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Sobre el Pacto y el Amor en Gran Sertón: Veredas

¿Crees tú que sólo hay celos en las alturas y no en las profundidades?


Tú eres nuestro prometido y, por serlo, te estará vedado el amor.
Doktor Faustus, Thomas Mann

“¡Lo que yo quería era seguir siendo!” (Guimarães 371). Tal cosa deseaba, en las
primeras de cambio, el pactario Riobaldo Tatarana, el yagunzo que alguna vez temió el
encuentro de los ríos Janeiro y Chico. Luego perdió el miedo y de allí en adelante nace la historia
del Víbora-Blanca: “¡Ah, no me hable! Ah, aquel… desgraciado indócil, que lo fue; que era una
pobre criatura del destino…” (21).
Ese es el relato que nos cuenta João Guimarães Rosa en Gran Sertón: Veredas, a través
del monólogo de su narrador. Durante tres días de contar y contar, Riobaldo se confiesa por
segunda vez (o novena, pues algo le confesó a 7 curas, de los cuales recibió 7 absoluciones).
Toda su historia, que ya le había contado a Quelemén de Gois, tiene que oírla también el Doctor.
De allí no se va hasta que la escuche. Pareciera que las palabras del compadre Quelemén no han
surtido efecto, o quizás la vejez que ha teñido de blanco la cabellera del narrador, y que le hace
‘raciocinar’ le impide seguir el consejo recibido: “No caviles. Piensa para adelante” (533).
Y así comienza esta angustiada confesión. Este ‘mea culpa’ del cual depende el alma de
Riobaldo. Esta larga relación de hechos con una gran pregunta: “¿Existía el maligno?” (431).
Pero es increíble cómo Guimarães Rosa nos distrae con su creativa narración desde el caos
inicial, evitando que reconozcamos el desasosiego de Riobaldo con respecto al Diablo. Yo
siempre asumí que Riobaldo se reía y desdeñaba las creencias populares del diablo frente a su
interlocutor, que se alegraba de tener frente a sí un oyente serio y sabio que le reafirmaba sus
conclusiones de hombre vivido y reflexionado… Pero una segunda lectura, tras conocer el
destino de los personajes, me muestra que no es así (o al menos ya no lo percibo así). Ahora me
doy cuenta de que Riobaldo oculta una enorme inquietud, revitalizada probablemente por la
vejez, si es que alguna vez amainó. El hombre risueño se me ha convertido en un viejo
atormentado, que continuamente desordena su cuento para evadirse, a la manera de quien no
sabe cómo decir lo que quiere decir, como quien se piensa y repiensa lo que dice para no
ahuyentar a su oyente, pues necesita algo de éste: convencerlo, sonsacarlo, ganarlo para su
bando.
Tal como lo vi en primera instancia, insisto, Riobaldo era un hacendado cándido, bien
casado y bien amado, con un pasado yagunzo, un hombre que tuvo poder entre los suyos y aún
conserva gente de confianza en sus ámbitos para protegerse de represalias o nuevas insurgencias.
Pero esa perspectiva ha cambiado. Cuando Riobaldo nos dice que “El rezo es el que sana de la
locura” (20), uno huele algo extraño en este hacendado, pero podría tratarse del fruto de el
pensamiento más conservador de la época y de la provincia (asume uno), y además nos acaba de
asegurar que “todo el mundo está loco. Usted, yo, nosotros, todas las personas” (20) y quién
podría negarlo; yo no puedo, de modo que acepté sus afirmaciones sin sospechar otras honduras.
No percibí que esa locura suya, que él quisiera sanar rezando, y mandando a rezar a María
Leoncia y a Izina Calanga y a Atacilia, tiene mucho de tristeza, de culpa, de miedo y
aprehensión; ni remotamente pensé que esa locura tenía algo que ver con el demonio.
Si el mejor truco del Diablo, como dicen, es convencernos de que no existe; el arma
mejor del espíritu maligno del que habla Riobaldo debe ser la desesperación que genera al no
darse a conocer y ratificar su Pacto. Y el narrador, por su parte, quien aprendió muy bien la
lección, también se nos oculta. De modo, que repasemos la historia, tal como se me revela en
esta segunda lectura.

El pacto

Mi primera asociación es casi imposible, pues conecta la novela de Guimarães (de 1956)
con el Doctor Faustus (publicado en 1947) de Thomas Mann: Me sorprende que ambos
escritores hagan que el pactario pase frío en su ‘encuentro’ con el Diablo. Así como Adrian
Leverkuhn es atacado por un frío de invierno, como cuando “se abre una ventana al hielo
exterior” (Mann 272), de la misma manera Riobaldo siente un frío sobrenatural:

Mi cuerpo era el que sentía un frío, de sí, frialdad de dentro y de fuera, en el entiesarme. Nunca
en mi vida había sentido la soledad de una frialdad así. Como si aquella helada enteriza ya no
me abandonase. (Guimarães 373)

Y ambos personajes dudan de su encuentro. Adrián y Riobaldo viven con esa


incertidumbre. Adrián transcribe el diálogo que cree haber tenido con el Diablo. Riobaldo cuenta
su vida, al menos dos veces, para corroborar la veracidad (o más bien, la falsedad) de su Pacto.
Adrian escucha motetes cantados por niñas y niños muertos que “sonreían con mal disimulada
astucia y se miraban los unos a los otros” (Mann 609); y Riobaldo se rodea a diestra y siniestra
del ciego Borromeo y el negrito Guirigó respectivamente, quienes por instantes se transforman a
nuestros ojos en representantes infernales:

Hasta que, en cierto momento, el negrito Guirigó se llegó rastrero, y emitió en mi oreja: “Ió
jefe...”, arenga del niño Guirigó que a veces no regía bien. El demonio, ¿habló él del demonio?
O si no, sólo de mirarle, y escuchar, pensé en el demonio; pero que era del demonio entendí.
(Guimarães 414)

En la media-demora, oí un limpiarse de garganta. Me volví para atrás. Era sólo el ciego


Borromeo, que movió los brazos y las manos; feo, como el negro que carga una carabina. Sin no
sé por qué, mal me pregunté:
—¿Eres tú el Sertón? (519)

El Sertón y Satanón son el mismo. Adrian y Riobaldo no lo son, pero se parecen. E


inevitablemente, parte del carácter teutón del protagonista de la novela de Mann, se me contagia
a este Riobaldo tropical, cambiando radicalmente el tono de toda su conversación. Adrian se
confiesa ante sus amigos en un largo monólogo, luego hinca sus dedos en las teclas de un piano
para tocar su última creación musical y se paraliza en un trance de muerte. Riobaldo también se
paraliza y enferma al término de la Batalla de el Paredón. Ambos personajes sufren de dolor de
cabeza. El monólogo de Riobaldo es significativamente más largo que el de Adrian, pero ambos
piden una suerte de absolución. Y su mayor pecado, su mayor pena tiene que ver con una
cláusula del pacto demoníaco que sólo queda explícita en la novela de Mann, aun cuando podría
inferirse en la versión de Goethe: el Amor.

Deodorina y el Amor

En el diálogo que sostienen Adrian Leverkuhn y el Tentador, éste último le advierte que
el contrato con el infierno obliga a prescindir del amor:

Mi cláusula es clara y legítima, dictada por los justos celos del Infierno. El amor, por lo menos
el amor cálido, te está vedado. Tu vida ha de ser fría ―y así quedas privado del amor humano.
(Mann 306)

Esa prohibición se manifiesta cruelmente. Toda persona que Adrian ama debe morir,
siendo el caso más patético el de su sobrino Nepomuk Sohneidewein, apenas un niño, cuya sola
presencia “iluminaba de una clara luz la vida de Adrian” (567). Éste muere entre gritos de dolor
tras dos semanas de agonía.
El Fausto descrito por Goethe se nos presenta distinto, aunque su ‘gran amor’ también
muere. En contraste, el amor que siente ese Fausto por Margarita surge como una ilusión
lujuriosa, que tan sorpresivamente aparece como desaparece: Fausto se refugia misántropo en
una cueva lejos de su enamorada (Goethe 85), y más adelante se desentiende completamente de
ella, quien embarazada y ya parida, enloquece en prisión tras asesinar a su propio hijo (116-121).
Este Fausto también hace pareja con la famosa Helena, con quien concibe un hijo, Euforión, que
morirá muy joven entregado a los ‘goces’ de la guerra.
Adrian es francamente distinto. Y Riobaldo es radicalmente distinto. El amor de Riobaldo
se remonta a su infancia, la mano bonita y caliente de Reinaldo-Diadorín le ha ayudado a
descender barrancos, superar miedos y salvar la vida. Se trata de un amor oculto, sin
consumación, caballeresco y transgresor a un tiempo. Pero coincide con los amores de Fausto y
Adrian en ser un amor condenado. Desde el momento que Riobaldo invoca a Lucifer en las
Veredas-Muertas, tras perder el miedo, hacerse con el liderazgo y ganar ese don aparente de la
clarividencia (piensa en alguien y aparece, manda a preparar los caballos y deja de llover), su
relación con el Amor se trunca, “Desde que yo era el jefe, así veía yo a Diadorín más apartado de
mí” (Guimarães 408). Diadorín lo enfrenta directamente, luego de pedir que Otacilia rece por él:

― Me parece, de la mañana a la noche, Riobaldo... Demás. Ni siquiera sé si alguien te ha


hechizado... A tu misma madre, que estuviese viva, le parecería... (424)

El amor de Riobaldo se ensordece, ya no escucha o no entiende lo que Diadorín le dice.


El hacendado lo ha comprendido con el tiempo, pero en su momento el yagunzo no lo
comprendió. Se distancia fatalmente de Diadorín, de la misma forma que Macbeth se aleja de su
esposa. Ese amor se convierte apenas en una razón más para entregarse a la guerra y la venganza:

“Diadorín…”, pensé, “…escupeté en las manos para tu buena venganza…”. El Hermógenes:


apenas sin razón… ¿Para poder matar al Hermógenes era para lo que yo había conocido a
Diadorín, y le había amado, y seguido aquellas malaventuranzas, por todas partes? (475)

Riobaldo se precipita en esa carrera cegadora de poder y goce que le lleva a cruzar el
Liso del Suasarón. Recordemos que la primera vez, junto a Medeiro Vaz, Riobaldo sentía miedo
de ese paisaje infernal, “Yo era nuevo en lo viejo del infierno” (52); pero en el segundo intento
todo discurre milagrosamente bien, y es Riobaldo quien empuja la empresa, baquiano en lo viejo
del infierno quizás. Las aventuras en la vida del protagonista desde Veredas-Muertas hasta el
Paredón son variadas y portentosas, sospechosas. Destaca en este apartado el desahogo sexual de
Verde-Romero con Hortensia y María de la Luz (462), parientes en la memoria de aquella
Ñoriña que alguna vez despertó los celos de Diadorín.
Casi terminando su campaña, Riobaldo es distraído de la batalla por la noticia de que una
mujer viene en su busca. Él asume que es Otacilia, atando cabos en su imaginación.
Graciosamente, descubriremos más tarde que se trata de una tal Aesmeralda, y es imposible no
pensar nuevamente en Thomas Mann, dado que el pacto de Adrian queda firmado sexualmente a
través de una prostituta del mismo nombre. Pero, coincidencia aparte, el desenlace es el mismo:
Riobaldo regresa a la batalla, ve morir a su amor y descubre que era una mujer: María Deodorina
de la Fé Bettancourt Marins. Hasta donde sabemos, sólo le expresó abiertamente sus
sentimientos una vez: “Bien mío, si fuese día claro, y yo pudiese mirar el color de tus ojos…”
(507). Diadorín, como sabemos, le iba a contar algo al terminar la campaña guerrera. Riobaldo
debió descubrirlo por sí mismo con dolor, viendo el cuerpo desnudo de esa mujer que antes se le
trasluciera como Nuestra Señora de la Abadía.
Y llegados a este punto, influenciado como estoy por el pacto que propone Mann, se me
antoja que la insistente pregunta de Riobaldo al Doctor, la desesperada necesidad de saber si
hubo pacto o no, nace no tanto de su miedo a condenarse eternamente, sino a la posibilidad de
que la muerte de Diadorín sea su culpa, una consecuencia insospechada del dicho pacto
demoníaco. Creo yo que es por esto por lo que esas dos historias corren paralelas y disimuladas
(sin soltar prenda, diríamos). El Pacto y el Amor, opuestos y recíprocos. Por qué, en caso
contrario, no pudo salvar a su amado Diadorín,

El calambre torció y paralizó mis brazos, impedidos. Por la espina abajo, sudé un hilo
vertiginoso. ¿Quién era quien me desbrazaba y me maniataba, durmiendo mis fuerzas? (521)

Tal discapacidad en el Tatarana, en el Profesor, sería extraña; pero en el Víbora-Blanca es


incomprensible y sospechosa. Nuevamente queda la duda, la incertidumbre y la angustia de
quien tanto quisó a un amor posible e imposible a la vez, quien se procuró vender el alma al
Diablo para satisfacer una venganza que no era suya, y causó talvez la muerte de ése, su amor.

Un aparte: Otacilia
Como hemos dicho, Riobaldo no es Adrián, sólo se le parece. Riobaldo vivirá hasta el
final de sus días y morirá (muy probablemente) de viejo, acompañado de su esposa Otacilia, su
novia prometida desde los tiempos de la guerra. Y sin embargo, a pesar de que Riobaldo le repite
al Doctor una y otra vez que su vida es plácida, y que su mujer es tan buena, y que la amó y la
ama todavía, este lector (o sea, yo) no puede sino eclipsar la figura de Otacilia ante la Neblina
que era Diadorín. ¿Es amor lo que siente Riobaldo por Otacilia? No lo sé. De ser así, la citada
cláusula del contrato ‘endemoniado’ no existiría, o el pacto ya se habría roto, o nunca tuvo lugar.
Ni siquiera pretendemos esclarecer tales interrogantes.

A manera de epílogo

Todo esto es y no es, como dice el narrador,

Usted debe quedar prevenido: esta gente se divierte demasiado con los disparates; de un pedo de
jumento forman tifón de vendaval. Por gusto de bullicio. (Guimarães 71)

La narración sigue siendo la misma, Guimarães nos va cambiando el foco, nos ajusta la
perspectiva, y las mismas palabras van cobrando nuevos significados. De hecho, el poeta se ha
sintonizado con “la manifestación del mundo y de lo divino” (Otto, 130), lo que nos justifica su
intertextualidad. En ese sentido, el narratario del texto, ese Doctor tan erudito e ignorante, va
mutando su identidad. En mi propia experiencia lectora, el Doctor pasa de ser un citadino
interesado en la provincia, un Rómulo Gallegos y un João Guimarães Rosa tomando notas en su
cuaderno de investigación, a la encarnación misma del mito fáustico. Y todas esas identidades se
superponen, como es propio de la literatura (y especialmente de la poesía). Me parece que
Guimarães coloca a Riobaldo, el pactario en duda, frente a otro pactario con experiencia, el
Doctor Fausto. Riobaldo se refleja en la fuente inagotada del mito occidental por excelencia.
¿Quién podría responder mejor a las inquietudes del ex-yagunzo?

Alejandro Miguez
Bibliografía

Goethe, Johann Golfgang. Fausto. Bogotá: Editorial Oveja Negra, 1984.

Guimarães Rosa, João. Gran Sertón: Veredas. Caracas: Fundación Editorial El perro y la rana,
2008.

Mann, Thomas. Doctor Faustus. Barcelona: Plaza & Janes Editores, 1982.

Otto, Walter. Las Musas. Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1981.

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