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¡Sobreviví a la muerte, vi el cielo!

Oí estas palabras: «Eres un testigo vivo de la vida después de la muerte y de


Mi verdadera presencia. Eres el testigo del cielo, del infierno, del purgatorio, de
Satanás y de Mí. Porque estuviste allí y lo viste. Quería que lo experimentaras
para que, a través de tu testimonio, se abriesen los corazones a Mis obras».
Con una misión entre los Indígenas y los Inuit
Soy misionero oblato de María Inmaculada. En enero de 1991 fui de misión a
los pueblos indígenas e inuit a Canadá. Estuve allí 13 años. Los Indígenas, a los
que fui a visitar, vivían en el extremo norte de Canadá en cinco poblados
repartidos en un radio de más de 400 km. En esta área había tan solo un
misionero sirviendo. Por eso, los Indígenas, para poder asistir a la santa Misa,
recorrían esa distancia en avión. Amaban tanto a Dios que, para poder ir a
Misa, confesarse y comulgar, ¡venían en avión! Los Indígenas son muy
religiosos por naturaleza. ¡Nunca he conocido a un solo Indígena o Inuit que
diga que no cree en Dios! Para estas personas tan sencillas, no creer en Dios es
tan absurdo, que dicen que esto es imposible y que hay que ser sumamente
estúpido y ciego para decir que no se cree en Dios. ¿Cómo uno puede no creer
en Dios? ¡Si es lo más obvio del mundo! Toda la creación nos habla de Dios: el
aire, el sol, la luna, cada pájaro, etc. Cada movimiento de una hoja es una
prueba de la grandeza de Dios.
Después de la primera Eucaristía celebrada entre los Indígenas, una anciana
enferma me explicó lo que era la sabiduría indígena: «Cuando hablamos con
Dios y lo escuchamos, entonces somos sabios y lo sabemos todo.
Cuando dejamos de hablar con Dios y de escucharlo, entonces todos
nos volvemos tontos»… Aquella mujer indígena no necesitaba mi sabiduría.
En palabras sencillas me transmitió lo que esperaba de mí como sacerdote. Sin
embargo, estas palabras se aplican a todos nosotros, que somos cristianos.
Esta es la expectativa de muchas personas en el mundo, muchos corazones
que siguen esperando el Evangelio: «Que nosotros, como cristianos, sepamos
amar, rezar y ser signo de Dios, discípulos de Cristo en todas partes. Que la
otra persona sea mejor y no peor tras encontrarse con nosotros».

Muerte clínica
Unos años después, me fui a pasar unas vacaciones cortas a México con otro
sacerdote, para recuperar fuerzas. Nos quedamos en un balneario a orillas del
mar. Una mañana fui a dar un paseo por la costa para rezar el rosario. El mar
estaba calmado, la superficie del agua estaba totalmente lisa y no había olas.
Al principio, no tenía intención de bañarme. Sin embargo, después de un rato,
entré en el agua en la que flotar era un placer. Así que empecé a nadar a lo
largo de la orilla. Me tumbé boca arriba. Pasaron unos minutos…
Levanté la cabeza y me di cuenta de que me había alejado bastante de la
orilla. Sin embargo, el mar seguía siendo poco profundo, así que no me
preocupé y pensé: «No pasa nada, pronto regresaré». Así que me empecé a
nadar crol hacia la playa. Pero sentí que me estaba alejando de ella... Entonces
empecé a nadar más rápido, pero sin efecto alguno: ¡estaba alejándome! En
este momento me empecé a dar cuenta: «¡Había marea!». Efectivamente,
había corrientes, ¡y yo no me había dado cuenta de las banderas rojas que
advertían de ello! El agua a lo largo de la orilla parecía estar calmada, no había
olas porque había marea baja. ¡Así que me alejaba cada vez más! Entonces sí
que estaba ya lejos de la orilla. En aquel momento pensé: «Qué curioso, ni por
un momento he sentido miedo de que me pueda ahogar o de que algo malo
me suceda». Sentía una gran paz interior. Solo trataba de mantenerme fuerte y
respirar. Me invadió la convicción de que «todo saldrá bien, ¡esa no sería mi
muerte!». Estaba convencido de que alguien me vería y me salvaría. Como si
alguien me dijera en mi interior: «¡No tengas miedo!». Mientras tanto, el mar
me llevó tan lejos que a mi alrededor empezaron a surgir unas olas cada vez
más grandes. Poco a poco me adentraba en el infinito espacio del océano. ¡Ya
no era una broma! ¡Estaba a cientos de metros de la orilla! Una ola me
impactó, me dio la vuelta y me quedé sin poder respirar. La corriente me
arrastró bajo el agua. Al subir a la superficie abrí los ojos, pero la corriente me
había desplazado tanto que ya no sabía dónde estaba... Buscaba algo de luz,
porque sabía que con ella encontraría el aire. Subí a la superficie, ¡pero en este
momento comenzó mi verdadera lucha por la vida! Enormes olas seguían
golpeándome sin tregua. Me hundía cada vez más y más, y me resultaba cada
vez más difícil subir a la superficie. ¡Es cuando empecé a pensar que la
corriente me arrastraría tanto que al final ya no podría salir a la superficie! Sin
embargo, la lucha continuaba... En aquel momento todavía no pensaba en la
muerte. No obstante, hubo otro golpe de ola, con el que conseguí tomar algo
de aire, que traté de mantenerlo el mayor tiempo posible. Esta vez me hundí
tan profundamente que me encontré en un lugar totalmente oscuro. En esa
oscuridad, fui incapaz de determinar el espacio en el que me encontraba ni la
dirección de la que provenía la luz. ¡No sabía cómo salvarme! Me estaba
quedando sin aire en los pulmones… Pasaron varios segundos. En aquel preciso
momento me di cuenta que en breve moriría. Traté de salvarme y hacer
movimientos a ciegas con las manos, pero las profundidades en las que me
encontraba estaban envueltas en una oscuridad impenetrable... Sentí que mis
pulmones se estrechaban y era consciente de que me estaba muriendo. Había
llegado el final…

La antesala del cielo

Solo podía pensar una cosa: me había muerto, ¡por lo cual en breve me
compareceré delante de Dios! Ya he tenido alguna experiencia con Dios (en la
visión relacionada con mi milagrosa salvación de un accidente de coche – N.
del E.). En mis pensamientos dije: «Dios, ¡voy hacia ti!», «Dios, ¡sé
misericordioso conmigo!», «¡Recibe mi alma!». Y en ese momento vi la luz de
la presencia de Dios. Estaba entonces plenamente consciente; mi vista era
aguda y tenía consciencia de mis sentidos, nunca antes me había sentido
mejor. Vi como mi cuerpo se separaba de mí. Oí una voz que me decía: «No te
preocupes por el cuerpo. ¡No lo necesitas!». Vi mi cuerpo como si estuviese
encogido, como un bebé en el vientre de su madre. Dios había creado para mí
una especie de burbuja de aire de vidrio transparente. Y vi dos rayos de luz.
Era una luz completamente diferente a la que me abrazaba. Sabía que eran dos
ángeles aunque no tenían forma humana. Esos ángeles, esos dos rayos de luz,
llevaban mi cuerpo a alguna parte. Oí: «No te ocupes de ello, no lo necesitas
ahora». Era una visión preciosa. En ese momento, aparté mi atención de mi
cuerpo porque vi una luz diferente. Mi alma se deleitaba con la belleza de lo
que hay después de la muerte. Caminaba, observaba y me encontré en una
especie de habitación rectangular. En la parte superior no había techo, sino un
espacio, como si hubiese estado mirando al hermoso cielo; en los lados había
paredes como si estuviesen hechas de luz. Estaba bañado en una luz que tenía
ciertos límites. Todo eso convencionalmente lo llamé «habitación». Era una
especie de antesala. Yo me percibía a mí mismo como una persona viva, con
manos, piernas, etc. Es difícil describir lo que vi, porque no hay referencias
terrenales que se puedan comparar con esto. Esa luz tampoco tenía su
equivalente en la luz terrenal. Estaba bañado en una luz que era Amor. En
algún momento aquella sala comenzó a alargarse y extenderse. Al fondo de
este espacio, vi algo así como una catedral. Hermosas luces y colores
comenzaron a aparecer, todo acompañado de música. Aquella catedral parecía
una catedral gótica, pero hecha de vidrio, cristales de luz. ¡Qué maravilla!
Sabía que quería entrar allí, era el cielo… Era lo que en las Escrituras se llama
la Nueva Jerusalén («Se abrió en el cielo el santuario de Dios» Ap 11,19). Vi la
entrada al templo y sentí un gran deseo de entrar. Sin embargo, tuve que
esperar, ya que a mi alrededor empezaron a reunirse personas vestidas con
hermosas túnicas blancas y con diferentes tonos pastel (rosa, verde o azul).
Cada uno de estos colores (p.ej. el blanco puro) simbolizaba algo diferente. Era
inexplicable. Estaban de pie en sus largas túnicas y tenían las manos juntas.
Me veían, pero parecía que me ignoraban. Yo era uno de ellos, pero no el más
importante. Así que pregunté: «¿Qué pasará aquí, por qué venís y qué hacemos
aquí?». Nadie me respondía, así que traté de preguntar otra vez… Me
sorprendió una cosa: entre esas personas reconocía a los difuntos de mi
familia, a mis conocidos difuntos y a personas que conocí en la tierra. Sin
embargo, la mayoría eran personas que no conocía. También vi a gente, más o
menos, de mediana edad. Pero cuando les hacía preguntas, no me respondían.
Así que entendí que no tenía que preguntarles nada. No era el momento
adecuado. Me hicieron entender que algo importante iba a suceder. En el
momento en que aún les hacía preguntas, apareció mi padre, que había
fallecido hace muchos años. Se me acercó y se puso a mi lado izquierdo, ya
que a mi derecha, en forma de rayo de luz, estaba mi ángel de la guarda (en
aquel momento no conocía su nombre). Mi padre, como si me abrazara, me
dijo: «¿Por qué preguntas? No preguntes nada, ya lo sabes todo».

Juicio detallado
Tuve una visión de toda mi vida. El mal y el bien, mis pensamientos, palabras y
actos estaban grabados como en un disco duro en el ordenador. Fue como si
Dios presionara un botón y me mostraran una película en una gran pantalla.
Con los ojos de mi alma vi todo el mal y todo el bien que había hecho en mi
vida –toda mi vida, desde que nací hasta entonces –y todo el mal y todo el bien
que viví. Cuando me vi en esa luz, inmediatamente me venían a la mente
algunas citas de la Biblia, adecuadas para la situación en la que me
encontraba. Cuando había luz, enseguida escuchaba la cita: «Yo soy la luz del
mundo; el que me sigue no camina en tinieblas» (Jn 8,12). También había citas
sobre el amor. La luz y el amor: era el mismísimo Dios. Sabía que estaba vivo,
gracias a esa luz. Comprendí que en mi hay tanta vida en función del grado de
conexión que tengo con la luz, y que –como criatura de Dios –soy parte de esa
luz. Empecé a entender lo que es el alma y cómo Dios había creado mi alma y
mi cuerpo, y acto seguido Él me encomendó una misión. Comprendí las
siguientes palabras: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos
más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Cuando le causo dolor a
alguien con mis palabras o acciones, no sé cuánto dolor le causo a esa
persona. Ella puede manifestarlo a través de la ira o la rebeldía, pero solo ella
misma sabe cuánto le dolió eso. ¿Seguro que lo sabe solo ella? No. Jesús, que
vive en el alma de dicha persona, conoce su dolor, porque es el dolor de Dios
en ella. Jesús, que habita en el alma del prójimo, es el mismo Jesús que habita
en mi alma. Por lo tanto, al analizar un acto o una palabra que dije, Dios me
permitió conocer el dolor que entonces le causé al prójimo. Y conocí la
gravedad de mi pecado, es decir, cuánto dolor le causé a Jesús. Fue un dolor
aterrador, aplastante y desgarrador como un tsunami. Sufría por los
pecados que no fueron enmendados o confesados adecuadamente. El
pecado que fue perdonado y enmendado no dolía; solo me hacía saber
que había sido cometido. No habría podido aguantar el dolor que, a
través de mis pecados, le hice sufrir a Dios, si en aquel momento no
hubiese estado bañado en aquella luz y en el Amor que me sostenía. Y
entonces vi todos mis buenos pensamientos, palabras, actos, oraciones y
sufrimientos que ofrecía a Dios durante toda mi vida. Fue como un bálsamo,
como un amor, como un soplo de aire fresco. En un momento llegué a conocer
toda mi vida y supe quién era yo a los ojos de Dios. Llegué a saber cuánto bien
y cuánto mal había en mi vida: nada permanecía oculto. Por eso, mi padre me
dijo: «Ya lo sabes todo». Él sabía que pude conocer el estado en el que me veía
ante Dios, en el que estaba inmerso. Un rato después escuché las palabras de
Jesús (no lo veía, pero sabía que era Jesucristo): «Te rodean aquellos a los que
tú ayudaste a salvarse. Han venido a reunirse contigo para adorar a Dios, ante
quien estás. Estas rodeado de personas a las que ayudaste a salvarse con tu
oración, sufrimiento y amor».
Es Dios quien salva, y nosotros, mientras vivimos en la tierra, tenemos no
solo que preocuparnos de nuestra propia salvación, sino que también contribuir
a la salvación de los demás, con nuestras elecciones y con el testimonio de una
buena vida. Hemos de ser un signo de Dios para ayudarles a conocerlo y
amarlo. Tenemos que hacer que otros también sean salvados. Aquellos a
quienes ayudamos a salvarse con nuestra oración, sufrimientos o de cualquier
otra forma, los encontraremos después de la muerte. Aquellos que mueran
antes que nosotros, en el momento de nuestra muerte saldrán a nuestro
encuentro. Ellos también rezan por nosotros, independientemente de si están
en el cielo o en el purgatorio. Porque el hecho de que se encuentren en el
purgatorio, y no en el infierno, tal vez también nos lo deban a nosotros. El
hecho de que su purgatorio sea más corto o que sus sufrimientos sean más
suaves, es el fruto de nuestra oración y de nuestras ofrendas: las santas Misas,
las Comuniones y nuestras buenas obras. Y ellos nos las recompensan porque
son muy agradecidos, y en el cielo rezan por nosotros sin cesar, para que el
momento de nuestra muerte sea una experiencia de amor verdadero, que es
Dios. Así fue el juicio detallado.
Dios me permitió recordar ciertas imágenes. Cuando pienso en ello; el cielo
abierto, la música celestial y las hermosas vistas del cielo vuelven a mí, como
si viniesen a través de un cristal, a través de la luz.

Bestia

En algún momento me encontré en la orilla del mar. Era un hermoso atardecer


y se veía un hermoso y poderoso sol. Parecía que faltaban 20 minutos para que
anocheciera (y ese es el mensaje que escuché). El cielo estaba despejado y los
colores eran increíbles. Miraba al sol, y el sol no me deslumbraba. Estaba
rodeado de almas que habían entrado al cielo. Comprendí que mi padre
también estaba en el cielo. Cuando miraba a la luz y al cielo, de repente
apareció una nube que empezó a crecer. Al principio era blanca, pero con el
tiempo, cuando creció, se convirtió en una nube negra, como un tornado
aterrador. La nube empezó a moverse con gran velocidad hacia mí. Sentía que
tenía que mirarla. No sentía miedo ni temor. Porque aunque estaba solo, estaba
rodeado de aquella luz y la luz parecía rodearme con más intensidad. Estaba en
una especie de jaula, como una habitación que no se podía penetrar. Después
de un rato, aquella nube se convirtió en una visión aterradora de la bestia:
Satanás. Era una bestia terrible con forma humano-animal. He visto en mi vida
varios cuadros de místicos –no pintores –que representaban al demonio, pero
nunca había visto una imagen tan terrible y horripilante como aquella. Sin
embargo, lo más terrorífico no era la apariencia de la bestia, sino el odio que
escupía. El demonio estaba rugiendo y aullando, y gritaba terribles y
aterradores maldiciones, acercándose a mí. Entonces, uno de los ángeles que
estaba a mi lado, me dijo: «Apenas fíjate». Así que estaba allí, sin sentir nada
de miedo, porque sabía que esa bestia no me iba a hacer nada. Era una
experiencia del odio que escupía Satanás. Sabía que me odiaba. ¡Me maldecía
y decía que haría todo lo posible para sacarme de la luz y llevarme al infierno!
Me odia tanto por dos razones. En primer lugar, porque soy sacerdote, y en
segundo lugar, quiere vengarse de mí por las almas que me rodeaban y que yo
había ayudado a salvar. Satanás odia tanto a los sacerdotes y odia
también cuando rezamos y ofrecemos nuestro sufrimiento por la
conversión de los pecadores y la salvación de las personas. Porque así
arrancamos las almas de las manos de Satanás y se las entregamos a Dios.
Cada oración por los pecadores, cada sufrimiento, cada Comunión recibida
tiene un poder salvador cuando es ofrecida por el amor de Dios. Y por eso,
Satanás nos odia y nos persigue, hace todo lo posible para disuadirnos de la
oración y separarnos de Dios, para que no nos confesemos, no vayamos a la
iglesia y no hagamos el bien. El Demonio quiere que nos encerremos en
nuestro egoísmo y comodidad.
Y llegó el momento en el que la bestia quiso entrar en la pared de luz que
me rodeaba. Y escuché: «¡Reza!». Y supe de inmediato qué oración debía rezar.
En aquel momento de un odio tan intenso por parte del Maligno, empecé a
decir: «Por Su dolorosa Pasión, ¡ten misericordia de mí!». Esas eran las
palabras de la Coronilla a la Divina Misericordia, pero un poco modificadas,
porque yo ya estaba en el «otro lado». Mi alma estaba junto a Dios y yo no
estaba ya entre la gente. Mi ángel de la guarda, que estaba a mi lado, recitaba
esta oración conmigo. Y en el preciso momento en que pronuncié esas
palabras, la bestia (es decir, Satanás) rugió tan fuerte, como si el mundo
entero se estuviese desgarrando: fue un rugido terrible, ¡como si una bomba
atómica partiese el mundo en dos! Y la bestia se encogió inmediatamente y,
muy rápidamente, volvió a esa nube sobre el sol, y desapareció. Y oí las
palabras: «Permití que conocieses el poder de mi misericordia. Cuando
el alma suplica mi misericordia, Satanás se vuelve impotente. Ese es
el poder de Mi misericordia. Eso se os transmite en la Coronilla a la
Divina Misericordia. Permití que conocieses ese poder. Una súplica es
suficiente para que Satanás se eche atrás».
Purgatorio

El purgatorio es la soledad o la oscuridad, dependiendo del estado de pecado


en el que se encuentren las personas que llegan allí. El purgatorio es un gran
sufrimiento. Algunas partes del purgatorio no se diferencian del infierno. La
única diferencia que hay es que hay la esperanza de salir del purgatorio al final
de los tiempos. En el juicio final, el alma saldrá del purgatorio y se salvará en el
cielo. No obstante, ya no hay esperanza de salir del infierno, porque el infierno
es eterno. Algunas personas son rescatadas. Entraron en el purgatorio gracias a
alguna buena obra u oración. Son los sacramentos del Bautismo y de la Sagrada
Comunión los que dejan tal huella en nuestras almas. Al infierno irá aquel que, a
la hora de la muerte, niegue a Dios y rechace su misericordia. Porque Dios da la
posibilidad de salvarse hasta el final, hasta el último momento. No importa
cuántos y lo terribles que sean los pecados cometidos por el hombre, hasta el
último momento de su vida, puede salvarse. Quien rechace a Dios
completamente en aquel momento, será condenado.
Tuve la posibilidad llegar a conocer qué es el purgatorio y cómo sufren allí dos
personas de mi familia. Una de ellas me dijo: «¡Luchad por el cielo, habla del
purgatorio, habla de ello en tus sermones!». Uno de los sacerdotes me dijo lo
que tenía que decir. Se arrepentía por no haber hablado de ello y, también
debido a sus malas elecciones, por las que había desperdiciado su vida.
Destacaba lo muy agradecidas que nos están las almas del purgatorio por cada
oración. Sin embargo, señaló también el hecho de que esas oraciones y las
misas ofrecidas en sus intenciones les ayudan en la medida en que
ellos mismos las valoraban durante sus vidas. Es una experiencia
asombrosa: las almas del purgatorio saben quién reza por ellas, pero
desafortunadamente no se pueden ayudar a sí mismas. ¡La Santa Misa es el
poder más grande!
El alma del purgatorio, acercándose cada vez más al cielo, siente cada vez
más luz y ve cada vez más: ve la perspectiva del cielo. En el purgatorio,
experimentan un fuerte anhelo de Dios. Este anhelo causa un dolor penetrante.
Allí reina un dolor increíble por todas las ocasiones perdidas en las que pudimos
estar en misa, comulgar, rezar o hacer el bien y no lo hicimos. Este dolor es el
remordimiento por todas las ocasiones desperdiciadas de hacer el bien… Cada
día, la Virgen María visita a las almas en el purgatorio, allí no hay noción del
tiempo. Cada visita de la Madre de Dios produce un gran alivio para cada alma
en el purgatorio. Esas almas experimentan el mayor alivio de sus sufrimientos
precisamente en las fiestas marianas. El número más grande de almas fque
salen del purgatorio y van al cielo, lo hacen el día de Navidad, porque Jesús bajó
a la tierra precisamente para salvarnos. También el Día de Todos los Santos es
un día de gran «amnistía».

Vuelta a la tierra
Anhelaba el cielo todo ese tiempo, porque a lo lejos veía aquella luz y
fragmentos de la vida celestial que me atraían tanto. Deseaba entrar allí. Y en
ese momento, el Señor Jesús se me apareció en forma humana y corporal.
Quería preguntarle cuándo podría entrar en el cielo. Sabía que todo era la
gracia divina y que yo no la merecía, pero sabía también que mi confesión de
fe y mi súplica de misericordia no eran insignificantes. ¡Sentía un gran deseo
de entrar al cielo! Y entonces escuché estas palabras: «Te mando de vuelta a la
tierra». Comencé una especie de disputa con Jesús, porque no quería volver a
la tierra, ¡me sentía tan bien allí! El Señor Jesús me dijo: «Sí, sé que quieres
estar aquí, porque Yo también quiero que estés aquí conmigo lo antes posible.
Porque deseo que cada alma esté conmigo feliz y lo antes posible, pero tu
misión en la tierra aun no ha terminado. Todavía tienes que sufrir mucho, rezar
mucho y amar mucho, para traerme muchas almas». ¡El Señor Jesús tiene una
ternura y delicadeza increíbles que son indescriptibles! Yo le respondí: «¡No!».
Así que Jesús continuó: «Vuelve y cuenta lo que has visto. Dile a todo el
mundo lo mucho que amo a cada alma. Dile a todos lo mucho que
anhelo a cada alma, que quiero que estén felices y sumergidas en Mí.
Diles a todos que espero a cada uno de ellos. Dile a todos que pueden
encontrarme, vivo y verdadero, en la tierra. Tal y como tú me ves
ahora, de la misma forma, en la tierra, cada persona puede
encontrarme en la Santa Comunión. En la Santa Misa os espero a
todos. Cuando el sacerdote levanta la Hostia en el momento de la
consagración, no bajéis las cabezas, no cerréis los ojos, ¡miradme! Porque
desde esa Hostia Yo os miro, observo vuestra vida, os veo a vosotros, os miro
con amor y por amor vengo a los que me reciben con amor, para llenar sus
almas con Mi amor y con el poder para combatir el mal. ¡Háblales de ello!».

¿Alucinaciones?

Después de esta conversación final con Jesús, en la que me mandó de nuevo a


la tierra, escuché la palabra: «¡Levántate!». En ese momento sentí el suelo bajo
mis pies; sentí que recobraba mis sentidos y sentía de nuevo mi cuerpo. Sentía
que estaba en el fondo del agua y me preguntaba cómo llegaría a la orilla
ahora que estaba en el fondo del océano. Y escuché la palabra: «¡Enderézate!».
Me enderecé y mi cabeza salió del agua. Estaba sumergido hasta la barbilla.
Después escuché: «¡Sal del agua!». Así que empecé a dirigirme hacia la orilla y
salí exactamente en el mismo lugar en el que me había metido al
agua. Eso era físicamente imposible, ¡ya que durante todo aquel
tiempo duraba la marea! Volví a la vida, porque así lo quiso Dios. Ni por un
momento me sentí cansado, no tenía tampoco la sensación de ahogo o de
tener dificultades para aspirar. Fue como si simplemente me hubiera sumergido
por un momento y ahora saliera del agua - ¡nada más! Cuando salí a la orilla,
escuché: «¡Siéntate!». Así que me senté en la arena, miré hacia el agua y
empecé a pensar. Recuperé la memoria. Y me hice una pregunta conmovedora:
«¿Qué era eso?». Empecé a verlo todo de nuevo como en una película. Tuve
una visión como en dos dimensiones - como si estuviese participando de nuevo
en ella y, por otro lado, como si estuviese observándolo todo desde arriba. ¡Era
increíble! Vi todo el curso de los acontecimientos desde el momento de mi
inmersión, pasando por el hundimiento hasta la salida del agua. Y de nuevo
empecé a pensar: «¿Qué era eso? ¿Había ocurrido de verdad o era una
alucinación?».

Ángel

Y escuché en mi interior: «Mira, alguien va hacia ti». Miré y vi a un hombre de


mediana edad caminando a cierta distancia de mí. Tenía el pelo claro, bastante
largo y rizado, y llevaba una camiseta de colores pastel y un libro. Siguió
adelante, levantó la mano y me saludó: «¡Hola!». Le saludé e iniciamos la
conversación. Me preguntó: «¿Cómo te sientes?». Respondí: «Bien». «¿Seguro
que bien?». Contesté: «sí, muy bien». «¿Necesitas ayuda?». Y yo: «No». Esa
conversación fue increíble porque él estaba caminando a unos 30 metros de
distancia de mí, y, sin embargo, ¡hubo una buena comunicación entre nosotros
y lo oía perfectamente bien! Y él se acercaba lentamente hacia mí y me dijo:
«Pero hace un rato necesitabas ayuda». No sabía quién era, ni cómo sabía lo
que había ocurrido. Me sentía muy incómodo. Él me dijo: «Entraste en el agua y
no sabías que había marea». ¡Y me contó todo lo que me había pasado! El
siguiente pensamiento me vino a la cabeza: «Si lo viste todo, ¿por qué no me
intentabas salvar?». Y en este momento escuché una voz interior: «Estás
hablando con un ángel. Mi ángel vino a verte». Este ángel me describió todo
hasta el momento en que la ola me arrastró bajo el agua. Y me dijo: «Unas
cuantas veces pudiste salir, pero hubo una vez cuando no lo conseguiste. Y te
perdí de vista durante mucho tiempo». Quise preguntarle: «¿Cuánto tiempo?».
Tenía curiosidad, porque sabía que en el «otro lado» no hay noción del tiempo.
Y enseguida oí las palabras (no venían de él, sino era mi voz interior): «Han
pasado 20 minutos de tiempo terrenal… Allí, donde estuviste, no hay tiempo,
pero en la tierra pasaron 20 minutos en los que estuviste fuera de tu cuerpo».
Y el ángel siguió explicándome: «Pasó mucho tiempo hasta que te vi cerca de
la orilla, saliendo del agua. Y vine a ayudarte a volver a la realidad». Al final del
encuentro el ángel me dijo: «Hasta luego. Siempre estaré cerca cuando
necesites ayuda, solo llámame. ¡Iré en tu ayuda!».
Algunas personas que sobrevivieron a la muerte clínica, vuelven a la vida sin
haber tenido visiones. Otros tienen visiones del mal. Esas personas recuerdan en
la medida en la que Dios quiere que recuerden, en la medida que sea necesario o
tanto como puedan y deban transmitir a otros. El hombre no se despierta de la
muerte clínica porque quiere, sino porque Dios lo quiere. Es Dios quien gobierna
el mundo entero. El hombre no vivirá ni un segundo más de lo que Dios haya
planeado. Así que si uno experimenta la muerte clínica, esta muerte está en los
planes de Dios. No depende del hombre lo que verá durante la muerte clínica, ni
las visiones que tenga. Yo sobreviví a mi muerte. Aparentemente no era mi
momento de partir al otro mundo. La hora de nuestra muerte está
determinada. Es de lo que me informaron durante mi paso por el «otro
lado». La hora de nuestra muerte se determina en el momento del
nacimiento. Dios ya fijó el tiempo: cuánto viviremos y la misión que
debemos cumplir. Si la cumplimos o no depende de nosotros, porque
somos libres. Las circunstancias de la muerte van cambiando. Hasta el último
momento pueden modificarse, pero la fecha de la muerte está predeterminada.
«Por cuanto el destino de los hombres es morir una sola vez; y después de la
muerte, el juicio» (Hbr 9,27). Padre Wiesław Nazaruk OMI Elaboración: Jan
Gaspars

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