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Capítulo XIII.

Deformaciones religiosas 1

La superstición
Si la religión es la que orienta hacia la meta suprema de la vida, la que despierta los
supremos ideales y valores de la existencia, no nos podrá resultar extraño que también
las más monstruosas deformaciones se hayan desarrollado en torno a ella. En efecto,
siempre se ha dado el peligro que valores y realidades no últimas pretendan presentarse
con ese nimbo sagrado que ofrece a religión. Y cuanto más decisiva es la cuestión de
que se trata, tanto más deformes y lastimosas serán sus degeneraciones. Como decían
los latinos la corrupción de lo mejor, es la peor. Y de hecho la corrupción religiosa ha
llevado a terrores paralizantes, a sumisiones abyectas, a crímenes abiertos en el
sacrificio de inocentes, a brutal represión de los disidentes hasta la misma muerte.

Más que escándalo esos hechos dolorosos deben suscitar la convicción de que la
religión es algo humano y que, como tal, está expuesta a toda suerte de degeneraciones
y manipulaciones. Y no debemos pensar que se trata de abusos de un pasado remoto.
Hoy en día se presentan los más variados y aun mezquinos ideales con la aureola de la
sacralización para poder arrastrar más dinámicamente a las multitudes. Los más
diversos y abyectos objetos y valores se han prestado a la más sublime veneración. De
hecho en torno a la historia de la religión, como historia de los supremos ideales
humanos, se puede trazar la verdadera historia de la humanidad, llena siempre de
grandeza y de miseria.

Frecuentemente se designan las desviaciones religiosas con la palabra superstición.


Resulta sin embargo muy difícil precisar dónde comienza la línea divisoria entre las
verdaderas creencias y la superstición. De hecho para muchos racionalistas, toda forma
de creencia que no se encuentre fundada en argumentos racionales es superstición. Pero
estamos convencidos de que esa visión lleva a denigrar los más notables y generosos
empeños de los hombres en búsqueda de ideales altruistas. Por eso, sin poder tender una
línea divisoria clara, consideramos como supersticiosas aquellas creencias en las que de
modo patente se manifiesta la ignorancia o el temor, o donde la magia desplaza a la
auténtica religión.

Quizás la palabra griega deisidaimonía expresa mejor el contenido de la idea, pues


indica el temor de los demonios. Y creo que las dos palabras expresan los dos polos de
la desviación religiosa. El subjetivo que transforma la genuina veneración en temor o
terror y el objetivo que suplanta al verdadero Dios por las diversas clases de demonios.
Sin embargo las formas concretas de la superstición son innumerables, más numerosas
aún que las religiones que se dan en el mundo. Aun cuando en muchos casos la religión
y la superstición van unidas, como el amor verdadero se mezcla de resentimientos y
complejos.

Como la verdadera religión, también la superstición trata de buscar la seguridad


existencial más allá de los medios naturales. El hombre se halla rodeado en la tierra de
toda clase de peligros que acechan su exigua conciencia individual. Surgen así
espontáneamente de lo hondo del ser miedos y terrores a lugares, tiempos, personas u
objetos en torno a los cuales se ha experimentado alguna vez algún efecto siniestro. Si la

1
Capítulo tomado de: Idigoras, J.L., La Religión, Centro de Proyección Cristiana, Lima 1986.
religión acude a Dios, la superstición recurre a la magia o a otras formas de protección
que sean capaces de proporcionar seguridad.

Así se combate muchas veces el terror existencial con acciones, palabras o gestos que
susciten la seguridad interior, por la fuerza de la sugestión o de la costumbre. Muchos
de los temores provienen del futuro, ese arsenal infinito de posibilidades, del que
pueden surgir las más terribles amenazas para el individuo. Se busca entonces arrancar
al futuro sus secretos y sorpresas. Otras veces el temor viene de la insignificancia del ser
humano y lo ingente del mundo que le rodea. Busca entonces métodos que le aseguren,
que le confieran la fuerza que le falta extrayéndola de los lugares secretos en que está
replegada.

El ámbito en el que se desarrollan las prácticas supersticiosas es el de la ignorancia


subjetiva unida al misterio impenetrable del cosmos que nos impone con su mole. Se
pretende de ordinario asegurarse los poderes ocultos conocidos por tradición, o por
ciencia esotérica de algún iniciado. Ese carácter escondido suele ser condición básica de
muchos de esos efectos mágicos o cuasi-mágicos.

Pero de ordinario la superstición suele dejar al espíritu sumido en la inseguridad y en el


temor. Pues como se apoya en presupuestos falsos, la seguridad momentánea
conseguida por la sugestión fácilmente se diluye y empuja de nuevo a buscar medios
más eficaces de pacificación. En la mayoría de los casos, la superstición busca ayudas
de tipo objetivo y mágico. No recurre como la religión al encuentro personal y amigable
con el Dios personal.

Los medios por los que se trata de obtener esa seguridad contra toda clase de peligros,
son de lo más variados. Son a veces cadenas de cartas que se han de trasmitir fielmente
a un determinado número de personas: de la fidelidad exacta a las condiciones
impuestas depende la felicidad o calamidades que se especifican muy concretamente.
Otras son secretos trasmitidos por personajes venerables y que aseguran determinados
bienes o males, según determinadas conductas. También se trata de oraciones famosas
que hay que repetir determinado número de veces y en determinadas circunstancias y
que logran efectos infalibles para los que ponen los prerrequisitos. Otras veces se trata
de señalar días faustos o aciagos en los que las obras han de tener éxito o fracaso. Hay a
veces hombres clarividentes que van fijando esos momentos de acuerdo a los
horóscopos o a sabidurías esotéricas. Con los lugares se hacen parecidas
discriminaciones entre los que favorecen y los que perjudican determinadas acciones.
Lo mismo sucede con objetos benéficos, talismanes o amuletos, que confieren seguridad
y protegen de efluvios maléficos. Se suelen llevar siempre encima como protección
cuidadora. Suelen ser herraduras, maderas, estampas. A la vez hay objetos maléficos de
los que conviene protegerse a toda costa y que se puede utilizar para hacer daño a los
adversarios. Tales son los maleficios o hechizos, unidos a veces a miradas influyentes,
paquetes u objetos considerados como trasmisores de efectos nocivos. También las
personas son portadoras de poderes benéficos o maléficos, como hechiceros, magos,
brujas que pueden atravesar el espacio o influir de la manera más extraña en objetos
distantes.

Cuando se trata de adivinar el futuro, se suele pretender la protección de sucesos


imprevistos (choques, enfermedades, divorcios, muertes, etc.), o alcanzar deseos
anhelados (dinero, amor, viajes, encuentros, etc.). Para ello se utiliza con frecuencia la
lectura de las manos (quiromancia), o la interpretación de las suertes de cartas
(cartomancia), o la observación de los astros (astrología, horóscopos). También se acude
a los sueños que se consideran premonitorios, o a bolas de cristal en donde se reflejarían
los pliegues del tiempo aún no cumplido.

La mayoría de estas prácticas van unidas a situaciones de inseguridad que muchas veces
se agravan con el fatalismo que está implicado en esas visiones, pues de un modo o de
otro se presupone que los hechos futuros están escritos en forma indeleble en el cosmos
y que se trata sólo de descubrir el arte de leerlos.

También la magia se utiliza para protegerse de peligros invisibles o futuros. Se trata de


dramatizar en forma patética los deseos o los temores por medio de conjuros o gestos,
de manera que se alcancen los deseos y se repelan los temores. Magos o hechiceros
poseen la virtud peculiar de realizar en forma eficaz la dramatización con toda la
intensidad requerida para lograr lo anhelado. Ya dijimos que la magia acompaña
siempre al hombre, aun en las modernas civilizaciones, y se mezcla no sólo con la
religión, sino con todas las actividades culturales.

Tradicionalmente se atribuían muchos de los efectos alcanzados por estos caminos


mágicos, a los demonios. Se tenía la persuasión de que se lograban efectos superiores a
los que por la naturaleza se pueden lograr. Hoy por el contrario se consideran meros
efectos de la sugestión o del engaño. Aunque en un cierto sentido se pueden considerar
como veneraciones a los falsos dioses, o demonios, pues muchas veces los que
intervienen en esos ritos están convencidos de comunicarse con poderes superiores y
misteriosos que dominan las fuerzas ocultas.

También se han tratado de buscar causas científicas para muchos de esos efectos
considerados maravillosos. Y se ha apelado a la parapsicología que estudia los
fenómenos paranormales del conocer y del obrar humanos. Pretende descubrir en
determinados sujetos fuerzas y energías que no se dan en la mayoría de los seres
humanos. Así estudia los poderes psíquicos de algunos hombres dotados que son
capaces de ciertas predicciones del futuro, o de transmisión del pensamiento, telepatía,
criptognosis, o telecinesis (movimiento a distancia), etc. Las investigaciones realizadas
en numerosas universidades han venido abriendo un campo, hasta ahora desconocido, a
posibilidades extraordinarias del conocer y del actuar.

No queremos poner en cuestión el valor de esas investigaciones, llevadas a cabo con


sincero deseo de conocer los límites de las potencialidades humanas, aunque no faltan
todavía autores que les niegan su valor. Lo que queremos señalar, y es lo que aquí nos
interesa, es que muchas veces se manipula el nombre y ciertos resultados de la
parapsicología, para con ellos justificar toda suerte de prácticas mágicas y
adivinaciones, llevadas a cabo por curanderos, hechiceros o falsos adivinos. Es decir,
que se pretende instrumentalizar el nombre de la ciencia para prestigiar prácticas
supersticiosas de cualquier charlatán que confirma cada uno de sus portentos con el
respaldo de la ciencia parapsicológica.

Y sin embargo, cuando se observan los experimentos llevados a cabo en las


universidades se advierte que sus resultados son del todo diversos a los de los
adivinadores y magos. Las personas seleccionadas para las pruebas científicas suelen
dar muestras de clarividencia o de poderes especiales, pero que se calculan a través del
cálculo de probabilidades, respecto al número de sus aciertos. Y los mismos interesados
nunca están del todo seguros del número de aciertos logrados. Esos mismos poderes no
se hallan siempre a disposición del que los posee, sino que se muestran en
circunstancias repentinas y se duermen en largos períodos.

Por el contrario, lo característico de los magos y adivinadores populares es que se


prestan a solucionar todos los casos que se les presenten, actúan con absoluto “control
de sus poderes” y logran respuestas claras y satisfactorias para los más diversos y
complejos problemas. Esta seguridad y esa extensión ilimitada de su fuerza mágica es lo
que cautiva a las multitudes que se sentirían defraudadas ante los resultados siempre
ambiguos de las experimentaciones científicas.

LA IDOLATRÍA
Una de las formas más típicas de superstición es la idolatría. Por ella se adora y se
atribuye poder milagroso a falsos dioses, a imágenes u objetos que participan de su
poder, o a realidades humanas a las que se confieren atribuciones absolutas. La idolatría
ha sido, a lo largo de la historia, un peligro incesante que ha acechado a todas las
religiones. Y aun hoy en día, en medios secularizados, la idolatría se lleva a cabo por la
adoración de realidades humanas como el dinero, el poder o el placer. La adoración de
un objeto humano no se puede hacer nunca sin una deshumanización que rebaja al
hombre y sin una cierta demonización de otras realidades humanas contrapuestas a las
que se absolutiza.

Las religiones se han visto siempre en peligro de idolatría, porque a Dios no se puede
llegar directamente, sino sólo por medio de símbolos. Y los símbolos siempre se
identifican de alguna manera con la realidad simbolizada. De esa manera se corre
siempre el riesgo de centrar de tal manera la veneración en el símbolo que éste deje de
ser transparente para llevar hacia Dios, y se convierta en ídolo opaco que atrae hacia sí
la veneración de los fieles. Y como se ve, en ese caso, no sólo se centra la veneración
religiosa en un objeto falso y mundano, sino que el mismo símbolo, hecho ídolo, se
convierte en muralla que impide el verdadero acceso a Dios. De ahí el triste y absurdo
espectáculo de unos hombres racionales puestos en adoración ante maderas y fierros.

Sin embargo, hay que tener mucho cuidado en no juzgar sin más, como idolatría
cualquier culto que utiliza símbolos y que se contempla desde fuera, sin llegarlo a
comprender. Para poder enjuiciar cualquier culto, es preciso comprender la actitud
profunda de los hombres que lo practican. Ya señalamos que la diferencia entre el
símbolo y el ídolo no es patente a primera vista, pues todo verdadero símbolo centra en
él mismo la reverencia y el amor. Sólo con una mentalidad racionalista se distingue
nítidamente entre la patria y un trapo que es la bandera que nos hace recordarla. La
bandera concita el amor del pueblo y por eso se la besa y se la reverencia.

Por eso en la mayoría de los casos es muy difícil hablar de idolatrías puras. En muchos
casos que para el hombre moderno se trata de idolatría, la gente sencilla encuentra una
hierofanía de Dios, es decir la manifestación divina a través de una realidad
simbolizadora, como pueden ser las piedras, el sol, los cerros o la tierra. Ahora bien,
suele suceder que símbolos que fueron en un tiempo vivos y transparentes, se van
deteriorando con el tiempo y acaban fácilmente en ídolos que más encubren que
descubren a la divinidad.
Los símbolos que pueden pervertirse y reducirse a ídolos son en la práctica todos los
que utilizan los hombres. a veces llama más la atención la de los símbolos materiales,
como las imágenes esculpidas o pintadas. O la de los lugares donde lo divino se ha
manifestado, como cuevas, templos, o cerros. Pero con frecuencia se dan los ídolos más
espirituales, menos visibles a los ojos, pero más esclavizadores del alma. A veces se
idoliza la letra del libro santo que en lugar de llevar a Dios, lo tapa con su formulación
estereotipada y muerta. En otras ocasiones pueden ser las concepciones teóricas o
dogmáticas de la divinidad que se endurecen en fórmulas rígidas y exclusivistas para
llegar a Dios. En otras ocasiones puede idolizarse a una persona dotada de carismas.

Diferente del ídolo se suele considerar al fetiche. Aun cuando muchos lo equiparan, hoy
se piensa que el fetiche –figurillas talladas en piedra o en madera- ha de considerarse
más bien un amuleto o un talismán que un ídolo. No es tanto la imagen del dios, cuanto
un objeto cargado de mana, protector de los que lo llevan. Tendría un cierto parentesco
con las reliquias que también se usan para alcanzar esa protección divina.

A lo largo de la historia humana, podemos considerar como seres de alguna manera


idolizados a los reyes portadores de los poderes supremos. Los emperadores, reyes y
príncipes se han considerado en muchas culturas como dioses dotados de eximios
poderes y a los que era necesario adorar. De esa manera se pretendía consolidar el
principio de autoridad, pero se favorecía cualquier grado de tiranía. Los reyes eran
tenidos por hijos de dioses. Sus leyes se consideraban como oráculos de la divinidad. Y
en no pocos casos se acudía a ellos no sólo para obtener los favores del poder político,
sino aun para alcanzar la salud con su mero contacto.

También fueron objeto de adoración numerosas mujeres ya fuera por su belleza o por
su fecundidad. En las religiones agrarias de la fecundidad se veneró siempre a la mujer,
como fuente misteriosa de la vida. Los fieles acudían a los templos, a los cerros y a los
bosques para suplicar a la Diosa Madre la fecundidad de los campos, de los ganados y
de las familias. En muchos pueblos el camino para lograr los favores de la divinidad
eran las relaciones sexuales con las sacerdotisas de la diosa (hieródulas), a través de las
cuales se alcanzaba el contacto con la diosa y su poder fecundante.

Aunque hoy nos resulte extraordinariamente sorprendente, también los animales fueron
objeto de la veneración humana en diferentes culturas. Por un lado, los animales están
unidos a los diferentes clanes en el totemismo. Aquí el animal se considera más bien,
como el símbolo y la expresión del clan y por eso no se lo puede comer, sino en las
ceremonias sagradas. Pero han sido sobre todo Egipto y la India los que han convertido
la veneración de los animales en algo corriente. No es fácil sin embargo precisar, como
en otros casos, lo que podría haber de genuino simbolismo y lo que podía ser idolatría.

No es extraño que algunos animales aparezcan ante el hombre primitivo, como


expresiones superiores de poder, de astucia o de misterio, tales como el toro, la
serpiente, o ciertos animales míticos, desconocidos, o identificados posteriormente con
otros. En Israel hay indicios de veneración de la serpiente (Num. 21; 2Rey 18,4). En
Egipto a través de muchas de las figuras animales parece que adoraba al ser supremo. A
veces se nos presentan figuras de hombres con cabeza animal que manifiestan quizás el
misterio multiforme. En algunos templos se conservaban y aun se sacaban en procesión
animales sagrados, como monos (quizás por su sorprendente semejanza con el hombre)
y otros animales extraños: el toro Apis, la vaca Hator, el cocodrilo Sukos y lobos
chacales diversos. En la India el culto a los animales parece preponderar en los pueblos
no-arios. Y en especial es la vaca el animal sagrado que se venera y cuyos productos,
leche, manteca, orina y excremento, se utilizan en los rituales sacros. También la
culebra está unida al culto de Vishnú, lo mismo que otros animales.

Nuestra sociedad secularizada se burla con frecuencia ante esas formas religiosas a las
que tacha demasiado tajantemente de idolatrías. Pero no conviene olvidar que también
hoy surgen nuevas formas de veneración sagrada a las personas y a las cosas que
degeneran la condición humana. El ansia de adoración no se extingue y lo que sucede es
que se cambian los objetos.

No se puede negar que la veneración apasionada y con rasgos de histeria colectiva que
se tributa a artistas, deportistas, aventureros o líderes políticos raya con frecuencia en la
idolatría. El entusiasmo que despiertan concursos de belleza o eventos deportivos
supera lo “normal” y se desborda en expresiones que parecen relacionarse con lo
absoluto. De nuevo el hombre venera humildemente a seres humanos y espera de ellos
como efluvios de felicidad y de dicha.

Pero mucho más inhumana y deformadora es la idolatría secularizada que se tributa en


nuestra sociedad no a los hombres, sino a los objetos. La idolatría del dinero por el que
se hacen todos los sacrificios y por el que se traicionan todos los valores y todas las
amistades. La obsesión ansiosa de poder político que lleva a las pugnas más
degradantes y a las rivalidades más enconadas. La divinización de las ideologías y la
satanización de sus contrarias. Las nuevas “guerras santas” en las que la muerte de los
adversarios es ofrenda grata a la “nueva divinidad secular”. Es decir, la absolutización
de las causas humanas que se convierten en divinas y a las que se tratan de someter
todas las cosas con sagrada sumisión.

FANATISMO, INTIMISMO, ESCATOLOGISMO

La idolatría es una deformación del objeto de la religión que sustituye a Dios por otras
realidades mundanas. Pero a esa deformación religiosa, hay que añadir las que
provienen de las actitudes deformes del sujeto en su forma de vivir o expresar su fe
religiosa.

Una de las deformaciones más típicas en la forma de vivir la religión es el fanatismo.


Brota como espontáneamente en aquellas actividades humanas, como la religión, en que
se trata de los valores absolutos. Como la religión es el esfuerzo humano por alcanzar al
Absoluto, fácilmente la religión misma se convierte en absoluta y rechaza así toda
posible crítica o reforma. El carácter absoluto de Dios se transmite insensiblemente a
sus ministros y a sus símbolos que de esa manera se divinizan. Entonces con ese poder
sin límites la religión comienza a imponer preceptos y a lanzar condenaciones a las que
no tolera se impongan restricciones.

El fanatismo suele ir unido a una cierta deformación psicológica por la que se estrecha
el campo de visión y solamente se capta una parcela o una dimensión. Todo lo demás se
niega con un imperativo categórico. De esa manera se alcanza una seguridad más plena,
ya que se niega lo discordante y sólo se tiene en cuenta lo que nos consolida. Este
fanatismo no se reduce al campo de lo religioso, sino que se da en todas las demás
dimensiones humanas, como la política, el nacionalismo, el deporte y aun las escuelas
científicas rivales.

La comunidad dominada por el fanatismo religioso tiende por un lado a asegurar la fe


de sus seguidores y por otro lado conquistar o vencer a los que fuera se oponen a su
mensaje. Propende a los métodos violentos, pues desconoce la transigencia y el respeto
a los demás. Y llega así a incurrir en abierta contradicción con sus propios principios
religiosos de paz y de fraternidad.

En el orden a la confirmación de las creencias religiosas del grupo se desarrolla el


dogmatismo. Consiste en reducir el misterioso mensaje de la religión a fórmulas claras
y precisas que se imponen después con una obligatoriedad absoluta. La misma nitidez
de los dogmas presentados excluye posibles disidencias. Y cualquier condescendencia
con doctrinas extrañas es penada severamente.

Para consolidar al mismo tiempo la pertenencia al grupo religioso, se promete salvación


a cuantos permanecen en él y se destina a la condenación a cuantos se hallan fuera o han
sido infieles a los dogmas propios. Esas divisiones tajantes y radicales son propias del
fanatismo que no tolera sombras o penumbras, sino que exige la diafanidad que pueda
arrastrar a una norma de conducta unívoca. En este mismo sentido se tiende a prohibir
libros, reuniones, símbolos de los grupos disidentes con amenazas amedrentadoras. No
sólo la aceptación del mensaje o los valores extraños está condenado, sino aun el
acercamiento a sus fuentes de información.

Unido a esa cohesión interior de la propia comunidad suele ir junto al fanatismo el


proselitismo, o tendencia conquistadora de adeptos por todos los medios, oportunos e
inoportunos. Se presiona, se insiste, se amenaza con sanciones divinas, se prometen
bendiciones del cielo. De esa manera se lleva acrecentar el número de los escogidos y a
reducir el de los condenados a la perdición.

En épocas pasadas el fanatismo religioso ha llevado a extremos insospechados, como la


persecución de herejes y disidentes, su condenación a muerte por sus ideas, las torturas
y encarcelamientos. Y en grado aún más extremo los grupos religiosos se han
enfrentado en guerras más o menos santas, en las que cada una de las facciones confiaba
en estar apoyada por la providencia divina. Las cruzadas de los cristianos contra los
musulmanes o las guerras santas de los musulmanes para extenderse por los territorios
de la cristiandad son páginas dolorosas de la historia de la religión, aun cuando no se
puede olvidar que en esos tiempos religión y política formaban una unidad indisoluble y
que la política se servía de la religión para sus fines terrenos.

De todos modos, no se puede olvidar que en los modernos ambientes ciudadanos, el


fanatismo se manifiesta mucho más virulentamente en cuestiones políticas o deportivas,
que en las religiosas. En el campo religioso, podríamos decir que predomina más bien el
relativismo indiferentista que deja a cada uno seguir su propio camino, lo que en
algunos casos puede significar desinterés verdadero. Sólo algunas pequeñas sectas
importadas manifiestan un proselitismo y un fanatismo que resultan un tanto extraños a
nuestro modo de ser más tolerante. Y nos recuerdan modernos ejemplos de fanatismo
religioso, como el acontecido en Guyana, hace pocos años en el que perecieron cerca de
un millar de personas, envenenadas en medio de un pánico colectivo y de una presión
social tiránica.
Junto al fanatismo, señalamos también entre las desviaciones religiosas al escapismo de
la realidad. De la esencia de la religión es la búsqueda de lo trascedente, de lo que se
encuentra más allá de lo inmediato. Cuando el espíritu se deja arrastrar por esa fuerza de
desbordamiento de lo concreto y actual, puede incurrir muy fácilmente en un escapismo
que signifique evasión de las tareas mediocres, pero esenciales del mundo. El ansia de la
plenitud puede así conducir al menosprecio de lo efímero y transitorio. Dios vendría así
a opacar a los hombres y el cielo a borrar la imagen de la tierra. El hombre religioso que
se siente desterrado, abandona su prisión y se lanza en alas del deseo hacia la patria
lejana.

Este escapismo del mundo real se puede realizar por diversas fronteras. La primera es
por la vía de la profundidad o interioridad. Se menosprecia lo material y visible, las
condiciones económicas y sociales y se tiende a valorar exclusivamente el mundo
interior de las intenciones, o se trata por medio del ascetismo de destruir las propias
tendencias que llevan a los bienes terrenos. Lo deforme está en que la religión, lejos de
revalorizar lo humano, ahondando sus raíces y ensanchando su horizonte, se convierte
en patria de refugio que deja al presente desolado.

El intimismo es la reducción de lo religioso al mundo interior de las intenciones y


deseos. El mundo exterior se relega a las luchas interesadas y egoístas de los hombres y
se crea en el alma un paraíso interior en el que se venera a Dios, al margen de los
problemas humanos. De esa manera la religión vive en mundos puros e ideales, sin
contaminarse con las mezquinas realidades humanas y las luchas egoístas. Pero a la vez
de esa manera la religión se hace evasiva y ya no sirve para dinamizar los anhelos
humanos de transformación del mundo, sino como refugio de evasión pacífica.

El ascetismo puede ir en la misma dirección evasiva, aunque con una lucha directa
contra las propias pasiones, consideradas como perversas, y con la pretensión de
alcanzar formas de vida pura y superior. También aquí se olvida la realidad humana con
sus tendencias y deseos y se presume vencer nuestra condición para alcanzar la de los
ángeles inmateriales. Una dosis de ascetismo es esencial a toda vida humana y no sólo
en el campo religioso. Pero un ascetismo que pretende anular dimensiones
fundamentales de la vida, se equivoca en su pretensión y desconoce la obra de Dios que
nos creó con esa compleja variedad de grandeza y de miseria.

Pero el escape de la realidad se puede intentar también por la vía del pasado o la del
futuro. Es el romanticismo el que pretende idealizar las épocas pasadas y refugiarse en
ellas ante los males decadentes de la era actual. La imaginación religiosa ha recreado
también eras antiguas míticas e idílicas, donde los dioses se paseaban sobre la tierra en
contacto cercano con los hombres, dotados de una inocencia original. De esa manera se
configura el pasado de acuerdo a nuestras aspiraciones frustradas y se coloca en él
cuanto añoramos en el presente. La huida suele ser o hacia la era paradisíaca, o hacia la
de los grandes fundadores religiosos, para convivir con su influencia salvadora y sus
milagros, o hacia edades más cercanas en las que se considera que la religión estuvo
floreciente. También aquí la religión desampara la realidad para crearse refugios para
los que no son capaces de soportar la contundencia del presente.

Mucho más frecuente que hacia atrás, suele ser la huida hacia adelante, hacia el futuro,
hacia la era escatológica en que el bien se impondrá definitivamente sobre el mal. todo
cuanto ahora falta o es deficiente llegará a su plenitud en esa etapa definitiva de la
historia en que habrá hombres nuevos y tierra nueva. El camino hacia ese futuro de
esplendor se imagina ya por la vía de un progreso incesante hacia metas más altas, ya
por la vía pesimista de una creciente corrupción que provocará a última hora la
intervención saladora de Dios y la transformación del cosmos. En uno y otro caso
también el presente queda desvalorizado ante el fulgor esplendente de las eras futuras a
las que se huye. El “milenio feliz” de que habla el Apocalipsis ha sido una de las
imágenes más sugestivas en la historia religiosa y se ha secularizado en las modernas
ideologías que esperan un paraíso cercano al que se evaden para huir de las crueldades
del presente.

Como ya señalamos, estas deformaciones nunca suelen ser puras. La dimensión evasiva
suele estar mezclada a auténticas vivencias religiosas que ayudan a dar trascendencia al
presente real, sea desde sus orígenes numinosos, sea desde su futuro escatológico. Pero
teóricamente no es fácil señalar dónde termina la genuina religión y dónde comienza el
escapismo. Mientras la auténtica trascendencia enriquece la vida dándole profundidad y
sentido, la falsa significa una huida cobarde de los problemas vivos y palpitantes a
refugios prefabricados en base a la idealización y a la fantasía.

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