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EL PERIODISMO PORTEÑO

EN LA ÉPOCA DE LA INDEPENDENCIA
ARMANDO ALONSO PIÑEIRO

EL PERIODISMO PORTEÑO
EN LA ÉPOCA DE
LA INDEPENDENCIA

Historia del periodismo argentino


Volumen I

ACADEMIA NACIONAL DE PERIODISMO


República Argentina
Buenos Aires, 2008
Piñeiro, Armando Alonso
El periodismo porteño en la época de la independencia.
1a ed. - Buenos Aires: Academia Nacional de Periodismo, 2008.
216 p. 23x16 cm.

ISBN 978-987-1107-14-8

1. Periodismo. I. Título
CDD 070.4

Historia del periodismo argentino


Director: Armando Alonso Piñeiro

Volumen I: Fernando Sánchez Zinny, El periodismo en el Virreinato del


Río de la Plata.
Volumen II: Armando Alonso Piñeiro, El periodismo porteño en la
época de la independencia.
Volumen III: Miguel Ángel Andreetto, El periodismo en Entre Ríos.

Impreso por Editorial Dunken


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Impreso en la Argentina
© 2008 Armando Alonso Piñeiro
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ISBN 978-987-1107-14-8
Academia Nacional de Periodismo
Miembros de número

Armando Alonso Piñeiro Lauro F. Laíño


Gregorio Badeni José Ignacio López
Nora Bär Félix Luna
Rafael Braun Enrique J. Maceira
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Nelson Castro Víctor Hugo Morales
Juan Carlos Colombres Joaquín Morales Solá
Jorge Cruz Alberto J. Munin
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Daniel Alberto Dessein Enrique Oliva
José Claudio Escribano Leandro Pita Romero
Hugo Gambini Antonio Requeni
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Mariano Grondona Fernando Sánchez Zinny
Roberto Pablo Guareschi Daniel Santoro
Jorge Halperín Ernesto Schóo
Ricardo Kirschbaum Raúl Urtizberea
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Miembros eméritos
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Luis F. Etchevehere - Carlos Liebermann (Entre Ríos)
Jorge Enrique Oviedo (Mendoza)
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Armando Rubén Puente (España)
Andrés Oppenheimer (Estados Unidos)

Mesa Directiva
Presidente: Bartolomé de Vedia
Vicepresidente 1º: Lauro Fernán Laíño
Vicepresidente 2º: Roberto Pablo Guareschi
Secretario: José Ignacio López
Prosecretario: Fernando Sánchez Zinny
Tesorero: Osvaldo Granados
Protesorero: Hugo Gambini
Comisión de Fiscalización
Miembros titulares: Alberto J. Munin
Rafael Braun
Cora Cané
Miembros suplentes: Bernardo Ezequiel Koremblit
Nora Bär
Enriqueta Muñiz
Comisiones

Admisión: Enrique J. Maceira (coordinador), José Claudio


Escribano, Ricardo Kirschbaum, Enriqueta Muñiz, Ernesto
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(coordinador), Cora Cané, Bernardo Ezequiel Koremblit.
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Enriqueta Muñiz, Enrique Oliva, Ernesto Schóo y Enrique J.
Maceira.
Libertad de Expresión: Lauro Fernán Laíño (coordinador), Enrique
Maceira, Alberto Munin, Enrique Oliva, Nelson Castro, José
Claudio Escribano.
Ética: Roberto Guareschi (coordinador), Rafael Braun, Magdalena
Ruiz Guiñazú y Daniel Santoro.
Comisión para la Redacción de la Historia Integral del Periodismo
Argentino: Armando Alonso Piñeiro (coordinador), Enriqueta
Muñiz y Fernando Sánchez Zinny.
Publicaciones y Prensa: Antonio Requeni (coordinador), Fernando
Sánchez Zinny, Nora Bär, Jorge Halperín y Daniel Santoro.
Coordinación administrativa: Nathasha Thais Lefer.

Académicos fallecidos
Emilio Abras..................... 6/10/98 Luis Mario Lozzia............31/07/03
Félix Laíño........................ 7/01/99 Francisco A. Rizzuto.......12/06/04
Jorge Rómulo Beovide.......26/2/99 Raúl Horacio Burzaco...... 9/02/04
Roberto Tálice................ 20/05/99 Fermín Févre . ..................6/06/05
Alfonso Núñez Malnero... 12/03/00 Martín Allica ................... 9/11/05
Germán Sopeña................ 8/04/01 Ulises Barrera.................. 11/12/05
Jorge Roque Cermesoni ....7/12/01 Roberto Maidana............ 11/08/07
Luis Alberto Murray........31/07/02
Introducción

Cuando la Primera Junta de Gobierno decidió la publicación de la


Gaceta de Buenos Ayres, ya había aparecido el Correo de Comercio,
que tuvo el raro privilegio de ser el último periódico de la era colonial
y el primero de la época independiente. Debo subrayar la primacía de la
publicación dirigida por Manuel Belgrano, en cuanto la Gaceta era un
órgano oficial del gobierno, como lo siguió siendo durante los sucesivos
gobiernos, hasta su desaparición, en 1821.
El virrey Cisneros había sido quien dispusiera la edición del Co‑
rreo de Comercio, pero eso no impidió que Manuel Belgrano y otros
redactores aprovecharan sus páginas para insuflar determinadas ideas,
más propias de un naciente país autónomo que de una colonia, defini-
ción esta última que ya se había debilitado a partir de las Invasiones
Inglesas.
Bartolomé Mitre advirtió, en su Historia de Belgrano y de la in‑
dependencia argentina, la irónica paradoja del movimiento intelectual
y periodístico puesto en mar­cha por un semanario instituido por la
entonces claudicante autoridad virreinal. Escribió que acaso por efecto
de la fatalidad, “las causas destinadas a sucumbir encuentran siempre
hombres que, pretendiendo salvarlas, no hacen sino acelerar su caída
(…) Todos se fijaron en Belgrano para realizar el pensamiento del Vi-
rrey, explotándolo en el sentido de los intereses del país. Su reputación
de hombre de letras y su experiencia en este género de publicaciones,
le llamaba naturalmente a dirigir esta nueva empresa político‑literaria,
que era una continuación de los trabajos en favor del comercio libre,
de la industria, de la agricultura, de la e­ducación pública, de la inde-
12 Armando Alonso Piñeiro

pendencia y de la libertad a que desde 1794 se había consagrado, con


inteligencia y perseverancia”.1
Me será imprescindible, en el transcurso de los siguientes párrafos,
repetirme a mí mismo puesto que he estudiado los avatares de este
período belgraniano en las expresiones periodísticas en otro de mis
libros.2
Belgrano puso manos a la obra, con su conocimiento del oficio
periodístico y la colaboración del ex director del Semanario de Agri‑
cultura, don Juan Hipólito Vieytes. Resulta algo injusta la opinión de
muchos historiadores sobre las características primitivas, profesional-
mente hablando, de estos primeros periódicos argentinos. Es menester
colocarse en época para evaluar la calidad periodística de aquellos
precursores y comparar incluso con los periódicos europeos, particu-
larmente españoles, para advertir que existía cierto rasero técnico en
esta clase de ediciones. Además de los moldes extranjeros, hay que
tener en cuenta la fuerza de la costumbre, que constituía un elemento
poderoso en la reposada sociedad virreinal. Es notorio en el Correo de
Comercio, como en sus antecesores, un evidente fárrago de noticias,
una mezcla de temas, una falta de clasificación y coherencia. Los blan-
cos no abundan, la tipografía es gruesa y uniforme (recuérdese que los
tipos eran escasos, todos importados de Europa), pero la impresión es
bastante buena y por lo general se mantiene la medida de caja. Mientras
los artículos de fondo se presentan a una columna en todo lo ancho de
página, algunos temas meramente informativos (precios de productos
y movimiento naviero, por ejemplo) se componían a dos columnas. La
uniformidad de la composición –usualmente redonda en cuerpo 10– a
veces saltaba al 8 (Suplemento del 25 de agosto de 1810), para ganar
espacio, o bien optaba por la bastardilla (número del 11 de agosto de
1810, tomo I, número 24, página 179).
Prácticamente no hay errores, lo que es meritorio si se considera
la inexistencia de correctores en la época. Las pruebas eran visadas
1
Bartolomé Mitre, Historia de Belgrano y de la independencia argentina, Bue-
nos Aires, 1941, p. 223.
2
Armando Alonso Piñeiro, Manuel Belgrano, periodista, Editorial Plus Ultra,
Buenos Aires, 1973.
El periodismo porteño en la época de la independencia 13

primero por el mismo cajista, y luego controladas en la redacción, se-


guramente por el propio Belgrano algunas veces y por Vieytes otras.
Como remarcable elemento de curiosidad, hay que citar que cierto
día se dio el lujo de tirar una edición bilingüe. Es la correspondiente
a un suplemento del 23 de febrero de 1811, con una proclama de Fran-
cisco Javier Iturri Patiño dirigida a los cochabambinos. Está impresa
a dos columnas, en español y quechua, enfrentadas ambas lenguas en
sus respectivas columnas.
Los escasos nueve años que median desde la fundación del Te‑
légrafo y la aparición del Correo no habían pasado en vano. Entre el
periódico fundado por Cabello y el que Belgrano inaugurara en 1810,
dirigiéndolo con acierto y conocimiento del oficio, hay diferencias
ostensibles. Los errores tipográficos, tan comunes en el primero, son
bastante raros en el segundo, tal como queda dicho. El cuidado es en
general más pronunciado.
El Correo abarcó en sus 58 números una gran diversidad de te-
mas: la educación –uno de los fuertes de Belgrano–, la estadística, la
economía, los asuntos rurales, la medicina, el movimiento naviero, la
geografía, la etnografía, la arboricultura, la política. Era, como todos
los periódicos de la época, un órgano de opinión y difusión antes que
de noticias. Estas estaban confinadas a la entrada y salida de buques
en los puertos de Buenos Aires y Montevideo y a la fluctuación de los
precios de determinados productos, incluso las tarifas de diligencias y
los fletes de mercaderías por carretas.
En la dirección del semanario, y la opinión es de Mitre, “desplegó
Belgrano mucho tino, gran prudencia, caudal de ideas y de conoci-
mientos prácticos, a la vez que un espíritu metódico, sagaz y perseve-
rante”.
Es curioso observar que la hoy habitual sección periodística de
Correo del Lector tiene sus lejanos antecedentes en el periodismo de
aquel tiempo. En lo que al órgano de Belgrano se refiere, la sección se
inauguró en el séptimo número, correspondiente al sábado 14 de abril
de 1810, con la Carta de un Labrador a los Editores, y luego fue apare-
ciendo irregularmente, con no más de una epístola por vez. Que estos
mensajes hayan existido en realidad o que constituyeran un recurso
14 Armando Alonso Piñeiro

periodístico, es algo difícil de saber. Pero la sospecha es muy fuerte al


comprobarse que por lo menos en la citada Carta de un Labrador, más
adelante estudiada, el estilo literario y las preocupaciones socioeconó-
micas de Manuel Belgrano denuncian su origen.3

El 24 de enero de 1810 el virrey Baltazar Hidalgo de Cisneros expi-


dió un decreto autorizando la publicación del Correo de Comercio. La
resolución fue comunicada a los Tribunales de las Reales Audiencias,
prelados diocesanos y provinciales regulares, Cabildos Eclesiásticos
y Seculares, gobernadores intendentes y militares del Virreinato y al
Real Consulado. Cisneros encabezaba el decreto con un reconocimiento
hacía el periodismo, habida cuenta de sus objetivos, la “propagación de
las luces y conocimientos útiles”, como se decía en la época4.
El texto del decreto formó parte de un folleto de seis páginas que
Belgrano hizo circular a los pocos días. El prospecto tenía impreso en
sus primeros cuatro folios una larga explicación sobre los objetivos
de la inminente publicación. La quinta página estaba ocupada por la
resolución de Cisneros, y la sexta era blanca.
Juzgaba el entonces futuro creador de la enseña patria que no
consideraba necesario subrayar la necesidad y utilidad de un diario,
“porque éstos son puntos demasiado ventilados”. La desaparición del
Semanario de Agricultura, que este impreso adjudica a las Invasiones
Inglesas, había dejado un largo vacío que ahora se intentaba cubrir. De-
cía Belgrano que era una vergüenza “que la gran Capital de la América
Meridional, digna hoy de todas las atenciones del mundo civilizado,
3
Las cartas de lectores aparecidas en los distintos periódicos de la época son
estudiadas más adelante, en el capítulo correspondiente.
4
El Cabildo apoyó la publicación, como se desprende de las actas de las sesiones
celebradas el 30 de enero y el 27 de febrero de 1810. En la prime­ra, la corporación
acusa recibo de la circular del virrey, acordando manifestarle “que el cavildo contri-
buirá eficazmente de su parte á que se logren tan benéficos obgetos” (Archivo General
de la Nación, Acuerdos del Extinguido Cabildo de Buenos Aires, Serie IV, tomo IV,
Buenos Aires, 1927, p. 29, foja 18 vuelta del libro original). En la segunda sesión,
acuerda suscribirse “formando quaderno de los que salgan, á fin de incitar con ellos
el adelantamiento de las Provincias, y á que tengan efecto en todas sus partes los
proyectos útiles que se propongan” (Ibídem, p. 53, foja 42 del libro original).
El periodismo porteño en la época de la independencia 15

no tuviese un periódico en que auténticamente se diese cuenta de los


hechos que la harán eternamente memorable”. Añadía que a través
de la prensa, Buenos Aires contaría con una ilustración sustitutiva de
los libros, que eran considerablemente escasos en la colonia. Parecía
claro, a través de estas palabras liminares, que Belgrano buscaba dos
objetivos: el primero, sustraer a la capital de la perniciosa influencia
de algunos periódicos ajenos a Buenos Aires. El segundo, la necesidad
de coadyuvar al adelantamiento de la agricultura, la industria y el co-
mercio mediante artículos de fondo que aconsejaran nuevas técnicas y
difundieran nuevas tendencias. Para Belgrano, estos tres rubros debían
estar estrechamente vinculados, por constituir fuertes columnas de la
prosperidad nacional. Que cada uno de ellos se desempeñara aislada-
mente, en forma interdependiente, no era deseable, pues el progreso
alcanzable bajo este régimen era efímero a la larga.
La función didáctica del periodismo
según Belgrano

Los porteños se desayunaron con algunas de estas ideas el sábado


3 de marzo de 1810, a través del primer mensaje editorial, dedicado a
los labradores, artistas y comerciantes. La nota concluyó en el número
siguiente, del sábado 10.
En esa misma edición Belgrano enhebra ciertos conceptos fun-
damentales partiendo de la base de la repartición de la riqueza y el
trabajo. Entendía que ningún ciudadano debía vegetar en la inacción
–salvo las obvias excepciones–, porque ello hacía recaer el esfuerzo
mayor en unos pocos. Consecuentemente, ponía a las labores agrarias
en un plano de privilegio, debido a su influencia básica en el desarrollo
económico del Estado. La agricultura debía ser favorecida prioritaria-
mente, la tierra debía poblarse completamente de vegetales útiles y sus
cultivadores tenían que establecer un método sostenido y firme para
sacar el máximo provecho, “por ser el arte vivificador y que más que
otro alguno cimienta de un modo duradero y permanente la felicidad
indestructible de los pueblos”.
La preocupación de Belgrano por los agricultores no se origina en
sus escritos del Correo de Comercio. Ya las memorias que había leído a
fines del siglo XVIII en el Real Consulado denunciaban claramente esa
vocación, bastantes años atrás. “En la defensa de los agricultores, de
sus intereses, es donde muestra Belgrano más evidentemente sus ideas
fisiocráticas”, explica un autor, para agregar: “Pero su mérito esencial
está en haber buscado, además, su causa más profunda en el régi­men de
propiedad (…) subrayó la importancia del cultivo del suelo en un medio
que veía sólo en la ganadería una fuente de riqueza”.1
1
Gregorio Weinberg en la introducción a los Escritos económicos de Manuel
Belgrano, Buenos Aires, 1954, p. 35.
22 Armando Alonso Piñeiro

Manuel Belgrano volvió sobre estas ideas casi en seguida, en su


“Carta de un labrador a los editores”, aparecida el sábado 14 de abril
de 1810.
Aun para aquellos que ignoren su filiación (porque su autoría está
consagrada al ser reproducida en los escritos belgranianos), su estilo y
sus ideas son curiosamente parecidos al estilo y las ideas de Belgrano,
por lo cual no cabe duda alguna de que éste era el autor de la carta,
prefiriendo dicho método para hacer resaltar el interés que suscitaba,
tanto el tema específico de la agricultura, como el mismo Correo de
Comercio.
Seguramente el anonimato le permitía también cierta impunidad
frente a las autoridades, pues en esta Carta se efectúa una crítica, según
se verá más adelante, a la labor pública, en lo que hace a la conserva-
ción de los caminos.
Comparando el artículo de Belgrano titulado “Agricultura” pu-
blicado el 10 de marzo de 1810, con la Carta de marras, se encuentra
en la confrontación estilística cierta constante gramatical. El primero
tiene en sus párrafos iniciales 88,60 y 52 palabras, respectivamente. La
segunda registra 54,136 y 52 palabras, respectivamente. Las similitudes
se repiten más adelante en este aspecto. Pero aun hay más detalles que
denuncian que ambos trabajos pertenecen a la misma mano. “Agricul-
tura” comienza con un estilo condicional: “Si el hombre no hubiese
tenido otros estímulos que el de subvenir con su trabajo…”. La Carta
se inicia así: “Si la riqueza de los pueblos se mide constantemente por
el número de sus habitantes…”. Hay coincidencia en el giro idiomáti-
co; hay coincidencia en el carácter de las frases, singularizadas por la
exhibición de una tesis; hay coincidencia en el número de palabras con
que se expresan las ideas: quince vocablos, exactamente, para cada
frase distinta.
En ambos escritos hay también ideas convergentes y utilización de
un mismo término, como “opulencia”. Esta expresión aparece cuatro
veces en el primero, es decir, en un total de 850 palabras. El mismo
concepto (bajo los términos de “opulento”, “abundancia”, “prosperi-
dad”) aparece tres veces en el segundo, en un total de 700 palabras.
El periodismo porteño en la época de la independencia 23

Voy ahora a su desarrollo. Señala la Carta que sólo el trabajo ase-


gura la subsistencia y la riqueza de un pueblo, y que en las condiciones
socioeconómicas de la época, la labor de la agricultura es la que más
contribuye a este objetivo. Así se explica el permanente fomento que
recibía esta actividad, caracterizada por la erección de puentes, la
apertura de canales, el establecimiento de riegos y el allanamiento de
caminos, todo ello para el más fácil transporte de su producción. Esto
le permitió a Belgrano sentar otra de sus premisas morales: “Así se
ha conseguido el ver poblados los campos, cubiertas las heredades de
inmensas producciones; a sus habitantes alegres en medio de la ocu-
pación y la abundancia, desterrada la lóbrega mendiguez y la siempre
detestable ociosidad; arraigarse la virtud y desconocerse los vicios y
los crímenes que degradan la dignidad del hombre”.
Al tomar las ideas antes expuestas como pretexto, el presunto lec-
tor aprovecha para sentar algunas exigencias. La fundamental: reparar
los caminos públicos, “tan descuidadamente olvidados (…) y con espe-
cialidad las entradas principales de la Ciudad, que por tan pantanosas,
ponen un estorbo real a las introducciones de los frutos que diariamente
conducimos a ella”.
El tema debía ser muy importante, porque se insiste a renglón seguido,
señalándose que no había una sola calle “de las que conducen al centro de
la población” que no estuviera cubierta por hondonadas pantanosas. Esta
anómala situación provocaba dificultades al transporte de los productos
agrarios (sin contar el entorpecimiento del tránsito común), pues el riesgo
de que las carretas volcaran, quebrándose sus ejes, era cotidiano. Cada
vuelco significaba perder buena parte de la mercadería, invertir tiempo e
inutilizar bueyes para arrancar los vehículos pesadamente hundidos en el
fango.
Tal situación había hecho que el intermediario –es decir, el intro-
ductor–, calculando los riesgos, hubiese recargado los precios. Indirec-
tamente, el gobierno contribuía al encarecimiento del costo de vida al
no reparar los caminos.
Esta era apenas una de las varias muestras de la posición especial
que adoptaba el Correo de Comercio, que como muy bien señala Váz-
quez, “contribuyó, eficientemente, a soliviantar el espíritu revolucio-
24 Armando Alonso Piñeiro

nario con comentarios mansos pero de indudable filiación sediciosa y


cruzó por el ambiente caliginoso de la Revolución de Mayo sin que la
Revolución dejara huellas en sus páginas. Se diluyó entre el estrépito
insurgente pese a la elevada rectoría con que contaba y a su limpia y
clara inspiración”.2
Menos detectable en cuanto a su autoría belgraniana es un largo
artículo que bajo el somero título de “Labranza” comenzó a publicar-
se en el número 23, correspondiente al sábado 4 de agosto de 1810, y
concluyó en el número 25, del 18 de agosto. Es cierto que unas iniciales
–B. D. – hacen dudar de su origen, pero las ideas manejadas en sus
once páginas y el dominio que se ejerce del tema son, al menos en una
primera hipótesis, las del propio Belgrano.
Señalaba el autor la escasez de peones y la magra calidad de los
existentes en los campos, que no sólo no colaboraban debidamente
con los labradores, sino que incluso entorpecían el trabajo rural. “La
falta de peones es otro entorpecimiento grave para los labradores, no
porque efectivamente falten, sino porque no hay celo, en que tantos
anden vagos sin querer conchabar; éstos se abrigan de aquellos mismos
que tienen poblaciones perjudiciales, diciendo que se hallan en actual
servicio, no siendo así, y tal vez trayendo consigo un papel falso que
los resguarde; otros sirviendo una semana o poco más a un labrador, se
les va con el salario de dos o tres meses, mudándose a servir a otro, sin
que haya quien les haga cumplir con aquel que primero los conchabó”.
Este párrafo, como muchos otros del artículo de referencia, es precioso
para conocer las costumbres laborales de la época, el régimen de con-
tratación –bastante elástico, por cierto– y las dificultades propias del
penoso trabajo rural.
Agregaba la nota que apenas se recogía el trigo, lo que acarreaba
una falta de control en el continuo pasaje de bueyes, caballos y vacas,
cuyo ir y venir arruinaba otros cultivos, como los de maíz, porotos y
lentejas. Era evidente que los mismos agricultores no cuidaban mucho
de los cultivos, pero como decía el articulista, no siempre la propiedad
2
Aníbal S. Vázquez, La imprenta y el periódico en la Revolución de Mayo,
Tercer Congreso Internacional de Historia de América, tomo III, Buenos Aires, 1961,
p. 296.
El periodismo porteño en la época de la independencia 25

de los terrenos podría influir en una mejoría de la situación, porque


quienes ya eran propietarios “no adelantan un paso en establecer ni
casas para sus moradas (…) ni ponen montes”.
Luego de otras consideraciones de tipo técnico y laboral, surgía
el verdadero fantasma que amenazaba con provocar el retroceso del
campo: “Otro mal pero imponderable al labrador y a los pueblos, es el
de los usureros enemigos de todo viviente; a éstos se debe exterminar,
a éstos, que tragan la sustancia del pobre y aniquilan al ciudadano; se
les debe considerar por una de la causas principales de la infelicidad del
labrador, y como mal tan grande, no hay voces con qué exagerarlo”.
Similares problemas enfrentaba el criador de ganado, actividad
ésta reputada “como uno de los principales ramos de este Reyno y una
mina inagotable que hace al más vasto comercio en estas provincias y
trascendental a toda la Europa”. Entre las objeciones que merecían las
costumbres de la época figuraba la de la matanza indiscriminada de
vacas, que reducían a la larga la población vacuna. Y no se mataban
para el consumo, sino muy a menudo simplemente para aprovechar su
cuero o producir grasa, con la que se provocaba un doble mal, ya que la
carne se perdía lastimosamente. El autor apuntaba otros inconvenientes
que era necesario desterrar: el repetido asunto de los peones inactivos,
el sembrado de tierras ganaderas, el tiempo inadecuado de las yerras,
el traslado de hacienda de una jurisdicción a otra. Todo ello, para evitar
el despoblamiento de nuestros campos, a fin de no caer con el tiempo,
como proféticamente apuntaba el autor, en la necesidad de mendigar
“en ajenos países”.
Las pulperías de campaña compraban por entonces a precio vil
cueros, sebo y grasa a quien ofreciera estos productos. Los vendedores
eran, por lo general, ladrones de ganado, una situación que el Correo
de Comercio denunciaba con energía, postulando la intervención de los
jueces para que requirieran comprobantes de las ventas. El semanario
aclaraba incluso los períodos de mayor peligro, cuando arreciaban los
robos: diciembre, enero y febrero. Y los puntos claves a inspeccionar:
la frontera del Cululú y Sunchales de donde procedían preferentemente
las haciendas de Córdoba y Santiago. Quedaban todavía algunas cosas:
“Los juegos de pato que acostumbraban las gentes de campo, será muy
26 Armando Alonso Piñeiro

conveniente extinguirlos, no sólo por los daños personales sino por las
haciendas que se descuadernan y donde hay semen­teras no se respetan
y las destruyen (…) La destrucción de los perros cimarrones debe ser
muy recomendada a los jueces de campaña”.
Pero desde luego los magistrados no podían dar abasto ni eran
aptos para tareas de esta índole. De ahí que el articulista propusiera
el nombramiento de comisionados con mando de alguna tropa y juris-
dicción correspondiente, a quienes se les debía estipular un sueldo y
cuenta de gastos. Ni siquiera el fisco iba a recargarse con esta eroga-
ción, porque los estipendios podrían correr por cuenta de los propios
hacendados, que sin duda eran los primeros interesados en proteger
su propiedad. Finalmente, se sugería el empadronamiento de toda la
campaña, “que así teniendo los alcaldes sus padrones, sabrán cuáles
son vagos, o se tendrán por tales a los que se hayan ocultado al padrón,
descubriéndose asimismo el que no tiene modo de mantener su familia
sino del robo”.
La prédica belgraniana
sobre la industria y el comercio

Ya en el primer número del Correo de Comercio su editor había


sentado el valor del comercio y la importancia del oro y la plata como
signos de conversión. Pero muy prudentemente advertía que el dinero
“es en realidad un fruto idéntico a los demás; del mismo que ellos se
conduce a los mercados para tener en cambio las especies que desean
conseguirse por su medio. Un país que no tiene mi­nas, dice Smith,
debe por necesidad arrancar la plata y oro de los países extranjeros,
del mismo modo que el que no tiene viñas conduce el vino que ne-
cesita consumir”. De allí desprendía Belgrano que era inútil dedicar
preferente a­tención a un ramo con desmedro de otros, ello en función
de gobierno, por supuesto. “Un país que tiene con qué comprar el vino,
siempre tendrá cuanto necesite, del mismo modo que el que tenga con
qué comprar el oro y (la) plata, no le faltarán jamás éstos metales;
ellos se comprarán por cierto precio, del mismo modo que el resto de
los demás frutos; y así como éstos son el precio de otros, mediante la
permuta, así lo son de los metales”. El trueque, vale decir, el comercio,
era la consecuencia lógica del análisis.
Desde luego, pueden parecer ingenuas, en principio, estas disqui-
siciones, desde el riguroso enfoque de la economía política. Pero si nos
situamos en época y en la ausencia de tratados especializados a nivel
de difusión política, será fácil entender la importancia singular de estos
escritos. Belgrano no escribía para los tratadistas ni los sabios, ni para
el gobierno, ni los ilustrados. Se dirigía al común de la gente, a quienes
realmente necesitaban información, como siempre lo viene haciendo
el periodismo.
En el segundo número del semanario, Belgrano establecía que la
agricultura y el comercio no eran suficientes para el equilibrio de un
país sin el auxilio de la industria. De esta manera, quedaban consagra-
28 Armando Alonso Piñeiro

dos los tres pilares de la actividad humana en la época moderna. La


combinación de ellos producía la abundancia. Y he aquí un pensamien-
to típico del futuro jefe militar, por lo que tiene de rasgos éticos: “Ver-
dad es que la industria se establece por sí misma y que sería perjudicial
a un país agricultor el violentar los brazos de sus habitadores hacía este
preciso ramo, pero también lo es igualmente que habiendo muchas
manos que por débiles son del todo ineptas a las otras profesiones, se
las debe inclinar precisamente hacia el trabajo, así porque no devoren
en la ociosidad el fruto del sudor del que trabaja, como porque acrecen-
tándose el valor a las producciones rudas de la tierra, se aumentaría con
la misma proporción el capital comerciable de la provincia, y con él su
riqueza permanente”. La moral belgraniana estaba considerablemente
teñida de preocupaciones sociales, como es fácil juzgar a través no sólo
de toda su producción escrita, sino de su propio trabajo.
Que todos laboraran para evitar la injusticia social era una idea
obsesiva de Belgrano, reiterada a lo largo de muchos de sus artículos
y notas periodísticas. Buscaba así la correcta distribución socioeconó-
mica con sus cargas y derechos. Era inevitable que hijos muy pequeños
o padres muy ancianos o personas enfermas no pudieran trabajar, re-
cayendo así su manutención sobre los miembros hábiles de la familia,
pero “si sobre el crecido número de hombres totalmente inhabilitados
al trabajo, que a sus expensas alimenta y viste el industrioso en todo
pueblo, se le agregan otra mayor porción de zánganos, cuyo ejercicio
es sólo devorar la sustancia que le han proporcionado su fuerza y sus
fatigas, o no quedaría sobrante alguno en semejante sociedad para dar
incremento a su agricultura, su industria y su comercio, o serían sus
capitales tan mezquinos, que aún con el mayor esfuerzo no saldrían de
un estado precario y miserable”.
Belgrano, conocedor de ciencias aparentemente tan disímiles como
la economía, la educación, la política, no ignoraba el valor utilitario
de la estadística, a la que también, como es lógico, confería carácter
científico. En la edición del Correo de Comercio del sábado 14 de
abril de 1810 sentaba la importancia de la estadística a los efectos de
“fomentar la agricultura, animar la industria y proteger el comercio”,
reiterándose así las conocidas preocupaciones del secretario del Real
El periodismo porteño en la época de la independencia 29

Consulado. Un conocimiento exacto de la riqueza y fuerza del Estado


era, según Belgrano, el fin de la estadística, para proceder con acierto
en las disposiciones de buen gobierno.
En el artículo titulado sobriamente –al estilo general del Correo
de Comercio– “Estadística”, su autor recuerda que los alemanes dieron
la debida importancia a esta disciplina, pero “por fortuna nosotros nos
hallamos con estos trabajos anticipados”. Se refería, por supuesto, al
aspecto teórico de la cuestión, por cuanto el conocimiento estadístico
de las riquezas del Virreinato del Río de la Plata era completamente
nulo al alumbrar el siglo XIX. Se había procedido a ciegas en todos los
ramos, no teniendo noticias ciertas de ninguna índole, hasta el punto
que “carecemos de planos geográficos y topográficos de las provincias
del Virreinato, levantados con la perfección y exactitud que pide la
ciencia; apenas debemos a las expediciones de la demarcación de lími-
tes la provincia de Cochabamba, parte de la del Paraguay y Misiones
y la línea hasta el Río Grande con el reconocimiento poco prolijo que
hizo del Río Negro Villarino en la costa patagónica. Todas las demás
provincias nos son desconocidas, a pesar del gran plano que formó D.
Juan de la Cruz de Madrid y publicó el año de 1775, por puras noticias,
sin observaciones y por tanto lleno de errores crasísimos”.1
El Real Consulado de Buenos Aires –y nadie mejor que Belgrano
conocía el ante­cedente– venía desde 1801 o 1802 trabajando en este
sentido, pero con considerable precariedad. Las carencias, por lo
tanto, eran implacablemente censadas en es­te artículo: “Ignoramos la
superficie del territorio que ocupamos y su extensión, los bosques que
hay, la calidad de sus maderas, los climas que gozamos, la natu­raleza
de las tierras, el estado de la agricultura, las producciones animales,
mi­nerales y vegetales que nos presenta la naturaleza, la población que
tenemos, de la que ni aún noticias logramos de los nacidos y muertos;
ignoramos… Pero dónde vamos a parar si hemos de apuntar cuanto
es necesario saberse para formar los planos estadísticos de nuestro
Virreinato”.
1
Correo de Comercio, 14 de abril de 1810, número 7, tomo I, pp. 49‑53.
30 Armando Alonso Piñeiro

La necesidad de un censo general de población y bienes era ya


notoria en la época, y como no estaban dadas todavía las condicio-
nes básicas para que el gobierno tomara a su cargo un relevamiento
completo, el Correo de Comercio proponía un régimen híbrido, que
incluía el autocensamiento a través de informaciones que cada estruc-
tura familiar, económica y política debía pasar a la superioridad. El
Consulado había ya iniciado la tarea con el envío de planillas, pero
“hasta ahora no se le ha devuelto un plano, ni del curato más infeliz”,
señalaba gráficamente.
Es bastante probable que este trabajo periodístico de Belgrano
haya constituido una consecuencia inmediata de aquel relevamiento
general que él mismo intentara desde la Secretaría del Real Consulado.
En tal sentido, pocos aspectos como esta nota titulada “Estadística” han
conformado un carácter tan periodístico por sus formas y objetivos.
Hay una información (el proyecto censal del Consulado), la exposición
de un problema concreto (necesidad del relevamiento para acrecentar
la prosperidad del país) y una solución posible (respuesta a los cues-
tionarios y un régimen combinado de censo oficial y autocensamiento
popular).
El artículo tenía también por objetivo aventar las sospechas que
en la escéptica sociedad virreinal –escepticismo bien hispano, por otra
parte– había desper­tado el ansia informativa del Consulado. Así lo
explica con toda claridad Belgrano: “…que sepan los habitantes de este
suelo que las noticias que se solicitan, lejos de ser para perjudicarlos,
como ignorantemente lo han creído al­gunos, no llevan otras miras ni
tienen otro objeto que el del bien general; que no se arredren de co-
municarlas y desechen los vanos temores de que son para imponerles
gabelas y causar extorsiones; tan lejos están de servir para eso, que an-
tes por el contrario, servirán para desterrar los males de que se quejan
bajo todos (los) aspectos”.
Así, pues, la gigantesca información estadística que se requería
–gigantesca si se repara en la formidable extensión del Virreinato y
la época en que se intentaba, lo que denuncia la visión progresista del
Consulado y de su infatigable Secretario– e­ ra para contribuir a la pros-
peridad general: “¿Qué satisfacción no resultaría al hombre público y
El periodismo porteño en la época de la independencia 31

aún al particular de saber cuánto hay, cuánto existe en el país que habi-
ta? Y contrayéndonos al comerciante, ¿cuántas ventajas no adquiriría
sabiendo la situación de la provincia, sus producciones, su población,
sus relaciones de unas con otras y tantas otras materias que le ha de
presentar la estadística de cada una de ellas?”.
El Correo de Comercio estaba atento a muchos problemas del país
y en lo posible aportaba las pertinentes soluciones. En su edición del
16 de junio de 1810, estudiaba la situación general de Jujuy y proféti-
camente señalaba que en la industria azucarera se encontraba parcial-
mente la solución de algunas de sus dificultades económicas. Apuntaba
los terrenos jujeños aptos para este cultivo y estimaba que el hacendado
conseguiría cosechar todo el año, “porque nunca le faltarían brazos, y
arreglando el alimento de los esclavos a carne, frutos de las mismas ha-
ciendas, como son arroz, porotos, mandiocas, maíz, garbanzos y otros
que se producen abundantísimamente, haría muy corto gasto; y podría
dar sus azúcares sin dejar de ganar competentemente por la mitad de
lo que ahora le cuestan; en estos términos haría con Buenos Aires un
comercio muy considerable, la proveería de una especie tan preciosa y
las crecidas sumas de dinero que se extraen por ella, quedarían dentro
del mismo Virreinato”.
También se propugnaba facilitar la navegación del río Bermejo, lo
cual iba a provocar, según el editorialista, no sólo una expansión del
comercio con la capital, sino una labor civilizadora y evangelizadora
con los indios del Chaco.
En todo momento Belgrano confiaba en el comercio interior como
medio de riqueza nacional. Que el país diera valor a los objetos de cam-
bio, significaba para el creador de la bandera algo más que la natural
dotación económica para el Estado y sus habitantes. Significaba evitar
la pérdida de los jornales reales de los obreros.2
Ya por ese entonces, Belgrano estaba ausente de Buenos Aires, en
cumplimiento de los deberes específicos encomendados por la Junta.
Pero había dejado en la redacción del semanario un largo ensayo, que
siguió publicándose hasta el último número del Correo…, el 6 de abril
2
Correo de Comercio del 25 de agosto de 1810, número 29, tomo I, p. 193.
32 Armando Alonso Piñeiro

de 1811, tras aparecer ininterrumpidamente durante 31 números. Pero


abrigo serias dudas sobre el hecho de que todo el extenso texto co-
rresponda exclusivamente a Belgrano. No pudo tener tiempo material
para pergeñar un trabajo de esa envergadura, sospecha ésta que se ve
corroborada por algunas diferencias de estilo y el brusco salteamiento
de un tema a otro.
La filosofía política
en el periodismo de la Independencia

Es un hecho reconocido que órganos como el Correo de Comercio,


so pretexto de tratar temas comos los vinculados con la industria, el
comercio y la agricultura, fueron creando el clima adecuado para una
comprensión del fenómeno histórico que se vivía, tanto en la península
como en el Virreinato. Las reiteradamente citadas palabras del mismo
Belgrano lo señalan con fuerza: “…no era otra cosa más que una acu-
sación contra el gobierno español; pero todo pasaba y así creíamos ir
abriendo los ojos a nuestros paisanos; tanto fue que salió uno de mis
papeles titulado ‘Origen de la grandeza y decadencia de los Imperios’,
en las vísperas de nuestra revolución, que así contentó tanto a los de
nuestro partido como a Cisneros, y cada uno aplicaba el ascua a su sar-
dina, pues todo se atribuía a la unión y desunión de los pueblos”.1
Este brevísimo ensayo político había aparecido el sábado 19 de
mayo de 18102, bajo el especial temple que vivía Buenos Aires, y sin
duda constituyó motivo de apasionados comentarios. No era poca
audacia afirmar, como lo hacía Belgrano en el primer párrafo de este
interesante trabajo periodístico, que la causa de la desaparición de mu-
chas civilizaciones no fincaba en la falta de religión, ni en general en
la corrupción, ni siquiera en el abuso de autoridad, si­no simplemente
en la desunión del pueblo. Veamos sus propias palabras, de gran signi-
ficación a casi dos siglos de impresas en uno de los primeros órganos
del incipiente periodismo porteño:
“Procurando indagar en la historia de los pueblos la causa de la
extinción de su existencia política, habiendo conseguido muchos de
1
Manuel Belgrano, Autobiografía del general D. Manuel Belgrano, que com‑
prende desde sus primeros años (1770) hasta la revolución del 25 de Mayo.
2
Correo de Comercio número 12, tomo I, p. 59.
34 Armando Alonso Piñeiro

ellos un renombre que ha llegado hasta nuestros días, en vano las he-
mos buscado en la falta de religión, en sus malas instituciones y leyes,
en el abuso de la autoridad de los gobernantes, en la corrupción de
costumbres y demás. Después de un maduro examen y de la reflexión
más detenida, hemos venido a inferir que cada uno de aquellos motivos,
y todos juntos, no han sido más que concausas, o mejor diremos, los
antecedentes que han producido la única, la principal, en una palabra,
la desunión.”
¿Pensaba Belgrano al escribir estas frases en la situación de Espa-
ña en esos momentos parcialmente ocupada por los ejércitos napoleó-
nicos, y por lo tanto, dividida? ¿O meditaba también en la influencia
que esos gravísimos episodios es­taban ejerciendo en la actitud del
Virreinato, particularmente de Buenos Aires? Porque en las líneas
siguientes argumentábase que la desunión –es decir, la falta de cohe-
rencia para enfrentar una determinada posición– origina la guerra civil.
“Nos dilataríamos demasiado –insistía– si nos pusiésemos a referir las
naciones que han existido en la Asia, África, Europa y este continente,
y describiése­mos los hechos que acreditan que la desunión ha traído
consigo su anonadamiento, después de haberles hecho el juguete del
primero que se aprovechó de ese estado, y haberlas reducido al de la
estupidez más vergonzosa”.
Y a renglón seguido, el autor se denuncia a sí mismo. Sí, no cabía
duda de que el pensamiento belgraniano estaba en la madre patria y
en las consecuencias inevitables de la conflagración europea sobre los
destinos de este territorio. “La historia misma de nuestra nación, en la
época que estamos corriendo, nos presenta más de una prueba de que la
desunión es el origen de los males comunes en que estamos envueltos,
y que nos dejarán muchos motivos para llorarlos mientras existamos,
aun logrando salir victoriosos de la lucha gloriosa en que se halla nues-
tra España europea.”
La división de opiniones, el choque de intereses y el mal orden
eran los motores de la desunión en aquellas jornadas críticas de mayo.
Belgrano llamaba a la reflexión sobre estos hechos tan sencillos y sig-
nificativos, alentando una unidad de acción y de pensamiento que era
indispensable para evitar la anarquía, la infelicidad y el fin de la pros-
El periodismo porteño en la época de la independencia 35

peridad. El choque de aquellas semanas entre los españoles europeos


y los españoles americanos –en una excesiva simplificación, fuerza es
reconocer, del proceso político de referencia– podía suponer el surgi-
miento de un despotismo más agudo del padecido hasta el momento.
“Ella (la unión) es la única capaz de sacar a las naciones del estado de
opresión en que las ponen sus enemigos, de volverlas a su esplendor y
de contenerlas en las orillas del precipicio.”
Sin pretenderlo, Belgrano hacía de dramático augur, porque pre-
veía con palabras ajustadas que el proceso actual de desunión sobre
un tema tan capital como la opresión o la libertad, la dependencia o
la independencia, podía llevar a una época triste, como efectivamente
ocurriría una década más tarde: “Por lo tanto, es la joya más preciosa
que tienen las naciones infelices aquellas que dejan arrebatársela, o que
permitan siquiera que se les descomponga; su ruina es inevitable, y lo
peor es que se hace imposible recuperarla, o si se consigue, es pade-
ciendo las convulsiones más violentas y los males más penosos”.
Tras una cita de Cicerón en su original latín, muy al gusto de su
tiempo, Belgrano concluía su trabajo de esta manera: “La unión es
de un valor inestimable en una nación para su general y particular
felicidad; todos sus individuos deben amarla de corazón y en pensar y
hablar de ella como la de la égida de su seguridad cualquiera que así lo
ejecute, no importa que le falten grandes recursos; con la unión hallará
los medios de suplir sus escaseces; con la unión se sostendrá; con la
unión será respetable; con ella al fin se engrandecerá”.
Bueno es reflexionar sobre estos conceptos, que implican nada
menos que una contribución formidable del naciente periodismo argen-
tino a la conformación del inminente Estado independiente. En estas
fuentes periodísticas primigenias se nutriría en las décadas siguientes
–con algunas obvias interrupciones– el espíritu constructivo y patrió-
tico de la prensa.
Libertad de prensa y educación

La gran mayoría de las actividades desarrolladas por Manuel


Belgrano, a través de su corta pero proficua existencia, estuvo signada
por el noble sello de la educación, de la expansión desinteresada de la
cultura especialmente en lo concerniente a la juventud. Así, muchas
de las disciplinas ejercidas constituyeron pretexto, un vehículo para
objetivos de largo alcance. De esta manera entendió a la prensa, y por
ello, por la noble sustancia implícita en la devoción periodística, fue un
celoso custodio de su respeto y de su libertad.
El 11 de agosto de 1810 los lectores del Correo… leyeron atenta-
mente las cinco páginas iniciales del semanario. Las cuatro primeras
estaban o­cupadas por el ensayo de Belgrano “La libertad de prensa es
la principal base de la ilustración pública”, rematado en la quinta por
la reproducción de una nota que había publicado la Minerva Peruana
tres meses antes.
Sentada la premisa de la significación de la libertad de prensa,
Belgrano entendía que ella era “necesaria para la instrucción pública,
para el mejor gobierno de la nación y para su libertad civil, es decir,
para evitar la tiranía de cualquier gobierno que se establezca”. Con lo
cual, en pocas y precisas palabras, daba configurada la misión de la
prensa: una función educativa y política. El au­tor se explayaba aún
más, recortando conceptos: “Para la instrucción pública, porque con
ella se extienden y comunican las luces de los hombres estudiosos y
sabios a los que no lo son, los cuales con más facilidad y menos trabajo
aprenden lo que otros han inventando, han pensado y han leído (…). Si
hay muchos que escriban, habrá más que lean, y más que hablen y se
ocupen de lo que se escribe y se lee”.
¿Y por qué era necesaria la libertad de prensa en lo que hace a la
correcta administración de un país? “Porque los que mandan y man-
daren, no sólo procurarán mandar bien, sabiendo que cualquiera tiene
facultad de hablar y de escribir, si prefieren el bien público al suyo a
38 Armando Alonso Piñeiro

otro particular, y si gobernaren bien, no tienen que temer que uno u


otro ignorante hable o escriba mal de lo que sea bueno, pues prescin-
diendo de que el gobierno puede y debe tener las mejores plumas para
que ilustren y defiendan las buenas providencias, saldrán cien hombres
sensatos y confundirán al atrevido ignorante y le quitarán la tentación
de ser escritor.”
Pero también era indispensable para la libertad civil de la nación,
porque con ella se modera la arbitrariedad y los abusos del poder pú-
blico a través del control de la prensa. La posibilidad de un periodismo
libre está en relación directa con la posibilidad de producir y conocer
la existencia de más hombres talentosos, pero simultáneamente con el
hecho de que estos hombres actúen con decoro y en el cumplimiento
escrupuloso de sus obligaciones, pues la vigilancia permanente de la
prensa actúa como control de las conductas. “Sólo pueden oponerse a
la libertad de la prensa los que gusten mandar despóticamente, y que
aunque se conozca no se les pueda decir; o los que sean tontos, que
no conociendo los males del gobierno, no sufren los tormentos de los
que los conocen, y no los pueden remediar por falta de autoridad, o los
muy tímidos que se asustan con el coco de la libertad, porque es una
cosa nueva, que hasta ahora no han visto en su fuerza, y no están fijos
y seguros en los principios que la deben hacer tan amable y útil.”
Suponía Belgrano que quienes temían la libertad de prensa po-
drían temer en realidad un atentado contra la religión o contra la moral
o incluso delitos como injurias. Pero la solución era bien sencilla:
legislando contra tales demasías se evitaba o se castigaba el riesgo. “A
nadie se le quita ni ata la lengua porque con ella puede injuriar –añadía
Belgrano a guisa de mordaz ejemplo–, ni las manos porque con ellas
puede matar.” Se castiga, en efecto, a quienes abusan de la lengua o
de las manos. “La pluma y la prensa no son mas dañosos por sí que la
espada y las manos.”
Para evitar desviaciones o erróneas interpretaciones, insistía luego
taxativamente en las tres únicas excepciones a la libertad de prensa:
el dogma religioso, las injurias y la obscenidad. Debidamente legisla-
das estas infraccio­nes, Belgrano señalaba también, de esta manera, la
responsabilidad periodísti­ca y la de los magistrados. “Que las penas
sean claras y terminantes, sin de­jar arbitrariedad a los jueces; que los
El periodismo porteño en la época de la independencia 39

autores, los impresores y los vendedo­res estén sujetos a ellas; y que los
impresores hayan de llevar un registro en que conste el nombre y el
apellido y el pueblo de la residencia del autor, y el que contravenga no
podrá evadir el castigo. Pero sin esta libertad no pensemos haber conse-
guido ningún bien después de tanta sangre vertida y de tantos trabajos.
¿Qué podrá prometer una nueva constitución, sin su mayor y más fuerte
apoyo? ¿Quién la conservará en su fuerza sin la opinión pública, ilus-
trada con esa santa, justa y natural libertad? No perdamos por miedo
lo que debemos ganar perdiéndolo una vez, no suceda que cuando oír
las voces de la naturaleza y de la justicia no sea ya tiempo.”
El agudo ensayo belgraniano concluía luego, como ya lo he dicho,
con la reproducción de una nota de la Minerva Peruana. Reproducción
significativa, nada sujeta al azar, al enjuiciar el gobierno de Carlos IV y
del resistido Godoy, el célebre Príncipe de la Paz, especialmente por los
atentados cometidos contra la seguridad individual, la propiedad y el
honor de los ciudadanos. Tales delitos del poder público no se habrían
concretado, según el articulista, si la libertad de prensa hubiera cons-
tituido un derecho de la nación. “No –reiteraba cruda y rudamente–,
ni España hubiera sido oprimida por un hombre tan vil e inepto como
Godoy, ni Napoleón a pesar de sus artes engañosas y de sus artificios
y de su poder se hubiera atrevido a enojar siquiera a una nación que
tuviese un arma tan poderosa contra los tiranos. Él hubiera, como el
mayor de todos, huido de un país donde la opinión pública sostenida
por la libertad de hablar y de escribir, dejaba sin efecto sus mentiras, y
no daba entrada a la tiranía.” La monarquía española podía adolecer de
vejez, cómo irónicamente espetara Napoleón a los peninsulares, mas
los ciudadanos podían renovar la vetusta institución, “pero para ello es
indispensable la libertad de prensa”.
Los primeros atisbos periodísticos de Belgrano sobre la educa-
ción aparecieron en 1802, en el Semanario de Agricultura, Industria
y Comercio. Se trata de un artículo titulado, en su primera entrega,
“Educación moral”, que al concluir en el número siguiente, convirtió
en “Educación político‑moral”. El trabajo comienza con una sentida
invocación en torno de las lecciones de los mayores, presuntamente
abandonados en la inicial centuria XIX, y con una reminiscencia del
siglo de las luces, como se conocía al inmediatamente anterior. Los
40 Armando Alonso Piñeiro

esplendores dieciochescos no le ocultaban a Belgrano una ambigua


situación sociomoral en la civilización hispanoamericana: la referida
a la situación del trabajador manual, tenido en menos por otras capas
de la sociedad. “Buenos Aires es seguramente la población en que hay
menos preocupación en esta parte –descubre el periodista–, y en donde
el artesano se confunde comúnmente y alterna con sus clases medianas,
y goza por lo mismo de una distinción que no se le concede en parte
alguna de las poblaciones de esta América. Esta laudable costumbre,
que nivela al industrioso artista con el mercado honrado, ha producido
el in­comparable bien de que no se desdeñe el zapatero, aunque esté
lleno de comodidades, de trabajar a la par de sus esclavos.” Pero el apa-
rentemente buen estado de la situación no era completo, pues privaba
cierta tendencia a que los padres dirigieran a sus hijos “por el camino
de letras, infatuados de la esperanza vana de llegarlos a ver algún día
colocados en el altar o pisando los corredores del Senado”, como muy
elocuente y elegantemente apuntaba el artículo. Luego de desarrollar
con maestría impresiones de parecido jaez, llegaba al meollo del asun-
to: “La experiencia de toda la vida nos enseña que el hombre jamás
podría vivir sin alguna ocupación, y esto mismo nos convence hasta la
evidencia ser la única causa, en las Américas, de la infeliz constitución
en que se hallan todos aquellos que no han tenido la fortuna de heredar
un crecido patrimonio”. Al deber de trabajar, Belgrano añadía la for-
mación moral dentro de los principios del cristianismo, “único modelo
en que pueden vaciar los hombres grandes”.
Llevado por su entusiasmo señala en los últimos párrafos que el
objeto de la nota era llevar un mensaje a la juventud. “A ella sola he
querido conduciros por la pintura del risueño aspecto que presentaría
nuestra crecida población, mediante el gigante [sic por gigantesco] acre-
centamiento y esplendor que le daría el no contar entre sus dichosos
pobladores, más que hombres industriosos y ocupados”.1
En otro breve artículo titulado simplemente “Educación”, que pu-
blicó Belgrano el 4 de septiembre de 1805, ensaya un elogio del espíritu
a través de la formación cultural, por oposición a la vida materialista de
1
Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, 13 de octubre de 1802, núme-
ro 4. tomo I, folios 27‑32, y 20 de octubre de 1802, número 5, tomo I, folios 33‑37
El periodismo porteño en la época de la independencia 41

quienes, dueños “de terrenos fertilísimos e inmensos y congregados en


una copiosa multitud, viven pobres, desnudos, sin artes y sin costum-
bres”. La tesis era que sólo la educación constituye el manantial inago-
table del hombre, pero arremetía a la vez contra el sistema pedagógico
de la época, caracterizado por entregar a los niños a maestros con mez-
quina educación, “que no sabían más que enriquecerse vendiendo su
pobre enseñanza, y que les abatían con castigos viles e ignominiosos”.
No sin frecuencia la pluma de Belgrano suele alcanzar bellas alturas,
como cuando señala vehementemente: “El hombre jamás es esclavo de
sus pasiones, sino cuando indócil a la voz de la razón se deja arrastrar
de los vicios que le halagan”.
Los vicios de la época, dos centurias atrás, parecen tener una ex-
traña cercanía: “Los niños miran con fastidio las escuelas, es verdad
–proclama Belgrano–, pero es porque en ellas no se varía jamás su
ocupación: no se trata de otra cosa que de enseñarles a leer y escribir,
pero con tesón de seis o siete horas cada día, que hacen a los niños
detestable hasta la memoria de la escuela, y que a no ser alimentados
por la esperanza del domingo, se les haría mucho más aborrecible este
funesto teatro de la opresión de su espíritu inquieto y siempre amigo
de la novedad”.
La ampliación de los programas pedagógicos era un objetivo
ungido por el Semanario… a través del Belgrano periodista. No se
trataba sólo de que la juventud aprendiese a leer y escribir, sino a tener
conocimientos concretos de geografía y geometría y teoría y práctica
de la agricultura. De aquella manera, reducida y opresiva, se formaban
esclavos llenos “de abatimiento y vituperio”. De ésta, hombres libres y
laboriosos, “y no un zángano que sirva de peso inútil a la sociedad”.
“Triste y lamentable estado el de nuestra pasada y presente edu-
cación –se condolía Belgrano–. Al niño se le abate y castiga en las
escuelas, se le desprecia en las calles y se le engaña y oprime en el seno
mismo de su casa paternal. Si deseoso de satisfacer su natural curio-
sidad, pregunta alguna cosa, se le desprecia o se le engaña haciéndole
concebir dos mil absurdos que vivirán con él hasta su última vejez.”
Los conocimientos intelectuales y prácticos no estaban divorcia-
dos, en los proyectos de Belgrano, de un buen adiestramiento físico.
42 Armando Alonso Piñeiro

De allí que propugnara también un permanente ejercicio de carreras,


lucha, natación, de todo “que al mismo tiempo sirve para su desarro-
llo y crecimiento los alejan de una constitución flaca y enervada que
abreviaría sus días”.
La obsesión por las tareas del agro le hacía volver a Belgrano sobre
el tema, y así proponía en este artículo que a los niños de las escuelas
se les destinara “un pequeño campo en el que a lo menos un día en la
semana se les hiciese conocer el arado y el modo de labrar la tierra”.
De esta manera, aprenderían a plantar por sus propias manos, cuidar la
conservación de los árboles, injertar y trasplantar, introduciéndose ya
en los vericuetos de la jardinería.
Finalmente, aunque los maestros tenían la parte más pesada de la
misión educati­va, los padres no quedaban al margen de sus responsabi-
lidades. Ellos debían aplicar “todo su cuidado y atención en inspirarles
aquellos nobles e interesantes sentimientos que han de decidir algún día
sobre su suerte y su carácter. El amor a nuestros semejantes es obra de
la naturaleza; pero el dirigirlos hacía los deberes de verdaderos ciuda-
danos es una sagrada obligación que nos impone la sociedad. Si aquel
queda en parte satisfecho con solo la educación física, ésta no lo puede
quedar sin la moral y la política: admirable unión que hace a un mismo
tiempo a los hombres sensibles, honrados y laboriosos”.2
Las ideas educacionales de Belgrano tuvieron coherencia y corres-
pondencia en el tiempo. En 1818, por ejemplo, se preocupaba porque sus
soldados se alfabetizaran: “…la escuela a la Bell y Lancaster –informaba
a Tomás Guido– ­también está establecida, y no me contentaré si para el
25 de Mayo no tenemos 500 hombres, lo menos, sabiendo leer y escribir;
estoy lleno de gozo al ver a nuestros paisanos aprender con tanta faci-
lidad, lo que antes nos costaba años. ¡Ojalá que esto sirva de ejemplo a
nuestros pueblos! No hay otro medio de sacarlos de la barbarie”.3
2
Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, 4 de setiembre de 1805,
número 155, tomo 4, folios 3‑7– y 18 de septiembre de 1805, número 157, tomo 4,
folios 17‑20.
3
Belgrano a Tomás Guido, Tucumán, 24 de diciembre de 1818, Epistolario bel‑
graniano, Ibídem, p. 390.
El periodismo porteño en la época de la independencia 43

El 13 de marzo de 1802 el abogado de los Reales Consejos y se-


cretario del Real Consulado Manuel Belgrano pronunció el discurso
de clausura de los exámenes públicos organizados por la Academia de
Náutica, ante una concurrencia de la que se destacaba el virrey Joaquín
del Pino. La pieza oratoria fue reproducida por el Telégrafo Mercantil
en su edición del 21 de marzo, lo que simultáneamente constituía un
aporte periodístico de Belgrano de no desdeñable valor.
La ciencia náutica era elogiada con entusiasmo en este artículo,
“esa ciencia que poniendo en comunicación a todos los hombres del
globo, les proporciona su subsistencia y comodidades, haciendo con
menos riesgo los transportes y facilitando los viajes por mar como por
tierra, hasta hacer desterrar el horror que antes se tenía, para entregar-
se el furor de las olas y a los contratiempos de la naturaleza”. Todo el
razonamiento de Belgrano se centra en torno del objetivo tanto de la
ciencia náutica como de cualquier otra disciplina, a saber: la prospe-
ridad del hombre. La Academia dependiente del Consulado propor-
cionaba, como él bien lo decía, profesionales aptos para conducir los
buques; “sabéis que con los principios que en ella se enseñan tendréis
militares excelentes; y sabéis también que hallaréis jóvenes que con los
principios que en ella adquieren, como acostumbrados al cálculo y la
meditación, serán excelentes profesores en todas las ciencias y artes a
que se apliquen, porque llevando en su mano la llave maestra de todas
las ciencias y artes, las Matemáticas, presentarán al universo, desde el
uno al otro Polo, el cuño inmortal de vuestro celo patrio”.
Recordaba Belgrano que el Consulado no sólo había fundado la
Academia, sino que también la fomentaba y protegía. En realidad, y
es bien sabido, el mismo Belgrano era el iniciador y principal soste-
nedor.4
En este mismo discurso‑artículo, Belgrano revela algunas cosas
curiosas, como el hecho de que estaba a su cargo el archivo de la Aca-
4
“Desde la Secretaría del Consulado vio claramente que en el futuro si se quería
lograr un progreso moral y material, era indispensable difundir los beneficios de la
educación, porque ella constituía el verdadero fundamento de la felicidad pública.”
(Ricardo R. Caillet‑Bois, en el prólogo al Epistolario belgraniano, Academia Nacional
de la Historia, Buenos Aires, 1970, p. 21)
44 Armando Alonso Piñeiro

demia, con “libros que aunque hablan en secreto, se producen con un


lenguaje mudo pero enérgico”.
El Consulado concretaba su fomento a través de sus propios acuer-
dos de gobierno, de pedidos a la superioridad y al rey, de oficios que
enviaba regularmente a los sabios del extranjero para estar actualizado
sobre las innovaciones científicas, de compra de instrumentos y libros;
“en fin, todo os haría ver que no es un mísero fomento ni una estéril
subsistencia con la que este cuerpo, amante de la felicidad de estas
provincias que están bajo sus miras, quiere perpetuar su Academia para
que tanto joven que sólo conocía dos carreras y la holganza, tenga cómo
ejercitar su aplicación y adquiriese los medios de vivir con comodidad
y honor en provecho de la sociedad”.5
Cuatro años después, el Semanario de Agricultura registraba un
acto análogo de la Academia, en el que Belgrano sería también su cro-
nista. En efecto, los días 27, 28 y 29 de enero de 1806 por la mañana y
por la tarde –según la puntillosa versión de la edición extraordinaria
lanzada por el Semanario el 19 del mes siguiente– el Real Consulado
celebró los certámenes públicos de la Academia de Náutica, que de-
pendía de dicho cuerpo. En la primera jornada hizo uso de la palabra
el director de la Academia, Pedro Antonio Cerviño. En la segunda –y
ante la presencia del virrey marqués de Sobremonte, del comandante
de las fuerzas navales del Apostadero, capitán de navío Santiago de
Liniers, del ingeniero en jefe de la Real Armada Eustaquio Giannini
y de otros personajes– Manuel Belgrano pronunció un discurso en su
carácter de secretario del Real Consulado, que el Semanario reprodujo
íntegramente.
La memoria –según la denominación grata a la época– se refería
a las bondades del estudio de las matemáticas. Cabe hacer notar que a
pretexto de un tema como éste, siempre encontraba Belgrano oportu-
nidad para difundir sus ideas morales. “…apenas hay un objeto –adujo
ante su auditorio–, sea natural, sea político, sea económico, que no
reciba de esta ciencia de cantidades y proporciones, una como nueva
vida que los eleva a un grado incalculable de perfección, de utilidad, y
5
Telégrafo Mercantil, Rural, Político‑Económico e Historiográfico del Río de
la Plata, 21 de marzo de 1802, número 12, tomo III, folios 169‑177.
El periodismo porteño en la época de la independencia 45

puede ser de necesidad, si atendemos la obligación en que está el hom-


bre trabajar para alimentarse y cubrirse, vivir seguro y tranquilo en la
sociedad, y de existir para sí y para sus semejantes”.
En el verbo de Belgrano las matemáticas cobraban un ritmo extra-
ño y mágico. Por ellas se come, se vive, se trabaja. “Una vista rápida al-
rededor del hombre, de sus necesidades y aun de sus placeres, nos hará
descubrir a cada momento mil antorchas que todo lo iluminan, pero
colocadas por la sabia mano de la matemática. Máquinas para sembrar,
para regar, para cosechar las semillas que alimentan, para desmenu-
zarlas y dulcificarlas; máquinas para esquilar los bellones, limpiarlos,
hilarlos, darles consistencia, colorido brillante y variado, textura fina
y delicada, máquinas para cerrar los montes, pulir las maderas, para
levantarlas, para bajarlas, para conducirlas (…). Conocimiento de mate-
rias, de formas, de compuestos, de medidas, de números, de distancias,
de lugares, de provincias, de reinos; cálculos, comparaciones, proyectos
que escollan a pesar de las previsiones más anticipadas, noticias, ins-
trucción, idiomas, correspondencia…”6
Belgrano volvió a hacer uso de la palabra al concluir los exáme-
nes, procediendo a la distribución de premios entre los alumnos más
aventajados. El acto, señala el Semanario…, concluyó con un gran
concierto.7
Más tarde, las páginas de su propio Correo de Comercio le servi-
rían a Belgrano para luchar denodadamente por extender la educación
en todas sus fases y para intentar la modificación de muchas de sus
deficiencias. Las escuelas de primeras letras, por ejemplo, adolecían
de falta de una constitución formal. Sin una inspección oficial perió-
6
Semanario Extraordinario, edición de 28 páginas anexa a la del 19 de febrero
de 1806, número 179, tomo 4.
7
Esta preocupación por las matemáticas no era accidental. Años después, en un
país en proceso de liberación, ellas cobrarían un significado de mayor dramatismo.
“Quiero (…) hacerle saber –le escribía a Tomás Guido en 1818– que ya cuenta este
Ejército con jóvenes aprovechados de su Academia de Matemáticas, y que les ha entra-
do con mucho calor a los oficiales, el deseo de aprender, en término que pienso dentro
de tres meses, tener una docena de ingenieros que han de hacer honor a la Nación.”
(Manuel Belgrano a Tomás Guido, Tucumán, 24 de diciembre de 1818, Epistolario
belgraniano, ob. cit., p. 389)
46 Armando Alonso Piñeiro

dica, estaban entregadas “a la ignorancia misma, y quién sabe, si a los


vicios”, proclamaba Belgrano.8 En cuanto a la ausencia de escuelas,
ello provocaba que en los campos se viviera sin ley, rey ni religión.
Realmente, mejor vivían los indios pampas, porque al fin y al cabo ellos
tenían “sus reglas con qué gobernarse, conocen una autoridad que los
ha de premiar o castigar si faltan a ella, y el ojo celador del cacique
está sobre ellos”.
La inclinación educativa del creador de la bandera se complemen-
taba aquí admirablemente con su oficio periodístico, porque los males
de una ausencia de establecimientos educacionales están descriptos
muy vívidamente con palabras tan sobrias como convincentes. La
enseñanza predisponía a que los hombres tuvieran amor al trabajo, al
arreglo de las costumbres, a la victoria de la virtud sobre los vicios, a
que el gobierno recibiera el fruto de sus cuidados. “Hubo un tiempo
de desgracia para la humanidad –explicable acertadamente– en que
se creía que debía mantenerse al pueblo en la ignorancia, y por consi-
guiente en la pobreza, para conservarla en el mayor grado de sujeción;
pero esa máxima injuriosa al género humano se proscribió como una
producción de la barbarie más cruel y nuestra sabia legislación jamás,
jamás la conoció.”
Para Belgrano, había una necesidad imperiosa: la formación del
hombre moral, y esta necesidad podía atenderse a través de una acción
concertada entre los Cabildos, los jueces y los sacerdotes, quienes
debían persuadirse “de que la enseñanza es una de sus primeras obli-
gaciones para prevenir la miseria y la ociosidad y que de no cumplir
con un deber tan santo faltan a todos los derechos y se hacen reos ante
Dios y ante la sociedad”.
Proponía pues que las escuelas de primeras letras fueran costeadas
por las propias ciudades y villas, dando prioridad a la campaña, donde
la situación era marcadamente seria. “Obliguen los jueces a los padres
a que manden sus hijos a la escuela –añadía, consciente de la irrespon-
sabilidad de los progenitores de la época–, por todos los medios que la
prudencia es capaz de dictar, y si hubiere algunos que desconociendo

Correo de Comercio, 17 de marzo de 1810, número 3, tomo I, p. 17, y 24 de


8

marzo de 1810, número 4, tomo I, p. 25.


El periodismo porteño en la época de la independencia 47

tan sagrada obligación se resistieren a su cumplimiento, como verda-


deros padres que son de la patria, tomen a su cargo los hijos de ella, y
pónganlos al cuidado de personas que los atiendan y ejecuten lo que
debían practicar aquellos padres desnaturalizados.”
“Desde luego, el pensamiento de Belgrano, aunque antepone el
derecho de la patria al de la potestad paterna, está referido al aspecto
básico de la alfabetización, al orden intelectual más que al moral o
religioso, y no tiene el alcance político que asignaban a su tesis los
exaltados partidarios de la subordinación absoluta del individuo al
Estado, pero tiene sin duda importancia destacar la exigencia extrema
de aquel pensamiento que llega a preconizar la conveniencia de quitar
a los ‘padres desnaturalizados’ los hijos de la Patria para instruirlos
obligatoriamente.”9
Pero no solamente en la campaña la situación educacional era
crítica. En la misma Buenos Aires el Correo… denunciaba por pluma
de Belgrano, que muchos jueces comisionados no podían ser elegidos
porque los candidatos –en general muy aptos para el puesto– eran
analfabetos.
Un mes después Belgrano insistía en el tema educacional, hacién-
dose eco elogiosamente de la conducta asumida por el presbítero Manuel
Antonio Fernández, a la sazón vicepárroco de Soriano, en la capilla de
Mercedes, Río Negro, quien había promovido el establecimiento de una
escuela elemental. Otro vecino, Julián Rosa de Espínola, no sólo ofreció
su propia casa para que funcionara el colegio, sino que actuó él mismo
como maestro, cobrando una mínima suma a los padres pudientes, e
impartiendo la instrucción absolutamente sin cargo a los indigentes.
Al publicarse este comentario10, la escuela contaba ya con 45 alumnos.
No sólo aplaudía Belgrano este gesto –tal vez inspirado en su propia
prédica periodística–, sino que exhortaba a las autoridades a apoyarlo.
Su exégesis era rematada con un comentario, típico exponente de sus
conocidas ideas éticas: “Mucho conviene para la felicidad pública poner
la atención en los hombres por formarse, y no puede haber cargo de
9
Evaristo Iglesias, La escuela pública bonaerense hasta la caída de Rosas,
Buenos Aires, 1946, p. 39.
10
Correo de Comercio, 14 de abril de 1810, número 7, tomo I, p. 55.
48 Armando Alonso Piñeiro

mayor honor que cuidar de los planteles de los hombres morales; tan son
las escuelas primeras de donde saca el ciudadano los primeros gérmenes
que desenrollados en la edad madura, producen la bondad o malignidad,
y hacen la felicidad e infelicidad de la causa común”.
Tres semanas después de esta nota, Belgrano retorna sobre la
educación, pero esta vez enfocando la cuestión desde otro ángulo:
las buenas costumbres que el Estado tenía obligación de impartir era
consecuencia a todos los ciudadanos, y en este sustrato residía la su-
tileza de una grave falla. ¿Qué pasaba con el bello sexo? “¡Qué pronto
hallaríamos la contestación si la enseñanza de ambos sexos tuviera en
el pie debido! Mas por desgracia el sexo que principalmente debe estar
dedicado a sembrar las primeras semillas lo tenemos condenado al
imperio de las bagatelas y de la ignorancia…”11
Curiosamente, Manuel Belgrano aparece como uno de los prime-
ros reivindicadores de la igualdad de los sexos. Su defensa de la mujer
es doblemente meritoria en una sociedad paternalista como la colonial.
Él quería que se instruyera en las escuelas desde pequeña, en vista
de la gran influencia concéntrica que tiene sobre el núcleo familiar.
“Nuestros lectores tal vez se fastidiarán con que les hablemos tanto
de escuelas –se defendía de antemano–, pero que se convenzan de que
existen en un país nuevo que necesita echar los fundamentos de su
prosperidad perpetua, y que aquellos para ser sólidos y permanentes, es
preciso que se compongan de las virtudes morales y sociales que sólo
pueden imprimirse bien, presentando a la juventud buenos ejemplos
iluminados con la antorcha sagrada de nuestra Santa Religión.”
Había en la Buenos Aires de 1810 una sola escuela pública para
niñas: la de San Miguel, dedicada a las huérfanas y cuya maestra era,
precisamente, una de ellas. Los otros establecimientos subsistían “a
merced de lo que pagan las niñas a las maestras que se dedican a ense-
ñar, sin que nadie averigüe quiénes son y qué es lo que saben” señalaba
admonitoriamente.
Las preocupaciones educacionales de Belgrano difundidas a través
del periodismo no se confinaban a las escuelas de primeras letras ni a
11
Correo de Comercio, 21 de julio de 1810, número 21, tomo I, p. 161, y 28 de
julio de 1810, número 22, tomo I, p. 169.
El periodismo porteño en la época de la independencia 49

los colegios femeninos, sino que abarcaban otros aspectos, como los de
índole técnica. En el número del Correo de Comercio del 1 de setiem-
bre de 1810, recordaba proposiciones anteriores suyas en el sentido de
crear escuelas de ciencias exactas, “que facilitan el paso a cualquiera
de las profesiones útiles a la sociedad”.12
La instrucción para analfabetos corría pareja, en el ánimo del
editor del Correo de Comercio con ciertos rasgos particulares de la
educación adulta de los alfabetos. Por ejemplo –y el detalle que consig-
no es significativo no solamente en cuanto denuncia una característica
intelectual de la época, sino por la enciclopédica sed cultural de Bel-
grano–, propugnó en las páginas de su sema­nario el correcto dominio
de nuestro idioma. Con una irónica referencia al abu­so de latinismos
por parte de los culteranistas, Belgrano aceptaba que el uso moderado
de la lengua del Lacio fuera indispensable para sacerdotes, médicos y
abogados, pero pedía que éstos dominaran prioritariamente el español.
“…no podemos ni es nuestro ánimo, pensar en que las cátedras de lati-
nidad se quiten de nuestros estudios, pero ¿por qué no se podría obligar
a que no entrasen en ellas antes de haber aprendido el idioma nativo?”
argumentaba con gracia.13
La inclinación del Correo de Comercio y de su preclaro editor por
la reforma educativa de la gramática, de las primeras letras y de disci-
plinas como la lógica –siguiendo en esto a autores como Condillac– no
los apartaba de otros rubros, como el caso de la filosofía.
Dentro de ella, la metafísica era lo que más atraía al futuro vence-
dor de Tucumán y Salta, puesto que como él mismo lo dice, “se propone
conocer a la Divinidad de que dependemos y al alma, que es la porción
más noble de nosotros mismos”.
En este sentido trata de internarse su artículo titulado, precisamen-
te, “Metafísica”.14 Obviamente superficial para cualquier conocedor
12
Correo de Comercio, 1 de septiembre de 1810, número 27, tomo I, p. 103 (sic
por 203).
13
Correo de Comercio, 23 de junio de 1810, número 17, tomo I, p. 136, y 30 de
junio de 1810, número 18, tomo I, p. 137.
14
Correo de Comercio, 28 de julio de 1810, número 22, tomo I, p. 174‑176, y 4
de agosto de 1810, número 23, tomo I, p. 177‑178.
50 Armando Alonso Piñeiro

del tema, sólo pretendía, no obstante sembrar una inquietud entre los
multifacéticos lectores del semanario porteño. La nota está mezclada
con asuntos pedagógicos, apuntando como siempre una leve crítica a
los sistemas educativos. “No sería utilísimo por todos aspectos –explica
Belgrano–, que después de haber demostrado a los discípulos que Dios
existe, que el Universo es obra suya, que Él gobierna por su poder y
sabiduría, que de Él proviene el bien y el mal de nosotros, que en noso-
tros hay un alma, que es un ser enteramente distinto del conjunto de la
materia que nos compone, ¿no sería utilísimo, lo repetiremos, que se les
enseñasen los fundamentos de nuestra Santa y Sagrada Religión? ¡Qué
objeto dan digno de la explicación de nuestros maestros! ¡Qué ventajas
para una sociedad como la nuestra, donde todos profesamos una misma
religión! Ciertamente, diríamos entonces que nuestra juventud habría
empleado un año con el mayor provecho para sí y para lo general del
Estado.”
Como consecuencia de éste y otros conceptos, Belgrano proponía
que la metafísica se incluyera en el plan de enseñanza de colegios y
universidades, pero bajo un considerable tinte religioso: “La religión es
un sostén principal e indispensable del Estado, como todos sabemos,
y es el apoyo más firme de las obligaciones del ciudadano; volúmenes
enteros no son bastantes para describir todas sus conexiones con la
felicidad pública y privada; riámonos de las virtudes morales que no
estén apoyadas en nuestra Santa Religión; la razón y la experiencia nos
lo enseña constantemente”.
En realidad, la enseñanza propuesta no suponía gastos de ninguna
especie: “Basta únicamente que nuestro gobierno indique a los maestros
de filosofía su determinación de que el año de metafísica se emplee en
los objetos insinuados”. No dudaba Belgrano de que nadie se opondría
a la iniciativa, porque sólo la rutina, seguramente, había impedido a
los catedráticos de su tiempo incursionar por este nuevo campo didác-
tico. “Así –concluye esta nota– se habrán llenado los objetos sublimes
de la metafísica, y desviándose de nuestras escuelas tantas cuestiones
ridículas e impertinentes, que son el oprobio de la razón, y que sólo
sirven para confundir los talentos privilegiados, o acaso arredrarlos del
estudio con perjuicio de la causa pública.”
Después de la Gaceta

“Tras la prensa colonial y la inmediatamente revolucionaria, el país


fue consolidándose a pesar de la dura anarquía de los años veinte y la
larga dictadura rosista. Es cierto que, según algunos autores, la pren-
sa argentina fue debilitándose en materia ideológica –entendiéndose
por tal en materia de ideas–, pero sin embargo tuvo una producción
no desdeñable que reflejaba las condiciones sociales y políticas de su
tiempo.”1
Tras la extinción sin pena ni gloria de la Gaceta de Buenos Aires
en 1821, una sucesión de títulos va apareciendo y desapareciendo en
la antigua capital virreinal ya soberana. Lo dice escuetamente Juan
Rómulo Fernández: “Ciento cuatro periódicos, contando algunos
boletines, nacen y mueren respondiendo a instancias políticas, a inte-
reses comerciales. El Constitucional (1820), El Centinela (1823-1824),
Crónica Política y Literaria (1827), El Correo Político y Mercantil de
las Provincias Unidas (1827‑1828), El Amigo del País (1833) fueron
los principales periódicos publicados en Buenos Aires, hasta que se
acentuó la dictadura. Los nombres esclarecidos de Juan Cruz y Flo-
rencio Varela se vinculan al periodismo del tiempo rivadaviano como
redactores, como el de Ignacio Núñez, de El Centinela. Dentro de ese
mismo período –propiamente dicho en 1823– había nacido La Gaceta
Mercantil, que trajo del extranjero, en 1841, la primera prensa a vapor,
que vivió hasta 1852 a la sombra del gobierno y que tuvo entre sus co-
laboradores a Santiago Kierman, a José Rivera Indarte y al rosista de
fuste don Pedro de Ángelis”.2
1
Armando Alonso Piñeiro, Protohistoria del periodismo, en Enciclopedia de
Periodismo (en colaboración), Florida, provincia de Buenos Aires, 2006.
2
Juan Rómulo Fernández, Historia del periodismo argentino, Buenos Aires,
1943, p. 60.
52 Armando Alonso Piñeiro

Un personaje insólito se destacó en aquellos años por su excen-


tricidad manifestada en los curiosos títulos de los muchos periódicos
que fundó y dirigió. Me refiero al padre Francisco de Paula Castañe-
da, porteño, cuya extravagancia inspiró al historiador y poeta Arturo
Capdevila un libro denominado, con toda justicia, La santa furia del
Padre Castañeda.3 Volvamos a Fernández, que en algunos aspectos
no ha sido superado: He aquí la lista de sus principales periódicos:
Amonestaciones, 1819‑1820, publicado por las imprentas de Phocion, de
la Independencia y de Álvarez, sucesivamente; Eu Nao Me Meto com
Ninguém, de julio a septiembre de 1820, imprenta de Álvarez; “La Ilus-
tración Pública”, 1820, imprenta Phocion; Desengañador Gauchi Polí‑
tico, etcétera, 1820-1822, imprenta de la Independencia; Despertador
Teofilantrópico Místicopolítico, 1820‑1822, imprentas de Álvarez y de
la Independencia; Paralipómenon del Suplemento del Teofilantrópico,
1820‑1822, imprenta de la Independencia; La Matrona Comentadora
de los Cuatro Periodistas, 1821‑1822, imprenta de la Independencia; El
Lobera de a 36 Reforzado, 1822, imprenta de Niños Expósitos; Doña
María Retazos, 1821‑1822, imprenta de la Independencia, y reaparece
en Montevideo el 1 de agosto de 1823; La Guardia Vendida por el
Centinela y la Traición Descubierta por el Oficial de Día, septiembre
a noviembre de 1822, impren­ta Álvarez; Derechos del Hombre, 1825,
publicado en Córdoba por la imprenta de la Universidad; El Santafecino
de las Otras Provincias, etcétera 1825‑1826, imprenta de la Conven-
ción. A los citados siguen otros curiosos periódicos –de menor impor-
tancia, como La Excma. Matrona de los Cuatro Periodistas, La Verdad
Desnuda, Vete Portugués que aquí No Es, Buenos Aires Cautivo.
También aparecieron por aquella época otros periódicos dirigidos
por figu­ras preclaras de la nacionalidad. Me refiero a El Argentino, co-
mandado por José Francisco de Ugarteche entre 1824 y el año siguiente;
El Tribuno, entre cuyos redactores figuraron Cavia, Baldomero García
y Dorrego; El Argos de Buenos Aires, de buen nivel, con redactores
como Ignacio Núñez, Santiago Wil­de y nada menos que el deán Grego-
rio Funes. Para no dejar en el olvido el periodismo del interior, bastará
3
Buenos Aires, 1933.
El periodismo porteño en la época de la independencia 53

con evocar los periódicos de Santa Fe El Argentino, aparecido en 1828


y El Federal, al año siguiente.
Bajo el gobierno de Rosas se destacó netamente La Gaceta Mer‑
cantil fundada en 1823. Su redactor principal fue Pedro de Ángelis,
historiador minucioso y profesional inteligente que ha honrado al país
con sus producciones.
Coexistieron en aquellos años con La Gaceta Mercantil otros títu-
los en los que no fueron menores La Crónica y El Monitor.
Suele señalarse en este período La Moda, dirigido por Juan
Bautista Alberdi –sobre la que hablo en las próximas páginas–, pero
ciertamente no tenía las características de un periódico, sino de una
revista. Gaceta Semanal se subtitulaba, y basta con leer los propósitos
informativos enunciados en la tapa de su primer número para com-
prender que no era la clásica información política o económica de los
periódicos usuales.
La primera revista argentina

El aparentemente inocente título ha acarreado una polémica casi


increíble. A fines de 1991, se desató la discusión sobre la primacía,
porque la conocida publicación The Review of the River Plate –que a
la sazón celebraba su centenario– afirmaba ser la primera en su género.
Pero el Centro Naval inten­tó desarmar la afirmación, señalando que ya
en 1882 había surgido el Boletín del Centro Naval. Empero, terció la
Academia de Farmacia alegando que la Re­vista Farmacéutica –órgano
oficial de dicha corporación– era la decana ya que, fundada en 1858,
continuaba y continúa apareciendo en forma ininterrumpi­da en Buenos
Aires.1
Ninguna de estas fuentes, sin embargo, se ocupó de recordar la
cita de don Juan Rómulo Fernández2, quien en su libro clásico sobre la
historia del periodismo argentino, afirmó que las revistas “comenzaron
a publicarse en Buenos Aires, a poco de la caída de Rosas. Fue la pri-
mera La Ilustración Argentina fundada en 1853 por Benito Hortelano,
español que había salido de su patria por causa de sus inquietudes in-
telectuales y que llegó al Río de la Plata con un caudal de experiencia
y de ilustración”.
No es mi intención reabrir añejas controversias, pero debo señalar
que todas estas fuentes están equivocadas. La primera revista argen-
tina apareció en Buenos Aires en 1837; se llamaba La Moda, notable
antecedente de las modernas revistas argentinas, aun siendo la primi-
cial. En los primeros tiempos del periodismo nacional no existía una
verdadera diferencia entre periódicos y revistas. Y, aunque hubo varias
1
Revista Historia Nº. 45, Buenos Aires, marzo‑mayo de 1992, p. 18
2
Juan Rómulo Fernández, Historia del periodismo argentino, Librería Perlado
Editores, Buenos Aires, 1943, pág. 107.
56 Armando Alonso Piñeiro

publicaciones anteriores, La Moda fue la iniciadora de un nuevo estilo


periodístico.
Había sido creada y dirigida por Juan Bautista Alberdi, el mismo
autor de las Bases…, modelo para la elaboración de la Constitución Na-
cional, y que fue mucho más allá del prócer aséptico que suelen mostrar
los libros de texto. La revista salió durante cinco meses, en el difícil
período del gobierno de Juan Manuel de Rosas, y se anunciaba como
gaceta semanal de música, de poesía, de literatura, de costumbres.
Cada uno de los veintitrés números editados llevaba el lema “¡Viva
la Federación!”, sin el cual no podía aparecer ningún documento o
publicación,
Contaba con la colaboración de Juan María Gutiérrez y Vicente
Fidel López, entre otros jóvenes escritores de la época. La Moda ofre-
cía textos literarios y comentarios sobre temas de actualidad. Alberdi
rubricaba sus notas con el seudónimo de Figarrillo, en claro homenaje
al escritor y humorista hispano Mariano José de Larra, que firmaba
como Fígaro.
Pero, además de las notas literarias, la revista traía consejos sobre
la manera de vestir, que establecieron nuevos modelos de elegancia y
modificaron el viejo estilo de la burguesía porteña.
Aunque más tarde Alberdi se convertiría en un exiliado político,
en la revista no aparecía una crítica abierta a la política de Rosas, que
de ninguna manera hubiera podido superar la censura. Por el contrarío,
algunas notas son tan elogiosas de la política rosista que no pueden
disimular su intención satírica, como la publicada el día de su cum-
pleaños, que lo describe, irónicamente, como el modelo de todas las
virtudes cívicas.3

3
“La primera revista argentina” en Revista Historia Nº 74, Buenos Aires,
junio‑agosto de 1999, p. 82.
Origen del pasquín

El domingo 28 de julio de 1822 los porteños se desayunaron con


un nuevo periódico. Se trataba de El Centinela, de aparición exclusiva-
mente dominical. El 7 de diciembre del año siguiente dejó de a­parecer,
editándose un total de setenta y dos números. Eran sus redactores –lo
que hoy llamaríamos directores, pero en la época no se había populari-
zado el adjetivo– Juan Cruz Varela e Ignacio Núñez, este último muy
conocido posteriormente por haber publicado las famosas Noticias
Históricas, con entretelones significativos en torno a los primeros años
de la emancipación, obra de la cual cabe citar la excelente edición en
dos tomos aparecida en Buenos Aires en 1952.
La variedad de temas que integra la colección de El Centinela es
enorme, y parecería que nada escapaba a su curiosidad. Desde la vida
cotidiana a la educación –en particular, la femenina–, el teatro, la di-
plomacia, la economía política, el seguimiento de la carrera del general
San Martín, las analogías y diferencias entre los conceptos “república”
y “monarquía”, lo que ahora llamaríamos cobertura de la Conferencia
de Guayaquil entre los dos Libertadores, San Martín y Bolívar, noticias
del exterior y valiosas referencias a protagonistas de su tiempo, como
Artigas, Tagle, Viamonte, etc. Voy a referirme más adelante a algunos
de estos asuntos, pero existe uno de gran interés, que el semanario
tituló, el domingo 26 de enero de 1823, en primera plana, “Origen del
término pasquín”.
El actual Diccionario de la Lengua Española, al definir esta pa-
labra (“Escrito anónimo que se fija en sitio público, con expresiones
satíricas contra el gobierno o contra una persona particular o corpo-
ración determinada”, aunque el concepto popular en la Argentina es
más genérico), tiene la precaución de situar brevemente su origen: “Del
italiano Pasquino, nombre de una estatua en Roma, en la cual solían
fijarse los libelos o escritos satíricos”.
58 Armando Alonso Piñeiro

Tal etimología es cierta, pero este periódico de hace 183 años le


dedica al asunto más de dos páginas, con datos atractivos. El órgano
periodístico comienza por enjuiciar el abuso que se había hecho por
entonces del vocablo en cuestión: “En toda la revolución se ha llamado
pasquín a cualquier papel por sólo haberse fijado en las calles con cau-
tela, a hora descompasadas, y con palabras hirientes o incendiarias…”.
Dice poco más adelante: “…por la razón que vamos a dar y los ejem-
plos que citaremos sin gracias, sin gusto, sin concepto elevado son una
degeneración total de lo que deben ser y de lo que fueron en los tiempos
a que se debe el origen”.
Luego entra a explicar lo que hoy es sólo parcialmente descono-
cido. Que en dos distintos parajes públicos de la capital italiana, “se
encuentran colocadas dos estatuas antiguas: a una se la llama Marfo-
rio, y a la otra Pasquino. Algunos opinan que la primera, que es una
figura recostada, representa el Riu Riu: otros, que representa Panarium
Jovum, y otros con más probabilidad todavía, la toman por el Marte
del Foro, como parece indicarlo la misma corrupción del nombre. Se
imaginan que la segunda, que ha padecido una gran mutilación con el
transcurso de los siglos, es la de un gladiador; y cuentan que el nombre
y el oficio actual lo consiguió del modo siguiente”.
Continúa señalando la existencia en Roma de un sastre, “cuya
agudeza de ingenio rivalizaba con la de sus agujas y tijeras: el sastre
se divertía constantemente en satirizar a cuantos pasaban por delante
de su tienda, la que vino a hacerse un punto de reunión para todos los
aficionados a la crítica mordaz y personal. Esta deliciosa ocupación
duró mucho tiempo; pero al fin vino la inexorable Parca, que también
tiene sus tijeras, y cortó el hilo de la vida de este sastre que se llamaba
Pasquino. Después de su muerte, tratándose de recomponer su casa
habitación, se descubrió debajo del piso la estatua antigua que luego se
colocó en una plaza pública con el nombre del difunto criticón”.
Como esa fácil advertir, El Centinela no carecía del concepto de la
sátira que el mismo periódico adjudicaba al sastre romano.
Sobre la libertad de prensa

La conformación del periodismo en el mundo contemporáneo lo ha


convertido en un poder a veces superior a uno de los poderes políticos
legalmente constituidos. Ello se ha potenciado en las últimas décadas
con la inserción del periodismo electrónico, en particular con la radio-
telefonía y la televisión.
En todos los casos se ha tratado de privilegiar la libertad de prensa,
indispensable para su desenvolvimiento objetivo. Sin embargo, políticos
afectados, gobiernos dictatoriales, intereses creados y otras fuerzas de
distinta índole siempre han tratado de coartar, manejar o influir sobre
esa libertad.
Ahora las instituciones profesionales de todo el mundo están de-
dicadas permanentemente a proteger esa necesidad de libertad. Pero
también en esta historia hay que remontarse a algunos años, porque la
Iglesia Católica es la institución de mayor envergadura que ha vigilado
los parámetros de esa libertad, así como alerta sobre otro factor del lado
opuesto: la presión de los medios informativos que, en algunos casos,
pueden incidir en la intimidad, en la vida privada y en el desarrollo de
determinados sectores de la sociedad.
En el siglo XIX, con el papa Gregorio XVI, nace la historia de
la preocupación de la Santa Sede por el tema, estableciendo tanto los
límites de la libertad de prensa como la necesidad de una libertad que
estructure una opinión pública bien formada en beneficio de la huma-
nidad.
Pío XII, en su intervención ante la Unión Internacional de Perio-
distas Católicos –pronunciada el 18 de febrero de 1950 en Roma– se-
ñaló inequívocamente la necesidad de una opinión pública apta para el
desarrollo del Estado y de la sociedad, pero simultáneamente postuló
que este supuesto exige libertad de información.
60 Armando Alonso Piñeiro

He aquí un párrafo de la pieza pronunciada por el Santo Padre: “La


opinión pública es el patrimonio de toda sociedad normal compuesta
de hombres que, cons­cientes de su conducta personal y social, están
íntimamente ligados con la co­munidad de que forman parte (…). Allí
debería ver una irregularidad de la (…) vida social (…). Cuando se
aboga por una mayor y mejor democracia, tal exigencia no puede tener
otro significado que el de colocar al ciudadano en condi­ciones cada vez
mejores de tener su propia opinión, y de expresarla y hacerla va­ler de
manera conducente al bien común”.
Para el lector desprevenido, podría inferirse que tales antecedentes
bien cercanos a nuestra contemporaneidad, poco o nada tendrían que
ver con los parámetros característicos de la prensa argentina en los
primeros años de la Independencia.
Sin embargo, bastará con algunos ejemplos para verificar que aun
cuando en los primeros tiempos de la nacionalidad no se tenía confor-
mada una doctrina de la Iglesia sobre libertad de prensa, este concepto
fue considerado liminar y casi absoluto en los iniciales periódicos del
siglo XIX argentino.
A este tema también le he dedicado un pequeño volumen1, de
manera que nuevamente me veo en la obligación de reiterar ciertas
referencias.
Entre los órganos más importantes Buenos Aires tenía el titulado
El Censor que permaneció a lo largo de tres años y medio: desde el 15
de agosto de 1815 hasta el 6 de febrero de 1819. Publicó un total de 177
números, y sus redactores fueron Antonio José Valdés y fray Camilo
Henríquez.
El artículo más importante que publicó El Censor sobre libertad
de prensa en realidad no perteneció a la redacción, sino que consistió
en una reproducción tomada de un diario francés. Fue el jueves 25 de
abril de 1816, cuando el semanario publicó a lo largo de más de cuatro
páginas la nota titulada, precisamente, “Libertad de la prensa”. Ocioso

Armando Alonso Piñeiro, Orígenes de la libertad de prensa en la Argentina,


1

Academia Nacional de Periodismo, Buenos Aires, 2004.


El periodismo porteño en la época de la independencia 61

es subrayar que su mera inserción encarnaba la fidelidad del semanario


porteño a los principios de la libre opinión periodística.
“Los hombres manifiestan sus pensamientos de palabra y por
escrito –comenzaba el trabajo del órgano parisino–. La manifestación
de una opinión puede, en un caso particular, producir un efecto de
tal modo infalible, que deba considerarse como una acción; en caso
semejante, si esta acción es culpable, la palabra debe ser castigada.
Lo mismo sucede con la escritura. La escritura, así como la palabra,
como los movimientos más simples, puede formar parte de una acción,
y debe ser juzgada como parte de esta acción si la acción es criminal.
Pero si la escritura no es parte de la supuesta acción, debe, así como
la palabra, gozar de una entera libertad de concedernos a la autoridad
pública el derecho de prohibir la libertad de la opinión, la investiremos
del derecho de determinar sus consecuencias, y consagraremos la ar-
bitrariedad en toda su latitud”.
Vale la pena reflexionar sobre estos pensamientos que, al ser
reproducidos con fidelidad por el semanario porteño, implican su
absoluta creencia en ello. Obsérvese que el desarrollo inicial asume
la responsabilidad de la palabra escrita. Ya en 1816 se tenía la certeza
de una responsabilidad profesional, que tiene la misma vigencia en
nuestros días.
Pero simultáneamente con este compromiso –que formaba parte
del contrato social tan en boga en aquellos años–, se enarbolaba el
derecho a la libertad. Prohibirla implicaba una clara arbitrariedad de
la autoridad pública.
Poco más adelante el editorial señalaba que los embates contra la
libertad de prensa no hacían más que convocar efectos indeseables; el
periodista censurado en su independencia de criterio se veía obligado
a recurrir a “alusiones amargas”, a emitir escritos clandestinos, “ins-
pirar principios maliciosos” y “excitar el ansia excesiva por las obras
prohibidas”.
Estas ideas se reiteraron en el escrito comentado, con ejemplos más
o menos similares: “Es indudable, además, que la libertad de la prensa
perfecciona la sociedad, cultiva las artes, rectifica las ideas y sostiene al
gobierno que no lucha contra la libertad pública (…). En Prusia, durante
62 Armando Alonso Piñeiro

el tiempo más brillante de aquella monarquía, la libertad de la prensa


era ilimitada. Federico, en cuarenta y seis años de reinado, no ejerció
jamás su autoridad contra ningún escritor, y la tranquilidad pública de
su reino no se turbó jamás, aunque guerreó contra la Europa ligada.
Es porque la libertad comunica la calma en el alma, y la razón en el
espíritu de los hombres que gozan de un bien tan estimable”.
Y en un párrafo siguiente, una reflexión sin duda original: “No fue
la libertad de la prensa la que produjo la revolución de Francia: fue la
larga privación de la libertad la que hizo al vulgo francés ignorante,
crédulo, inquieto, y algunas veces feroz”.
Para el redactor de tan avanzado artículo, la libertad de prensa era
la única salvaguardia de la ciudadanía. Y ello, puesto que semejante
autonomía de ideas preservaba a una nación de delitos o arbitrarieda-
des: “La libertad de prensa tiene esta otra ventaja: que los depositarios
superiores del gobierno pueden a cada paso ser instruidos de crímenes
que de otro modo ignorarían. La libertad de escribir ilustra al gobier-
no cuando va engañado, y le impide que cierre voluntariamente los
ojos”.
Pero el articulista volvía casi obsesivamente sobre el otro valor
intrínseco a la libertad de expresión: “Los principios que deben regir a
un gobierno justo sobre esta cuestión importante son simples y claros:
que los autores sean responsables de sus escritos, una vez publicados,
así como todo hombre lo es de su palabra, una vez pronunciada, y de
sus acciones, una vez cometidas”.
Sobre el concepto de opinión pública

El editorial recordaba: “Un nuevo poder ha aparecido en la socie-


dad con el de opinión pública (subrayado en el original) de cuyo im-
perio persona alguna puede substraerse, y a cuyo tribunal los mismos
gobiernos apelan a cada instante”.
En realidad, la expresión “opinión pública” había sido utilizada
varias ve­ces por Napoleón Bonaparte, y hasta existe un remoto antece-
dente en el propio William Shakespeare, autor de la frase: “La opinión
pública es la madre del éxito”. Pero ciertamente se había puesto de
moda en la Francia de comienzos del siglo XIX, y no tardó en expan-
dirse por buena parte del hemisferio occidental.
“Por dondequiera –comentaba la publicación original parisina, ya
en los tramos finales– los soberanos ofrecen constituciones liberales a
sus vasallos, por dondequiera vemos que se presta homenaje al contrato
social; y vemos en el día a las naciones Europeas en plena posesión de
derechos, ahora cien años no conocían ni aún por idea”.
Esta aproximación a nuestros días del siglo XXI es lo que sorpren-
de en las publicaciones de la época. Las circunstancias se han compli-
cado y han variado desde comienzos del siglo XIX hasta hoy, pero la
esencia sigue siendo la misma, es decir, la lucha contra la opresión, la
resistencia a la censura y el fuerte vigor del derecho a la libertad de
prensa.
Y estas reflexiones finales, que confirman el pensamiento anterior:
“En lo futuro será imposible establecer entre las naciones un error que
ataque a sus intereses, como sostener un error en geometría. El pueblo
ha adquirido un tacto tan seguro y delicado, que si intentaran los go-
biernos dar un paso en falso, el pueblo lo impediría instantáneamente.
Es un grande error presumir que el pueblo consiente porque calla.
Aguarda la ocasión, y entonces clama ruidosamente”.
Un lustro de buen periodismo

En el período que alcanza los años 1812 a 1819 se publicaron cinco


órganos periodísticos de particular relevancia, con un contenido ameno,
doctrinal, noticioso y aun pleno de curiosidades, que trataré de desa-
rrollar en las siguientes páginas.
Me refiero a El Censor, editado desde el 7 de enero al 24 de marzo
de 1812, a lo largo de doce números; a Mártir o Libre, que apareció en-
tre el 29 de marzo y el 25 de mayo del mismo año, con nueve ediciones;
a La Prensa Argentina, publicada del 5 de septiembre de 1815 al 12 de
noviembre de 1816, apareciendo un total de 61 ediciones; a La Crónica
Argentina, que vio la luz del 30 de agosto de 1816 al 8 de febrero del
año siguiente, totalizando cuarenta números, y al último, también titu-
lado El Censor, aparecido entre 1815 y 1819.
No se asombre el lector de las pocas ediciones publicadas por los
órganos citados en primer término, ni por la aparente profusión de los
dos siguientes. Casi en todos se revelan noticias de verdadero interés
público, que si así lo eran para su época, resultan aún más significativas
para nuestro tiempo.
El Censor fue el segundo órgano periodístico del flamante país.
Era su redactor –adjetivo equivalente al actual de director– don Vicen-
te Pazos Silva, quien más tarde fuera conocido por el seudónimo de
Pazos Kanki. “Periódico de prédica moderada no oculta sus simpatías
monárquicas, en oposición a las ideas que mantenía Monteagudo en las
páginas de la Gaceta. En las páginas de El Censor se publicaron entre
otros asuntos, los papeles del gobierno, decretos, oficios, el Reglamento
de la institución y administración de justicia y el anuncio de la apertura
de la Biblioteca Pública. Algunos de sus escritos molestaron al gobier-
no del primer Triunvirato, a punto tal que fue el primer periódico obli-
gado a comparecer ante la Junta Protectora de la Libertad de Imprenta
creada el 29 de enero de 1812. El doctor Agrelo, fiscal de cámara, llevó
66 Armando Alonso Piñeiro

ante la Junta el número nueve de El Censor, para que aquélla fallara


sobre el parágrafo que decía: ‘… una general apatía e indolencia en
la que se nota cada día y el interés verdadero de estas provincias se
confía tal vez a la perfidia’. La Junta absolvió al periódico después de
escuchar la defensa que con tal motivo hizo su redactor. El gobierno,
no obstante, puesto en la tarea de acallar la oposición, por el decreto
del 26 de marzo de 1812, clausuró El Censor y la Gaceta dirigida por
Monteagudo. El último número de El Censor apareció el 24 de marzo
de 1812, y Pazos Silva reanudó después su prédica periodística en La
Crónica Argentina, cuya primera publicación, el viernes 30 de agosto
de 1816, lleva el número trece, para indicar la corre­lación del propósito
inspirador de su redactor”.1
Bernardo Monteagudo fue el fundador de Mártir o Libre. Se sintió
más a sus anchas que en la antigua Gaceta, sujeta a los cánones guber-
namentales. Aquí pudo expresar su pensamiento independentista. Para
ello se hizo eco de noticias importantes provenientes del exterior –que
por supuesto no siempre alegraban a las ambiguas autoridades de su
tiempo–, como el triunfo de Francisco de Miranda en Venezuela, más
precisamente en Nueva Valencia: “…transcribió la traducción de un dis-
curso pronunciado en Washington en el aniversario de la revolución de
los Estados Unidos; se interesó y abordó el tema y las consecuencias de
la reunión de la asamblea general de abril determinada por el estatuto
provisional, y en el número nueve y último del 25 de mayo de 1812, dio
a conocer el ‘Ensayo sobre la Revolución del Río de la Plata’. El último
número de esta publicación apareció el 25 de mayo de 1812. El Museo
Mitre efectuó la reimpresión de Mártir o Libre en el año 1910, con un
número reducido de colecciones, las que unidas hoy a las del periódico
original constituyen piezas de inapreciable valor, sólo posibles de hallar
en manos de bibliófilos y coleccionistas. Dedúcese en consecuencia la
importancia concreta de la publicación emprendida”.2
1
Nota Preliminar al tomo VII de la Biblioteca de Mayo (Colección de Obras y
Documentos para la Historia Argentina), Senado de la Nación, Buenos Aires, 1960,
p. 5733.
2
Ibídem, p. 5734.
El periodismo porteño en la época de la independencia 67

El tercer periódico citado al comienzo de este capítulo tenía ca-


rácter no­ticioso, político y económico. Publicó informaciones tanto del
país como del exterior. Lo mismo que el periódico de Monteagudo, se
mostró interesado en sus páginas en comentar el proceso revolucionario
de otras naciones, en par­ticular el de los Estados Unidos, a pesar de que
ya habían pasado treinta y seis años desde entonces.
Como ya lo he dicho anteriormente, Vicente Pazos Silva insistió
con su prédica periodística, a poco más de cuatro años de su anterior
edición, El Censor. Se confeccionaba en la Imprenta del Sol, que el
mismo editor había traído a Buenos Aires procedente de la capital bri-
tánica. Para este nuevo emprendimiento, adoptó su nuevo nombre de
Pazos Kanki. Su labor de difusión y adoctrinamiento se caracterizó por
firmes ideas políticas republicanas, opuestas al monarquismo que unos
cuantos personajes porteños soñaban con instaurar en estas tierras.
Acaso resulte curiosa para el historiador desprevenido esta posición
política, considerando que luego de dirigir El Censor había viajado
a Inglaterra, monárquica por los cuatro costados. Pero ya entonces
Londres se había distinguido del resto de Europa por un pensamiento
liberal capaz de absorber todas las discusiones, al amparo indudable de
una libertad clásica de expresión.
El mes anterior a la aparición de La Crónica Argentina, el Congre-
so reunido en Tucumán había declarado la independencia nacional, y
los presupuestos monarquistas no habían logrado imponerse, posición
que el editor‑redactor defendió con brío. Su lucha fue tan intensa y
apasionada que el Director Supremo Pueyrredón se vio obligado a
expatriarlo a los Estados Unidos, al año siguiente.
En realidad, el gobernante porteño le había hecho un favor, por
supuesto sin cálculo previo, porque la estada en el país del Norte siguió
abriendo aún más sus horizontes de pensamiento. Se ha dicho muy
ajustadamente al respecto: “Encontrándose en Nueva York, dio a la
estampa en 1819 su libro Cartas sobre las provincias del Sur, que fue
vertido después al inglés por Crosbys; al ruso por Polética, ministro
del emperador de las Rusias en Washington, y al francés en la obra
L’art de vérifler les dates. El autor dedicó originariamente su trabajo
al presidente de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos,
68 Armando Alonso Piñeiro

Enrique Clay. Viajero en Europa, recorrió Madrid, Portugal y volvió a


Londres donde, sosegado, publicó en 1829 El Evangelio de Jesu‑Cristo
según San Lucas en español y aymará, y en 1834 sus Memorias histó‑
rico‑políticas, que imprimió en su hogar de Londres en una pequeña
imprenta y con un obrero a quien instruyó en el arte tipográfico y en
el idioma castellano”.3
Uno de los más preciados valores que revela la prensa argentina
de la época –por supuesto, de todos los países– consiste en saber qué
libros se leían en Buenos Aires, cómo era el intercambio comercial,
cuál era el movimiento marítimo, etc.
A propósito de ello, las páginas de La Crónica Argentina nos
permiten tener una idea de la lectura más conocida, existente en las
librerías porteñas. No sólo la existencia de obras se reducía al idioma
español, sino también en francés, lengua de gran predominio en las
clases cultas. Rescato algunos títulos: El ensayo sobre la historia, de
Voltaire; El viaje de Anarchasis; Historia de la Revolución de Fran‑
cia, debida a Filangieri; Vida de las emperatrices romanas; Julia de
Rousseau, de Reynalds; el Diccionario filosófico, también de Voltaire;
Vida de Cicerón, de Azara, etc. Todos estos títulos y muchos otros se
conseguían tanto en ediciones en español como en francés.
En la entrega inicial del 30 de agosto de 1816 –no se olvide que
a pesar del adjetivo, aparecía numerado con el 13, para acentuar la
línea de continuidad con El Censor–, el nuevo órgano periodístico es-
tablecía las líneas básicas de su pensamiento doctrinario, que aunque
reproducidas fragmentariamente, son útiles para calibrar el valor del
periódico: “Como el conocimiento del Estado, de todas las provincias
y de la marcha y operaciones de los ejércitos es de un interés general,
ofrece publicar todas las noticias que se le comuniquen, las que referirá
con todo el candor posible, sean de la naturaleza que fueren…”. Los
lectores debían saber “cómo se administra la justicia: qué personas se
castigan y por qué delitos. Cuáles los bienes y males que causan las
expedi­ciones militares; las ventajas que se consiguen; el territorio que
se pierde; el valor y disciplina de los militares, la pericia y tino militar
3
Ibídem, p. 5736.
El periodismo porteño en la época de la independencia 69

de los generales; las consecuencias que resultan al comercio y a la in-


dustria territorial de la ignorancia e imprudencia de los jefes; la gratitud
y reconocimien­to que se debe a los ilustres defensores de la patria; el
saber práctico del gobierno; los errores de sus providencias; la econo-
mía en la administración de las rentas del Estado, y los medios que se
proporcionan a los ciudadanos para no exhaustar el tesoro público; las
mejoras territoriales y las de sus instituciones”.
Ante algunas expresiones de determinados hombres públicos sobre
la eventualidad de reconstituir el país bajo Fernando VII, repuesto en
el trono luego de la derrota napoleónica y después de la Revolución de
Mayo, Pazos Kanki reaccionó con vigor, escribiendo una extensa nota
que finalizaba: “Fernando debe desaparecer de los corazones, de las
preces, de los libros y de todo lugar donde aún pueda causar la menor
ilusión”.
Órganos como El Censor jugaban con la ilusión de una reinstau-
ración fernan­dina, o al menos de un gobierno monárquico en el Plata.
Como bien se ha dicho no sólo se oponía a un trono incaico. A tales
efectos, “prosigue la exhibición de antecedentes históricos y estudia
determinadamente al pueblo de Israel desde la época de Samuel para
analizar el vaticinio de Berreo contrapuestos a los profetas verdaderos.
Todo esto le sirve al redactor de La Crónica Argentina para redar-
güirle al Censor, y decir en lo recto de la contienda: ‘¿Qué entiende
el autor por derechos legítimos en una casa cuyo descenso al trono de
estos países, justo o injusto, está reconocido y admitido por todos los
gabinetes de Europa? ¿Duda todavía el escritor que todas las naciones
del mundo han admitido al rey de España por su legítimo poseedor
del imperio por el derecho no abolido de conquista?’’’ (…) Como a
cada uno se ha propuesto expresarle su opinión, Pazos Silva, o en este
tiempo, mejor Pazos Kanki, se la emprende con El Observador en el
número veintidós, del sábado 26 de octubre de 1816, y le responde,
con un acopio erudito de citas históricas, de antecedentes y de autores
sobre aquello que pueblos modernos entienden por república y demo-
cracia frente a las monarquías mixtas y temperadas. Un vasto acervo
de conocimientos muestra en esta ocasión, que más parecería estarse
70 Armando Alonso Piñeiro

en presencia de las páginas de un texto, que ante las hojas volanderas


de un periódico”.4
Sin duda, de los periódicos estudiados en este capítulo, el de Pazos
Silva Kanki resulta el más valioso, por el contenido vigoroso de sus
conocimien­tos, la férrea doctrina republicana y la objeción a todo lo
que fuera autoritarismo o mera cortapisa de la libre expresión.
Esto no podía seguir así. El gobierno porteño adoptó la discutible
resolución de acallar su voz, y dio orden de apresarlo, cosa que se con-
cretó el 13 de febrero de 1817. Inexplicablemente se formó una escolta
totalmente desmedida, integrada por veinticinco soldados negros bajo
las órdenes del capitán Manuel Gregorio Mons, y completada con Pedro
José Agrelo, Manuel Moreno y el coronel Manuel Pagola. El prisionero
fue trasladado al bergantín “Belén”, de donde se lo transfirió al navío
“25 de Mayo”, cuyo destino fue los Estados Unidos.
El quinto de los periódicos aquí estudiados era El Censor, cuya pu-
blicación fue autorizada por el gobierno según el Estatuto Provisional
de 1815, cuyo artículo sexto era tan amplio como mendaz, si nos ate-
nemos al ejemplo de los órganos dirigidos por Pazos Kanki. En efecto,
el acápite de marras rezaba: “Será un periódico, encargado a un sujeto
de instrucción y talento, pagado por el Cabildo, el que todas las sema-
nas dará al público un pliego o más con el título de Censor. Su objeto
principal será reflexionar sobre todos los procedimientos y operaciones
injustas de los funcionarios públicos y abusos del país, ilustrando a los
pueblos en sus derechos y verdaderos intereses”.
Antonio Sáenz era miembro de la Junta de Observación e hizo las
primeras gestiones para la aparición del órgano periodístico. El 8 de
agosto de 1815 fue designado Antonio José Valdés como redactor, con
un sueldo de quinientos pesos anuales. Valdés se apresuró a solicitar
un anticipo de sus honorarios, lo que le fue aceptado.
Era evidente que con este periódico se repetía el ejemplo de la
famosa Gaceta de Buenos Aires. Se trataba, simplemente, de un sema-
nario de gobierno, que iba a defender a rajatabla lo que se le ordenase, y
4
Ibídem, p. 5738.
El periodismo porteño en la época de la independencia 71

ello explica los reiterados encontronazos ideológicos con los periódicos


de Pazos Kanki.
El Censor publicó un total de 177 números. Tuvo, naturalmente,
algunos aciertos, como oponerse a las corridas de toros, establecer
una rígida ortografía según las normas de la llamada entonces Real
Academia de la Lengua, insistir en que se llevase la insignia nacional.
En el número 34, en un suplemento especial, publicó el texto completo
del Pacto de Santo Tomé, firmado por Díaz Vélez y Cosme Maciel. Más
tarde, tuvo el acierto de dar a conocer el triunfo sanmartiniano en la
batalla de Chacabuco.
José Valdez –que no era argentino, sino cubano– abandonó la
dirección del periódico para cumplir una misión oficial en Alemania y
Rusia. Lo sucedió fray Camilo Henríquez, emigrado chileno de amplia
cultura y sólida formación intelectual. Finalmente, El Censor clausuró
sus ediciones el 6 de febrero de 1819, luego de publicarse a lo largo de
más de tres años.
El contenido periodístico
entre 1812 y 1817

Debate sobre monarquía y república


Período rico desde el punto de vista ideológico‑político entre los
hombres de la patria naciente, este lustro tiene varios ejemplos del
mayor interés.
Acaso el año más fructífero sobre esta cuestión haya sido 1816,
comprensible por la Declaración de la Independencia que tantas espe-
ranzas habla despertado con justa causa.
Recordaba La Crónica Argentina en su edición del sábado 22
de septiembre que acababan de conocerse dos proclamas sugestivas:
una, del entonces coronel Martín Güemes, y otra del general Manuel
Belgrano dirigida al ejército, en la que anunciaba “el restablecimiento
del trono de los Incas”. Había sido un paso apresurado del creador de
la bandera, al punto que el semanario confesaba haber creído “que se
hacía uso de una metáfora política para designar nuestro imperio; pero
muy luego tuvimos que notar que se hablaba de veras, y aún se había
esperado a la víspera precisamente de un acto el más lisongero [sic]
para la expectación de los patriotas, qual era la jura y promulgación
solemne de la Independencia de estas Provincias, para clavarles un
puñal en el corazón, acivarándoles todo el placer que debía producirles
tan interesante jornada, y hacerles perder aún las más remotas espe-
ranzas de felicidad en el momento mismo en que transportados de un
gozo puro e inocente, se disponían a celebrar el término de todas las
discordias”.
Conviene dejar de lado el estilo prosopopéyico, propio de la época,
para detenernos en el fondo de la cuestión, que tan ardorosamente de-
fendía el periódico porteño en pro de la república y la democracia.
74 Armando Alonso Piñeiro

En este mismo artículo comentado, se hacía eco de los rumores


corrientes, “de que se iba a hablar recomendando un Gobierno monár-
quico constitucional en la raza de los Incas, y que se pretendería variar
la opinión de los pueblos, o dividirla más y más, haciendo abandonar
a algunos el proyecto de constituir una república, como se deseaba”.
Denunciaba el periódico que Belgrano, a su regreso de Londres, había
escrito una carta promonarquista, “para que se publicase en determi-
nado periódico”.
La Crónica Argentina argumentaba que erróneamente se atribuía
a la democracia una anarquía “tan inherente e inseparable de su cons-
titución, como lo es la insolencia en la aristocracia y la tiranía en los
Monarcas”.
Para oponerse a esta definición se recordaba el floreciente gobierno
de los Estados Unidos. Recogía el argumento de los monarquistas que
aludían a la democracia norteamericana como una prolongación de las
libertades británicas, con el audaz añadido de que “una Monarquía
constitucional viene a ser un gobierno idéntico al de una República, con
la diferencia de que el primer magistrado es uno solo, y la organización
del cuerpo político más inclinado al centro de unidad”. Argumento
tan falso éste, que era muy fácil de rebatir, acaso irónicamente: “De
suerte que por esta opinión nuestro actual Gobierno puede reputarse
monárquico, pues que el primer Magistrado es solo; lo que no haría un
bello raciocinio”.
Una semana más tarde el periódico volvía sobre el tema, y al recor-
dar el movimiento sebastianista portugués –que pretendía el regreso del
rey Sebastián, muerto en 1578–, acotaba sarcásticamente: “¡Lectores
juiciosos! ¿Os causa compasión y risa esta preocupación lastimosa que
aguarda con ansia la venida de un individuo, que murió en 1578? Pues
sabed que hay entre vosotros quien con no menor fanatismo publica la
vuelta de Monarcas que acabaron en 1553, anunciando la restauración
de los Incas que concluyeron aquel año. En vano el bárbaro Pizarro
ayudado por el Padre Valverde hizo sofocar a Atahualpa: este Empe-
rador está otra vez a nuestras puertas como el Rey D. Sebastián lo está
para algunos a las de Portugal”.
El periodismo porteño en la época de la independencia 75

La polémica continuó a lo largo de varios números, siendo eviden-


te la disputa con El Censor. No tiene sentido continuar con la repro-
ducción de estas opiniones –que solían repetirse–, porque el espacio
no alcanzaría. Basta, sin embargo, lo mencionado y reproducido para
advertir que la libertad de expresión –la llamada “libertad de imprenta”
de la época– era importante para debatir con altura los problemas más
significativos de la flamante Argentina.
Las cartas de lectores

Ya he escrito en otra oportunidad que las cartas de lectores a los


periódicos no son privativas de la época moderna. En la Buenos Aires
de entonces también se publicaban, si bien a veces exigían alguna nota
a pie de página del editor.
Así, en su edición del martes 11 de febrero de 1812. El Censor
aclaraba haber recibido muchas cartas, aunque la mayor parte anóni-
mas. Parece que el flujo de correspondencia –procedente de diversas
ciudades, no solamente de Buenos Aires– era tal, que el periódico se
vio obligado a pedir que las cartas fueran libres de porte. Ello sugiere
claramente que los periódicos de la época no siempre las publicaban,
sino que eran puntillosamente contestadas por el redactor responsable.
Pero la carga económica ya resultaba exagerada.
Al reiterarse, por otra parte, el envío de cartas amparadas en el
anonimato que sí pedían su aparición en el semanario, en su edición
del 3 de marzo de 1812 señalaba en otra nota a pie de página: “El editor
ha recibido cartas anónimas del Ejército del Perú y ciudades interiores,
que aunque son conformes a los principios que adopta, no puede publi-
carlas sin constarle su autor; por esto repite esta insinuación, para que
lo hagan subscribiendo sus nombres, y promete no descubrirlas sino
en el caso de la ley”.
Finalmente, una vez se produjo un incidente que aunque larvado,
señalaba la insatisfacción de algunos lectores. En la edición del martes
19 de septiembre de 1815, La Prensa Argentina editó la siguiente carta:
“Sr. prensista: hemos observado en una nota que pone V. a la quinta pá-
gina del primer número de su prensa el modo insultante con que trata a
los soberanos de Europa. Nosotros no entraremos a averiguar si tienen
o no razón para dividirse el mundo, cuando es cosa que cualquiera está
en estado de deducirla; pero quisiéramos en V. más moderación en su
modo de expresarse. Son atentos servidores de V. unos suscriptores”.
78 Armando Alonso Piñeiro

El redactor del semanario recogió el guante con habilidad, repli-


cando: “Señores suscriptores: me parece que he cumplido con publicar
la carta de VV. en satisfacción de esos soberanos, cuyo decoro defien-
den VV. sintiendo sin embargo el varapalo que se me entona cuando
menos lo esperaba. Es de VV. atento servidor, el Prensista”.
Tanto en otros periódicos como en fechas aún más distantes,
continuó la edición de variadas cartas de lectores y suscriptores, por
lo general contestadas o bien reproducidas, según los pedidos corres-
pondientes. Este sistema de correspondencia lector‑editor es otra rati-
ficación del valor que siempre tuvo la prensa.
Las relaciones con los Estados Unidos

En su primer número –aparecido el domingo 29 de marzo de


1812 –, Mártir o Libre reprodujo un suelto del New‑England Palladium,
1

presumiblemente órgano estadounidense, que originalmente había visto


la luz el 20 de diciembre de 1811. Informaba la nota que las dos cámaras
del Congreso del país del Norte dieron a conocer una declaración con-
junta, “que mirarían con un amigable interés el establecimiento de las
soberanías independientes por las provincias españolas de la América,
en consecuencia al estado actual de la monarquía a que pertenecieron;
que como vecinos y habitantes del mismo hemisferio, los Estados
Unidos desean con ansia su salud, y que quando aquellas provincias
hayan llegado a la condición de naciones por el justo exercicio de sus
derechos, el Senado y Cámara de los Representantes en unión con el
poder executivo restablecerán con ellos como soberanos y estados in-
dependientes aquellas relaciones amigables y tráficos comerciales que
puedan exigir su autoridad legislativa”.
Monteagudo –recuérdese que era el redactor responsable de Már‑
tir o Libre– se regocijó por la noticia, y a continuación escribió que se
trata de un nuevo argumento “que demuestra la necesidad de declarar
nuestra independencia, para entrar, como Venezuela, en el rango de las
naciones y obtener las ventajas que sin esto son demasiado remotas.
Ninguna potencia puede entablar relaciones de interés con las colonias
de otros; este es un principio universal que no puede ocultarse, y sobre
él podremos calcular la importancia de aquel acto”.
Debe tenerse en cuenta que ya existía una sorda lucha subterránea
entre los Estados Unidos y Gran Bretaña por influir política y comer-
cialmente con las ex colonias españolas. Por la misma época, y no por
casualidad, el gobierno británico acababa de nombrar a M. Stuart –has-
1
A partir del segundo número, el semanario aparecería los lunes.
80 Armando Alonso Piñeiro

ta entonces ministro en Lisboa–, al capitán Cockburn y a M. Morter


comisionados para la América meridional, a fin de mediar entre España
y sus ex colonias”.
El 27 de abril del mismo año, el periódico porteño publicaba, sin
comentarios, el discurso pronunciado en Washington el 4 de julio del
año anterior con motivo de su fecha patria.
Estaba claro que el semanario porteño insistía directa e indirecta-
mente con el tema de la independencia, inclinándose casi ostensible-
mente por los Estados Unidos.
Difícilmente pasaba un número sin que hubiese algo referido tanto
a la independencia argentina como al ejemplo de los Estados Unidos y
lo que podría ser la benéfica influencia de este país en el caso de enta-
blar relaciones. Así, reprodujo un discurso “de un americano del norte”
sin mayores precisiones ni origen. Pero Monteagudo hace varias acota-
ciones a pie de página. En la primera de ellas señala que en esta pieza
oratoria “se encontrarán rasgos que no debían desprenderse un instante
de nuestros labios. ¡Oxalá! imitásemos a nuestros hermanos del Norte,
y obrásemos con la misma energía que ellos hablaban y obraban”.
Al señalar el texto inglés la decadencia británica en cuanto a su
dominio sobre Estados Unidos, insistía el redactor de Mártir o Libre:
“Cada uno de nosotros debía decir esto mismo con respecto a la España
lleno de un santo furor”.
En otra parte de la reproducción se proclamaba: “Ellos han desple-
gado todo su furor, y como los Scitas que se burlaban de las vanas ame-
nazas de Alexandro, os habéis reído de su cólera”. Nueva intervención
marginal del semanario porteño: “Así nos reímos de los mandatarios de
Montevideo, de los marinos de Cádiz y del imbécil Goyeneche”.
Y así seguían las citas, a menudo en un estilo a veces inapropiado,
pero muy al estilo de su autor.
Por su parte, La Prensa Argentina publicó el martes 11 de septiem-
bre de 1815 el movimiento de entrada y salida de navíos extranjeros,
con una noticia curiosa, acaso enigmática. Informaba sobre el arribo
del bergantín norteamericano “Expedi­ción”, que procedente en su
origen de Nueva York, venía con un cargamento de tres mil fusiles.
El periodismo porteño en la época de la independencia 81

Nada más se publicó a este respecto, ni se produjeron re­percusiones


de ninguna índole.
El martes 28 de noviembre de 1815 el semanario informó sobre
determinados navíos –presumiblemente de guerra– que saltan de los
astilleros de Nueva York. Apuntaba el periódico porteño: “De modo
que en poco tiempo veremos formada una armada como por magia. Y
si observamos lo que hicieron los americanos en la última guerra con su
escuadra insignificante, es menester deducir que en pocos años tendrán
en el mar un poder formidable”. Revelación, sin duda, profética.
La noticia reproducida anteriormente sobre el arribo de tres mil
fusiles en un navío de los Estados Unidos, pudo haber tenido cierta
ligazón con la publicada por La Prensa Argentina el 16 de enero de
1816. Se hacía eco de noticias del exterior en una de las cuales se afir-
maba que Cartagena –la actual Cartagena de Indias, en Colombia–,
asediada por los españoles, acababa de recibir un auxilio armado del
país del Norte, a saber: “Una corbeta armada de 23 cañones, con quince
mil fusiles, veinte y cinco mil llaves de ídem, cuatrocientos cañones de
ídem, trescientos sables, doscientos pares de pistola y veinte mil libras
de pólvora”. En otra parte de la misma edición se informaba que había
llegado a Nueva York el comisionado del gobierno independiente de
Nueva Granada, Pedro Gual, ante el gobierno norteamericano. El prin-
cipal objeto de la visita era la provisión de armas, que aparentemente
no tuvo inconvenientes en conseguir. Todas estas informaciones tienen
importancia, porque revelan los sostenidos propósitos estadounidenses
en cooperar con equipos bélicos para consolidar la independencia de
los nuevos países del continente.
Sin embargo, simultáneamente Washington y Madrid restablecían
las relaciones diplomáticas suspendidas desde 1808, vale decir, ocho
años atrás. El ministro hispano en los Estados Unidos, Luis de Onís,
estrenaba sus funciones con una nota dirigida al secretario de Estado,
James Monroe, con algunas exigencias inoportunas, una de las cuales
se refería directamente a la Argentina.
Comenzaba explicando que el rey esperaba el restablecimiento de
las res­pectivas fronteras “al mismo estado y situación que tenían en
aquella época, y que conforme a este principio, la parte de la Florida
82 Armando Alonso Piñeiro

occidental, de que tomaron posesión los Estados Unidos durante la


gloriosa insurrección de España, y que retienen hasta el día”, debía
exigirse su devolución a su majestad católica.
La nota diplomática abunda en elementos de enorme interés,
porque se refiere también a los patriotas que seguían luchando contra
las pretensiones neocolonialistas de España llamándolos “cuadrilla de
facciosos insurgentes e incendiarios”.
Continuaba Luis de Onís manifestando que se había enterado de
una nueva expedición en preparación en Nueva Orleáns, de mar y tie-
rra, “con el fin de invadir los dominios de S. M. C., baxo la dirección
de los cabezas de partido José Álvarez de Toledo y José Manuel de He-
rrera2, recién llegado a aquella ciudad con despachos de ministro cerca
de los Estados Unidos, por el llamado congreso de México. Este le ha
librado a Toledo ciento cincuenta patentes en blanco, invistiéndole con
facultades de conferir igual número de grados de oficiales, en sujetos
del territorio de los Estados Unidos. Omito mencionar a V.S. otros
actos innumerables de este género, que prueban la publicidad de sus
armamentos y la impunidad con que se continúan. Me limito a decir
que la práctica más común de las naciones y la autoridad de los mejores
publicistas, exigen de este gobierno que entregue estos traidores, como
incendiarios, enemigos del orden social y perturbadores de la paz de
los vasallos; pero como el objeto de mi soberano no es vengarse de
estos bandidos, sino proteger a sus vasallos de sus barbaridades, me
reduzco a pedir a V. S. que obtenga del Presidente orden para el arresto
de los principales coludidos en esta sedición: José Álvarez de Toledo,
Anaya Ortiz, D. Robinson, Humbert, los mayores Piere y Preire y sus
seguidores, a fin de que sean causados y condenados con todo el rigor
que las leyes prescriben estos casos. Asimismo, que las tropas que han
levantado se desarmen y dispersen, y se tomen las medidas necesarias
para prevenir en lo futuro, que estos espíritus malignos tengan oportu-
nidad de proseguir sus designios, y comprometan la buena inteligencia
que subsiste entre nuestros gobiernos respectivos”. El documento
continuaba con argumentos de parecido jaez, siempre tildando a los pa-
2
Álvarez de Toledo era cubano, y Herrera, mexicano.
El periodismo porteño en la época de la independencia 83

triotas americanos con el mote de delincuentes y terroristas, para entrar


entonces en el último punto que le preocupaba al gobierno de Madrid,
y que atañía a la Argentina: “Que el Presidente –solicitaba – se digne
expedir las órdenes necesarias para que no se admitan en los puertos de
la Unión banderas de Cartagena, del congreso de México y Buenos Ai-
res o de cualesquiera otros puntos de los revueltos contra la autoridad
del rey mi amo, ni tampoco otros buques de la misma procedencia. Que
no se les permita desembarcar, vender en estos países los vergonzosos
frutos de sus piraterías y atrocidades, y muchos menos equiparse en
estos puertos, como lo hacen, con el objeto de salir al mar a destruir
los bajeles cubiertos con bandera española. Esta tolerancia, subversiva
de las estipulaciones más solemnes entre España y los Estados Unidos,
y diametralmente opuesta a los principios de seguridad y buena fe y a
las leyes de las naciones, produce los efectos más melancólicos contra
los intereses y propiedades de los vasallos de S.M.C.”.
Ya en los párrafos finales de su alegato –como se ha visto, no sin
cierto estilo insolente y ordenatorio– el ministro hispano reflexionaba:
“Es evidente que ni Cartagena, ni ninguna otra plaza de los dominios
españoles en este hemisferio, que se halle revuelta, debe estar en co-
municación con ninguna potencia amiga de España, siendo así que su
independencia no se halla reconocida, y consecuentemente es una ofen-
sa contra la dignidad de la monarquía española y contra la soberanía
del rey mi amo, y que se armen en los dominios de la Confederación,
particularmente siendo todos piratas, no respetando bandera alguna, y
hallándose execrados por todas las naciones”.
Remataba el diplomático español: “Los tres puntos expuestos, son
de verdad y justicia tan sentada, que sería ofensivo a la delicadeza de
este gobierno suponer que demore, bajo ningún pretexto, una determi-
nación según lo propuesto, y que tengo orden expresa de solicitar en
nombre del rey mi amo. La pronta interposición del Presidente sería un
nuevo motivo de gratitud para S. M. y una evidencia notoria de sus dis-
posiciones a poner fin a las injurias y extorsiones que España ha sufrido
durante siete años, de la cuadrilla de aventureros que la han acometido
desde el seno de esta república. Esto será además un preliminar que
84 Armando Alonso Piñeiro

facilite las negociaciones restantes, que debe fijar una amistad sincera
y estable entre ambos gobiernos”.
El semanario porteño reprodujo la totalidad del documento diplo-
mático –continuado en el número siguiente con documentos probato-
rios anexos–, sin efectuar comentario alguno ni agregar ninguna frase
de condena. Bastaba la inserción del texto oficial para denunciar las
maniobras de la monarquía española, todavía soñando con reconquistar
las antiguas colonias.
Todo este episodio prueba que la prensa argentina de todas las
épocas –acaso con excepciones a mitad del siglo XX que se verán en
el tomo correspondiente– estaba siempre lista a defender los derechos
soberanos del país. Acaso constituya éste el principal mérito del perio-
dismo argentino.
Pocos días después –el 28 de mayo del mismo año, para ser preci-
so– el gobierno de Washington contestó la requisitoria española, con
un estilo más sosegado, pero a la vez sumamente firme para rechazar
las pretensiones del enviado diplomático Luis de Onís.
El secretario de Estado, Monroe, descartó los temas de Florida y
la Luisiana por razones que no hacen al interés argentino. Al referirse
a los patriotas americanos que según Onís se armaban en territorio
estadounidense, la réplica: “…V. S. no señala en qué puntos se reclutan
ni por qué sujetos son mandadas”, mani­festando a renglón seguido los
detalles confusos de la presentación española. Le pide entonces mayo-
res precisiones, puesto que no había ninguna prueba. Pero por si acaso
Monroe señala con entereza: “Este gobierno no está en la obligación ni
tiene facultad por ninguna ley o tratado, a entregar ningún habitante de
España, ni de las provincias españolas a la requisión del gobierno espa-
ñol. Ni por las leyes de los Estados Unidos es ningún habitante punible
por actos cometidos más allá de su jurisdicción, excepto los conocidos
como piratas. Esta es la ley fundamental de nuestro sistema, y creo
que no se limita a nosotros, sino que se extiende a todas las naciones
civilizadas, donde no median tratados en contra”.
En cuanto al pedido de exclusión de los navíos con banderas de los
nuevos países hemisféricos, Monroe observaba “que en consecuencia
del estado inestablecido de algunos países y las repetidas mudanzas
El periodismo porteño en la época de la independencia 85

de gobierno en ellos, habiendo al mismo tiempo varias autoridades


en competencia y cada una distinguiéndose por distinto pabellón, el
Presidente ha creído conveniente dejar pasar mayor espacio de tiempo
para arreglar nuestra conducta en este respecto, no haciendo entretan-
to motivo de criterio o condición la admisión de tal o tal bandera en
los Estados Unidos. No habiendo tomado parte en las diferencias y
convulsiones que han alterado aquellos países, es consistente con los
principios de justicia y con el interés de los Estados Unidos, admitir
en nuestros puertos las embarcaciones de cualquier procedencia, sea
cual fuere su pertenencia y el pabellón que la distingue, excepto los
piratas, exigiendo solamente el pago de los derechos y sometimiento a
las leyes, mientras permanezcan en nuestra jurisdicción; y sin entrar en
cuestiones sobre las violaciones de las leyes obligatorias en sus países
particulares, ni en la causa de haber adoptado tal bandera, ni en otro
ningún respecto”.
Perseverante en su constante posición, el gobierno de Washington
pasaba finalmente la factura a Madrid por otros temas, a manera de
justificación de represalias en estos complejos asuntos. Le recordaba,
pues, que “en las diferencias suscitadas entre España y sus colonias, los
Estados Unidos han observado todo respecto a sus relaciones amistosas
con España. Ellos no han tomado medidas para indemnizarse de las
pérdidas e injurias recibidas; ninguna contra la ocupación del territorio
español por las fuerzas británicas en la última guerra; ni tampoco para
ocupar el territorio que los Estados Unidos creen pertenecerle de justi-
cia, excepto la Florida occidental, y en este ejemplo bajo circunstancias
que hicieron su interposición un acto de concierto con las autoridades
españolas allí establecidas para su propia seguridad. Han prohibido,
además, que sus ciudadanos tomen parte en la guerra y a los habitantes
de las colonias y otros extranjeros reunidos a ellos, que recluten hom-
bres en los Estados Unidos, para tales fines. Las proclamas que se han
circulado por los gobernadores de los estados y territorios, a ejemplo
del Presidente, y la proclama del mismo Presidente no son desconocidas
del gobierno español. Esta conducta, en circunstancias tan aparentes y
en tiempo semejante, es de un carácter muy notable para equivocarse
por el mundo imparcial”.
86 Armando Alonso Piñeiro

Finalmente, la nota de Monroe plantea la imposibilidad de saber


con anticipación el destino del conflicto entre España y sus antiguas
colonias, aunque es presumible que sí tendría los informes de inteli-
gencia correspondientes. Pero en lo que hacía al panorama exterior del
problema, “cuál será el resultado final de la guerra civil entre España
y sus colonias, está más allá de la humana concepción. Hace ya varios
años que existe, y siempre con suceso vario. Unas veces prevalece una
parte y otras veces la otra. En algunas de la provincias los sucesos de
los revolucionados parece de mejor estabilidad que en otras. Todo lo
que el gobierno español tiene derecho a exigir de nosotros es que los
Estados Unidos no se ingieran en la contienda, o promuevan por ser-
vicio activo los sucesos de la revolución, admitiendo que continuemos
observando las ofensas recibidas de España, y permanezcamos en paz.
Este derecho es común a las colonias. Con igual justicia pueden ellos
pretender que los Estados Unidos no tomen parte con desventaja suya;
y que nuestros puertos subsistan abiertos a las dos partes, del modo
que lo estaban, antes de la contienda. Pueden pretender, además, que
nuestras leyes generales de comercio con las otras naciones no se alte-
ren con perjuicio de ellos. Bajo estos principios ha reglado su conducta
los Estados Unidos”.
Surge de estos documentos con meridiana claridad, que en aquella
época el país del Norte tomaba una sutil parte en defensa de los revo-
lucionarios del continente. Y resulta lógico si se analizan las circuns-
tancias históricas imperantes y los antecedentes pertinentes. Estados
Unidos no hacía muchos años que se había desprendido a sangre y
fuego de la metrópoli británica. Concluida la etapa napoleónica, en
Madrid volvía a imperar la monarquía, pero los Estados Unidos habían
adoptado para siempre la forma republicana de gobierno. El paralelismo
de estas circunstancias con la situación de las antiguas colonias hispa­
nas en el continente resulta clarísimo. Washington, por lo tanto –bien
es cierto que no sólo por razones ideológicas – prefería estar de parte
de los nuevos países.
La prudencia diplomática del gobierno estadounidense no tenía
correlato en la opinión pública a través de la prensa del país del Norte.
La Prensa Argentina reprodujo en su edición del 3 de septiembre de
El periodismo porteño en la época de la independencia 87

1816 un breve suelto de la Gaceta Patriótica de Boston, que rezaba: “La


carnicería entre los realistas y revolucionarios de la América española
continúa con sucesos varios y bajo circunstancias que estremecen la
humanidad. Mil quinientas personas sin distinción de edad o sexo,
fueron víctimas del espíritu insaciable de venganza de los realistas (…).
Este acontecimiento provocó retaliación de parte de los patriotas, y la
sangre se volvía con sangre”.
Para concluir con este acápite, cabe señalar que el 9 de noviembre,
siempre de 1816, una carta anónima, de gran extensión, también se
hacía eco de la benéfica influencia ideológico‑política que podía sus-
citar el pensamiento estadounidense en los gobernantes de la América
independiente.
En su parte sustancial decía el corresponsal: “Hemos jurado la
independencia y libertad americana; y deseando constituciones bajo
un sistema que asegure al ciudadano en sus derechos, que proteja las
personas y propiedades, que haga felices a todas las clases de habitan-
tes, que haga a nuestra situación política la envidia de los otros países,
y que atraiga a nuestras riberas una emigración de hombres útiles e
industriosos, creo que no erraremos cuando imitemos los actos de
aquellos gobiernos, que más han propendido a conseguir estos grandes
beneficios”.
Y continuaba: “¿A qué hemos de atribuir los grandes progresos
que ha hecho el Norte de América desde su memorable revolución, sino
a aquellas instituciones y leyes liberales y benéficas, que han llamado
a aquel país tanta emigración de personas y familias de casi todas
partes del globo? La protección que allá encontraba la agricultura, el
comercio, las artes y ciencias y todos aquellos ramos que contribuyeron
a hacer un estado respetable, ha sido la causa de su asom­broso ade-
lantamiento. No escapó a la observación de aquellos sabios políticos,
que un país de tan vasta extensión carecía de pobladores; sabían que
no bastaban meras proclamas y ciertas halagüeñas y una ostentada
liberalidad, para estimular a los agricultores, artesanos, fabricantes y
otros hombres útiles, a establecerse en el nuevo mundo. La agricultura
mereció su primera atención. Se proporcionó a los cultivadores tierras
y herramientas. Las fábricas y todas las artes y cien­cias útiles encon-
88 Armando Alonso Piñeiro

traban la mayor protección y fomento; no por la imprudente conce­sión


de monopolios destructivos particulares sino por su exceso de con-
tribuciones y derechos los productos y artefactos del país. Así pues,
una constitución la más libre y una economía política la más sabia y
liberal, ha sido la causa de que se hallen los Estados Unidos en el rango
de las naciones más respetables. En pocos años ha duplicado casi su
población, y en el día mucho de su comercio consiste en la extracción
de aquellos artículos que antes se importaban de otros países”.
“¿Y qué causa ha influido para que a este país, más favorecido de
la naturaleza, han concurrido tan pocos de aquellos hombres que en to-
dos los países forman la más útil de su población? No nos fascinemos,
confesemos la verdad. Cuando se destruyó el gobierno español, no se
arrancó su maleza, que tenía raíces envejecidas y difíciles. Aunque es
verdad que la destrucción de las preocupaciones es obra del tiempo;
pero al paso que la experiencia nos enseña la necesidad de las reformas,
progresaremos en la grande obra de nuestra libertad.”
Es posible que en vez de responder a un lector anónimo, esta
carta –que en realidad más parece un artículo– haya correspondido
al redactor de turno. Lo que aquí vale le pena subrayar es la preocu-
pación de nuestra prensa independentista por difundir los valores del
republicanismo, del trabajo, de las buenas ideas y los derechos cons-
titucionales.
Sin duda que estas significativas dualidades honran a la prensa
argentina. Forman parte de la sustancia nacional, que sí bien a veces
ha sido interrumpida a lo largo de nuestro pasado –anarquía, dicta-
duras, problemas institucionales, conflictos internos e internaciona-
les– siempre ha tenido la virtud de retornar a los mejores ideales de la
civilización.
Curiosidades del periodismo

Este acápite, no por poco trascendente, deja de tener su importan-


cia. La variedad de noticias y notas curiosas publicadas por la prensa
argentina en el lustro aquí estudiado, revela formas de vida, carácter de
la ciudad porteña, conductas determinadas de sus ciudadanos, etcétera.
Véase, por ejemplo, para volver a La Prensa Argentina, esta breve
nota aparecida el martes 3 de octubre de 1815: “El prensista encarga a
los que pegan los bandos y demás anuncios impresos, que los coloquen a
una altura proporcionada, como efectivamente hacen algunos, y esto con
el fin de poderlos leer y dar noticia de ellos cuando sea conveniente”.
El suelto concluye con una redacción inesperada: “El maldito que
pega por su habitación es tan extravagante que siempre los fija sosla-
yados y altísimos, en ademán de quererse subir a las azoteas. Yo que
soy corto de vista, no los puedo leer sin llorar. Había intentado salir
con mi escalera al hombro, siempre que hubiera carteles, para leerlos
con facilidad”.
Los ataques entre periódicos no eran inusuales. El mismo órgano
citado se refiere a una edición de La Gaceta, comentando: “Se incluye
un artículo comunicado que parece puro y duro de la pluma del editor.
En él se le dice al prensista con aire magistral, pueril, criminal, frívo‑
lo, impertinente, folletista, burlesco, ridículo, absurdo, fraudulento y
otras lisuras pesadas, que si no fuese por su genio bonazo se hubiera
enojado muchísimo.”
“Y otra vez no sean tan malignos con los cofrades de la Prensa. Se
lamentaba uno de que al dejarla en cierto taller, le recibió una tropa de
tipo manipulantes unos a gritos, otros con menosprecio y otros a escu-
pitajos; y mientras el cofrade se defendía en aquella batalla descomu-
nal, de tanto follón y mal caballero, salió de más adentro una especie de
espectro, o de encantador, vestido de negro y de color de fuego exorci-
zando la Prensa. Cuál se quedaría el cofrade! Aún le palpita el corazón.
90 Armando Alonso Piñeiro

Judíos son, exclamó en aquel momento, pues escupen la Prensa. Pero se


engañó; ellos no son judíos, son cristianos y muy rancios”.
El Censor solía ser el centro de las ironías y ataques de su colega
La Prensa Argentina, que citaba determinadas notas y las atacaba a
menudo con saña exagerada. En cierta oportunidad lo vituperó fiera-
mente por haber criticado, a su vez, a otro periódico, se supone que la
misma La Prensa Argentina. Y decía: “Tanto nos ha de decir el censor
sobre este particular que hemos de tomar de memoria sus discursos. Por
otro lado, no está de más que siga con su cu, tal vez por no oírle echa-
remos todos a correr para el Tucumán, y haremos trece constituciones;
bien que el asunto puede también declinar por el extremo contrario, y
llegar a ser ineficaces las exclamaciones del censor; y esto a la verdad
sería un mal”.
Y continuaba: “Sigue un varapalo contra la plaza de toros, que por
poco no la echa abajo; y aunque el censor da a ese establecimiento una
oportuna aplicación en caso de abolir los malditos toros, hay algunos
que opinan que los materiales de esa plaza deberían invertirse en con-
cluir la fábrica de ese hermoso coliseo que debe substituir a la barbería
indecente que por mal nombre llamamos teatro”.
El suelto concluye con la misma acidez: “Continúa un responso
furibundo contra los huesos del prensista, y lo peor es que lo dejaron
sin ofertorio, hasta el Censor siguiente si Judas quiere. Pero el prensista
es hombre de pecho dilatado, no le espantan búhos, y es buen jugador
de pelota”.
En la edición siguiente La Prensa Argentina continuaba con sus
diatribas, aunque enderezadas a otro destinatario: “Siento que en la
ilustre Buenos Aires haya aún almas tan pueriles y tan templadas en el
engreimiento, hasta el grado de pretender dar reglas, al mismo tiempo
que descubren su mezquindad de ideas, su escaso conocimiento en todo
el resorte de la imprenta libre, y especialmente su poco mundo. Tam-
bién siento que un escritor semejante tome la voz de mi padrino el señor
público, hablando en tono de su apoderado. Esto no se puede consentir,
una tal usurpación es intolerable y necesita fuego graneado…”.
El comentarista que había despertado las iras –escudado en las
iniciales F.G.V.– estimó que el redactor de La Prensa Argentina se
El periodismo porteño en la época de la independencia 91

había ensañado con el padre Castañeda. Se recogió el guante con estas


consideraciones: “Observo asimismo, que en mis expresiones nada hay
de personal, ni ofensivo al honor del respetable padre Castañeda, sólo
se advierte una crítica pronta y festiva, propia del plan de mi periódico
y análoga a este género de papeles, que piden una crítica aguda y fugaz,
en que
“Más corrigen las críticas festivas
Que las negras y amargas invectivas”.
Hundido ya en una incontenible polémica repleta de adjetivos,
el redactor apuntaba: “Pero la bilis corrosiva de F.G.V. no le permitió
establecer esta sana distinción, y nos sale de golpe con una zurribanda
templada en la acrimonia de su caletre galénico y repleta de fusiles,
pistolas, sables, muchachos, y por poco arrebata los cañones que están
delante del fuerte”.
La discusión adquiría ribetes de escándalo, y entonces apareció
el propio padre Castañeda, con una breve carta una semana después.
“Si me es de grande complacencia el agigantado elogio con que V. me
honra en su periódico, no lo es menos la bondad y confianza con que
se digna apelar a mi tribunal, para que en él se finalice la descomunal
contienda entre V. y D.J.G.V.”. Así comenzaba el no menos polémico
sacerdote su intervención, que en rigor de verdad no aportó demasia-
das contribuciones como mediador. “La carta en cuestión es amistosa,
familiar y catequística –añadía a continuación–, por consiguiente
todo su mérito debe consistir no en las palabras, sino en las verdades
que expresa; estas son tales que si se expusiesen en estilo culto…”
Evidentemente, aquí asomaba una crítica de fray Castañeda al estilo
irreverente de la discusión impresa. “Le confieso a V. con ingenuidad,
que al escribir mi tediosa carta se me caía la pluma de las manos, y que
en aquellos momentos de aflicción todo: era clamar a los periodistas1
para que como más instruidos y menos lerdos que yo, empleasen sus
elocuentes plumas en animar a los patriotas y estimularlos al único
necesario, que es la educación de los pueblos.”
1
Por lo que sé, es ésta la primera vez que aparece impresa la palabra “periodista”
en Buenos Aires.
92 Armando Alonso Piñeiro

Luego de otro párrafo poco significativo, el sacerdote concluía su


intervención de esta manera: “Suplico a V. que dispensando mi impor-
tunidad y defectos geniales se digne consolarme empleando sus talentos
en promover la ilustración; válgase también para esto de la ironía, de la
sátira, del sarcasmo y de todo estilo malo y bueno, que yo me ofrezco a
ser su payaso, ya que no merezco, ni sé, ni puedo ser su director”.
Continuando con las novedades curiosas que la prensa de la época
ha legado a la posteridad, se descubre que los primeros naipes argenti-
nos aparecieron en 1815. Dejaron de importarse, y contábamos entonces
con barajas hechas en papel de algodón, con vitela blanca. El aviso de
práctica advertía: “Se suplica a los señores consumidores se sirvan
dispensar por ahora estas faltas y las demás que tengan, atendiendo a
que los primeros ensayos jamás pueden salir con la delicadeza y per-
fección que se adquiere con la continuación del trabajo y experimentos
repetidos”.
Otro anuncio –aparecido el 16 de enero de 1816– nos informa
que “el ciudadano Antonio Gómez de Castro, profesor de relojería, ha
abierto en la calle San Francisco de esta capital, media cuadra hacia
el campo. Ofrece sus servicios a este pueblo y a todos lo que quieran
ocuparle; el honorario de su trabajo será muy equitativo, y se compro-
mete a corregir de balde todos los defectos que descubran los relojes
en el término de tres meses después de compuestos; exceptuando los
defectos que provengan de golpes u otros accidentes”.
Como es fácil advertir, no se trataba de un “profesor de relojería”
sino de un fabricante, que ya al comienzo de sus actividades se daba el
lujo de ofrecer tres meses de garantía.
La frivolidad también campeaba en aquellos señeros semanarios
de la vieja Buenos Aires, con anécdotas que sin duda los porteños y
porteñas leían con fruición. Cierta vez alguien puso un aviso que era
toda una declaración de amor, siendo la enigmática destinataria la
única capaz de comprender el mensaje. Se titulaba “A Lisi”, y rezaba:
“Lisi adorada, / un vivo fuego/ cuando te miro/ me abrasa el pecho./
Mil turbaciones/ me gritan luego, / y acelerado/ sale el aliento./ Lisi
divina, / dime que es esto, / y si tú sientes/ lo que yo siento”. Firmaba
un tal Laudes.
El periodismo porteño en la época de la independencia 93

En un plano parecido y en otra ocasión, el periódico reprodujo


en una sección ajustadamente titulada “Variedades”, una información
proveniente de Londres: “Mademoiselle Mars, actriz de un teatro de
París, ha tenido últimamente la osadía de manifestar en las tablas su
apego a los colores favoritos. En la primera pieza representó vestida de
colorado, en la segunda de blanco, y en la tercera apareció con traje de
flores azules”.
En la permanente lucha que mantenían El Censor y La Prensa
Argentina, esta última aprovechó un día para reírse de su colega. Mo-
lesto el periódico por algunos dichos, le espetó: “¿O acaso quiere hacer
lo que cierto frayle poeta, que diz que, yendo a parar cuando iba de
marcha a cierto convento, le empezaron los fraylezuelos (digo frayle-
zuelos porque también había frayles respetables) a pegar a la puerta de
la celda satirillas y cuchufletas; pero su paternidad se mantuvo como
una estaca, sin responder este ni mosto, hasta la hora de partir, que les
dejó a la puerta la siguiente décima: Cuando un perro es forastero / Le
ladran los cachorrillos, / Le dan saldos y brinquillos, / y le huelen el
trasero. / Si se presenta severo, / sin aparecer mohíno; / Mas mirando
el torbeIlino/ de gente que le rodea, / alza la pata, se mea, / y prosigue
su camino”.
Otra información –ésta, proveniente de la Gaceta, de Washing-
ton– seguramente también debió alimentar las curiosidades de hombres
y damas porteñas. Daba cuenta de un duelo femenino, que escuetamen-
te anoticiaba: “Ha sucedido últimamente entre dos jóvenes señoras de
Ratisbon, en Germania, la una era de 14 y la otra de 15 años de edad.
Habiendo contendido acerca de afecciones de un amor, se proveyeron
con una caja de pistolas, y en el furor de los celos se dispararon casi
tocándose con la boca de los cañones. Una de ellas murió en el sitio, y
la otra fue herida de peligro”. Como se ve, lo que en principio parecía
una curiosidad concluyó en tragedia.
En Buenos Aires, las pandillas juveniles no son un fenómeno de
las últimas décadas. El 15 de enero de 1816 un airado suscriptor de La
Crónica Argentina dirigió una carta al periódico, en la que protestaba
airadamente por “grupos de jovencitos que por las tardes de los días
festivos perturban el único paseo público que tenemos, con las piedras
94 Armando Alonso Piñeiro

que se tiran los unos a los otros. Este abuso conviene remediarlo. V.
sabe que una inquietud semejante en la hora precisa en que las gentes
gustan de recrearse por dicho paseo, es muy reparable en un país culto
y civilizado. Pero no es este solo el perjuicio que resulta de tal licencia,
ni aún lo muy expuesto, que es perder un ojo con una de las piedras los
mismos jóvenes; yo he observado que éstos han formado sus pandillas,
es decir: los del barrio de la esquina que llaman de Cañas, son opuestos
a los del barrio del Retiro (quizá por otros barrios hay la misma oposi-
ción), y entre unos y otros se arma la que dicen guerrilla, que no es sino
el principio de una división, y que en moradores de un mismo pueblo
no puede tener jamás buena consecuencia. Cuando este mal no fuera
digno de repararse en su principio, por lo costoso que puede serlo en
su progreso, basta reflexionar que de esos jóvenes no será extraño for-
marse varios de ellos pendencieros, vengativos, sanguinarios, y de una
altivez y orgullo difíciles de contener, aun por los padres que no sean
omisos en la corrección de sus hijos. Si el tolerar dicho abuso es por
suponer que de ese modo se introducen en nuestros jóvenes el espíritu
guerrero, que tanto nos importa en las actuales circunstancias, parece
que mejor partido se sacaría sabiendo dirigir esa misma bella disposi-
ción marcial, ordenando que en esas tardes se les enseñase el ejercicio
militar, o se les ejercitase en fatiga, en la carrera, y aún se les adiestrase
a tirar al blanco; pero todo ello bajo un buen orden, con jefe o maestros
que les instruyese, a quien deberían obedecer; con eso se habitúan a la
disciplina y subordinación que tan recomendable y necesaria es a todos
los que aspiran a formarse buenos militares”.
Los temas vinculados con el bello sexo aparecen una y otra vez
en las páginas de la prensa porteña. Cada vez con más frecuencia,
como si se impusiera en el buen gusto de damas y caballeros. Ya desde
entonces las porteñas tenían fama de bellas, como lo diría La Crónica
Argentina en su edición del 30 de agosto de 1816 al comentar, bajo el
título “Mundo de moda” un importante baile celebrado en la capital ar-
gentina. Había ocurrido que el capitán Bowles, comodoro de las fuerzas
navales británicas, se encontraba circunstancialmente en Buenos Aires,
situación que los residentes ingleses aprovecharon para organizar un
gran baile en su honor. Y decía el semanario: “En él se presentaron a
El periodismo porteño en la época de la independencia 95

danzar más de cincuenta señoras, vestidas con el mejor gusto y ele-


gancia que formaba un matiz tan brillante como armonioso, arrojando
aquellos torrentes de gracias y donaires que sólo pueden sentirse, pero
no describirse. Bien puede el Norte de Europa producir sexo general-
mente más hermoso y de color más vivo; pero que no igualará jamás
a la animación, ni a los encantos naturales de las bellas argentinas; y
yo me lisonjeo al afirmar que el concurso lucido, orden y simetría de
aquella reunión no sería una visita exótica ni en París ni Londres, don-
de el refinamiento de la cultura y de las artes suple demasiado todo lo
que la naturaleza las ha escaseado”.
El notero se extasiaba con el espectáculo que había disfrutado,
y hasta se permitió señalar algún nombre propio: “Todo causaba una
impresión agradable; las salas estaban iluminadas con blancas bujías,
y repartidas con bastante regularidad; las señoras atendidas con deli-
cadeza y con el respeto debido a su sexo; los concurrentes guardaron
mucho orden, y entre los caballeros que bailaron el minué, distinguie-
ron los inteligentes la destreza en el arte de danzar de los brigadieres
D. Francisco Antonio Escalada y D. Miguel de Azcuénaga”.
“La cena se sirvió con profusión y opíparamente, y con variedad
de exquisitos vinos, aunque el modo en que estaba preparada no hace
desde luego al elogio del repostero que se encargó de disponerla; pero
esta pequeña sombra de ningún modo empaña la brillantez, ni las prue-
bas de alta estima de los que con tanto amor nacional han celebrado el
feliz arribo de un benemérito oficial.”
Los bailes de esta naturaleza en salones privados eran bastante
frecuentes, y alimentaban la sed de diversión de los porteños de ambos
sexos. Pero en enero de 1817 a alguien se le ocurrió abrir un Salón de
Baile, algo insólito en la Buenos Aires de aquel tiempo. Publicó enton-
ces un aviso al respecto, de llamativo estilo: “Francisco Colombo, de
nación italiana con permiso correspondiente ha establecido en la punta
de San Fernando, seis leguas distante de esta capital, una tertulia de
baile de personas decentes, en todos los días de fiestas de ambos pre-
ceptos durante el verano, pagando los hombres que entren a bailar o to-
mar asiento en la sala 4 reales y las señoras un real; lo propio que todos
los que quieren ser solamente mirones. La diversión tendrá principio el
96 Armando Alonso Piñeiro

5 y 6 del corriente mes, empezando desde las nueve de la noche hasta


que se concluya. La música se compone de nueve instrumentarios. El
director de esta tertulia convida a todas las señoras y caballeros aficio-
nados, protestándoles orden y desempeño”.
A través de la prensa es fácil advertir que los porteños tenían
muchas oportunidades de diversión: corridas de toros, riñas de gallos
–no demasiado bien vistas, pero sin embargo se prolongaron a lo largo
de los años– y la lotería semanal, a la que en mayo de 1816, y a título
excepcional, se agregó una lotería extraordinaria. Los billetes –que se
llamaban cédulas– se vendían a dos reales. Había siete premios: dos
primeros de cien pesos cada uno. Un tercer premio era algo extrava-
gante: “Una quinta que tiene como diez y nueve cuadras de terreno,
con casa, galpones, horno de ladrillo, monte de duraznos de más de
once mil plantas, con otros árboles frutales y situada inmediata a la
quinta de Convalecencia de los Betlemitas hacia el oeste, y como media
legua de esta ciudad, tasada en 6400 pesos, cuyo avalúo y útiles que
comprende, existen en la Intendencia de Policía para inteligencia del
público que quiera imponerse”. Los cuatro premios finales no carecían
de rareza, porque mientras el cuarto y quinto repetían la suma de los
dos primeros –cien pesos–, inexplicablemente el sexto llegaba a 500
pesos, y el séptimo y último también cien pesos.
El panorama internacional
en la prensa argentina

Si nos atenemos a las noticias, artículos y gacetillas publicados en


la prensa porteña, la máscara de Fernando VII fue una simbología más
polémica de lo que muchos creen.
En una época tan temprana como febrero de 1812 –y acaso esta
cercanía menor de dos años a la Revolución de Mayo explique lo que
va a leerse–, El Censor dio a conocer una carta –que, intuyo no era
tal, sino un artículo encubierto–, en la cual se manifestaba la virulen-
cia con que se había recibido un editorial de El Censor ridiculizando
al gobierno de turno, “porque da títulos de ciudadano a nombre de
Fernando VII, al que le llama máscara inútil y odiosa a los hombres
libres, un sentimiento de horror se apoderó primero de mí, al que
sucedió la indignación más viva. ¿Este hombre podría expresarse en
unos términos tan insultantes a los pueblos y al gobierno, sin tener una
seguridad a toda prueba? ¡Qué! ¿El gobierno ve con indiferencia que
se ataquen las bases de nuestra constitución provisoria, que se miren
como burlerías los juramentos más solemnes repetidos una y muchas
veces delante de todo el mundo? Ni el pueblo solo de Buenos Aires,
ni el gobierno pueden, sin cometer un atentado, mudar las bases de
la constitución provisoria de todas las provincias unidas, ¿y un hom-
bre particular se burla de ellas y del gobierno que las conserva? Este
hombre dice que el nombre del rey que se juró solemnemente es una
máscara inútil y odiosa. ¿Podría hacerse injuria más atroz a pueblo
alguno? Y si estos principios han de dirigir al gobierno ¿quién estará
seguro? Por la misma razón y con igual facilidad se dirá mañana que
las obligaciones que contrajo el gobierno de garantir las personas, la
libertad y las propiedades eran una chanza; que los pactos que hace, los
tratados, las alianzas son cosas de juego, y por consiguiente el día que
no guste de chancearse, o de jugar, despotizará filosóficamente, faltará
a los convenios más solemnes, y pasará a ocupar entre las naciones
98 Armando Alonso Piñeiro

el distinguido rango de los salvajes o de los caribes. Vaya que este


joven filósofo, podía ser un excelente secretario de Tiberio. Pero estos
políticos que se entretienen en hacer caricaturas de libertad e indepen-
dencia, creen que pueden decir todo género de blasfemias y desatinos
como estén barnizados a lo republicano. Y lo malo es que no hay una
cosa tan fácil como alucinar a los hombres sencillos, que deseando por
instinto ser libres e independientes, no pueden conocer estos mismos
objetos, y admiran como oráculo el primero a quien se le antoja hacer
un mascarón de libertad y de independencia”.
El artículo continuaba en el mismo estilo, de manera que no vale
la pena continuar con su reproducción. Lo interesante es que un quin-
quenio más tarde, La Crónica Argentina trataba el mismo asunto con
una óptica totalmente distinta a la mencionada. Era fácil entenderlo,
porque era el año en que se había proclamado la independencia formal,
de jure, y no de facto como había ocurrido en 1810. Para entender este
punto de vista, sí es necesario, basta recordar brevemente qué había
publicado el semanario porteño:
“Sea cual fuese la luz que esta indicación del autor de la carta
deba arrojar sobre la calidad de aquel secreto diplomático, podemos
declarar la aprobación que nos merece la conducta prudente de nuestros
primeros estadistas en no empezar por deponer en 1810 el nombre de
Fernando, porque los pasos de los pueblos en materia de tanta gravedad
deben ser enteramente circunspectos, y así como un particular no debe
empezar una litis por abrogarse el título o posesión de cierta cosa que
está resuelto a disputar, las naciones no son árbitros de colocarse de
improviso en el rango que piensen competirles sin deducir antes sus
públicas reclamaciones, y apelar al juicio de los demás pueblos. Mas
todo esto nunca querrá decir que los Estados Unidos jamás imaginaron
desmembrarse del imperio de la Gran Bretaña, porque empezaron sus
disputas con la metrópoli, pidiendo la reparación de sus agravios”.
Tras otras breves consideraciones, el artículo vuelve sobre un
punto que a estas alturas estaba totalmente descartado: el tema de
la monarquía incaica –de la que Manuel Belgrano, entre otros, había
sido entusiasta defensor y promotor–, calificada por el periódico como
“idea peregrina”. Se recuerda a quien había dicho: “…a los cuatro si-
El periodismo porteño en la época de la independencia 99

glos vuelven a recuperar sus derechos legítimos los Incas al trono de


la América del Sud. ¿Y será tan fácil el anunciar es­ta novedad como el
verificarla? ¿Qué entiende el autor por derechos legítimos es una casa
cuyo descenso del trono de estos países, justo o injusto, está reco­nocido
y admitido por todos los gabinetes de Europa? ¿Duda todavía el escritor
que todas las naciones del mundo han admitido al rey de España por su
legítimo poseedor del imperio por el derecho no abolido de conquista?
¿Duda que la cuestión, en la consideración de los políticos, no puede
ser los agravios de Atahualpa, sino el derecho y conveniencia con que
nosotros declarándonos independientes, hemos excluido al monarca es-
pañol de esta posesión que gozaba? Y si los respetos y alianzas en favor
de una casa viva y reinante sobre un Estado de la Europa, bastase para
ponerse de su lado, mirándonos como insurgentes, ¿tendrá mucho peso
en sus consejos la aérea restitución de los Incas, para admitir nuestra
emancipación, que inmediatamente puede chocar con sus relaciones
con la España?”.
Los párrafos siguientes, aun admitiendo ilusoriamente la lejana
posibilidad de una reinstalación de la monarquía incaica, desarrollan
conceptos de pragmatismo elocuente. Recuerda el semanario que
producida la Conquista del nuevo continente, la dinastía incaica se
había sumido en la anarquía. Por otra parte, ¿a quién se habría puesto
como monarca de las Provincias Unidas? Era “imposible dar con la
persona adecuada a quien pudiese corresponder el cetro, aún sin aten-
der al riesgo en que pondrían al Estado la multitud de competidores
y la dificultad de hacerles justicia por la obscuridad de sus títulos”. Y
reflexiona cuál era “el derecho que tenían los indios para ligarnos a su
monarquía, cuando somos una raza nueva y separada; y cuando la línea
de los deberes y pactos desde Manco Capac a los americanos blancos
está evidentemente cortada”. Asunto concluido.
Las noticias de Europa –generalmente reproducidas de la prensa
continental– interesaban, como es natural, a los argentinos. Precisa-
mente en julio de 1816 se reveló un episodio poco conocido: el descu-
brimiento de un complot para asesinar a Fernando VII. Procedente de
Londres, la noticia fue reproducida en La Pren­sa Argentina. “La ciudad
de Madrid –se señalaba–, se observaba estos días más concurrida que
100 Armando Alonso Piñeiro

lo ordinario de oficiales de guerrilla sin paga, lo que, era sa­bido, no


gustaban del gobierno presente. Por solo esta circunstancia, el gobier-
no sospechoso de que se agitaba algún plan contra la paz de la capital,
adoptó todas las medidas de descubrirle. Al cabo hizo tanto que supo
los nombres de los conspiradores y los arrestó inmediatamente. El
asunto no paró aquí, porque muchas de las personas arrestadas sufrie-
ron la tortura según la antigua costumbre de España. Por la declaración
de algunos de los parientes se asegura que la idea era la extinción del
presente rey y de su familia; el primero que sufrió el tormento fue Mr.
Rechart, éste confesó el objeto de la conspiración; impli­có muchas per-
sonas de distinción no sospechadas hasta entonces. La tortura se a­plicó
inmediatamente: Yandiola, que no confesó nada. El general O‑Donojú
también se destinó al tormento, pero tampoco se supo del nada más.
Los generales Renovales y Calatrava escaparon con tiempo, y según
el contexto de todo lo averiguado la conjuración iba a llevarse a efecto
de un momento a otro.”
Pasando a otro tema, La Prensa Argentina era uno de los periódi-
cos que no vacilaba, no solamente en reproducir noticias y comentarios
sobre la situación internacional del momento, sino que aprovechaba
para añadir alguna sarcástica reflexión, que en determinado momento
irritó a algunos lectores.
En septiembre de 1815, por ejemplo, el emperador de Rusia, Ale-
jandro, asumió tam­bién la dignidad de rey de Polonia. El semanario
porteño, en una sola línea al pie de página, comentó: “Cómo se dividen
el mundo esos pícaros! Con cartas y proclamas tan indecentes!”.
En la edición siguiente, una carta fue recibida en el órgano perio-
dístico y publicada. Se decía en ella: “Hemos observado en una nota
que pone V. a la quinta página del primer número de su Prensa, el
modo insultante con que trata a los soberanos de Europa. Nosotros no
entraremos a averiguar si tienen o no razón, para dividirse el mundo,
cuando es cosa que cualquiera está en estado de deducirla; pero quisié-
ramos en V. más moderación en su modo de expresión”. Firmaba “unos
suscriptores”, que apenas si mereció este otro comentario del editor:
“Señores suscriptores: me parece que he cumplido con publicar la carta
de VV. en satisfacción de esos soberanos, cuyo decoro defienden VV.
El periodismo porteño en la época de la independencia 101

sintiendo sin embargo el varapalo que se me entona cuando menos lo


esperaba. Es de VV. atento servidor, el Prensista”.
En su número del 26 de septiembre, ya sin escolio alguno, editó
nada menos que el parte de la batalla de Waterloo. Documento de
capital importancia tanto para su tiempo como para la posteridad,
tiene detalles que sólo pueden obtenerse hoy en libros historiográficos
altamente especializados, incluso casi exclusivamente militares. Fue el
capitán general duque de Wellington quien redactó la pieza, entregada
al mayor Percy para que la destinara al conde de Bathurst, secretario
del Departamento de Guerra de Gran Bretaña.
Fechada el 19 de junio, señalaba que Napoleón se había presentado
con cuatro cuerpos de su ejército, la guardia imperial y casi toda la
caballería. Al romper el día 15, el emperador comenzó el ataque contra
las tropas prusianas.
Enterado a las pocas horas, Wellington preparó sus tropas. Aque-
lla misma tarde Napoleón marchó contra la brigada de ejército de los
Países Bajos, a la sazón mandada por el príncipe de Weimar. Comen-
taba Wellington: “El ejército prusiano sostuvo sus posiciones con su
acostumbrada galantería y perseverancia contra una fuerza exceden­te,
como que el 4º cuerpo de su ejército, mandado por el general Bulow
no se había unido, y yo no podía auxiliarlos, como deseaba, viéndome
atacado, y las tropas, par­ticularmente la caballería, que tenía una larga
distancia que marchar, sin haber llegado”.
“Nosotros sostuvimos también nuestra posición y deshicimos y
repelimos completamente todos los ataques del enemigo para arrojar-
nos de nuestras posiciones. El enemigo nos atacó repetidamente con
un cuerpo numeroso de infantería y caballería, sostenido por un tren
poderoso de artillería, cargando varias veces con su caballería sobre
nuestra infantería, pero siempre rechazando con intrepidez. En estas
acciones S.A. el príncipe de Orange, el duque de Brunswick y el tenien-
te general sir Thomas Picton, el mayor general sir James Kempt y sir
Denis Pack, que pelearon desde el principio de los ataques enemigos, se
distinguieron altamente, así como el teniente general barón Alten.”
Continuaba el documento con otros detalles y noticias de sumo
interés: “Nuestra pérdida fue grande, como Su Señoría puede calcu-
102 Armando Alonso Piñeiro

lar, y lamento particularmente a Su Alteza Serenísima el Duque de


Brunswick, que murió combatiendo valientemente al frente de sus
tropas”.
Tras otras consideraciones, aclaraba: “La posición que yo tomé
frente a Waterloo atravesaba el camino real de Charleroy a Nivelle,
y tenía su derecha cerca de Merke Braine, que fue ocupada, y su iz-
quierda se extendía a una alturas sobre la aldeílla de Ter‑la‑Haye, que
fue también ocupada. Frente al centro derecho, y cerca del camino de
Nivelle, ocupamos la casa y jardín de Hougomont, que cubría la vuelta
de aquel flanco, y frente del centro izquierdo ocupamos la granja de
La Hay Sainte. Por la izquierda nos comunicábamos con el Príncipe
Blucher, en Waure, y el mariscal me había prometido que en caso que
yo fuese atacado, me sostendría con uno o más cuerpos, según fuese
necesario”.
Luego de otras vicisitudes, los franceses atacaron el 18 de junio
alrededor de las diez de la mañana. Continúa narrando el vencedor:
“Este ataque sobre la derecha de nuestro centro fue acompañado de un
terrible cañoneo sobre toda nuestra línea, que fue destinada a soportar
los reiterados ataques de caballería e infantería ocasionalmente mez-
clada, y otras veces separadas. En uno de estos ataques el enemigo se
apoderó de la granja de La Haye Sainte, porque el destacamento que la
defendía había agotado sus municiones, y el enemigo ocupó la única
comunicación que había con dicha granja. El enemigo cargó repetida-
mente con su caballería sobre nuestra infantería, aunque siempre sin
efecto, y prestaban oportunidad a nuestra caballería para cargar. En
una de ellas la brigada de lord Somerset, consistente de los guardias de
corps, de los guardias reales de a caballo y el primer cuerpo de drago-
nes, se distinguió altamente, como lo hizo también la del mayor general
Sir Ponsomby, que tomó varios prisioneros y un águila”.
“Estos ataques se repitieron hasta las 7 de la tarde, en que el
enemigo hizo un esfuerzo desesperado con su infantería y caballería,
sostenidos por la artillería para forzar nuestro centro izquierdo, in-
mediato a la granja de La Haye Sainte, aunque después de una acción
empeñada, quedó derrotado; y habiendo observado que las tropas se
retiraban confusamente de este ataque que la marcha del cuerpo del
El periodismo porteño en la época de la independencia 103

general Bulow por Enschermont sobre Planchenorie y La Belle Aliance


había principiado a efectuarse, y como pudo percibir los fuegos de su
artillería y como el Príncipe Blucher se había unido en persona con
un cuerpo de su ejército a la izquierda de nuestra línea por Ohaim,
determiné atacar al enemigo, e inmediatamente avancé toda la línea
de infantería, sostenida por la caballería y artillería. El ataque tuvo el
mejor efecto en todas partes; el enemigo fue forzado en sus posiciones
sobre las alturas y huía en la mayor confusión, abandonándonos como
150 cañones con sus municiones.”
“Tras doce horas consecutivas de lucha ininterrumpida, Welling-
ton decidió dar descanso a sus tropas, aunque una columna al mando
del mariscal Blucher optó por perseguir a los franceses durante toda
la noche.”
En la parte final de su documento daba cuenta de las bajas produ-
cidas en las filas británicas –con mención de los oficiales que se habían
destacado valerosamente–, para luego referirse a los aliados prusianos:
“Yo no hiciera justicia a mis sentimientos, al Príncipe Bluchar y al ejér-
cito prusiano, sí no reconociese que el éxito feliz de esta acción pende
de la cordial y oportuna asistencia que de ellos he recibido”.
“El ataque del general Bulow sobre el flanco enemigo fue decisivo;
y aún si yo no me hubiese hallado en situación de hacer el ataque pro-
dujo el resultado final, el del general Bulow hubiera forzado al enemigo
a retirarse, si sus ataques se hubiesen frustrado, o le habrá imposibi-
litado de obtener ventajas, si por desgracia hubiese conseguido buen
éxito sobre mis tropas.”
Tanto era el interés de la entonces Argentina por esta clase de
sucesos europeos, que luego publicó el texto de la capitulación napo-
leónica, firmada el 3 de julio de 1815 en la capital francesa.
El 14 de noviembre –siempre de 1815– La Prensa Argentina dio a
conocer algunos documentos posbélicos, encabezados por este signi-
ficativo párrafo del editor: “Los siguientes males que sufre el pueblo
francés son ejemplos recientes de lo que valen las palabras de los reyes,
cuando pueden abusar impunemente de su autoridad”.
104 Armando Alonso Piñeiro

¿De qué se trataba? En primer lugar, de una serie de violaciones


hechas por ingleses y prusianos y por el monarca entonces reinante de
Francia, que poco tenían que ver con el texto del documento de rendi-
ción. Pero la parte más sa­brosa era una declaración del propio Napo-
león Bonaparte, del 4 de agosto de aquel año, que decía textualmente:
“Protesto con la mayor solemnidad a la faz del cielo y de los hombres,
contra la violación de mis más sagrados derechos, en la violenta dis-
posición de mi persona y de mi libertad. Vine libremente a bordo del
navío ‘Belerofonte’. No soy el prisionero, soy el huésped de Inglaterra.
U­na vez puestos los pies a bordo del ‘Belerofonte’ era acreedor a los
hogares de la nación inglesa. Si el gobierno, cuando dio órdenes a su
comandante para admitirme con mi comitiva, se propuso aniquilarme,
ha renunciado desde luego de su honor, y ha manchado su bandera.
Cuando este hecho fuere consumado, ha­blarán de balde los ingleses a la
Europa de su lealtad, de sus leyes y de su li­bertad. La fe británica habrá
sido perdida en la hospitalidad del ‘Belerofonte’. Apelo de consiguiente
a la historia. Ella dirá que un enemigo que durante veinte años hizo
la guerra a Inglaterra, vino francamente, en su desgracia, a buscar el
asilo bajo sus leyes. ¿Qué prueba más relevante pudo dar de su estima
y de su confianza? ¿Pero de qué modo se ha correspondido? Protestaron
ofrecer una mano amistosa a ese enemigo, y luego que se les entregó
en buena fe, le sacrificaron.– A bordo del ‘Belerofonte’, a la mar, 4 de
agosto de 1815.– Napoleón”.
También éste es un documento poco conocido en la historia napo-
leónica y en los avatares siguientes a Waterloo. Pero tales resonancias
en periódicos de Buenos Aires parecen aprobar no solamente el interés
de nuestro país, sino la simpatía que despertaba tanto Napoleón como
la suerte de Francia, a la vez que la antipatía contra potencias europeas,
primeramente Gran Bretaña y luego Prusia.
Uno de los últimos testimonios de este asunto lo publicó el mismo
semanario el 12 de marzo del año siguiente, transcribiendo la “carta
de un caballero a bordo del Northumberland”, fechada en Santa Elena,
donde ya estaba recluido Napoleón. Por ella nos enteramos –aunque es-
tas circunstancias sí son conocidas en la vida del antiguo emperador de
los franceses– que éste se encontraba con el ánimo sumamente decaído.
El periodismo porteño en la época de la independencia 105

Algunos de sus compañeros estaban arrepentidos de haberlo seguido


al exilio, en realidad a la prisión. En las comidas, Napoleón hablaba
parcamente, y la engullía en una rápida media hora. Hacía dos horas
de ejercicios diarios; antes del mediodía jugaba al ajedrez y a la noche
a los naipes. Concluía la misiva: “La isla está estrechamente guardada,
con señales en los puertos, botes de guardia y cruceros alrededor; de
modo que si no vuela es imposible que escape. Después de puesto el
sol, a nadie se le permite bajar a tierra, y todo buque está listo a levan-
tar el cable a la primera voz”. El párrafo concluía con una sorprendente
palabra –¡cáspita!–, imposible de saber si correspondía al firmante de
la carta o al propio editor del semanario.
También la suerte, aventuras y desventuras de personajes como Si-
món Bolívar interesaban a nuestra prensa. Caída Cartagena en febrero
de 1816, La Prensa Argentina publicó un suelto que no tiene desperdi-
cio, el 7 de mayo de aquel año.
Bajo el título “Escape del general Bolívar y situación de su ma-
yordomo” decía: “Después de la rendición de Cartagena, el general
Bolívar, caudillo de los patriotas, se escapó a Jamaica con seis edecanes
y algunos otros oficiales. Cuando se le echó de menos, los realistas
despacharon un corsario en su alcance, y ofrecieron un premio de
cincuenta mil pesos al que lo asesinase. Cuando llegó a Jamaica, algu-
nos españoles sedujeron a un negro que le servía para que le matase,
ofreciéndole dos mil pesos. La noche designada para el asesinato, el
general se quedó casualmente fuera, y aquella tarde Mr. Félix Antestoy,
su mayordomo de honor. se echó en la hamaca del general y se quedó
dormido. Entrada la noche el sirviente entró en el cuarto, y viendo un
hombre en la hamaca, a quien tomo por su señor, introdujo un cuchillo
en el cuello de la supuesta víctima; cuando el desdichado hombre volvió
en sí y arremetió contra el negro, pero éste le dio segunda puñalada en
el costado izquierdo y expiró el infeliz. La vaina del cuchillo se halló
en la cintura del asesino. El negro fue conducido ante el magistrado y
confesó el hecho, pero no quiso denunciar a sus seductores. Última-
mente ha sido entregado a la corte de esclavos. El impreso de Jamayca
que incluye este hecho, refiere que esta es la tercera vez que el general
106 Armando Alonso Piñeiro

Bolívar ha estado expuesto a ser asesinado por conciertos secretos de


españoles, habiendo escapado siempre por modos raros”.
“Avisos posteriores refieren que un español a quien se le advirtió
hablando con el negro, fue después reconocido y prendido por el gene-
ral, presentándole inmediatamente al gobierno inglés.”
La otra oportunidad en que La Prensa Argentina se refirió a Simón
Bolívar fue más afortunada. El 23 de julio de 1816 reprodujo una carta
fechada en Nueva York el 24 de abril que decía brevemente: “Después
de cerradas mis cartas recuerdo que no te he avisado que sabemos por
un buque arribado a Baltimore, que el constante Bolívar ha salido ya
de la isla de Santo Domingo con 20 ó 30 buques, para desem­barcar en
la costa de Caracas. Lleva de tres a cinco mil hombres de desembarco,
mandados por uno de los más célebres negros de aquellas tropas. Esta
empresa es hecha con la protección y el dinero de los ingleses. Mira
el pedacito de gaceta que te incluyo. Ya resuellan, y luego morderán.
Todos están contra los bárbaros”.
En su edición del 1 de febrero de 1817, La Crónica Argentina
publica una noticia que, sin referirse a la política o a los asuntos mili-
tares y económicos, tiene una gran significación para el naciente país,
que por lo visto no perdía de vista el progreso general, en este caso el
científico.
Trataba nada menos que de la llegada a Buenos Aires del famoso
naturalista Aimé Bonpland, “Intendente que fue de la casa de Malmai-
son, de la Emperatriz Josefina y conocido en Europa y América por
sus viajes con el barón de Humboldt y por sus interesantes trabajos y
descubrimientos en la historia natural y medicina”.
Bonpland había tomado la singular decisión –singular si se piensa
en el estado de la Argentina de entonces, más caracterizada por la
precariedad que por la metódica organización europea y estadouniden-
se– de vivir en Buenos Aires. Se vino con multitud de semillas y “dos
mil plantas vivas que con inmensas fatigas y cuidados las ha salvado.
Esta adquisición de plantas, todas valuables y útiles en un país en que
el reino vegetal está en su primera infancia, creemos será estimada en
su justo valor por los verdaderos amantes de su Patria. Nuestros cam-
pos tan fértiles como inmensos, llaman con preferencia a esta clase
El periodismo porteño en la época de la independencia 107

de hombres que separados de las controversias se dediquen a vestir


la naturaleza, desnuda hasta ahora de todos los encantos que en otros
países la hermosean; así principiará a descubrir su aspecto halagüeño,
propinándonos multitud de plantas que cubriendo nuestras mesas de
regalos, nos ministre útiles para nuestras habitaciones, y medicamentos
que reparen los achaques a que está expuesta la naturaleza humana”.
Era evidente, más que patente, el entusiasmo del semanario por la
llegada del ilustre naturalista. Muchos problemas de actualidad pasa-
ban a segundo pla­no para enfocar los aspectos técnicos y prácticos de
la iniciativa de Bonpland. “Creemos que Mr. Bonpland –continuaba
el artículo–, a más de servir al país co­mo un buen facultativo en la
medicina, plantificará un método de agricultura práctico, fruto de
todas sus observaciones en Inglaterra, Francia y América, y realizará
un conservatorio de plantas donde no sólo estén las que ha traído y
las conocidas en el país, sino que descubrirá muchas que se crían en
nuestro continente, para cuyo efecto trae un hábil y diestro jardinero.
No podemos por a­hora dar una noticia circunstanciada de toda la co-
lección de plantas vivas, y sólo diremos que son frutales, medicinales
y legumbres, y otras que sirven para pastos y viñas: de estas últimas
trae 500 pies de vid, que forma una colección de 150 especies sacadas
del jardín de Luxemburgo, 40 especies de naranjos y limón, 600 pies
de sauces de las tres especies conocidas; útiles para canas­tos, algarrobo
español cuya fruta es muy apreciable para el ganado, princi­palmente
para los caballos. Todas las frutas agrias de Francia; varias especies de
fresas, grosellas, frambuesas blancas y coloradas; el cassis, cuyo fruto
es muy apreciable en toda la Europa para hacer licores. Esperamos
que nuestros paisanos sabrán aprovecharse de esta rica adquisición y
las propagarán en todas las pro­vincias, y no se notará el descuido que
hemos experimentado personalmente para cultivarlas, sin embargo que
se les daban de balde las semillas.”
La Crónica Argentina nos sorprende con un obituario –algo tan de
práctica tanto en la prensa nacional actual como en la extranjera– de
ajustadas y significativas palabras. Se refirió, el 26 de noviembre de
1816, al fallecimiento de un extraordinario patriota, aunque esta ca-
racterización le fuera reconocida muchos años después: “Por el correo
108 Armando Alonso Piñeiro

último –reza la escueta información– que ha llegado del Perú, sabemos


la muerte del patriota D. Manuel Asensio Padilla, que acabó su vida
peleando con los enemigos de la libertad; este benemérito oficial fue
sorprendido por los enemigos, y habiendo sido desamparado de su
gente, defendió a su mujer hasta exhalar el último aliento, mostrando
aquel noble valor que caracteriza a los héroes. El Perú ha perdido en
este intrépido guerrero uno de los defensores de su libertad; y la Patria
no puede dejar de reconocer sus eminentes servicios hechos a la causa
general, y la posteridad recordará siempre con veneración el nombre
de Padilla”.
Alternativas de los vínculos
con los Estados Unidos

A medida que se acercaba la resolución para declarar la indepen-


dencia formal de las entonces Provincias Unidas del Río de la Plata, la
prensa porteña hurgaba en los antecedentes de la soberanía estadouni-
dense, al haberse desembarazado de las cadenas inglesas.
El Censor en su edición del jueves 26 de octubre de 1815, apelaba
al ejemplo del país del Norte para justificar las semejanzas entre su
independencia y la argentina. El periódico notaba similitudes muy
interesantes entre ambos procesos. Recordaba: “Exasperadas las co-
lonias americanas por los repetidos agravios que recibían del altivo
parlamento de Inglaterra, y resueltas a resistir las medidas tiránicas con
que las afligía el ministerio inglés, se reunieron en congreso varias ve-
ces en Nueva York y Filadelfia, con el fin de proveer al remedio de sus
comunes agravios con representaciones a su metrópoli, que se creyeron
suficientes en aquellas circunstancias, pero como nada pudieron con-
seguir, a pesar de los esfuerzos del profundo y elocuente Pitt, hubieron
de resolverse a lo que no hubieran adelantado, si se hubiesen oído sus
clamores. Pitt, aquel eminente estadista, que después fue elevado por
miras de alta política, a conde de Chatam, desaprobó en los términos
más enérgicos y fundados la conducta tenaz que en el gabinete inglés
prevalecía respecto de los americanos; pero sus mociones encontraban
siempre una fuerte oposición de parte de los que, con su odio ameri-
canos, excitaban sus alteraciones, y agitaban indirectamente su manu-
misión, enviando tropas a América, decretando nuevas restricciones y
desdeñando en los congresos, a pretexto de ser ilegalmente convocados.
Esto provocó a tal extremo el espíritu americano, que en su congreso
continental, reunido en Filadelfia el 10 de mayo de 1775 se adoptaron
todas las medidas conducentes a ponerse al abrigo de la tiranía, de la
disolución y de la invasión; consecuentemente asumieron entre sus
primeros actos la denominación de Colonias Unidas de América, or-
110 Armando Alonso Piñeiro

ganizando ejércitos y concurriendo eficazmente a cuanto dijese a sus


intereses; habiendo tenido la felicidad de que recayese la elección de
las armas unidas en Jorge Washington, cuyos talentos militares y po-
líticos le han inmortalizado del modo más indeleble e incapaz de que
le rivalicen esos generales actuales, que tanto decantan sus naciones,
entre tanto que ellos vienen a ser unos mercenarios con que se oprime
la humanidad bajo distintos aspectos, caracterizados como justos y
gloriosos”.
La encendida prosa de El Censor sin duda habrá entusiasmado
a sus lectores, quienes seguían ávidamente estas noticias, sabedores
de que nuestro país iba a continuar el curso abierto por los Estados
Unidos. El Censor en esta extensa nota –que continuó publicando a lo
largo de varias ediciones– recordaba la lucha heroica de los patriotas
estadounidenses, quienes habían tenido que batallar “con una nación
intrépida, aguerrida y empeñada en sojuzgarlos; de consiguiente, no pu-
dieron prevalecer sin gran derramamiento de sangre y unión constante,
de todas las provincias; pero confiados en su justicia y en su virtud
todo lo arros­traron, declarando su independencia el 4 de julio de 1776,
ratificando su total disolución con la Gran Bretaña, estrechando su
confederación y obligándose a mante­ner perpetua unión bajo el título
de Estados Unidos de América. Estos son los ejemplos que debemos
tener a la vista para nuestras prontas y seguras operaciones, hu­yendo
de los errores en que hemos visto escollarse los venezolanos y demás
pueblos adyacentes, cuya discordia y vano orgullo de los mandones los
ha devorado”.
En sucesivas ediciones, como queda dicho, el semanario siguió
ocupándose del tema. Pero a veces publicaba dos o tres líneas que
ratifican el permanente interés argentino por el proceso estadouniden-
se. Así, el jueves 4 de abril de 1816, anunció que “en la vereda ancha,
tienda del despacho de papel sellado, se vende la historia de la REVO-
LUCION DE NORTE‑AMERICA (sic en el original) en castellano por
tres pesos”.
En el número siguiente amplió el aviso: “Nunca mejor que en el
tiempo presente conviene alimentar el espíritu de los jóvenes de aque-
llas ideas que puedan fortalecer e ilustrarlos en la causa que defende-
El periodismo porteño en la época de la independencia 111

mos. Al caso se presentan la independencia de la Costa‑firme vindicada


por el célebre Tomas Paine, y la historia concisa de la revolución del
Norte de América. Ambas obras de pronta lectura, porque constan de
un tomo cada una, y del precio moderado de dos pesos cada ejemplar.
Su despacho es frente al cuartel de patricios”.
El 20 de junio siempre de 1816 El Censor vuelve a la cuestión es-
tadounidense, pero con noticias sumamente interesantes. El semanario
recibía y por supuesto su redactor leía afanosamente varias gacetas
tanto en inglés como en español, procedentes de diversas naciones.
Estaba, por lo tanto, bien informado de lo que ocurría tanto en Estados
Unidos como en el Viejo Mundo. Y decía a este respecto: “Debo añadir
también alguna cosa sobre el estado político ultramarino con relación a
nuestros intereses, que no lo creo muy lisonjero, si damos crédito a las
últimas gacetas. En el número anterior hablé de un probable próximo
rompimiento entre los Estados Unidos y España, cuyo evento sería in-
calculablemente favorable, por cuanto los Estados Unidos nos protege-
rían abiertamente en ese caso, y hostilizarían a España en su comercio
y posesiones americanas con la facilidad que ninguna otra nación puede
hacerlo. Pero últimamente se habla en gacetas de los Estados Unidos
sobre cesión de España a Inglaterra de la Florida, en cuyo caso cesa el
motivo de la desavenencia con España y recae el litis con Inglaterra,
en caso de no intervenir algunos motivos que yo ignoro, por no estar
impuesto en el interior de este negocio, ni en su veracidad; mas siendo
cierto, es menester graduarle un mal por diferentes respectos, y un mal
que debe serlo de gravedad, aún para los mismos Estados Unidos”.
El semanario revela seguidamente algunos tramos no demasiado
conocidos del pasado estadounidense. Y advierte el redactor: “Esto lo
anuncio para llamar la atención al interés principal, procurando unir
nuestras opiniones e intereses a un objeto principal. Sin embargo todo
tiene remedio oportuno. Los Estados Unidos respetados en el día de
toda la Europa entera, se vieron en conflictos tan angustiosos que, se-
gún dice su historia, las medidas del gobierno por la falta de dinero,
medios y crédito, se arrastraban lo mismo que una carreta sin ruedas
pesadamente cargada, y había llegado ya casi al último extremo [su-
brayado en el original] . Durante una sesión de la asamblea, se recibió
112 Armando Alonso Piñeiro

una carta del comandante en jefe por el consejo ejecutivo, que llenó a
todos de consternación por lo desesperado de su contenido. Ninguno
habló durante largo tiempo, dice Tomás Paine, hasta que un miembro
de fortaleza acreditada para sufrir las desgracias dijo: si la relación de
esta carta es el verdadero estado de las cosas, y nosotros nos hallamos
en la situación que ella nos representa, me parece en vano disputar
por más largo tiempo el asunto; [subrayado en el original] pero otro
de alma más generosa disipó la melancolía exclamando: es en vano
desesperar, si las cosas no van como deseamos, debemos empeñarnos
en mejorarlas. Así fue; todos presentaron sus votos, sus vidas y sus
fortunas, y el Estado se salvó”.
En la parte final del artículo se aseguraba: “Concluyo recomendan-
do al go­bierno los extranjeros militares y artesanos que vengan a este
suelo; una tal conducta es incalculablemente honorífica y ventajosa. Los
militares con es­pecialidad son dignos de la más distinguida acogida por
las circunstancias de la guerra en que es tan importante su necesidad;
procurando no dar lugar a que tomen un partido que no sea el nuestro,
y estimulando a otros que se resolverán a venir a este punto remoto;
cuando vean el buen recibo de sus predecesores. En todo lo demás, sólo
recomiendo la mayor prudencia en el curso de sus operaciones, a un
pueblo que ha sabido ganarse el renombre de valiente entre los pueblos
americanos, y que ha emprendido entre los primeros la marcha gloriosa
de su emancipación”.
En diciembre de 1816 la prensa argentina se conmovía, aunque
denotando cierto descreimiento por la veracidad de las informaciones
que llegaban desde el exterior, particularmente las referidas a nuevas
expediciones españolas para reconquistar los territorios otrora colonia-
les perdidos en el decurso de los últimos años. Véase qué interesantes
resultan estos episodios, que aunque conocidos por los historiadores
posteriores, de los siglos XIX y XX, tienen cierta curiosidad ante la
precisión de datos y cifras: “Hemos tenido comunicaciones de Río de
Janeiro hasta el 6 de junio, por las que sabemos que toda la atención
de aquella corte se dirige a llevar a efecto el armamento del sur. Este
consiste en varios buques de guerra y transportes con 400 hombres a
bordo y 2000 más que deben embarcarse en Santa Catalina. Con estas
El periodismo porteño en la época de la independencia 113

tropas procederán a Maldonado y Montevideo, de cuyos puertos tomará


posesión a nombre del rey de España!!! [el triple signo de admiración
revela un estupor no exento de humorismo del redactor]. Se presume
que antes de llegar los portugueses, los patriotas tendrán la precaución
de destruir todas las fortificaciones, y que Montevideo quedará con-
vertida en un montón de ruinas. Aunque las dos plazas referidas deben
ocuparse a nombre del rey de España por miras puramente políticas,
se sabe muy bien en la capital de los Brasiles que todo el territorio
comprendido en la margen izquierda del Río de la Plata ha sido cedido
con repugnancia por la corte de España a la casa de Braganza, bajo la
condición de que ésta preste su cooperación a la sujeción del resto del
virreinato de Buenos Aires a la corte de España!!!! [la admiración era
ya cuádruple, nuevo signo del descreimiento porteño]”.
Poco más adelante se insiste: “Ha salido una segunda expedición
de la isla de Santa Catarina al Río Grande, para proceder contra los
insurgentes de Maldonado y Montevideo, los que se cree no resistirán
[el redactor insertó aquí un asterisco a modo de llamada a pie de página
que decía: “Según las noticias que tenemos, se han equivocado en los
cálculos los que así pensaban; pues la resistencia de los orientales es
hasta el día tenaz, vigorosa y sangrienta. Del Janeiro sabemos como
cierto que el ministro español ha protestado contra la invasión portu-
guesa de estas provincias, aunque no salimos garantes de la ingenuidad
de esta protesta. También se dice con menos certeza que han hecho la
misma protesta los ministros de Inglaterra y Francia. Esto parecía más
verosímil”.]
Continuando con el cuerpo central del artículo, se añadía: “La
expedición de Maldonado y Montevideo cuenta con un ejército de 9000
hombres, 4000 son portugueses voluntarios y los demás son veteranos
de los que sirvieron a las órdenes de Lord Wellington”.
“Las princesas portuguesas llegaron a Cádiz, y fueron recibidas
con tanto entusiasmo, que a su salida para Madrid el pueblo despren-
dió las mulas del coche, y tiró por él lleno de alegría; hubo de suceder
alguna desgracia, que ha dado motivo a un real decreto prohibiendo al
pueblo en adelante este género de obsequios. A España había llegado
de oficio la toma de Santa Fe por las tropas de Morillo.”
114 Armando Alonso Piñeiro

Nuevamente el redactor del semanario hace un llamado a pie de


página que aclaraba: “Las tropas de Morillo entraron en Santa Fe el
6 de marzo, y Bolívar desembarcó en las costas de Cumaná el 4 del
mismo mes. Su desembarco ha causado una nueva insurrección casi
general, y no pueden dejar de ser grandes los apuros de los realistas en
la situación presente, en que el patriotismo sofocado encuentra nuevo
pábulo que lo reanime”.
No menos interesante resulta el final de esta entrega de El Censor,
pues presenta nuevos hechos, basados en una carta confidencial que ha-
bía sido fechada en la capital francesa el 13 de julio –siempre de 1816–,
y que había reproducido la llamada Crónica publicada en Gibraltar.
Decía una parte de la valiosa misiva: “En una de mis cartas hablé sobre
el convenio de Rusia en que se obligaba a sostener la independencia
americana. El tratado de alianza entre Rusia y América publicado en
el Diario de los Debates corrobora ampliamente esta transacción, que
ha causado grande alarma, etc., etc. Estas ideas, y la misma esencia e
interés de nuestros negocios, parece que debía dictar ante todas las co-
sas el envío de agentes a varias cortes europeas y el Norte de América.
Esta medida parece tan necesaria, cuanto es natural que el pretendiente
se procure protectores que se interesen en sus solicitudes”.
“En cuanto al decreto precautorio del ingreso y regreso de extran-
jeros sospechosos, publicado en la gaceta número 83, aunque es muy
justo en sus fines especialísimamente en la actualidad, debe observarse
que no estando obligado ningún extranjero a saber los estatutos espe-
ciales del pueblo de su acceso, es obligación de la policía hacer que la
ley quede cumplida sin que lo perciba el mismo extranjero, si fuese
posible; así yo impondría el deber de dar parte a la casa, fonda o posada
en que fuese a parar el extranjero; y a él le obligaría a presentarse a su
cónsul, u otro nombrado al efecto, bajo un término racional. El término
de 24 horas es muy breve para que un extranjero se instruya y corra
diligencias, impracticables en algunos días. Respecto de dar parte en
mudanza de habitación, todo vecino lo debe hacer en países arreglados;
y con establecer este artículo reglamentario, o hacerle observar si lo
hay, se evita la singularidad respecto del extranjero, y el gobierno vive
seguro y satisfecho por medios tan suaves como eficaces.”
El periodismo porteño en la época de la independencia 115

No sólo las relaciones con los Estados Unidos y América Latina


atraían la atención de la prensa porteña, sino también los aspectos inter-
nos del país del Norte. En marzo de 1817 el presidente Madison estaba
a poco tiempo de concluir su mandato, siendo sucedido por Monroe.
Los entretelones del acto electoral llamaban la atención de El Censor
por el orden y la tranquilidad en que se desarrollaban. En su edición
del 20 de aquel mes, el semanario se refería elogiosamente no sólo al
proceso en sí, sino a la nación en general. “Su población –escribía el
anónimo articulista–, sus riquezas han crecido de un modo maravilloso
en consecuencia de la anterior guerra europea de 25 años; la población
se ha más que duplicado, ya por la gran emigración de hombres útiles,
ya por los progresos del comercio y de la agricultura en un período
en que los Estados Unidos eran neutrales, mientras la guerra dejaba
sin comercio a las naciones continentales de Europa. A los efectos de
una actividad bien dirigida añadida a las costumbres puras y hábitos
frugales de una vida laboriosa, una política excelente, y la agregación
de los vastos territorios de los nuevos Estados de Luisiana e Indiana,
y calcularéis cuánto es el número de sus ciudadanos. Por otra parte
la presidencia de todos los estados por su poder, influencia y atribu-
ciones, se asemeja mucho a la dignidad real, y es capaz de excitar las
más vivas aspiraciones. Sin em­bargo la elección es pacífica, y guiada
por la prudencia y el amor de la patria. Los votos se iban declarando
por el honorable J. Monroe, hombre de acreditado saber y virtud y de
consumada experiencia. Mas no llenaríamos nuestro deber de instruir
a nuestros hermanos con todo candor, si no les hiciésemos notar que el
periódico Albany Register observa que ‘por la elección de Monroe a la
presidencia la Unión estará segura por otros ocho años más, a pesar de
todos los esfuerzos de los enemigos domésticos y extraños. En vano el
genio de la rebelión congregará sus escogidos espíritus en Hartford, y
sus antorchas incendiarias por la mano de la traición, y de un enemigo
insidioso; porque nada hay que temer manejando el timón del estado
un hombre cuya energía y patriotismo han estado a la prueba en los
tiempos difíciles’.
Recién en junio la prensa de Buenos Aires tuvo noticias de la elec-
ción en los Estados Unidos, celebrada el 11 de febrero. El Senado y la
116 Armando Alonso Piñeiro

Cámara de Representantes, en sesión conjunta, procedió a contar los


sufragios de electores para presidente y vicepresidente. Del acto resultó
que para primer magistrado James Monroe había recibido 183 votos;
Rufus King, 34. Para vicepresidente la elección fue algo más reñida.
Daniel Tompkins contó con 183 sufragios, seguramente los mismos que
habían dado el triunfo a Monroe. John Howard dispuso de 22, James
Ross, de 5, John Marshall registró cuatro, y tres Robert Harper.
Los electos tenían un mandato de cuatro años, contados a partir
del 4 de marzo. Si bien Monroe era vastamente conocido en su país, no
lo era tanto en Europa y mucho menos en América del Sud. El Censor
se preocupó en publicar sus principales antecedentes, en la edición del
24 de julio de 1817, recordando que ingresado como cadete en 1776, no
tardó en llegar a teniente, uniéndose al ejército de George Washing-
ton. Tomó parte en las batallas de Harlem Heights y White Plains, en
el ataque de Trenton y en la retirada de Jesey. En Trenton había sido
seriamente herido de bala en el hombro izquierdo, lo que le sirvió para
ser promovido a capitán de infantería. Sirvió luego en las campañas de
1777 y del año siguiente, hallándose en las acciones de Brandywine,
Germantown y Monmouth.
Concluida la guerra se dedicó al estudio de las leyes, nada menos
que bajo la dirección de Jefferson, a la sazón gobernador de Virginia.
En 1782 fue electo miembro de la Asamblea de este último Estado y
dos años más tarde, contando solamente con 24 años, se lo eligió repre-
sentante al Congreso. El año 1790 lo vio miembro del Senado.
El Censor añadió a esta breve biografía algunos comentarios edito-
riales: “La revolución de Francia, que en sus principios se asemejaba a
la de Norteamérica, excitó los sentimientos del pueblo americano. Casi
todos la aprobaban, mas algunos temían que el entusiasmo de los ame-
ricanos en su favor, aunque honesto y laudable en el mismo, irritase a
los poderosos enemigos de la Francia. Uno de los que así pensaban era
Washington. Mr. Monroe abrazó decididamente el partido de los que
aprobaban y sostenían los sólidos principios de la Revolución Francesa,
que sirven de base a la república de Norteamérica. Mientras él sostenía
esta opinión en el Senado el general Washington lo nombró en 1794
ministro plenipotenciario cerca del gobierno de Francia. Su misión duró
El periodismo porteño en la época de la independencia 117

como tres años. Rara vez se confió a un ciudadano comisión más espi-
nosa. La Francia se había levantado armada en masa en defensa de sus
derechos, y toda la Europa estaba conmovida. Mr. Monroe fue nombra-
do por su conocida adhesión a los principios republicanos, y se juzgó
bien que inspiraría al gobierno franca confianza de que no intrigaría
con las potencias, y aseguraría a su país las disposiciones amigables de
la Francia, sin alarmar a las potencias, puesto que los Estados Unidos
estaban resueltos a observar una imparcial neutralidad. Mr. Monroe
fue fiel a sus principios, y las actuaciones y documentos relativos a
su misión (…) muestran su ardiente celo por el bien de su patria. Sin
embar­go, él fue llamado y censurado. Volvió inmediatamente y publicó
su defensa apoya­da en la correspondencia que había seguido con su
gobierno y con el de Francia. El partido republicano conoció la rectitud
y sagacidad de sus procederes. Fue reci­bido en Filadelfia con demos-
traciones de confianza y afecto, y se dice que el ge­neral Washington,
después de leer su justificación, hablaba de él con respeto”.
El artículo continuaba abundando en antecedentes honrosos para la
gloria del flamante presidente, y lo voy a omitir en su mayor parte por
no hacer al fondo de esta obra. Pero vale la pena reproducir al menos
los párrafos finales. Son éstos: “Tan extensa fue la esfera de acción que
le estaba señalada a Mr. Monroe, y tan grande era la confianza y la re-
putación que había obtenido. En diferentes tiempos el Presidente en sus
mensajes manifestó al congreso y al público el es­tado y sucesos de sus
negociaciones, y la opinión y aplauso público confirmó la aprobación
del Poder Ejecutivo”.
“Los objetos de la misión de Mr. Monroe a España e Inglaterra no
se lograron. Sus esfuerzos para terminar las diferencias con la corte
de Madrid fueron inútiles y lo fueron aún más los que hizo para lograr
que el gobierno británico respetase los derechos de Estados Unidos.
Los papeles ministeriales de la República publicados antes y durante
la última guerra, están llenos de agravios y de quejas, y todos tienen de
ello noticia. La muerte de Mr. Fox privó a Inglaterra y Estados Unidos
de los efectos de su política amigable y conciliatoria. La república no
aprobó el tratado concluido, y la Inglaterra perseveró en su conducta
118 Armando Alonso Piñeiro

hostil. Mr. Monroe volvió a América después de una ausencia de cinco


años.”
“En 1810 fue electo otra vez miembro de la asamblea general de
Virginia, y en las primeras sesiones gobernador de aquel estado. Poco
después el Presidente de la República lo nombró Secretario de Estado,
cuyo oficio ha ejercido hasta su elección a la Presidencia, exceptuando
el período en que tomó a su cargo el Departamento de la Guerra.”
“La guerra se había hecho inevitable: la Inglaterra seguía en su
sistema opresivo. Al gobierno y pueblo americano se presentaba la
alternativa o de la sumisión o de la guerra. Felizmente se prefirió la
guerra y el pueblo americano supo sostener la gloria de la América y
de las repúblicas.”
“La oferta de la mediación de la Rusia dio a la República la oca-
sión de mostrar sus disposiciones a la paz, pero la Inglaterra despreció
aquella mediación.”
“Se presentaron a la República nuevos y extraordinarios aconteci-
mientos. La ruina del poder colosal del imperio francés ponía a la In-
glaterra en estado de emplear toda su fuerza contra los Estados Unidos.
La tempestad los amenazaba por todas partes. Los lagos, el Maine, las
costas desde Penobscot hasta New Orleans no estaban libres de invasio-
nes inmediatas y formidables. Washington había sido incendiada. En tal
período se confió al activo y experimentado Monroe el departamento
de la guerra. Su conducta en circunstancias tan desastrosas mereció la
satisfacción universal. Se aplicó a los negocios con tesón tan infatiga-
ble que no pudo resistir la fuerza de su constitución; casi fue víctima
de su celo por la libertad de su patria. Todos los puntos amenazados
sintieron los efectos de su administración; se les dirigieron refuerzos y
marcharon con celeridad. New Orleans fue protegida. El formó planes
para poner en acción el espíritu patriótico, generoso y ardiente de sus
compatriotas. La nación mostraba toda la plenitud de su fuerza, y si
la guerra hubiese continuado, podía prometerse nuevos triunfos y de
alta consecuencia. Pero los grandes preparativos terminaron en una
paz honrosa.”
La Argentina se había emancipado en 1810, y seis años más tarde
declaró de jure la independencia que venía ejerciendo de facto. Los
El periodismo porteño en la época de la independencia 119

años inmediatos al Congreso de 1816 fueron intensos en discusiones,


problemas, planteos y soluciones e inspiraciones que se buscaban en
ejemplos cercanos o lejanos. De aquí que el modelo estadounidense
tenía tanta atracción en Sudamérica, y especialmente en el Río de la
Plata. Por ello, El Censor del jueves 11 de septiembre de 1817 resumía
ciertos principios básicos –nada más que tres–, fundadores de la liber-
tad y el progreso del país del Norte, que indisimuladamente podían ser
aplicados a las Provincias del Sud. Según el semanario, los resultados
positivos de las independencias se basaban en una administración y
por tanto instruida acerca de las necesidades del país. Ello implicaba
una administración fija, en vez de otra versátil. “Entonces –razonaba el
periódico– el establecimiento de un nuevo régimen extenderá su feliz
influencia a todo el gobierno, a la política, a la instrucción, costumbres,
artes, comercio, agricultura, todo se resentirá de la presencia bienhe-
chora de una administración local. ¿Y qué regiones hay más a propósito
para recibir estas ventajas que las colonias, por la feracidad de su suelo,
por la variedad de sus producciones, por la feliz disposición de todas
sus partes? En existiendo en medio de ellas un móvil activo, aplicados
a desenvolver sus gérmenes fecundos, con qué fuerza no brotarán éstos,
y con qué superabundancia no pagarán lo que hubieren recibido?”
El segundo principio sobre el cual los patriotas argentinos de en-
tonces querían basar su prosperidad inmediata radicaba en la libertad
de comercio, cuyos modelos clásicos eran los países anglosajones. Bre-
vemente, exponíase que “la revolución da a las anteriormente colonias
un tráfico con todo el universo. Si precisadas a comerciar con sola su
metrópoli, consiguieron sin embargo prosperar, ¿cuánto no prosperarán
cuando tengan libertad de recibir lo que necesiten de todos los puntos
del globo, y de llevarles en cambio sus propias producciones? ¡Cuántas
riquezas nuevas no les resultarán de este aumento de actividad y de
consumo dentro y fuera del país! ¡Qué estímulo éste para multiplicar
unas producciones, que ya no tendrán un canal solo, como anterior-
mente, sino que darán vuelta al globo, llenando todos sus mercados!
Entonces aparecerán producciones que dejaron perder las antiguas
trabas. ¡Cuántas se pierden por falta de cultura, y que podían ser de un
gran precio, y aumentar las delicias y las comodidades del mundo!”.
120 Armando Alonso Piñeiro

El tercer y último principio era más estrictamente reducido a la


geografía del continente: “Estar libres de tener parte en las guerras y
disensiones de la Europa”. Era evidente que el editorialista no podía
referirse a los conflictos bélicos propios de la Guerra de la Indepen-
dencia en las naciones independizadas, y así quedaba meridianamente
aclarado: “Estas guerras han sido siempre el azote de las colonias sin
que ellas tuviesen en ellas interés alguno. Ellas sufrían los males consi-
guientes a las guerras, cuyos primeros efectos caían sobre los artículos
de su consumo y de sus producciones. Al instante que se incendia la
guerra entre las metrópolis, las colonias se hacen su teatro. Las tempes-
tades que se forman de los vapores del Támesis y del Sena, iban a caer
sobre la Asia, sobre la América, sobre las Molucas y las Antillas. El
giro de las producciones se cortaban por el temor de los corsarios. En
tal caso, quedaban aisladas y bloqueadas las colonias, sin poder recibir
lo que necesitaban, ni remitir lo que producían. Una causa en que ellas
no tenían ni aún sombra de interés, les originaba doble pérdida. Bajo
este otro aspecto la suerte de las colonias fue verdaderamente deplora-
ble y cruel. Existieron bajo el yugo europeo y para la Europa por tres
siglos; pasaron sus días bajo unos amos feroces, que se ocupaban en
exterminarse mutuamente sobre sus ruinas ensangrentadas”.
Las relaciones entre Washington y Buenos Aires fueron desde un
comienzo bastante cordiales, pero el país del Norte estaba obligado a
asumir una actitud protocolar de carácter formal, evitando una excesiva
solidaridad con la Argentina que irritase a Gran Bretaña.
Pero nunca faltaba algún periódico estadounidense que, al no es-
tar obligado a seguir los dictados del Departamento de Estado, podía
emitir libremente su opinión, por lo general favorable a los intereses
independentistas sudamericanos. Así, el jueves 18 de diciembre de 1817
El Censor reprodujo un comentario que el 4 de diciembre había publi-
cado un periódico de Nueva York, que lamentablemente el semanario
porteño no identificaba.
Decía en su parte sustancial: “Se ha dado una falsa idea de nues-
tros sentimientos e inclinaciones respecto a la causa revolucionaria de
Sud América –afir­mación ésta que ratificaba el diplomático cuidado
de aquel país en este tema–. Lejos de ser enemigos de los patriotas,
El periodismo porteño en la época de la independencia 121

les deseamos un feliz suceso en su con­tienda para sacudir el yugo de


la servidumbre colonial, y para establecer un go­bierno independiente
sobre la base de una libertad racional”. Aquí debe aclarar­se que mal
podía referirse a Buenos Aires y sus contornos, ya liberados del yugo
hispano, sino a aquellas naciones sudamericanas que aún luchaban por
alcanzar la soberanía. “Nos alegraríamos verlos libres de la tiranía y la
superstición y de aquella abyecta ignorancia que remacha los grillos de
ambas”. El periódico neoyorquino se atrevía a exponer una crítica se-
vera sobre ciertos pue­blos hispanoamericanos –más bien sobre sus res-
pectivas gobiernos– que no estaban haciendo los esfuerzos necesarios
para un ejercicio razonado del poder. Y fundamentaba así su opinión:
“Pocos progresos se han hecho en Sudamé­rica en orden a libertar la
gran masa de su población de las tinieblas menta­les, que hacen desma-
yar nuestras esperanzas en orden a su emancipación. Si los patriotas
hubiesen poseído los talentos y calidades que sólo pueden sostener sus
esfuerzos, ya habrían triunfado. Si pudiésemos discernir sabiduría en
sus conse­jos, conducta en sus operaciones militares, unanimidad, for-
taleza y un entusias­mo ilustrado en sus ciudadanos y soldados, no sólo
predijéramos sus triunfos, sino que cooperaríamos gozosos en su causa.
Pero en la ausencia de todas estas virtudes, pide la prudencia que este
país se conserve distante de la contienda. Nosotros coincidimos entera-
mente con las miras que parece dirigen a este gobierno: cooperaría con
energía y efecto en favor de la libertad y de la humanidad. Nosotros
somos sus naturales aliados, y en cualesquiera parte que se descubran
no seremos los últimos en reconocer sus pretensiones”.
En esta última frase se condensaba con sabiduría el verdadero
pensamiento estadounidense de la época. Y se ratificaba en cuanto
oportunidad apareciese, como ocurrió poco después, al reproducir el
semanario porteño unos documentos de un ciudadano estadounidense
–lamentablemente, tampoco identificado– dirigidos a Henry Clay, bajo
el sugestivo título “¿Qué conducta deben seguir los Estados Unidos
respecto a la presente lid de Sudamérica por su independencia?”.
Tras diseñar un panorama de lo que ocurría en Europa y en las
pretensiones españolas por reconquistar sus colonias continentales,
decía el anónimo corresponsal: “¿Los Estados Unidos deben promover
122 Armando Alonso Piñeiro

la causa de la libertad ayudando a los patriotas indirectamente, o re-


conociendo y ayudando abiertamente a las provincias de Sudamérica
como independientes naciones?”. Como se ve, la balanza se inclinaba
abiertamente en pro de los intereses de estas naciones, siendo la única
duda si la ayuda debía ser oficial o reservada. El propio recuerdo de su
independencia de Londres obtenida más de cuarenta años atrás obraba
como acica­te moral y político: “Si exceptuamos la cuestión sobre si
convenía declarar la independencia en 1776, tal vez jamás se presentó
a este pueblo otra más interesante que la relativa a la de Sudamérica,
con la que están tan unidos los destinos de este país. Porque sea cual
fuere la aptitud de los sudamericanos para abrazar los principios de la
libertad y para conservarla después de obtenida, sin embargo, son tan
numerosas las desventajas en que se hallan, y tan poco favorables sus
circunstancias que pueden abortar sus mejores esfuerzos, y no poderse
experimentar su aptitud para ser libres, si otra nación poderosa no los
ayuda, de modo que no dependan de sus propios recursos. Nuestra
reciente historia nos descubre en cuántas desventajas y angustias se
encuentra una colonia, que combate con su metrópoli, y como carece
de los medios y recursos, que solo son el fruto de una anterior y bien
dirigida independencia. La unión del pueblo es la causa de su país, el
desarrollo de sus recursos y facultades, y sus preparativos para defen-
derse de un enemigo exterior, siempre se reprimieron e impidieron por
la política colonial de todas las naciones; pero en ninguna parte con
más rigor que en Sudamérica. Nosotros recibimos hombres, armas y
municiones de la Francia, y los celos de las potencias continentales
europeas respecto a la Gran Bretaña nos aseguró los socorros y la pro-
tección de todas ellas; y no obstante, la lid de los norteamericanos fue a
las veces extremadamente crítica y dudosa. Las potencias europeas que
entonces nos auxiliaron para ser libres, se alegrarían ahora de vernos
esclavos miserables?”.
El fervoroso alegato del ignoto defensor de nuestros derechos
–acaso no tan ignoto, porque al fin y al cabo firmaba con el seudónimo
de Lautaro– remataba su escrito con una calculada reiteración de con-
ceptos, que no por ello deja de ser muy significativa: “En las actuales
circunstancias no pueden los verdaderos patriotas del Sud confiar en los
El periodismo porteño en la época de la independencia 123

poderes transatlánticos, ni esperar de ellos alianzas ni apoyo; porque


para los gobernantes de aquellas naciones todo esfuerzo por la libertad
es aterrante, y el nombre de patriota es detestado por todos (…). Por
eso los de Sudamérica vuelven hacia nosotros sus ojos implorantes y
afligidos”.
“Traigamos a la memoria las circunstancias exteriores de nuestra
revolución y comparemos nuestra lid con la de los patriotas del Sud, y
entonces séame lícito preguntaros ¿es cosa racional, prudente, liberal
y varonil ponernos de parte de la opinión que circulan los amigos de
los opresores con tanto suceso, de que los pueblos de Sudamérica no
son aptos para ser libres, meramente porque, al parecer, algunos de sus
esfuerzos fueron mal dirigidos, o porque a ve­ces abortaron? Las co-
yunturas actuales y la causa de Sudamérica despiertan por sí solas los
sentimientos más dulces y nobles de nuestra naturaleza; ellos com­baten
ahora como pelearon nuestros mayores por la libertad e independencia.
E­llos son hermanos nuestros; ¿y rehusaremos extenderles una mano
protectora?”
En su entrega del 1 de enero de 1818, el semanario porteño conti-
nuó con la reproducción de los documentos del estadounidense, quien
se planteó, rechazán­dola, la hipótesis de una eventual intervención
de países del Viejo Mundo pa­ra el caso de una colaboración estado-
unidense‑sudamericana. Y lo manifestaba en estos términos: “Parece
ocioso suponer que alguno de los poderes europeos se empeñe en una
guerra exterior por ahora y principalmente contra los Estados Unidos.
Todos ellos, exceptuada la Rusia, se hallan completamente debilitados
y exhaustos”. Al referirse a Gran Bretaña –generalmente considerada
la más po­tente de Europa– señaló no obstante que era una impresión
errónea, puesto que según él se encontraba muy desfavorecida. Y con-
tinuaba con otros ejemplos muy interesantes, porque permiten conocer
una visión de la época sobre el Viejo Mundo: “Fuera inútil hablar de
la Francia, de la Holanda y de la Italia, que no se sublevan por estar
oprimidas por las bayonetas británicas, rusas y austriacas. Se ha sus-
pendido el combate, mas los vencedores no se atreven a retirar sus
ejércitos del campo de batalla. Esta es una victoria en que el vencedor
se compla­ce en ver postrado al vencido; no le permite quejarse; y sin
124 Armando Alonso Piñeiro

embargo recela que vuelva a ponerse en pie. Muestra el vencedor una


alegría afectada, pero el es­píritu y fuerza que conserva el vencido, le
inspira el temor de que vuelva so­bre él…”. Poco más adelante el texto
adquiere mayor vigor, al considerar que “se ha hecho un proverbio
entre los aristócratas de América y de Europa que el pueblo de Francia
es incapaz de ser libre; que el pueblo de Holanda es ya in­capaz de ser
libre; que el pueblo de los Cantones suizos es incapaz de ser libre; que
el pueblo de Génova es incapaz de ser libre. Tenemos el dolor de oír a
muchos republicanos, no sólo que los franceses, pueblo el más bizarro
e ins­t ruido de la moderna Europa, sino que también los patriotas de
Sudamérica, to­davía no corrompidos, son incapaz de ser libres. Una
aserción como ésta era de es­perarse de la boca de un déspota europeo,
pero es absolutamente bárbara, ingrata y abyecta en los labios de un
americano. ¿Quién habría tenido la desvergüenza de decir a un Lafa-
yette y a los demás que pelearon al lado de Washington y es­tablecieron
nuestras libertades, que eran incapaces de ser libres? ¡La Francia
incapaz de ser libre cuando se necesitó de un millón de soldados para
abatirla, y ahora de miles de bayonetas asestadas al pecho para con-
servarla humillada! ¡Oh justicia! ¿Hasta cuándo la desvergüenza, la
ignorancia y la mala fe de los a­ristócratas y de los supersticiosos viles
prevalecerán sobre la razón y sobre los derechos del género humano?”.
Vale la pena detenerme en el hecho de que al final del párrafo trascrip-
to, el redactor del semanario haya puesto una llamada, que a pie de
página rezaba: “Es en verdad el extremo de la mala fe de la injusticia
atribuir a toda la masa de una nación la incapacidad, los defectos y
aún los crí­menes de algunos de sus individuos que a la mala suerte o
el torbellino de las revoluciones elevó al manejo de los negocios pú-
blicos. Lo es igualmente cul­par a un pueblo de haber hecho lo que no
era posible que dejase de hacer, aten­diendo al estado de servidumbre,
ignorancia e inexperiencia de que salía. En fin, es crueldad olvidarse
de las circunstancias críticas en que se halla una nación cuando da
ciertos pasos peligrosos, por verse desamparada y rodeada de peli-
gros o cuando incurre en desaciertos en cierto modo inevitables con
res­pecto a ella. ¿Porque un Robespierre fue sanguinario culparemos
de sangui­narios a todos los franceses? ¿Porque un general no se apro-
vechó de una victoria y malgastó un tiempo precioso, diremos que un
El periodismo porteño en la época de la independencia 125

pueblo es incapaz de ser libre? ¿Porque un ministro fue inepto, otro


intrigante, otro fue corrompido, diremos que un pueblo es incapaz
de ser libre? De este modo todas las naciones serán in­capaces de ser
libres. La república de Venezuela se perdió dos veces por la funesta
influencia de los supersticiosos y de los fanáticos; pero ¿qué tiempo
había tenido Venezuela para ilustrarse y para sacudir las cadenas de
la tiranía supersticiosa? Ya en Venezuela perdieron su influjo y crédito
los supersticio­sos y fanáticos, ya se sabe allí que no los animaba otro
espíritu que del inte­rés y ambición. ¿Y se dirá todavía que los venezo-
lanos son incapaces de ser libres? Los holandeses, en coyunturas muy
apuradas y tristes, anduvieron ofreciendo la corona de su país a varios
príncipes de Europa, y ninguno quiso ser rey de e­llos”.
La extensa nota a pie de página continuaba, pero es prudente inte-
rrumpirla aquí. La he reproducido simplemente para señalar el interés
de la prensa de aquella época por los asuntos generales que hacían a las
libertades de las naciones. Y cabe subrayar el hecho de que al citar a
determinados personajes extranjeros, la mira estaba puesta en algunos
similares de nuestro propio país, cuyos nombres sabían muy bien los
lectores. Era una forma indirecta, pero no por ello menos atinada, de
señalar los eventuales desvíos revolucionarios que a veces se registra-
ban en las Provincias del Sud.
Luego, al continuar la reproducción del documento firmado por
Lautaro, se trasluce que no todos los hechos franceses eran de la simpa-
tía tanto de los norteamericanos como de los sudamericanos. Por ejem-
plo, al señalarse “los deplorables resultados” de la Revolución Francesa
el anónimo articulista del Norte, exhortaba y conjuraba a sus compa-
triotas a seguir “una senda diferente, la cual no es fácil, hallándonos
tan distantes de la Europa”. Nuevamente aquí la obvia coincidencia del
semanario porteño con estas impresiones, puesto que son reproducidas
sin acotaciones, rechazos ni aclaraciones. A buen entendedor…
Pero de pronto surgen algunas disidencias del semanario argen-
tino con las expresiones del escritor estadounidense. Así ocurrió en
el número 122 de El Censor, correspondiente al jueves 15 de enero de
1818.
126 Armando Alonso Piñeiro

El tema en discusión radicaba en si era mejor que los Estados Uni-


dos reconocieran la independencia de todos los países que habían sido
colonias españolas a un mismo tiempo, o ir reconociéndolo territorio
por territorio. Y en este último caso ¿a quién debía darse la preferen-
cia?
El alegato incurre en una afirmación que el semanario tomó como
ofensa: “…Buenos Aires es una mera factoría de la Gran Bretaña”. En
ello, afirma El Censor, “se equivoca altamente, pues su puerto y mer-
cados están abiertos a todas las naciones, y los ingleses no gozan de
privilegio alguno todavía en el comercio”. Es posible que el adverbio
“todavía” haya inducido a dudar, tanto a los estadounidenses como a
los propios argentinos. Pero no se registran más explicaciones.
La discusión continuó días después, pero bajo un inesperado en-
foque diferente. El tema planteado era qué podía pasar si los Estados
Unidos ayudaran militarmente a algunas naciones centro o sudame-
ricanas a consolidar su independencia. ¿Sería capaz Gran Bretaña de
impedir esta intervención mediante una guerra con Washington? ¿Y
por qué esta hipótesis? Se consideraba generalmente que Inglaterra
quería impedir a toda costa el excesivo engrandecimiento comercial,
diplomático y militar que implicaría tal operación. El enigmático autor
escudado en el no menos enigmático mote de “Lautaro” consideraba
que un conflicto entre ambas potencias causaría un daño tremendo al
comercio británico. Y apuntaba: “La obstinada guerra de treinta años
en que la Gran Bretaña expendió sumas prodigiosas, la han dejado en
suma debilidad. Sus rentas están en condición desesperada; ya no pue-
de aumentar las contribuciones, porque ya son insoportables. ¿Cómo
podrá pues hacer la guerra a una nación como Norteamérica? De re-
sultas de la guerra anterior, de lo caro de los víveres en Inglaterra, peso
de los impuestos, aumento del precio del trabajo o de los jornales, el
pueblo se halla en suma miseria; los artesanos llevan fuera la industria
y las artes; todas las potencias han formado una coalición de industria,
perjudicial a la Inglaterra; en todas partes se va trabajando lo que ella
hacía antes solamente, y sus artículos se cargan de derechos, lo que es
resucitar indirectamente el sistema continental; el odio a la preponde-
rancia británica es muy conocido”.
El periodismo porteño en la época de la independencia 127

Hay datos interesantes y por lo general poco sabidos en esta expo-


sición. Por ejemplo, que la deuda nacional británica antes del conflicto
con Francia ascendía a nueve millones [no se especifica en qué moneda]
sólo en intereses. Pero en 1817 –año en que se escribían estos concep-
tos– el débito había crecido en cuarenta y cuatro millones, ahora sí
especificados en libras esterlinas, lo cual se deduce que la cifra anterior
también estaba graficada en la misma moneda.
Tales datos –y otros no menos significativos, como la cantidad de
indigentes en Gran Bretaña, el costo social interno, etcétera­– hacían
imposible que Londres se animara a declarar una nueva guerra, y
menos con un país en creciente desarrollo como lo eran los Estados
Unidos, en franco plan de expansión territorial y económica. Tampoco
ello significaba que Washington iba a apelar a una intervención militar
al sur del río Bravo, por cuanto también existía cierta desconfianza
–apenas nacida, pero en vías de aumento– sobre los objetivos últimos
de los Estados Unidos en caso de intervenir en las naciones centro o
sudamericanas.
¿Qué se entiende por rebelión?

El sábado 2 de mayo de 1818 El Censor se hizo eco de una breve


pero interesante polémica entablada entre un escritor español y el pe-
riódico de Baltimore Register de Niles.
La discusión estalló cuando el autor hispano, al hacerse eco de
los rumores internacionales sobre la probable declaración de guerra
de los Estados Unidos a España con el fin de auxiliar militarmente a
la independencia de las nuevas naciones hispanoamericanas, señaló
enfáticamente que “los Estados U­nidos no patrocinarán la causa de la
rebelión”.
El órgano estadounidense, bajo el título “¿Qué se entiende por
rebelión?”, afirmó –siempre en reproducción del semanario de Buenos
Aires–: “Que sea en nosotros política, en el actual fluctuante estado del
mundo, no ser los primeros en perturbar su temible calma, previendo
mayores tempestades que las anteriores, por solicitar de la España la
satisfacción de los agravios que ha rehusado a las más sinceras nego-
ciaciones, no es la cuestión que hoy hemos de examinar; haremos, sí,
algunas observaciones sobre el principio de la aserción citada. ¿Qué
es rebelión? Resistir a una autoridad legítima. ¿Cuál es autoridad
legítima? ¿Es, acaso, el derecho llamado divino, para gobernar a los
pueblos? ¿Qué es lo que dio nacimiento a la república de Estados Uni-
dos? La resistencia a la autoridad real, esto es, una rebelión. Con que
los que sacaron tantas venta­jas de la resistencia, los que por medio de
ella ocupan un lugar entre las naciones del mundo, los que en su in-
fancia perpetraron hechos dignos de eter­na memoria, y han llegado a
un estado de una prosperidad sin ejemplo, avanzan­do rápidamente a la
plenitud de la fuerza y del poder, ‘no patrocinarán la causa de la llama-
da rebelión’, esta fuente de su propia prosperidad y fama, ¿no mirarán
con afecto a los otros países que por los mismos medios puedan obtener
el mismo estado de libertad, seguridad e independencia –preferirán
130 Armando Alonso Piñeiro

la amistad de un Fernando VII a la gratitud de un mundo de hombres


libres? Ciertamente, el escritor de Madrid supone que nosotros hemos
olvidado nuestro o­rigen, o juzga que somos capaces de condenar la
generación anterior, que teniendo a Washington a su frente, se rebeló
contra la autoridad del rey de la Gran Bretaña. La causa de Sudamérica
con respecto a la España es la misma que fue la nuestra con respecto
a la Inglaterra: el caso es el mis­mo, mas porque tuvimos buen éxito,
la nuestra no se llama rebelión, sino revolución. La diferencia está en
que cuando nosotros tuvimos un motivo de queja, los de Sudamérica
tienen ciento y acaso mil”.
Luego, el texto penetra en vericuetos impensables: “Pero en cuan-
to a la rebelión, ¿no es cierto que Fernando fue rebelde contra el rey,
su padre? ¿Y es posible que los de su facción, que por la intriga y la
fuerza depusieron del trono a Carlos IV, llamen rebeldes a las colonias
americanas? Quisiéramos que nos dijesen si un derecho divino puede
ser abrogado por un acto humano, y cuáles son las circunstancias que
pueden alterar los decretos del Altísimo? Bien, pues todos los tronos
de la Europa se establecieron sobre revoluciones; por ellas han pasado
de una casa o dinastía a otra, como es constante por la historia, sin ex-
ceptuar a la ilustre casa de Brunswick, que ocupó el trono británico por
una rebelión, llamada revolución gloriosa por los escritores ingleses”.
El reconocimiento diplomático
de los Estados Unidos

Seguimos en 1818. Eran años difíciles porque a pesar de la reciente


declaración de la independencia, Buenos Aires deseaba y necesitaba el
reconocimiento diplomático de algunos grandes países, en particular
los Estados Unidos.
El Censor reprodujo con cierta fruición –e incluyendo por su
propia cuenta dos notas a pie de página destilando un tremendo rencor
por las aventuras del oriental Artigas– los debates de la Cámara de
Representantes de Washington en torno del envío a Sudamérica de
tres ciudadanos a fin de averiguar cómo estaba la atmósfera política y
militar en el cono sur. La discusión había tenido lugar el 2 de marzo,
leyéndose un comunicado del Departamento de Estado al respecto,
en el que se señalaba el pago de 30.000 pesos (es de imaginar que se
refería a dólares) para la misión.
Los enviados especiales eran César Augusto Rodney, Juan Graham
y Teodoro Bland, “tres ciudadanos distinguidos de E.U. y que gozan en
alto grado la confianza y estimación del presidente”. El representante
Henry Clay –un destacado político que presidió en varias ocasiones el
alto cuerpo e incluso fue varias veces candidato a la presidencia de su
país– manifestó que no tenía nada que oponer contra los comisionados,
sino que objetaba el monto de los gastos y honorarios al considerar
que el objeto de la comisión no era “lo bastante digno”. Vale la pena
reproducir algunos de sus duros conceptos. Si el fin era “informarse
del actual estado de los negocios en Sud‑América, este era el modo
más miserable que nadie podía adoptarse para adquirir tales noticias.
¿Qué modo es este que se ha adoptado? Se eligen y nombran tres ciu-
dadanos distinguidos, y su nombramiento e intenciones se anuncian
en los papeles públicos, meses antes de su partida, se declaran por el
mismo presidente y se hacen saber al mundo entero y parten con todo
132 Armando Alonso Piñeiro

el aparato de ministros públicos, de modo que la nueva de su misión


llega an­tes que ellos. Por tanto, en poniendo el pie en Sud‑América, los
han de rodear las facciones –los realistas, y los republicanos, y han de
solicitar preocuparlos en fa­vor de sus intereses respectivos, para extra-
viar su juicio e impedir que puedan dar noticias correctas del verdadero
estado de las cosas”.
Aunque el proceso era ya imparable –incluso, tengo entendido que
los enviados ya habían partido– y 1822, el año del reconocimiento for-
mal estadounidense de nuestra independencia, aún estaba lejano, mister
Clay tenía otras ideas sobra la primera parte del proceso diplomático:
“El camino que debió tomarse era enviar una persona incógnita, hom-
bre inteligente, silencioso, observativo e insinuante, que escondiendo
el objeto de su misión, lo viese todo, oyese a todos y nos lo refiriese
con fidelidad”.
Siguió luego un cambio de opiniones sobre la incorrección de todo
el procedimiento, que en lo formal no hacía al interés argentino de la
época. Y añadió más tarde otro parlamentario: “Pregunto si no es ne-
cesario y conveniente que el gobierno tenga noticias exactas del estado
actual de Sud‑América. Pues estas noticias solo podían obtenerse o por
las gazetas o por agentes enviados para el caso; en las vagas e inse-
guras relaciones de los periódicos no puede confiarse, y los emisarios
secretos, debiendo ser americanos por la importancia del negocio, se
exponían a ser descubiertos y encarcelados en las provincias españolas,
suerte que han sufrido muchos americanos”.
A continuación se planteó otro debate: ¿Cuáles eran los territo-
rios que formaban el estado o nación que había de reconocerse? Al
señalarse que el país cuyo reconocimiento estaba en estudio tenía que
ser el anteriormente conocido como Virreinato del Río de la Plata. Y
aquí surgió un tema espinoso: ¿el Virreinato no incluía a Montevideo
y los territorios ocupados por los portugueses? Los representantes en-
tendían que éstos se encontraban bajo el gobierno del general Artigas,
mientras que otras provincias aún estaban bajo el dominio español. El
peligro fincaba en que reconocer a Buenos Aires podía abrir la misma
exigencia por parte de otros territorios, en clara alusión a Montevideo,
o más precisamente a la Banda Oriental. Es aquí donde aparece el ácido
El periodismo porteño en la época de la independencia 133

comentario del periódico porteño, revelador de las tensiones políticas


que se vivían por entonces en ambas costas del Río de la Plata. La nota
a pie de página especificaba “los atrasos, daños y perjuicios que han
ocasionado a la causa de la independencia las disensiones, la obstina-
ción y pertinacia de D. José Artigas. Prescindiendo de esta ocurrencia,
¿a quién, sino a Artigas se debe la agresión portuguesa de la Banda
Oriental? Y aún no le bastaba haber, por medio del vandalage, hecho
retrogradar aquel hermoso país a la barbarie, y casi reducídolo a un
desierto, destruyendo la agricultura, la industria, el comercio, la civi-
lización y aún los usos y costumbres propios de los seres ra­cionales, y
haber inutilizado y disminuido gran parte de los recursos de la patria,
sino que su corazón inhumano respira un odio infernal contra el pueblo
argentino, contra el defensor por excelencia de los derechos patrios.
Y sin embargo, ¿será creíble que en periódicos de Norteamérica se
insertan cartas escritas desde Bue­nos Aires, que aseguran que D.
José Artigas es el único patriota que hay en Suda­mérica? (…) ¡Oh! la
conducta de Artigas es muy obscura, sus intenciones equívo­cas, y sus
pasos demasiado dudosos. Este es un Minotauro que no se sabe a qué
clase y naturaleza pertenece”.
El agrio comentario editorial se complementaba con una última y
más breve nota: “Ni Artigas ni provincia alguna ha disputado a Buenos
Aires todo el virreinato del Plata, como es notorio. Artigas, si acaso
hay algún sistema en sus pretensiones, parece que pretende hacerse
independiente del mundo entero y esto sin recursos, sin auxilios, sin
hombres, sin numerario, sin oficiales, sin talento, sin luces, sin Dios y
sin conciencia”.
El Censor reconocía con honradez que el tema del reconocimien-
to diplomático aun estaba lejano. Faltaban, insisto, cuatro años para
ello. Y el semanario argentino señalaba los múltiples problemas de
Washington, que no sólo debía lidiar con las dificultades propias de un
eventual reconocimiento, sino también con la tirante situación de los
estadounidenses con España.
Esta última estaba dispuesta a ceder a los Estados Unidos la Flo-
rida, pero como compensación exigía otro territorio similar, a lo que
134 Armando Alonso Piñeiro

el país del Norte se negaba tenazmente, y por lo visto con bastante


razón.
Dentro del territorio estadounidense existía, por otra parte, una
corriente adversa a los excesivos cuidados de Washington, como lo
demostraba un severo artículo aparecido en el Columbian, de Nueva
York, y que el semanario porteño reprodujo con fruición. Se aludía a
“la general apatía y falta de sensibilidad que se ha manifestado en Es-
tados Unidos desde que empezó la revolución del Sud. Que esta falta
de sentimientos se notase en los dominios del emperador de Rusia, o
en la Turquía donde un inexorable despotismo se pasea sobre las ceni-
zas de los santos y mártires de la libertad, no fuera de admirarse; pero
que una tal frialdad y estupidez aparezca en el país de la libertad, en
medio de un pueblo que acaba de romper sus cadenas, y de gozar las
bendiciones de la independencia y soberanía, es materia de asombro
y forma un fenómeno en la histo­ria política de las naciones. ¿Quién
puede haber olvidado aquella alegría des­templada y aquellos regocijos
disgustantes con que en varios puntos de nuestra patria se celebró el
triunfo de los aliados sobre Napoleón? ¿Y aquello qué era sí no que
pasaban los pueblos de una tiranía a otra tiranía? Cuando la antigua
España, sumida en la corrupción y el abatimiento por un sistema opre-
sivo que no hay fuerzas para describir, cuando la antigua España se
levantó en masa contra las armas francesas para restituir a Fernando y
la inquisición para restablecer los grillos de la servidumbre, ¿quién ha
olvidado los brindis, las canciones del pueblo de Norteamérica sobre
aquel gran motivo? Entonces la Inglaterra auxiliando y armando a la
Europa en favor de ella misma para dominar los mares, dio el tono a
aquellas miserables alegrías sobre la emancipación de la España, vo-
ciferando la libertad de la Europa y la balanza de las potencias. ¡Pero
qué contraste! Cuando nuestros hermanos de Sudamérica, después de
gemir por tres siglos en una esclavitud que se hace increíble, y que
movería las entrañas de un Nerón y de sus secuaces en el arte del des-
potismo; después de sufrir por tanto tiempo un sistema gubernativo
que aniquilaba todos los privilegios civiles y religiosos, que apagaba la
antorcha de las ciencias e impedía todas las mejoras; que difundía una
noche de soledad y servidumbre sobre las porciones más hermosas de
El periodismo porteño en la época de la independencia 135

la creación; cuando nuestros hermanos del Sud se levantaron como un


gigante del sueño y asaltaron los baluartes de la tiranía, ¿cuáles fueron
nuestros regocijos, cuáles nuestras fiestas públicas, cuáles nuestras
acciones de gracias al Todopoderoso? Los patriotas aparecen como los
héroes de nuestra revolución; cercan el pabellón de la independencia
y derraman su sangre como hicieron nuestros mayores en los campos
de Lexington, Bounkerhill y Monmouth; ellos confían al Cielo y a su
espada la vindicación de sus derechos, y nosotros con una insensibili-
dad fría, brutal y degradante, vemos esta contienda por la libertad, que
sucede a nuestras puertas y casi a nuestros ojos”.
El artículo era sumamente extenso, y el semanario porteño se
complacía en su reproducción, pero incluso tuvo la honradez de omitir
algunos párrafos, con esta breve y reveladora aclaración a pie de pági-
na: “Se han omitido algunas expresiones demasiado duras”.
En su edición siguiente –correspondiente al sábado 20 de junio
de 1818– El Censor tuvo el acierto de difundir una nota publicada por
el Patriot Advertiser, de Baltimore, que curiosamente estaba dirigida
al periódico de Buenos Aires. Como la nota original del colega esta-
dounidense concluía con un breve pe­dido –“Tened la complacencia
de insertar esto en vuestro periódico”– el inter­cambio se convirtió en
una polémica, altamente interesante porque versaba so­bre la libertad
de prensa –a la sazón llamada “libertad de imprenta”– y los re­gímenes
políticos de ambas naciones.
El Avisador Patriótico –así tradujo, correctamente aunque no
sé si con ironía nuestro semanario– comenzaba generalizando de la
siguiente forma: “Sabedo­res de la influencia omnipotente de la prensa,
los déspotas tuvieron siempre de costumbre encadenarla, y por eso solo
en este gobierno, donde únicamente es libre el pueblo [subrayado en el
original] existe la libertad de la imprenta; tan cierto es que lo uno es
consecuencia de lo otro, y están unidas tan inseparadamente como la
vida y la circulación de la sangre en el cuerpo animal”.
La publicación de Baltimore advertía la falta de libertad existente
tanto en la Argentina como en Chile, donde nada podía publicarse
“que sea contrario a las miras del Supremo Director”. Ello parecía
incompatible con el propósito declara­do pero todavía no concretado
136 Armando Alonso Piñeiro

del gobierno de Washington en reconocer la inde­pendencia de nuestro


país. ¿Por qué? Pues que llegaban algunos personajes al país del Norte
denunciando “las prisiones arbitrarias de los ciudadanos, la apertura de
la correspondencia y pruebas numerosas de las violencias y poder ar-
bitrario del Director, que igualan todo cuanto se halla en los anales del
despotismo de Robespierre. La libertad personal depende únicamente
de la voluntad del Direc­tor. Basta que se sospeche de que un hombre
no es amante del gobierno para que, sin forma de acusación y menos
de un juicio imparcial, sea por la mera voz del Director arrastrado a las
prisiones y transportado a alguna parte del mundo”.
En estas sibilinas quejas se filtraba la verdad escondida: que los
Estados U­nidos no podían reconocer a un país en el que no rigiese la
estructura pública y privada del país del Norte. “Para nosotros –se
afirmaba algo más adelante– es de poca consecuencia que tiranice al
pueblo un Fernando VII o un Pueyrredón, un Juan VI o un general
San Martín”.
En la parte final se reconoce otro temor de quienes estaban detrás
del sema­nario estadounidense: “El entusiasmo por la causa de los
patriotas de Sudamérica creció con una rapidez que amenazaba supe-
rar todas las barreras –vuestra flota ya estaría transportando tropas a
Lima, y llevando la libertad al Perú–, las potencias europeas exhaustas
y ocupadas en contener a sus propios vasallos, no podrían, aunque lo
quisiesen, interrumpirnos –pero la persecución del bizarro Carreras,
que sabéis se había consagrado a la libertad de su país– y la relación
de los procederes más despóticos de que abundan todas las cartas de
Buenos Aires y de Chile, han extinguido aquel interés y entusiasmo;
vuestros mejores amigos empiezan a perder la esperanza…”.
Tal era el temor al que me referí anteriormente. En realidad,
Washington estaba preocupado por la flota argentina que “ya estaría
transportando tropas a Lima” lo que implicaba una extensión del poder
de Buenos Aires a buena parte de Sudamérica. Además, la mención
de Carreras descubría un nuevo entretelón: los hermanos Carreras,
los díscolos trasandinos, operaban en Estados Unidos para impedir el
reconocimiento diplomático norteamericano.
El periodismo porteño en la época de la independencia 137

El Censor no tuvo reparos en contestar el disfrazado ataque en la


misma edición, la que seguiría en las semanas sucesivas. Comenzaba
diciendo que la mera reproducción del artículo iniciador de la polémica
probaba la existencia de la libertad en Buenos Aires. En tono que hay
que reconocer agresivo, acusaba a su colega extranjero de no proceder
de buena fe, “ni es esta la primera prueba que nos dais de vuestras ma-
las intenciones y de vuestro poco juicio. Sabed que todo lo esperamos
de la libertad de escribir, y más que de esto, de la libertad de leer, que
la ley patria nos concede; pero no somos tan insensatos que vamos a
buscar la ilustración ni la moral en los folletos insustanciales, ligeros y
desvergonzados de los escritores parásitos”. Acusaba luego al Patriot
Advertiser de estar pagado por terceros: “No así en Buenos Aires,
donde los escritores tienen buen cuidado de no prostituirse, porque el
espíritu público se halla montado en un pie de decencia y delicadez que
no permite los desahogos brutales que se observan en otras partes”.
Que cada país se adapte a las características institucionales de la
nación a cuyo reconocimiento diplomático se aspiraba “es un despro-
pósito singular, y supone un amor propio intolerable. El régimen de los
Estados Unidos puede ser el más conveniente para aquellos Estados
–no queremos disputarlo–, pero pretender que sin aquel régimen no
pueda haber felicidad en parte alguna del globo, es la pretensión más
quijotesca y ridícula que pudiera ocurrir”.
Y con respecto a la mención de Carrera, el semanario porteño acla-
raba sin ambages: “Vos no hacéis caso sino de las cartas que puedan
convenir a vuestros fines. Carrera, sin dejar de ser patriota, puede ser
perseguido con justicia, y yo sé que se está trabajando [en] el extracto
de la causa que se formó a sus hermanos para castigarlos, y en ella
veréis la rectitud con que ha obrado el gobierno. Es un impostor el que
asegure no haber libertad y seguridad individual en Buenos Aires (…)
Escribid, que los amantes del orden os desprecian”.
Resulta muy significativa, a 190 años de distancia, la equiparación
que ha­cía el periódico porteño de los procesos independentistas de
ambos países. Con un estilo ora elogioso, ora despectivo, decía: “Los
Estados Unidos, que pueden preciarse de la felicidad de su triunfo, y
que a cada paso se nos presentan co­mo ejemplo que debemos imitar,
138 Armando Alonso Piñeiro

no tenían, según el propio testimonio de su historia, a los ocho años


y mucho después, ni la sombra de nuestro poder y prospe­ridad, ni sus
magistrados eran mejores ni más patriotas puesto que hasta congresales
se pasaban a las banderas enemigas, ni los partidos y aspiraciones e­ran
menos violentas pues que no perdonaban la virtud y la fama del gran
Washing­ton, contra quien conspiraron muchas veces, ni el ejército es-
taba montado en me­jor pie, pues se disolvía a discreción de los mismos
soldados. Nosotros no he­mos contraído como ellos deudas exteriores,
y aún la pequeñísima interior la es­tamos pagando, lo que prueba hasta
la evidencia un manejo infinitamente más pu­ro y más ordenado del
tesoro nacional”.
Cuesta creer ese ataque frontal del periódico de Buenos Aires a
su colega estadounidense, especialmente porque revela algunos hechos
poco conocidos en Sudamérica de las dificultades de los Estados Uni-
dos durante los primeros años de su emancipación. Pero así fue.
En la Cámara de Representantes, eran varios sus miembros que es-
taban a favor del reconocimiento diplomático en cuestión. Uno de ellos,
Johnson –representante de Kentucky– sopesó los pros y los contras del
problema. Pero en definitiva, reconocía “el derecho de Sudamérica a
la independencia: su distancia de Europa, la naturaleza e interés de su
suelo y límites –el carácter de sus habitantes– todo conspira a mani-
festar que jamás estuvo destinado por el cielo que estuviese sujeta a la
dominación de gobernantes europeos, sino que como nuestro amado
país, se hiciese algún día el gran santuario de la libertad y el asilo de
los perseguidos. Oponerse a este destino sería un paso tan inútil como
impío e impolítico. El gobierno de los Estados Unidos se ha distingui-
do por su justicia, moderación y pacífica política. Debemos conservar
este carácter, y no separarnos de esta conducta. Seamos cautos, pero
resueltos; no precipitados ni tímidos, sino varoniles y prudentes. Nada
hagamos que pueda infringir los derechos de otros; pero no temamos
las consecuencias de cumplir nuestras obligaciones. Ellos se hallan
como nos hallamos nosotros al tiempo de nuestra revolución, si bien
nos acordamos de la historia”.
A partir del 22 de agosto (siempre de 1818) El Censor iba publican-
do número a número las alternativas del debate parlamentario, que a
El periodismo porteño en la época de la independencia 139

pesar de algunas objeciones se inclinaba mayoritariamente por aceptar


el reconocimiento. De esta manera los argentinos estábamos informa-
do detalle a detalle sobre las distintas posiciones del gobierno y de la
oposición dentro del país del Norte. No era poco para la época, si bien
es cierto que el problema resultaba fundamental para la Argentina. Pero
es preciso subrayar la precisión, el interés y la cuidadosa reproduc­ción
del periodismo de aquel tiempo por lo que ocurría en el exterior.
Prácticamente en la parte final del debate, el ya citado Henry Clay
tuvo la virtud de resumir el problema y aportar las posibles soluciones.
He aquí el sintético razonamiento: “En nuestra Constitución hay tres
modos de reconocer a una nación: el 1º, por el Ejecutivo, recibiendo
un ministro enviado por ella; 2º, remitiendo un ministro a ella; 3º
el Congreso tiene derecho de reconocerla, en ejercicio de su poder
constitucional, o de reglar el comercio extranjero. Recibir un ministro
de una potencia extranjera es admitir que quien lo envía es soberano
e independiente. Lo mismo se entiende de remitir un ministro, como
que jamás se envían ministros sino a las potencias soberanas, y así esto
importa un reconocimiento de la independencia del poder acerca del
cual se remite un ministro. Yo lo que deseo (es mi moción) es que se
manifiesta al Presidente nuestra voluntad de que el gobierno de Bue-
nos Aires sea reconocido; que se haga esto recibiendo o remitiendo un
ministro, no es cosa de substancia. Se opone que sería impropiedad
remitir alguno, no estando ciertos, después de lo que ha pasado, de que
sea allí recibido; pero esta es una de las cuestiones que se sujetan a la
discreción del Presidente, y que determinará, pesadas todas las circuns-
tancias, y cuando entienda que nuestro ministro ha de ser debidamente
respetado”.
Los discursos habían logrado su objetivo: clarificar el tema y
postular el reconocimiento diplomático de las entonces Provincias
Unidas. A tal punto, que la Cámara de Representantes unificó todas
las opiniones con una mayoría abrumadora, puesto que uno solo de sus
miembros opinó en contra.
Tucker, otro de los integrantes del cuerpo legislativo, aportó lo suyo:
“Por ahora juzgo conveniente prevenir que Mr. Clay dijo en la sesión del
28 de marzo que sin embargo de la diversidad de opiniones, que se ha-
140 Armando Alonso Piñeiro

bían manifestado durante el debate, todos los miembros de la Cámara de


Representantes, exceptuando uno solo, habían reconocido la justicia de
la causa de los patriotas, y admitido que la lid de Sudamérica debe tener
en favor suyo los mejores sentimientos del corazón humano. Insinúa Mr.
Clay que muchos que han escrito contra la revolución de Sudamérica, han
vendido su pluma al ministro español residente en Estados Unidos, o a
algún comerciante que tenga licencia del rey y privilegio para comerciar
con Lima; porque él está informado que existen tales licencias concedidas
a comerciantes, y que no ignora de qué modo. (Aquí Mr. Clay zahirió con
gracia a Mr. Smith, de Maryland, comerciante y opuesto al reconocimien‑
to de nuestra independencia). [Toda esta frase subrayada en el original].
A los señores, continuó Mr. Clay, así privilegiados para comerciar con las
provincias españolas de América bajo la autoridad real, el reconocimiento
de la independencia los privaría de dicho monopolio”.
La revelación del representante Clay resulta sumamente intere-
sante, porque denunciaba por primera vez el verdadero entretelón de
algunos intereses tanto estadounidenses como españoles en oponerse
al reconocimiento diplomático de las nuevas naciones sudamericanas.
Este tema, apenas o nunca tratado en la historiografía argentina, re-
marca la importancia de la prensa porteña, fuente inagotable de tales
descubrimientos políticos y mercantiles.
Voy a concluir este capítulo con un incidente desconocido, rati-
ficatorio de muchos de los razonamientos antes expuestos. Incidente
del cual, por supuesto, se hizo eco El Censor en su entrega del 21 de
noviembre, extractando un artículo que apareciera en el National Ad‑
vocate, de Nueva York, tres meses atrás.
La nota se refiere a un comandante Taylor, “benemérito oficial del
gobierno de Buenos Aires que accidentalmente se hallaba de paso en
esta ciudad [Nueva York] … arrestado por orden del juez Livington a
solicitud del cónsul de Es­paña, por haber aprestado un buque español
[en] las inmediaciones de Cuba.
“El día que debían presentarse en juicio las partes –continuaba el
periódico, puntillosamente reproducido en Buenos Aires–, el cónsul
representado por su hijo, el procurador rehusó hacerle más cargos en
aquella causa, por lo que el juez pasó a evacuar otras pendientes de di-
El periodismo porteño en la época de la independencia 141

ferentes individuos; pero no dejando por esto de exigir del comandante


Taylor una fianza de noventa mil pesos.” La cifra despierta perplejidad,
porque tratándose de un juicio en tierra estadounidense y ratificada
por un periódico de aquel país, debería haber estado en dólares, pero
se trata de una cifra increíble para la época. Si fuera, efectivamente
en pesos, tampoco se entiende la cita de una moneda extranjera, que
también de ser cierta resultaba altamente sorprendente.
Pero dejando de lado la anécdota monetaria, vuelvo a la publica-
ción del país del Norte, que afirmaba: “Esta es la segunda vez que los
más beneméritos patriotas del Sud de América han sido arrestados
a solicitud de un agente de Fernando VII. El pueblo no ignora que
nuestra jurisdicción no se extiende a los casos de quejas &c. [sic] entre
el gobierno español y los gobiernos independientes de la América del
Sud, y por consiguiente el objeto de estos arrestos está claro, y es el
de entorpecer los progresos de la independencia en aquella parte del
mundo, entorpeciendo los de sus armas con los de sus oficiales, o bajo
pretextos frívolos exigiendo de ellos enormes fianzas, con lo que ade-
más denigran nuestras leyes, haciéndolas cómplices (contra su espíritu
verdadero) en proyectos de opresión”.
Seguidamente la publicación neoyorquina entraba en el fondo del
problema, desnudando la falta de neutralidad del gobierno estadual, o
federal según correspondiera: “Es tiempo ya que se acaben estas co-
sas: el comandante Taylor ha sido ciudadano de Sudamérica 15 años.
Siendo uno de los que dispararon los primeros cañonazos a favor de la
independencia de ella. Creemos no sea hijo de este país, luego entonces
¿por qué ha sido arrestado y probablemente encarcelado a instancias
del cónsul español? De consiguiente, por lo dicho se infiere que no
estamos neutrales, relativamente a la España y las colonias; nuestras
leyes están hechas para operar contra los patriotas; si se supone que hay
un buque armado por ellos, este es tomado o embargado de orden del
cónsul español. ¿Debemos acaso a la España algún favor o protección
exclusiva?”.
La defensa de la soberanía rioplatense iba aún más allá: “¿Por
qué no se trabó embargo o impidió la salida al navío Regulus, buque
hermoso armado por el gobierno español, y que ahora probablemente
142 Armando Alonso Piñeiro

estará acechando a cualquier buque que suponga sea pertenencia de


los patriotas? La verdad sin rebozo es que para impedir que nuestras
leyes se inclinen a favor de la España es necesario que reconozcamos
la independencia de aquellas provincias del Sud de América que son
independientes y dispensemos protección a sus oficiales y represen-
tantes, no abandonándolos al capricho de un cónsul de Fernando VII,
humillando o arreglando nuestras instituciones enteramente en confor-
midad con sus ideas”.
Estado de la salud pública

Formidable muestrario de los problemas de la época, la prensa


los reflejaba con crudeza. Ello permite, a casi dos siglos de distancia,
enterarnos de cómo era la situación porteña en los más variados rubros,
pero especialmente en lo que hacía a la salud pública, la educación, las
relaciones exteriores, las costumbres populares y hasta comentarios en
torno de personajes importantes de su tiempo, importancia que se fue
acrecentando con el correr de la historia.
Así, existían en Buenos Aires en 1818 dos hospitales “para los
pobres enfermos”, decía El Censor. Además, estaba también el de la
Residencia, pero era un hospital militar. En cuanto a los dos primeros
se llamaban de Santa Catarina –destinado exclusivamente a hombres
y sostenido por los betlemitas– y San Miguel, obviamente para muje-
res. El Santa Catarina contaba con una sala principal que albergaba
cuarenta camas. Otras tres o cuatro salitas disponían de un total de 84
camas. Puntualizaba el semanario porteño con cierto tono de crítica:
“Cada cama está enteramente descubierta, sin alcoba, ni cortinas. En
esta se coloca toda clase de enfermos, sea cual fuere la enfermedad que
padezcan. En cada sala se hace todo al descubierto. Actualmente hay 48
enfermos y 19 infelices asilados, porque no hay todavía algún hospicio,
algún asilo para ancianos, desvalidos, &c. Tampoco hay hospital para
locos y dementes [no se entiende bien qué diferencia podía haber en
estas dos clasificaciones]. Por otra parte, el edificio es ruinoso, húmedo,
poco ventilado. Tiene 12 religiosos. Muchos de los asilados viven en
los cuartos de los religiosos”.
A su vez, el Hospital de San Miguel disponía de cuatro salas con
sesenta y dos camas, y evidentemente difería del masculino: “Este
hospital está a cargo de una sociedad o hermandad de personas piado-
sas, que nombra al administrador. Cada cama tiene su alcoba con sus
cortinas, cual conviene a la decencia y a la comodidad y abrigo de las
144 Armando Alonso Piñeiro

enfermas. Hay buenos alimentos, cuidadosa asistencia; todo respira


caridad y religión bien entendida”.
Este comentario corresponde al 24 de abril de 1817, pero poco más
de cuatro meses después una memoria presentada por el profesor de
medicina Juan Antonio Fernández dirigida a la Municipalidad porteña,
hablaba de otros dos hospita­les: el de Belén y el Caridad, de manera
que no puede confiarse en la veraci­dad de la primera publicación. Por
el documento de dicho médico es posible en­terarse de la situación
miserable que se vivía en aquella época. Explicaba el profesional que
no teniendo aquellos establecimientos “capacidad bastante ni el nú-
mero de camas necesario para recibir a las personas miserables que
ocurren a curarse, son innumerables los enfermos pobres que privados
de este único recur­so se ven reducidos a la dura necesidad de sufrir
sus dolencias en el estre­cho recinto de sus casas, donde una miseria
espantosa redobla la aflicción y pa­decimientos de esta infeliz porción
de la especie humana”.
Como señalaba a continuación el profesor Fernández, la situación
se agravaba día a día por la imposibilidad material de esos enfermos
en adquirir los medicamentos indispensables para su tratamiento.
“…ha sufrido mi sensibilidad –explicaba– el mortificante desconsuelo
de ver agravarse las enfermedades, a causa de que no pudiendo estos
miserables pagar el costo de las recetas, cuando ocurren por ellas a las
boticas, aún llevando la nota de ser pobres de solemnidad, se les con-
testa cruelmente con una repulsa desdeñosa, resultando de esta fatal
indolencia la muerte de algunos de ellos”.
Este documento resulta interesante en la medida que descubre
una obligación por parte de los antiguos farmacéuticos porteños: la de
despachar medicamentos gratuitamente a aquellos certificados como
pobres por el facultativo correspondiente.
Decía pues el memorial: “Parece increíble que en la época de la
liberalidad, de la filantropía y de las luces hayan podido realizarse
estas tristes escenas en el pueblo más civilizado de las provincias del
Sud; pero es un hecho, Sr. Exmo., que muchos de estos infelices pere-
cen frecuentemente por no tener cómo costear los medicamentos que
necesitan, y debían franqueárseles gratuitamente. Con dolor he sido
El periodismo porteño en la época de la independencia 145

alguna vez triste espectador de esta desgracia, sin que haya estado a
mis alcances remediarla”.
Sigue siendo revelador el estado de la salud pública en las frases
siguientes: “Más siendo un deber de los boticarios el dar gratuitamente
los medicamen­tos para los pobres de solemnidad, así como de los mé-
dicos el asistirlos sin re­compensa, conforme al juramento que prestan
unos y otros al ingreso en el oficio, yo creería hacerme responsable ante
Dios, ante la humanidad y ante la pa­tria, si por miramientos indebidos
dejase de denunciar ante V. E. la crimi­nal indolencia de los primeros”.
Señalaba con franqueza que algunas boticas –tres, para mayor exac-
titud, a las que cita con sus denominaciones– en efecto cumplían con
su deber, pero no así la mayoría. Evidentemente, el médico justamente
quejoso buscaba que se cumpliera la ley, con argumentos difíciles de
refutar: “A V. E. no se oculta cuán crecido es en esta ciudad el número
de personas miserables, a quienes no alcanzándoles el escaso fruto de
su trabajo, ni para proveer a las primeras necesidades de una existencia
penosa, serán sin re­curso víctimas de su indigencia en las enfermeda-
des que les asalten, si la pie­dad de V. E. no interpone en su obsequio su
brazo fuerte y bienhechor, obligando a los boticarios por punto general
a que les ministren gratis los medicamentos necesarios, bajo las penas
que V. E. gradúe bastantes, para hacerlos cumplir la obligación, bajo la
cual fueron admitidos a este oficio lucroso. Tenga V. E. la dignación de
oír por mi voz los clamores de tanto desgraciado, a quienes su misma
extremada pobreza los condena a sufrir un doble cúmulo de miserias
y en­fermedades, y haciendo un honroso deber de proveer a su alivio
quiera V. E. dar esta prueba más de los sentimientos filantrópicos que
lo caracterizan”.
Curiosamente, para lo que siempre se ha creído pesada burocracia
poscolonial –en obvia herencia del dominio español– sólo cuatro días
más tarde el petitorio tuvo respuesta, con la firma del síndico Manuel
Pinto.
“A la vista de esta representación –escribía el funcionario–, se lle-
na de placer por los sentimientos nobles que demuestra este profesor, y
se horroriza de la inhumanidad de algunos boticarios. El es un particu-
146 Armando Alonso Piñeiro

lar digno del celo de V.E. por el bien de los ciudadanos, especialmente
de esta clase miserable, por cuyo alivio reclama el profesor.”
El documento otorga total beneplácito a la solicitud y preocupación
de Pinto: “Los boticarios, a más de las sagradas leyes de la humanidad
y de la religión, tienen un deber a la suministración de medicinas a todo
pobre de solemnidad para cuya clasificación es bastante el atestado del
profesor asistente. El síndico juzga preciso que V.E. convoque para el
primer acuerdo a todos los boticarios, y que dando las gracias a nombre
del pueblo a los que se han conducido con tan laudable humanidad y
religión, se prevenga a los demás la obligación en que están para despa-
char prontamente toda receta que vaya con la credencial del facultativo
de ser para pobre: y que no haciéndolo serán multados prudencial-
mente a beneficio del paciente de quien sea la receta. Que sin per­juicio
de trasladar al Protomedicato el acuerdo para que sirva celar su cum­
plimiento, se anuncie al público por medio de la prensa el deber de todo
boticario, el justo aprecio que han merecido a V. E. los que despachan
las bo­ticas de Marengo, Bravo y Escalada [precisamente las citadas
por el doctor Fernández como fieles cumplidoras), y el representante
profesor, que también deberá ser citado al acuerdo, para significarle la
gratitud pública a que se ha hecho acreedora su plausible comportación,
que igualmente se insertará en la prensa para su satisfacción y para un
noble estímulo a los demás profesores en esta parte”.
Finalmente, diez días después concluía el trámite con un decreto
firmado por Juan de Alagón, Riglos, Riera, Santa Coloma, Arriola y
González, refrendado por el escribano público y de Cabildo, el licen-
ciado Justo José Núñez.
Para concluir con este acápite, el jueves 23 de octubre de 1817 el
semanario publicaba una carta abierta firmada por el licenciado Justo
García y Valdez, que ratifica los sentimientos benévolos de gran parte
de la ciudadanía, aunque también cierta morosidad por parte del Estado
en cumplir con sus obligaciones.
El periodismo porteño en la época de la independencia 147

Decía el texto: “El Protomédico jubilado Dr. D. Miguel Corman


[¿Miguel O’Gorman?]1 se halla postrado en cama a la violencia de
achaques habituales sufriendo todos los horrores de la miseria. La ca-
ritativa y generosa conducta que por más de 30 años ha observado en
el ejercicio de su profesión, no le ha permitido hacer capital, y como el
sueldo que disfruta sufre enormes demoras por las preferentes atencio-
nes del Estado, es siempre irremediable su indigencia. Las bellas cali-
dades de este anciano venerable y el honor de nuestra profesión exige
las más grandes consideraciones; en esta virtud se me ha ocurrido abrir
una suscripción de la moderada cantidad de dos pesos al mes, limitado
solamente a los facultativos de medicina y cirugía; y para proporcionar
al agraciado un pronto socorro y evitar la cobranza todos los meses,
he resuelto entregar al dador de ésta, y apoderado de aquel D. Joaquín
Correa Morales seis pesos correspondientes a octubre, noviembre y
diciembre, cuya operación deberá repetirse cada tres meses. Yo cuento
con el sufragio de V. para esta obra digna de las almas sensibles”.

1
Me parece indudable que se trata de Miguel O’Gorman, de origen irlandés,
habiendo estudiado medicina en Reims y en París. Fue el primer médico real del
Virreinato.”… acompañó a Pedro de Ceballos al Río de la Plata (1777) en carácter
de médico (Protomedicato) fundado por el virrey Vértiz; el Dr. O’Gorman introdujo
formas preliminares de vacunación y otros tratamientos para la viruela y estableció
un hospital para aislamiento a cierta distancia de la ciudad; la adopción de nuevas
medidas permitió a las autoridades afrontar con mayor fortuna la epidemia de viruela
en la década de 1790; luego de haber sido introducidas en Buenos Aires las vacunas
Jenner en 1805, el Dr. O’Gorman difundió instrucciones explícitas para su adecuado
empleo en el virreinato; colaboró con Cosme Argerich en la fundación de la primera
escuela primaria de medicina, donde ejerció la docencia y elaboró con él los primeros
proyectos de medicina preventiva; mantuvo su posición médica hasta su retiro en 1816;
no tomó parte en los acontecimientos políticos que siguieron a la Revolución de Mayo,
pero fue uno de los primeros en ofrecer sus libros y su ayuda a Mariano Moreno, para
el proyecto de biblioteca pública; murió en Buenos Aires” (Ione S. Wright y Lisa M.
Nekhom, Diccionario Histórico Argentino, Emecé Editores, Buenos Aires, 1978, pp.
547/548).
Un censo significativo

La prensa porteña dio a conocer en abril de 1817 el resultado del


censo rea­lizado dos años antes. Éste había sido concretado por la poli-
cía de los trein­ta y tres cuarteles existentes en la época.
El número total de habitantes de Buenos Aires, “incluyendo ex-
tranjeros y las gentes de color” –según la puntillosa aclaración– era de
50.999. Si se recuer­da que en 1810 la ciudad contaba con cuarenta mil
habitantes, es interesante ve­rificar que la población había aumentado
en más del veinticinco por ciento en sólo un lustro.
Pero el catastro no se limitaba al número de habitantes, sino que
ofrecía datos significativos de sueldos y escuelas. Los colegios de pri-
meras letras “dotadas y dirigidas por el Exmo. Cabildo de esta capital
con el número de sus alumnos y gastos anuales”.
La clasificación escolar se dividía en escuelas de primeras letras
y escuelas primarias. El siguiente cuadro grafica la situación de las
primeras:

Sueldos de maestros y
Escuelas Alumnos
alquiler de las casas
Catedral con ayudantes 1.826 150
Monserrat 692 114
Concepción 600 59
San Nicolás 600 130
Piedad 864 130
Residencia 1.080 150
Hospicio 600 59
San Isidro 484 72
Total 6.746 864
150 Armando Alonso Piñeiro

Al pie del cuadro se aclaraba: “Se suministra a los niños pobres


papel, cartillas y libros. Se costean y reparan los muebles de las escue-
las. En uno de los años anteriores se gastaron en estas cosas 979 pesos,
por haberse impreso los libros necesarios”.
A continuación figuraba la segunda categoría de colegios.

Escuelas primarias a cargo de regulares


Escuelas Alumnos
Merced 105
“La sala destinada para escuela es de suficiente extensión y pueden
añadírsele uno o dos departamentos en que se dividan los alumnos
según sus clases. Es alegre, clara, seca y bien ventilada, mas tiene el
defecto de distar pocas varas del cementerio o corto recinto en que se
sepultan los cadáveres”.
Si el párrafo anterior sugiere un autocalificativo elogioso para las
autoridades responsables, esta idea se disuelve totalmente cuando se
pasa a los establecimientos siguientes.
“San Francisco 40
La sala es capaz, pues tiene 50 varas de largo y 8 de ancho, pero
está desa­seada, y aún asquerosa, muy fría porque las ventanas no tie-
nen vidrios.
Santo Domingo 80
La sala es asquerosa y miserable, desde la puerta anuncia la miseria
y el des­cuido.
Belén 50
La sala está ruinosa, obscura, húmeda, fría, asquerosa, miserable.
Recoleta 100
La sala es capaz y cómoda.
En todas estas escuelas el adelantamiento de los niños es demasiado
lento, y la enseñanza muy imperfecta”.
El periodismo porteño en la época de la independencia 151

En números sucesivos, El Censor sigue ocupándose de la educa-


ción, pero desde otro punto de vista, en especial el moral y el religioso.
“Por el amor de la patria y de la humanidad –se lee en la entrega del
jueves 22 de mayo de 1817­– insistimos en que es necesario establecer
la base de la moral sobre principios re­ligiosos, esto es, sobre la justicia
y la beneficencia evangélica (…). Una funes­ta experiencia ha probado
en todas las partes del mundo que las especulaciones de los filósofos
moralistas, que han sustituido otros principios de moralidad, han tenido
por resultado una corrupción inmensa de las costumbres (…). Si hay
ideas supersticiosas, que debilitan en el vulgo esta impresión saludable,
esto no es culpa de los grandes principios. El hombre que se ha pene-
trado de ellos, mira con horror toda injusticia, y por tanto no se mancha
con delitos. Y como toda injusticia envuelve el daño de otro, se opone
altamente a la beneficencia, senti­miento inseparable de los genios ama-
bles, que debe cultivar por una educación cui­dadosa, y que se hace más
fuerte, más poderoso y más extensivo con el auxilio de los principios
religiosos.” Continuaba poco más adelante: “Consta por experien­cia
que sólo los principios religiosos son las fuentes de constancia y de
consue­lo en las amarguras, en los dolores, en las necesidades”. En la
parte final se a­ñadía: “La beneficencia, apoyada sobre los principios
evangélicos, es quien únicamente ha dado nacimiento y conserva en
estado tan floreciente las sociedades edificativas de Inglaterra y Estados
Unidos, y también la de la caridad en Bue­nos Aires”.
En la misma página, y seguramente como consecuencia del esta-
do de la salud educativa surgida del censo comentado anteriormente,
se inserta una nota, en la que se informa que el diputado Domingo
Áchega “ha cedido dos tercias partes de su sueldo para la refacción del
extinguido colegio, cuya restauración desea ansiosamente. El Exmo.
Cabildo le ha dado las gracias, y ha acordado se publique en el Censor
esta manifestación de patriotismo y de generosidad”.
La preocupación de la prensa por la mejora en la educación y su
insistencia en denunciar tanto el pobre estado de los edificios como el
nivel primitivo de la enseñanza aparecen una y otra vez en sus pági-
nas. Se decía el 14 de agosto de 1817: “Las escuelas de primeras letras
siguen como anteriormente. No se ha erigido siquiera una que sirviese
152 Armando Alonso Piñeiro

de norma para otras, y en que se formasen maestros para ellas. Aque-


llos métodos son los más adecuados para enseñar a leer y escribir a
jóvenes y hombres adultos, y bajo este respecto fueron muy útiles en
nuestras campañas; en dos o tres meses puede un hombre aprender a
escribir y leer”.
Siguiendo las bases pedagógicas imperantes en los Estados Uni-
dos en aquel tiempo El Censor señalaba la necesidad de que el curso
de la educación primaria debía durar tres años, dividiendo a los niños
en tres clases separadas: “Una es la de niños que reciben los primeros
elementos; otra la de los que más adelantados, escriben bien, leen con
facilidad y usan de lo uno y de lo otro para adquirir ideas morales; en
la tercera se comunican conocimientos matemáticos, principalmente la
aritmética y la geometría y algo de física”.
“Para estas tres clases diferentes –continuaba, ya en plan de franca
crítica– no hay más que un maestro. Resulta pues una dificultad que era
necesario prevenir. Porque si durante una parte de la mañana y de la
tarde se obligase a los más adelantados a estarse oyendo a los más chi-
cos que sólo saben trazar y juntar letras para formar palabras, se caería
en el inconveniente de que toda la escuela y sucesivamente toda la
nación que va apareciendo sobre el mundo para reemplazarnos, tendría
una época retrógrada en la edad en que los progresos son más necesa-
rios; así, gran parte de los niños no tomaría aquel vuelo que prometan
sus disposiciones físicas y morales. Si se obligase a los pequeñuelos a
escuchar las lecciones de los grandes, que no comprenden, harían ruido,
o sería preciso mantenerlos en silencio con un rigor brutal, que les haría
aborrecer la escuela y el estudio. Evitemos, pues, estos escollos, y de
suerte que formemos la alma y el carácter de los que son la esperanza
del país. Es necesario que haya en la escuela tres piezas diferentes para
tener las tres clases separadas, o a lo menos dos, sí sólo hubiese dos
clases. De este modo, no habrá tiempo perdido, ni fuerza progresiva
sin empleo. El maestro no puede estar a un mismo tiempo en las tres,
o en las dos clases; mas su presencia no es allí necesaria en todos los
momentos; basta que pueda pasar de una clase a otra cuando lo juzgue
conveniente, y que el trabajo no se interrumpa ni se suspenda el buen
orden durante su ausencia.”
El periodismo porteño en la época de la independencia 153

Así nació el maestro suplente, para auxiliar al maestro titular


y evitar la dispersión y el desorden educativos según la explicación
anteriormente ofrecida por el semanario porteño. La curiosidad reside
en que el suplente no era designado entre los educadores, sino que se
elegía al mejor alumno de la clase, que encontraba así una especie de
recompensa a su orgullo bien ganado.
La prédica periodística tenía sus frutos, sin duda alguna. En
septiembre de 1817 se publicaba que “el Excmo. Cabildo ha dotado y
establecido una escuela de primeras letras en la Parroquia del Socorro.
Se nota descuido en los padres de familia de la feligresía en enviar sus
niños a dicha escuela. Es sensible que no quieran aprovecharse de los
cuidados paternales de los padres del pueblo, cuando estas escuelas son
el fundamento de su moralidad y civilización, y que en todo el mundo
la generalidad de los individuos no tiene más instrucción que la que
adquiere en estas escuelas”.
Como se ve claramente, la prensa aprovechaba cualquier excusa
para editorializar, como El Censor, por todos los medios a su alcance.
La buena noticia era la inauguración de otra escuela, pero resultaba una
buena motivación para adoctrinar, cosa que como se ha visto, nuestro
periodismo lo ha hecho desde su lejana iniciación.
Por añadidura –y comprensible en la época– la prensa postulaba la
enseñanza gratuita como la más adecuada para la niñez, trayendo ejem-
plos lejanos: “Es sabido que la Europa debe un gran número de grandes
hombres a la enseñanza gratuita en sus más famosas universidades”,
señalaba dos meses después de la noticia anterior. Pero siempre la crí-
tica constructiva aparecía una y otra vez, temperamento necesario para
el progreso de la nación y exhortación indispensable hacia el Estado
a fin de que asumiese sus deberes. Y los ejemplos abundaban, incluso
cerca de nuestro país: “Con esta consideración en el Instituto Nacional
de Chile se destinó un claustro bien capaz para los estudiantes pobres, y
para cuantos sin sujetarse a la disciplina del colegio, quisiesen estudiar,
retirándose a sus casas concluidas las horas de estudio y lección. Es in-
negable que de este modo la educación y la instrucción se difunden más
y se generalizan. Hay muchos jóvenes de talento que desean aprender
el inglés y el francés, o a lo menos aprender su traducción, ¿mas cómo
154 Armando Alonso Piñeiro

han de lograrlo si no tienen cómo pagar maestro, y si carecen de artes,


diccionarios y libros?”.
Y aquí venía la reprensión: “Verdaderamente es de admirar que
en todas las feligresías, que en todos los conventos, no hayan, después
de siete años de revolución, escuelas de derecho natural y de gentes,
de aritmética, de geometría y de lengua inglesa y francesa. Ramos de
instrucción tan útiles y preciosos debían enseñarse sin coacción algu-
na para su asistencia, sin ningún colegio que reúna a los alumnos, sin
predilección ni examen para admitirlos. ¿Qué costaba establecer a lo
menos una enseñanza en la capital de lengua inglesa gratuita y cómo-
damente? ¿No ha habido en todas las ciudades de América aulas de
latinidad gratuitas? ¿Pero es el latín de tanta utilidad como el inglés?
¿Es posible que un pueblo comerciante, un pueblo donde entran y pue-
den entrar los mejores libros del mundo no tenga todavía a lo menos un
aula de alguna lengua útil? ¿De qué servirá que se acopien libros útiles,
si son tan pocos los que entienden la lengua en que están escritos? ¿Y
si por otra parte no se arbitran medios para excitar emulación, de qué
sirven libros, gacetas ni censores, sí son tan pocos los que leen? ¿Y
es posible que no haya cómo leer los preciosos libros de la biblioteca
pública, porque no tiene cuándo concluirse la refacción de la casa que
le fue destinada? ¿No hay en algún convento o en otra cualquier parte
algún lugar en que depositar y franquear los libros? ¿Es posible que no
tenga un templo la sabiduría?”.
Hacia fines de 1818 tanta discusión pública parecía haber logrado
cosechar algunos buenos frutos. En septiembre, se informó sobre un
examen realizado en la Iglesia de San Ignacio, “donde el preceptor D.
Rufino Sánchez presentó a examen público nueve alumnos, a saber: D.
Martiniano García, Domingo Diana, Tomás Baillo, Bruno González,
Manuel Eguía, Felipe Larrosa, Eladio Quintana, Pedro Molina, Anto-
nio Fuentes. Las materias del examen fueron: los elementos del arte
de escribir, los de la ortografía, los de la gramática universal, los de
prosodia y los de aritmética, principalmente los más esenciales y útiles
en el comercio; ítem los fundamentos de la santa religión cristiana y
de la moral, y los principios del derecho natural y de gentes. Los alum-
nos respondieron con desembarazo, inteligencia y urbanidad. Asistió
El periodismo porteño en la época de la independencia 155

el Exmo. Cabildo y muchas personas respetables; todo el numeroso


concurso aplaudió el fruto de los desvelos del hábil maestro y de los
padres de la patria”.
En octubre del mismo año también se vieron los resultados de la
educación impartida en áreas rurales. Tres alumnos de la escuela de
primeras letras de la localidad de Ensenada –Marcelino Arroyo, Juan
de Dios Dubal y Pedro Pablo Cas­tillo– estudiaron con fray Rufino
Roigt, y a consecuencia de los exámenes co­r respondientes, el Cabildo
los premió con sendas medallas de plata y una de oro.
Ya para diciembre de 1818 se anunciaba que ese mes –lo adelantó
la Gaceta de Buenos Aires y lo confirmó El Censor– se realizaría la
oposición a las cátedras de filosofía, teología y leyes, noticia que por
sí misma hablaba con elocuencia sobre el progreso obtenido en los
últimos meses en torno de la enseñanza superior.
Pero el semanario aquí glosado no perdía oportunidad en bus-
car todos los perfeccionamientos posibles, y en su edición del 24 de
octubre señalaba, no sin cierta severidad: “Los términos en que está
concebido el aviso dan a entender que ha de seguirse el método antiguo
en todo lo relativo a dichas oposiciones. En aquel sistema se tomaban
los puntos en Aristóteles, en las oposiciones en filosofía, en Pedro
Lombardo en las de teología y en las instituciones, de Justiniano en las
de leyes. Se leía o discurría de cabeza por espacio de una hora sobre
los puntos en latín, se respondía a los argumentos, &c. Este método
no es ya digno de las luces, gusto y civilización de la época actual,
de los nuevos y grandes progresos de la razón y de las ciencias, ni de
la situación política a que hemos llegado, que es incompatible con las
antiguallas propias de tiempos tenebrosos, y en que debemos aspirar a
la imitación de mejores modelos. ¿Por ventura se hallan en Aristóteles
los grandes descubrimientos, ni los grandes principios con que está
enriquecida la filosofía en la inmensa esfera que comprende? ¿Y qué
mayor monstruosidad que sujetar a trabas, aún en materias filosóficas,
a la razón, naturalmente enemiga de la servidumbre, y que en su libre
vuelo inventó las ciencias, y las ha enriquecido tan pasmosamente?
¿Por qué se ha de jurar in verva magistri, como si estuviésemos en el
siglo XIV?”. Y luego de una reproducción en latín que poco agregaba
156 Armando Alonso Piñeiro

a lo ya trascripto, se iba a la posible solución: “Por estas y otras razo-


nes, el Dr. D. Toribio Rodríguez, rector del convictorio Carolino de
Lima, estableció con la autoridad necesaria que para las oposiciones
filosóficas del convictorio se formase un cuestionario, o una larga lista
de proposiciones (teoremas y problemas) fundamentales, relativas a los
principales ramos de ese vasto cuerpo de saber, que lleva el nombre
de filosofía. Cada proposición se escribía en una cédula separada; de
ellas se extraían tres a la suerte; el opositor elegía una de ellas de con-
tado y expresaba, bajo su firma, si seguía la afirmativa o la negativa,
para que sus oponentes supiesen a qué debían argüir. Por ejemplo, las
proposiciones se enunciaban así, reducidas a verdaderas cuestiones:
¿Las observaciones y los experimentos demuestran o no la atracción
universal de Newton? ¿Los cuerpos se atraen o no, en razón directa de
las masas, y duplicada inversa de las distancias? ¿Es cierta o falsa la
doctrina del pacto social?”.
“Las oposiciones del convictorio, celebradas en la Universidad
de San Marcos, eran singularmente lúcidas. El Dr. Rodríguez juzgó
conveniente conservar el uso del latín en estas funciones. Propuso la
adopción del método socrático, en vez de la forma silogística en los
argumentos; y que se leyese solo por espacio de media hora. Estas dos
propuestas no le fueron concedidas”.
Periódicamente la prensa porteña se hacía eco de los progresos
obtenidos en otras partes del mundo, reproduciendo los temas de dia-
rios importantes, tal el caso del Times, de Londres. Así, el público de
Buenos Aires se enteraba de las novedades educativas en Gran Bretaña,
Rusia, Francia, Alemania, etcétera.
Por último, no deja de ser menos atractivo conocer el interés del
gobierno y de la opinión pública por la enseñanza técnica, íntimamen-
te conectada con el desarrollo de la industria, y por lo tanto, con el
progreso del país. Reproduzco al respecto un comentario: “Es inútil
quejarse del pueblo porque no se dedica a la industria. Mientras no se
le facilita la enseñanza de lo que le conviene ignora y aun muchos de
los que pudieran contribuir al remedio, los arbitrios que conducen a un
fin tan deseado”.
El periodismo porteño en la época de la independencia 157

“La enseñanza no puede darse repentinamente: requiere tiempo y


paciencia. En las ciudades importa establecer escuelas de hilar al torno,
al cargo de alguna maestra diestra, aplicada y de buenas costumbres.
Faltarán por ahora maestras hábiles, es pues menester traerlas de donde
las hubiere. Los portugueses en el año de 1774 introdujeron maestras
extranjeras en Alcobaza, para ir formando con su educación maestras
nacionales que propagasen la enseñanza de hilazas finas al torno. En
Asturias y Galicia se establecieron, por el mismo tiempo, las escuelas
de hilar al torno para hilazas bastas, que son las de mayor consumo;
costeando el público de un arbitrio sobre el vino, así las primeras ma-
terias como la enseñanza. En los escritos de la sociedad económica
de Madrid se encuentran todas las noticias convenientes para poder
formar maestras en breve tiempo. Estas deben tener vivienda capaz y
un salario proporcionado a la posibilidad del país.”
“En dos meses podrá una mujer o niña aprender a hilar al torno; y
emplearse después en su casa al mismo trabajo, ganando a costa de él
su sustento y vestido.”
“Una vez que llegue a vulgarizarse el uso del torno, no serán con
el tiempo necesarios tantos esfuerzos para la enseñanza, pudiendo
hacerse tradicionaria de madres a hijas, como sucede con el hilado de
rueca y con otras labores caseras que son todavía más dificultosas de
aprender.”
“Esta enseñanza debe también comprender la preparación del lino
o cáñamo, cual es el modo de afinarlo, rastrillarlo para separar el cerro
de la estopa sin desperdicio de la hilaza más preciosa. Lo mismo debe
decirse de la lana y algodón, según la enseñanza a que se destine la
escuela”.
El interés por la educación técnica no se limitaba a lo transcripto.
Por ejemplo: “Es también del caso promover la enseñanza de tejedores
de lino y cáñamo, a medida que se preparen y abunden las hilazas.
Consiguiente a esto es que haya torneros y maestros de hacer peines y
telares en las cercanías; y que salgan a precios cómodos en cada pro-
vincia, de donde puedan surtirse las gentes con facilidad y al menor
costo posible.”
158 Armando Alonso Piñeiro

“Siendo tanto el número de tornos que se necesita, es necesario


facilitar su fábrica, de modo que su costo se abarate.”
“Fácil es que con alguna ayuda de costa para arreglar su taller, se
establezcan en las ciudades algunos maestros de hacer tornos y telares.
Si se les surte de herramientas y madera con un repuesto suficiente y
casa proporcionada, se logrará el objeto.”
“Del despacho de los tornos irá resultando el reembolso de la
madera que se vaya gastando, y que se irá reproduciendo sucesiva-
mente.”
El redactor no parecía olvidarse de nada. Sugería que la concu-
rrencia a las escuelas especializadas –que él llamaba “escuelas patrióti-
cas”– debía ser por la mañana y por la tarde, “para que se acostumbren
las gentes a madrugar y trabajar con ahínco y duración todas las horas,
que son comunes entre aquellas naciones activas que conocen la impor-
tancia de reducir las fiestas y aumentar las horas del trabajo”.
Afirmaba, además, el bien que significaría el trabajo para las mu-
jeres, evitando así la ociosidad. Todo ello, se añadía, para preparar las
condiciones adecuadas de la generación siguiente. No se le escapaba
al redactor las bondades que significarían los trabajos de esta especie,
pues hasta esa fecha los hogares estaban exclusivamente a cargo de los
esposos, cuando convenía que mensualmente entraran en cada casa
dos sueldos. Era conocido que al fallecimiento del marido la miseria
invadía el hogar supérstite. Claramente, el ensayo brevemente reducido
en las líneas anteriores, se adelantaba en mucho más de una generación
a los problemas de su tiempo.
Las costumbres cotidianas

Como la prensa de cualquier tiempo y país, la de Buenos Aires


de la Independencia era el espejo de muchas costumbres cotidianas
y populares. No me resisto a la tentación de reproducir una increíble
parrafada, aparecida en El Censor del 12 de octubre de 1815, cuyas
primeras líneas despiertan la sorpresa del lector, quien no tarda en
entender el mensaje.
“El domingo 8 del corriente se celebró una excelente corrida de
toros, en que la juventud de esta capital concurrió a tomar lecciones
a ese gimnasio de moral y filantropía, que conservamos en honor de
las dulces costumbres de nuestros padres. Hubo la concurrencia agra‑
dable de dos caballos muertos a cornadas, en que los niños nutrieron
sus corazones de sentimientos filosóficos, en la contem­plación de las
entrañas de uno de dichos animales, que las anduvo arrastrando más
de diez minutos por toda la plaza. También colmaban sus almas de
una agradable i­lusión al ver los toreros con las espadas ensangren‑
tadas, dando estocadas a los toros, y exponiéndose al mismo tiempo
a ser muertos o estropeados por ello, como ha sucedido otras veces
con aplauso y lucimiento de la función. Estas escenas a­cadémicas se
coronan entregando un toro a los muchachos, a fin de que se vayan
aficionando e instruyendo en un punto tan útil y principal de la educa‑
ción. El certamen no fue con el debido lucimiento, por ser rarísima la
señora que concurrió; parece que como los de Buenos Aires tienen el
gusto tan estragado, no concurren a tan lisonjeros espectáculos.”
Concluido el subrayado el periodista se dedicaba al fondo de la
cuestión, tan admirablemente precedida por esa lección de ironía: “Ha-
céis muy bien virtuosas señoras. Mi corazón no percibía otro consuelo,
en la tal fiesta de toros, que el ver que vosotras parece que os retraéis de
tan bárbara diversión. ¿Y es posible que el gobierno ilustrado de Buenos
Aires, un gobierno animado de tan nobles y magnánimas resoluciones,
160 Armando Alonso Piñeiro

consienta todavía estos monumentos de la ferocidad y la barbarie? ¿Es


posible que mientras se trata de perfeccionar la sociedad, permanezca
en nuestro seno esa escena sangrienta, que justamente caracterizan
de bárbara las naciones civilizadas? ¡Ah! no es creíble… El presente
gobierno lleva el sello de la virtud, y hará cuanto pueda para arrancar
la corrupción”.
“Ya entiendo que alguno me opondrá que el pueblo… que con qué
se distrae… que en Roma hubo gladiadores… que en Grecia se vie-
ron combates de fieras… ya! Ya lo advierto. ¡Pobre pueblo! El pueblo
ordinariamente es dócil, y el pueblo no puede querer lo malo, si se le
convence de que aquello lo es realmente.”
“Esa casa de horrores y de sangre puede convertirse en un coliseo
vespertino en que se pueden exhibir comedias sainetes, pantomimas,
maromas, danzas, juegos de equitación y otras cosas que hagan di-
vertida la tarde y sean compatibles con las costumbres suaves, con el
buen gusto y con una educación que inspire en la juventud sentimientos
humanos y sublimes.” La nota continuaba en parecidos términos.
El sábado 23 de mayo de 1818 el periódico volvió a la carga, con
otro extenso alegato ya de tono más severo, y que concluía de esta
manera:
“Un hombre prevenido, armado y fuerte, reputaba gran hazaña
engañar, provocar y matar al animal más útil. Sin duda le disputaba
al toro o la fortaleza o la agilidad o el ingenio. ¡Cosa bien miserable!
Gran proeza engañar y matar a un toro, ¿Pues no ha de saber el hombre
más que el toro?”.
“Si recorremos en el ánimo todas las diversiones públicas de los
pueblos cul­tos, en todas, menos en los toros, hallamos motivos de
aprobación, que las ha­cen más o menos dignas de los curiosos racio-
nales. El teatro v. gr. presenta reu­nidas las delicias de los sentidos y
del entendimiento, y puede ser una escuela de moral y de urbanidad,
de cultura, de delicadeza. Pero el coso1 ¿ofrece al­gún lance que arguya
ingenio? ¿Cuáles son los sentimientos que inspira?.”

Esta palabra, prácticamente desconocida en los pueblos de habla castellana que


1

no practican la tauromaquia, se usaba en aquella época con el mismo significado que


El periodismo porteño en la época de la independencia 161

“Si alguno dijese que el coso es escuela, de valor, querría que me


dijesen si salieron de tal escuela los grandes generales de Europa y de
América, que llenan al mundo con el esplendor de su nombre.”
Otra de las manifestaciones populares execradas por la prensa de
aquel tiempo eran las fiestas de Carnaval. Sin duda, éstas tenían ribe-
tes y expresiones muy distintas de los años de nuestra juventud y por
supuesto de la actualidad, donde prácticamente ya no existen, salvo en
algunas provincias.
“Se han repetido los brutales excesos de los años anteriores –se
lee en El Censor del 20 de febrero de 1817–: la plebe ha hecho casi
impracticables las calles. Al paso que se ha visto con placer contenerse
las gentes decentes y honestas en el círculo de la moderación, la cana-
lla ha insultado a su gusto, ha gozado de la complacencia de inutilizar
los vestidos, de exponer la salud, de provocar la venganza de muchas
señoras, de otras personas respetables, desde las azoteas, balcones y
ventanas. Tan fácil es a cualquier muchacho, a cualquier negra arrojar
baldes de agua con tal que cuenten con la impunidad!!! Este es un ex-
ceso, una licencia, un abuso muy perjudicial que es necesario contener
por la fuerza. Su antigüedad no lo pone fuera del alcance de la policía.
Ni es imposible extirparlo cuando consta por la experiencia que en
otros países donde existió con más furor, cedió al miedo de las inevita-
bles penas (…) Sólo el rigor, sólo el castigo aplicado prontamente a la
canalla, las multas, las reprensiones que reciban los que no contengan
a sus criados, pueden desarraigar y destruir semejante abuso. Todas las
personas de juicio lo ven con indignación, y no dejarán de aprobar con
sus elogios, y de prestar su cooperación a las providencias de la poli-
cía. Es lástima que los cultos extranjeros que se hallan en el país, nos
tachen de incivilidad e incultura, sólo porque tengamos la indulgencia
de permitir a la hez de la plebe que nos incomode hasta el extremo. Es
lástima que el luminoso espíritu de la revolución no nos haya hecho
perseguir y expatriar a este resto bárbaro de antiguo godismo; y que
habiendo ya casi desaparecido de los pueblos españoles por el celo de

en la actualidad. Coso proviene del latín cursus, carrera, y se aplica a la “plaza, sitio
o lugar cercado, donde se corren y lidian toros y se celebran otras fiestas públicas”
(Diccionario de la Lengua Española).
162 Armando Alonso Piñeiro

los gobernantes, se haya atrincherado entre nosotros como si fuésemos


godos antiguos y bárbaros Matusalenes. Yo no culpo a los españoles de
la invención de estos juegos brutales. Son de fecha muy antigua.”
El autor de la nota continuaba con su vigorosa diatriba, añadiendo
algunas revelaciones poco conocidas de los orígenes de estas fiestas:
“Los gentiles recién convertidos los introdujeron entre los fieles. En
los siglos tenebrosos se permitían las gentes estas licencias y otros
excesos mucho más escandalosos, antes de empezar las austeridades
cuaresmales (…) Aumentando el desorden y el delirio de los pueblos,
ocasionaron desgracias, y a veces atentados, que despertaron al fin la
atención de los gobernantes. Así, en Lima, el homicidio de un negro,
que excitó la ira de un oficial del Rey de España, dio principio, a las
vigorosas medidas con que extirpó el desorden, el genio regenerador de
D. Manuel Amat. Así, en Quito se prohibieron las máscaras después de
que un oidor fue mortalmente herido por un enmascarado. En aquellos
y otros países los progresos de la civilización y el vigor sostenido de la
policía han cortado y extirpado los juegos groseros y la brutal licencia
(…) Se decía que en el carnaval atacaba las cabezas de nuestros abuelos
una especie de delirio; esto siempre es un mal, pero no es tan grave
ni de tan peligrosas y duras consecuencias cuando no sale del círculo
de las personas bien nacidas y de educación (…) La licencia insufrible
viene de parte de la plebe; y ella llega a tal punto que es necesario no
salir de su casa para no ser insultado e incomodado. Así, en los tres
últimos días del carnaval se interrumpe el giro de los negocios en gran
parte; el comercio, la industria, los estudios, todo padece. Y así, cuando
la política clama con tanta razón contra la muchedumbre excesiva de
días festivos, nosotros aumentamos el número con grave daño de la
sociedad”.
La protesta contra los feriados era una prédica repetida en la
prensa de la época. El 29 de mayo de 1817, El Censor alude las fiestas
mayas, y acaso con algo de celo excesivo señalaba: “El 25 de mayo, día
memorable en que empezó la patria la marcha augusta de sus gloriosos
destinos, se ha celebrado con regular decencia, mas no con el esplendor
de los años anteriores. La razón es no multiplicar los gastos de una
pompa tal vez no necesaria, cuando ha de celebrarse en septiembre el
El periodismo porteño en la época de la independencia 163

aniversario de la declaración de la independencia [sic por julio, error


éste fácilmente comprobable cuando en la edición del 10 de julio el se-
manario lo enmienda, aunque sin la correspondiente fe de erratas]. Este
aniversario es sin duda el gran día de la patria. En él adquirió existen-
cia política. Convendría trasladar las fiestas mayas para aquel gran día.
Toda medida que tienda a disminuir el número de días festivos es muy
saludable y ventajosa. En tales días se interrumpen los trabajos útiles,
se fomenta el ocio y los excesos. Si suponemos que los individuos tra-
bajadores de todas clases asciendan a sólo 4000, y que ganen un peso
diario, cada día festivo ocasiona a la clase trabajadora una pérdida de
4000 pesos. Sí transfiriendo a los domingos algunas solemnidades o
de otro modo se suprimiesen 20 días festivos únicamente, ganaría la
clase industriosa una suma anual de 80.000 pesos. Es claro que con esta
suma pueden vivir muchas familias”.
El 23 de mayo de 1818 el periódico vuelve sobre el tema, tomándo-
lo ya como daño directo al mismo semanario. Aunque fechado, como
queda dicho, el 23, es evidente que salió después del 25, puesto que
señalaba: “Este número no ha podido salir a la hora acostumbrada por
la interrupción que ocasionó en el trabajo de la prensa un día festivo.
Las fiestas no sólo interrumpen el trabajo en su propio día, sino que
es cosa observada que el desorden se extiende hasta el día inmediato.
Igualmente es cosa observada que las fiestas en que solo hay precepto
de misa y puede trabajarse, introducen en todas las tareas desarreglo y
lentitud. Esto solo, aún prescindiendo de lo que sufren las costumbres
por el ocio y la licencia, y principalmente por la embriaguez de la ple-
be, observada en todo el mundo en tales días, clama por la translación
de unas fiestas a los domingos, y por la supresión total de otras. Apenas
hay economista que no haya reclamado contra el excesivo número de
días festivos, y contra los perjuicios que de ellos emanan, y que indican
la reforma”.
El artículo del semanario se adentraba en un tema que aún en el
presente siglo XXI constituye actualidad, pero que ciertamente no se
ha resuelto, como tampoco se había hecho en aquellos años de la In-
dependencia. Concluía, finalmente, repitiendo críticas y conceptos ya
editados anteriormente.
164 Armando Alonso Piñeiro

Siguiendo con la descripción de las costumbres cotidianas de la


Buenos Aires poscolonial, hay también en El Censor –en este caso, el
jueves 11 de enero de 1816– un ataque algo desmedido a los hábitos del
baño público en la costa argentina. “…es muy notable esa impureza tan
repugnante a la delicadeza y a la decencia –sostenía–, que se advierte
en el bajo diariamente. En qué parte del mundo no se asombrarían de
oír que en un país, en que nada es más raro que la i­nocencia se bañe al
mismo tiempo y en el mismo punto el hombre soltero, la mujer casada,
el niño curioso y la niña infeliz. Yo tengo un niño de ocho años en
quien tengo mi complacencia, y es la dulzura de mis amarguras; pero
quisiera perderle antes que consentirle asistir a ese baño de sensualidad.
Él mismo discierne en sus cortos alcances la falta de pudor en concurso
tan extraño”.
Si califiqué de “ataque algo desmedido” a este artículo, es porque
no cabe ninguna duda de que los tales baños, hechos en público, mal
podían hacerse con las personas desnudas. Seguramente estaban to-
talmente cubiertos, y bastaría con ver las fotografías de los playistas a
comienzos del siglo pasado –cien años después de aquella reconven-
ción– para comprender lo exagerado del comentario. Claro está que
la sociedad porteña de la época tenía cánones morales sumamente
estrictos, pero igual llama la atención.
Los hábitos corrientes en aquella Buenos Aires no se caracteri-
zaban por la cortesía, la higiene ni la urbanidad de cualquier tipo. El
semanario denunció cierta vez los vicios de la ciudadanía. Algunos
vecinos convertían en pesebre el frente de sus casas, “atando los caba-
llos a los postes y dándoles de comer sobra las veredas, con perjuicio
notable del tránsito e indecencia de la ciudad, pero esta licencia o
libertad se generaliza hasta tal grado, que los zapateros van también
amarrando sus caballos y dándoles de comer a las puertas de su zapa-
tería: yo lo he visto”.
También se criticaba, y con toda razón, las escenas comunes de
peleas a cuchilladas en muchas esquinas de la ciudad: “Sobre riñas y
cuchilladas en las esquinas, se suele ver igual desorden, por el disimulo
que se tiene con el uso general del cuchillo: así sucede que lo que en
algunos países viene a ser delito capital, y que es considerado de gra-
El periodismo porteño en la época de la independencia 165

vedad en nuestra legislación, se mira con una especie de indiferencia


que protege la impunidad. Yo siento decir que he presentado juegos y
riñas de cuchilladas, sucediendo que después se retira cada uno a su
casa, cuando no hay muerte o efusión de sangre; y no porque esto sea,
ni pueda ser permitido, sino porque no se aplica todo el cuidado que
merece un defecto, que arrastra consigo mil crímenes y desgracias. Yo
aplicaría doscientos azotes y dos años de obras públicas a todo el que
trajese cuchillo fuera de los puestos de carne”.
Llaman la atención, sin duda, estos episodios, que no se agotaban
en las anécdotas señaladas. Véase si no: “Lo mismo viene a suceder
respecto a la impunidad con que un negro, u otro cualquiera truhán, co-
rre a caballo por las calles, con peligro tan notorio de los que transitan
a pie, especialmente de los niños; y con tanto daño de los que sufren la
incomodidad del polvo, que necesariamente levanta el trote o galope
de las bestias. El año pasado se regaba la alameda; ya en este año no
se cree necesario”.
El aspecto general de Buenos Aires no se limitaba a todo esto.
Cundía la suciedad, tanto por el desaseo de sus ciudadanos como por
la indiferencia de las autoridades: “…las inmundicias arrojadas a las
entradas de la ciudad, los fogones de los artesanos y de los que no son
artesanos, en las puertas de las calles los animales muertos contami-
nando la respiración con sus exhalaciones pútridas, y por el mismo
estilo, son muy fáciles de remediar; y no tienen los inconvenientes de
la reedificación de casas, u otros objetos que demandan dispendios
en tiempos tan desgraciados. Bien que, según estoy instruido, todo se
pudiera remediar, adoptando la medida de dar a partido la reedición
de algunas casas arruinadas, que amenazan desplomarse en parajes
principales y concurridos”.
Por último, el articulista se refería a otro problema acaso más
grave: “Y aunque parece fuera del caso, tocaré alguna cosa acerca de
prisiones, en cuyo particular quisiera ver adoptada la sanción de las
cortes de España. Prohibió aquel congreso, no sólo la tortura y los
calabozos húmedos y subterráneos, sino también que se aplicasen gri-
llos a los presos, ordenando solamente cárceles aseadas y seguras. Así
consultaron la humanidad y garantía de la jus­ticia. Cuando oigo hablar
166 Armando Alonso Piñeiro

de barras de grillos y jactarse de ordenarlas, más me parece en aquel


momento que estoy en Argel que en la liberal Buenos Aires”.
En febrero de 1817, “la liberal Buenos Aires” adolecía de otro de
sus innumerables problemas, como si no tuviera suficientes. En este
caso, y con una prosa verdaderamente descarnada y hasta ruda, la pren-
sa denunciaba: “Subsiste entre nosotros un abuso que no puede la poli-
cía mirar con indiferencia, y es la inhumación de los cadáveres dentro
de las poblaciones [me permito aclarar que era una costumbre nacida
en las colonias españolas en América]. Fue uno de los triunfos de la
filosofía desterrar de los templos el hedor y los horrores de la podre-
dumbre; mas en esta parte se detuvo la reforma en la mitad del camino.
Esto es muy doloroso pues ya tenía vencidos todos los obstáculos. El
buen sentido y la razón naturalmente despejada del pueblo permitió
hacerse pacíficamente lo que en otros países no pudo emprenderse sin
prepararlo antes con los escritos más persuasivos y aún en algunos fue
necesaria la intervención de la suprema autoridad. ¿Se creía acaso que
se completaba la gran obra y se consultaba perfectamente a la salud
pública con sólo construir cementerios fuera de las murallas de las
i­glesias pero muy cercanos a ellas y en el centro de la población? Yo
no puedo creer que nuestros médicos no hayan clamado contra este
descuido de la antigua policía, pues ellos saben mejor que yo cuánta es
la influencia de la putrefac­ción animal en la generación de las enfer-
medades pútridas y pestilenciales. Me siento también muy inclinado a
creer que las gravísimas atenciones del actual pe­ríodo han alejado de
este objeto la atención de la policía y de la municipalidad, pues ya son
tan comunes entre las personas bien nacidas los conocimientos de la
buena física y los nuevos descubrimientos acerca de la naturaleza, y
efectos del aire vital, del ázoe, del hidrógeno puro, hidrógeno sulfura-
do, fosforizado… y en fin de la naturaleza y alteraciones más o menos
saludable del aire atmos­férico. Mas si el período actual se ha de hacer
memorable por empresas útiles, es tiempo de que presentemos a las
naciones el agradable espectáculo del es­f uerzo de nuestros guerreros
que se cubren de gloria, y de las solicitudes de la policía que extienda
su vista benéfica a todos los ramos de utilidad general”.
El periodismo porteño en la época de la independencia 167

El problema estaba planteado, como dije antes, con crudeza, pero


la solución –nada compleja– también era aportada por el semanario:
“Desde luego la empresa que tratamos es bien fácil, esto es la cons-
trucción de un gran cementerio a conveniente distancia de la población.
Se tiene ya lo más necesario para la obra, que son los materiales, pues
según se nos ha informado por la secretaría de la Policía el gobierno
tiene en las lomas de la Ensenada 430.000 ladrillos y 1540 fa­negas de
cal, además de una gran cantidad de la misma especie que guarda en
almacenes el comisario de guerra, según hemos oído. La obra ha de
ser muy sencilla, pues no se necesita más que cercar una extensión
suficiente de terreno. No son otra cosa los cementerios erigidos en la
capital; y con razón, porque el lujo y toda decoración, y magnificencia
convendrían muy mal a la morada de la humillación, del luto, tristeza
y perpetuo silencio. Como los oficios sepulcrales han de hacerse en las
iglesias, no es de necesidad oratorio o capilla en el cementerio general.
En orden a los gastos precisos de la obra, el moderado caudal invertido
debe cubrirse sucesivamente haciendo una pequeña substracción de
los ingresos y productos de los funerales. El país tiene economistas
bastante hábiles para arreglar la materia sin gravamen del pueblo”.
Como es fácil inferir, acababa de ponerse la primera piedra en el
futuro célebre Cementerio de la Recoleta. Aunque ahora se encuentra
en una importante ubicación, en aquella época por cierto no lo era:
constituían terrenos de ultramuros, como se decía en dicho tiempo.
Y para ocuparme de otro tema, no por breve menos sabroso. ¿De
quién habrá sido el aviso insertado en la edición del jueves 17 de abril
de 1817? “Quien hubiere hallado una charretera amarilla de oficial
general, que se perdió anoche, puede ocurrir a la posada de uno de los
tres reyes, donde se le pagará el correspondiente hallazgo”. Aunque la
pregunta correcta sería: ¿Cuál habrá sido el general que perdió nada
menos que su charretera, en quién sabe qué menesteres?
El rubro comercial expresado en anuncios tenía sus curiosos
bemoles. He aquí uno: “D. Agustín Negrotto, fabricante de licores y
perfumes, compra los frasquitos vacíos de agua de colonia a medio
cada uno; y los tarros de pomada a quartillo; los que tengan de éstos
168 Armando Alonso Piñeiro

o aquellos podrán llevarlos a su fábrica, sita en la calle detrás de Sto.


Domingo 3 1/2 cuadras para el campo”.
Y otra manifestación, debida a un pintor de su tiempo: “Mr. Carlos
(francés), retratista en miniatura y al óleo avisa al público que ha muda-
do su habitación al centro de la ciudad para comodidad de las personas
que gusten ocuparle, quienes podrán enviarle sus órdenes a la calle de
San Miguel de la puerta de esta iglesia dos y media cuadras para el río,
en la habitación alta de la casa de la Sra. Da. Francisca Palacio”.
El público argentino –en especial, el porteño– estaba bastante bien
informado de lo que ocurría en el mundo. No solamente en materia de
política internacional y de las relaciones latentes o establecidas entre
nuestro país y el resto del globo, sino también de novedades de todo
tipo. Como por ejemplo, la aparición de las armas de fuego de repe-
tición, inventadas en 1814 por el norteamericano José G. Chambers.
Puntillosamente aclaraba El Censor: “Su propiedad es arrojar cierto
número de balas a un solo golpe de la llave con una sucesión rápida de
tiros. Los pedreros pues llevan el nombre deswivels gun, arrojan 224
balas y los fusiles 12. Tales fueron las que se presentaron al gobierno de
Pensilvania. He podido colegir –continuaba el autor de la crónica­– que
el precio de cada uno de estos pedreros con su conveniente aparato
para servicio de campaña era de 150 ps. Reducir a arma de repetición
un fusil de corriente uso importaba menos de 5 ps. A solo los militares
pertenece decidir acerca de las ventajas o de los inconvenientes de
estas máquinas, y señalar en qué casos pueden ser de gran utilidad. El
comité nombrado por la legislatura de Pensilvania para indagar la natu-
raleza y utilidades de este invento, hizo la siguiente relación: ‘Que para
investigar plenamente el negocio de que se habían encargado, habían
tratado largamente al inventor, habían hecho pruebas y experiencias
con las mencionadas armas, y habían oído el parecer de los oficiales
más distinguidos del ejército y de la armada. El comité se abstiene
por razones obvias de explorar públicamente la construcción de estas
máquinas. El resultado de sus indagaciones es la convicción decidida
que este invento es de la más alta importancia, no sólo atendiendo a su
potencia destructora, sino también al ahorro de hombres y dinero que
resulta necesariamente de su uso’”.
El periodismo porteño en la época de la independencia 169

Las calles de Buenos Aires –ya se ha visto con anterioridad los


obstáculos que presentaban muchas de ellas– no se caracterizaban por
ser impecables. La prensa –en una tradición que afortunadamente se
prolonga doscientos años más tarde– se ocupaba con frecuencia, criti-
cando y aportando soluciones.
El sábado 11 de julio de 1818 publicaba la carta de un lector –en
la época se llamaban “Remitidos”– quejándose por “la incomodidad
que actualmente se nota en las calles de esta ciudad”. Y en seguida
el presunto arreglo del problema: “Sería muy útil que cada buque del
tráfico o cabotaje trajese anualmente de Martín García las toneladas de
piedra que se le designasen, y éstas fuesen destinadas al empedrado.
Los barqueros que amen al país no tendrían por pesada esta obligación,
principalmente si se dejase a su arbitrio el tiempo de llenarla”.
“El establecimiento que el consulado mantiene en la isla, podría
adelantarse con prisioneros o delincuentes para sacar la piedra; y
se verían los mismos efectos que se observan de su influjo sobre la
compostura de caminos. Entonces no se notaría la incomunicación
y aislamiento que causan el lodo y pantanos situados en el centro de
la capital, y podrían las gentes transitar sin enlodarse, al menos en el
extremo que ahora.”
La cuestión no concluía allí. De noche, las luces urbanas brillaban
por su ausencia. Cuando en invierno anochecía alrededor de las cinco a
las cinco y media de la tarde, los faroles recién se encendían a las siete.
“…éstos en muchas calles se apagan a las diez o diez y media, hora en
que cada uno se recoge a su casa y en que se ve precisado a caminar a
la ventura y enterrarse, a pesar del mayor cuidado, por la falta de luces,
que paga y no existen (…). El número de farolas debería duplicarse, o al
menos aumentarse; pero en este caso quizá sería más difícil el alumbrar
como se debe. Ello es que en todas las casas y concurrencias se decla-
ma contra la obscuridad del pueblo, y se ha hecho esta conversación
tan necesaria como lo es el mismo alumbrado; sin embargo los abusos
siguen, y el pueblo los sufre como la pequeñez del pan”.
En el número siguiente, el semanario continuaba con su campaña
urbana, pidien­do que la policía actuara como correspondía, cuidando
los aspectos fundamentales de la ciudad que hacían al aseo. “La salud
170 Armando Alonso Piñeiro

de los habitantes –decía– pide direc­tamente que la policía, sea en las


ciudades, sea en las aldeas, procure alejar y remover cuanto pueda
corromper el aire. El aire corrompido es causa de innumera­bles enfer-
medades. En las ciudades grandes debe impedirse que se tiren a la calle
inmundicias. Este punto exige gran celo y firmeza; tanto que en Madrid
fue preci­so todo el poder de Carlos III y la actividad del Príncipe de Es-
chilace. Deben to­marse precauciones contra el descuido del pueblo que
hace se difunda el hedor de las substancias inmundas. Este suele ser
muy perceptible e incómodo en esta ca­pital, principalmente en los días
calurosos. Es necesario, es de necesidad abso­luta, remover del centro de
la ciudad los cementerios; e impedir que se pudran en los arrabales, y
aún en las calles y en la orilla del río los cadáveres de pe­r ros, caballos,
etc. Por esta omisión se halla el foco de la corrupción, y los prin­cipios
de la muerte en el centro de la ciudad, al lado de las habitaciones y en
medio del paseo de los habitantes. Aún prescindiendo del riesgo de la
salud, es muy poca delicadeza ofrecer a su vista objetos tan feos y as-
querosos, y que los que buscan un aire más puro, lo respiren cargado de
gases destructores y miasmas podridos. Siempre se ha encargado que
las aguas que se usan en la ciudad, sean limpias y buenas; hay provi-
dencias sobre el caso, pero se necesita vigilancia. Es también un objeto
digno de cuidado los alimentos y vinos que se usan, v. gr. el pan debe
estar bien cocido, las frutas bien maduras, los vinos (artículo que se
falsifica tan frecuentemente y a veces con substancias venenosas) deben
examinarse. Ni en la ciudad, ni en las aldeas deben permitirse esos se-
milleros de fiebres pútridas, los pantanos, las balsas o charcos de aguas
corrompidas. En el número anterior el autor de un artículo comunicado
consideró los lodazales de la ciudad solo con respecto a la incomodidad
que causan; pero el caso es de mayor importancia, si se consideran
que se elevan del lodo corrompido. Los físicos han escrito sobre esta
materia largamente, y sus descubrimientos y observaciones espantan.
La obscuridad de las calles, cuando precisa humedecerse los pies en
los charcos de las veredas y al pasar de una cuadra a otra, debe excitar
el cuidado de la policía porque esté en el mejor orden el sistema de la
iluminación. Este es un punto tan importante que escritores de policía
numeran la iluminación de las ciudades entre los ramos principales de
ella. Influye en la seguridad personal y en las costumbres; y embellece
El periodismo porteño en la época de la independencia 171

las poblaciones. Postes, que son necesarios; veredas angostas, con ho-
yos y desigualdades; goteras de los tejados; cantidades de agua arrojan
los cañones de los techos; ventanas voladas que se introducen en las
veredas angostas; tránsitos pantanosos & cuantas cosas incómodas y
riesgosas reunidas en una noche obscura!!!”
Resulta notable cómo la prensa trataba estos temas, sin dejar esca-
par ningún detalle, con una minuciosidad casi censística que sin duda
los poderes públicos deberían haber agradecido. Luego se refiere, sin
solución de continuidad, a las personas carentes de salud: “Los enfer-
mos desvalidos reclaman la atención paternal de la policía. Ellos deben
considerarse como los inválidos del Estado. Todos los habitantes que
viven bajo una misma soberanía, son miembros de una misma familia,
e hijos de la república. Si el gobierno por falta de fondos, por los gastos
y circunstancias actuales, no puede mejorar su triste suerte, ¿no podrá a
lo menos extender una mano de protección hacia las dos sociedades [en
nota a pie de página el semanario aclara que se refiere a “la religión de
los Padres Betlemitas y la Hermandad de la Caridad] de misericordia,
que son su único apoyo y esperanza?”.
Ni los desvalidos del campo escapaban a la atención de El Censor:
“Los enfermos de la campaña y las enfermedades que atacan y aquejan
a los labradores exigen una atención particular. En la campaña, y casi
siempre en las poblaciones reducidas, se carece de facultativos y de
remedios. Por esta falta se agravan enfermedades ligeras en sus princi-
pios y en mil accidentes, comunes en los trabajos rurales; no se tiene el
auxilio pronto, que era necesario. La obra apreciable del Sr. Tissot, y la
del Sr. Buchan, y otras compuestas para el uso de las aldeas y familias,
no son suficientes y las más veces son perniciosas por estar en manos
de personas sin conocimientos elementales de medicina y física. Quien
no sabe descubrir bien los síntomas, ni distinguir las enfermedades, ni
indagar las causas remotas, &c. ¿cómo ha de aplicar bien los remedios
contenidos en tales obras, por excelentes que sean? Es pues de necesi-
dad que en ciertos puntos de la campaña y poblaciones cortas, hayan
físicos, cuyos estudios y experiencia los habilite a practicar con suceso.
Para lograr hombres de algún provecho en la facultad, es preciso que
puedan contar con una pensión o salario seguro. Es muy interesante
172 Armando Alonso Piñeiro

a la sociedad buscar fondos para tales establecimientos. Es de esperar


que los cabildos y los buenos ciudadanos de las villas sigan el impulso
que sobre esto reciban de los cuidados y generosas diligencias de la
administración. Si el número de habitantes hace las riquezas de un
Estado, cuantos gastos se emprendan en conservarlos y multiplicarlos,
se cubren con usura, y compensan abundantemente las pequeñas sumas
expendidas en favor suyo. Este es el único medio de que los físicos,
que lleguen a reducirse a vivir en la campaña, o que sean precisados a
ello, puedan ejercer su profesión de un modo noble y desinteresado; de
que puedan velar sobre todos los distritos que se les confíen, e ir a las
secciones donde fueren llamados. Si acaso aparece alguna epidemia,
se les obliga a presentar una menuda descripción de ella para que se
deposite en el archivo de la facultad. En ella describen exactamente
el método curativo que siguieron, y los remedios más propios con que
cortaron sus progresos. Descripciones semejantes servirían mucho a
sus sucesores y darían mucha luz sobre las enfermedades a que está
más expuesto el país, y ayudarían a la indagación de sus causas para
prevenirlas y curar sus efectos”.
Parecería, con estas reproducciones, que el semanario había cu-
bierto todas las posibilidades de una conservación de la salud pública
y la seguridad vial. Sin embargo, no se daba por vencido, y a conti-
nuación enfocaba el problema de la vacunación: “Todas las personas
de educación y de buena razón conocen cuanto interesa al aumento
y conservación de la población de la capital y de la campaña, que la
vacunación se generalice. Hemos hablado de esto mil veces y aún es
necesario repetirlo más y más. Los experimentos más felices hechos
en toda la Europa, América y Asia, prueban convincentemente que la
inoculación vacuna bien administrada, esto es, con todas las circuns-
tancias requisitas, libre del riesgo y resultados de la cruel viruela, que
por espacio de tantos siglos precipitó al sepulcro, mutiló y desfiguró
a tantas personas. ¿Pero de qué nos valdremos para generalizar este
método tan propio para conservar y aumentar la especie humana?
¿Obligaremos a los padres por la fuerza a que vacunen a sus hijos? La
fuerza y los reglamentos sólo servirían de hacer la vacunación odiosa
a los ánimos preocupados contra ella”.
El periodismo porteño en la época de la independencia 173

La nota continuaba extensamente e incluso proseguía en ediciones


sucesivas. A fines de septiembre, una brevísima noticia daba cuenta de
un hallazgo importante: “Cartas de Salta hablan del descubrimiento de
una mina de plata riquísima. Una carta de persona respetable fecha 18
de agosto, dice ‘que se habían calentado todas las cabezas por haber
aparecido cerca de la Estancia (seis a siete leguas de Salta), unos meta-
les muy ricos de barra de plata en el potrero de Castillo’”.
No he encontrado, lamentablemente, otras informaciones sobre la
mina de plata, acaso por carecerse de noticias, acaso porque no conve-
nía difundir demasiado el tema.
Pero para concluir con las variedades cotidianas de la Buenos
Aires de aquellos años, cabe rescatar un interesante comunicado del
Cabildo, que firmado por Atanasio Gutiérrez y Alejando Villota, se pu-
blicó el 14 de noviembre: “La grande carestía de trigo, que actualmente
experimenta esta ciudad, cuyos moradores se ven expuestos a carecer
de un primer sustento de la vida, no ha podido menos que tocar la sen-
sibilidad de este Cabildo, encomendado de velar sobre sus urgencias,
y sobre los medíos de remediarlas. Puesto en esta delicada situación,
al paso que ha procurado cuidadosamente no poner precio a los trigos,
dañando de este modo los derechos esenciales, cuya seguridad han bus-
cado los hombres reuniéndose en sociedad, no ha estado menos atento
en promover ese bien común a que cada particular quedó obligado para
con todos por el acto mismo de su asociación. Favorecer pues alterna-
tivamente a los propietarios de los trigos y a los consumidores, de un
modo conforme al interés social, ha sido la base de las deliberaciones
del Cabildo sobre la materia de que se trata. En esta virtud ordena a
V. haga saber a todos los moradores de ese partido que tengan trigos,
los conduzcan a esta ciudad, donde sin trabas ni prohibiciones tomará
este artículo el precio que le diese la plena concurrencia, única ley de
todo comercio; auxiliando para ello a los que por falta de recursos no
lo hayan efectuado, y dando parte al mismo tiempo de los que bajo
cualesquier pretexto lo rehúsen”.
La circular del Cabildo resulta sorprendente por varias razones. En
primer término revela la carestía –y en algunos casos la carencia– del
pan, alimento que siempre ha resultado indispensable para todas las
174 Armando Alonso Piñeiro

sociedades de la historia. Pero además señala el cuidado por no es-


tablecer precios máximos u oficiales al producto del trigo, como una
lección que venida de un pasado bastante remoto para nuestra joven
Argentina, enseña la inconveniencia de manejar los precios desde el
gobierno. Favorecer tanto a los propietarios como a los consumidores
según lo expresa taxativamente el documento de los cabildantes es
una medida de sana economía. Y al ordenar el transporte de la materia
prima a la ciudad para que el precio surgiera del libre juego de la oferta
y la demanda, denuncia una madurez difícil de entender.
La vida de los próceres
en la actualidad de su época

Es una revelación elocuente cómo la prensa de aquellos años de la


Independencia trataba a los brillantes contemporáneos que con el correr
de las décadas se convertirían en próceres.
El jueves 28 de marzo de 1816 El Censor reproducía una breve
esquela de Antonio J. Valdés dirigida a Manuel Ignacio de Molina, en
la que refiere a los encomios “tributados a los SS. coronel D. José de
San Martín y capitulares de Mendoza”. Y decía el firmante: “Aunque no
tengo el honor de conocer personalmente al primero, estoy impuesto de
sus virtudes recomendables, y esto me induce a mirarle con el respeto y
estimación que merece un hombre de su carácter público y moral”.
Cuatro meses más tarde se publicaba una corta proclama de San
Martín, a la sazón gobernador de Mendoza, que ante la necesidad de
trasladarse a Córdoba señalaba a su ejército: “Esta separación [en reali-
dad, era de sólo un mes] me sería terrible si no os fuera favorable. Sólo
anhelo a vuestra felicidad, corres­pondedme. Que tenga la satisfacción
de hallaros a mi vuelta en el mismo pie y disciplina que ahora os dejo.
A vuestros superiores, quedáis especialmente re­comendados; nada os
faltará. Subordinación, soldados. Cumplid vuestro deber como dignos
defensores de la patria, que no dilata el día de llevaros al triunfo”.
Frase esta última que anticipaba la próxima victoria en la vecina Chile
ocupada por los realistas.
En noviembre del mismo año, el inminente Libertador enviaba
una carta al periódico rechazando su ascenso militar. “…por el último
correo –escribe– se me avisa de esa capital haber solicitado el cabildo
de esta ciudad ante el excmo. supremo director se me diese el empleo
de brigadier. No es esta la primera oficiosidad de estos señores capi-
tulares; ya en julio del corriente imploraron del soberano congreso se
me nombrase general en jefe de este ejército. Ambas gestiones no sólo
176 Armando Alonso Piñeiro

han sido sin mí consentimiento, sino que me han mortificado suma-


mente. Estamos en revolución, y a la distancia puede creerse o hacerlo
persuadir genios que no faltan, que son acaso sugestiones mías. Por lo
tanto, ruego a V. se sirva poner en su periódico esta exposición, con
el agregado siguiente: ‘Protesto a nombre de la independencia de mi
patria no admitir jamás mayor graduación que la que tengo, ni obtener
empleo público y el militar que poseo renunciarlo en el momento en
que los americanos tengan enemigos’. No atribuya V. a virtud esta ex-
posición, y sí al deseo que me asiste de gozar de tranquilidad el resto
de mis días”.
Esta carta debió impresionar hondamente al país. El semanario
insertaba a continuación el siguiente comentario: “Sería necesario
estar dotado del alma más innoble y grosera para resistir a la emoción
que inspiran los nobles sentimientos de la carta antecedente. Si en
todo el curso de la revolución hubiesen tenido estas provincias jefes
de conducta tan asidua, desinteresada y pundonorosa, no hay duda
que sería distinta la suerte que en la actualidad experimentáramos.
Yo no sé si ofenderé el amor propio de algunos; pero mi expresión es
incapaz de enmudecer a la lectura de semejantes líneas. Ellas deben
excitar la misma sensación en toda alma bien dispuesta; y aunque la
modestia del general de los Andes debe resentirse de un elogio que no
esperaba, la efusión de un justo reconocimiento nos hará disculpables
a su delicadeza”.
No era la primera vez que San Martín se sentía mortificado por
episodios similares. Lo decía el semanario cerrando así su comentario:
“Es desgracia inseparable de la virtud el verse calumniada por la male-
dicencia; no es extraño entonces haber visto herida más de una vez la
reputación del general S. Martín; aunque es cierto que en contraposi-
ción el mundo sano, juicioso y circunspecto conserva siempre aquella
estimación que merecen las almas privilegiadas. Y el Ayuntamiento de
Mendoza en su incansable oficiosidad ha dado muestras inequívocas de
su generosidad, gratitud y buen deseo”.
El 9 de enero de 1817 se daba a conocer otra proclama sanmarti-
niana, esta vez dirigida a los “chilenos, amigos y compatriotas”, en la
El periodismo porteño en la época de la independencia 177

que advierte: “El ejército de mi mando viene a libraros de los tiranos


que oprimen ese precioso suelo”.
“Yo me enternezco cuando medito las ansias recíprocas de abrazar
tantas familias privadas de la sociedad de su patria, o por un destierro
violento o por una emigración necesaria”. El documento continuaba ex-
hortando a los chilenos a colaborar con el inminente ejército libertador
Y para aventuar cualquier duda o sospecha que pudiera albergarse al
otro lado de los Andes, San Martín aseguraba: “La tropa está prevenida
de una disciplina rigurosa y del respeto que debe a la religión, a las pro-
piedades y al honor de todo ciudadano. No es de nuestro juicio entrar
en el examen de las opiniones: conocemos que el temor y la seguridad
arrancan muchas veces las más extraviadas contra los sentimientos del
corazón. Yo os protesto por mi honor y por la independencia de nuestra
cara patria, que nadie será repulsado al presentarse de buena fe. El sol-
dado será incorporado en nuestras filas con la misma distinción de los
que las componen, y con un premio especial el que trajere sus armas.
El paisano hospitalario y auxiliador del ejército será recompensado
por su mérito, y tendrá la gratitud de sus hermanos. Se castigará con
severidad el menor insulto. Me prometo que no se cometerá alguno,
bajo las banderas americanas y que se arrepentirá tarde y sin recurso
el que las ofenda. Estos son los sentimientos del Gobierno Supremo de
las Provincias Unidas en Sud‑América que me manda, desprendiéndose
de una parte principal de sus fuerzas para romper las cadenas ensan-
grentadas que os ligan al carro infame de los tiranos; son los míos y
los de mis compañeros en la campaña. Ella se emprende para salvaros.
Chilenos generosos, corresponded a los designios de los que arrostran
la muerte por la libertad de la Patria.”
No cabe duda de que los movimientos de San Martín y su ejército
eran segui­dos con expectación en ambos países. El 20 de febrero de
1817 se anunciaba es­cuetamente: “Ha llegado el correo de Mendoza:
toda la Expedición está de la o­tra parte de las Cordilleras; todas las
cartas aseguran que ya debe haber toma­do la capital de Santiago, de
donde huía el enemigo cuyos planes han sido descon­certados; nuestro
ejército marcha ya cubierto de gloria”.
178 Armando Alonso Piñeiro

Y una semana después, bajo un titular que ahora llamaríamos tipo


catástrofe –“Espléndida Campaña de Chile”– el periódico se hacía eco
de lo que acababa de ocurrir en Chile, suceso éste “uno de los más
brillantes de nuestra historia militar”. La descripción es fervorosa y ve-
rídica, pues recordaba que “una fuerza preparada para resistirnos por el
espacio de más de dos años en un país lleno de toda clase de recursos,
es deshecha por una de nuestras divisiones fatigada por precipitadas
marchas sobre las asperezas de unas sierras nevadas y fragosas con una
celeridad increíble. Parece que la tropa enemiga era excelente, pero su
general no ha manifestado superioridad de talentos. Él confiaba dema-
siado en sí mismo; este es un defecto que nosotros heredamos, como ha
aparecido en varios encuentros. Él procede de una noble soberbia, que
suele ser infeliz cuando se pelea contra un ejército de patriotas bajo la
pericia militar de un héroe que al frente de los escuadrones decide las
batallas con sable en mano”.
El 6 de marzo se continuaba con la descripción, bajo el título “El
triunfo de los Andes”. Es curioso, pero el semanario estampó una
imagen absolutamen­te premonitoria, como es fácil advertir: “Vendrá
el tiempo en que esta empre­sa ardua y heroica se ponga en paralelo con
el pasaje de los Alpes por Aníbal y Napoleón”. Es exactamente lo que
ahora, dos siglos más tarde, se estu­dia en varias academias militares
europeas. Continuaba el relato: “¡Cuántas dificultades se han vencido!
¡Cuántos peligros! Llevar 5000 hombres sobre pe­ñascos, por desfila-
deros, por cuestas escarpadas en montes altísimos cubiertos de eterna
nieve; hacer 100 leguas de este camino singular, solitario, y cuyo aspec­
to inspira horror, sin esperanza de retirada… cuántos motivos para el
asom­bro! El genio, el valor, el amor de la Patria, el noble anhelo de la
gloria lo vencen todo. Los Alpes, los Pirineos, los Andes se han supe-
rado; no hay barre­ra para los héroes”.
Tras otras observaciones, el suelto periodístico informaba que la
noticia de tal triunfo había sido recibida con júbilo por el pueblo porte-
ño, como era lógico. La municipalidad festejó la victoria trasandina con
iluminaciones, bailes, máscaras y todo tipo de eventos celebratorios.
El periodismo porteño en la época de la independencia 179

Las autoridades no se quedaron en eso. El Cabildo organizó una


función teatral, principiada con una obertura y el correspondiente
acompañamiento de orquesta.
El 20 de marzo el semanario daba cuenta de otra resolución, bajo
el siguiente párrafo: “Obtener el agradecimiento, el aplauso, la admi-
ración de sus compatriotas, merecer la alta aprobación de sus hechos
expresada por la suprema magistratura que los preside, es la gloria de
la eminente virtud, es la satisfacción sublime y delicada que sostiene
a las almas excelsas en la carrera de los peligros, del honor y de la in-
mortalidad. El 5 del corriente marzo expidió el Directorio un decreto
en que señala a favor de Da. María Mercedes Tomasa de San Martín,
hija del héroe de los Andes, una pensión vitalicia de 600 ps. anuales
sobre la tesorería nacional, la que por un defecto de ella deberá recaer
en su madre Da. María de los Remedios Escalada, y por fallecimiento
de ambas en los demás hijos por orden natural. Por la enfermedad de
la Sa. de San Martín la tiernecita agraciada puso en manos de S. E. un
oficio de acción de gracias en que aquella respetable y amable joven
vierte la emoción de su alma sensible”.
El 6 de abril de 1817 el Cabildo festejó a San Martín con una re-
cepción que la prensa consideró “una de las más brillantes que se han
dado en Buenos Aires. Asistió el Supremo Director y las personas más
distinguidas nacionales y extranjeras”. El dato curioso –imposible para
los tiempos actuales– ­consistió en que duró desde las tres y media de
la tarde hasta las diez de la noche. “Competían en la mesa –concluía
el semanario– la magnificencia y el gusto más delicado. La ilumina-
ción de la sala fue la más digna de verse. Se brindó por la libertad,
por el gobierno, por los ejércitos, por los progresos de los principios
liberales &c”.
El 30 de septiembre del mismo año el Libertador hizo una breve
proclama –el laconismo fue siempre una de sus más notorias carac-
terísticas, tanto en lo ver­bal como en lo escrito– haciéndose eco con
indignación de las calumnias echadas a rodar por las fuerzas realis-
tas. Ellas señalaban que el Ejército Libertador tra­taba con dureza, no
dándoles cuartel, a los prisioneros españoles. “Semejante im­putación
–apostrofaba– ultraja de un modo inicuo al ejército unido que mando
180 Armando Alonso Piñeiro

y a mí mismo. Desmienten esta calumnia más de dos mil prisioneros y


ochenta oficiales tomados en Chacabuco y dispersos por varias partes.
Desmienta esto mismo el gene­ral Marcó. El derecho de gentes me au-
torizaba para pasarlo por las armas después que en la Gaceta de su go-
bierno me ofreció no la muerte propia a un militar, sino la horca como
a un asesino o salteador; con todo, él disfruta de las consideracio­nes
debidas a un prisionero. Señores oficiales y soldados enemigos, hagan
uste­des la guerra con coraje en favor de sus opiniones, pero jamás crean
imposturas que degradan al siglo ilustrado que vivimos y que ofenden
a mi ejército con tanta injusticia.”
La posterior victoria de Maipú exaltó los ánimos ciudadanos y
predispuso a las autoridades y al pueblo a múltiples homenajes en favor
de San Martín, a quien se lo esperaba en persona para los tributos co-
rrespondientes. Pero con varios días de anticipación se vieron impresos
poemas e himnos –en general, compuestos con la ingenuidad propia de
la época– y se instalaron en la Plaza Mayor inscripciones con similares
estrofas. Un ciudadano –Manuel Núñez­– elaboró una lámina en bron-
ce representando al Libertador a caballo, de la que se hicieron varios
ejemplares impresos en papel de buena calidad, puestos a la venta al
precio de cuatro reales cada lámina.
Así como San Martín y otros personajes de aquel tiempo eran
considerados con altos honores por el periodismo, ésta era agresivo con
aquellos inclasificados como patriotas. Entre éstos figuraba el general
José Artigas, atacado en la edición del jueves 17 de abril de 1817 por El
Censor en un artículo sólo firmado con las iniciales O. M. de G., que
me permito deducir a algún Martín de Gainza.
Indignado, el remitente contaba una noticia que le acababa de lle-
gar y que le había producido honda amargura: “Se me ha dicho que el
general Artigas, cuando dio la libertad a los oficiales de esta capital que
tenía en cautiverio, envió un recado a nuestro gobierno, concebido en
los siguientes términos: Que le había de hacer la guerra eternamente,
y cuando le faltasen hombres había de criar perros cimarrones para
acabar con los porteños”. Quien se dejaba lisonjear con el título de
Protector de los Pueblos Libres, no tenía “empacho en manifestar unos
sentimientos que ofenden no sólo a la decencia y la civilidad sino hasta
El periodismo porteño en la época de la independencia 181

la misma naturaleza”. El texto acusaba al caudillo oriental de sostener


eternamente la guerra civil: “Los medios que emplea para conseguir
unos fines tan desastrados ya se ve cuáles son: la anarquía, el desen-
freno y todos los desórdenes. Supongo que no hay hombre con dos
dedos de frente que crea en el Sr. Artigas y cuantos lo rodean talentos
bastantes para hacer la felicidad de un pueblo”. El texto continuaba en
parecidos términos, doliéndose por la suerte de los orientales que ya
habían caído en la miseria por lo que se decía la acción cruel e igno-
rante de su jefe.
En una segunda nota, el mismo autor insiste en sus apreciaciones,
incluso incitando a algún golpe de Estado contra Artigas: “Yo quiero
hacer entender a mis paisanos que si el general Artigas no muda de
conducta y no se conjuran todos a destruir su poder, las Provincias
todas, sin necesidad de que los españoles las conquisten, van a caer en
peores males que la misma esclavitud. Un ejemplo tan pernicioso no
puede menos que producir imitadores que no tarden en excederle”.
El 30 de enero de 1819 el semanario reprodujo comentarios perio-
dísticos originados en Estados Unidos en los que se acusaba a Artigas
de vender patentes de corso “para robar a los buques portugueses, que
han hecho presas de un valor enorme”.
¿Y cómo era considerado Manuel Belgrano por la prensa de la
independencia? Para empezar, surgen de sus páginas datos inéditos en
torno de su actividad. Así, en febrero de 1816, cuando el creador de la
bandera hacía pocas semanas que había llegado de Inglaterra, confió
a un amigo que sabía, tanto en Gran Bretaña, como en Francia y aún
en España, la existencia de “buenos oficiales” interesados en venir a
la Argentina: “…Si no vienen a este país es sólo por la escasez de me-
dios”. Y Belgrano, entonces, propuso promover una suscripción “a fin
de costear el pasaje de los militares americanos, especialmente hijos de
este país, que queriendo trasladarse de Europa al servicio de la patria,
no puedan verificarlo por falta de arbitrios”.
No tengo elementos para saber cómo terminó la gestión belgrania-
na. Pero cualquier otro episodio quedó sumergido cuando se produjo la
batalla de Tucumán, que el vencedor calificó como “el sepulcro de la
tiranía”. Al declararse la independencia, el 9 de julio de 1816, Belgrano
182 Armando Alonso Piñeiro

hizo jurarla a sus tropas, y El Censor reprodujo su breve proclama: “El


orden de nuestros sucesos consiguientes ha puesto el soberano congre-
so de la nación en vuestra ciudad, y éste, convencido de la injusticia
y violencia con que arrancó el trono de sus padres el sanguinario Fer-
nando, y de la guerra cruel que nos ha declarado sin oírnos, ha jurado
la independencia de España y de toda dominación extranjera, como
vosotros lo acabáis de ejecutar”.
“He sido testigo –continuaba– de las sesiones en que la misma
soberanía ha discutido acerca de la forma de gobierno con que se ha de
regir la nación, y he oído discurrir sabiamente en favor de la monar-
quía constitucional, reconociendo la legitimidad de la representación
soberana en la casa de los Incas, y situando el a­siento del trono en el
Cuzco, tanto que me parece se realizará este pensamiento tan racional,
tan noble y justo, con que aseguraremos la losa del sepulcro de los
tiranos.”
Eran conocidas las ideas de Belgrano sobre un gobierno monárqui-
co, en el que creía con toda convicción ante lo que él consideraba una
democracia republicana indudablemente débil. Más allá de la polémica
desatada a este respecto, el vencedor de Salta y Tucumán tuvo el acierto
de pedir el acatamiento al orden entonces vigente: “Resta ahora que
conservéis el orden, que mantengáis el respeto a las autoridades, y que,
reconociéndoos parte de una nación, como lo sois, tratéis con vuestro
conocido empeño, anhelo y confianza de librarla de sus enemigos, y
conservar el justo renombre que adquirió en Tucumán”.
Y concluía: “Compañeros, hermanos y amigos míos! En todas
ocasiones me tendréis a vuestro lado para tan santa empresa, así como
yo estoy persuadido que jamás me abandonaréis en sostener el honor y
gloria de las armas, y afianzar el honor y gloria nacional que la divina
providencia nos ha concedido”.
Como queda dicho, y es bien sabido, algunos próceres como Bel-
grano tenían ideas políticas que suscitaban algunas reacciones negati-
vas. Algo similar ocurría con el general Martín Miguel de Güemes, en
cuya doble defensa el semanario porteño publicó una larga nota de la
que sólo reproduzco algunas líneas: “Enhorabuena que a los señores
Belgrano y Güemes se les refute su opinión por los términos ad­mitidos;
El periodismo porteño en la época de la independencia 183

pero es muy repugnante verlos tratados con audacia tan chocante. Seme­
jantes hombres, muy dignos de consideración ¿son algunos criminales
porque, mo­vidos de un buen deseo, de una intención virtuosa, procuren
establecernos, aven­t urando con generosidad sus pechos y opiniones?
¿Y aunque fuesen criminales, to­ca a los editores de la Crónica [en
clara referencia a La Crónica Argentina, el otro semanario con el que
solía polemizar] enjuiciarlos con elación tan descome­dida? Yo llamo
la atención de todo el público para que lea cuanto lleve escrito sobre
gobierno, y creo que se hallará crítica y comparación; por lo menos,
así me lo persuaden los sensatos que me han hablado escandalizados
de la Crónica, en que sólo encuentran palabras, petulancia y falta de
moderación”.
En realidad, había ocurrido que La Crónica Argentina imputara
a Belgrano y Güemes opiniones algo audaces sobre la posibilidad de
utilizar la fuerza de las armas para imponer el régimen monárquico
que preconizaban. Nada de ello está corroborado por otras fuentes. El
Censor, haciéndose eco de una carta de lectores –tan extensa que debió
continuarse en otras entregas– condenó la “incivilidad con que ese pe-
riodista trata al benemérito general Belgrano, por la negra imputación
que le hace, atribuyéndole conatos a violentar al cuerpo soberano [en
referencia al Congreso de Tucumán] , para sancionar la forma de go-
bierno, y por la frivolidad con que trata la materia que ha dado mérito a
sus sarcasmos”. Luego de otras consideraciones, el artículo –con todos
los aspectos de ser un editorial– entra al fondo de la cuestión, en una
buena síntesis: “No soy tan necio que me considere capaz de discurrir
con acierto en materia tan ardua; pero no puedo prescindir de hacer
algunas indicaciones en justa defensa del honor vulnerado del general
Belgrano, y sobre la frivolidad e incongruencia de las reflexiones del
cronista (…) Tres circunstancias parece que son las que han exaltado al
cronista en esta ocurrencia. Primera, que un militar haya anticipado su
opinión en la materia. Segunda, que lo haya hecho estando a la cabeza
de un ejército que rodea al congreso soberano de las provincias. Terce-
ra, que esto haya sido en la circunstancia de declararse la independencia
política de la nación (…). En cuanto a la primera, todo ciudadano tiene,
no solo derecho, sino obligación de discurrir y trabajar en la ilustración
184 Armando Alonso Piñeiro

de sus conciudadanos, indicando las co­sas que cree conducentes a la


mejora de la suerte del país y progresos de su pros­peridad. El general
Belgrano creyó que el sistema monárquico constitucional era el que
más se adapta a nuestras circunstancias; publicó su opinión, ¿a quién
ofendió? Yo no pretendo garantir el acierto del proyecto, pero si al pe-
riodista novísimo le ha chocado tanto, debió batirle los fundamentos, y
con sólidas razones convencer lo contrario; pero enardecerse contra el
proyecto y prorrumpir en invectivas contra el autor, más parece efecto
de la ignorancia engendrada por el orgullo que celo por el acierto de la
deliberación. Un militar, dice, debe ser el último en declarar su opinión.
Esta proposición envuelve un sofisma con que presenta al general Bel-
grano como un refractario de los derechos de la sociedad”.
La nota continuaba extendiéndose en consideraciones similares,
siempre defendiendo el honor del creador de la bandera. Más adelante,
pasa a evaluar el segundo punto: “Pasemos ya a la segunda circunstan-
cia de que hace mérito el cronista para increpar al general Belgrano,
esto es, haber explicado su opinión, teniendo al congreso en medio de
la fuerza que manda (…) Pongamos un ejemplo: empezaron a discordar
dos potencias, un general acreditado en la guerra y lleno de conoci-
mientos políticos, opina que no debe hacerse un rompimiento; funda
su opinión; mas a pesar de los fundamentos que le asisten, el príncipe
se decide por la guerra, y le encarga el mando del ejército en operacio-
nes. Porque ese general era de opinión contraria, ¿había motivo para
sospechar que faltaría a su honor y a la fe prometida a su príncipe? Me
parece que no; su opinión particular era de un político; las disposiciones
del general son de un guerrero, lo cual prueba que nada influyen en las
operaciones privadas de los generales sobre materias políticas en las
operaciones militares de su ejército”.
Y por último: “Un efecto de malicia que envuelven los sarcasmos
del cronista es la tercera circunstancia de que hace mérito para criticar
y zaherir al general Belgrano, que es la circunstancia en que desplegó
tal idea; conviene a saber, cuando iba a promulgarse y jurarse la inde-
pendencia. Esta es una equivocación, y a fe que no podemos creer que
sea puramente involuntaria. Apenas llegó de Europa el general Belgra-
no cuando escribió la carta publicada en el periódico de V. datada en
El periodismo porteño en la época de la independencia 185

Buenos Aires a 13 de marzo: época en que ni era general de este ejér-


cito, ni había congreso instalado, ni estaba constituida la autoridad de
que emanó su nombramiento; en ella, como es de verse en los números
55 y 56 [se entiende que de El Censor] , franquea esta idea con el fin
de que se publique y que circule entre los americanos. Viniendo a esta
ciudad sabiendo el congreso que había desplegado tal idea, quiso oírlo,
lo llamo a sesión extraordinaria, expuso los fundamentos y los princi-
pios de conveniencia que debían tenerse en consideración. Después, en
sesión pública renovóse la discusión, se tuvieron en consideración todos
los motivos de conveniencia y disconveniencia, se apuró la materia con
mucha sabiduría e Ilustración, y cuasi una absoluta totalidad se decidió
por este sistema”.
La información continuaba, pero en los mismos términos reivin-
dicatorios para el vencedor de Tucumán. Una información que prueba
indubitablemente el respeto de Belgrano por los derechos soberanos
de la legislatura. Su moción no fue aprobada y todo se encarriló nor-
malmente.
Esto me lleva a recordar que la prensa, varios meses antes del
9 de julio de 1816, ya se había embarcado en la polémica suscitada
entre monarquía y república. “En uso de la libertad de la imprenta
–manifestó el semanario–, todo hombre está facultado para expresar
su opinión en este particular, especialmen­te cuando la constitución no
se ha fijado, y cuando el negocio es de naturaleza controvertible. Yo no
sentaré opinión ninguna como decisiva; estoy dispuesto a jurar la forma
de gobierno que se establezca, y se crea más conveniente, siem­pre que
tenga por base la independencia americana. Por lo tanto, ceñiré mis
ideas aventurando ligeras reflexiones en pro y contra de los gobiernos
que pue­dan adoptarse. Estos no pueden ser otros que: gobierno demo‑
crático extensivo a un solo Estado, gobierno aristocrático de igual
extensión, Estado colectivo o federal, o monarquía constitucional”.
Luego de innumerables y bien conceptuadas observaciones, la elección
por un gobierno democrático aparecía como la de ma­yor conveniencia,
con interesantes manifestaciones en torno de la monarquía: “Pero en
el caso que se proyectase entre nosotros una monarquía constitucional,
creyéndola preferible a toda otra especie de gobierno, en ese mismo
186 Armando Alonso Piñeiro

momento a­saltaría esta cuestión: consultando la justicia, la política y


nuestra misma conveniencia ¿quién ha de ser el rey?”.
“No he tocado a propósito nuestro derecho a substraernos de Es-
paña, por ser demasiado claro. Según los más acreditados publicistas
solo hay tres modos legí­timos de llegar a dominar un país: o por suce-
sión, o por elección libre de un pueblo, o por conquista hecha contra
un enemigo, que ha excitado la guerra. Es­tos países fueron colonias
españolas por conquista ilegítima; porque jamás exci­taron la guerra de
España. Tácito dice que un imperio ganado con violencia no se puede
conservar por los medios de la modestia y dulzura (…); y los españoles
han seguido a la letra este principio; pero el mismo Tácito agrega que
el rigor que es necesario ejercer para mantener la conquista, apura la
paciencia hasta el caso de sublevar a los oprimidos (…); luego también
seguimos la letra del mis­mo Tácito.”
La prensa de la época de la independencia era casi unánimemente
prodemocrática, apelando con inteligencia a distintos pensadores: “El
más fuerte argumento que se hace valer en la doctrina de Tomas Pay-
ne contra toda especie de monarquía es que la generación presente no
tiene ningún derecho para establecer un monarca, es­clavizando así las
generaciones venideras a este monarca y sus sucesores, y coar­tándoles
el derecho que tienen, como nosotros, para usar de su libertad; pero en
este raciocinio yo encuentro más bien un principio halagüeño que un
juicio sóli­do: hay más bien belleza de palabras que base fundamental;
y por más que se quie­ra favorecer esa idea, resulta cuando menos que
por huir de esclavizar la genera­ción futura, nos esclavizamos a ella,
sancionando el desorden por su respeto, o viviendo en continua bo-
rrasca, por dejar a nuestros hijos la libertad de ahogar­se, o tomar una
tabla y salir a puerto”. Lo que a primera vista parece un argumen­to
proclive a la idea monárquica, se desarrolla luego ingeniosamente,
porque –siempre citando a Payne–, se señala que éste “abulta con tanto
estudio los defectos de la monarquía, confundiendo la constitucional
con la absoluta y se esfuerza tanto por embellecer la democracia, que
no es extraño se lleve tras sí infinidad de prosélitos desprevenidos”.
Los pros y los contras iban y venían en las páginas de los distintos se-
manarios, prosiguiendo la polémica incluso va­rios meses más tarde de
El periodismo porteño en la época de la independencia 187

haberse declarado la independencia, el 9 de julio ante­rior. Pero la razón


y la voluntad popular primaron por sobre las especulaciones políticas
y filosóficas. La discusión había concluido.
Apéndice I
El esmero idiomático en la prensa
argentina de la independencia

El presente texto tiene por objeto demostrar el cuidado del perio-


dismo argentino en los primeros años de la independencia por el res-
peto del idioma, algo infrecuente en la América hispana de comienzos
del siglo XIX.
Para ello he investigado en los archivos especializados, detenién-
dome por el momento en un solo semanario, El Censor, puesto que
desarrollar el análisis a otros órganos de comunicación llevaría una
extensión considerable, incompatible con las características enmarca-
das en este tipo de trabajos.
El Censor se publicó a lo largo de tres años y medio, desde el 15
de agosto de 1815 hasta el 6 de febrero de 1819, comenzando por una
periodicidad quincenal, en los dos primeros números, convirtiéndose
en hebdomadario en el tercero. Publicó un total de 177 números, siendo
sus redactores Antonio José Valdés y fray Camilo Enríquez.
En su edición príncipe El Censor dedicaba poco más de una página
al tema idiomático, bajo el título “Advertencia ortográfica”. Decía la pu-
blicación: “En este periódico se observará constantemente la ortografía
de la Academia Española con respecto a los acentos1 y demás notas
que arreglan la división de oraciones, accidentes y circunstancias que
forman el discurso; mas respecto al uso de las letras se notará alguna
variación, a que ha dado lugar en Europa y algunas partes de la Amé-
rica Septentrional el deseo de simplificar la escritura”.
La introducción era atinada y tiene el mérito de poseer plena
vigencia en los comienzos de nuestro siglo XXI, porque todas las

1
Sin embargo, esta advertencia no pudo cumplirse en gran parte de la colección
del semanario, porque se utilizaban tipos de origen inglés, idioma éste que carece de
acentos. Con el tiempo pudo corregirse la anomalía.
190 Armando Alonso Piñeiro

lenguas –y de manera especial la española– se caracterizan por esta


tendencia a la simplificación, en tanto y en cuanto ella no suponga el
abandono de la elegancia estilística, que es otra cosa. “Así –continua-
ba el semanario–, aunque prescribe la Academia que los nombres de
títulos o dignidades se escriban con mayúscula, los escribiremos con
minúscula, aun cuando se hallen en su sentido principal y más notable:
tales son rey, conde, general, etcétera.” Resulta sorprendente y positiva
esta formulación, porque el semanario argentino se adelantaba en una
centuria y media a las normas actuales de la Real Academia Española,
pese a que me invade la irritación cuando leo en algunos diarios y re-
vistas y hasta libros, la primera letra mayúscula en los grados militares.
El Censor de 1815 era más sabio que muchos medios de comunicación
de la actualidad.
Decía más adelante: “En cuanto a la consonante C también se
hallará variación pues con el mismo objeto de simplificar y aun de uni-
formar, la usaremos generalmente en lugar de Q, sin detenernos en im-
portunas etimologías, escribiendo con ella cuanto, cuando, cincuenta,
consecuente, etcétera. De suerte que sólo escribiremos q en las combi-
naciones que, qui. Estas modificaciones, además de tener la ventaja de
uniformar nuestra escritura, hacen más asequible la inteligencia de la
ortografía, y excluyen el acento diéresis, que se usaba en la sílaba que,
y en adelante, sólo tendrá lugar en las combinaciones gue, gui”.
Este párrafo también merece una reflexión. El periódico porteño,
sin decirlo expresamente, refutaba a todos sus colegas, incluso a los de
la propia península hispánica, y se adelantaba sin saberlo a las normas
lingüísticas establecidas más tarde. En mis estudios historiográficos y
filológicos siempre he leído en las publicaciones de hasta mediados del
siglo XIX palabras como quanto, cinquenta, consequente, todas con
cu en vez de ce.
“Nuestra ortografía –comentaba el semanario–, sin embargo de
ser la más sencilla que se conoce, es aún susceptible de mil mejoras,
que son muy fáciles de exponer en circunstancias oportunas, y entre-
tanto los preceptores de la juventud no deben desatender esta parte
sustancial de la educación, en que vemos errar inadvertidamente a
sujetos por otra parte recomendables. Muy frecuente veo escribir el
El periodismo porteño en la época de la independencia 191

verbo abrogar en lugar de arrogar –continuaba el redactor de la nota–,


atribuyendo al primero la idea que envuelve el segundo, no obstante ser
diametralmente opuesto, pues el primero significa rescindir –el original
dice rescindere, pero atribuyo a un error tipográfico esta morfología–,
esto es, separar, anular, abolir, y el segundo asumir, esto es, atraer,
asumir, apropiarse, y estos errores son muy notables a los ojos de los
inteligentes: y si no sugieren una pobre idea del que incurre en ellos, a
lo menos denuncian su incapacidad en esa línea. Iguales observaciones
haría sobre otras voces, pero los remitiremos a otro número.”
La promesa demoró un poco pero se cumplió. En su número 70
del 2 de enero de 1817, El Censor recordaba: “Es reparable a la verdad
que en un pueblo considerado en el día como la ciudad más ilustrada
de esta parte de la América independiente, se advierten en los escritos
y obras públicas, más respetables, defectos de idioma incompatibles
con la ilustración que prevalece”. Resulta estimulante que ya en 1817
Buenos Aires fuera categorizada como la primera de la América Latina
en cuanto a nivel cultural, honrosa clasificación que se ampliaría con
el paso de las décadas. Pero el redactor, por ello y con mayor razón
abominaba del mal uso idiomático. Comenzaba nada menos que por la
educación infantil impartida en las escuelas. “…es ciertamente repren-
sible –sostenía­– que un maestro que hace alarde de enseñar gramática
general a sus alumnos, no advierta que en las tablas comunes de cuen-
tas que les pone en las manos para aprender aritmética, se lea 7 veces
7 es 49, en lugar de 7 veces 7 son 49, que es como debe escribirse y
pronunciarse, según prescribe la concordancia natural del nominativo
y su verbo”.
Y la siguiente observación tiene inesperada actualidad: “Un so-
lecismo enteramente opuesto se observa en hombres envejecidos en
las letras, y aún con reputación de retóricos; y es el uso de concertar
los verbos usados como impersonales en nuestro idioma, con agentes
o personas que concurren en la oración sin ser propiamente partes re-
gentes o móviles de ella; así se oye decir muy comúnmente hubieron
hombres, hacen muchas semanas, han habido días, etcétera, en lugar
de decir hubo hombres, hace muchas semanas, ha habido días, que
es como se habla generalmente en castellano; porque en las oraciones
192 Armando Alonso Piñeiro

expuestas los sustantivos hombres, semanas y días no rigen como agen-


tes de los verbos hubieron, hacen y han habido, sino que son las cosas
hechas o habidas, por lo que llamar al plural los verbos citados, es una
especie de violencia que sólo puede hacerla imperceptible la fuerza de
una costumbre viciada”.
Si el relator de El Censor estuviera hoy entre nosotros y escuchara
los medios electrónicos de comunicación, no dejaría de horrorizarse
que casi doscientos años después de sus atinados comentarios, continúe
incurriéndose en los mismos despropósitos idiomáticos.
Véanse otras correcciones del ilustrado periodista: “Asimismo se
observa el uso indiferente entre la conjunción causal porque y la prepo-
sición por antepuesta a la partícula que, siendo cosas tan opuestas entre
sí, pues la primera es una sola dicción en los casos como el siguiente:
yo escribo porque es necesario; y el segundo modo de hablar es ente-
ramente diverso, consta de voces separadas, y ocurre más comúnmente
en las oraciones interrogantes en que la preposición rige a la partícula
que de esta manera: ¿por qué discurres así? Este mismo defecto he
advertido en la conjunción adversativa sino, confundiéndola a menudo
con la conjunción con­dicional si, cuando gobierna al adverbio no, cuyo
diferente ejercicio puede compararse en los ejemplos siguientes: Si no
hablas bien, no esperes del público sino desprecio”.
Y entusiasmado con nuevos modelos de incorrección, añadía: “Yo
he visto algunas veces en estos últimos días confundir el adver­bio de
lugar ahí con el verbo impersonal hay, escribiendo el uno por el otro
en tono grave y aseverado; he visto escribir gravar por grabar, cuando
las significaciones son tan diversas (…). Es constante que cuando un
individuo está sentado o recostado, si se levanta por cualquier motivo
que sea, el referido individuo no se para, sino que se pone en pie o de
pie, con cuyos modos adverbiales explicamos la distinta actitud que se
toma; por eso es muy duro oír decir hasta en las asambleas públicas
pararse por ponerse en pie. Todo hombre sensato sabe que pararse
significa detenerse o cesar en el movimiento, pero no levantarse; y es
muy notable que muchos sensatos, por una reprensible deferencia se
acomoden a un uso tan impropio, en lugar de coadyuvar a la pureza
del idioma”.
El periodismo porteño en la época de la independencia 193

Aquí cabe una aclaración. El redactor tenía razón cuando pu-


blicó esta última corrección, porque así lo había normado la edición
del Diccionario de la Real Academia Española. Pero con el tiempo el
significado fue variando, y tal como puede verificarse en la vigésima
segunda edición, correspondiente a 2001, la octava acepción de parar
señala: “estar o poner de pie”. Ciertamente la definición remite al ha-
bla imperante en Murcia y América; resulta igualmente válida como
generalización aceptada, pero la limitación geográfica precisada está
implicando la supervivencia de aquel significado original de comien-
zos del siglo XIX, sin vigencia académica en el resto de la península
hispánica.
Me parece evidente que de los dos redactores de El Censor era
Antonio José Valdés el actor exclusivo de todas estas precisiones idio-
máticas, que se había especializado en el tema. En enero de 1817 había
publicado una Gramática de su autoría, y simultáneamente escribía un
tratado de ortografía, que hizo imprimir a comienzos del mismo año
en la célebre imprenta de Gandarillas. Como también era autor de un
compendio de aritmética, no cabe duda de que estamos frente a un casi
desconocido educador de la Buenos Aires de la independencia, cuyos
escritos quedan a la vista con tales referencias.
La Gramática tenía una dedicatoria del autor –firmada con sus
iniciales: A.J.V.–, cuyo texto confirma su predilección por el buen uso
del idioma. “Todas las naciones cultas –decía– tienen y han tenido,
por principal cuidado aprender en su lengua patria las reglas generales
de la gramática, a fin de expresarse con elegancia y propiedad y poder
adquirir fácilmente el conocimiento de las demás lenguas sabias y
vulgares.”
La educación en los primeros tiempos de la independencia daba
especial cabida al buen lenguaje hablado y escrito. Voy a concluir este
apartado –que por supuesto no agota el tema­– señalando que el 2 de
septiembre de 1818 fueron sujetos a examen final en la Iglesia de San
Ignacio nueve alumnos. El preceptor era Rufino Sánchez y los alumnos,
Martiniano García, Domingo Diana, Tomás Baillo, Bruno González,
Manuel Eguía, Felipe Larrosa, Eladio Quintana, Pedro Molina y An-
tonio Fuentes. Las materias del examen fueron –y estoy transcribiendo
194 Armando Alonso Piñeiro

textualmente del documento consultado– “los elementos del arte de


escribir, los de la ortografía, los de la gramática universal, los de proso-
dia”, con el agregado de otras especialidades: religión, moral, derecho
natural y de gentes, etc. Los nueve alumnos aprobaron el resultado final
de este programa educativo que era costeado y dirigido por el Cabildo
porteño, y que ratifica la dedicación del gobierno de la época en la
formación integral de la juventud2.

2
Capítulo basado en el trabajo del mismo título (“El esmero idiomático en la
prensa argentina de la Independencia”), aparecido en 2005 y publicado por la Acade-
mia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación.
Apéndice II
San Martín visto por la prensa
de su época

Los años 1814 y 1815 fueron de difícil y elaborada preparación


para que el Ejército de los Andes se constituyera, se disciplinara y pre-
parara su magna epopeya libertadora, con la clara intención de marchar
sobre Chile y concluir –al menos en una primera etapa– con el poder
español en Perú.
La prensa de su tiempo no era ajena a tales proyectos, ya que no
se trataba de ningún secreto. Tampoco lo era la famosa expedición
española que desde Cádiz se decía que iba a partir para aplastar a los
díscolos argentinos que se habían atrevido desde 1810 a desafiar el po-
der hispano. Pero parece cierto, casi dos siglos después, que aquellas
noticias de la planeada represión española sobre América del Sur eran
más expresión de deseos que otra cosa.
“Acabamos de saber por carta de un individuo de crédito que sa-
lió de Cádiz el 24 de septiembre, que no había medios con que hacer
expedición, decía un artículo semianónimo publicado en La Prensa
Argentina el martes 12 de diciembre de 18151, firmado por un inno-
minado cabo de escuadra. Y luego informaciones más concretas sobre
el estado imperante en el país trasandino: Sabemos también que todo
Chile está descontento, y que espera con ansias a sus libertadores; que
no pasan de 1200 hombres veteranos, los que ahora un mes existían en
la capital (…) que no llegan a 600 los que guarnecen toda la provincia
1
He preferido modernizar, en este caso, la tipografía. La Prensa Argentina era
un semanario político y económico que se editó entre el 5 de septiembre de 1815 y el
2 de noviembre de 1816, impresa en la famosa imprenta de Gandarillas. La Biblioteca
de Mayo hizo una reproducción símil tipográfica (Senado de la Nación, Biblioteca de
Mayo, tomo VII, Periodismo, Buenos Aires, 1960. pp. 5913‑6279).
196 Armando Alonso Piñeiro

de Concepción, y que no pasan de 100 los que hay en toda la de Co-


quimbo…”
El autor del artículo aparentemente sabía lo que escribía. Coquim-
bo era un rico territorio con minas de cobre, oro y plata. El ocupante
español Osorio apelaba periódicamente al producido de estos yacimien-
tos para pagar a sus tropas, de manera que como agudamente advertía
el “cabo de escuadra”, si se lograba tomar dicha provincia tendría “que
cerrarse la casa de moneda, porque los cerros de San Pedro Nolasco
y una que otra peña de oro de Concepción no dan ni para cubrir los
gastos de aquella casa, y en consecuencia las tropas chilenas (sic, por
españolas) se desertarán si no se nos reúnen; o recurrirá Osorio a nue-
vos impuestos insoportables, que le harán aborrecido aún a los suyos,
como ha sucedido a Murillo en Caracas”.
El improvisado pero no mal informado articulista añadía que una
campaña militar contra el poder español en Chile, tenía varias ventajas
colaterales, aparte de la obvia esencial de su libertad. Por ejemplo, im-
pedir que continuaran los auxilios y refuerzos a las guarniciones esta-
cionadas en el Perú, que últimamente habían ascendido a novecientos,
con destino al virrey Pezuela.
Un segundo beneficio era el de socorrer las necesidades de Buenos
Aires con los elementos chilenos –que puntillosamente preveía su rein-
tegro–. Luego de varias consideraciones acaso algo banales, encontraba
otra utilidad evidente: enviar desde Chile “nuestros auxilios al Perú y
arruinar los de Lima con mayor facilidad. Finalmente, abierto el co-
mercio de aquel rico país, cuya balanza está a nuestro favor, crecerán
los ingresos de nuestros fondos públicos y tendrán un asilo y puertos
seguros los que de acá naveguen, por su interés particular o público”.
Estas y otras publicaciones prueban que desde Buenos Aires se se-
guía con intensa atención la preparación de la campaña sanmartiniana.
Pero no solamente el curso de ella encendía la imaginación, sino todo
lo referido a su jefe máximo, Don José de San Martín.
Así, el mismo semanario se ocupó de publicar los textos de dos do-
cumentos que no por conocidos dejan de ser interesantes en cuanto a la
difusión periodística que tuvieron en su tiempo. Me refiero al oficio que
el 22 de noviembre de 1815 enviara el Cabildo al gobernador intendente
El periodismo porteño en la época de la independencia 197

de Cuyo, cuando San Martín debió separarse de su esposa. La corpora-


ción, en pocas palabras, creía encontrar la causa del episodio. Y decía:
“Cuando este cabildo observa al pueblo conmovido por la forzosa y
repentina separación de la señora esposa de V.S., no ha podido menos
que tomar toda la parte que merece la moción. Ambos sexos piensan
sobre el mérito de esta deliberación. Unos aseguran que a precaución de
las invasiones del enemigo, otros que temen la separación de V. S. del
gobierno, y los más que esta medida nace de la escasez del sueldo, que
no alcanza a V. S. para sostener su familia”. El Ayuntamiento se incli-
naba por la última hipótesis y, conmovido, expresaba el reconocimiento
que merecía San Martín –“que con su eficacia y talentos ha dado otro
ser, otra opinión y rango a esta provincia”–, lo que llevaba al cuerpo a
arbitrar medios que aseguren una decorosa subsistencia.
Como se sabe, San Martín había donado la mitad de su sueldo,
pero lo que no resulta tan conocido es que ante la apurada situación
económica en que lo había puesto esta cesión, se vio obligado a vender
“un coche, con el que debía contar para conducir a su señora esposa”
–decía textualmente el documento del Cabildo–, “no aventurándola a la
incómoda y dilatada ruta del tráfico de carretas”. Tras otras considera-
ciones altamente elogiosas para la personalidad y el patriotismo de San
Martín, la comunicación lo exhortaba a suspender aquella resolución
de donar la mitad de su sueldo.
Llama la atención que el mismo día, 22 de noviembre, San Martín
le contestara al Ayuntamiento con una brevísima nota de veinte líneas.
Allí desmiente la versión de sus dificultades económicas, señalando que
la resolución sobre el alejamiento de Remedios databa del año anterior.
Y agrega escuetamente: “Mis necesidades están más que suficiente
atendidas con la mitad del sueldo que gozo, y así como mi pronta
deferente a la solicitud de V. S.es un comprobante del aprecio que me
merece esa respetable corporación, así ésta diferirá a la mía, de que se
suspenda todo procedimiento en materia de aumento de mi sueldo en la
inteligencia que no sería admitido por cuanto existe en la tierra”.
198 Armando Alonso Piñeiro

San Martín suavizaba la dureza de estas palabras con un agrade-


cimiento final: “V. S. en su oficio de ayer2 compromete mi gratitud de
un modo que el sacrificio de mi misma vida seria escaso a su demostra-
ción. Sírvase V. S. creer que mi reconocimiento en favor de esa repre-
sentación y su representado será tan eterno como mi existencia.”3
La noticia de la derrota patriota de Sipe‑Sipe llegó algo retrasada
a Mendoza, como era habitual en la época. Fue en mayo del año si-
guiente, 1816, que La Prensa Argentina publicó un breve comunicado
firmado por varios oficiales, San Martín el primero de ellos: “Cuando
la fama publica los hechos heroicos –decía–, es por demás excusarse a
elogios particulares al nombrar grandes acasos, si se habla de la desgra-
ciada jornada de Sipe‑Sipe, se describe el mérito y la virtud. Los jefes,
oficiales y tropa de los escuadrones 3 y 4 nos felicitamos mutuamente
al oír encomiar la comportación de nuestros compañeros de armas, y
los saludamos con la expresión más sincera de afecto, deseosos de que
se nos presente ocasión en que acreditar con gloria pertenecemos todos
a un regimiento que sabe sostener con decoro los derechos de su patria
y de su honor.” Fechado en Mendoza, el 14 de febrero de 1816, el oficio
estaba rubricado por San Martín, Zapiola, Melián y Medina; Manuel
Soler en nombre de los capitanes, José María Rivera por delegación de
los tenientes, y Pedro Ramos en representación de los alféreces.4
Entre las curiosidades que depara la prensa de la época, figura
la existencia de una Oración Fúnebre de Túpac Amaru, según un
aviso publicado en La Crónica Argentina del sábado 26 de octubre de
1816.5
2
O San Martín se equivocaba y debía haber escrito “en su oficio de la fecha” o
bien el pliego del Cabildo estaba mal fechado. Una tercera hipótesis es que, anteda-
tado, fuera entregado el 22, detalles todos éstos de escasa relevancia que no hacen al
fondo de la cuestión.
3
La Prensa Argentina, martes 26 de marzo de 1816, Senado de la Nación, ob.
cit, pp. 60/2/3.
4
La Prensa Argentina, martes 14 de mayo de 1816, Senado de la Nación, ob.
cit., p. 6115.
5
La Crónica Argentina era otro periódico porteño de periodicidad irregular,
puesto que se editaba a veces semanalmente, a veces cada cuatro o cinco días, según
la información de que se dispusiera. Apareció entre el 30 de agosto de 1816 y el 8 de
febrero de 1817, y se imprimiría en la Imprenta del Sol. Este mismo aviso se publicó
El periodismo porteño en la época de la independencia 199

El brevísimo texto decía: “Dedicada al Coronel Mayor D. José de


San Martín. Se vende en los lugares acostumbrados”.
Constituido y ya en campaña el Ejército de los Andes, el periodis-
mo porteño publicaba con cierta frecuencia noticias de su desarro­llo,
si bien con la mesura necesaria para preservar el secreto de las ope-
raciones. En enero de 1817, por ejemplo, y precisamente bajo el titulo
“Ejército de los Andes” manifestaba haber recibido noticias que “nos
han llenado de la mayor satisfacción; esperamos que la prudencia del
General sabrá conducir con gloria a esas valientes legiones al campo
del honor para romper las cadenas que el despotismo español ha forjado
para oprimir el reino de Chile”. Explicaba la información que las tropas
sanmartinianas guardaban estricta disciplina, énfasis explicable porque
era un fantasma a veces repetido en todos los ejércitos.
Tras diversas consideraciones históricas al respecto, no sin recor-
dar a Aníbal con sus cartagineses destrozando a los romanos, decía la
nota: “Así que la capacidad que ha mostrado el general San Martín en
la organización de un cuerpo de caballería bajo un perfecto sistema
militar, unida a la prudencia que debe acompañarle para conservar
como un tesoro sus fuerzas, nos induce a esperar un resultado feliz
para la patria”.
El 17 de enero –la información fue publicada el sábado 25–, el
Ejército de los Andes debía ponerse en marcha con seis divisiones,
cinco mil caballos y dieciocho mil mulas. Los realistas, abundaba el
periódico, habían enviado una división de diez hombres con destino a
Chillán y Talcahuano, “seguramente para explorar las marchas de nues-
tro Ejército, pero –añadía– el soberbio enemigo parece que no estaba
en disposición de salir de Santiago.”
No se equivocaba La Crónica Argentina al advertir que la opinión
pública estaba atenta a esa expedición, “cuyos resultados serán para la
patria de consecuencias muy serias; pero nosotros esperamos que el

dos días después en El Observador Americano órgano editado a lo largo de poco mas
de dos meses, del 19 de agosto al 4 de noviembre de 1816.
200 Armando Alonso Piñeiro

valor de sus ilustres combatientes la coronarán con laureles arrancados


con los esfuerzos de sus brazos.”6
El 30 de junio de 1816 San Martín partió de Mendoza hacia Cór-
doba, para conferenciar con el director Juan Martín de Pueyrredón, a
los fines de discutir detalles sobre la Campaña de los Andes. Antes de
salir, emitió una breve proclama, que curiosamente no figura en las
compilaciones habituales de los documentos sanmartinianos. Si bien
la publiqué oportunamente7, su origen se encuentra en el periódico El
Censor, número 478, bajo el título “Proclama del señor gobernador de
Mendoza a sus tropas al partir para Córdoba”. Carece de fecha, pero
tuvo que emitirse entre el 29 y el 30 de junio, como uno de los últimos
papeles firmados en este período por el Libertador. Y dice así: “Solda-
dos: la autoridad suprema, el interés sagrado de la libertad me alejan
de vosotros por un mes. Esta separación me sería terrible si no os fuera
favorable. Sólo anhelo a vuestra felicidad, correspondedme. Que tenga
la satisfacción de hallaros a mi vuelta en el mismo pie y disciplina que
ahora os dejo. A vuestros superiores quedáis especialmente recomen-
dados: nada os faltará. Subordinación, soldados. Cumplid vuestro deber
como dignos defensores de la patria, que no dilata el día de llevaros al
triunfo. San Martín.”9
La prensa porteña registró pocos meses después, a fines de 1816,
uno de los habituales gestos sanmartinianos que iban rodeándolo de
una aureola singular. El propio gobernador cuyano envió una nota a
El Censor, haciéndose eco de una solicitud del Cabildo mendocino al
director Pueyrredón para que fuera ascendido al rango de brigadier.
6
La Crónica Argentina, Buenos Aires, sábado 25 de enero de 1817, Senado de
la Nación, ob. cit., p. 6466.
7
Armando Alonso Piñeiro, El Supremo Americano, Editorial Depalma, Buenos
Aires, 1975, pp. 90‑91.
8
El Censor era uno de los periódicos que aparecían en la capital argentina en la
época. Como otros, carecía de una periodicidad programada. Se editó entre el 15 de
agosto de 1815 y el 6 de febrero de 1819, totalizando 177 números. Hasta noviembre
de 1816 salía de las prensas de Gandarilla, imprimiendo luego en la del Sol pero sólo
los siete números siguientes, recalando hasta su extinción en la venerable Imprenta
de Niños Expósitos.
9
El Censor, jueves 18 de julio de 1816, Senado de la Nación, ob. cit., p. 6808.
El periodismo porteño en la época de la independencia 201

Recuerda San Martín que no era esta la primera oficiosidad de estos


señores capitulares, puesto que en julio pasado habían solicitado que
el Congreso lo nombrase general en jefe del Ejército de los Andes.
Ambas gestiones –aclaraba el afectado–, “no solo han sido sin mi
consentimiento, sino que me han mortificado sumamente. Estamos en
revolución, y a la distancia puede creerse, o hacerlo persuadir genios
que no faltan, que son acaso sugestiones mías. Por lo tanto, ruego a
V. se sirva poner en su periódico esta exposición, con el agregado si-
guiente: ‘Protesto a nombre de la independencia de mi patria no admitir
jamás Mayor graduación que la que tengo, ni obtener empelo publico y
el militar que poseo renunciarlo en el momento en que los americanos
no tengan enemigos’10. No atribuya V. a virtud esta exposición, y sí al
deseo que me asiste de gozar de tranquilidad el resto de mis días.11
El editor de El Censor agregó por su cuenta una nota de poco más
de ciento cincuenta palabras, cuyo inicio era por sí solo una definición
editorial: “Sería necesario estar dotado del alma más innoble y grosera
para resistir a la emoción que inspira los nobles sentimientos de la carta
antecedente”.
Continuaba con elogios muy sentidos, para efectuar a renglón se-
guido una acusación sobre las calumnias de que era objeto el goberna-
dor cuyano: “Es desgracia inseparable de la virtud el verse calumniado
por la maledicencia: no es extraño entonces haber visto herida más de
una vez la reputación del general S. Martín: aunque es cierto que en
contraposición, el mundo sano, juicioso y circunspecto conserva siem-
pre aquella estimación que merecen las almas privilegiadas “ ””.
No es secreto, por cierto, que San Martín contó desde siempre con
poderosos enemigos, en Buenos Aires y fuera de ella. La estrategia de
hacerlo aparecer como peticionando cargos y honores era propia de
esos adversarios, algunos de los cuales sin duda figuraban en el Cabildo
mendocino.
10
Subrayado en el original.
11
La carta estaba fechada en Mendoza el 21 de noviembre de 1816 (El Censor,
jueves 12 de diciembre de 1816, Senado de la Nación, ob. cit., pp. 6954-55).
202 Armando Alonso Piñeiro

En vísperas de cruzar la Cordillera San Martín emitió una procla-


ma dirigida “a los habitantes de Chile”, que por ser conocida no incluiré
en estas páginas. Pero la misma fue publicada en El Censor.12
Un mes más tarde, y con inocultable optimismo, el mismo periódi-
co reproducía un correo mendocino por el cual se informaba que “toda
la Expedición está de la otra parte de las Cordilleras:13 todas las cartas
aseguran que ya debe haber tomado la capital de Santiago, de donde
huía el enemigo cuyos planes han sido desconcertados; nuestro ejército
marcha ya cubierto de gloria.”14
Exactamente una semana después El Censor dedicaba su primera
plana a la victoria de Chacabuco, bajo el título “‘Espléndida campa-
ña de Chile’. Este interesante suceso es uno de los más brillantes de
nuestra historia militar –comenzaba, sin asomo de exageración–. Una
fuerza preparada para resistirnos por el espacio de más de dos años en
un país lleno de toda clase de recursos, es desecha por una de nuestras
divisiones fatigada por precipitadas marchas sobre las asperezas de
unas sierras nevadas y fragosas con una celeridad increíble. Parece
que la tropa enemiga era excelente, pero su general no ha manifesta-
do superioridad de talentos. Él confiaba demasiado en si mismo; este
es un defecto que nosotros heredamos, como ha aparecido en varios
encuentros. El procede de una noble soberbia, que suele ser infeliz
cuando se pelea contra un ejército de patriotas bajo la pericia militar
12
El Censor, jueves 9 de enero de 1817, Senado de la Nación, ob. cit., p. 6975.
13
La expresión “las Cordilleras” no era ni es voz anticuada ni equivocación del
periódico. Como ya lo he señalado en otra oportunidad (Alonso Piñeiro, ob. cit.; p.
101), “en algunos autores por error, y en otros por acostumbramiento, ha quedado el
erróneo concepto de que San Martín cruzó la cordillera, cuando en realidad son cuatro
cordilleras, a saber: la precordillera de La Rioja, San Juan y Mendoza; la cordillera
del Tigre; la cordillera del Espinacito y la cordillera andina que hace de limite entre
la Argentina y Chile. (…) Además los famosos “pasos” de Los Patos y Uspallata no
son tales, sino caminos que a su vez tienen sus respectivos pasos. Esta información
se basa en una fuente de privilegio, como lo es Eduardo Acevedo Díaz en su libro El
paso de los Andes, camino a través de cuatro cordilleras (Buenos Aires, 1948).
14
El Censor, jueves 20 de febrero de 1817, Senado de la Nación, ob. cit., p.
6999.
El periodismo porteño en la época de la independencia 203

de un héroe que al frente de los escuadrones decide las batallas con


sable en mano.”15
En su número siguiente, el periódico vuelve a referirse al mismo
tema, también en primera plana y con el título “El triunfo de los An‑
des”. Era evidente que la imaginación popular se había avivado con las
hazañas de San Martín y su ejército y que la prensa actuaba como caja
de resonancia: “¡Cuántas dificultades se han vencido! –decía en el pri-
mer párrafo–. ¡Cuántos peligros! Llevar 5000 hombres sobre pe­ñascos,
por desfiladeros, por cuestas escarpadas en montes altísi­mos cubiertas
de eterna nieve; hacer 100 leguas de este camino singular solitario, y
cuyo aspecto inspira horror, sin esperanza de retirada: ¡Cuántos mo-
tivos para el asombro! El genio, el valor, el amor a la patria, el noble
anhelo de la gloria lo vencen todo. Los Alpes, los Pirineos, los Andes
se han superado: no hay barreras para los héroes”.
Continuaba El Censor describiendo en parecida prosa las alter­
nativas del cruce cordillerano y la instalación del gobierno patrio en
Chile, señalando los festejos populares que se llevaban a cabo, con
bailes, iluminaciones, máscaras y dramas dedicados al triunfo.16
Como el gobierno sentía la necesidad de recompensar de alguna
manera la espléndida victoria sanmartiniana, y ya que su responsable
se negaba a recibir honores ni mucho menos otro tipo de recompensa,
el Directorio encontró un camino inteligente. El 5 de marzo expidió un
decreto otorgando una pensión vitalicia a la hija, Mercedes, que mien-
tras durase su minoría de edad la cobraría su madre, Remedios. Para
el caso eventual del fallecimiento de ambas, el gobierno dispuso que el
subsidio fuera cobrado en los demás hijos por orden natural.17
Lo que no pudo rechazar San Martín fue un agasajo importante
que se le brindó en Buenos Aires el 6 de abril de 1817. El ágape se llevó
a cabo en el edificio del ex Real Consulado, actuando el Cabil­do porte-
ño como anfitrión. Asistieron el director Pueyrredón y otros dignatarios
15
El Censor, jueves 27 de febrero de 1817, Senado de la Nación, ob. cit., p.
7001.
16
El Censor, jueves 6 de marzo de 1817, Senado de la Nación, ob. cit.,
pp.7008/10.
17
El Censor, jueves 20 de marzo de 1817, Senado de la Nación, ob. cit., p. 7021.
204 Armando Alonso Piñeiro

oficiales y diversas personalidades privadas. Y como era costumbre en


la época, duró largamente: desde las tres y media de la tarde hasta las
diez de la noche.18
En septiembre de ese año ocurrió un episodio llamativo. Por boca
de un prisionero realista, San Martín se enteró de que los ejérci­tos
españoles estaban convencidos de que los rendidos eran pasados por
las armas por las fuerzas patriotas. Indignado, el Libertador emi­tió
una proclama que la prensa dio a conocer. Para su firmante, semejante
“imputación ultraja de un modo inicuo al ejército unido que mando
y a mí mismo. Desmienten esta calumnia más de dos mil prisioneros
y ochenta oficiales tomados en Chacabuco, y dispersos por varias
partes. Desmienta esto mismo el general Marcó. El derecho de gentes
me autorizaba para pasarlo por las armas después que en la Gazeta de
su gobierno me ofreció no la muerte propia a un militar, sino la horca
como un asesino y salteador: con todo, él disfruta de las consideracio-
nes debidas a un prisionero. Señores oficiales y soldados enemigos,
hagan ustedes la guerra con coraje en favor de sus opiniones, pero
jamás crean imposturas que degradan al siglo ilustrado que vivimos, y
que ofenden a mi ejército con tanta injusticia”.19
Mientras San Martín continuaba impertérrito su trabajo de libe-
ración sudamericana, en Buenos Aires se plasmaban nuevos honores.
En la Plaza Mayor se levantó, por ejemplo, un arco triunfal para reci-
birlo –en uno de sus periódicos viajes a la capital–, con la inserción de
poemas marciales. Un ciudadano particular, Manuel Núñez, labró una
lámina de bronce representando a San Martín a caballo, en celebración
de la victoria de Maipú De esa estampa, se hicieron reproducciones en
buen papel, que se vendía a cuatro, reales cada una.20
Tal como estaba previsto, San Martín llegó a Buenos Aires y se
quedó unos días. Y tuvo la precautoria gentileza de hacer publicar en
El Censor una breve información de reconocimiento. Decía así: “El
18
El Censor, jueves 9 de abril de 1817, Senado de la Nación, ob. cit., p. 7041.
19
El Censor, jueves 6 de noviembre de 1817, Senado de la Nación, ob. cit., pp.
7224/5.
20
El Censor, jueves 9 de mayo de 1818 y sábado 13 de junio de 1818, Senado de
la Nación, ob. cit., pp.7381 y 7411.
El periodismo porteño en la época de la independencia 205

general San Martín ha partido de esta capital lleno de reconocimiento


a las demostraciones de aprecio y afecto singular que recibió de sus
conciudadanos, pero con el dolor de no haber podido visitar a todos
los que le felicitaron a su llegada. Espera que los que así lo honraron,
lo disculpen en atención a que el tiempo le fue corto para llenar los
objetos que motivaron su venida”.21
Entre otras manifestaciones y repercusiones de la Campaña Li-
bertadora, figuraba también la edición de libros, como el volumen
del que se hizo eco la prensa porteña, aparecido en 1818. Se titulaba
Manifestación histórica política de la revolución de la América más
especialmente de la parte que Corresponde al Perú y Río de la Plata.
Lamentablemente, no hay mención del nombre del autor, pero se agre-
gaba: “Obra escrita en Lima, centro de la opresión y del despotismo,
en el año 1816”.22
Como era de esperar, tras las sucesivas victorias en Chile., también
suscitaron la expectativa del público los preparativos para la marcha
sobre el Perú. La Estrella del Sud23 publicó informaciones al respecto,
reproduciéndolas de la Gaceta de Mendoza del sábado 9 de septiem-
bre de 1820. Y decía: “Hoy ha zarpado de este puerto la expedición
libertadora del Perú, conducida en diecisiete transportes convoyada
por nueve buques de guerra y once lanchas cañoneras. El ejército que
al mando del Exmo. capitán general San Martín va a cumplir en el
Perú los votos de todos los hombres libres de América, consta de 6.500
hombres de desembarco, reglados en los regimientos de infantería núm.
7, 8 y 11 en los de caballería de granaderos y cazadores del ejército de
los Andes, y en los regimientos núm. 2, 4 y 5 de infantería, batallón
de artillería, compañía de zapadores y obre­ros de maestranza, y dos
21
El Censor, sábado 18 de julio de 1818, Senado de la Nación, ob. cit., p. 7440.
22
El Censor, sábado 17 de octubre de 1818, Senado de la Nación, ob. cit., p. 7519.
El periódico repitió la noticia, con leves modificaciones, en su edición del sábado 24
de octubre de 1818.
23
La Estrella del Sud era un periódico de aparición irregular y de escasa vida,
que no obstante presentó la curiosidad de editar un número cero. Se publicó entre el 9
de septiembre y el 16 de octubre de 1820, con un total de nueve números, más el citado
número cero y una edición extraordinaria final. Salió primeramente de la Imprenta de
Álvarez y luego de la de Niños Expósitos.
206 Armando Alonso Piñeiro

cuadros más de oficiales, núm. 6 y 2 de dragones del ejército de Chile


con un famoso parque de reserva, víveres para seis meses y un repuesto
de armamento, municiones y demás pertrechos y artículos de guerra
de todas clases suficientes para levantar un ejército de igual fuerza a
la expedicionaria”.
La curiosidad de este documento radica en que estaba rubricado
por Bernardo O’Higgins, a la sazón director supremo de Chile, en Val-
paraíso el 20 de agosto de 1820.22
El 28 de julio de 1822 los porteños contaban con un nuevo perió-
dico: El Centinela, con la particularidad de que era exclusivamente
dominical. Dejó de publicarse el 7 de diciembre de 1823, luego de haber
editado 23 números, todos salidos de la Imprenta de Niños Expósitos.
Desde su edición inicial se preocupó por publicar informa­ciones sobre
las actividades del general San Martín en América.
En agosto de 1822 informó sobre un proyecto de ley que trataba la
Sala de Representantes, en base a documentos oficiales emitidos por el
Protector del Perú. Por dicho proyecto, se autorizaba al gobierno “para
negociar la cesación de la guerra del Perú, poniéndose previamente de
acuerdo con los pueblos de la antigua unión, y con los Estados de Chile
y Lima. Para tal empresa se habilitaba la suma de treinta mil pesos”.24
En edición posterior, el periódico publicaba la noticia de que los
oficiales que desearan continuar su carrera militar en el ejército perua-
no, podían solicitar los pasaportes correspondientes en el Departamento
de Relaciones Exteriores con la salvedad de que en su pertinente foja de
servicios constara la recomendación especial de San Martín.25
La famosa Conferencia de Guayaquil tuvo su correspondiente
repercusión en la prensa de Buenos Aires, como todo lo vinculado
con los dos libertadores sudamericanos. “El Sr. San Martín acaba de
regresar a Lima –informaba El Centinela– habiendo tenido una seria
entrevista en Guayaquil con el Sr. Bolívar; pero nada dicen ni los pa-
24
El Centinela, domingo 11 de agosto de 1822, Senado de la Nación, ob. cit.,
p.7957.
El Centinela, domingo 1 de septiembre de 1822, Senado de la Nación, ob. cit.,
25

p. 8003.
El periodismo porteño en la época de la independencia 207

peles públicos ni las cartas particulares que han llegado últimamente


que dé idea de los objetos y resultados de esta sesión”. Como es fácil
apreciar, lo que se ha dado en llamar el misterio de Guayaquil comenzó
contemporáneamente con su celebración, y el hecho de que el periódico
calificara a la reunión como seria implica que algo había trascendido
sobre su importancia. “Hemos visto –continuaba el sema­nario– una
nota impresa en que anunciándose el regreso del Sr. San Martín se
dice solo que aquella traerá consecuencias importantes para la causa
de América. El Supremo Delegado fundándose en sus enfermedades
pidió al Sr. Protector reasumiese el mando, y así quedó resuelto el 21
de agosto último, según decreto que hemos visto de la misma fecha, au-
torizado por el Dr. Valdivieso, como ministro de Estado en sustitución
del Dr. Monteagudo.” La parte final del suelto –que había sido titulado
inocente y superficialmente como “Noticias”– resulta significante de
los hechos que habrían de sucederse a los pocos días en Lima: “Una
carta particular muy reciente de Chile dice que ya había temores de
que el congreso no se reuniese en Lima, y que tras de esto se seguirían
algunas medidas bastantes fuertes para sofocar las aspiraciones popu-
lares que se habían desplegado en la ausencia del Sr. Protector”.26
Como era natural, las comunicaciones en la época no se caracte-
rizaban por su rapidez y dinamismo. Ya lo que acababa de publicar El
Centinela resultaba antiguo, porque el 3 de octubre habían ocurrido
otros sucesos en la capital peruana, de los que recién anotició el perió-
dico más de un mes después. Valdivieso y Riva Agüero habían dimitido
a la titularidad de sus respectivos ministerios; Tomás Guido continuaba
como ministro de Guerra; una parte del ejército bolivariano había des-
embarcado en El Callao.27
Noticias también inactuales. El 20 de septiembre San Martín ya
había renunciado como Protector del Perú, delegando el mando en el
Congreso Soberano que acababa de instalarse en Lima. La proclama
de despedida del Libertador, si bien es suficientemente conocida por la
26
El Centinela, domingo 18 de noviembre de 1822, Senado de la Nación, ob.
cit., p. 8119.
27
El Centinela, domingo 10 de noviembre de 1822, Senado de la Nación, ob.
cit., p. 8175
208 Armando Alonso Piñeiro

posterioridad, vale la pena reproducir apenas alguna frase –el órgano


dominical la publicó completa, lo mismo que el resto de la prensa por-
teña-: “Mis promesas para con los pueblos en que he hecho la guerra
están cumplidas: hacer su independencia y dejar a su voluntad la elec-
ción de sus gobiernos. La presencia de un militar afortunado (por más
desprendimiento que tenga) es temible a los Estados que de nuevo se
constituyen. Por otra parte, ya estoy aburrido de oír decir que quiero
hacerme soberano”.28
Este texto prueba una vez más la existencia de variados enemigos
que tenía San Martín, tanto en Buenos Aires como en Lima, y por
supuesto también en Chile. Que confesara estar aburrido, de que lo
acusaran de ser “soberano” resultaba tan significativo como su singular
profesión de fe cívica y libertaria, al proclamar que “la presencia de un
militar afortunado (…) es temible a los Estados…”.
Tanto El Centinela –en un breve editorial inserto a continuación
del documento sanmartiniano– ­como algún ignoto lector bajo el seudó-
nimo de Veritas29 se dedicaron a defender la honra del Libertador, éste
último en una larga exposición de más de cuatro páginas.
El semanario trató de seguir la trayectoria del ex Protector desde
su retirada de Lima, y verificó que, contrariamente a la idea de que
iba a recalar en Santiago se había dirigido a Cauquenes, donde segu-
ramente aprovecharía para tomar algunos baños termales –no lo dice
el periódico, pero es fácil intuirlo–, y se entrevistaría con Bernardo
O’Higgins.30
Los límites impuestos por el reglamento de la participación en este
libro conmemorativo sanmartiniano impiden que pueda seguir exten-
diéndome en el tema, que dada la profusión de periódicos existentes en
la época y la significación que siempre le dieron a San Martín permitirá
que me siga ocupando del mismo en futuros trabajos.

28
El Centinela, domingo 18 de noviembre de 1822, Senado de la Nación, ob.
cit., p. 8177.
29
El Centinela, domingo 18 de noviembre de 1822, Senado de la Nación, ob.
cit., pp. 8178/8181.
30
El Centinela, domingo 1 de diciembre de 1822, Senado de la Nación, ob. cit.,
p. 8217.
El autor

Conocido historiador, Armando Alonso Piñeiro es autor, con el


presente volumen, de 90 trabajos sobre temas de esa disciplina. Pre-
sidente del Consejo Argentino de Estudios Económicos, Jurídicos y
Sociales, fundó y dirige desde hace veintisiete años la revista Historia;
durante 17 años fue presidente de la Academia Argentina de Artes y
Ciencias de la Comunicación. Al ser premiado por la Fundación Konex,
fue definido como “una de las cinco mejores figuras de la historia de la
comunicación en la Argentina”.
Posee 140 distinciones y premios –entre condecoraciones, diplo-
mas, medallas y doctorados–, habiendo recibido las insignias de Oficial
de la Orden Ecuestre Militar Caballeros Granaderos de los Andes y de
Gran Oficial y Legionario de la Orden Ecuestre Militar Granaderos a
Caballos, ambas del regimiento fundado por el Libertador.
Ha sido invitado oficial de nueve gobiernos: Estados Unidos, India,
Gran Bretaña, Alemania, España, Egipto, Sudáfrica, Hungría y Ruma-
nia, y también de la Organización de Estados Americanos.
Es miembro titular y vicepresidente primero de la Academia
Argentina de la Historia y de la Academia Argentina de Asuntos
Internacionales, así como de los institutos nacionales Belgraniano,
Browniano y Sarmiento de Sociología e Historia. Por motivos de estu-
dio, ha viajado con frecuencia a países de los cinco continentes, dictó
conferencias en Europa, Estados Unidos y Sudáfrica, y ha participado
en numerosos encuentros nacionales e internacionales, entre ellos, el
XIX Congreso Internacional de Ciencias Históricas celebrado en Oslo,
en 2000, y el II Congreso Internacional de la Lengua Española que se
efectuó en Valladolid al año siguiente y al que asistió invitado por la
Real Academia Española y el Instituto Cervantes. La Academia Nacio-
nal de Periodismo publicó en 2001 su libro Sarmiento y el periodismo
y en 2004 Orígenes de la libertad de prensa en la Argentina.
Índice

Introducción........................................................................................ 11
La función didáctica del periodismo según Belgrano........................ 21
La prédica belgraniana sobre la industria y el comercio.................... 27
La filosofía política en el periodismo de la Independencia................ 33
Libertad de prensa y educación.......................................................... 37
Después de la Gaceta......................................................................... 51
La primera revista argentina............................................................... 55
Origen del pasquín.............................................................................. 57
Sobre la libertad de prensa................................................................. 59
Sobre el concepto de opinión pública................................................. 63
Un lustro de buen periodismo............................................................. 65
El contenido periodístico entre 1812 y 1817....................................... 73
Las cartas de lectores.......................................................................... 77
Las relaciones con Estados Unidos..................................................... 79
Curiosidades del periodismo.............................................................. 89
El panorama internacional en la prensa argentina..............................97
Alternativas de los vínculos con los Estados Unidos....................... 109
¿Qué se entiende por rebelión?......................................................... 129
El reconocimiento diplomático de los Estados Unidos.................... 131
Estado de la salud pública................................................................. 143
Un censo significativo....................................................................... 149
Las costumbres cotidianas................................................................ 159
La vida de los próceres en la actualidad de su época....................... 175
Apéndice I - El esmero idiomático en la prensa argentina de la
independencia.............................................................................. 189
Apéndice II - San Martín visto por la prensa de su época............... 195
El autor.........................................................................................209
Otras publicaciones de la
Academia Nacional de Periodismo

• Boletines Nº 1 a 24 (1997 a 2008).


• Presencia de José Hernández en el periodismo argentino, por Enrique
Mario Mayochi, 1998.
• Guía histórica de los medios gráficos argentinos en el siglo XIX,
1998.
• El otro Moreno, por Germán Sopeña, 2000.
• Orígenes periodísticos de la crítica de arte, por Fermín Fèvre,
2001.
• Periodismo y empatía, por Ulises Barrera, 2001.
• Homenaje a Félix H. Laíño, 2001.
• Sarmiento y el periodismo, por Armando Alonso Piñeiro, 2001.
• El periodismo como deber social, por Lauro F. Laíño, 2001.
• Historia de la idea democrática, por Mariano Grondona, 2002.
• Música argentina y mundial, por Napoleón Cabrera, 2002.
• Premio Creatividad 2001, por Diez, Pérez y Rudman, 2002.
• Cara a cara con el mundo, por Martín Allica, 2002.
• La identidad de los argentinos, sus virtudes y peligros, por Enrique
Oliva, 2002.
• La responsabilidad social y la función educativa de los medios de
214 Armando Alonso Piñeiro

comunicación, por Rafael Braun, Pedro Simoncini y Federico


Peltzer, 2003.
• Premio a la Creatividad 2002, 2003.
• Gerchunoff o el vellocino de la literatura, por Bernardo Ezequiel
Koremblit, 2002.
• Revistas de la Biblioteca Nacional Argentina (1879-2001), por
Mario Tesler, 2004.
• Orígenes de la libertad de prensa, por Armando Alonso Piñeiro,
2004.
• “La Prensa” que he vivido, por Enrique J. Maceira, 2004.
• El periodismo cordobés y los años ’80 del siglo XIX, por Efrain U.
Bischoff, 2004.
• Tres batallas por la libertad de prensa, por Alberto Ricardo Dalla
Vía, 2004.
• Doctrina de la real malicia, por Gregorio Badeni, 2005.
• La Patagonia de Sopeña, de Héctor D’Amico, 2005.
• Indro Montanelli, las lecciones de un gran periodista, por Jorge Cruz,
2006.
• Carlos Pellegrini periodista, por Enrique Mario Mayochi, 2007.
• El Mirador de Olímpico, por Alberto Laya, 2007.
• El periodismo en el virreinato del Rio de la Plata, por Fernando
Sanchés Zinny, 2008.
Se terminó de imprimir en Impresiones Dunken
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Telefax: 4954-7700 / 4954-7300
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Octubre de 2008

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