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Introducción:
Para los que no lo conocen, San Ignacio de Loyola fue un santo español que
vivió entre los siglos XV y XVI. Era un caballero vanidoso y lleno de sentimientos
mundanos que un día mientras capitaneaba sus tropas asediando la ciudad de Pamplona
resultó herido en una pierna por una bala de cañón.
Por lo que pronosticaba, se esperaba que Iñigo quedase rengo para toda la vida.
Pero era tal su vanidad que a riesgo de perder la pierna y de inmensos dolores, con el fin
de poder usar sus botas militares para cortejar a su dama, se sometió no solo a una, sino
a dos operaciones (la primera había salido mal y no solucionaba su renguera) en la que
los médicos le abrirían sin anestesia la pierna, y con sus manos le acomodarían el hueso
quebrado.
Pero cuando las empezó a leer descubrió algo: él siempre había buscado en el
ideal del caballero cosas grandes, llenarse de gloria y que su vida valiese la pena. Y
notemos que este era un ideal hasta cierto punto noble y valioso: el del caballero que
sirve a su rey, que vive las virtudes del noble, que es capaz de dejarlo todo por servir.
Pero leyendo descubrió a la luz de la vida de los santos (san Francisco de Asís,
santo Domingo de Guzmán y otros) que existía un ideal mucho más grande que el suyo:
el de no ser un caballero al servicio de un señor de este mundo, sino el de servir al Rey
de reyes, Señor de señores. Al único que de verdad valía la pena servir, al único que le
podía dar Gloria verdadera. Descubrió que había sido creado para algo mucho más
grande: para ser santo, para Dios.
Y es notable como este militar que tenía tantas ansias de gloria, reconocimiento
y recompensas, de pasar de ser un oficial más del rey de España, se trasformó en uno de
los soldados más recordados y admirados de Nuestro Señor Jesucristo. Y se convirtió en
una de las figuras más reconocidas e influyentes de la historia de la humanidad, ya que
la comunidad de sacerdotes que fundó (La Compañía de Jesús, o “jesuitas”) fue la
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encargada de la evangelización de América, África, Rusia grandes regiones del Asia y
Oceanía, sirvió de represa y eficaz combate contra la herejía protestante y ayudó a la
Iglesia Universal a restablecerse por medio del Concilia de Trento, donde tuvo una
importancia innegable. Los jesuitas llegaron a ser el brazo más poderoso de la Iglesia,
según lo reconocieron los mismos enemigos (por ejemplo Voltaire).
Pero hay un segundo aporte de San Ignacio que es aún mayor que el de la
Compañía, pues ella se funda en este legado, que son los Ejercicios Espirituales.
El principio y fundamento:
Habiéndonos ubicado en que son los ejercicios espirituales y cuáles son sus
objetivos, adentrémonos más propiamente en el tema que nos incumbe, que es del
principio y fundamento.
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Canonizaciones argentinas.
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tanto debe quitarse dellas, cuanto para ello le impiden. Por lo qual es menester
hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la
libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no
queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que
deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente
deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados.”
Digo nada, porque como dice Santa Teresa: “la ciencia más acabada es que el
hombre bien acabe, que al final de la jornada, aquel que se salva sabe, y el que no, no
sabe nada”. A alguno le podrá parecer exagerado, o que se circunscribe solo al ámbito
religioso. Pero esta noción abarca y dirige la totalidad de la vida del hombre, como
veremos más profundamente a continuación. Es imposible quedar fuera de esta noción.
Y digo que vale para todos porque si bien hay que tener fe para entender esto (y
mucha más fe para vivirlo), eso no quita que sea la regla de vida para todos, porque está
esto en nuestra naturaleza humana. Mientras seamos humanos, inexorablemente
estaremos incluidos en esta noción.
Finalmente, como último preámbulo, aclaro que hay dos formas de considerar
esto: desde el punto de vista personal, o desde el social, porque lo que vale para la vida
de un hombre, en cierto sentido vale para la vida de todos. Por lo cual les sugiero que a
medida que vayamos pasando por las diferentes consideraciones que se nos ofrecen, lo
vayamos aplicando, en primer lugar a nosotros mismos. Para ello, el ejercicio consiste
en ponernos frente a Dios, un “mano a mano”: yo solo, desnudo y sin nada, frente a mi
Creador.
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Definición aristotélica de la ciencia.
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para mí, en realidad. No buscamos formular una teoría, buscamos descubrir a dos
corazones, a dos personas vivas.
Sin embargo, ya que estos no son ejercicios espirítales, desde el plano que nos
compete, como grupo de formación que se está gestando, también conviene analizarlo
desde un pronto de vista teórico: saber cuál debe ser nuestro norte como grupo, que le
debemos a Dios y que espera Dios de nosotros, dentro del ámbito del apostolado.
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me ama a mí, y con una locura tal, que me amó y me eligió a pesar de mis
traiciones y pecados. Yo valgo tanto que Dios me eligió a mí y no a otro.
2. Nótese que el santo no dice “el hombre fue creado”, sino que el hombre “es”
creado. Han descubierto los teólogos y aun antes que ellos, los filósofos, que
nosotros no solo necesitamos el acto creador de Dios para existir, sino que
necesitamos que Él desde su omnipotencia nos sostenga continuamente en la
existencia. Si saliésemos de la mente de Dios durante un segundo, si Dios se
olvidara de nosotros, volveríamos a la nada (donde pertenecemos), porque
fuera de Él solo hay eso.
Pero no pasa eso, nunca nos pasó ni nunca nos va a pasar, porque Dios nos
ama, y no solo nos eligió el día que creó nuestra alma, sino que nos elige (y
ama) en cada instante de nuestra vida. Aun cuando pecamos, cuando el cielo
y la tierra deberían aplastarnos y la creación entera destruirnos por tal
atrevimiento y maldad, Dios aún entonces nos sostiene y nos sigue eligiendo
y amando. Y mientras estemos vivos, nos está dando una oportunidad de
mejorar.
Si pensamos esto, debería darnos vergüenza el ser tan ingratos como para
pecar o tenernos en menos (que en parte es lo mismo). Pensemos que Dios
nos tiene siempre presentes y que nunca se olvida de nosotros ¿y cómo
correspondemos nosotros a tal delicadeza?
Ya decía Aristóteles que todo lo que se hace, se hace por un fin. Nada se hace
porque sí. Y esto es lo que se llama la causa final, la “causa causarum” (causa de las
causas), la más determinante de todas. Enseñaba el filósofo griego, y en esto es seguido
por Santo Tomás de Aquino que esta causa “aunque es la última en la ejecución, es la
primera en la intención del agente”.
Más simplificado significa que nada se hace porque si, que cuando alguien
inteligente hace algo es por un motivo. ¿Por qué este Dios que nos ama con locura nos
creó? Si no nos necesitaba, ¿qué es lo que se proponía?
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El hombre es creado para Dios: de esto se desprende toda nuestra vida y todo lo que
tenemos que hacer. ¿Qué significa?
a. Dios nos ama tanto que nos creó para lo más perfecto y valioso que existe: Él
mismo. Podría habernos hecho para que disfrutemos de esta vida y sus
placeres y del tiempo que transcurrimos, y aun entonces deberíamos estarles
agradecido.
Pero no: nos creó para que estemos con Él, para que compartamos de su
gloria, para que nos alegramos en Su felicidad. Nos creó para una alegría tal
que jamás la comprenderemos en esta vida, y que aun en la vida eterna jamás
agotaremos. Nos quiso dar gratis lo mejor que tiene: a Él mismo. Misterio
increíble e inagotable.
b. Dios nos creó para ser plenos y felices. Ahora bien, la única manera de que
algo logre su plenitud, es que alcance el fin que tiene: un corredor logra su
plenitud cuando gana la carrera para la que se preparó, un estudiante
universitario cuando se recibe y ejerce su profesión, un enamorado cuando se
encuentra y se une con la persona que ama. Pero imaginemos que no lo
logren: que un corredor se entrene toda su vida para ganar y jamás lo haga,
que un estudiante jamás pueda aprobar la materia para la que estudió, que un
amante jamás pueda acercarse a su amado. Que el fin de sus vidas se vea
frustrado para siempre. La frustración, la decepción, el vacío de una vida
malograda. Una carencia, una pérdida total del sentido de la vida.
El fin de cada hombre es Dios. Tal es la grandeza con la que Dios creó el
alma humana que nada más que Él puede llenarla. El hombre fue creado para
un fin: la felicidad, y no cualquiera, sino la más perfecta, la que nace de la
unión plena con Dios. Cuando tomemos conciencia de que por un pecado
podemos frustrar el sentido de nuestra existencia jamás volveremos a pecar.
Dice Santa Faustina que la pena más grande del infierno, más allá de los
terribles e inimaginables dolores del cuerpo y del alma, es el saber que
habíamos sido creados para ser inimaginablemente felices, que se nos dio
todo para lograrlo y que era lo ÚNICO que teníamos que hacer en esta vida, y
perdimos la oportunidad por nuestra culpa. Considerando esto, nos damos
cuenta que pecar es ser un idiota, y un necio.
c. Una última consideración, dentro de las millones que se podrían hacer, sobre
este fin del hombre, es que nuestra vida es un disparo a la eternidad: una vida
fugaz, que no dura nada frente al misterio de la eternidad. Un paréntesis entre
dos eternidades. Entre la que no éramos nada y la que nos espera tras la
muerte. Debemos tomar conciencia de cada cosa que hacemos en esta
perspectiva: nada, ni el más mínimo deseo, la más mínima acción, ningún
criterio, intención, carrera, esposa, marido, padres, hijos, hermanos, amigos,
deben salirse de esta perspectiva: fuimos creados para el Cielo, no para el
suelo. Para Dios, no para los hombres.
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Dejado en claro que el hombre es para Dios, San Ignacio nos enseña cómo
alcanzarlo: cuales son los medios para este fin tan excelso. Y nos dice: alabar (es decir
reconocer con nuestras palabras y acciones la grandeza de Dios), hacer reverencia (darle
todo lo que somos a Dios) y servir a Dios Nuestro Señor (o sea someter la voluntad
propia a la de otro: en este caso la de Dios).
¿Y que nos enseña esto a nosotros como grupo? Que no hay otro criterio de
acción fuera del alabar, hacer reverencia y servir a Dios, y que nuestro fin nunca puede
ser otro que el de la salvación de los que se acercan a nosotros. La formación no sirve
de nada si no es para este fin. No les sirve de nada a los demás si no los ayuda a
alcanzar a Dios en esta vida para gozarlo en la eterna. Este es el norte que jamás
podemos olvidar.
Debemos siempre buscar que nuestros hermanos, para los cuales nos vamos a
formar, conozcan cuál es el objetivo y el centro de su vida: alabar, hacer reverencia y
servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima.
Segunda parte: “y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas
para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que
es criado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar dellas,
cuanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse dellas, cuanto para
ello le impiden.”
Después de considerar quien es ese Dios que me creó y quien soy yo, y que debo
hacer, el santo nos lleva a considerar otra realidad existencial: no estamos solos en este
universo frente a Dios. Este mundo está lleno de creaturas, de tal belleza y diversidad
que es fácil descubrir a un Dios infinitamente bueno y generoso y de riquísima belleza a
través de ellas.
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Esto no significa que las personas sean objetos, ni que debamos usarlas como
simples medios: cada una tiene un valor intrínseco. Pero ellas deben ayudarnos a
acercarnos a Dios, y si se transforman en fines de mi vida y no en medios para el fin
último, ellas nos llevan al pecado. De hecho, el pecado, según la definición de San
Agustín puede ser definido como “adeversio a Deo, conversio ad creaturas”: darle la
espalda a Dios y volverse a las creaturas. Cualquiera sea la creatura: yo mismo (por
ejemplo por la soberbia), mi cuerpo (la concupiscencia), objetos materiales o personas o
seres espirituales distintos de Dios (idolatría).
Dios es tan grande, que el para entrar en un alma, necesita que ella esté vacía de
cualquier otro amor que no sea Él, o no esté ordenado a Él3. Nadie pude servir a dos
señores, y Nuestro Señor es terminante: “el que no está conmigo, está contra mí, el que
no siembra desparrama”.
En este sentido no hay gises en la vida cristiana. La decisión es radical, solo hay
dos maneras de vivir, de frente a Dios y a nuestra muerte (la realidad más cierta e
incierta de la vida humana): vivir para el Cielo o para el suelo. Vivir teniendo como
único fin a Dio, o vivir para las creaturas. No hay forma de escapar de esta disyuntiva.
Todos están en un bando. Nadie es neutral: es está con Cristo o contra Él.
Esta regla es una lógica consecuencia de saber que las creaturas son medios,
caminos, auxilios que nos da Dios para que lo alcancemos. Y el usarlas, gozarlas y
disfrutarlas en la medida que Dios quiere es algo bueno en cuanto que nos ayuden a
alcanzarlo4 y nos dará la felicidad no solo en la otra vida, sino en esta.
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Es curioso lo que dice Lewis en su libro “Cartas del diablo a su sobrino”, poniendo en boca del diablo
este dialogo: “Sé, naturalmente, que el Enemigo (Dios) también quiere apartar de sí mismos a los
hombres, pero en otro sentido. Recuerda siempre que a Él le gustan realmente esos gusanillos (los
hombres a los que el diablo desprecia), y que da un absurdo valor a la individualidad de cada uno de
ellos. Cuando Él habla de que pierdan su "yo" [que se vacíen de sí mismos], se refiere tan sólo a que
abandonen el clamor de su propia voluntad. Una vez hecho esto, Él les devuelve realmente toda su
personalidad, y pretende (me temo que sinceramente) que, cuando sean completamente Suyos, serán
más "ellos mismos" que nunca. Por tanto, mientras que Le encanta ver que sacrifican a su voluntad
hasta sus deseos más inocentes, detesta ver que se alejen de su propio carácter por cualquier otra
razón.”
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De nuevo, en boca del diablo en el libro “cartas del diablo a su sobrino”, nos dice el autor que piensa el
diablo, por ejemplo, de los placeres (creaturas): “Nunca olvides que cuando estamos tratando cualquier
placer en su forma sana, normal y satisfactoria, estamos, en cierto sentido, en el terreno del Enemigo
(Dios). Ya sé que hemos conquistado muchas almas por medio del placer. De todas maneras, el placer es
un invento Suyo, no nuestro. Él creó los placeres; todas nuestras investigaciones hasta ahora no nos han
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Por otro lado, hay creaturas que fueron creadas por Dios para que renunciando a
ellas ganemos méritos y lleguemos a la felicidad. Porque todas las situaciones de
nuestra vida nos sirven para alcanzar a Dios (“todo sucede para el bien de los que aman
a Dios” Rm 8,28). Porque todo lo creó Dios para nosotros5.
La enseñanza que nos deja como grupo es que jamás debemos dejar de ver el fin
al que nos dirigimos, y de que todos los medios y decisiones que tomemos deben estar
determinados por el fin. Debemos ser prudentes, que es lo contrario de necios (tontos):
debemos elegir los medios adecuados para el fin que queremos: si queremos tomar sopa,
necesitamos una cuchara; si un asado, tenedor y cuchillo; si queremos cavar una pala. Si
queremos formarnos y formar a una sociedad para que alcance a Cristo y se salve,
necesitaremos sólida y cristiana formación, sólidos y cristianos libros, sólidos y
cristianos profesores, sólidas y cristianas virtudes e intenciones.
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libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de
nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que
deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás;
solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que
somos criados.”
Como corolario final del principio y fundamento, San Ignacio nos da la clave de
la santidad: la “Santa Indiferencia”.
A esta virtud no debe entendérsela jamás como que a uno le da lo mismo una
cosa que otra, como si uno no tuviera intereses o amores lícitos, o que todo es igual,
porque no amamos nada de este mundo. Esta actitud no sería humana, y como el ser
humano es bueno (por ser creado por Dios), esta actitud no sería buena.
Esta virtud significa que en cuanto sabemos que las creaturas son meros
instrumentos para alcanzar el cielo, y sabemos que lo único importante es salvar el
alma, estamos dispuestos a todo con tal de ser felices.
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La santa indiferencia es por fin una regla o criterio de vida, una actitud y modo
de encararla: es la perfección de la regla del tanto cuánto. Es el camino a la santidad6.
1. “Es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que
es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido”:
La santa indiferencia no versa sobre cualquier cosa, sino sobre lo que
podemos elegir y nos está permitido. Por ejemplo: si soy casado, no puedo
ponerme a elegir si sobre si continuaré con mi esposa, o me quedo con otra
que conocí y me gusta más. Lo mismo para un sacerdote, no puede
plantearse si es mejor vivir el celibato o casarse. O si cumpliré los
mandamientos o los preceptos de la Iglesia.
Porque sobre estos temas, Dios ya ha hablado y ya ha mostrado cuál es su
voluntad, a partir de las Sagradas Escrituras y del Magisterio. El matrimonio
es indisoluble, el sacerdote (por lo menos el latino) debe ser célibe, los
mandamientos hay que cumplirlos, hay que ir a Misa los domingos, etc.
¿Sobre qué elegir entonces? Sobre lo que nos es lícito: si no nos hemos
casado u ordenado, sobre la vocación matrimonial, sacerdotal o religiosa (la
tercera vocación o llamado que hace Dios), sobre qué carrera seguir, que
trabajo tomar, donde vivir, casarme con tal o cual, continuar con tal amistad,
tener tal red social, seguir en tal grupo de apostolado, ir a tal otro, y toda otra
decisión que se quiera tomar, en especial las más trascendentales.
2. Cualquier decisión que se tome debe estar signada por esta santa
indiferencia, que es la que solamente va a decidir y elegir a lo que más nos
conduzca al fin para el que fuimos creados: la santidad. Es una forma de ver
nuestra vida.
Y en ella consiste el primer grado de humildad (santidad) según San
Ignacio7: en el no desear de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza
que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta. En buscar cumplir
ante todo la Voluntad de Dios, en estar dispuesto a darlo todo, incluso la
vida, para llegar a la santidad, y en estar dispuestos a morir antes de
separarnos de ella por un pecado mortal.
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Graficado matemáticamente: “v=V”.
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Que no es nada más que el mínimo para salvarse.
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Conclusión:
Pedimos heroísmo a los cristianos, y ¡tanto heroísmo! ¿En qué se basa esta
exigencia? En la visión de eternidad de la vida. Uno es santo o burgués, según
comprenda o no esta visión de eternidad. El burgués es el instalado en este mundo, para
quien su vida sólo está aquí. Todo lo mira en función del placer. La vida para él es un
limón que hay que exprimir hasta la última gota; una colilla de cigarro que se fuma con
fruición, sin pensar que luego quedará reducido a una colilla... Burguesa es la
mentalidad opuesta en todo al cristianismo: es resolver los problemas con sólo el
criterio del tiempo. ¡Aprovecha el día! Goza, goza. El mundo de lo sensible acentúa esa
sed de gozo, ofreciéndonos atractivo en todo lo que nos rodea: el cine, el gran
predicador del materialismo y de la vida fácil; la propaganda del placer y del lujo que
cubre los muros y va por las ondas radiales: Todo nos predica el materialismo. Y no es
raro que nosotros caigamos también en ese materialismo práctico. De aquí que el mundo
moderno se mueve y se agita, pero ha perdido el sentido de lo divino. Despertemos en
nosotros ese sentido de lo divino, que se fundará en un conocimiento exacto de mis
relaciones con Dios. ¡Dios! ¡Cómo ensancha el alma ponerse a meditar estas verdades,
las mayores de todas! Es como cuando uno se pone a mirar el cielo estrellado en una
noche serena. La razón nos lleva a Dios. Todo nos habla de Él: el orden, la metafísica,
el acuerdo de los sabios, los santos y los místicos. Él es el que es: “Yo soy el que soy”.
La naturaleza de Dios: Santo, Santo, Santo; armonía, orden, belleza, amor. Dios es
Amor; Omnipotente; Eterno. Pensemos cuando el mundo no existía... Imaginemos el
acuerdo divino para crear... El primer brotar de la materia. La evolución de los mundos.
Los astros que revientan. Los millones de años. “Y Dios en su eternidad”. ¡Todo
depende de Dios!, y, por tanto, ¡la adoración es la consecuencia más lógica de mi
dependencia total!
La oración, que a veces nos parece inútil, ¡qué grande aparece cuando uno
piensa que es hablar y ser oído por quien todo lo ha hecho! A Dios que no le costó nada
crear el mundo ¿qué le costará arreglarlo?, ¿qué le costará arreglar un problema
cualquiera? Tanto más cuanto que nos ama: ¡Nos dio a su Hijo! (cf. Jn 3,16). A veces
me desaliento porque no comprendo a Dios, pero, ¿cómo espero comprenderlo, yo que
ni comprendo sus obras?
Consecuencia: mucho más orar que moverme. Además que en el moverme hay
tanto peligro de activismo humano.
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Transcendencia, inmanencia, naturalismo, progresismo.
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¿Y yo? Ante mí la eternidad. Yo, un disparo en la eternidad. Después de mí, la
eternidad. Mi existir, un suspiro entre dos eternidades. Bondad infinita de Dios
conmigo. Él pensó en mí hace más de cientos de miles de años. Comenzó, si pudiera, a
pensar en mí, y ha continuado pensando, sin poderme apartar de su mente, como si yo
nomás existiera. Si un amigo me dijera: los once años que estuviste ausente, cada día
pensé en ti, ¡cómo agradeceríamos tal fidelidad! ¡Y Dios, toda una eternidad! ¡Mi vida,
pues, un disparo a la eternidad! No apegarme aquí, sino a través de todo mirar a la vida
venidera. Que todas las creaturas sean transparentes y me dejen siempre ver a Dios y la
eternidad. A la hora que se hagan opacas me vuelvo terreno y estoy perdido. Después de
mí la eternidad. Allá voy y muy pronto. Cuando uno piensa que tan pronto terminará lo
presente uno saca la conclusión: ser ciudadanos del cielo, no del suelo. En el momento
de la muerte, “aquello que está escondido aparecerá”; todo el mal y todo el bien, todas
las gracias recibidas. “¿Qué diré yo, entonces?”. Esto tan pronto se presentará. Al
reflexionar en mi término, en mi destino eterno, no puedo menos de pensar... ¿Cuál es
mi fin? ¿Adquirir riquezas? No. ¡Cuántos no podrían alcanzar su fin! ¿Alcanzar
comprensión de los seres que me rodean? ¿En guardarlos junto a mí?... Todo esto es
digno de respeto, pero no es mi fin. El fin de mi vida es Dios y nada más que Dios, y ser
feliz en Dios. Para este fin me dio inteligencia y voluntad, y sobre todo libertad.
La norma que me puso fue la santidad, que consiste en que conozca a Dios. ¿Me
preocupo de conocerlo? ¿Cultivo mi espíritu? ¿Cómo rezo? ¿Alabanzas, Salmos, Gloria
al Padre? Servirlo las 24 horas del día, sin jubilación, con alegría y generosidad. Y
luego, salvar el alma (EE 23). Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, “el Reino
de los Cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan” (Mt 11,12). “¡Qué estrecha la
puerta que lleva a la Vida y pocos son los que la encuentran!” (Mt 7,14). “Si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo” (Mc 8,34). ¡Salvad el alma! nos dicen
los santos: la tierra pasa, pero el cielo no; los condenados: ¡estos fuegos jamás se
apagan! ¡Vivir, pues, en visión de eternidad! Cuánto importa refrescar este concepto de
eternidad que nos ha de consolar tanto. La guerra, los dolores, todo pasa ¿Y luego?
Nada te turbe, nada te espante, ¡Dios no se muda!. Y después de la breve vida de hoy, la
eterna. ¡Hijitos míos! No os turbéis. En la casa de mi Padre, hay muchas moradas (cf. Jn
14,2). La enseñanza de Cristo está llena de la idea de la eternidad.
El monje tenía una ventanita chica abierta al cielo: en sus tristezas, miraba por
ella y se reconfortaba. De aquí la íntima comprensión que nada hay más grande que
tratar con Dios, que Dios es la gran realidad, en cuya comparación las otras realidades
no merecen tal nombre. El que trata con Dios, trata con la auténtica, gran realidad. ¡De
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aquí el santo, el pacificado, el sereno, el alegre, ilumina su vida con el recuerdo del
cielo!
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