de vacío y de imposible respuesta en la estructura.
Luego de describir la acción puntual con la que provocó la muerte de
su hija, ubica inmediatamente la pregunta que se le presentara en aquella
ocasión: qué había hecho –donde el qué acentuaba el efecto de extrañeza. Ella
lo dice claramente, el efecto alcanzado excedió su propósito. Lo que ella quería
era detener el llanto; lo que no dimensionó fue que el golpe provocaría la
muerte.
¿Hubo allí algún forzamiento? Está claro que si el forzamiento se
piensa con la misma lógica que los dos últimos casos anteriores, habrá que
ubicar aquí alguna diferencia. Y es que efectivamente, aquí no se trata de una
respuesta del sujeto a la demanda criminal del Otro. Aquí el elemento que
comanda la escena es el objeto de la pulsión. El objeto voz con todo su peso
real. Ahora bien, tampoco se trata de este elemento tomado por el campo del
lenguaje, presentificando una alucinación verbal. Se trata del llanto en su
estatuto de voz, despojado de cualquier elemento imaginario. Un grito
ensordecedor. Un llanto sin fin.
De igual modo, el homicidio carece de elementos que aporten a la
escena componentes provenientes de ese mismo campo. La acción es directa,
desprovista de significaciones. Simplemente el golpe y la muerte. ¿Puede
decirse entonces que hubo allí un forzamiento? Está claro que el llanto, en su
carácter pulsional, hubo provocado un forzamiento de la acción. Sin embargo,
esta vez el mismo no puede ponerse a cuenta del delirio, es decir, de la
iniciativa delirada del Otro. Aquí se trata directamente de un forzamiento
pulsional: el ensordecedor grito de una niña sin madre.
¿Qué decir entonces respecto a la pregunta por los criterios
psicológicos con los que cernir la imputabilidad penal? En principio, en este
caso, cabe señalar que la justicia consideró que se trataba de una conducta
que como tal no podía quedar exceptuada de sanción. Así, es necesario

123
suponer que determinó que en el caso de R. la joven comprendió la
criminalidad del acto y pudo dirigir su acción.
Ahora bien, ¿qué es posible plantear desde el curso de esta
investigación? Coincidiendo con el primer criterio, podría efectivamente
especularse con que pudo haber habido comprensión de la criminalidad, si por
tal se entiende, que esta vez la misma, se presentaba claramente despojada
del sesgo delirante. Respecto del segundo criterio, es posible afirmar que, hay
asimismo dirección de la acción: más precisamente, heterodeterminación
pulsional.
En este caso no participan los fenómenos del lenguaje –propios de los
recortes anteriores- como tampoco interviene la heterodeterminación transitiva
especular. Se trata únicamente de la imposibilidad de entramar el objeto del
grito dentro de las coordenadas de significación del llanto de una hija, como
demanda. La pulsión desborda la constitución de una escena posible. La
presencia excesiva del objeto impulsa directamente al punto de basta por fuera
del campo de la palabra.
Ahora bien, cabe preguntar: ¿dónde localizar a nivel del tiempo 1, al
sujeto? O más bien, ¿es posible localizar aquí al sujeto? Podría pensarse que:
el exceso del efecto (de la acción) hallado en su diferencia con el efecto
buscado es el intervalo mismo en el cual localizar la responsabilidad y por tanto
al sujeto. Su respuesta en el tiempo 2 permite verificar su implicación.
¿Qué dice R. respecto de esa diferencia? R. efectivamente ubica las
cosas en su lugar: ella no quería provocar la muerte de su hija, sólo quería
hacer cesar el llanto que había cobrado para ella estatuto de voz, o aun de
grito. Sin embargo, en serie con esta afirmación R. precisa dos elementos más.
Por un lado, el saldo a favor del homicidio: ella ahora, al menos, habla con su
madre. Por otro lado, en los días previos al homicidio ella se encontraba
realizando sus investigaciones delirantes respecto a cuáles habían sido las
circunstancias de su llegada al mundo. El punto central de esto: ella no era hija
de la madre de sus hermanos. O, dicho de otra forma, su madre no era su
madre, o bien R. no era su hija.
Es dable suponer que el embarazo que R. cursara y luego el
nacimiento de la niña la confrontaran con el hecho mismo del imposible lugar
de asunción: el de una madre. Porque, tal como es posible deducir, sólo puede

124
avenirse a ese lugar –que implica como tal una asunción simbólica- contando
con la trama de significaciones que delinean el lugar de una hija.
Es decir, es precisamente sobre esa dimensión del imposible que es
necesario pensar la afectación del sujeto y su implicación en las coordenadas
del homicidio. Hacer cesar el llanto de la niña resultaba para ella un imperativo.
Era necesario detener el grito que evocaba el punto de vacío fundamental en la
estructura. He ahí la implicación subjetiva de R.
¿Cómo pensar entonces esta modalidad del forzamiento? Y es que,
efectivamente, se trata de un forzamiento de la acción –la diferencia respecto
de los dos casos anteriores radica en que para R. el forzamiento no viene
comandado desde el lugar del Otro sino desde la presencia del objeto pulsional
como tal. Entonces, vale preguntar: ¿qué lugar ahí para el sujeto?
R. había llevado a la niña a la guardia del hospital. Ella había
intentado extraer algún saber de algún campo que le permitiera operar un
efecto de corte. Es posible localizar ahí de un modo notorio la presencia del
sujeto. Su esfuerzo de separación respecto del objeto que encarna el efecto
perturbador. No obstante, al momento inmediatamente anterior al hecho,
cuesta efectivamente localizar la dimensión subjetiva en tanto sólo parece
tratarse de R. capturada ella toda por la presencia del objeto.
Sin embargo, llamativamente, en este caso, la justicia estableció que
R. no sólo había comprendido la criminalidad sino que además había podido
dirigir su acción.
Mientras tanto, la dimensión subjetiva es claramente localizable en el
tiempo inmediatamente posterior al crimen en relación a la formulación de la
pregunta: ‘qué hice’.

Relación entre los Tiempos 1 y 2 de la responsabilidad.


Es posible a partir de esta escansión de la temporalidad establecer
alguna correlación entre las modalidades de la elección forzada tal como ésta
se precipita a nivel del tiempo 1 –tiempo de la realización del crimen- y las
modalidades de respuesta en términos de asunción de la responsabilidad –
subjetivación o implicación con relación a la participación del sujeto a nivel de
la elección que forzara la acción.

125
Así para el primero de los casos estudiados es posible plantear una
íntima relación entre la ausencia subjetiva a nivel del tiempo 1 y el rechazo de
culpabilidad a nivel del tiempo 2.
Para los dos siguientes casos, es posible establecer una correlación en
los siguientes términos: el forzamiento en la elección desde el lugar del Otro se
presenta como un forzamiento no-todo de la elección. Es decir, al interior de
este forzamiento en la dirección de la acción es posible ubicar un margen de
autodeterminación, esto es de libertad, que le cabe al sujeto y que horada la
heterodeterminación proveniente del campo del Otro ya sea por la vía del
delirio o bien de la alucinación. Sobre este soporte lógico es posible ubicar
luego la responsabilidad y la implicación del sujeto en la elección.
Tal como lo ubican los dos casos referidos –el de la paciente extranjera y
el de C.- en ambos, es posible localizar un esfuerzo subjetivo al interior del
tiempo 1 por sustraerse del comando o bien de la demanda sacrificial del Otro.
En el margen de localización subjetiva que cada sujeto logra abrirse respecto
del campo del Otro –campo de una heterogeneidad notable- es precisamente
allí, donde es posible localizar la responsabilidad por la que el sujeto puede
luego asumir que el crimen –las lesiones- hubo sido de su autoría.
Para el último de los casos estudiados, es posible ubicar el esfuerzo
subjetivo de sustracción del objeto pulsional perturbador (el llanto, en su
estatuto de voz o aun de grito) y la inmediata formulación de la pregunta por la
acción a modo de interpelación: ‘qué hice’. Tal como se ubicara líneas más
arriba, el forzamiento no partió aquí del campo del Otro pero sí desde el
empuje pulsional. El efecto de corte se precipitó como una operación necesaria
respecto de lo perturbador del acicateo pulsional el objeto en su presencia. Es
precisamente respecto de lo desmedido de la acción que aparece en el tiempo
2 la pregunta del lado del sujeto.

Interrogantes respecto de la letra del art. 34 inc. 1º y de la doctrina


al respecto. Reformulación de la noción de enajenación a la luz de los
fenómenos de lenguaje, la pulsión y la especularidad en la psicosis. Otro
modo de pensar los criterios de comprensión y dirección de la acción.

126
Enajenación

Crítica al positivismo: Enajenación generalizada


La letra del Código considera enajenado a quien nombra como incapaz
de comprender la criminalidad de un acto (entendiendo como tal, la
incapacidad de motivarse en la norma, a partir de una distinción moral de las
categorías del bien y el mal) y de dirigir su acción (entendiendo por tal, la
anulación del ámbito de autodeterminación). El enajenado es definido entonces
a nivel de la letra como aquel que es incapaz de tales operaciones. Esta
presunción de incapacidad constituye una presuposición a priori.
Tal como se ha desarrollado líneas arriba, cierta elaboración doctrinaria
que en Argentina ha estado predominantemente a cargo de Zaffaroni (2002)
avanza sobre este punto, articulando al enajenado con la psicosis, es decir,
haciendo entrar a la psicosis, en el campo de la segregación jurídica. Sin
embargo, desde otra perspectiva:
…lo que aquí interesa, más allá de lo nosológico, es decir, de la tarea de
descripción, diferenciación y clasificación de las enfermedades mentales que
perturban la posibilidad de motivación, importa saber qué efectos ha tenido la
dolencia en el caso concreto en relación con la capacidad del sujeto para
motivarse en la norma jurídica y obrar de conformidad a dicha motivación. En
otros términos, se trata de conocer el impacto que el trastorno psíquico hizo en
la capacidad del sujeto para comprender la criminalidad del acto o dirigir el
sentido de la acción. (Sarrulle, 2001; 92)
Es decir, lo determinante, lo decisivo a nivel jurídico, no es el diagnóstico
–médico psicológico- sino la indicación de incapacidad respecto de las
operaciones precisas que el Código define. No obstante, en virtud del arraigo
de la perspectiva tradicional de la elaboración doctrinal, y tal como postula el
jurista en el ámbito internacional: “corremos el riesgo de que sean inimputables
no las personas, si se quiere los pacientes, en el marco de un proceso penal,
sino los diagnósticos, previamente a dicho proceso penal o incluso sin que éste
llegue a celebrarse: esquizofrenia, inimputable…” (Quintero Olivares, 1999;
102)
En este sentido, la pregunta que cabe introducir es ¿cómo se ha
vinculado el campo de la inimputabilidad con el de la psicosis? Pues bien, tal

127
como lo indica Foucault (1975a) el campo de la medicina forense ha
contribuido a legitimar ciertas prácticas judiciales. Así, cierta elaboración
doctrinaria se ha servido de los desarrollos de la psiquiatría para argumentar la
interpretación de la normativa.
Sin necesidad siquiera de apelar al campo conceptual del Psicoanálisis
podría interponerse una objeción simple a tal formulación: cómo puede
determinarse efectivamente que la psicosis –como universo conceptual y
clínico- no tiene capacidad para motivarse en la norma ni para dirigir su acción.
O mejor aún, por qué constituir en relación a esto un universal. Efectivamente,
el primer punto a señalar sea quizás la constitución de un universal, y como tal,
a priori. Es decir, se trata de la delimitación del campo de la excepción –
pensado como un todo que borra las particularidades y singularidades que
puedan presentarse. La psicosis ilustra el universo de la enajenación mental.
Se pierde de vista así al sujeto. Por tanto, no interesa lo que ocurre cada vez,
sino que, en términos generales, puede apelarse al universo doctrinalmente
constituido como un modo práctico de resolución de los interrogantes surgidos
en la administración de justicia.
Podría en este punto objetarse que, se está de acuerdo con que el
criterio de imputabilidad no debe guiarse por el diagnóstico, pero avanzar sin
embargo, en el marco de un bien intencionado proteccionismo, una hipótesis
que abone la segregación jurídica de aquel que padece una psicosis. La
objeción podría argumentarse del siguiente modo: un psicótico, cursando un
brote, es decir, en el curso de un proceso delirante o alucinatorio, no puede
responder por lo que hace porque se encuentra como tal, enajenado.
Pero entonces, podría formularse entonces la objeción mayor y más
precisa , pero en la dirección inversa- yendo incluso más allá de la elaboración
que la doctrina ha hecho de la letra del Código, avanzando precisamente hasta
esta letra misma- ¿cuáles son los alcances de la categoría de enajenado?
¿Qué implica efectivamente el elemento de la enajenación? ¿Acaso, Edipo no
se encontraba como tal enajenado por el deseo del Otro cuando realizó sus
crímenes? ¿Dónde ubicar la diferencia precisa por la cual distinguir el campo
de la enajenación propia de la psicosis?
Antes de apelar a la enseñanza que permiten extraer los testimonios
aquí reseñados, la investigación habrá de recurrir una vez más a la formulación

128
del Código. El mismo lo delimita muy precisamente: enajenado es quien no
comprende la criminalidad y no puede dirigir su acción. Es decir, aquel cuya
razón y autodominio han sido expropiados. La expropiación de la razón y el
autodominio rubrican la presentación del enajenado.
Se trata éste de un punto crucial que amerita cierta digresión. La
categoría de enajenación mental implica cierta dimensión de expropiación.
Ahora bien, suponer una operación tal, conlleva necesariamente el presupuesto
lógico de una propiedad inicial. Esto es, un sujeto –en el sentido coloquial- no
enajenado sería aquel que tuviera cierto patrimonio mental, determinado en
este caso, por la propiedad de la razón y del autodominio.
Sin embargo, a este respecto, el Psicoanálisis introduce una subversión
fundamental: es decir, viene a situar en el lugar del fundamento, ya no a la
razón –égida del pensamiento cartesiano-kantiano- sino al inconciente, y con
él, a la pulsión. Dos conceptos angulares con los que Freud subvierte la
localización del saber en el sujeto y su capacidad de autodeterminarse,
conforme a una voluntad racional y libre (de coacciones internas aunque
ajenas).
Tal movimiento freudiano instituye un campo –el de la neurosis- en el
que el sujeto aparece esencialmente dividido, esto es, escindido por un saber
que lo habita más allá de su conciencia y una pulsión que lo confronta con un
dominio más allá de su empeño. Se asiste así, a la expropiación inaugural del
sujeto. El sujeto del Psicoanálisis es un sujeto expropiado de la razón y la
autodeterminación. El sujeto dividido de la neurosis es ya un sujeto enajenado.
Ahora bien, sin embargo, para este sujeto dividido, incapaz de reducir el
dominio de sí al plano de la razón y el autocontrol, el narcisismo viene a aportar
un velo, una creencia ficticia –y ficcional- en la capacidad del yo de
autodeterminarse.
Cuando Lacan (1964c) piensa la enajenación constitutiva del ser
hablante lo hace a partir de ubicar dos referencias: por un lado, la enajenación
del sujeto que se constituye como tal en el lugar del Otro; he ahí la alienación al
significante, la constitución de la cadena, del par S1-S2 por el cual se aloja al
sujeto en el discurso. Y por otro, la alienación primordial a través de la imagen
del semejante: enajenación especular que puede dejar al sujeto capturado en
la pregnancia de la imagen constitutiva del yo –dada por el otro (Lacan, 1949).

129
Lo que introduce el corte, la diferencia, a nivel del registro imaginario, y
más precisamente, de la captura especular, no es otra cosa que el registro
simbólico. Lo que introduce la separación a nivel de la enajenación simbólica,
es no otra cosa que el objeto: el objeto parcial, verdadero resto de la
singularidad del hablante; eso que lo separa, lo distingue, lo diferencia del Otro
y sus significantes.
Ahora bien, si tal ocurre, el campo que se configura es el de la neurosis.
Pues bien, a esta altura, podría preguntarse entonces, ¿qué ocurre a nivel de la
psicosis? ¿Cómo pensar esta expropiación del sujeto para este campo? ¿Qué
alcance clínico tendrá aquí la categoría de enajenación? ¿Qué es al interior del
campo de la psicosis lo ajeno? ¿Cómo pensar allí el punto de ajenidad?
Introducir estas preguntas permite quizás encontrar un elemento para pensar la
responsabilidad en el campo de la psicosis con relación a la realización de un
pasaje al acto criminal.

La enajenación en la psicosis
El problema crucial habrá de ubicarse entonces en el campo del
lenguaje. La relación del sujeto psicótico al lenguaje habrá de orientar aquí las
respuestas.
La expropiación de la enajenación psicótica supone la ausencia de la
dimensión ficticional por la cual un sujeto puede instituirse desde el yo como el
agente de su palabra y de sus acciones. El sujeto hablado por el Otro en la
psicosis, el delirio de influencia, las alucinaciones, testimonian para ese campo,
que la dimensión de creencia en la autonomía está complicada desde el inicio.
…en los sentimientos de influencia de automatismo el sujeto no reconoce en
efecto sus propias producciones en su calidad de suyas. En esto, todos
estamos de acuerdo: un loco es un loco. ¿Pero lo notable no es más bien que
tenga que conocerlo? ¿Y el problema no consiste acaso en saber qué conoce
de él sin reconocerse allí? … y aunque el sujeto los viva con alguna
extraneidad y extrañeza, son fenómenos que le incumben personalmente: lo
desdoblan, le responden, le hacen eco, leen en él, así como él los identifica, los
interroga, los provoca y los descifra. (Lacan, 1946, 156)
He ahí el modo en que Lacan describe muy tempranamente -incluso
antes de dar inicio a lo que él mismo denominará posteriormente su

130
enseñanza- la particularidad del sujeto en la psicosis. Se trata de un sujeto
como tal directamente interpelado desde el lugar del otro. Es decir, interpelado
no desde el lugar del Otro, por la vía de las formaciones del inconsciente, es
decir, por la vía de las producciones que vía condensación y desplazamiento
logran sortear la barra de la represión. Se trata, por el contrario, de un sujeto
directamente interpelado por producciones que, en el continuo de los registros
real e imaginario, sin la mediación de lo simbólico –y con ello de la represión
significante- lo implican, concerniéndole.
Estos fenómenos, estas producciones, se presentan por la vía de la
interpelación. Aquí mismo, el sujeto se presenta como corte, como
discontinuidad, como el efecto de una interpelación que, aunque masiva, no
logra abolir la dimensión de subjetividad. El sujeto surge como efecto de la
interpelación misma que realizan estos fenómenos: automatismos, influencia…
producciones todas que introducen al sujeto, concernido como tal. El sujeto
está allí, aludido, referido, pero no por ello, menos implicado. La diferencia
estará dada claro por el modo de respuesta posible.
Tal como se desprende del texto citado, enajenación psicótica y
responsabilidad no se excluyen. La dimensión de ajenidad no deja por fuera al
sujeto en su posibilidad de intentar para ésta alguna lectura que lo implique de
algún modo. La dimensión de ajenidad no excluye la posibilidad para el sujeto
de alguna asunción de propiedad: subjetivación de lo que en principio parece
in-a-propiable.
La cuestión será ubicar ese particular modo de implicación. Para eso
habrá lógicamente que situar las particularidades de la enajenación psicótica.
Se recordará a tal fin que, en referencia a las memorias de Schreber, Lacan
ubica muy claramente algunos elementos para pensar esta enajenación en el
campo de la psicosis. Así precisa: “…el inconciente es un lenguaje. Que esté
articulado, no implica empero que esté reconocido. La prueba es que todo
sucede como si Freud tradujera una lengua extranjera… El sujeto está
sencillamente, respecto a su lenguaje, en la misma relación que Freud…. El
sujeto psicótico ignora la lengua que habla” (Lacan, 1956, 23)
He ahí la cuestión fundamental para ubicar la enajenación del ser
hablante en la psicosis. “El Otro está excluido verdaderamente en la palabra
delirante…estando pues excluido verdaderamente el Otro, lo que concierne al

131
sujeto es dicho por el pequeño otro…” (Lacan, 1956, 81). De ahí que Lacan
postule que el psicótico habla, sí, pero lo hace como lo hace también una
muñeca. La cuestión es precisamente, la imposibilidad para tomar la palabra.
El problema es un problema de asunción, o como también lo formulará: de
implicación.
Delirio y alucinación constituyen entonces fenómenos localizados en el
campo del lenguaje que vienen precisamente a testimoniar sobre la particular
relación a éste que tiene el sujeto en la psicosis.
Será desde esta perspectiva que podrá iluminarse la enajenación tal
como la describe Lacan a nivel imaginario. El conocimiento paranoico, el
transitivismo del infans, adquiere desde esta perspectiva, una significación bien
precisa. Se trata del problema de la articulación de una palabra. Cuando el Otro
no se halla reconocido como tal en la estructura, imaginario y real son un
continuo.
El psicótico, extranjero respecto de su im-propia lengua, testimonia
sobre la imposibilidad de asumir la palabra como suya. El fenómeno de la
alucinación verbal da cuenta precisamente de esto: del punto en que la palabra
proferida, articulada, no puede reconocerse en el plano de la propiedad.
Cuando la función del Otro como pilar de lo simbólico se halla excluida,
lo único que queda al sujeto es la proliferación de significantes sueltos a nivel
de lo imaginario, con el consecuente desarreglo a nivel de la significación. He
ahí entonces el drama del delirio.
Toda la cuestión central sobre el delirio se localiza para Lacan a nivel de
ese registro. Hay significación: enigmática, pero certera. El delirio da cuenta de
la iniciativa del Otro: el Otro quiere, y quiere que se sepa, quiere significarlo, tal
las palabras con las que Lacan ubica la creencia delirante: el sujeto está
concernido en ese querer significante del Otro. El problema, una vez más, es
que ese Otro, no se encuentra reconocido en su lugar de terceridad. Por el
contrario, el Otro, queda reducido al plano de la especularidad mortífera de lo
imaginario. Ahí, entonces, sin la función del Otro como regulación, el
transitivismo hace estragos.
¿Cuál es el elemento que Lacan encuentra detrás de todo el problema
respecto al no reconocimiento del Otro y la imposibilidad de asumir la palabra,
implicado como tal en una relación de afectación por el lenguaje? La cuestión

132
de fondo, como no podía ser de otro modo, como lo es siempre para el ser
hablante, no es otra que la de la sexualidad. La asunción de la palabra implica
una toma de posición. Alguien habla como hombre o como mujer. He ahí la
dificultad mayor: Ahí donde el Otro no se halla reconocido, la cuestión de la
sexualidad, la pregunta por la posición sexuada no logra formularse vía
síntoma. El delirio, la alucinación, constituyen entonces los fenómenos que dan
cuenta del modo en que la estructura resuelve la precipitación de una
respuesta.

Elección forzada y responsabilidad

La perspectiva ética
Cuando Lacan intenta introducir el fundamento ético de la práctica del
Psicoanálisis, el mismo se ordena en torno a una pregunta central: ¿has
actuado en conformidad con tu deseo? (Lacan, 1960b). Allí la formulación pone
a la acción directamente en relación con otra cosa que el deber: el elemento
que sostiene la perspectiva del acto es aquí el deseo. La ética entonces
supone para esta práctica, la pregunta por el deseo, entendiendo que es allí
donde el sujeto se localiza, y es con ese elemento con el que hay que
dimensionar la pertinencia de una acción. Vale decir, esa acción, ¿es
congruente con el deseo que causa al sujeto? Tal sería conforme a esta lógica,
la pregunta central.
La dimensión moral, en términos de la distinción entre lo que está bien y
lo que está mal, lo que corresponde y lo que no, lo que se debe hacer y lo que
no, es una distinción que como tal, no participa del campo del Psicoanálisis.
Podrá objetarse que tampoco participa como tal del campo del Derecho. Lo
cierto es que, el criterio de motivación en la norma jurídica, tal como éste es
interpretado por la doctrina penal, lo acerca más al campo de la filosofía que al
del Psicoanálisis.
La elaboración que la filosofía hace respecto de la moral (Kant, 1785;
1788) sienta sus bases sobre el concepto de razón. He ahí el pilar para pensar
la regencia o no del sujeto (en términos de persona) a la norma moral. El
Derecho, respecto de la relación del sujeto con la norma, también centra su
fundamento en el concepto de razón. Con las diferencias que haya que ubicar

133
entre cada campo, lo cierto es que, quien resulta verdaderamente subversivo
respecto de la lógica de la razón como principio de soporte, no es otro que el
campo del Psicoanálisis.
Al respecto bastará con introducir la siguiente cuestión. Aún cuando
Freud (1925) nombra como moral a la responsabilidad que puede extraerse
con relación a un sueño, como formación del inconciente, es posible cernir allí
dos precisiones teórico-clínicas esenciales.
La primera, el hecho de que la pregunta de Freud gire respecto a la
responsabilidad por un el contenido de una formación producto del inconciente,
ya permite situar la subversión (Delgado, 2006) respecto del concepto de razón
–el descentramiento, el corrimiento del eje que se ha producido.
La segunda, la pregunta que puede leerse allí no se orienta con relación
a la distinción entre lo que se alinea con relación al deber y lo que no, de
hecho, la respuesta freudiana se ordena en torno de la asunción posible para el
sujeto de aquello que lo habita, y que no aplica al atributo moral del bien. La
elaboración freudiana no se dirige a ubicar la relación entre el sueño y el
elemento moral del bien; lo que a Freud le interesa es allí la posibilidad de
asunción para el sujeto respecto de las mociones que no se rigen por el
principio del bien y por otra parte, respecto de las cuales, no es posible
atribuirlas al yo, o al menos, en el descentramiento que introduce su segunda
tópica del aparato psíquico, las mismas, corresponden lógicamente al Ello
(Freud, 1923). Es decir, más allá de la encrucijada moral, aparece en el autor la
perspectiva ética: eso que has soñado es algo que deseas, aún si anhelarlo.
Como puede anticiparse, la dimensión ética, entraña fundamentalmente
la elección imputable -es decir, atribuible- a un sujeto atravesado por ciertas
inclinaciones –para tomar precisamente el elemento que Kant (1785) desestima
en la construcción del fundamento moral de la acción. Ahora bien, la dimensión
ética, se verá a lo largo de este desarrollo, implica necesariamente, la
dimensión pulsional, esto es, la presencia perturbadora del goce. Y es que
efectivamente cuando Freud (1939) trabaja la referencia a la ética lo hace
planteando a la misma como una suerte de operación respecto de cierta
modalidad de goce, lo llama: limitación pulsional. La ética, desde esta
perspectiva, supone una operación respecto de la paradójica satisfacción
pulsional.

134
Cuando Freud trabaja allí la renuncia pulsional lo hace desde el campo
de la neurosis, apelando a la paradoja del superyo. Cuanto más renuncia el
neurótico a obtener una satisfacción en el campo del principio del placer –lo
cual permite articular con el campo del deseo- más se ofrece a la exigencia
voraz del superyo que, precisamente por esto, más demanda. El sacrificio en el
campo del deseo, redunda en un más en el campo del más allá del principio del
placer, esto es, en una ganancia de satisfacción masoquista –articulada al
dolor.
Ahora bien, ¿cómo pensar, precisamente a partir de esta renuncia
pulsional –de esta operación ética respecto a la satisfacción pulsional- el
problema de la responsabilidad psicótica? La renuncia está afectada aquí
desde los inicios. La lógica una vez más, no es la de la neurosis. La renuncia
se presenta para el campo de la neurosis precisamente con relación al Otro –y
más puntualmente, con relación a la demanda de amor proveniente del Otro.
Ahí donde la función del Otro está excluida como tal en su dimensión de
regulación simbólica de la tensión especular entre los semejantes, falta el
motivo fundamental de la operación de limitación del campo de la satisfacción
pulsional. Como podrá extraerse de los casos aquí estudiados, el Otro no es
allí quien prohíbe sino por el contrario, quien demanda o más bien exige, un
goce desregulado de la lógica fálica y el campo del principio del placer.
Aquí la pregunta no se ordena entonces respecto a la cuestión central
del deseo –como si lo hace con relación a la neurosis. El plano del deseo
supone la dimensión del Otro y los desfiladeros de la cadena significante –tanto
como los efectos de la represión y la regulación de la significación fálica. Para
el campo de la psicosis más bien hay que pensar en una variante de la
responsabilidad que no se articula a la asunción del sujeto con relación a la
eficacia del inconciente. Antes bien, si es posible pensar alguna implicación
para la psicosis, no será con relación a las formaciones del inconciente sino en
una posición directa de operación sobre la pulsión y el movimiento de
localización de la satisfacción concerniente a ésta en el lugar del Otro –excluido
como tal del campo del deseo y la lógica de la regulación fálica.
La perspectiva ética entonces para el campo de la psicosis supondrá
necesariamente la consideración de los movimientos subjetivos de separación
por los que precisamente eso que puede ubicarse como sujeto ha intentado

135
esgrimir en aras de una libertad que –desligada del Otro en su función
significante lo amarra encadenadamente a otro feroz en íntima conexión con un
goce obsceno.

El forzamiento en la elección no anula la dimensión ética

Efectivamente cuando Lacan (1960b) trabaja la responsabilidad en


términos de no ceder respecto del deseo que motoriza, que causa, lo hace
apelando a referencias literarias y sin precisar diferencias clínicas por ejemplo
para el campo de la psicosis. Ahora bien, el campo del deseo, como tal, supone
la dimensión del inconciente, esto es, de esa otra escena no sabida, reprimida
como tal.
¿Cómo pensar la responsabilidad en la psicosis si ésta no puede
lógicamente ser pensada con relación al campo del deseo en términos de
deseo reprimido, inconciente, infantil? Y es precisamente ahí donde es preciso
situar la vertiente esencial del deseo: la raíz sexual del mismo.
Cabe entonces preguntar: ¿en qué punto entonces ubicar la dimensión
del sujeto ahí donde lógicamente no es posible postular al sujeto del
inconciente como tal? Pues bien, como ya se hubiera señalado líneas arriba, el
esfuerzo de separación con relación al campo hostil del Otro –reducido a su
función especular o bien localizado como sede de un goce persecutorio, o aún,
situado como el lugar donde se asienta el empuje al crimen- permite en este
punto ubicar la dimensión del sujeto.
Se trata de una dimensión del sujeto que no está sostenida del trabajo
de producción del inconciente y la eficacia del ciframiento. Sin embargo, la
dimensión de elección que es posible extraer permite avanzar la hipótesis de
su localización precisamente en ese plano de sustracción respecto de la
absolutización de un goce ajeno. Se trata –podría decirse- de una primera
modalidad de presentación del sujeto que no va en el sentido de la apropiación
de lo ajeno sino en el sentido de la operación del corte –como punto de basta.
La dimensión de la elección es central en Psicoanálisis. Y como ya se ha
señalado, la misma implica un campo de indeterminación con relación a la
heterodeterminación subjetiva. Sólo es posible hacer recaer la pregunta por la
elección sobre un sujeto que se ha encontrado en condiciones de elegir, y
estas condiciones, por lógica implican un campo de libertad.

136
Ahora bien, la elección sostenida en cierto deseo, implica un campo con
ciertas coordenadas, tal es el campo de la neurosis. Pues bien, ¿cómo intentar
cernir la pregunta ética por la acción y la relación de un sujeto con algo que lo
ha determinado aunque, de un modo similar –no igual- al campo de la neurosis,
esa determinación puede calificarse como no-toda? Es decir, ¿se tratará ahí
también de la dimensión del deseo, tal como éste se presenta para el campo
de la neurosis –reprimido, desplazado, metaforizado, sintomatizado- o habrá
que apelar a otros elementos que permitan delimitar las coordenadas de la
acción, por lo menos, en los casos en los que ésta se precipita bajo la forma
del pasaje al acto?
Efectivamente y tal como se ha anticipado, la pulsión, el delirio y las
alucinaciones y las vicisitudes de la imagen especular permitirán pensar para la
psicosis los avatares de la acción cuando ésta cruza el límite de lo permitido y
se presenta como acción criminal.
Entonces, sería posible a esta altura, ubicar las coordenadas del
forzamiento, es decir, las coordenadas que presiden como tales la elección
forzada del pasaje hacia el campo de la acción. He aquí las mismas: por un
lado, los fenómenos del lenguaje, delirio y alucinación; por otro, el transitivismo
especular. Con relación a la primer coordenada, delirio y alucinación, como
fenómenos situados en el campo del lenguaje, no logran velar, recubrir,
efectuar alguna operación de tramitación del objeto de goce: he ahí el empuje
pulsional del crimen. En relación al segundo, la alienación en la imagen del
otro, la tensión suicida narcisista, modo en que se resuelve, la tensión alienante
del sujeto en el campo del otro (semejante).
Ubicar las coordenadas de la heterodeterminación que condiciona
forzosamente la orientación de la elección permite situar su perspectiva al
tiempo que introduce la dimensión ética en tanto no es posible pensar la
determinación en términos de absoluto. En el no-toda de la determinación
enajenada de la psicosis es posible localizar la dimensión subjetiva. Habrá que
precisar entonces el modo.
Sin embargo, en principio, quizás resulte oportuno resaltar una
afirmación de tal índole. Hay no-toda determinación en los fenómenos que
comandan el forzamiento de la elección aun dentro de las coordenadas de un
pasaje al campo de la acción en la psicosis. La determinación de la acción no

137
puede pensarse como absoluta en función del testimonio mismo de los casos
aquí referenciados –al menos tres de ellos.

Las coordenadas previas del pasaje al acto en la psicosis


En sus elaboraciones del pasaje al acto dentro del campo de la
neurosis Lacan (1963b) apela a la estructura del fantasma. El fantasma como
la escena que sostiene al sujeto en su deseo –deseo sostenido a su vez del
deseo del Otro. El problema se sitúa allí cuando, en relación a esa escena, algo
hace que el sujeto no pueda sostenerse más en ella. La referencia a la que
recurre el autor se encuentra constituida una vez más por una referencia clínica
freudiana. El pasaje al acto –como caída de la escena del fantasma- de la
joven homosexual analizada por Freud.
Sin ánimo de incurrir aquí en análisis respecto al caso puntual que
exceden los propósitos de este apartado, el objetivo de la inclusión del mismo
apunta a situar la cuestión central: la lógica del fantasma como sostén de la
escena del sujeto en el mundo. Y precisamente, el pasaje al acto, allí ubicado
con relación a ese instante de precipitación, de caída, de esa escena. Caída de
la escena del deseo. En el caso de esta joven, sostenido con relación a la
mirada del padre. Cuando ésta, el objeto mirada, se presentifica, por fuera de la
dimensión del campo del deseo-amor, el sujeto, cae de la escena que lo
sostiene en el mundo –no encuentra allí como sostenerse.
El sujeto allí es localizado por Lacan en su identificación al objeto.
Podría preguntarse, ¿qué objeto? El autor da una pista: el objeto en su
condición de resto. Es decir, el objeto como caído, el objeto como aquella
porción extractada del campo del deseo del Otro. La referencia al duelo
utilizada por el autor constituye un elemento con el cual pensar esta salida del
campo del deseo del Otro. El pasaje al acto se presenta así como la clausura
de cualquier pregunta por este lugar del sujeto con relación al Otro.
Las coordenadas de ese instante de pasaje, de precipitación, de
salida de la escena, son descriptas por Lacan en alguna relación –de más o
menos distancia- con el eje crucial: la angustia. El pasaje al acto viene
precisamente a clausurar la emergencia de angustia. El recurso a la acción
logra abolir la instancia de la interrogación.

138
¿Cuáles son entonces esas coordenadas que, del lado del sujeto
permiten restituir a posteriori la lógica de la precipitación? Las mismas, la
emoción y el embarazo. Respecto de la primera, el autor ubica cierta referencia
al movimiento desagregado, lo que ubica como reacción catastrófica (Lacan,
1963b), según las concepciones de la época. El embarazo, es descripto como
el máximo borramiento del sujeto. El punto en el que la barra de su división cae
sobre él con todo el peso. El punto de presentificación de su condición de
sujeto, sujetado a una verdad cuyo valor lo excede. El sujeto que ha alcanzado
el grado máximo de dificultad.
Llegados a este punto la pregunta es la siguiente: ¿pueden estas
coordenadas previas del pasaje al acto situado éste dentro del campo del
fantasma, servir para pensar las coordenadas del pasaje al acto en la psicosis-
ahí donde éste no se ordena con relación a esa misma lógica? Pues bien, para
empezar a contestar este interrogante habrá que poder situar precisamente los
elementos con los cuales se ordena la escena previa a la instancia del pasaje
al campo de la acción para la estructura de la psicosis.
En su tesis doctoral Lacan (1932) realiza una lectura de lo que
pudieron haber sido esas coordenadas para el pasaje a la acción heterolesiva
de Aimee. El autor va ubicando el progreso en lo que considera el trastorno que
lleva a la enferma a agredir a una actriz con la cual no tenía otro lazo que el
que había establecido vía su delirio. En la víspera de lo que nombra como el
atentado, el autor ubica del lado de la enferma un estado de emoción extrema.
Se trata de un uso del término emoción que no debe leerse necesariamente en
la línea de lo que elaborará treinta años después, sin embargo, vale destacar
que la referencia para describir el tinte de los razonamientos delirantes de
Aimeé no es otro que el de la lógica pasional.
La misma referencia a las pasiones aparece recortada por Lacan
(1963b) en su abordaje de la angustia con relación al campo de los afectos: las
pasiones. El odio, será precisamente, uno de los elementos que Lacan
tempranamente ubicará en su tesis como dominando la escena del pasaje al
acto agresivo hacia la actriz. Y será ese odio delirado el que la empujará,
según Lacan a Aimee a realizar el crimen.
Las alucinaciones no tienen en este caso ninguna pregnancia. Las
injurias que la paciente refiere son presentadas como temas del delirio.

139
Entonces, claramente, es el mismo lo que se encuentra en relación directa con
el pasaje al acto.
En su lectura de la tesis doctoral de Lacan, Allouch (1995) subraya el
carácter sexual que subyace al odio que Aimee experimenta con relación a esta
actriz. Y es que, tal como escuetamente lo indica Lacan al construir el caso,
‘puta’ es el apelativo que define a la actriz y en definitiva, constituye también la
calificación injuriante que recibe por parte de los otros que cuchichean a sus
espaldas y se atreven a juzgarla y a reprocharle su conducta.
El delirio intenta por tanto tramar algo de la perturbación que implica la
dimensión humana de la sexualidad por fuera de los desfiladeros del Edipo.
Los objetos invocante y escópico no hallan aquí un lugar destacado. El delirio
es el elemento de peso que decide protagónicamente el empuje a la acción.
Sin embargo, sobre el final de la tesis, el autor avanza una hipótesis en la que
ofrece a la paradójica satisfacción pulsional un lugar clave como resorte de la
realización criminal. Lacan apela a la enigmática necesidad de castigo
freudiana (Freud, 1924) para dar cuenta del mecanismo de producción del
crimen. Por tanto, el delirio no constituye la causa del empuje que conduce a la
acción. El delirio da cuenta más bien del intento fallido por aplazar un resultado
que se precipita en virtud de la fuerza de la pasión dominante.
Más allá de los interrogantes que pueda desplegar tal formulación,
interesa subrayar de la misma el punto en que, el delirio no resulta el
responsable en última instancia de la realización de la agresión al semejante,
sino que, contrariamente a lo que parece expresar al principio, en ese empuje a
la acción como límite, Lacan sitúa la referencia pulsional. El delirio entonces no
hace otra cosa que ofrecer un argumento, un guión, un libreto, que aplaza
como tal el pasaje al campo de la realización del crimen. El delirio fracasa en la
función de alojar al sujeto en una escena. Le ofrece a éste una trama
argumentativa precaria con la que el mismo no logra encausar una pulsión que
se presenta como tal, apasionada.
Tal como lo ubica Muñoz (2009) el abordaje de Lacan del pasaje al
acto queda en esos primeros tiempos estrechamente vinculado a las
referencias psiquiátricas y en todo caso, situado en el cruce del registro
imaginario con el campo de la pulsión, ahí donde el autor aún no ha delineado
el registro de lo real tal como lo hará con posterioridad.

140
Así tal como lo recorta Muñoz (2009), Lacan corrige su formulación
inicial con relación al mecanismo autopunitivo, cuyo resorte era estrictamente
pulsional, pero siguiendo la lógica transitiva, ubica la agresión suicida narcisista
como el mecanismo que daría cuenta de la precipitación del pasaje al acto. El
transitivismo especular constituye aquí el soporte conceptual lógico para este
mecanismo. Por la reversión indiferenciada de un imaginario reducido a lo
puramente especular, la agresión del semejante vale por la agresión al yo
propio. Esto es, resulta necesario leer entonces la tentativa lesiva –u homicida-
del otro como un intento suicida realizado por la vía de la transitividad
especular.
Allouch (1995) esclarece al respecto las coordenadas de la historia de
persecución de Aimeé, restituyendo en la lectura de Lacan, la figura
persecutoria originaria para el sujeto. Ahí donde Lacan insiste en ubicar en
Elise a su principal perseguidora en el delirio, Allouch no duda en vincular la
persecución primaria con el hecho de tener Aimee una hermana mayor, muerta
con anterioridad a su nacimiento, y con su mismo nombre. O para ser más
precisos, Aimeé llevaba el mismo nombre que su hermana mayor muerta,
verdadero objeto del desvelo materno. Así, la agresión suicida narcisista viene
a adquirir otro sentido. Se trata de Aimeé en el lugar de la muerta, esto es, de
la Margarita –tal el nombre de ambas- que sufre el accidente.
Durante estos primeros tiempos señala Muñoz (2009) los elementos
con los que Lacan explica la realización criminal psicótica son los de reacción e
impulsión. A medida que avanza en sus teorizaciones sobre la constitución
narcisista del sujeto a partir de la imagen del semejante, el autor reemplaza
progresivamente la idea de descarga de la agresividad por la de resolución de
la tensión agresiva alienante. Es decir, el pasaje al acto pasa de ser una mera
reacción de descarga –en términos de impulsividad- para pasar a obtener una
cierta función dentro de la economía libidinal y la lógica de la alienación
constitutiva del hablante. Así, el pasaje al acto adquirirá desde esta perspectiva
una función resolutiva. Vendrán a situarse dentro de esta lógica los desarrollos
que ubiquen al pasaje al acto como punto de basta –a la tensión agresiva
especular- o bien podría agregarse, a la perturbación de la economía pulsional.
Más tarde, al volver posteriormente sobre el anclaje pulsional, Lacan
destacará la función del superyo vinculada al empuje al crimen. ¿Podría

141
preguntarse entonces, qué es lo que este último elemento permite situar? La
referencia de Lacan a los crímenes del superyo, ¿qué otra cosa permiten situar
sino el punto en que el comando de la voz o de la mirada se automatiza, se
independiza de la cadena, o más bien, no se ordena según la lógica del texto
neurótico y precipita al sujeto a la puntuación final? El crimen se presenta así
como un intento –tal como sitúa Muñoz, no intencional, pero impuesto, vivido
por el sujeto como una exigencia- de conclusión.
Lo que interesa resaltar de este punto es fundamental: la conclusión
ya no se presenta en estos casos, como necesaria respecto de la resolución de
la tensión agresiva alienante (especular, transitiva), sino que, la necesidad de
puntuación conclusiva aparece esencialmente vinculada a la perturbación
económica que introduce la exigencia pulsional desarticulada de la cadena
significante y la lógica de regulación fálica. No otra cosa introducen aquí, los
comandos de las voces o las interpelaciones de la mirada alucinada. Uno y otro
objeto de la pulsión permiten situar el fenómeno a nivel del lenguaje. Se trata
precisamente de poder ubicar cómo este último no logra articular los objetos de
un goce obsceno, sometiendo al sujeto al padecimiento sin límites. El límite es
pretendidamente introducido allí por el crimen. El empuje al crimen se presenta
así como una necesidad económica.
Resulta interesante con relación a esto traer a colación una precisa
formulación de Lacan al respecto: “es necesario que el sujeto adquiera el orden
del lenguaje, lo conquiste, sea colocado respecto a él en una relación de
implicación que lo afecte en su ser, lo cual culmina en la formación de lo que
llamamos en nuestro lenguaje superyo” (Lacan, 1956, 270). Se trata aquí
como se ve, del problema fundamental de la psicosis: el no reconocimiento de
la palabra como propia. Eso que indica el comando, ¿acaso no constituye una
palabra del sujeto? Y, a decir verdad, la lógica de la deshabitación del lenguaje
en la psicosis, prueba que la misma no puede ser reconocida como tal: es el
Otro –reducido a su condición de otro- el que profiere el mandato, la exigencia,
la orden, el reproche, la injuria…
Maleval (2001) en su análisis del pasaje al acto psicótico apela
directamente al campo pulsional para pensar el resorte fundamental del empuje
al crimen. Ahora bien, resulta interesante el modo en que el autor describe el
lugar de ese objeto con relación a lo imaginario, y más precisamente lo

142
especular. En una apelación a la lógica desarrollada por Lacan (1963b) con
relación a la constitución del sujeto en el campo del deseo del Otro, Maleval
retoma precisamente los desarrollos lacanianos sobre la no especularidad del
objeto para el campo de la neurosis. Se trata, recuerda, precisamente de ese
resto que no es posible encontrar a nivel del campo de la imagen.
La lógica de ciertos pasajes al acto en la psicosis, permite –vía la
referencia al transitivismo especular- ubicar muy claramente el punto en que
para este campo, el objeto se especulariza. En ese preciso punto es que el
objeto debe ser atacado –esta vez, en el cuerpo del semejante. Sin embargo,
podría pensarse, esta lógica vale por ejemplo para la interpretación del crimen
de las hermanas Papin, no obstante, no vale para dar cuenta del caso Aimee –
como tampoco permitirá seguir la lógica precisa de los crímenes estudiados
aquí. Habrá que delimitar entonces el mecanismo de desencadenamiento del
pasaje al campo de la acción a fin de intentar precisar si es posible localizar allí
al sujeto y dónde es posible hacerlo.
Ordenando las referencias utilizadas hasta aquí, es posible situar
algunos elementos con miras a ordenar el campo de la psicosis, según el polo
que destaque en la presentación del sujeto. Habrá que poder ubicar entonces
diferencialmente cuál es el elemento acentuado en cada modo de presentación
clínica de la psicosis.
Tal como pudo especificarse, en las coordenadas previas de
desencadenamiento de la precipitación heterolesiva de Aimeé, el primer
elemento que destaca Lacan no es otro que el del delirio. Sin embargo, en el
avance de su desarrollo teórico al respecto, el mismo ubica el elemento
autopunitivo. Y tal como señala Muñoz (2009) esta temprana elaboración
lacaniana se resuelve luego en términos de agresión suicida narcisista, una vez
que el autor logra despejar la alienación especular inaugural del ser hablante.
En la referencia puntual de este caso, los aportes de Allouch (1995) permiten
introducir la perspectiva histórica en la trama de perseguidores constitutivos de
Aimeé. La persecución, la intrusión del otro (semejante) en la historia de su
producción subjetiva, viene para este caso, signada por los avatares de las
contingencias familiares y de su relación en lo que fuera inicialmente, el deseo
de una madre en duelo (imposible). Se trata entonces como se ve de una clara

143
dimensión persecutoria, ubicada como la iniciativa hostil del Otro articulada en
este caso al delirio.
Ahora bien, veamos si la perspectiva del delirio y la alienación
especular basta para dar cuenta de él o los elementos presentes en el
momento anterior al desencadenamiento criminal en todos los casos.

Coordenadas del pasaje al campo de la acción en los casos estudiados

Apelando a las referencias clínicas aportadas por este estudio, ¿con


qué elementos ordenar el planteo de las mismas? ¿Qué es lo que permiten
ubicar los casos? Para comenzar será necesario anticipar que, tal como se
ordena el estudio de los mismos, es posible extraer de estos, la lógica de lo
que en esta investigación se ha dado en llamar heterodeterminación de la
acción: fenómenos del lenguaje (tal como delirio y alucinaciones), imagen
especular, pulsión invocante o escópica, según los casos.
Ahora bien, empezando por el primero de los casos abordados, no es
posible ubicar para éste las coordenadas previas del pasaje al campo de la
acción precisamente en el punto en que el mismo no es reconocido por la
paciente como siendo de su autoría, motivo por el cual, no hay testimonio suyo
con relación al punto en cuestión. Sin embargo, en razón de sus desarrollos
posteriores, no sobre lo que fuera el crimen, sino, sobre su relación con la
víctima, es necesario indicar el elemento del delirio, de un armado claramente
persecutorio, sumado a la presencia de alucinaciones visocenestésicas. No
obstante, a falta de relato de la paciente sobre el hecho, en el cual niega haber
participado, resulta por lo menos una pura especulación, avanzar alguna
conjetura al respecto.
Luego, con relación a los casos que siguen, en al menos dos de ellos,
y a partir del relato efectuado por las propias autoras de los hechos, es posible
ubicar un entramado delirante de tinte persecutorio y la presencia del objeto
alucinatorio –verbal y visocenestésico. Por último, en el caso estudiado sobre el
final, no es posible encontrar una trama delirante que precediera la
precipitación al crimen, sin embargo, sí es posible ubicar el elemento voz
(presente como tal en los fenómenos alucinatorios que acompañaron el
embarazo de quien realizara el crimen de su hija) –en la referencia al llanto de
una niña.

144
¿Cuál es la importancia de ubicar estos elementos para pensar las
coordenadas de la escena que precede a la realización del crimen?
Precisamente el interés radica en pensar cuál es la escena en la que se aloja el
sujeto en el momento previo del pasaje a la acción para poder pensar
precisamente qué es lo que hace que, si hasta entonces, se hubo sostenido en
esa escena, aparezca de pronto la precipitación que lo conduce por fuera de
ésta. Y tal como fuera situado con anterioridad, la participación del objeto
pulsional en su calidad de objeto alucinado o no –ya sea voz o mirada, pero
fundamentalmente voz- tiene un alcance central.
En este sentido, podrá verse que, de hecho, resultará pertinente
considerar el valor de la trama delirante respecto de la relación del sujeto a ese
objeto. Para decirlo de otro modo, en los dos casos en los que, además de
alucinación verbal hay delirio, el pasaje al acto se presenta como una lesión del
cuerpo del semejante, sin llegar a constituir un homicidio. Mientras que, en el
caso en el que no hay trama delirante que sostenga previamente al sujeto en
una escena en relación con el campo pulsional, sino sólo objeto voz, ahí el
pasaje al acto se presenta como pasaje al acto homicida. Cabe entonces
preguntar: ¿será que acaso que el delirio logra recubrir el objeto dilatando el
pasaje a la acción –en los términos en los que ésta es comanda por la voz del
Otro?
Sin embargo, al respecto –es de lamentar la falta del relato de la
paciente sobre este punto- el primer caso estudiado permitiría quizás introducir
una objeción. Allí es probable presumir la existencia tanto del fenómeno
delirante como del alucinatorio en las coordenadas previas al hecho –
precisamente porque estos mismos se hallan presentes aún después del
crimen. Y entonces, la objeción podría formularse del siguiente modo: ¿viene el
delirio efectivamente a aportar algún recubrimiento –al modo de la función del
velo- al objeto de la pulsión que se presenta al interior de la estructura del
fenómeno alucinatorio presentificando el horror de la satisfacción de la pulsión
al punto que aquel permita la dilación de la acción ordenada a partir de los
comandos de la voz del Otro?
O aún más, suponiendo que en este caso, para el cual no se cuenta
con el testimonio clave de la paciente respecto de su participación en el hecho
criminal, no haya habido intervención del objeto alucinatorio, sino sólo del

145
entramado delirante, ¿en qué punto el mismo deja de sostener al sujeto en la
escena para arrojarlo por fuera de ésta, pasando al campo de la acción, por
fuera del pensamiento delirado? Es decir, la clave de la interrogación apunta a
situar ese momento crucial en el que el sujeto ya no logra sostenerse en la
escena del pensamiento delirante y debe acudir al campo de la acción.
En algunos casos, el acento estará puesto en el elemento alucinatorio,
en otros en el tinte persecutorio mismo del delirio. Dada la relación entre los
elementos ofrecida por estos casos, el estudio de al menos tres de ellos –para
los cuales se cuenta con la versión del sujeto respecto del crimen- permitirá
interrogar los elementos con los cuales ordenar a partir de aquí las
coordenadas previas del pasaje al acto o bien del acto sintomático en la
psicosis.
En este sentido, habrá que decir que, ahí donde la psicosis no permite
ubicar como tal la estructura del fantasma -tal como éste es abordado por
Lacan (1967) con relación a la constitución del axioma en razón de su lógica
gramatical- entendiendo que tal estructura se asienta sobre la constitución
fundamental del campo de la escena psíquica como reprimida (Freud, 1919) y
el elemento fálico, el campo de la psicosis obliga a pensar los términos de
constitución de la realidad ahí donde la represión primordial y el deseo del Otro
regulado en los términos fálicos no operan tal como ocurre en la neurosis.
Precisamente en este punto es necesario situar cuál es la posición del
sujeto con relación a este Otro tan particular de la estructura psicótica. Se verá
que la angustia tiene aquí un valor especial. La misma no aparece como señal
del deseo; no traduce aquí ninguna captación del sujeto en su función de causa
para el deseo del Otro; muy por el contrario, la misma da cuenta del punto en
que, en la relación de extranjeridad del sujeto con el Otro, el objeto se presenta
como ese elemento que sin hallarse perdido, y no contando el sujeto con el
recurso de la significación fálica, duplica aún la extrañeza y el enigma de la
presencia de otro reducido a la especularidad. El delirio puede aportar cierta
dimensión de trama argumentativa. Su punto de fracaso, su operación fallida
de tramitación –ante lo imposible de decir aquí ‘ciframiento’- puede develar el
objeto del goce y precipitar entonces la resolución criminal.
No contando con el recurso de la construcción del fantasma como
respuesta a la pregunta por el deseo del Otro, lo que del Otro llega al sujeto es

146
la certeza de goce respecto del sujeto en posición de absoluta pasivización. El
objeto forma parte allí del mecanismo de pasivización del sujeto. Nuevamente,
el delirio puede ofrecer a modo de tratamiento cierto argumento. Ahora bien, tal
argumentación, desprovista de una operación metafórica, deja al sujeto a
merced de la proliferación de significaciones mortificantes o bien, cuando las
mismas no logra operar algún trabajo respecto de la dimensión del goce, a
merced de la irrupción de éste a nivel del cuerpo. El límite que se impone, ya
es conocido.
Ahora bien, yendo entonces más atrás del velo delirante, ¿cuál es la
función de este objeto en la escena que precede al pasaje heterolesivo en la
paciente extranjera? La mirada constituye uno de los elementos con los cuales
se monta la escena masoquista: ella es espiada en situación de humillación. He
allí la mirada y he allí la función del delirio como trama de significaciones no
dialectizables que intentan otorgar a la presencia de este objeto intrusivo, un
marco posible. Ahí donde “soy espiada” no puede constituir la trama
argumental de un fantasma neurótico, el delirio viene a escenificar, vía lo real
del objeto alucinado, el texto en juego. He ahí la mirada del Otro tomando por
objeto al sujeto.
La voz se presenta al interior de la trama del delirio, empujando al
sujeto por fuera de éste. Es en relación con este objeto que la paciente pasa al
campo de la acción, desbordada por la presencia imperativa del mismo. Sin
embargo, esta voz, no es una voz desprovista de significaciones, como bien
podría pensarse lo es en el último caso reseñado. La voz aquí es la voz del
Otro. Es precisamente, porque se trata de una voz que se escucha como un
comando que la paciente se precipita a responder. La respuesta es entonces
desencadenada por esta voz del Otro.
¿Qué sucede en el segundo de los casos estudiados? Allí, la voz de
Dios que es quien ordena queda también entramada dentro de la proliferación
de significaciones del delirio. Resulta indistinto verificar si se trata de un
comando –en el sentido de una alucinación verbal imperativa- o bien de la
trama delirante la que conduce al sujeto al punto de precipitación. El punto es
que, se trate de lo que se trate, detrás del cúmulo de significaciones delirantes
y aún de la misma voz de Dios, la paciente ubica el punto traumático para el
cual no hay tramitación posible dentro de la escena del pensamiento: la

147
referencia al abuso sexual infantil incestuoso ubica lo realmente imposible de
reducir. El sujeto pasa al acto precisamente en el punto en que la escena
psíquica no logra revestir el traumatismo del acicateo pulsional que presentifica
como tal el goce en el lugar del Otro.
Como puede leerse, en estos casos, detrás del armado de la escena
delirante, es posible ubicar el Trieb. Del mismo modo que Lacan (1964a) ubica
detrás de la pantalla del sueño como velo, el objeto de la voz del padre en el
instante del despertar traumático, de igual modo, es posible ubicar, tras la
trama del delirio (de ser espiada y torturada o bien de ser el alimento de Dios)
la dimensión sexual mortificante. O bien la tortura se introduce por la acción del
Otro en sus orificios erógenos o bien una niña es ofrecida al goce voraz y
obsceno del Otro –como alimento de su apetito sexual.
Respecto al último caso, la presencia del objeto voz no va
acompañada aquí de ninguna significación delirante. El llanto de la niña cobra
estatuto de grito, de una pura voz desarticulada del campo de la demanda y
como tal de la cadena significante. El pasaje al acto se precipita en ese punto
para extraer ese objeto lacerante. El homicidio no se articula dentro de ninguna
trama interpretativa. La realización del crimen responde también aquí a la
lógica del corte. Pero esta vez se trata de la extracción del objeto. Aquí sí
verdaderamente, el punto de resolución apunta a situar el basta con relación al
objeto de la pulsión –y no ya en relación a las significaciones y su efecto de
mortificación.
Así, las coordenadas del pasaje al campo de la acción criminal en la
psicosis, ¿podrían ser pensadas con relación al forzamiento y a la
pasivización? Se trata de localizar a partir de estas, la posición del sujeto, a
expensas hasta ahí, de la iniciativa torturadora, exigente, imperativa,
demandante, sacrificial del Otro. O bien, de la pasivización y el forzamiento del
sujeto por la vía de la intrusión de un goce insoportable vinculado al grito –
como el objeto de la experiencia inaugural del nacimiento del sujeto en el
campo del Otro. Sin embargo, resulta necesario ubicar que, detrás del
entramado delirante de pasivización persecutoria, es posible ubicar en al
menos tres de los casos estudiados, la referencia ineludible de la dimensión de
la pulsión sexual –orificios erógenos, abuso sexual e incesto.

148
El punto es ubicar, con relación a estos fenómenos, el lugar del
transitivismo agresivo, o más bien, podría decirse, su función. El mismo juega
su rol protagónico muy precisamente delimitado en el segundo caso estudiado,
el de la paciente extranjera. Allí, la lógica de la agresividad especular ofrece al
comando de la voz y a la trama de significaciones delirantes el argumento con
el que legitimar la orden: “o dañaba a la mujer en el seno o en los genitales o
me tendría que dañar a mí misma”. El filo mortal del espejo no deja lugar para
ambas en la escena. Una u otra. Sin embargo, dañar a la otra implica
alcanzarse a sí misma en su agresión. El corte se inscribe de su lado.
Fallidamente, claro. El objeto no logra extraerse: la voz y la mirada seguirán
presentes.
En relación al tercer caso abordado, el transitivismo aparece
incorporado a la trama del delirio. Alguien debe ser sacrificado: el yo y el otro
(sus hijos o bien su marido) valen indistintamente a tal finalidad. Sin embargo,
el mismo no se presenta develadamente, tal como lo hace en el caso anterior.
La indiferenciación entre el yo y los semejantes se presenta ya asimilada a la
trama delirante: la paciente lo ubica como si se tratara de su deducción, es
decir, ante la exigencia sacrificial del Otro, la estructura transitiva aporta
elementos a la significación delirante, pero esta vez, no ocupa en la escena un
lugar central.
Se trata por lo tanto de ubicar para cada caso, cuál es el elemento
que cobra relevancia cada vez. El delirio y la alucinación, el transitivismo
especular. Detrás o más bien, al interior-exterior de la estructura de cada uno
de ellos, lo central es ese objeto: el objeto parcial, la voz o la mirada, el
alimento…
Se trate del elemento que se trate, comandando cada vez las
coordenadas previas de la realización de un crimen psicótico, lo interesante es
poder situar allí, en ese momento anterior a la precipitación conclusiva del
pasaje a la acción, la posición subjetiva. Sí. Tal es la afirmación: se trata de
localizar el momento de la interpelación que arroja como saldo, en esas
coordenadas previas, un primer efecto de división.

Sujeto en el T1

149
En tal sentido, y a los fines de cernir el estatuto de la dimensión
subjetiva en el momento que precede a la precipitación del pasaje a la acción
criminal, tal como se refiriera con anterioridad, debe precisarse el carácter
mismo de eso que se nombra como división –y aunque lógicamente no pueda
tratarse allí de la división del sujeto del inconciente- es necesario reconocer, al
interior de al menos tres de los casos, en el momento previo, la presencia de
un cierto efecto de interpelación –subjetiva.
¿Qué ocurre en los casos aquí estudiados? ¿Es posible localizar el
sujeto en el tiempo 1, en el momento anterior a la realización del crimen?
Pues bien, en el caso de la paciente extranjera, este efecto puede
localizarse al interior de esa suerte de dilema –ético- o conflicto psíquico, en
que las cosas se le presentan según la lógica de la transitividad lesiva: o ella o
yo. Hay ahí un momento de vacilación de su lado: la imperatividad del comando
no resulta absoluta. Si bien ella no logra sustraerse del insensato mandato, al
menos logra operar al respecto una equivocación: ni en los senos y en los
genitales; hará recaer el corte sobre la mano de la mujer desconocida.
Es posible reconocer en esa primera forma de la presentación del
conflicto –del dilema, para ubicar claramente la referencia ética- una primera
modalidad de presentación subjetiva. Ese primer esbozo de división entre
iniciativas constituye el soporte lógico para pensar la responsabilidad. Se trata
de un esfuerzo de separación respecto de la iniciativa intrusiva del Otro. De
hecho en la lectura que la paciente haga del hecho, su intento de localización
subjetiva estará ubicado precisamente allí: he ahí la legitimidad de su defensa.
He ahí una suerte de elección, precaria, pero atribuible al sujeto –en
tanto ser que habla, ser que habla comandado por el Otro, pero sin
reconocerlo. Y es precisamente en ese ser hablado por el Otro pero sin
reconocerlo, respecto de lo cual ella intenta localizar su libertad. Efectivamente
elige no hacer lugar indiscriminadamente a lo que dicta la voz del Otro. Ella
resuelve, tal como lo plantea, en esa suerte de elección forzada, hacer un lugar
a este imperativo. Sin embargo, no realiza la acción tal como le fue
manifestado. Opera sobre esto una equivocación. Al modo de una solución de
compromiso, el forzamiento en su elección la conduce a lastimar al semejante
(tal como lo indicara el comando), pero no donde éste ordenase. He ahí

150
entonces su libertad. Sobre ese punto de elección forzada la paciente esgrime
su derecho a ser oída y dar razones de lo fue su precipitación.
Para el tercero de los casos trabajados, es posible ubicar de igual
modo un efecto similar de interpelación. La exigencia sacrificial le imprime al
sujeto la toma de una posición: la elección de la víctima. Es posible asistir a los
esfuerzos –subjetivos- de la paciente por sustraerse de algún modo al
mandato. La variación entre unos y otros como potenciales víctimas, la forma
en que ella describe su vacilación.
¿Se trata allí del sujeto del inconciente, dividido entre significantes?
Claramente no. ¿Dónde ubicar entonces la división? Efectivamente, en el
esfuerzo –podría llamarse subjetivo- por sustraerse del imperativo de la voz. El
intento por operar un corte respecto del comando. Se trata efectivamente de un
esfuerzo similar al ubicado para el caso anterior. Nótese como la paciente
refiere no querer consentir al sacrificio de sus hijos. Señala que piensa en
matarlos y matarse. Efectivamente, el tinte dramático de su presentación da
cuenta de lo que fuera la pasivización a la que se ve expuesta por esta
demanda del Otro impiadoso.
Sin embargo, aún dentro de estas coordenadas de forzamiento, la
paciente ubica cómo intenta encontrar allí un intersticio de libertad. Las
significaciones delirantes mismas van también en esa dirección. Todo apunta a
operar ahí un movimiento. Está claro que tiene que haber una víctima, sin
embargo, ella ubica muy claramente el apremio por no responder ahí con el
objeto como alimento a la voracidad del dios, al menos no con sus hijos.
Y de hecho, en la segunda versión que ella construye sobre los
hechos –versión ya desprovista del tinte místico- ella ataca a su marido en
defensa inequívoca de su hija. He ahí entonces su presentación subjetiva.
¿Puede llamarse a esa posición defensiva del ser ‘sujeto’? Sí, si se entiende
que de lo que se trata allí es del efecto de interpelación que introduce una
suerte de vacilación subjetiva en su intento por introducir respecto del mandato
de goce, un efecto de separación. En esa suerte de separación precaria, que
ella logra operar, ahí donde efectivamente, preserva a sus hijos de ser
ofrecidos como alimento al dios oscuro del sacrificio, he ahí entonces su
dimensión subjetiva.

151
El sujeto se presenta entonces en este tiempo 1 como efecto de un
esfuerzo de separación posible respecto a la iniciativa hostil y persecutoria del
Otro o bien de su demanda sacrificial. El sujeto se localiza entonces ahí como
efecto de una posibilidad de corte respecto de éste. Es posible entonces
localizar la dimensión de libertad concomitante ahí donde el mismo logra operar
un corrimiento respecto de lo abrumador del goce situado en el lugar del Otro.
El forzamiento al campo de la acción comandado desde el lugar del
Otro, esa heterodeterminación que empuja al crimen, se ha presentado en los
dos primeros casos, como una determinación no absoluta que permite la
realización de un acto sintomático.
Por último, con relación al caso del filicidio efectivamente realizado,
también se presenta de un modo muy claro el efecto de interpelación que el
llanto de la niña, en tanto voz, en tanto toma estatuto de grito, provoca para R.
Y es precisamente en ese punto de imposible –de imposible significación, de
imposible articulación de ese grito como demanda, de imposible interpretación
del llanto como llamado- es ahí donde ubicar la división del ser hablante. Se
insiste, no como división del sujeto al interior de la cadena, pero sí como suerte
de efecto de corte.
El sujeto se presenta allí como el efecto de corte ahí donde R. decide
callar esa voz. Ahí donde se presentifica, de un modo patente, el esfuerzo
subjetivo por hacer intervenir un punto de basta. Precisamente ahí donde R
pasa al acto, precisamente allí resulta oportuno ubicar al sujeto: he ahí el efecto
de corte con relación a la voz. Se trata aquí de un pasaje al acto.
Llegados a este punto se presenta una notable dificultad lógica. En los
casos anteriores, resultó relativamente sencillo localizar el esfuerzo subjetivo
de separación de la iniciativa persecutoria del Otro por la vía de una
equivocación del comando o bien, una elección respecto de alguna cuestión no
del todo determinada por la indicación de la voz del Otro. Ahora bien, en este
esfuerzo por introducir al respecto un corte, un corrimiento, fue precisamente
posible localizar el margen de libertad, de elección, con el que sostener la
dimensión de responsabilidad en lo que pueden ser las coordenadas del pasaje
al acto.
Sin embargo, donde ubicar en este caso, el esfuerzo subjetivo de
separación del Otro, ahí donde lo único que se presenta como perturbador, en

152
el momento previo de la precipitación homicida, no es otra cosa que el objeto
de la pulsión, desarticulado de la cadena significante, desprovisto de la
regulación fálica que lo volvería causa de deseo para R.
¿Podría decirse en este caso que R. es verdaderamente aquí el
objeto? Es decir, ¿podría pensarse que el llanto de la niña evoca –por fuera de
la cadena de representaciones psíquicas- como tal grito de una hija sin madre?
Efectivamente, hacer cesar el grito introduce para R. la dimensión de la
pregunta por su responsabilidad como madre: ‘qué hice’, sólo puede formularse
con posterioridad al corte. El cese del grito vale aquí como extracción. Sólo a
partir de la extracción del objeto voz del campo del Otro puede introducirse
alguna dimensión supletoria de la falta.
¿Hay entonces sujeto en el momento anterior al desencadenamiento
de la acción? Sólo si se piensa el esfuerzo subjetivo de R. como intento de
corte respecto del llanto, sólo si se lee tal esfuerzo con las coordenadas de la
dimensión inaugural del grito con relación al campo del Otro, sólo si es posible
ubicar la comunidad topológica entre el sujeto y el objeto, sólo así es posible
afirmar que hay sujeto en este caso a nivel del tiempo 1, en el momento previo
a la realización del crimen, ahí donde R. se esfuerza por hacer caer el objeto
que ella misma fue para el Otro.
En este caso, el tribunal no vacila en sentenciar que R. pudo
comprender la criminalidad del acto y dirigir su acción como si la misma hubiera
de ser imputable a algún pensamiento. La condena en primera instancia fue
para R. de 18 años.
Por último, y con relación al primer caso estudiado, no hay respecto
del mismo, texto alguno de la paciente sobre las coordenadas del pasaje al
acto. Sólo insiste al respecto su declaración de ausencia: ella no estaba ahí.
Ahí efectivamente, no hubo sujeto.
Entonces, para mayor precisión, es posible esclarecer al respecto el
punto en el que localizar la dimensión del sujeto al interior del tiempo 1 –es
decir, el momento inmediatamente anterior al crimen. Así, y en función de lo
extraído del estudio de los casos, resulta pertinente afirmar que, al menos en
dos de ellos, se torna evidente situar el esfuerzo del sujeto por responder –vía
alguna separación- a lo que en principio se presenta como una exigencia
proveniente del campo del Otro.

153
En estos dos casos, el empuje o forzamiento al crimen se presenta
como desencadenando una suerte de conflicto o dilema entre iniciativas. Tal
planteo supone –y habilita- el campo de una elección. Se trata lógicamente de
una elección que se presenta dentro de cierto margen de limitaciones –elección
forzada, pero no por ello, fuera del campo de la elección que compete al sujeto.
Todo sucede en estos dos casos como si lo que se precipitara en el
instante previo a la realización del crimen fuera la pregunta ‘¿consiento o no
consiento al mandato del Otro?’. Se trata de una pregunta que lógicamente no
logra formularse como tal en el plano de la enunciación sino que simplemente
se despliega en la trama de significaciones del delirio.
Ahí donde para el campo de la neurosis, la pregunta por la
responsabilidad se ordena con relación al interrogante por la correlación entre
deseo y acto, para el campo de la psicosis, parece que, la cuestión pone en
primer plano la ética en términos de consentimiento o no al forzamiento
efectuado desde el lugar del Otro. Tal como al menos dos de los casos logran
ubicar, se trata de situar la responsabilidad por el crimen ahí donde el sujeto se
presenta, esto es, en ese espacio de separación posible respecto de lo que es
la iniciativa hostil y gozosa del Otro. El acto sintomático parece presentarse así
como una suerte de formación de compromiso, una respuesta sintomática, que
pone en acto la dimensión dilemática con relación al forzamiento del Otro.
El caso R. introduce al respecto la dificultad que fuera oportunamente
señalada –y es que, en el tiempo 1, no es posible ubicar la lógica del
despliegue del pensamiento, esto es, R. no ubica allí ningún
desencadenamiento de las significaciones del delirio. Sin embargo, tal como se
ha dicho líneas arriba, en su esfuerzo por hacer cesar el grito, es posible
localizar la dimensión del sujeto. En este caso, por fuera de cualquier
despliegue delirado de la pregunta por la implicación respecto del forzamiento.
Aquí el empuje parte estrictamente del objeto. La presencia del mismo
fuerza al sujeto en el sentido o la dirección del crimen. No es posible por tanto
ubicar allí la perspectiva del dilema. Se trató de un pasaje al acto. No obstante,
la inmediata pregunta por la implicación responsable ‘qué hice’ permite localizar
allí la posición del sujeto con relación a aquello que la hubo excedido unos
minutos antes.

154
Con relación al primero de los casos estudiados, tal y como ya se
explicitara con anterioridad, la ausencia subjetiva es allí el signo de la no
posición del sujeto.

Des-absolutización de la enajenación psicótica

¿Cómo pensar entonces la enajenación a la que el código refiere en


términos de incapacidad de comprensión de la criminalidad y dirección de la
acción? Pues bien, el modo de reformular aquí la enajenación podría definirse
del modo siguiente: comprensión delirante de la criminalidad de la acción y
heterodeterminación de la misma desde distintos órdenes. Así, pues, con
relación a este último elemento podría diferenciarse: la heterodeterminación a
nivel de los fenómenos del lenguaje: delirio y alucinación; la
heterodeterminación a nivel del transitivismo especular: la agresión suicida
narcisista; y la heterodeterminación pulsional: el problema del goce como
empuje.

Comprensión de la criminalidad: comprensión delirante

¿Qué implica entonces la comprensión delirante? La comprensión


delirante supone un orden de lectura diverso a aquel que se sostiene acorde a
la lógica de la significación compartida. Esto es, la comprensión delirante
implica, más que ningún otro hecho, la afectación del registro de las
significaciones, ahí donde éstas no se ordenan de acuerdo a la lógica de la
realidad psíquica –sostenida en el mecanismo de la represión. Aquí, la
significación es algo que escapa como tal al reconocimiento, esto es, a la
posibilidad del reencuentro, de la operación que apela al juicio. El juicio de
existencia no halla aquí su función. No es posible remitir esa significación
inmensa que el delirio despabila a ninguna significación referida a otra escena.
La comprensión delirante supone entonces la lectura de los hechos con
la lógica del fenómeno elemental de la estructura: el desarreglo del campo de
las significaciones a partir del no reconocimiento de la función del Otro como
lugar de una verdad atinente al sujeto. Aquí, por el contrario, el Otro quiere
significar algo que le concierne al sujeto, pero no hay ninguna posibilidad de
reconocer tal significación enigmática en el lugar de una verdad subjetiva. La
significación se enlaza así a lo especular. El Otro no tiene aquí ninguna función

155
pacificante. Queda, en el drama de la alienación imaginaria, reducido a una
voluntad de significación que excede al sujeto y su capacidad de palabra.
Entonces con relación a la comprensión de la criminalidad tal como ésta
aparece elaborada por la doctrina (Zaffaroni, 2002), lo primero que hay que
poder situar, recapitulando lo ya expresado líneas arriba es que, resulta
necesaria la introducción de la dimensión ética, en tanto la misma, desde la
perspectiva del Psicoanálisis, trasciende el campo de la moral e incluso el
campo normativo jurídico. Si bien resulta pertinente aclarar que la motivación
en la norma implica la motivación en la norma jurídica, la referencia a la
distinción entre las categorías morales, no puede menos que acercar el campo
jurídico y el campo filosófico.
Retomando entonces los interrogantes formulados algunas líneas arriba,
es posible ahora intentar cernir la relación entre las coordenadas de la
enajenación a nivel de la psicosis y la responsabilidad por un crimen realizado
en esas circunstancias.
Así, puede decirse que, lo que han intentado plantear los recortes
clínicos extractados con anterioridad es no otra cosa que el punto en que
precisamente, aún dentro de lo que podría pensarse como el campo de la
enajenación mental –en relación con la heterodeterminación a nivel del
lenguaje, y a partir de allí pulsional y transitiva- hubo habido allí, al momento
del hecho –de los hechos- algo que hubo tenido cierto margen de elección y en
este sentido, hubo decidido obrar en una dirección y no en otra. Y es
precisamente, ese margen de decisión, ubicado por dos de las pacientes en
sus testimonios, lo que permite avanzar la hipótesis de la responsabilidad, esto
es, la posibilidad para el sujeto, de asumir las consecuencias de una acción
sostenida en algún margen de elección.
Resulta interesante en ese punto remarcar cómo los testimonios –al
menos dos de ellos- ubican claramente el punto de elección aún al interior de la
lógica del pasaje forzado al crimen –podría pensarse, en el momento previo a
la resolución conclusiva que el pasaje a lo real implica. Se trata entonces de
apelar a la dimensión ética en juego. Como puede deducirse, el planteo
desborda la perspectiva moral. La dimensión ética –tal como se anticipó-
conduce a pensar la posición del sujeto en relación al goce.

156
Entonces, llegados a este punto, se dirá: la comprensión de la
criminalidad no puede ser reducida a la distinción entre categorías morales
tales como el bien y el mal, lo debido y lo indebido. La dimensión de la elección
a nivel del sujeto –aún en el punto en que éste se encuentra precaria o
frágilmente sostenido- debe hacerse un lugar dentro del planteo fuertemente
positivista que sesga el criterio médico-jurídico. Para decirlo de otro modo, el
problema de la elección que un sujeto pueda realizar con relación a la comisión
de un crimen excede la capacidad de distinción entre el bien y el mal y no
puede constituir como tal un mero planteo relativo a ese campo.
Se trata entonces de leer el criterio de comprensión de la criminalidad
articulado a la dimensión de respuesta que un sujeto pueda asumir. Entonces
antes que situar la comprensión de la criminalidad con relación a la capacidad
que al momento del hecho alguien tuvo de motivarse o no en la norma –como
para orientar su acción conforme a derecho- el eje de la cuestión debería estar
puesto en leer la comprensión de la criminalidad en términos de la respuesta
que el sujeto, como tal puede asumir respecto del hecho. Esto es, cuál es la
posición que el sujeto asume con relación a lo que sucedió: él estaba o no allí,
qué participación le cupo al sujeto en ese crimen. Comprende, entonces, quien
responde.
Es decir, la subversión que pretende introducir este planteo apunta a
deslizar la comprensión desde el terreno de la capacidad –que siempre implica
un a priori- al terreno de la respuesta, como efecto de localización del sujeto.
Esto es, la comprensión de la criminalidad implicaría en este punto, la
necesaria introducción de la dimensión de la temporalidad. Por tanto, la
cláusula “al momento del hecho”, no ejercería ya allí una función de comando
absoluto. Interesaría poder ubicar, cuál es la respuesta que el sujeto puede
elaborar con relación a lo que fuera un pasaje al acto que instituyó la dimensión
del crimen. Entendiendo fundamentalmente, que respecto al momento del
hecho, sólo es posible contar con una versión que se elabora en un segundo
momento, respecto del de la acción.
He ahí entonces la apertura hacia el campo de la ética. De hecho, tal
como fuera indicado líneas más arriba, lo que al menos dos de los casos
estudiados permiten ubicar es que, al momento del hecho, se encontraron
frente a una encrucijada: una situación dilemática convocó allí una decisión. Es

157
decir, es posible ubicar la posición de quien lee el crimen como consecuencia
de una elección, forzada, pero no por ello, menos responsable. Estos casos
testimonian sobre lo que puede significar soportar las consecuencias de una
elección –aún en el campo de una precipitación.
La dimensión ética del sujeto se sostiene de la relación de éste al pathos
–esto es, al padecimiento que no siempre se le presenta como propio.
Introducir ahí la pregunta por la responsabilidad implica considerar la
posibilidad de respuesta que puede aparecer del lado del sujeto como efecto
de la interpelación y precisamente con relación al punto en que el padecimiento
comporta la dimensión de ajenidad. La posición responsable permite pensar la
posibilidad de asumir el sujeto eso ajeno que orientó la elección al momento del
hecho.
El criterio de comprensión de la criminalidad adquiere así otro sentido
que el normativo: la dimensión ética permite introducir la pregunta por cuáles
hubieron sido las coordenadas del pasaje al crimen para poder leer ahí o no la
participación del sujeto.
En tal sentido, lo que interesa resaltar es que, la comprensión delirante
de la criminalidad de la acción no logra abolir sin embargo la dimensión
subjetiva. Es decir, aún, limitando la consideración de la comprensión en
términos de capacidad, la comprensión delirante de la criminalidad de la acción
–al momento del hecho- obliga a introducir la perspectiva crítica: el delirio y las
alucinaciones, como fenómenos del lenguaje, portan cada uno a su modo, una
verdad que dice del sujeto. Lo que este estudio pretende demostrar –entre
otras cosas- es que, la verdad subjetiva presente en el delirio y la alucinación
que signan el testimonio del enajenado no invalidan la dimensión del sujeto.
Desde el tiempo 2, tiempo de la lectura de la escena del crimen, es
posible hacer lugar a la palabra del psicótico para que éste logre extraer del
saber delirante y/o alucinatorio, una verdad subjetiva que lo represente. He ahí
la única posibilidad de otorgar al campo de la administración de justicia un valor
humano y dignificante.

Autodeterminación: heterodeterminación
¿Qué implica la heterodeterminación?

158
La heterodeterminación transitiva
El transitivismo especular. El mismo aparece recortado en los escritos
tempranos de Lacan (1948; 1949), ahí donde el autor intenta pensar el campo
de constitución subjetiva a partir de una alienación inaugural. Ahora bien, si tal
como Freud (1915b) lo había logrado situar respecto de la constitución del
narcisismo –esto forma parte de la lógica constitutiva universal del sujeto-
¿cómo pensar el campo de la patología?
Efectivamente, Lacan sitúa muy claramente el conocimiento paranoico
característico del tiempo inicial del sujeto a partir de su constitución alienante
en la imagen especular del semejante. Y es que, precisamente, el carácter
enajenante de esta imagen especular signará el campo de alienación del ser
hablante –que queda prendado para siempre de ese otro del espejo por quien
se capta como una imagen unificante.
¿Qué es lo que ocurre a nivel del campo de la psicosis que permite
pensar los fenómenos del transitivismo tal como se ubican para el infans? Si
hay algo sobre lo cual testimonian al menos dos de los casos recortados en la
casuística de esta investigación es que, a nivel del yo, el cuerpo del sujeto y el
del otro (semejante) valen por igual para el sacrificio. Hay una diferencia
fundamental que no se ha inscripto. No hay registro de la distinción,
precisamente, porque a nivel de la imagen especular, esa diferencia queda
anulada. A nivel del campo de heterodeterminación transitiva, lo que hay, no es
otra cosa que, la imagen alienante del semejante comandando la dirección de
ningún pensamiento. El sujeto se encuentra allí enajenado, capturado por la
anulación de las diferencias.
El transitivismo especular da cuenta del punto en que la imagen del
semejante viene a precipitar la posibilidad de jugar esa pérdida irrealizada pero
esta vez en el campo del otro –como si se tratara del campo propio.
Realización del corte sobre el cuerpo del semejante –que vale en este caso
como el propio cuerpo, imposible de asumir como propio.
La heterodeterminación supone un orden de causalidad orientado desde
el lugar del Otro. Como ya se ha dicho, el problema de la psicosis es el no
reconocimiento de ese lugar en su condición de Alteridad, en su función de
terceridad respecto al par imaginario, la dupla especular transitivista (entre el
yo y el semejante).

159
El Otro entonces queda reducido a la condición de otro especular y
como tal, entra con el sujeto en una relación de tensión agresiva que puede ser
mortal (además de mortífera). La heterodeterminación transitiva será una de las
modalidades de determinación de la acción para el campo de la psicosis.
Por tanto, fundar el orden de determinación de la acción en un registro
Otro que el de la autonomía supone trastocar el criterio con el que se lee la
orientación –y la finalidad de la acción. Está claro que, este orden de
heterodeterminación rige para el ser hablante en su generalidad –esto es, va
más allá de la estructura subjetiva. Sin embargo, para pensar el problema de la
responsabilidad en la psicosis, resulta necesario ubicar el eje central: aquí el
Otro está excluido como tal en su condición de sede de un saber. Hay respecto
de ese saber articulado una relación de rechazo, de no reconocimiento, de
ajenidad que se vuelve fundamental considerar.

La heterodeterminación delirante y alucinatoria

Delirio y alucinación son abordados por Lacan con la misma lógica: se


trata de fenómenos situados en el campo del lenguaje y por tanto, tal como
fuera abordado líneas arriba, el problema central se ubica para la psicosis en
relación al punto en que estos fenómenos dan cuenta que el sujeto cuando
habla, no reconoce su palabra como propia. He ahí la cuestión.
Así, el fenómeno de la alucinación verbal permite localizar muy
claramente el punto en que el texto de la voz no puede reconocerse allí como
siendo un texto propio. Es el Otro quien profiere ese mensaje. Es el Otro el que
enuncia la injuria, el que describe sus acciones, el que profiere en definitiva su
pensamiento. Sin embargo, he ahí la cuestión: no es allí su pensamiento –este
no constituye un texto de su propiedad. Lo ajeno se presenta ahí mismo a nivel
de esa palabra automatizada.
Sin embargo, el fenómeno alucinatorio permite ubicar un elemento más:
el objeto de la pulsión. La voz y la mirada, incorporadas al campo de un
lenguaje ajeno. Y entonces el fenómeno alucinatorio no llega a operar respecto
de este objeto una inclusión en una escena en la cual el sujeto pueda alojarse
apaciblemente.
El fenómeno del delirio permite ubicar la emergencia en primer plano de
la significación. Aunque ésta se presente bajo un modo enigmático, si hay algo

160
que el delirio logra ubicar sobre el tapete es la cuestión de que hay, por todas
partes, significación. El Otro, quiere significar algo –y el sujeto, al menos en la
elaboración paranoica- se encuentra respecto de esto, íntimamente concernido.
El delirio comienza, cuando el Otro toma la iniciativa (Lacan, 1956), lo
cual no implica otra cosa que, sencillamente, la determinación de la acción no
está del lado del sujeto –o mejor aún, todo aquello que pueda ponerse a cuenta
de una acción del sujeto (para decirlo de algún modo)- no implicará otra cosa
que el hecho mismo de que allí, esa acción, tendrá un carácter de reacción. La
acción primera, parte del Otro.
Así, el delirio determina en alguna dirección la acción a realizarse. La
significación del delirio imprime cierta vectorialidad a la acción. El sujeto se
aloja en una escena –la del delirio-que lo conduce en alguna dirección, la de
respuesta a la iniciativa del Otro.
La heterodeterminación delirante y alucinatoria pondrán el rechazo del
saber en el lugar del Otro y de la palabra como propia como los elementos
centrales con los que cernir la cuestión de la responsabilidad.
Hace falta destacar en este punto, que, tal como puede deducirse de los
casos aquí estudiados, ni una ni otra heteroderterminación de la acción desde
la desposesión del lenguaje, comandan la acción de forma absoluta. Siempre,
hay lugar –aún dentro del forzamiento- para el margen de elección que se sitúa
como subjetivo.
La heterodeterminación delirante o alucinatoria de la acción muestra que
la relación de determinación entre el fenómeno elemental y la acción no es
absoluta. El sujeto se presenta allí como aquello que deconsiste la pregnancia
del fenómeno. El sujeto es efectivamente ese efecto que testimonia sobre el
descompletamiento de la enajenación psicótica.

La heterodeterminación pulsional

¿Por qué no reconocer entonces que la dimensión pulsional no carece


de eficacia en cuanto a la determinación del crimen en la psicosis,
particularmente en la esquizofrenia, ahí donde el delirio no alcanza a tramitar lo
perturbador del carácter ajeno de la pulsión, ahí donde toda la armazón
delirante no alcanza para detener un desencadenamiento que precipita al
sujeto en una satisfacción que se presentifica como hallazgo brutal?

161
¿Y por qué no reconocer entonces que la dimensión pulsional -de la
misma manera que participa en la determinación del crimen por la vía del
pasaje al acto- ha de encontrarse también como aquello respecto de lo cual, la
responsabilidad implicará un tratamiento? La posición que el sujeto logre
adoptar respecto de aquella exigencia de satisfacción que lo ha conducido más
allá del límite de las categorías morales –que el psicótico, no por enajenado
desconoce.
En este punto conviene hacer una aclaración. En un texto que toma
como referencia un planteo de Lacan en sus escritos, Palomera (1996) postula
que no es posible vincular el crimen psicótico con el registro pulsional como
resorte del pasaje al acto. La referencia inevitable aquí es la propia letra de
Lacan en sus escritos (1950) donde afirma la inexistencia de lo que denomina
el instinto criminal y luego avanza hasta postular que no es posible considerar
al crimen como un efecto de un exceso de libido o un desborde pulsional.
Sin embargo, es menester precisar la justeza de tal des-borde
entendiendo que la formulación de Lacan a esa altura se sostiene de una
concepción energética del concepto de pulsión, aún muy cercana a la
referencia física de la metáfora freudiana del aparato psíquico. Posteriormente,
Lacan avanza en su lectura de Freud hasta concebir el concepto de pulsión
como un montaje estructural sobre los cuatro elementos freudianos. A partir de
esta lectura, el borde y el des-borde adquieren otro estatuto. De lo que se
desprende: ¿cómo conceptualizar el crimen psicótico que se realiza por la vía
de un pasaje al acto sino es en relación con la dimensión pulsional?
Como puede deducirse a esta altura, hablar de des-borde implica –ya no
referirse a una concepción energética del sujeto sino por el contrario- pensar
las dificultades que entraña para el sujeto una estructura pulsional no sostenida
en la lógica del vaciamiento y la pérdida. Tomando como referencia puntual la
esquizofrenia, cabe articular que, cuando el objeto no logra sustraerse
recortándose como perdido, el lugar desde donde parte el empuje –fuente- de
la pulsión no logra estructurarse tampoco en función del vaciamiento y la
pérdida. (La boca se constituye como borde erógeno precisamente a partir de
la operación del objeto como extracción y pérdida. Sólo a partir de la ausencia
del objeto la boca puede constituirse como un borde anhelante de esa
presencia). Entonces, cuando el lugar del objeto no logra vaciarse como tal,

162
¿no se afecta en sí misma la exigencia de satisfacción pulsional, vale decir, el
recorrido que la pulsión tenga que hacer para acceder a ella? Y con esto, ¿no
se afecta por tanto el modo en que el sujeto puede responder a eso?
Esto es, si se piensa a la pulsión como un montaje sobre cuatro
elementos y se asume que tal montaje presenta el carácter de una estructura –
es decir, que el concepto se sostiene a partir de la relación entre los cuatro
elementos- ¿cómo no pensar la afectación de la satisfacción a partir de la
perturbación a nivel de la fuente y del objeto? Pues bien, ¿por qué no pensar
entonces que esta dificultad es la que opera como causa del empuje pulsional
que puede conducir en algunas ocasiones a un sujeto hasta el acto criminal?
Precisamente, se trata de situar el problema allí donde se presenta: la
lógica del desencadenamiento. Pasaje al acto como precipitación. Entre el
empuje como punto de partida y la meta de la satisfacción como llegada no se
sitúa la función del intervalo. Hay allí una suspensión temporal que no opera. Y
justamente, no opera en el punto en que no tiene por qué hacerlo. No hay nada
que ir a buscar. Si el objeto está presente, entonces se trastoca el
ordenamiento temporal. No hace falta salir en la búsqueda. El recorrido se
clausura antes de realizarse.
Presencia excesiva del objeto (Maleval, 2001) que no ha logrado
recortarse como perdido. Afectación a partir de ahí de toda la lógica pulsional.
He ahí el soporte de la precipitación que es posible encontrar en la lógica de
ciertos crímenes.

La heterodeterminación no-toda de la acción y el lugar del sujeto

A partir de allí resulta oportuno re-pensar la lógica del pasaje al acto


como precipitación para poder hacer lugar a la elaboración de saber a la que
arriban los testimonios de quienes hubieron realizado un crimen bajo esa
modalidad del acto.
En su teorización sobre la elaboración lacaniana del pasaje al acto
Muñoz (2009) plantea directamente la relación pensable entre el mismo y la
pulsión. Y es precisamente con relación a la mudez que la pulsión presentifica
que el autor ubica que introducir allí la dimensión de la subjetividad apunta a
subvertir la lógica con la que el pasaje al acto se produce. Al mismo tiempo que
señala el punto de realización que el mismo implica, entendiendo que aquello

163
que devela es precisamente lo real, lo real como aquello que se precipita en
ese punto de pasaje al campo de la acción.
Es en tal sentido que resulta de valioso interés epistemológico para el
desarrollo de este planteo retomar la formulación ya citada que J.A. Miller
(Miller, 1991) realizara en relación a la dimensión pulsional y lo que considera
el punto concomitante de suspensión del sujeto de derecho.
Es decir, ese nivel en el cual no es posible esperar que se produzca el
sujeto como efecto, esto es como respuesta. No hay allí pregunta que interpele
causando su aparición. Se trata de la dimensión de una exigencia muda de
satisfacción que pareciera no poder ser imputada a un sujeto. Vale decir,
alguien podría preguntar: quién es el sujeto de la satisfacción pulsional; la
respuesta sería allí que a ese nivel, no es posible ubicar el sujeto del
inconciente. La pulsión misma es –en términos sintácticos- ahí el sujeto. No
hay entonces a ese nivel, sujeto del inconciente sobre el cual hacer recaer la
pregunta por la satisfacción.
Sin embargo, aún cuando no sea posible pensar rigurosamente en el
sujeto del inconciente aún así es necesario poder leer lo que surge de los
testimonios extractados en este estudio.
Y ¿qué es entonces aquello que se encuentra a partir del testimonio de
quienes hubieron pasado al acto atravesando la frontera entre el acto conforme
a derecho y el crimen? Precisamente, la enseñanza que puede recortarse de al
menos tres de los casos trabajados, permite ubicar el punto de indeterminación
de la heterodeterminación de la acción. Es decir, al interior-exterior del campo
de ajenidad, es posible ubicar alguna dimensión de participación del sujeto, al
menos como un esfuerzo de éste, o bien en el tiempo posterior a la acción, de
localizarse a nivel de la misma y operar al respecto un corte posible, o bien en
el tiempo mismo de la acción, en los momentos previos de su realización, como
un esfuerzo de separación de lo perturbador.
Pues bien, ¿qué es posible encontrar a nivel de los testimonios por los
que se lee a un sujeto tomando posición, respondiendo, respecto de una acción
de la que él no hubo sido su agente, pero que tampoco es posible pensarla sin
él?
Pues bien, lo que indican los testimonios, por supuesto, recabados todos
en la escena dos, es decir, el tiempo posterior al crimen, lo que permiten ubicar

164
es la posible localización del sujeto en términos de cierto margen de elección al
interior-exterior del empuje al crimen a nivel del tiempo 1.
Es decir, nuevamente, el campo de la heterodeterminación aparece
horadado, deconsistido, por la presencia de cierta dimensión subjetiva, que –al
menos desde el tiempo dos- puede leer alguna posición del sujeto a nivel del
tiempo uno. Por lo que la heterodeterminación con la que se piensa la ajenidad
tampoco es aquí absoluta.
Resulta interesante en este punto subrayar ahí el elemento temporal: la
lectura que se produce en el tiempo 2 opera una localización del sujeto a nivel
del tiempo 1. ¿Es posible suponer por esto, por la mediación del intervalo entre
una y otra escena, que al momento del tiempo 1, esto es, al momento del
hecho, no hubo habido allí sujeto alguno y que éste recién se produce en el
tiempo dos, a partir de la interpelación y por un efecto de lectura se extrapola a
nivel del primer tiempo? O bien ¿habrá que pensar en cambio que, si bien es
cierto que el efecto subjetivo respecto de la precipitación que éste entraña en el
tiempo 1 se produce recién en el tiempo 2, también es no menos cierto que, lo
que los testimonios plantean a nivel del momento del hecho, no es otra cosa
que cierta dimensión de interpelación, un cierto efecto de división que antecede
al momento conclusivo?
A la primera pregunta se responderá afirmando que, si por sujeto se
entiende allí un cierto orden de elección, la lógica del Psicoanálisis conduce a
ubicar allí la interrogación por la responsabilidad –aunque la misma, no pueda
pensarse en los términos del sujeto como respuesta al ciframiento inconciente
ni mucho menos, en los términos en los que lo piensa el Derecho, el sujeto
como agente de la acción.
Entonces, ¿se trata de versiones incongruentes? ¿Es posible pensar
que una anula a la otra? ¿O acaso será posible pensar que, si bien es un dato
que el relato del tiempo 1 esté construido desde el tiempo 2, no por ello deja de
ser evidente que este efecto de cierta dimensión de interpelación que
conmueve al ser produciendo a nivel del tiempo 1 un cierto efecto de
vacilación, puede constituir un momento anterior a la conclusión que entraña en
sí el pasaje al acto, y por tanto no implicar un sujeto agente, sino, una
presentificación del conflicto que como tal, produce al sujeto?

165
Si así fuera, esta introducción de esta suspensión de la precipitación y
de la determinación absoluta en la conclusión, plantearía un elemento central
con el cual iluminar la lógica del pasaje al acto criminal en la psicosis con miras
a restituir la convicción respecto a cierta dimensión de subjetividad atribuible
allí y que replantearía desde ya, la noción de enajenación como incomprensión
y no dirección de la acción.
A tales efectos habrá que recurrir nuevamente a la elaboración lacaniana
del pasaje al acto tal como la extrae Muñoz (2009) ahí donde ubica el pasaje al
acto en el campo de la psicosis pensado como un punto de conclusión, de
resolución, respecto de la invasión corporal de goce. Maleval (2001) piensa la
realización del crimen bajo la modalidad del pasaje al acto en igual sentido. Sin
embargo, del primer autor interesa remarcar el término conclusión, en tanto
desde allí es posible remitir a la temporalidad lógica y las tres escansiones
pensadas por Lacan (1945).
Todo se presenta como si a nivel del pasaje al acto se produjera un
cortocircuito entre el instante de ver y el momento de concluir. Como si, entre
ambos no mediara el tiempo para comprender. Entonces, el pasaje al acto
instituiría un movimiento desde la lógica del instante a la lógica del momento
conclusivo, como precipitación, sin hacer lugar a la dimensión del intervalo que
allí se nombra como comprensión.
Tal lo acontecido en el caso R. según el propio relato de la paciente.
Ahora bien, ¿qué es lo que revelan al menos dos de los testimonios recabados
para este estudio? El caso de la paciente extranjera y el de C. permiten ubicar
muy claramente la dimensión del dilema, y con él, el campo de la elección
sintomática, es decir, la resolución del mismo por la vía de una formación de
compromiso, pero en acto.
Es este elemento que es posible introducir al interior de la lógica
precipitada y conclusiva del pasaje al acto el que habilita a pensar el efecto de
interpelación situado con anterioridad al tiempo 2. Es decir, si bien, queda claro
a partir de los testimonios que la lectura de las coordenadas incluso previas al
hecho sólo pueden leerse como tales en un tiempo 2, también es cierto que, a
nivel del tiempo 1, se produce cierto efecto de interpelación que produce un
cierto margen de conmoción que orienta un cierto principio de elección
subjetiva y que puede hacer de la acción, otra cosa que una precipitación

166
inevitable. He ahí el estatuto del acto sintomático, como una vía en contrapunto
con la modalidad resolutiva del pasaje al acto.
Incluso, es posible llegar a ubicar -si bien no por la vía del dilema, pero
si, en los esfuerzos subjetivos de la paciente R. el día de la víspera- el esfuerzo
como implicación del sujeto, los intentos desesperados por callar ese grito que
empezaba a tomar estatuto de voz. En ese caso, por fuera de la significación
delirante, el pasaje al acto produce el cese de la voz, abriendo con este límite
el campo de la interpelación subjetiva: la pregunta por la acción.
Así, la heterodeterminación de la acción, es decir, el comando de la
misma desde el lugar del Otro en la enajenación que especifica el campo de la
psicosis, puede muy bien describirse como una elección forzada. Ahora bien, el
forzamiento de la acción, sea desde la determinación del lenguaje, vía delirio o
alucinación, sea, vía transitivismo especular, o bien, desde el lugar mismo del
objeto pulsional, dicho forzamiento implica para el sujeto, al menos dos
posibilidades de resolución de su posición de pasivización.
O bien el sujeto se resuelve en una precipitación conclusiva, al modo de
un pasaje al acto, poniendo límite al goce que lo desborda, o bien, opera, sobre
el comando proferido desde el lugar del Otro, una suerte de equivocación: he
ahí la dimensión novedosa que introducen los dos casos aquí estudiados como
lesiones al semejante. El acto sintomático implica respecto del pasaje al acto,
una dimensión de elección que pone en juego una operación del sujeto: la
decisión.

La pregunta por la responsabilidad


El problema central será ubicar cuál puede ser el orden de
responsabilidad pensable para la psicosis, es decir, con qué elementos cernir el
campo de la responsabilidad en la psicosis, ahí donde la relación de
extranjeridad del sujeto con relación al lenguaje, afecta las vicisitudes del
recorrido pulsional y la consecuente operación respecto del goce.
Intentar pensar entonces para la psicosis la relación del sujeto con lo
ajeno inapropiable –esto es, el lenguaje, y a partir de allí, el goce- y hacerlo en
términos de responsabilidad, es decir, considerar en relación a ese problema, la
dimensión de respuesta que le concierne al sujeto, entendiendo que allí radica

167
precisamente, la dignificación y la humanización de su crimen, constituye un
desafío lógico y conceptual.
En tal sentido, y tal como habrá de desarrollarse posteriormente, la
responsabilidad viene a plantearse así como una respuesta, en términos de
tratamiento, respecto de la dimensión de ajenidad al interior de la estructura
para el campo de la psicosis y como habrá de ubicarse posteriormente, como
posición del sujeto con relación a una operación respecto del goce.
Al mismo tiempo, este desafío tiene sin dudas consecuencias que
pueden incidir en la lectura que se haga por ejemplo sobre la auto-
determinación de la acción. En esta dirección, la pregunta por la
responsabilidad desliza hacia la concepción de la misma articulada a problema
de la imputabilidad penal.
La pregunta es entonces: ¿cómo viene esta concepción de la
responsabilidad -por la sujeción del hablante a lo ajeno inapropiable- a
problematizar el criterio de auto-determinación de la acción y de motivación en
la norma –surgidos ambos de la elaboración doctrinaria hecha sobre el art.34
inc. 1º del CP aplicable a los crímenes producidos bajo la lógica de la
precipitación a la acción?
Entonces, si la enajenación se ordena a partir del Código con relación a
dos elementos, ¿cómo iluminar la concepción de estos dos criterios
elementales a nivel de la letra y la doctrina penal? Quizás haya que anticipar
meramente que la lectura del crimen en el tiempo posterior a la realización del
mismo le otorga, desde el lado del sujeto, a ese pasaje, un estatuto que lo
acerca al campo de la elección. Si no, ¿de qué otro modo leer la posición por la
cual, en al menos tres de los casos estudiados, el sujeto intenta tratar de
localizarse subjetivamente en la determinación de la acción, a nivel del tiempo
1? Quizás a partir de esta anticipación sea posible comenzar a pensar la
revisión de la elaboración que la Doctrina penal ha hecho de los criterios antes
referidos.
Así, habrá que decir que la enajenación puede iluminarse si se apela
desde este campo, el del Psicoanálisis, a la hetero-determinción y a la
comprensión como delirante. Esto es, en el lugar de la autodeterminación
referida por la doctrina penal, la heterodeterminación del ser hablante; en el
lugar de la comprensión como motivación en la norma, la comprensión

168
delirante, ambos criterios, desligados de la lógica de lo absoluto. Esto es,
heterodeterminación y comprensión delirante: no-toda.
A partir de aquí, la relación del sujeto al campo pulsional –afectado por
esta relación del ser al lenguaje- atravesará también sus vicisitudes. Sin
embargo, la cuestión de la operación posible respecto del goce adquirirá
entonces un primer plano. La heterodeterminación pulsional de la acción
adquirirá un lugar central.
Con relación al elemento de la determinación de la acción –la dirección
de la acción- el análisis se adentra en un cruce necesario con el criterio de la
comprensión delirante. Aquí resulta pertinente apelar a la elaboración doctrinal.
Dirección de la acción interpretada como ámbito de autodeterminación. Es en
relación a esto que se torna preciso retomar el eje del planteo vinculado a los
elementos que dan cuenta de la heterodeterminación del sujeto a nivel de la
imagen especular, el delirio, la alucinación y la dimensión pulsional.
La dimensión de enajenación con relación a la pulsión, delirio y
alucinación y a la alienación en la imagen especular permite ubicar el justo
lugar para poder leer la responsabilidad con relación al forzamiento al crimen
en la psicosis. Así, la dimensión pulsional, el delirio y la alucinación (ambos
como fenómenos del lenguaje) y el transitivismo especular constituyen tres
elementos claves a la hora de pensar el mecanismo de desencadenamiento o
precipitación del pasaje al campo de la acción en la psicosis, y por tanto, se
recortan como nociones fundamentales con las cuales repensar la
responsabilidad por un pasaje al acto criminal en la psicosis. Constituyen aquí
los tres puntos a partir de los cuales pensar lo in-a-propiable a nivel de la
estructura.
Ahora bien, a partir del recorte de los casos, puede plantearse que, al
interior de este campo de heterodeterminación subjetiva constituido para el
campo de la psicosis por la dimensión pulsional, el delirio y la alucinación y el
transitivismo especular, puede no obstante ubicarse un punto de inconsistencia,
de determinación no-toda, a partir del cual pensar, un margen de libertad, esto
es, de elección o decisión ética, que hace lugar a la posterior asunción de una
posición por parte del sujeto.
Es decir, no es posible pensar la enajenación del campo de la psicosis
como una ajenidad absoluta. No es posible pensarlo así clínicamente.

169
Efectivamente lo que la clínica permite ubicar es el margen de indeterminación
por la cual el sujeto puede encontrar alguna localización al interior-exterior de
las abrumadoras heterodeterminaciones en las que queda alienado.
Y por tanto, si tal es el aporte clínico –construido a partir de crímenes
que se hubieron precipitado como tales bajo la lógica de la precipitación a la
acción- ¿por qué no avanzar el cuestionamiento sobre la elaboración doctrinal
que pesa sobre el criterio de dirección de la acción del art. 34 inc. 1º del Código
penal en el mismo sentido?
Por otra parte, con relación al campo de heterodeterminación subjetiva
que parece constituir la objeción mayor al ámbito de autodeterminación
necesario para pensar el campo de la imputación penal, la dimensión pulsional
introduce el problema del goce. Quizás esto sea en ese punto lo genuinamente
in-a-propiable ahí donde el lenguaje no constituye un territorio a habitar ni una
herramienta con la que operar.
También queda evidentemente dicho a partir de los recortes clínicos que,
ese margen que permite repensar el ámbito de autodeterminación en el sentido
que introduce un punto de vacilación al interior del campo de la
heterodeterminación pulsional, no implica sin embargo, una resolución de los
hechos en otros términos que los del pasaje al acto, es decir que, ese margen
subjetivo que se abre frágilmente al interior de la abrumadora presencia
pulsional, no llega a orientar la acción en otro sentido que el de la precipitación.
Lo que hay que señalar no obstante es que, dicho margen introduce
para la dimensión del ser la posibilidad de decidir una cierta orientación –
aunque no sea más que dentro del campo de la precipitación conclusiva.
Así, la enajenación producida por la perturbación pulsional no arrasa
totalmente con la posibilidad del sujeto de encontrar un modo de hallarse en la
escena del crimen. Entonces, la enajenación que el Código supone para aquel
que no se encuentra en condiciones de comprender la criminalidad o dirigir su
acción encuentra a partir de aquí su verdadero límite.
No es posible sostener, con la casuística ofrecida, que aquel a quien se
nombra como enajenado, no comprenda la criminalidad y no pueda dirigir su
acción –en los términos en los que cada uno de estos criterios son
interpretados por la doctrina. Pero aún más, tampoco es posible sostener que

170
los mismos puedan continuar siendo interpretados de un modo que excluye
absolutamente la dimensión del sujeto y la ética concomitante.
Cuando en el relato efectuado por las internas es posible asistir a los
esfuerzos subjetivos por localizar a nivel de la escena del crimen alguna
responsabilidad suya y aún más, cuando en el testimonio que dan, logran
ubicar que todo el intento por separarse del comando o bien de las
significaciones del delirio fue en el sentido de una elección –aún con el
forzamiento desde el lugar del Otro que esto implica- ahí es preciso situar la
dimensión de la ética y por esto, del sujeto.
Por tanto, el esclarecimiento necesario al respecto apunta a resituar
ambos criterios –comprensión y autodeterminación- con relación a la
perspectiva del sujeto, como un efecto de la interpelación; a su
responsabilidad, como un saldo de este efecto y una posición con relación al
crimen; y a la dimensión ética que ese campo abre –más allá de las categorías
morales, atinentes a otro campo.
Localizar al sujeto, tanto a nivel del tiempo 2, tiempo de la presentación y
la lectura respecto del crimen, como a nivel del tiempo 1, en ese momento que
precede como tal el pasaje al campo de la acción, implica necesariamente
considerar la perspectiva de la elección y con relación a esta, de la respuesta,
en términos de asunción posible. Así, en un segundo momento, la
responsabilidad puede pensarse como el hecho de soportar –en el sentido de
asumir- las consecuencias de una elección. Lo interesante de estos casos es
verificar la localización del sujeto y del momento de elección en el momento en
el que tanto el Derecho como la elaboración teórica del Psicoanálisis afirma
que allí no hay sujeto.

Culpabilidad como precursora de la responsabilidad. Hacia un


nuevo concepto de culpabilidad

Si se mantiene la concepción normativa de la culpabilidad entendiendo


tal como se ha abordado líneas arriba que la misma constituye el fundamento
del juicio de reproche que se hará recaer sobre aquel a quien se considera el
autor de una acción típica y antijurídica, y que se le puede reprochar
precisamente porque pudiendo obrar de otro modo voluntariamente no lo hizo,

171
aparece la inevitable pregunta –ya esbozada con anterioridad- respecto cuáles
son las condiciones que permiten establecer que en esa situación determinada
el autor no pudo haber obrado de otro modo.
El eje de la cuestión radique quizás en precisar qué se entiende allí por
voluntad. Y allí es precisamente donde aparece la égida: razón-
autodeterminación. Esta última se asienta, sobre la base de la razón, que en
los términos clásicos, se sostiene de la conciencia. Aunque, tal como se ha
visto, no pueda definirse con rigurosidad el concepto de conciencia y ni siquiera
puedan determinarse los límites de dicho campo, constituye un a priori de la
dogmática jurídica suponer que sólo puede autodeterminarse aquel que tiene
pleno dominio de sí, y el mismo, no se asienta sobre otra cosa que sobre el
hecho de disponer de sus facultades racionales.
Ahora bien, tal como se ha visto, el Psicoanálisis introduce una afrenta
fundamental para el sujeto del conocimiento moderno: no todo lo que el hombre
piensa y hace, se encuentra dentro de la órbita de su dominio racional. El
concepto de inconciente introduce respecto de esta autonomía de la razón un
primer movimiento subversivo. (Delgado, 2006)
En tal sentido, si se pretende delimitar un concepto de culpabilidad que
se atenga más cabalmente a la realidad y lo real de la determinación de las
acciones del hombre, resultará necesario introducir un paso fundamental:
“…para definir un concepto de culpabilidad antropológicamente bien
fundado… resulta necesario recurrir a información proveniente de otros campos
del conocimiento científico que estudian precisamente las características de la
condición psíquica del hombre, especialmente el estudio del inconciente”.
(Sarrulle, 2001)
El autor apela ahí al concepto de inconciente como determinante de las
acciones humanas; recurriendo a los desarrollos de Freud en su Psicopatología
de la vida cotidiana, plantea la necesariedad de atener la ponderación de la
conducta humana a las razones de determinación del saber no sabido por el
sujeto, situado más allá del campo de la conciencia, de la razón y de la
voluntad.
Se encuentra en la misma línea del planteo de Legendre (1994) cuando
reclama la interrogación del saber a media luz que habita desde las sombras al
sujeto y lo orienta, más allá de su entendimiento, en la realización del crimen.

172
Por tal razón, considera Legendre, el crimen porta una verdad que es preciso
interrogar.
Sin embargo, tal como se hubo situado con anterioridad, tal planteo de la
situación resulta absolutamente valioso para interpretar las acciones en el
campo de la neurosis. Ahora bien, la lógica del pasaje al acto en el campo de la
psicosis, exige un movimiento más. En tal sentido, y tal como se hubo indicado
oportunamente, el concepto de inconciente no resulta suficiente para pensar la
responsabilidad posible para el campo de la psicosis. Antes bien, constituye un
paso necesario, apelar –tal como se ha hecho en esta investigación- a otros
elementos conceptuales con los que cernir el estatuto de la responsabilidad en
la psicosis.
El recorte hecho hasta aquí de los elementos con los cuales de-consistir
la noción de enajenación mental para la psicosis, han permitido ir delineando el
camino para trazar un nuevo fundamento del concepto de culpabilidad en el
Derecho penal.
El mismo, no puede asentarse sobre una noción de conducta que para
valorarse como tal se restrinja al plano de la conciencia y se asiente sobre la
noción de voluntad como si esta última se sostuviera exclusivamente del
concepto de razón.
De tal forma, parece que el contenido material de la categoría lógico-
objetiva denominada conducta es algo más que lo que el finalismo
tradicionalmente ha sostenido: un hacer voluntario que se dirige a la
consecución de un fin propuesto, lo que parece referir sólo al “yo”, apolíneo,
intelectual, racional y científico, pero que en realidad no es más que una
pequeña parte de un vasto y desconocido territorio que también somos siendo.
(Sarrulle, 2001, 85)
Tal como se ha intentado demostrar con el estudio de casos, el concepto
de pulsión, la noción de transitivismo especular y los fenómenos del lenguaje
propios de la psicosis (tales como el delirio y la alucinación), constituyen los
elementos fundamentales, cada uno, con su estatuto, para pensar, el problema
de la hetero-determinación de la acción al interior del campo de la psicosis.
Sin ellos no es posible pensar el campo de la acción humana sin caer en
profundos errores de interpretación. Los mismos operan un descentramiento
central respecto de la noción de autonomía: autodeterminación relevada por la

173
idea de heterodeterminación. Comprensión de la criminalidad en términos de
motivación delirante en la norma (comprende, a partir de su delirio y la
alucinación).
Este último punto constituye un eje central del planteo. Pulsión,
fenómenos del lenguaje (delirio y alucinación) y transitivismo especular,
íntimamente articulados en los casos estudiados aquí, han permitido ubicar un
nuevo fundamento para la noción de libertad. La misma no puede pensarse
para el campo del hablante –se trate de la estructura clínica de la que se trate-
en términos de autonomía al tiempo que la motivación en la norma, asentada
sobre la capacidad de comprensión, incluye la significación propia del delirio y
la presencia de la voz alucinada del Otro.
Sin embargo, tal como se desprende del estudio de casos, es posible
ubicar a nivel del forzamiento que implica esta hetero-determinación psicótica,
una cierta racionalidad, propia de la lógica de la precipitación y el rechazo de la
pérdida en términos fálicos. Esta cierta racionalidad –que en nada se sostiene
del concepto cartesiano-kantiano de razón- permite introducir la perspectiva
subjetiva, horadando la tesis de la enajenación psicótica, que arroja al sujeto
por fuera del campo de la responsabilidad.
De tal modo, mantener para la culpabilidad la concepción normativa por
la que se pretende sostener el fundamento del juicio de reproche en la
capacidad del autor de poder haber obrado de otro modo sin haberlo hecho,
implica no obstante considerar, que también para el campo de la psicosis, es
posible ubicar -aún con la dimensión de hetero-determinación de la acción ya
explicitada- la dimensión de cierta elección que, aunque forzada, incluye la
elección del sujeto por la que luego éste intentará responder.
Vale decir, con qué argumento se sostendría desde esta perspectiva la
suspensión del reproche jurídico, ahí donde el sujeto testimonia
indudablemente por lo que hubo sido alguna participación suya a nivel del
forzamiento que desencadenó la acción criminal. Claramente, los testimonios
(al menos tres de ellos) se esfuerzan por ubicar al sujeto a nivel de un cierto
cálculo en el ejercicio de la acción menos lesiva. ¿Por qué negar para esa
dimensión subjetiva, la dignidad de la responsabilidad?
Y en este punto precisamente resulta oportuno recurrir a la
consideración de la temporalidad atinente a la acción. La lógica de la elección

174
forzada ha permitido introducir la necesidad de apelar a la temporalidad
freudiana para hallar un modo de localizar al sujeto en la escena que se
encuentra como tal perdida y que sólo es asequible por la vía del relato.
En este punto, conviene señalar algo que apunta muy bien Sarrulle
(2001) citando a Ordeig, catedrático español que precisa muy directamente el
punto de indecidible -indemostrable lo llama él- de la culpabilidad. Podría
decirse quizás, lo real de la culpabilidad. El punto de imposible demostración
por el cual, vale destacar, la escena como tal del crimen se encuentra perdida.
Sólo se puede obtener de ella, el relato que de la misma hace el sujeto en
cuestión. La situación como tal es irreproducible, como infundado también,
pretender decidir si con esas coordenadas podría haber obrado de otro modo
apelando a lo que otro hubiera hecho en su lugar.
Por tanto, el juicio del magistrado respecto de la culpabilidad del autor,
se asienta sobre un punto de imposible. Y es precisamente sobre ese punto de
imposible, que es preciso alojar el testimonio del sujeto, que intenta, en un
segundo tiempo, leer las trazas del saldo de la operación del crimen.
Es precisamente allí donde, en esa temporalidad escandida al modo
freudiano, el sujeto podrá hacer el intento de subjetivar, esto es, intentará a-
propiarse del saldo del crimen, que constituye también para él, un punto de
imposible –esta vez, claro, más acotado que lo in-a-propiable del momento del
hecho.
No obstante, el forzamiento presente en la elección y la lógica de la
precipitación no ha anulado sin embargo la dimensión de la interpelación previa
y el consecuente efecto subjetivo. En tal sentido, introducir la dimensión
subjetiva que precede al pasaje a la acción criminal, permite ofrecer un asidero
lógico para la posterior localización del sujeto en el tiempo del relato.
Por tanto, una vez más, el Psicoanálisis introduce para el campo de la
psicosis la dimensión del sujeto habitado por una satisfacción pulsional que –
aunque in-a-propiable al momento del hecho- permite pensar sin embargo, a
partir precisamente de la consideración del crimen, la realización de una
operación que instituye al sujeto en su pleno carácter de ser humano, esto es,
hablante, y por tanto, en condiciones de asumir como tal la responsabilidad por
lo que fuera el forzamiento de una elección.

175
La temporalidad escandida en dos momentos –el del hecho, y el del
relato del mismo- permite verificar el efecto clínico del intento de subjetivación
del saldo de la operación sobre lo in-a-propiablemente ajeno del lenguaje y por
tanto, del goce en la psicosis.
Tal el nuevo fundamento económico de la culpabilidad al que el Derecho
penal como tal no puede dejar de acudir. Asentar sobre la perspectiva de la
economía libidinal el costo que una sanción podría implicar para el sujeto,
introduce la posibilidad de pensar la dimensión del pago más allá de la
referencia a la privación de libertad –y al carácter aflictivo de lo que se ha
denominado siempre “la pena”.
Considerar el lugar antropológicamente enraizado del castigo en la
trama social; considerar a su vez, la perspectiva histórica de la evolución del
sistema penal en Occidente; y agregar a esto, la perspectiva de la economía
libidinal, abre el planteo hacia nuevos horizontes. Introduce entre otras cosas,
la pérdida de la referencia a la privación de libertad como inexorable. Sienta las
bases de la dimensión del pago con relación al costo sostenido en la
singularidad.
Si la culpabilidad se vincula en Derecho penal a la posibilidad efectiva
del ejercicio punitivo del Estado, entonces, considerar la dimensión libidinal del
pago, introduce, la necesidad de considerar la singularidad del mismo. La
privación de libertad no puede entonces constituir la única referencia para
pensar el campo penal para la psicosis –o mejor aún, el espectro de sanciones
posibles. En tal sentido, la culpabilidad como precursora de la responsabilidad,
implica considerar, la dimensión punitiva, ya no solamente en términos de
encierro, apelando a la dimensión económica –del costo- absolutamente
singular.

Responsabilidad como tratamiento de la psicosis a la dimensión de


ajenidad.

La responsabilidad ha intentado pensarse a lo largo de este trabajo con


relación a la dimensión de la temporalidad y a partir de la consideración de este
elemento fue posible introducir dos escansiones. La temporalidad con la que se
hubo ordenado el planteo respecto de la responsabilidad no fue otra que la

176
temporalidad freudiana –dividida en dos momentos y sostenida en la lógica
retroactiva.
Así, por un lado, se trabajó la responsabilidad a nivel del tiempo dos,
tiempo posterior al acto, tiempo de la respuesta como efecto de la
interpelación. Allí la dimensión de responsabilidad aparece tal como ha sido
elaborada por los diversos autores que han seguido hasta aquí las huellas
freudianas y lacanianas (Miller, 1991; Legendre, 1994; Tendlarz, 2008
;Gerez Ambertín, 2006; Krezses, 2005; Degano, 2011; Muñoz, 2011). Y a partir
de esta consideración fue posible extraer del material clínico las distintas
elaboraciones de saber con que el sujeto leyó en cada caso su participación en
el crimen y las coordenadas de producción de éste.
Por otro lado, esta investigación ha pretendido interrogar la dimensión de
responsabilidad en los términos en los que es planteada por el Derecho penal,
y a partir de allí hubo ordenado el estudio con relación a la cláusula “al
momento del hecho”. En este punto, la revelación sorprendente obtenida a
partir del análisis efectuado sobre los recortes clínicos extractados, estuvo
dada por el hecho de lograr ubicar cierta dimensión subjetiva que fundamentara
un cierto orden de elección al interior de la lógica precipitada de ciertos
crímenes y que permitiera a partir de allí pensar un cierto margen de
autodeterminación al interior de la heterodeterminación del lenguaje (delirio y
alucinaciones) pulsional y transitiva para la psicosis.
Ahora bien, ¿cuáles son los elementos comunes a la responsabilidad en
uno y otro momento? ¿Con qué elementos cernir la responsabilidad en la
psicosis por un crimen realizado bajo la lógica de la precipitación a la acción?
Quizás esta sea una pregunta que haya que retomar con posterioridad; tal vez
primero convenga apelar a ubicar los elementos que no se encontraron en los
testimonios recabados y que por lo tanto no constituirán elementos con los
cuales pensar la responsabilidad para estos casos.
El primer punto a señalar es que hay un operador lógico y clínico con el
que no podría contarse: la culpa como precipitado del deseo edípico infantil.
Sin embargo, tal como pudo leerse en los diversos recortes clínicos
extractados, las distintas modalidades de la responsabilidad no se han
ordenado sino con relación al elemento central de la culpabilidad. ¿Cómo
pensar entonces esta cuestión? Es decir, cómo pensar ese orden de

177
culpabilidad que se presenta en los testimonios recabados y que no
corresponde al campo de la culpa tal como ésta se presenta en la neurosis –
articulada con el deseo edípico infantil y reprimido.
¿Cuál es el sesgo de la particularidad de la culpabilidad tal como se
presenta en estos casos? La culpabilidad se presenta en al menos tres de los
testimonios recabados como una declaración de autoría. Es decir, allí
culpabilidad significa: ‘he sido yo el autor del crimen’. De igual modo, en el caso
en el que la presentación subjetiva coincide con un rechazo absoluto de la
culpabilidad, la misma se presenta de la misma manera como una declaración
de autoría: ‘no he sido yo el autor del hecho’. En tal sentido, la culpabilidad
queda remitida directamente al hecho criminal y no asume a partir de allí
ningún desplazamiento posible.
Entonces quizá el eje deba ser ubicado en el punto en que, respecto de
esta culpabilidad, tal como se presenta en estos casos, no es posible operar
ninguna dialectización. La culpabilidad no se ordena de acuerdo a la trama del
guión edípico infantil y por lo tanto no es posible operar ahí ninguna
reconducción de la escena al tiempo de la infancia. Pero además, y aún sin
apelar a la dimensión temporal, al plantear que no es posible operar ahí
ninguna dialectización, el punto central que hay que destacar es que, no es
posible leer esa culpabilidad con relación a otra escena –sea cual fuere esa
otra escena. No hay la posibilidad de operar tal reconducción. La culpabilidad
queda entonces circunscripta al hecho por el que se interroga. El deslizamiento
no es ahí un recurso posible.
¿Cómo pensar entonces el elemento de la temporalidad -considerando
por ejemplo, la subversión de la temporalidad sostenida del intervalo y el rodeo
a la que se asiste en el trazado de la pulsión –puntualmente en la
esquizofrenia? Es posible afirmar no obstante que para el campo de la psicosis
podría efectuarse una operación de lectura similar. Sin contar ya con el eslabón
de la culpabilidad ordenada en los términos del guión edípico que le aporta
Freud, la responsabilidad en la psicosis puede sin embargo pensarse también
recurriendo a la temporalidad freudiana en dos tiempos. La función del intervalo
como operación a introducir adquiere aquí un valor central.
Sin embargo, la cuestión central a resaltar sea quizás que, el tiempo uno
al que remite el sujeto en el tiempo de la lectura del hecho, ese tiempo no es

178
otro que el del hecho mismo. Esto es, el tiempo uno aquí no está constituido
por ninguna remisión a lo infantil. La temporalidad de la lectura es actual:
tiempo uno, el del pasaje al acto, y tiempo dos, el de la lectura del mismo,
ambos, ordenados según la temporalidad actual, sin deslizamiento hacia lo
infantil.
Tal como pudo verificarse en los recortes extractados de la casuística
aquí expuesta, la responsabilidad con relación a un crimen no aparece
vinculada a ninguna escena infantil. Hay lógicamente un tiempo dos en el que
se produce la interpelación respecto del hecho criminal, sin embargo, el tiempo
uno al que se remite la elaboración de saber es sencillamente el tiempo del
acto –en el sentido de acción- no hay allí referencia infantil, como tampoco,
edípica.
Es decir, la responsabilidad con relación a un pasaje al acto criminal
para el campo de la psicosis, prescinde del pasaje por el padre. Sin el soporte
de la culpa articulada en términos del guión edípico, la responsabilidad aparece
directamente vinculada al hecho criminal y la dialectización que pueda
producirse al respecto queda cernida a ese elemento, sin apelar a la referencia
paterna.
Pero hay que agregar un elemento más: la lectura del hecho en el
tiempo dos respecto del mismo, no desencadena ningún autoreproche. La
interpelación no conduce a la formulación de ningún autoreproche respecto de
la acción realizada. La modalidad de interrogación a la que se asiste en al
menos tres de los diversos casos constituye una interpelación teñida de enigma
que no tiene como efecto el despertar de un reproche que recaiga sobre el
sujeto mismo de la interrogación.
Entonces, no es posible pensar la responsabilidad en la psicosis con
relación a un crimen realizado bajo la modalidad de la precipitación a la acción
a partir de los elementos de la culpabilidad edípica infantil ni el autoreproche.
Otros tendrán que ser los elementos con los que delimitar los bordes de
la responsabilidad para este campo. Ahora sí se torna entonces pertinente
formular la pregunta que se había dejado en suspenso líneas arriba: cuáles
pueden ser esos otros elementos con los que pensar la responsabilidad en
estos casos.

179
Tanto en uno como en otro momento de la responsabilidad tal como ésta
fuera recortada de la casuística trabajada aquí, tanto a nivel del tiempo dos,
tiempo de la lectura, como a nivel del tiempo uno, tiempo de la realización del
crimen, es posible encontrar un cierto efecto de división. Al interior del tiempo
uno fue posible encontrar en al menos tres de los casos, un cierto margen que
pudo ser leído como de dimensión subjetiva a cuenta del cual poner una cierta
elección. A nivel del tiempo dos, este margen de autodeterminación que horada
la heterodeterminación del lenguaje pulsional y transitiva, habilita la dimensión
de respuesta: en tanto sólo es posible responder con relación a algo que ha
implicado un cierto orden de elección y en tal sentido, de libertad. Es decir, sólo
es posible hacer lugar a la dimensión de respuesta subjetiva sobre el fondo de
cierta libertad.
Otro de los elementos que fuera ya indicado tangencialmente: la
declaración de autoría. La culpabilidad que se presenta a nivel del segundo
tiempo, en la lectura del hecho, se reduce a esto: declararse o no el autor del
crimen. Se trata de una modalidad de respuesta que permite pensar la
responsabilidad por el acto –en el sentido de acción y al sujeto intentando
localizarse como el agente de la misma. En tal sentido es que el planteo
consiste en ubicar a la responsabilidad entendida allí como autoría.
En tanto la culpabilidad se cierra sobre el hecho criminal en sí, sin poder
enlazar a otra escena, la declaración de autoría no alcanza ningún valor
metafórico. Asumirse o no como el agente del acto, tal es la ficción a la que el
sujeto logra o no consentir. Sin embargo, el carácter lógica y estructuralmente
ficcional de la asunción de la posición de agente no introduce con esto la
dimensión metafórica propia del trabajo del inconciente.
En este sentido, el análisis conduce hacia un nuevo elemento a
considerar: soportar las consecuencias de una elección. Si hay algo respecto
de lo cual testimonian al menos tres de los casos recortados, es sobre el hecho
de soportar –en el sentido de constituirse en el soporte- de las consecuencias
de una elección. Es decir, aquello que se decide, sobre la base de una
elección, sus consecuencias, recaen luego sobre el sujeto de esa elección,
aquel que precede el momento del pasaje.
Habrá que decir una vez más que, a partir de la enseñanza extractada
de los casos, es posible ubicar cierta dimensión de subjetividad previa al

180
momento de la precipitación que habilita a pensar un cierto orden de elección –
aunque haya que nombrar a ésta como forzada.
Se trata de un planteo por lo demás paradojal, en tanto, una vez más, se
opera una complejización de la lógica precipitada y conclusiva del pasaje al
acto referido como operación de corte respecto a la presencia invasiva de los
fenómenos del lenguaje y la instancia pulsional. Pero es que efectivamente, las
elaboraciones efectuadas en los testimonios recortados, permiten ubicar ese
margen de elección que precede la precipitación conclusiva del pasaje al
campo de la acción y que habilita a introducir una diferencia. La dimensión de
elección concomitante a un acto sintomático. Así el pasaje a la acción
heterolesiva en los casos estudiados aquí, adquiere un nuevo estatuto: se trata
de un acto sintomático como vía de resolución de la interpelación dilemática. Y
es precisamente sobre ese punto –ese margen- de elección que antecede la
precipitación al acto que es posible luego soportar las consecuencias de ese
pasaje.
Esto es, hay una relación de determinación fundamental entre ese
margen –por pequeño que éste sea- de elección a nivel del momento del
hecho, y el hecho de soportar posteriormente las consecuencias de la elección
que recaen sobre el sujeto. Los testimonios permiten ubicar esa relación. Salvo
lógicamente en el caso que se presenta como el rechazo de la culpabilidad, ahí
donde el sujeto no reconoce su participación en el hecho y niega por tanto
haber estado ahí. Y efectivamente, a lo que se asiste a partir de ese testimonio,
es al rechazo de las consecuencias de algo que no puede ubicarse como
elección: la decisión judicial es leída como un complot dentro del entramado
persecutorio.
Por otra parte, las distintas formulaciones respecto al mecanismo de
desencadenamiento del pasaje forzado a la acción criminal en casos de
psicosis permiten ubicar dos grandes elementos en torno de los cuales agrupar
el planteo referente al elemento desencadenante y a partir de allí encontrar otro
elemento con el cual pensar la responsabilidad.
Dejando momentáneamente de lado la discusión relativa a la referencia
o no al padre para pensar un crimen psicótico, lo cierto es que luego, los
elementos centrales que sirven para pensar el desencadenamiento del pasaje

181
al crimen no son otros que los fenómenos del lenguaje (delirio y alucinación), el
transitivismo especular y la pulsión.

Responsabilidad y economía libidinal

Así, en relación al elemento concerniente al campo pulsional, el objeto,


es posible pensar la operación del pasaje al campo de la acción como una
operación de corte. Uno de los casos estudiados en la presente investigación
permite ilustrarlo paradigmáticamente. En tal sentido, la responsabilidad, al
momento del hecho, logra cernirse precisamente con relación a lo que en estos
casos parece describirse como una cierta operación de corte. La elección
forzada del sujeto parece orientarse en el sentido de una precipitación que
interviene en el sentido del punto de basta. El transtivismo especular da cuenta
en algunos casos del modo en que este corte no logra efectuarse en un plano
simbólico –ahí donde la imagen del semejante, logra especularizar el objeto en
cuestión. El corte opera entonces un cierto efecto de regulación al interior de la
economía libidinal del sujeto –aunque el corte haya intervenido por ejemplo
sobre el cuerpo del otro.
Es precisamente en relación con esos elementos que se vuelve posible
pensar la responsabilidad como una posición por la que un sujeto puede
instituirse y a-propiarse de aquello que hubo intervenido como desencadenante
del crimen que ocurrió no sin ello. Es decir, se trata de la responsabilidad como
modo de posición, lectura y tratamiento del saldo del crimen que no es sin el
efecto del horror.
Nuevamente, los testimonios recortados permiten ubicar esta dimensión
de la responsabilidad que implica ya no sólo el hecho de soportar las
consecuencias de una elección sino además, el hecho de, a partir de ese
tiempo de lectura e interrogación, producir un nuevo efecto: un efecto de
tratamiento, una respuesta ya no sólo en el sentido de una elaboración de
saber, que restituya en algún punto –y con la limitación que esto implica- la
dimensión del sentido, sino además, una operación de asunción respecto de lo
ajeno in-a-propiable; esto es, un tratamiento respecto del goce. Tratamiento
entendido ahí como asunción de esa operación respecto del goce que el pasaje
al crimen hubo efectuado.

182
La responsabilidad en este sentido, se presenta ya no solamente como
una respuesta en términos del efecto de lectura, sino que como tal, la misma
implica una posición con relación a una operación respecto del goce, el
elemento que al momento del hecho, orientó al sujeto, forzó al mismo, a
moverse en una dirección que arrojó como saldo, el crimen. La responsabilidad
permite pensar la posición por la que el sujeto puede asumir el saldo de la
operatoria respecto de la dimensión de ajenidad.
Nótese el modo en que claramente la responsabilidad y la dimensión
ética que ésta comporta supone la dimensión del goce. No es sin ubicar la
posición que el sujeto asume respecto de lo que fuera en otro momento –en
otra escena- su posición y operación respecto del goce- que puede pensarse
para la psicosis el estatuto central de la responsabilidad. Desde esta
perspectiva –económica- resulta válido retomar la pregunta esbozada líneas
arriba por la responsabilidad y la dimensión del pago, y en tanto precisamente
quizás sea éste el punto en que mejor se articulen el campo del Derecho penal
y el del Psicoanálisis.
Lacan ofrece un elemento central para pensar en este sentido la
responsabilidad; formula: “toda sociedad, en fin, manifiesta la relación entre el
crimen y la ley a través de castigos, cuya realización, sea cuales fueren sus
modos, exige un asentimiento subjetivo. Que el criminal se vuelva por sí solo el
ejecutor de la punición, convertida por la ley en el precio del crimen…” (Lacan,
1950, 118).
Se trata de una formulación muy precisa acerca del valor del castigo,
entendido éste sin ninguna referencia ideológica. Más bien, el punto de anclaje
inicial del mismo está constituido por una referencia antropológica: toda
sociedad establece algún modo de sancionar la relación del sujeto a la ley. Se
trata de una referencia ineludible para pensar la dimensión universal del
planteo. El soporte del mismo no es otro que el de la ley positiva –la referencia
por ejemplo, es la del código penal. El código establece la sanción –en
términos de registro de la conducta disvaliosa- que le cabe a quien franquea el
límite de lo prohibido establecido por la ley.
La perspectiva económica –en el sentido de economía libidinal- resulta
allí evidente. El castigo es el precio del crimen, aquello que el sujeto paga, por
su pasaje al acto, por su atravesamiento de la frontera de la norma.

183
La noción de asentimiento subjetivo, introduce muy puntualmente, el
punto de vaciamiento de goce del lado del ejecutor del castigo. Se trata de una
operación que no requiere del otro como verdugo; más bien, por el contrario,
apela al sujeto como su propio ejecutor. El sujeto dividido. El sujeto haciendo
recaer sobre el sujeto la significación del costo.
Por tanto, ¿de qué modo puede un sujeto soportar las consecuencias de
una acción que le ha concernido en cierto margen de elección y que ha
implicado una violación de la norma que regula el lazo social si no es a partir de
efectuar al respecto alguna operación económica? Ahora bien, ¿qué sería aquí
una operación de tal índole?
En Freud (1908) el out law –tal el calificativo que el autor le da al
criminal- es aquel que no hubo efectuado su operación de renuncia a la
satisfacción pulsional, la misma que se requiere para formar parte de la cultura.
En tal sentido, fuera de la ley implica fuera de la cultura. La renuncia se
instituye así como el paso fundacional que introduce al ser hablante en el
campo del lazo social. La renuncia puede pensarse también como uno de los
nombres con los cuales leer la operación inaugural de pérdida de goce.
Precisamente, la perspectiva económica implica como tal la
consideración de tales movimientos libidinales. La recuperación y el ahorro sólo
son pensables desde la perspectiva de la pérdida inaugural. Si tal operación no
hubo acontecido, entonces, habrá que pensar que esto no será sin
consecuencias. Otra será la dinámica pulsional en juego.
Pues, entonces, ¿qué cosa sería aquí una operación que introduzca
alguna variación en la economía libidinal que condujo al crimen? Quizás no otra
cosa que la asunción de una posición que implique algún tratamiento respecto
de lo in-a-propiable. ¿Y cómo podría el sujeto operar ese tratamiento si no
fuera precisamente a partir de una cesión? He ahí la dimensión eficaz del pago.
La cesión viene allí a relevar la operación de renuncia. La cesión puede
implicar alguna suplencia sobre la base de una renuncia que no aconteció.
Ahora bien, la referencia con la cual pensar la lógica de una cesión se
encuentra constituida tanto en Freud como en Lacan por la remisión al control
de esfínteres. Allí, la cesión es un efecto de la intervención de la demanda del
Otro. La dimensión del amor posibilita aquí el saldo. Pues entonces, se ve

184
como desde esta perspectiva, la sanción en términos de cesión y la misma en
términos de costo, se aleja sustancialmente de la dimensión penal –aflictiva.
Así, la cesión supone la consideración de un bien, y en relación a éste,
un valor. El asentimiento subjetivo adquiere así una auténtica significación
económica; implica como tal la asunción de un imposible, un tratamiento de lo
real otro que el que hubo operado el crimen. Sin embargo, ceder, se cede lo
propio. ¿Cómo pensar un orden de renuncia o cesión sobre lo que se presenta
como ajeno e in-a-propiable?
La dimensión económica en Psicoanálisis no permite constituir ningún
universal: por tanto, la idea de pago constituye como tal, un conjunto abierto, y
cualquiera de las referencias con las que habitualmente se piensa el valor de
eficacia de la pena (dinero, privación de libertad, vida en comunidad, entre
otras) no constituye un referente inequívoco de la significación del castigo.
Antes bien, será vez a vez, y caso por caso, como habrá que poder evaluar, de
qué modo es posible que cada quien pague por lo que hizo, esto es, que
encuentre otro goce que extraer que el del padecimiento propio de aquel que
no ha logrado operar pérdida alguna en la estructura.
Así, la perspectiva económica de la responsabilidad habilita a pensar la
función del pago estrictamente en relación con la función del corte. El pago
logra adquirir así su significación central a partir de remitirse a la significación
del corte y aún más, al efecto real que el mismo alcanza en su función de tope.
Por tal motivo, para poder dimensionar justamente el valor y la eficacia del
costo que introduce la lógica de la punición, es preciso no perder como
referencia la función del corte que el pasaje al acto criminal hubo logrado
operar como tal.
En tal sentido, y a modo de ordenamiento de lo relevado hasta aquí, es
posible aplicar los registros lacanianos al ordenamiento de la responsabilidad
para el campo de la psicosis con relación a un crimen realizado bajo la
modalidad de la precipitación y forzamiento a la acción.
Así, es dable formular que, la enseñanza que el estudio de casos
permite extraer apunta a situar que, la responsabilidad, como efecto de la
aparición del sujeto, logra articularse en dos órdenes diversos. Por un lado, en
el registro imaginario –ahí donde el soporte de la cadena significante no

185
constituye una referencia simbólica sobre la cual apuntalarse. Por otro, el
registro de lo real: la perspectiva económica adquiere aquí toda su importancia.

Derecho a juicio: vaciamiento del goce de la punición.

Tal como lo describe el propio Nietzsche (1887) y luego lo retoma


Foucault (1975b) el castigo puede implicar la dimensión de la pena para quien
lo soporta, y la del dominio para quien lo ejecuta; ambos, conllevan sin
embargo, una dimensión de voluptuosidad. El goce del castigo, antes que
Freud (1924) lo formule en relación al campo de la clínica y como soporte del
síntoma en la neurosis, aparece no obstante especificado a nivel de la esfera
social por el filósofo alemán, el cual, logra magistralmente ubicar el goce
correspondiente a cada uno de los personajes: el castigado y el verdugo.
Como se ha dicho, la referencia al castigo aparecerá posteriormente en
Lacan (1950) para pensar la dimensión social de la responsabilidad. Con una
precisión que asombra el autor afirma:
Una civilización cuyos ideales sean cada vez más utilitarios, comprometida
como está en el movimiento acelerado de la producción, ya no puede conocer
nada de la significación expiatoria del castigo. Si retiene su alcance ejemplar,
es porque tiende a absorberlo en su fin correccional. Por lo demás, éste cambia
insensiblemente de objeto. Los ideales del humanismo se resuelven en el
utilitarismo del grupo. Y como el grupo que hace la ley, no está, por razones
sociales, completamente seguro respecto de la justicia de los fundamentos de
su poder, se remite a un humanitarismo en el que se expresan, la sublevación
de los explotados, y la mala conciencia de los explotadores, a los que la noción
de castigo también se les ha hecho insoportable. (Lacan, 1950, 129).
Nótese la claridad con la que el autor destaca la función del castigo
como resorte de la responsabilidad en su dimensión social, ubicando al mismo
tiempo, las razones que conducen al humanitarismo, a despabilar su horror
ante lo que no parece ser otra cosa que la presentificación del goce –o la
voluptuosidad aludida por el propio Nietzsche- del castigo.
Es decir, resulta necesario leer la crítica que Lacan despliega contra las
afirmaciones pretenciosamente humanistas que se sostienen de no otra cosa
que de un mecanismo similar al de la defensa; esto es, el autor no las lee con

186
otra lógica que las de la formación reactiva: ahí donde el goce del castigo se
vuelve insoportable, despertando como efecto el horror –y ahí donde los
legisladores, y jueces, podría agregarse- temen que su acción no esté
desprovista –o vaciada- de la voluptuosidad propia del ejercicio del castigo,
entonces, la respuesta que aparece como compromiso no es otra que la del
proteccionismo. El saldo sintomático del horror ante el goce que depara el
ejercicio del castigo no es otro que el de la protección humanitaria. Hay que
proteger al enfermo del avance punitivo del Estado! Olvidando que quien así
padece, reclama ser considerado en su dimensión humana: esto es,
responsable.
¿Podría este desarrollo lacaniano ser pasible de ser cuestionado como
una legitimación del poder punitivo del Estado y con él, de la lógica de
producción capitalista? De hecho, Ferrajoli (1989) considera la legitimación
externa del Derecho penal como aquella que deriva de la apelación a razones
externas a la lógica del derecho penal mismo a fin de pensar los problemas
relativos a las preguntas por si resulta necesario prohibir, juzgar y castigar. En
tal sentido, todo este desarrollo teórico podría ser puesto a cuenta -por parte de
la objeción del interlocutor- de un intento de legitimación del Derecho penal –en
sus tres vertientes de restricción de libertad: la prohibición, el juicio y el castigo.
No obstante, tal como puede leerse –si se logra extraer la lógica de la denuncia
de lo que bien podrían calificarse como efectos sadianos de las buenas
intenciones- es posible concluir que el desarrollo de esta investigación apunta
antes bien, a cuestionar el lugar de excepción de los así llamados enfermos
mental en el Derecho penal (Hegglin, 2006) en el punto en que precisamente,
el intento por exceptuar a estos del rigor punitivo del Estado, les acarrea, en
términos penales, un mayor sufrimiento y una mayor indignidad.
En este sentido, es notorio el modo en que para Lacan, son más bien las
pretensiones del humanitarismo las que quedan del lado de la aceleración
capitalista, desconociendo, o más bien, rechazando, la significación expiatoria v
del castigo. Y es este último precisamente el punto de interés central para este
desarrollo. La referencia al castigo, que en primer lugar pareciera tener un
alcance exclusivamente sociológico, toma, a partir del señalamiento de la
expiación un alcance clínico. Se trata entonces de situar, el valor subjetivo que

187
puede tener para el autor de un injusto penal, la asunción del castigo –en
términos por ejemplo de la economía libidinal.
El riesgo de los desarrollos pretenciosamente humanistas –que no
dudan en desplegar su horror frente a la aparición en el horizonte de la
dimensión del castigo- consiste precisamente en abolir la instancia del sujeto.
En la denuncia ferviente que Basaglia (1981) realiza de la selectividad del
sistema jurídico penal –que recae siempre sobre el proletario, explotado- y lo
que él considera, la complicidad del Psicoanálisis con el mismo, y aún más, la
ineficacia del Psicoanálisis, esgrime un argumento que resulta por lo menos
alarmante. Así formula: “el hecho de que un subproletariado, recluido en un
manicomio, pueda o no presentar un complejo de Edipo no resuelto suena
ridículo hasta para un profano” (Basaglia, 1981, 93).
¿En qué punto se subraya el carácter alarmante de la ideología que se
dio en llamar antipsiquiátrica? Precisamente en el punto en que, la creencia
ideológica conduce al profesional de la salud mental a abolir la dimensión del
sujeto. Que el proletario encerrado en el manicomio no disponga de la noción
complejo de Edipo, no implica que el complejo de Edipo como tal no opere en
él su eficacia. Lo contrario sería reducir la eficacia del Psicoanálisis a la órbita
intelectual. Y no es precisamente en el intelecto en donde hay que situar al
sujeto ni sobre la base de su instrucción escolar sobre lo que opera el
dispositivo.
Como se ve, el rechazo de la dimensión subjetiva, en el punto en que
ésta puede confrontar con el goce, no resulta privativa del campo del Derecho.
También en el campo de la salud mental, se ha avanzado con miras a
desconocer, la eficacia del inconciente (y con éste la de deseo) o bien, de la
dimensión pulsional. El rechazo de unos y otro concepto, conlleva a la
degradación de la dimensión de responsabilidad. Y aún más, introduce el
ejercicio del espanto, con relación a la dimensión social de la misma en su
articulación con el castigo.
Hacer una lectura suficientemente lúcida de la cuestión de la
responsabilidad implica no desconocer por un lado, el goce inherente al
ejercicio del castigo, pero al mismo tiempo implica, por otro, no retroceder
frente a las consecuencias de una acción, cuando ésta implica, el ejercicio de
una sanción, que se impone como costo.

188
En el campo del Psicoanálisis, algunos autores (Degano, 2011) se han
ocupado de subrayar esta dimensión por la cual, la respuesta del sujeto con
relación a un delito, implicaría asumir las consecuencias también en el sentido
de lo que la sociedad le depara a aquel que infringe la norma, y transgrede
como tal el pacto social.
Así las cosas, no habría ninguna razón para declamar desde este punto
de vista, la exceptuación de punibilidad si lo que se pretende es restituir la
dimensión de dignidad que radica en la posibilidad del hablante de responder
por sus acciones y en tal sentido, no sólo leerlas con relación a una lógica sino
también en el sentido de soportar las consecuencias y poder hacer algo con
ello.
No obstante, dado el contexto de la presentación de esta tesis –la actual
reforma del Código Penal de la Nación- y el auge de los argumentos que desde
distintos sectores del Estado avanzan reclamando seguridad y mayor dureza
en las penas, la realidad es que –como se ha dicho, en este contexto-
promover la imputabilidad para los casos de psicosis que se hayan presentado
del modo en que lo hubieron hecho los casos recortados por esta investigación,
podría constituir para cierto grupo social un argumento al servicio del goce de
la punición y desencadenar a partir de allí, la maquinaria del castigo,
desprovista del ejercicio de la Justicia.
Por tal razón conviene aclarar que, cuando se postula, que puede haber
responsabilidad en la psicosis, se pretende simplemente, restituir la dimensión
de reprochabilidad, para que esto conlleve la celebración de la instancia de
juicio, que podría depararle al sujeto la posibilidad de ser declarado inocente, o
en el caso del delito de lesiones leves por ejemplo (tal como fuera el injusto
cometido por una de las pacientes antes referidas), la obtención de la
excarcelación.
Advertidos de que el saldo de la elevación a juicio podría deparar
también una condena para el enfermo, resulta necesario destacar que, antes
de introducir semejante reforma, habría que repensar primero, el tipo de
sanción y –en el caso que se mantuviera la pena privativa de libertad como
sanción- las condiciones de aplicación de la misma: con qué dispositivo y de
qué modo se evaluaría el lugar de alojamiento para un enfermo que hubiera
recibido una condena. Y esto no en virtud de ningún ánimo segregativo sino

189
atento a que las circunstancias de alojamiento carcelario –si es que la condena
se tradujera en una pena privativa de la libertad- no son comparables a las del
hospital. El peligro al que puede estar expuesto el enfermo en su alojamiento
hospitalario es mínimo si se compara con aquel al que puede ser expuesto en
el ámbito carcelario. Y entonces, sin tratarse ya de un proteccionismo
paternalista, se trata de atener cualquier reforma al criterio lógico de realidad
que indica la precaución necesaria respecto a los efectos iatrogénicos que
puede conllevar el encierro carcelario sobre quien padece un sufrimiento
psíquico de tal índole.
Sin embargo, si no se plantea la cuña necesaria a introducir entre la
instancia del reproche jurídico –como mecanismo de imputación con la
consecuente celebración del debate en juicio- y la punibilidad, no es posible
promover esta instancia primera sin que esto conlleve el riesgo de promocionar
la segunda, desprovista y desenlazada del acto de justicia, sosteniendo los
argumentos de los sectores más reaccionarios de la sociedad.
Si lo que se pretendiera objetar en cambio fuera el valor o el sentido de
una reprochabilidad no necesariamente punible, pues bien, ahí las razones
decantan por su propio peso: otorgarle al sujeto la posibilidad de la
interpelación –que la misma acompañe en la esfera jurídica el proceso de
interrogación que el crimen ha desencadenado en la esfera subjetiva-
constituye de por sí una operación dignificante de la condición humana.
Por otra parte, cabría responder a tal objeción la necesidad de introducir
una segunda operación para pensar más abiertamente el planteo: la sanción,
con su dimensión de pago de quien ha sido encontrado culpable no debe estar
necesariamente ligada a la privación de libertad. Es necesario vaciar el lugar de
la referencia de la pena, para poder habilitar nuevos modos de sanción de la
conducta antijurídica que contemplen la dimensión singular del pago eficaz
para cada sujeto.
El Derecho penal debe nutrirse de la dimensión reparatoria que lo acerca
al Derecho civil. Es decir, el castigo –que en el Derecho penal tiene la función
de sanción, en términos de lectura de una conducta como disvaliosa- puede
tomar del Derecho civil los elementos con los que significar una reparación que
no sólo busque resarcir de alguna forma el daño efectuado al semejante (sea

190
éste la víctima de una lesión o los familiares de la víctima misma) sino que la
misma opere algún efecto dentro de la economía libidinal del sujeto.
Ahora bien, tal planteo sólo es pasible de sostenerse como tal si no se
reduce la visión del proceso judicial a una instancia de avance del Estado con
su brazo punitivo sobre aquel que hubo cometido el injusto. Sólo si es posible
concebir el proceso judicial como una articulación espacio temporal en la que
se le hace posible al juez evaluar el injusto desglosando cada uno de sus
elementos hasta considerar la culpabilidad del autor, la cual decidirá su
responsabilidad o irresponsabilidad, sólo si tal es la concepción del mismo, se
vuelve posible no otorgar a la reivindicación de la imputabilidad del enfermo
psicótico un mote reaccionario.
Cuando Lacan (1950) plantea que irrealizar el crimen es una vía posible
para no deshumanizar al criminal, quizás se trate de hacer lugar precisamente
a eso, la operación por la cual se intentan localizar los soportes simbólico-
imaginarios del pasaje al acto que constituyó una transgresión a la norma
jurídica. La instancia del juicio oral y público puede ser un escenario posible en
el que acontezca el encuentro con una verdad hasta entonces inapropiable en
el que, la responsabilidad del sujeto no quede –como hasta ahora-
desvinculada de la responsabilidad que rechaza el derecho penal.
Lejos de plantear la función clínica del derecho (Legendre, 1994) como
una consigna de carácter absoluto y universal, este estudio aboga por la
humanización del campo de la administración de justicia, en el sentido de la
restitución de la dimensión subjetiva concerniente al crimen de un enajenado,
como un hecho posible.
Sólo quien no comprende el sentido del juicio puede ser privado de él.

CONCLUSION

Esta tesis comenzó a partir de los datos de la clínica introduciendo una


simple formulación de posibles variantes de la responsabilidad del sujeto en la
psicosis con relación a un crimen realizado bajo la modalidad del pasaje
precipitado al campo de la acción. A partir de este movimiento, se verificaba
una idea sustantiva para la investigación: puede haber responsabilidad en la
psicosis.

191
Ahora bien, qué se entendía en el marco de esta investigación por
responsabilidad. Al respecto, surgieron dos formulaciones diversas: por un
lado, basada en las teorizaciones de autores argentinos y extranjeros, la
responsabilidad en Psicoanálisis fue pensada como una respuesta, a
producirse en un segundo tiempo, respecto del tiempo 1 que es el tiempo de la
realización del crimen. Con relación a este planteo, la autora de esta tesis,
avanzó hasta suponer para la responsabilidad, no sólo el estatuto de lectura,
sino también de tratamiento, de posición respecto a una operación con relación
al goce.
No obstante, la investigación, sobre todo a raíz de la conceptualización
que pudo desplegarse a partir de los datos obtenidos de los recortes clínicos,
pudo arrojar un saldo inédito: puede haber también cierta dimensión del sujeto
a nivel del tiempo 1 y es precisamente con relación a ese margen de elección –
libertad, autodeterminación- que es posible pensar la responsabilidad como
posición del ser –efecto de la interpelación de algo que entonces lo interpela -
también al interior del tiempo 1.
Es decir, el hallazgo sostenido en los datos de la clínica, permitió
introducir la dimensión de responsabilidad al interior de la realización del
crimen, como una crítica a la noción de enajenación, o más bien, como un
cuestionamiento de la psicosis como enajenación, ahí donde esta última es
pensada como una condición absoluta.
A partir de esto, la responsabilidad, siempre entendida como lectura y
tratamiento respecto de una operación con relación al goce, pudo ubicarse al
interior del tiempo 1, como cierto margen de elección, cierta dimensión de
decisión, concerniente al sujeto. El acto sintomático pudo pensarse allí como
una vía de resolución diversa respecto del pasaje al acto.
La responsabilidad también pudo pensarse allí como un efecto de
interpelación que provocaba en este caso la presencia perturbadora de la
satisfacción pulsional. Y fue en relación a esa dimensión de ajenidad en la
psicosis, que la responsabilidad intervino ahí dando cuenta de la dimensión de
subjetividad, de la posible posición del sujeto en relación a una suerte de
elección previa a la conclusión criminal.
Entonces el elemento central introducido por la investigación tuvo que
ver con desdoblar la responsabilidad en dos momentos, y poder pensar, la

192
misma como efecto de la interpelación producida en dos tiempos diversos y
sucesivos. Así, en un momento, la responsabilidad se presenta como decisión
–elección previa a la conclusión del crimen- y en otro momento, posterior, la
responsabilidad se presenta como el lograr hacer respecto de esa resolución –
en el sentido de soportar las consecuencias de una elección y al mismo tiempo,
hacer algo con ello.
Así, la investigación logra distinguir cuatro versiones posibles de la
responsabilidad en la psicosis. Las mismas son elaboradas a partir de la
modalidad de presentación del sujeto en un segundo momento respecto al
momento inicial del crimen. Con relación a esta modalidad de presentación que
permite localizar la posición del sujeto con respecto a lo que hubo sido el
crimen, fue posible distinguir cuatro variantes distintas:
1) rechazo de la culpabilidad, sostenido, en la declaración de ausencia
al momento del hecho.
2) legitimación de la culpabilidad, sostenido en cierto margen de
elección por el cual se justifica haber obrado en ese sentido y no en
otro, a partir de la iniciativa hostil del Otro.
3) interrogación culpable, sostenida también en un cierto margen de
elección en la instancia previa a la conclusión del acto sintomático.
4) asentimiento de la culpabilidad declarada en juicio, sostenida también
de cierto margen de elección al momento del hecho.
Como puede registrarse, cada una de las modalidades de presentación
del sujeto implica una posición de responsabilidad que no puede leerse sin
lograr ubicar la participación del sujeto a nivel del tiempo 1.
Con relación a esto entonces, fue posible asimismo intentar localizar la
posición del sujeto en el momento lógicamente anterior de la realización de la
acción criminal. En este sentido, resultó posible conceptualizar las diversas
coordenadas de realización del crimen y a partir de allí, las distintas
modalidades de la elección forzada que pudo ubicarse como el mecanismo
central en la realización del acto delictivo.
Al respecto:
1) Ausencia subjetiva
2) Elección forzada: comprensión delirante y heterodeterminación
3) Elección forzada: comprensión delirante y heterodeterminación

193
4) Elección forzada: comprensión de la criminalidad y
heterodeterminación pulsional.
Asimismo cada una de las variantes acentúo desde su perspectiva
algunos de los registros (simbólico, imaginario y real), en el tratamiento de lo
ajeno in-a-propiable del lenguaje y el goce. Y lógicamente, fue posible
establecer una correlación entre la modalidad de forzamiento en la elección a
nivel del tiempo 1 de realización del crimen y la presentación del sujeto en el
tiempo 2, tiempo de lectura del mismo.
Fue a partir de esta conceptualización inédita, ahí donde se ubicó cierto
margen de elección subjetiva, en el momento previo a la conclusión que el
crimen implica de por sí, que fue posible pensar, la revisión crítica de los
criterios médico-psicológico-jurídicos de la fórmula del art. 34 inc. 1º del Código
Penal.
De tal modo, la revisión de los criterios médico-psicológico-jurídicos del
art. 34 inc. 1º referidos a la comprensión de la criminalidad y la dirección de la
acción adquieren otro sentido.
Así, la investigación empezó por interrogar el estatuto de la enajenación
que se le atribuye como tal a la psicosis –entendiendo que tal atribución
formaparte de la interpretación que del Código hubo hecho la doctrina penal, ya
que, la norma, no habla de psicosis, ni siquiera de alienación. Entonces, el
planteo estuvo focalizado en determinar el orden de ajenidad relativo al campo
de la psicosis.
En tal sentido, lo ajeno, quedó ubicado con relación a los fenómenos del
lenguaje (delirio y alucinación), lo pulsional mismo al interior-exterior de la
estructura. Y el transitivismo especular, como el elemento que permite en
relación a eso, un trasvasamiento de la operación de corte respecto a lo
perturbador de ese goce, del cuerpo propio al del semejante, dando cuenta del
valor de la enajenación a nivel de la imagen y la sexualidad.
A partir de este desarrollo, pasó a revisarse los criterios antes
mencionados tal como estos fueron elaborados por la doctrina: así, la
comprensión de la criminalidad, entendida como motivación en la norma, fue
replanteada como un criterio atinente a la dimensión ética: de lo que se trata en
todo caso, es de una decisión jugada a nivel de la instancia subjetiva. A partir
del testimonio del sujeto en el tiempo posterior al del acto –en el sentido de la

194
acción- puede ubicarse si es posible localizar al sujeto a nivel del tiempo 1,
participando de alguna elección no del todo determinada por la instancia ajena
de la pulsión sexual. La comprensión delirante (o alucinada) hubo resignificado
el criterio de motivación en la norma.
De igual modo, fue reformulado el criterio de dirección de la acción como
autodeterminación, entendiendo, no que el planteo fuera incorrecto, sino que,
es necesario considerar que, la dimensión de enajenación –expropiación de la
razón y el autodominio- a nivel de la psicosis, no es absoluta. Es decir, es
posible ubicar al sujeto, a nivel de cierta decisión, aún en la dimensión de
posesión y expropiación que implican los fenómenos del lenguaje tales como
delirio y alucinación o bien la perturbación y exigencia que implica la instancia
pulsional cuando ésta comanda el pasaje al campo de la acción en la psicosis;
es posible pensar un margen de libertad, que orienta éticamente la acción, esto
es, la acción no es sin sujeto, ni siquiera a nivel de la precipitación conclusiva
de un pasaje al acto como tal.
Por tanto, la revisión de estos criterios que sostienen el planteo de la
enajenación y que, desde la doctrina penal fueron atribuidos al campo de la
psicosis, conlleva la relativización de la hipótesis de expropiación de la razón y
el autodominio como una idea absoluta que soporta la operación de
exceptuación de reprochabilidad para estos casos.
Al respecto, el texto de la tesis se ocupó de subrayar las siguientes
cuestiones: por un lado, el Código Penal para los casos que no comprenden y
no dirigen al momento del hecho sólo establece su no punibilidad, pero no
prohibe el pasaje por la instancia del juicio, como instancia pública de
imputación y debate. Sin embargo, el Derecho penal, tiene una razón de
determinación esencialmente punitoria: por tanto, pareciera imposible concebir
la funcionalidad de un reproche jurídico que no condujera necesariamente a un
castigo. Entonces podrían formularse las siguientes preguntas: ¿con qué
finalidad se promovería la reprochabilidad en estos casos, si la misma no fuera
punitiva? Y en todo caso, podría plantearse la reforma del artículo, también
respecto del punto de la punibilidad, planteando por ejemplo, la punibilidad de
los mismos. Sin embargo, donde otras voces pueden convocar la imputabilidad
disminuida, cabe pensar si efectivamente, el resultado de tal formulación –en el

195
contexto actual, y sin una reforma de los dispositivos- no conduciría como tal a
una cacería de brujas.
Para evitar brindar con estos resultados, argumentos que le sirvan a los
sectores reaccionarios de la sociedad para legitimar la ideología del castigo,
como ejercicio desprovisto del acto de justicia y viciado del goce de la punición,
es preciso situar que, el castigo –tal como lo elabora Lacan- puede tener un
alcance eficaz en el proceso de subjetivación del crimen, sólo ahí donde éste
se encuentra vaciado de la voluptuosidad que le es propia. En tal sentido,
reclamar para estos casos, la elevación a juicio, con el riesgo de la obtención
como saldo de una sentencia condenatoria, implicaría una justa resolución,
sólo si su procedimiento estuviera vaciado del vicio punitorio –sostenido, en
una estricta operación judicial, librada del peso de la ideología.
De igual modo, pretender abolir la dimensión de responsabilidad,
aboliendo por tanto el resorte penal del castigo, implicaría hacer un uso
sintomático de otra de las ideologías de soporte. En este sentido, el
proteccionismo se acerca mucho a la lógica tutelar por la que se considera que
hay un objeto que custodiar, en lugar de leer que hay allí un sujeto que restituir.
Por tanto, el interés clínico académico de esta investigación estuvo
destinado a correr el velo de la segregación jurídico-social que pesa sobre la
locura –en términos generales- y que reduce al sujeto en la psicosis a un
enajenado –un ser expropiado no sólo de la razón y el dominio sobre sus
acciones, cosa que sabemos no la tiene si quiera la neurosis, sino también de
la dimensión ética, en el sentido de asumir una posición respecto a aquello que
lo perturba y que lo mueve a decidir –aún en el sentido de una precipitación al
acto.
Situar a la psicosis dentro del campo de la enajenación implica
considerar que la misma no se encuentra en condiciones de responder por
aquello que la habita y determina, no todo, de un modo contundente, pero no
por ello, absoluto. Es en esta línea que esta tesis ha constituido un esfuerzo
por demostrar para el campo de la psicosis –no por la vía del universal, pero si
del particular de algunos casos- que puede el sujeto asumir una posición digna,
reconociendo aquello que lo causó más allá de sí.
Intentar pensar las condiciones de reprochabilidad permitiría pensar la
posibilidad de considerar la instancia del juicio como un espacio en el que

196
apostar a devolver al sujeto su condición de hablante, y por tanto, humano
capaz de responder aún por los actos que lo comprometen de un modo
complejo.
Por último, y para finalizar, resulta valioso subrayar que, si tal como se
ha hecho a lo largo de la toda la investigación, hubo sido necesario apelar al
tiempo 2 posterior a la realización del crimen para poder reconstruir la escena
que como tal se encuentra perdida –la del pasaje a la acción criminal en sí;
pues bien, si tal ha sido el recurso necesario, se torna evidente el valor de
obstáculo que adquiere la temporalidad kantiana del a priori, introduciendo la
necesidad de aplicar la temporalidad freudiana del a posteriori a la lógica
procedimental del Derecho.
De tal forma, y considerando que, tal como fuera recortado de los casos
estudiados, puede haber responsabilidad en la psicosis –desde la perspectiva
del Psicoanálisis- entonces al menos habrá que reservar hasta el final del
proceso el análisis de la imputabilidad de aquel que hubiere cometido un
injusto. Así, y tal como se desarrollara en las páginas precedentes, la
imputabilidad pasa de constituir un presupuesto de la culpabilidad a un efecto
de la misma. La lógica de la responsabilidad penal seguirá derivando a ésta de
aquella, sin embargo, el mecanismo, variado, permitirá introducir entre tanto
una modificación para nada menor: alojará entre medio al sujeto, en el sentido
plenamente dignificante que el Psicoanálisis le otorga al término.
Esta tesis ha pretendido aportar elementos con los que desmitificar la
enajenación psicótica a fin de considerar la posibilidad de restitución del
derecho a juicio –sin que esto se articule necesaria e indefectiblemente a la
dimensión punitiva. A diferencia de cualquiera de las consignas levantadas por
los sectores que en el mundo reclaman por el castigo de quienes hubieron
atravesado la frontera de lo lícito y lo ilícito, esta investigación centro su interés
en reivindicar antes bien, la instancia de interpelación judicial, sin la cual, en la
actualidad, igualmente se hacen recaer sobre aquellos, medidas punitivas no
estipuladas como tales (llamadas medidas de seguridad).
Lejos de sostener la falacia hipócrita por la cual se aboga por el
abolicionismo penal mientras se convalida -con el diseño de programas y el
agiornamiento de viejas instituciones- la administración de justicia
segregacionista que ejerce la lógica del castigo (desprovisto éste de ningún

197
juicio previo que le de su asidero ético y procedimental) esta tesis ha conducido
su interrogación hasta el punto de plantear que por la vía del encuentro con la
psicosis, puede operarse, vía escucha, una reformulación del campo del saber
y la práctica judicial.
El encuentro ha sido contingente. El saldo, una enseñanza que no
pretende constituir por tanto ningún universal: puede haber responsabilidad en
la psicosis. ¿Qué hará con esto la administración de justicia en este país?

ANEXOS
Abusadora
N. ingresa al establecimiento habiendo sido detenida por el homicidio de
su madre. Se presenta visiblemente ofuscada por la privación de su libertad. Su
discurrir verbal, plagado de manierismos y esteriotipias, obliga a esforzar la
escucha tratando de recortar el elemento ordenador del relato.
Prontamente N. despliega lo que se adivina sin más como la clave de su
acumulación de interpretaciones sobre los sucesos en los que participa: todo lo
que le sucede es obra de E. y O.
Rápidamente, N. comienza a enumerar las características de estos dos
personajes que se perfilan como los culpables de su padecimiento. “Ellos son
inmigrantes ilegales, veteranos de guerra, mal vivientes.” Se trata, como ella
aclarará posteriormente, de “esa señora” que hubiere sido sindicada como su
madre, y el concubino de ésta, padrastro de la paciente. Esa señora –como la
paciente la nombra- se dice su madre cuando nunca se ha comportado como
tal, se apresura a señalar N.
Interrogada por el elemento para nada eludible de la razón de su
detención –esto es, la muerte de quien fuera la madre de la interna- N.
manifiesta -algo sorprendida por la ingenuidad de la entrevistadora-: “esa
señora está clonada. Hay miles de E. por todas partes. Están en todos lados.
Me quieren ver muerta.”
N. nunca precisará si la que fuera víctima del homicidio era en verdad su
madre o una reproducción de ésta, lo cierto, es que tal como ese personaje se
postula para la trama de su delirio, poco importa si la muerte ha tomado por

198
objeto a la verdadera o al impostora. Ambas son igualmente malignas. Sea cual
fuere la que ha quedado con vida, seguro vendrá por ella.
Esta mujer había enloquecido a su padre. De éste la interna habla con
ternura. Conserva de él un recuerdo amoroso. Lo describe como dueño de una
fábrica de escobas en un pueblo de una provincia cercana a la frontera. Llora al
hablar de él.
De los cinco hermanos que son, N. mantiene trato con una hermana
radicada en el exterior del país. La misma, al enterarse de la noticia sobre la
muerte de su madre y la detención de su hermana, viaja a Argentina y luego de
visitar a su hermana, se ofrece a declarar ante la justicia a favor de su
hermana. La misma refiere entonces el modo en que N. había sido ultrajada
por su madre durante años y expuesta a un sin fin de perversidades por parte
de aquella. Relata además, la violación que N. sufriera de adolescente por
parte de un familiar, situación conocida y renegada por su madre.
N. nunca menciona el abuso sufrido de modo explícito. No relata jamás
la escena atroz. Sin embargo el episodio retorna en el transcurso de las
entrevistas y lo hace del modo más freudiano. La paciente enuncia un día el
cúmulo de vejaciones a las que es expuesta de madrugada. Estando encerrada
en su celda, E. ingresa para abusar de ella y obligarla a abusar de su propia
hija.
Efectivamente la paciente tiene una hija, a quien espera amorosamente
en cada visita. Al recibirla lo hace siempre con la misma jaculatoria: “te he visto
muerta, esta gente nos está pisando los talones, te quieren matar como a mí.
Cuídate por favor”
N. insiste entrevista tras entrevista con su inocencia. Ella no estaba allí
cuando mataron a esta señora. No sabe qué sucedió. Pero tiene una certeza.
Se trata de una conspiración en su contra. Ella no vió a E. muerta por lo que no
cree que lo esté y tiene la convicción más certera de que su detención ha sido
promovida por E. y su gente que sólo quieren perjudicarla.
El paso del tiempo y su condición de inimputabilidad agravan el cuadro.
N. construye cada vez más prolijamente un argumento enunciativo que la
coloca como verdadera víctima del oprobio perpetrado en su contra por la
connivencia del sistema judicial y sus perseguidores –esto es, su madre y
padrastro.

199
Un buen día cesan las ideas filicidas. N. deja de acosar a su hija con el
recibimiento en el que le describe su muerte –la de la jovencita. Ahora la
intervención de cierto dispositivo parece haber operado un efecto de detención.
Ha descubierto que tiene un D.I.U (dispositivo intrauterino). Pide al respecto
que se le hagan todos los estudios necesarios para extraérselo. Los estudios
constatan la inexistencia de tal dispositivo intrauterino dentro de su vientre. N.
se exaspera. Ahora los médicos han pasado a formar parte del clan de
perseguidores. E. y O. se han salido una vez más con la suya. Finalmente, la
palabra autorizada de un médico desconocido que le asegura que el dispositivo
está hecho de un material que se disuelve pasada su fecha de vencimiento,
logran sosegar a la paciente y producir un apaciguamiento momentáneo.
Pero nuevamente el paso del tiempo vuelve a jugar en contra. N.
comienza a notar que todas sus compañeras obtienen la libertad. Ella
permanece detenida hace ya cuatro años. Nada más ajeno al sentimiento de
justicia que la profunda convicción de su inocencia y la verificación espantosa
de su privación infundada de libertad.
No es la intención de este ordenamiento dar cuenta de la modalidad de
tratamiento con esta paciente sino más bien, producir, a partir de la lectura del
caso, la extracción de la secuencia que permite pensar el empuje al crimen
como posteriormente, lo que la autora de este trabajo ha dado en llamar, el
empuje al fuera de la ley –constatado a partir del retorno verificable en las
ideas delirantes del empuje al crimen redoblado por el empuje fuera de la ley
promovido desde el aparato judicial.

En defensa de la dignidad
Se trata de una mujer brasilera de 52 años edad que ingresa en la
unidad psiquiátrica del Servicio Penitenciario Federal detenida por el delito de
Lesiones. Al momento de su detención se encontraba recientemente llegada a
nuestro país. Según refiere había arribado aquí escapando de la persecución
política que sufría en su país. Interrogada al respecto refería no ser partidaria
de ninguna ideología ni tener ningún tipo de militancia o participación política.

200
Se presentaba notablemente afligida por su situación legal. Había sido
derivada a la unidad asistencial antes mencionada luego de haber sido
declarada inimputable.
En la interrogación efectuada se pudo recabar escasa información a cerca de
sus antecedentes psicopatológicos. Indicaba haber tenido 3 internaciones
psiquiátricas en los últimos 17 años, pero no ubicaba en relación a estas nada
más que la voluntad de sus perseguidores y la intención de estos de colocarla
en lo que ella llamaba una “situación de indignidad”.
Refería no tener familiares en el país. Sí en Brasil, en donde vivían sus
padres y sus hermanos. Respecto de estos informaba que también eran
perseguidos políticos pero que ellos, a diferencia de la paciente, no eran
torturados.
La paciente había sido detenida por la comisión del delito de Lesiones.
Había herido la mano de una mujer con un elemento cortante. La víctima de la
lesión no era conocida por la paciente, si no que era alguien que simplemente
se encontraba allí en el momento en que la mujer se ve forzada a cometer el
crimen.
La aparición del delito en el relato de la paciente fue -podría decirse-
espontánea. No hubo que interrogar por las razones de su detención.
Voluntaria y decididamente la paciente introdujo el tema en su conversación
conmigo.
Ella necesitaba explicar lo que había sucedido. Necesitaba dar razones de su
acto. Se mostraba sorprendida de que nadie le hubiera preguntado por qué
hizo lo que hizo. Ella me pide que escuche su testimonio. Realiza entonces su
declaración. “Fui forzada a cometer un crimen”. Recibió lo que llama un
“comando”, una orden que le indicó hacer lo que hizo. “Si no hería a otra
persona me tenía que lastimar yo”. Por lo que agrega: “fue en legítima
defensa”.
Interrogada al respecto introduce dos elementos que dan razón a su
pasaje al acto. Por un lado aparece en su relato lo que la paciente denomina “la
tortura” y por otro, el agente torturador que deviene para la paciente en su más
omnipresente perseguidor.
En relación a esto la paciente ubica como la causa de su mal al
presidente de Brasil y sus colaboradores. Cabe destacar que en ningún

201
momento llama al presidente por su nombre sino que más bien la persona de
éste se diluye en lo que sería su función de autoridad. En varias oportunidades
el perseguidor es simplemente el gobierno de Brasil, respecto de quien el
presidente no es más que su representante.
Por otra parte, dado que ella fecha el comienzo de esta persecución hace 17
años atrás, y que desde entonces su país registró la sucesión de tres distintos
jefes de gobierno, es de entender que la persecución que ella sufre no es a
manos de la persona que gobierna actualmente su país sino que la misma
parece ser atribuible al cargo de representante que éste viene a ocupar.
Pero en este punto es necesario ubicar algo que no se presenta
espontáneamente en la manifestación de la fenomenología delirante sino a lo
cual se accede a partir de la interrogación.
El perseguidor, ¿es un hombre? Pues bien, aquí es donde conviene
introducir el elemento decisivo: el que da la orden es el presidente. Esto es,
quien toma la iniciativa de la tortura es el presidente, pero quien la ejecuta,
quienes cumplen esta orden e implementan por consiguiente el dispositivo de
tortura con la paciente, son mujeres. Ellas son las que manejan las máquinas.
La paciente no las conoce. Nunca las ha visto. Pero ellas sí a ella. Ellas
la ven y la escuchan todo el tiempo. Saben todo de ella. Van a donde ella va.
Parece entonces que son estas mujeres quienes se constituyen en el
verdadero perseguidor omnisciente y omnipresente que no le da al sujeto un
minuto de tregua.
Ella describe cómo había sido torturada durante la víspera y las horas
que precedieron a la comisión del delito. La tortura es descripta en relación a
dos elementos: por un lado, el objeto voz, y por otro el goce en el cuerpo.
Respecto del primer elemento la paciente describe los comandos u
órdenes que recibe en su cerebro a través de ondas electromagnéticas que se
infiltran por la influencia de “tecnología de punta”. La paciente viene al
consultorio con tapones de algodón en sus oídos. Se los quita para hablar
conmigo, pero afirma que le molesta el ruido constante de la voz de sus
perseguidores.
En relación al segundo elemento, este toma una consistencia gozosa
menos palpable para el testigo pero no así para la paciente. Ésta siente dolor
en sus órganos internos y ansiedad en el pecho. El pecho es nombrado

202
también como “senos” y es uno de los lugares del cuerpo que se torna objeto
de la tortura junto con los genitales. Respecto de lo que siente en estos últimos
no puede precisar si se trata allí de dolor o ansiedad (no comprende la
pregunta que le hago, no responde). Los senos y los genitales son dos de los
lugares que los comandos le ordenaban lesionar en el otro o en sí misma el día
de la comisión del delito. Respecto de esto la paciente aclarará: ella optó por
lesionar la mano de la mujer y no el pecho o los genitales para no causarle la
muerte.
Hay un elemento con que ella logra -si no sustraerse al menos- reducir
su exposición al goce del Otro. Logra interponer entre su cuerpo -como objeto
ofrecido al goce del perseguidor- y éste un elemento de la realidad: usa
láminas de aluminio. Coloca recortes de estas láminas de aluminio en los
orificios de su cuerpo por donde se infiltra el goce del perseguidor. Así tapa sus
ojos y sus oídos para poder dormir. Llega a colocarse pedazos de papel
laminado en la vagina.

Interrogación y asunción culpable


C. es una joven de 26 años, extranjera, que ingresa al establecimiento
detenida por el delito de lesiones. Las mismas fueron proferidas con un
elemento cortante a su marido, padre de sus cuatro hijos. Interrogada acerca
de las razones de su detención se dedica a ubicar sin más las condiciones de
su pasaje al acto. Refiere con precisión y detalles cada uno de los hechos que
prepararon lo que ella llama “este desenlace”.
Su marido la hizo a venir a ella y sus cuatro hijos desde el país limítrofe
en el que se encontraban. “Me trajo al matadero”. Aclara, ante mi pregunta: “el
barrio”. La casa en la que se alojó nunca le gustó. La víspera del suceso
fatídico, ella escuchó la radio, luego leyó la Biblia, después tuvo un sueño, y
luego otro.
Relata cada sueño atravesada por una confusión que no deja sin
embargo espacio para la vacilación. Indica que luego, al día siguiente, constató
que los elementos del sueño aparecían en un dibujo que realizaba su niña y
más tarde también, los encontraría en los alrededores de su hogar. Fue a la
iglesia, “yo quería saber por qué soñaba así. Yo quería leer la Biblia pero cada
vez que quería leer mi marido me la quitaba, y yo quería leer porque para mí

203
era como que dios me hablaba a mí porque yo me había comido la hostia.”
Luego se repitió el sueño con uno de los personajes que encontraría en las
inmediaciones de la iglesia. Entonces volvió a leer la Biblia y a partir de allí se
precipitó el desenlace.
“Entendí que dios me pedía el sacrificio como el de Moisés, el hijo más
preciado, y yo lo miraba a mi marido y entendía que tenía que hacerle daño,
pero no lo hice porque pensé que dios no quiere. Al día siguiente el se fue a
trabajar y yo le pedía que no me deje, ese día fue muy pesado para mí porque
yo quería ahorcar a mis hijos para salvarme yo y suicidarme después, porque
va a llegar el fin del mundo y hay mucha maldad en argentina y yo no quiero
que mis hijos se queden en este mundo. Salí afuera y vi la cara del diablo. En
la radio yo escuchaba voces de que llegaba mi hora y yo era la elegida y me
iban a sacrificar a mí. Después llegó mi marido y pasó lo mismo. Yo quería
matarlo. Él es carnicero por eso hay muchos cuchillos en casa pero él me los
quitó a todos, entonces yo buscaba por la casa un cuchillo para matarle, en un
descuido yo encontré un cuchillo. El me lo quitó y me hizo exorcismo. Ahí más
me confundió. Llamaron a la policía y me llevaron a un hospital. Ahí me
estudiaron la cabeza. De ahí me llevaron a lo de mi cuñada. Y yo quería matar
a mi marido. Él quería que yo me duerma pero yo no podía dormir porque
todavía no había cumplido la promesa. Busqué el cuchillo, se cruzó mi nene y
lo lastimé, y después lo clavé a mi marido por la espalda. Yo quería sacrificarlo
a él para salvarnos a nosotros. Vino mi cuñado y me tiró al suelo. Yo tenía un
mal aliento impresionante. Y le soplaba con mi aliento. Después en la
comisaría a los guardias de la noche los veía como diablos y pensaba que me
iban a comer asada.”
Al concluir su relato apuesto a la equivocación en lo que pese a todo
escucho como un discurrir psicótico. Le digo entonces que no estoy
suficientemente segura pero que me parece que dios no le pidió ese sacrificio a
Moisés. Basta con esta pequeña indicación para que la paciente se sorprenda
y exclame afectada: “entonces me apresuré; eso es lo que yo tengo: me
apresuro.” Y explica con cierta extrañeza que nunca le había sucedido algo así.
Pregunto si sabe de algo similar en su familia. Recuerda entonces que su
madre en cierta ocasión se hubo perdido en el monte allá por los pagos de sus
orígenes, y preguntada acerca de lo que le había sucedido, respondió que un

204
espíritu la había guiado hacia otro rumbo. Aclara entonces que su madre es
muy pobre, que por eso a ella y a otra hermana las cedió al cuidado de su
abuela, pero que aquella, es decir, la madre, no está loca.
Regresa a la segunda entrevista manifestando cierto alivio. Se apresura
a comunicarme su hallazgo. Ella se equivocó al interpretar la Biblia.
“Malinterpreté el mensaje de la Biblia”. En virtud de eso es que logra encontrar
cierta tranquilidad respecto de la división que le provocara el horror de su acto.
Dios no podía pedirle algo así, ella se apresuró a leer y equivocó la
interpretación del mensaje divino!.
Interrogada acerca de su fe, la paciente refiere que desde niña quiso ser
monja y dar a conocer la palabra de dios pero que a los quince años conoció a
su actual marido respecto de lo cual agrega: “él me embarazó rápido. Yo no
quería tener un bebé. Yo quería abortar porque quería estudiar y porque tenía
miedo que mis abuelos se enojaran al enterarse y me pegaran, ellos eran
alcohólicos y me trataban mal”
Sobre la precipitación del desenlace la paciente logra escalonar su
versión en diversos momentos. Así cuestionada acerca del desenlace, como
ella misma lo llama, C despliega dos interpretaciones. La primera, ella comenzó
a alucinar a partir que un pastor le diera un plato de comida con mal olor y
sangre cruda. Sin embargo, para entonces, para su encuentro con el pastor y
su don, C ya había comenzado a tener la serie de sueños enloquecedores. C
ofrecerá entonces su segunda interpretación. Pudo haber precipitado el
desenlace el hecho de que el libro que le regalaran como Biblia no fuera en
realidad el libro de la palabra de dios sino un libro de magia negra. Respecto de
quien le dio este libro la paciente sólo puede ubicar que se trataba de la
propietaria de la casa que alquilaban, una señora por lo demás amable, que
siempre le hacía regalos y le ofrecía todo tipo de cosas.
Pero interrumpiendo su relato C se queda pensando. Piensa en la otra
vecina. Una mujer infiel. Mujer inmunda, mujer que engaña a su marido. Esta
dijo de C que estaba loca el día que la arrestaban mientras ella profería a los
gritos una exhortación de arrepentimiento. C recuerda haber gritado
“arrepientase!” y allí oía a su vecina referirse a ella como a una loca. Respecto
de esta mujer, su marido le había dicho al llegar ella al país: “no te juntes con
ella porque es una mujer infiel, engaña al marido”.

205
En las entrevistas que siguen continúa interrogando su acto. Comenta
que durante la víspera del episodio que motivara su detención ella se
encontraba mirando la televisión y oía que le decían que ella era la elegida, la
reencarnación de la virgen maría. Agrega: “yo escuchaba que me decían te
van a comer asado, te van a descuartizar, te van a cortar sin anestesia.” Pero
se interpela: “no sé qué me pasó en ese momento; no me reconocí, no sentía
nada, recién cuando llegué acá sentí dolor por lo que hice”.
Luego comienza a esbozar cierta inquietud. Sus hijos están actualmente
al cuidado de sus abuelos paternos. Ella teme por sus hijas. Teme que sus tíos
las violen. A una de ellas, su tío la había toqueteado de niña, cuando su hija
tenía cuatro años. Ella teme que eso se repita. Allí ubica en respuesta a mi
pregunta un recuerdo suyo: un tío, hermano de su padre, la toqueteó siendo
ella una niña de ocho años. Esta es la edad que tiene la hija que tenía cuatro
años cuando fue toqueteada por su tío. Llora angustiada ante la anticipación de
la escena.
Pasan varios meses de entrevistas muy breves en las que ella se limita a
contar las visitas de su marido, las noticias sobre sus hijas, y las novedades
sobre el avance en su causa judicial. Hasta que un día, luego de alguna
intervención mía en su favor-pido un cambio de alojamiento para la paciente a
otro pabellón- ella solicita audiencia. Concurre a la entrevista con un tono de
acuciante preocupación. Quiere contarme algo que nunca hubo contado antes
a nadie. Olvida que ya lo había mencionado. El contenido de esa confesión
pasará a partir de allí a quedar situado en el lugar de la causa del pasaje al
crimen. Se trata acaso de un intento de elaboración (secundaria)?
“Cuando yo tenía 7 años mi tío abusó de mí. Es algo que me da mucha
vergüenza. Por eso nunca te lo dije, y nunca lo hablé con nadie. No fue una
única vez, esto se repitió varias veces”. Ella no lo recuerda, pero ya lo había
contado. Lo que en cambio sí es nuevo, es la articulación que opera entre el
episodio de ataque sexual -que pasa de ser nombrado como un toqueteo a ser
situado como un abuso- y la especulación por la causa del pasaje al acto
delictivo. Anteriormente este último había sido interpretado por la paciente
como efecto del mensaje divino, y luego, a partir de una intervención mía, como
un malentendido sobre la lectura de la Biblia. Ahora, el pasaje va quedar
estrictamente asociado al recuerdo de ese episodio traumático. De hecho la

206
paciente dirá: “yo te dije a vos que eso pasó porque yo leía la biblia y ayunaba,
pero en realidad lo que pasó fue que me asusté. Tuve miedo que a mis hijas les
pase lo que me pasó a mí”. Relata entonces con minuciosidad de detalles, la
sucesión de los hechos que la conducen hasta la casa de su cuñada y el
momento previo al pasaje al acto. Ubica allí las coordenadas del mismo.
Estando en la casa de la hermana de su marido, las niñas son llevadas a
dormir a la habitación de sus tíos. Se cierra la puerta. Ella en un estado de
excitación notable reclama que duerman consigo. Su cuñada se lo impide: “en
ese momento pensé que su tío estaría abusando de ellas como hizo mi tío
conmigo. Tomé el cuchillo y le pedí a mi marido que me traiga a las nenas, no
me hizo caso, entonces le clavé el cuchillo, pero yo no le quería hacer daño, yo
nada más quería asustarlo para que se levante y las busque”.
Intenta situar la razón de su aferrarse a la biblia y lo ubica en serie con
una pura contingencia. Ella y sus hijos se cansaron del encierro. A ella se le
ocurrió que podrían ir a conocer la iglesia como salir un poco. Allí, le ofrecieron
un libro, comenzó a leerlo y ayunar. Desde el encierro producto de su estadía
en un cuarto pequeño desliza hacia su experiencia de la cárcel. Aquí se hizo
por primera vez una amiga. Ella nunca había tenido amigas. Pasó de la casa
de su abuela, a que describe con rasgos de crueldad, a la de su patrona, que
revivió para sí el maltrato familiar, y desde allí a la casa de su marido. Este
último es descripto como un hombre muy bueno, él nunca le pegó pero
tampoco favoreció sus lazos amistosos con mujeres.
C. no sólo no ha tenido amigas sino que además no ha tenido
demasiada ocasión de experimentar alguna elaboración sobre el saber del
quehacer sexual. En la cárcel se ha hecho una amiga –una compañera de
pabellón que ha ejercido sobre ella un efecto protector, respecto de los otros
pares- y también se ha encontrado con personajes psicopáticos. Respecto de
esta última a una compañera que gusta de masturbarse frente a las otras y
exige para ello ser mirada. La misma le ha estampado un beso. Ante esto, C.
ubica su gesto de espanto.
Habría que ver si toda esta elaboración no corresponde más bien a
alguna interpretación favorecida por los significantes tomados de su entorno
(su amiga, había padecido una abuso infantil y es probable que lo hayan

207
compartido en conversaciones), quizás al modo de una muleta imaginaria.
Quizás como un modo de metaforizar lo horroroso de su acto.

La pasión según R.
R. tiene 24 años. Ingresa al establecimiento condenada por el delito de
homicidio calificado. Si bien ubica rápidamente la causa de la condena (18
años en primera instancia, 12 por apelación), refiere no querer hablar respecto
del hecho que le valiera la sentencia. Interrogada acerca de la víctima, se niega
a decir contra quien fuera el hecho homicida.
La calificación del homicidio radica en el agravante vincular del hecho. R.
fue acusada de matar a su hija, menor de 22 días de vida. Los detalles de la
acusación como de la defensa, constan en el expediente. R. no desestima la
acusación de homicidio. Sólo se limita a contestar: “prefiero no hablar de eso
porque me hace mal”.
Durante la primera entrevista se dedica prontamente a ubicar la dificultad
inherente al vínculo con su madre, la imposibilidad siquiera de mantener con
ella un diálogo, los maltratos recibidos por ella desde su infancia, llegando a
ubicar sus dos intentos de suicidio (a los 13 y a los 16 años) a cuenta de la
responsabilidad materna. Sitúa sus sucesivas internaciones. La primera,
anterior a su primer intento de suicidio. Interrogada respecto de la causa de
aquella, ubica las peleas con su madre. Las violentas palizas de ésta y sus no
menos violentas reacciones defensivas. “3 veces me salvó la policía de que ella
me mate. Siempre que discutíamos terminaba interviniendo la policía”.
¿Y su padre? Él no vivía con ellas. Sus padres se separaron cuando R.
tenía 6 años. R. se crió con su padrastro. Un hombre bueno, cariñoso, cuya voz
sin embargo atormentaba a la paciente en ocasión de la aparición de
fenómenos alucinatorios. Su voz había protagonizado las injurias a que se veía
expuesta en los meses anteriores al hecho. Afirma haber estado viviendo sola
por entonces. Consta en autos que R. se encontraba al momento del homicidio
viviendo con el padre de su hija.
Dos días después de la primera entrevista, R. pide hablar. Quiere
decirme que se siente mal por lo que su madre le ha dicho y al mismo tiempo,
manifestar su queja respecto de la alta dosis de medicación y los perjuicios que
ésta le ocasiona. Llora. Le pregunto si el llanto no excede esa queja. Responde

208
afirmativamente. Le duele que su madre le haya dicho que no vendrá a verla.
Ubica entonces lo difícil que siempre ha sido la relación entre ambas. Enuncia
“tuvo que ocurrir esto (el homicidio) para que empezáramos a hablar, ahora por
lo menos hablamos, antes ni eso podíamos”. Interrogo, si su madre se ha visto
siempre tan dificultada para relacionarse con una hija, por qué se sorprende
tanto de sus dichos, y aún más, por qué espera de ella un gesto amable.
Responde: “por necesidad, no es fácil estar ahí encerrada, sola…”
inmediatamente después, aparece la sospecha.
“Mi madre nunca me mostró fotos de su embarazo, tiene fotos de
cuando estuvo embarazada de mis tres hermanos, pero de mí no tiene ni una
sola. Después yo le pregunté a mi tía si mi padre había presenciado mi parto y
dijo que sí. Le pregunté a mi padre y dijo que no. Y después mi prima me contó
que mi abuela y mi madre le habían dicho que yo no era su hija. En los días
anteriores al homicidio, yo estaba averiguando estas cosas. Yo siempre dudé.
Para mí ella no es mi madre. Una vez, cuando discutíamos ella me dijo ‘no sos
mi hija’.”
Ahí donde un neurótico podría responder con la novela familiar,
especulando acerca de su lugar en el deseo del Otro, del desamor que le fuera
destinado en comparación con los privilegios hacia algún hermano, R.
responde con un armado delirante respecto de un punto forclusivo. No hay
madre. Ergo, ella no es su madre.
La formulación acerca de la “finalidad” del homicidio, el saldo a favor que
éste arroja (esto es, el lazo a su madre) parece venir a argumentar respecto de
la causalidad de este hecho homicida. En los términos en que R. lo formula
todo haría pensar que tuvo que morir una hija para que algo de una madre se
instituya. El homicidio de una hija parece habilitar paradójicamente algo de
cierta dimensión filial. Sin embargo resta ubicar el punto fundamental del acto
fundacional de este homicidio.
Consta en la causa que, el mismo día de la muerte de la niña, ésta había
sido llevada al hospital porque según su madre, hacía ya 3 días que la niña no
paraba de llorar. La autopsia de la muerte de la menor revela un fuerte golpe en
la cabeza, golpe que según los expertos, debe haber ocasionado el deceso de
la beba. Ésta presentaba para los peritos, el síndrome del niño sacudido. El
texto de la causa, en el lugar mismo del mutismo de R. revela una verdad dicha

209
a medias. Hay un lugar imposible de ocupar si no es desde la ficción edípica.
Hay el lugar imposible de una hija. Hay otro lugar imposible, el de una madre.
La muerte de la hija viene a dar cuenta de esa doble imposibilidad al tiempo
que instituye, como suplencia (quizás no sin el rigor de la condena judicial)
algún lazo posible. Ella no es su madre, pero R. puede intentar con su pena
hacerla existir.
A medida que no llega su traslado comienza a inquietarse. Se golpea
fuertemente en la cabeza. Cualquier negativa del otro es signo para ella del
desinterés ajeno.
Su madre comienza a viajar para visitarla. Ella comienza a solicitar
entrevistas porque no soporta a una compañera descompensada. En las visitas
su madre le cuenta que no renovará concesión del bar que maneja porque tuvo
problemas con un jefe (el apellido de éste hace mención a un cierto exceso:
seis dedos). Personaje del que su madre dice haber oído la amenaza: “¿que
pasa si un día encontrás a tu hija muerta?” (en referencia a la estadía de R. en
la comisaría). Por alguna razón la madre en aquella oportunidad se lo cuenta.
R. relata la muerte de su hija. Cómo la golpeó. Las coordenadas previas
de la escena. La discusión con su marido, que le pegaba. El llanto de la niña
que hacía días que no dormía. Ella que no soportaba más. El golpe en la
cabeza. El llamado a la ambulancia. La pregunta: “qué hice?” al ver que la beba
no reaccionaba. “Yo no la quise matar, si hubiera querido hacerlo no habría
llamado la ambulancia. No era una persona cualquiera, ajena, era mi gorda.”.
R. deja de golpearse la cabeza contra la pared. Ubica en las entrevistas
siguientes algunos elementos de su historia en el vínculo con su madre y
posteriormente con su padre. La confesión del acto filicida y su inscripción en el
entramado histórico del sujeto permite operar alguna diferencia respecto de su
ingreso: cierto efecto de pacificación, en el marco del lazo transferencial, hecho
que habilita algún lazo posible con sus compañeras.
Una hija golpeada y muerta, adquiere así otro estatuto. Se trata de leerlo
dentro de las coordenadas de su determinación sin velar por vía del sentido, el
punto en que el acto homicida desborda al sujeto, quizás, produciéndolo. Lejos
de interrogar el fenómeno por la vía del sentido, se intentó recorrer la pregunta
por la estructura que lo produce, dando cuenta del núcleo real que lo determina
en tanto empuje. Punto traumático estructural: lugar del imposible del lazo filial.

210
El crimen allí como respuesta. La pasión que desborda y recorta en ese mismo
movimiento un punto de viraje. Arroja un saldo irreductible: una hija muerta, y
ahora, alguna madre posible.

I Cabe en este punto hacer una salvedad. Se usa aquí el término segregación con todo el peso
que sociológica y políticamente alcanza pero también, se lo hace en un sentido clínico
fundamental. Segregación como operación de rechazo de lo ajeno constitutivo de la
subjetividad.
II Cabe mencionar aquí un proyecto existente actualmente en el Congreso de la Nación,
presentado ante la Honorable Cámara de Diputados en el año 2009 por Gorbacz –entre otros-
y cuyo objetivo apunta a la modificación en la redacción del art. 34 inc. 1º a fin de incluir un
dispositivo de evaluación profesional interdisciplinaria del enfermo mental con miras a limitar el
poder discrecional del juez en la aplicación de la medida de seguridad. El proyecto deja
incuestionado los criterios en sí de imputación penal.
III Es necesario cernir aquí este resto no especularizable al campo de la neurosis. La
investigación tocará al menos de modo tangencial pero no por ello menos necesario el punto en
que esta especularización se produce por la vía de la operación héteroagresiva del cuerpo del
semejante en el transitivismo criminal en la psicosis.
IV Resulta necesario subrayar aquí que la dimensión económica del pago no debe leerse con la
referencia del pago en términos monetarios. Un pago implica un costo, es decir, una pérdida,
pero la misma debe entenderse en términos subjetivos. Así, las referencias tales como dinero,
libertad, vida en comunidad, no tienen a priori ningún valor si es que éste no se considera
dentro de la perspectiva de la economía libidinal de cada sujeto.
V Cabe en este punto destacar, el acento de Ferrajoli, sobre la concepción de la pena como
expiación en la línea de las teorías retribucionistas. Sin embargo, es necesario precisar, cuál es
el sentido de la expiación, en los términos en los que Lacan la formula. Se verá que la misma
logra significarse con relación a la perspectiva económica libidinal antes que a partir de la
referencia religiosa.

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