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SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA

(35-107)

Nació el año 35 de nuestra era en Antioquía, la ciudad de Siria


proconsular donde los discípulos de Cristo fueron llamados por primera
vez “cristianos”. Fue contemporáneo de los apóstoles y, según cuenta
san Juan Crisóstomo, trató personalmente con san Pedro y san Pablo.
Hacia el año 70 fue constituido obispo de Antioquia, el tercer obispo
después de san pedro y san Evodio. El año 107 fue delatado como
cristiano al gobernador de Siria y, junto con otros dos clérigos suyos,
Zoísmo y Rufo, fue condenado a morir en el circo. Al parecer cuando se
le comunicó la noticia dio gracias a Dios, tal como hicieron también
santa Felicidad y san Ciptriano.
El viaje desde Antioquia hasta Roma lo hizo cargado de cadenas y
vigilado por un pelotón de diez soldados que le hicieron sufrir mucho
con sus malos y groseros tratos y que “se hacían peores cuanto más les
favorecía”. También tuvo sus consuelos, ya que en Esmirna, donde se
detuvieron bastante tiempo, fue acogido por san Policarpo, obispo d ela
ciudad, quien salió a su encuentro con todos los cristianos, quienes
besaban sus cadenas. Además las iglesias de Éfeso, Magnesia y Tralles
enviaron a Esmirna delegados suyos para venerarlo. Ignacio aprovechó
su estancia en Esmirna para escribir tres de sus cartas (precisamente a
estas tres iglesias).
También desde allí escribió a los cristianos de Roma pidiéndoles
que no buscaran recomendaciones o influencias para librarlo de la
muerte: “Yo os lo suplico: no busquéis para conmigo una benevolencia
importuna. Permitidme ser pasto de las fieras, pro las que me es dado
alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios, y por los dientes de las fieras he de
ser molido a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo” (…) “Mi
amor está crucificado y no queda ya en mí fuego que busque
alimentarme de materia, sí, en cambio, un agua viva que murmura
dentro de mí y desde lo íntimo está diciendo: ‘ven al Padre’” (…) “No
siento placer por la comida corruptible ni me atraen los deleites de eta
vida. Lo que deseo es el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, del
linaje de David, y la bebida de su sangre, que es la caridad
incorruptible”.
Más adelante, desde Tróade, escribió otras tres cartas, a la Iglesia
de Filadelfia, a la de Esmirna y al propio Policarpo. Hasta que llegó por
mar a Roma, donde el emperador Trajano había organizado, para
festejar su conquista de la Dacia, uso juegos de circo que duraron 123
días, y en los que iba a morir. El 18 de diciembre fueron pasto de las
fieras sus dos compañeros, Zoísmo y Rufo. Dos días después, el 20 de
diciembre del año 107, dos leones lo devoraron en el circo, dando
cumplimiento al ardiente deseo de su corazón de dar la vida por Cristo.
Para Ignacio de Antioquia el cristianismo no puede ser
“demostrado” sino tan solo “mostrado”, porque es obra del poder de
Dios y no de la persuasión racional. De ahí su altísima valoración del
martirio, que es el lugar donde se hace presente la muerte de Jesucristo
a lo largo de la historia, y que está vinculado a la eucaristía (“trigo soy
de Dios”).
Ignacio fue el primero enllamar a la iglesia “católica”, designando
con esta palabra la plenitud y la perfección de Jesucristo, de la que es
fiel portadora la iglesia (que por eso mismo es llamada “católica”, es
decir, “entera”, “integral”). Él ve a la Iglesia, ante todo, como un misterio
de unidad que tiene al obispo como centro integrador: “Donde está el
obispo debe estar también la comunidad, lo mismo que donde está
Jesucristo está la iglesia católica”. Por eso Ignacio insiste en sus cartas
en la necesidad del “acuerdo y concordia en el amor”, que es “como un
himno a Jesucristo”. Esta “unidad perfecta” se articula en torno al
obispo, a quien se debe estar unidos “como la Iglesia a Jesucristo y
como Jesucristo al Padre”, de tal manera que resulte así “un
consentimiento unánime”.
El pensamiento eclesial de Ignacio se expresa adecuadamente en
este texto de su carta a los magnesios: “Por consiguiente, a la manera
que el Señor nada hizo sin contar con su Padre, ya que formaba una sola
cosa con él (…), así también vosotros, nada hagáis sin contar con
vuestro obispo y con los presbíteros, ni tratéis de colorear como
laudable algo que hagáis separadamente, sino que, reunidos en común,
haya una sola oración, una sola esperanza en la caridad y en la santa
alegría, ya que uno solo es Jesucristo, mejor que el cual nada existe.
Corred todos a una como a un solo templo de Dios, como a un solo
altar, a un solo Jesucristo que procede de un solo Padre, que en un solo
Padre estuvo y a él solo ha vuelto”.

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