Sei sulla pagina 1di 7

Las endemoniadas de Loudun

En la localidad francesa de Loudun, en una época en la que el cardenal


Richelieu se erigió como el hombre más poderoso del país galo, tuvo lugar
un oscuro y escandaloso suceso relacionado al parecer con las fuerzas del
mal que sembró el caos y la confusión en una congregación de religiosas
lideradas por el carismático sacerdote Urbain Grandier. Un escándalo que
haría correr ríos de tinta y costaría demasiado caro a su principal
protagonista…
A lo largo del siglo XVII fue más común de lo habitual ver al maligno
haciendo acto de presencia en alguna que otra casa del Señor. Un diablo
sarcástico, travieso y pendenciero, docto en política, que causó estragos en
los conventos de clausura, entre novicias dadas a los arrobos, éxtasis de
todo tipo y pasiones prohibidas por su religión. Uno de los casos más
conocidos en nuestro país fue el que tuvo lugar en el convento madrileño
de San Plácido, que afectó a las mismísimas instancias de poder del
reinado de Felipe IV. Casi por las mismas fechas, en 1634, el país vecino,
Francia, vivió en sus carnes un suceso de características similares pero de
consecuencias mucho más nefastas, protagonizado por el sacerdote Urbain
–Urbano– Grandier.

Una localidad convulsa

La Francia en la que se desarrollaron aquellos tristes hechos vivía inmersa


todavía en las terribles consecuencias de las luchas religiosas que
enfrentaron a protestantes y católicos. La aldea de Loudun, situada al
noroeste de Poitiers, era un hervidero de disidentes puesto en el punto de
mira de la Corona. En medio de este clima de tensión llegó al lugar un
sacerdote educado por los jesuitas, de impecable formación y erudición
notable que pronto comenzó a llamar la atención de los lugareños,
principalmente del sexo femenino. De buen aspecto y gallarda figura,
contaba apenas 32 años cuando llegó a la localidad gala. Con un gran
desparpajo y una innata capacidad para la oratoria, los sermones de
Grandier, rodeados de una enorme expectación, se convirtieron en la mayor
atracción de los vecinos.
Urbain era sobrino del canónigo Grandier de Saintes y había ingresado con
apenas 14 años en el Colegio de Jesuitas de Burdeos, en 1604. Fue
ordenado novicio en 1615, aunque no tenía intención de ingresar en una
Compañía cuyas normas eran demasiado rígidas y exigentes para con su
temperamento. Debido a sus habilidades teológicas y filosóficas y a su
diligencia y buena conducta, la Compañía de Jesús le ofreció el beneficio
eclesiástico de Saint-Pierre-du-Marché, en Loudun, siendo nombrado a su
vez canónigo de la Colegiata de la Santa Cruz.
Cuando Urbain Grandier llegó a Loudun, un gran número de sus lugareños
eran hugonotes que aborrecían a la Iglesia que éste representaba, pero el
Edicto de Nantes los mantenía por el momento lejos de revueltas y
levantamientos. Sin embargo, el mayor peligro para el sacerdote vendría de
sus correligionarios y no de los protestantes. Grandier, de finas maneras,
atractivo, complaciente y de agradable e inteligente conversación, aumentó
rápidamente su popularidad entre las mujeres y por consiguiente también
su impopularidad entre los hombres. Personaje instruido y de vasta cultura,
pronto se codeó con los personajes más aristocráticos de la ciudad, como el
Gobernador Jean d’Armagnac y el respetado jurisconsulto Scérole de
Sainte-Marthe. Tan buena fue la impresión que el párroco causó en el
Gobernador, que éste incluso le confiaba la dirección de los más
importantes asuntos de Loudun cuando debía viajar a la corte de París. Las
envidias por aquél voto de confianza no tardarían en fructificar…
Pronto el sacerdote se enzarzó en varias disputas con algunos ciudadanos
de Loudun. La más violenta de todas tuvo lugar con el jefe de la autoridad
local, el Lieutenant Criminel, que acabaría convirtiéndose en uno de sus
más enconados enemigos. También se ganó la animadversión de los
monjes de varias congregaciones de la zona, carmelitas y capuchinos
principalmente, que no soportaban la elocuencia de sus sermones, capaces
de arrebatarles a muchos de sus antiguos feligreses. A este amplio número
de enemistades Grandier no tardaría en añadir, en 1618, la más delicada de
todas. A principios de ese año, durante una congregación religiosa que
reunió a los más importantes dignatarios eclesiásticos de la región, nuestro
protagonista ofendió grandemente al prior de Coussay, solicitando de
forma grosera prioridad sobre él en una importante procesión que recorrería
las calles de Loudun.

Aquél prior era a su vez obispo de Luçon, y el obispo de Luçon no era otro
que Armand-Jean du Plessis, más conocido como Richelieu. Si el entonces
duque y más tarde cardenal no tomó entonces las habituales represalias a
las que acostumbraba fue porque había caído en desgracia frente al joven
monarca, Luis XIII. Pero un año más tarde, tras un corto destierro en
Avignon, el obispo sería llamado a París y en 1622 sería designado primer
ministro del rey y cardenal. Para entonces, el purpurado no había olvidado
la afrenta de aquel cura de pueblo…

De amores indecorosos y falsas promesas

La educación religiosa de Grandier era impecable, pero le perdían su ego y


su vanidad, y lo peor de todo: su pasión por las mujeres. Uno de los
mejores amigos del párroco era el fiscal Louis Trincant, cuyas reuniones se
convirtieron en el centro de la vida intelectual de Loudun, de la que Urbain
era el principal centro de atención. Trincant era viudo pero gozaba de la
compañía de sus dos hijas. Philippe, la mayor, fue pronto objeto de las
intenciones del párroco, cansado ya de la viuda del bodeguero, una tal
Ninon, y pronto cayó bajo sus redes. Meses después de encuentros secretos
y entregas indecorosas Philippe se halló embarazada, y lo que es peor: sería
madre soltera y su bastardo hijo del cura. Aunque Grandier decidió obviar
el problema y negarlo todo ya era demasiado tarde. Cuando la joven
confesó, Trincant se convirtió en su peor enemigo y pasó a ser el
hazmerreír de la comunidad.

La forja de un complot

Fue en la botica del señor Adam, en la rue des Marchands, donde tuvieron
lugar las reuniones secretas de los adversarios de Grandier: el fiscal
Trincant, su sobrino el canónigo Mignon, el Liutenant Criminel, Mesmin
de Silly y el cirujano Mannoury. No obstante, Grandier aún contaba con un
importante aliado: el Gobernador D’Armagnac, favorito del rey y continuó
con sus líos de faldas y sus contraataques, orgulloso como era, a sus
declarados enemigos, a los que hubo de sumar otros dos: Pierre Menau,
abogado del rey y antiguo pretendiente de la joven deshonrada, y Jacques
de Thibault, suboficial agente del cardenal Richelieu y con quien el cura
tendría abiertos enfrentamientos que le habrían de llevar a juicio y a la
cárcel. Aparecieron incómodos –y pagados- testigos que declararon contra
su impía conducta para con las féminas y su carácter poco ortodoxo.
Pero Grandier, que contaba con el beneplácito del Gobernador y con
importantes amistades en las altas esferas de la corte, logró salir de prisión
y ser declarado inocente. Su amigo, el arzobispo de Bordeaux, anuló la
anterior decisión del obispo de Poitiers y restituyó a Grandier en el
sacerdocio, recomendándole, sin embargo, que optase por ejercer su labor
en otra ciudad. Pero el párroco no hizo caso del consejo y se presentó de
nuevo en Loudun, desafiando a todos.
La revolución centralista y “ultracatólica” del cardenal Richelieu avanzaba
imparable por toda Francia. Para quebrar el poder de los protestantes y de
los señores feudales, el purpurado había convencido al rey de la necesidad
de destruir todas las fortalezas del reino en las que algunos “disidentes”
podían hacerse fuertes frente a la corona. Ahora le tocaba el turno a
Loudun y a su castillo, que fuera en su día la fortaleza más sólida del
Poitou y que contaba con un imponente torreón medieval restaurado por el
gobernador Jean D’Armagnac. Para acometer el derribo fue enviado a la
ciudad Jean de Martín, barón de Laubardemont, Comisionado especial de
Su Majestad y favorito de Richelieu. Aquel sería el peor de los adversarios
a los que habría de enfrentarse Urbain Grandier.
El maligno entra en escena

Hacía poco tiempo que en la villa se había fundado un convento de


ursulinas, una comunidad pobre de 17 monjas dirigidas por la madre
superiora Juana de los Ángeles –sor Jeanne des Anges-, una exaltada
religiosa con ansias de beatitud. Quiso la Providencia, o quizá la mala
suerte, que el confesor de las monjas fuera nada menos que el padre
Mignon, sobrino del fiscal Trincant. Pronto comenzaron a correr por la
localidad rumores de que la madre superiora y sus novicias estaban
poseídas por demonios y que el esforzado Mignon había procedido a
exorcizarlas. Era la oportunidad de los conspiradores para confeccionar su
venganza.
En medio de gritos histéricos, comportamientos indecorosos –algunas
novicias llegaron a desnudarse en público- y posturas imposibles de las
religiosas, los revoltosos y audaces demonios no tardaron en facilitar al
exorcista el nombre del brujo que había dado la orden de que los servidores
del maligno embargaran a las monjitas: Urbain Grandier. Ahora el párroco
tenía mucho más de qué preocuparse al no huido de Loudun. En medio de
su grotesco teatro, las monjas sufrían increíbles convulsiones, contenían el
aliento hasta hincharse de manera sorprendente y alteraban sus voces, que
se convertían en guturales y aterradoras, ponían los ojos en blanco y
corrían por el refectorio y las habitaciones.
La madre Juana, principal causante de la histeria colectiva que sin duda
embargó a las ursulinas –algunos contemporáneos se referían al llamado
furor uterinus para explicar su estado-, declaró que estaban poseídas por
dos demonios: Asmodeo y Zabulón, enviados por el párroco objeto de su
obsesión, quien en su día se había negado a ser el confesor de la
congregación, motivo por el cual Juana estaba bastante irritada con él.
Debido al escándalo que se estaba generando en la villa el arzobispo
prohibió a Mignon continuar con los exorcismos, pero Laubardemont
informó personalmente a Richelieu del asunto de los demonios y éste dio,
contra todo pronóstico, carta blanca a su consejero de Estado,
concediéndole potestades para obrar como mejor conviniera.

De energúmenas, demonios y éxtasis

Laubardemont constituyó un tribunal de carácter extraordinario, por lo que


todos los procedimientos que se llevarían a cabo serían arbitrarios y fatales
para el párroco. A la animadversión que ya de por sí Grandier causaba en el
Comisionado y en el resto de intrigantes se sumaban un supuesto escrito
difamatorio que el párroco habría escrito contra Su Eminencia –Richelieu–
y un opúsculo en el que arremetía contra el celibato al que le obligaba su
estado. ¡Qué más pruebas de brujería y connivencia con el demonio se
necesitaban!
Una vez constituido el tribunal fueron tres los exorcistas que se ocuparon
de las monjas: el citado Mignon; el padre Lactante, de los franciscanos; el
padre Tranquille, de los capuchinos y más tarde se sumaría el padre Surin,
de la Compañía de Jesús. Contra el procedimiento habitual, los exorcismos
se celebraron en público, ante unos testigos cada vez más numerosos; un
espectáculo grotesco que atraía a las gentes de toda Francia e incluso a
nobles provenientes de Inglaterra. Aquél circo del infierno, además de a los
intereses de Trincant y de Laubardemont, servía a los de sor Juana, ávida
de celebridad y que observaba cómo su convento, antes pobre, se
enriquecía a pasos gigantescos con las donaciones de los curiosos y la renta
que se fijó desde París para sufragar los gastos.
A la histeria de las jóvenes había contribuido sin duda el que el vulgo
consideraba la casa alquilada por las ursulinas como embrujada, y hablaban
de duendes y aparecidos. Eso, claro, sumado al fanático interés de los
padres exorcistas por ver demonios en todas partes.
El tribunal instó al mismísimo Grandier a que exorcizara él mismo a las
religiosas. Como una de las pruebas más claras de posesión era la
capacidad del energúmeno para hablar lenguas extrañas, Grandier se dirigió
a una de las supuestas posesas en griego, pero ésta ya esperaba aquella
reacción y su “demonio” particular contestó lo siguiente: “Ah, qué sutil
sois. Sabéis muy bien que una de las cláusulas del pacto que firmamos fue
no hablar jamás en griego”. Finalmente, acusaron al desdichado Urbain de
brujería. El motivo del encantamiento, según la priora, era que Grandier
había lanzado un ramo de rosas por encima de los muros del convento.
Aunque hoy pueda parecernos ridículo, lo cierto es que Grandier tenía poco
que hacer ante una acusación de esas características en un siglo como el
XVII y con un rey en el trono de Francia que creía a pies juntillas en la
existencia de los demonios.

Recta final hacia el infierno

El 30 de noviembre de 1633, el malogrado Urbain Grandier fue


encarcelado en el castillo de Angers. Ninguno de sus influyentes amigos, ni
su familia, pudieron hacer ya nada por él. En los calabozos, valiéndose de
deleznables engaños, sus verdugos “hallaron” cuatro evidentes marcas del
diablo nada menos que en las nalgas y en los testículos. De poco sirvieron
las quejas de un boticario de Poitiers que presenció la farsa, Urbain ya
estaba condenado.
Además, la acusación presentó el pacto de Grandier con el Diablo,
presuntamente escrito de su puño y letra y que el demonio Asmodeo había
sustraído de los aposentos del mismísimo Lucifer, “que guardaba bajo llave
los documentos de este tipo”. El juicio fue una farsa y una auténtica burla a
la justicia y a la inocencia de Grandier, culpable únicamente de los pecados
de la carne y la promiscuidad. De nada sirvió que la madre Juana de los
Ángeles fuera encontrada con una soga al cuello a punto de ahorcarse por
contribuir a condenar a un hombre inocente o que otras novicias
pretendieran retractarse de su acusación; los enemigos de Urbain
atribuyeron ese arrepentimiento a artimañas de los mismos demonios para
proteger a su acólito. Sin embargo, quedaba todavía un cabo suelto: el
sacerdote debía reconocer su culpabilidad para que el juicio de
Laubardemont fuese redondo. Para ello, tras rapar entero su cuerpo, fue
sometido a terribles torturas, pero ni siquiera cuando le sacaron
literalmente el tuétano de los huesos Grandier reconoció haber embrujado a
las monjas, negándose a facilitar el nombre de cómplices imaginarios. Su
entereza es digna de todos los elogios.
Urbain Grandier fue atado a un poste para ser quemado vivo el 18 de
agosto de 1634 en la plaza del mercado de Loudun. Aunque el tribunal le
había concedido como gracia estrangularlo antes de encender la pira, sus
enconados enemigos se encargaron de escamotear la cuerda provista para
tal menester. Los exorcistas le rociaron con tanta agua bendita que el
mutilado párroco ni siquiera pudo decir unas últimas palabras. Las crónicas
cuentan que incluso uno de ellos golpeó su cabeza con gran violencia
usando un enorme crucifijo.
En medio de terribles dolores y aullidos de agonía las llamas consumieron
poco a poco el cuerpo de Grandier. Miles de personas observaban el
espectáculo, algunos compadeciéndose del mártir, otros vociferando
improperios contra el hechicero. Cuando se apagaron las llamas y se
enfriaron las cenizas las gentes se lanzaron en busca de algún resto del
condenado que serviría como reliquia.
Tras la muerte de Grandier los demonios de Loudun no desaparecieron, y
el jesuita padre Surin fue el encargado entoncs de luchar contra los que
atemorizaban a sor Juana y que acabaron por poseerle a él, presa del mismo
fanatismo inquebrantable que la madre superiora.
Como si de una maldición lanzada desde la pira por Urbain se tratara, uno a
uno fueron cayendo los exorcistas que le habían acusado de brujo. El
franciscano Lactance, el mismo que había encendido personalmente la
hoguera, sucumbió a la locura y falleció apenas un mes después; el
capuchino Tranquille, que había tomado parte incluso en las sesiones de
tortura, fue el siguiente: murió loco cinco años después; algo similar a lo
que le sucedió al doctor Manuori, quien había afirmado falsamente durante
el proceso que el acusado mostraba múltiples marcas del maligno.
Por su parte, sor Juana de los Ángeles vivió su posesión como un preludió
de su “divinidad”, de su amor al Todopoderoso, y se convirtió
paulatinamente en una especie de penitente que decía estar dotada de
facultades sobrenaturales –corroboradas por algunos de sus
contemporáneos- y emprendió largos viajes por toda Francia mostrando sus
dotes taumatúrgicas y su austera religiosidad, siendo recibida en París por
el mismísimo cardenal Richelieu.
El estremecedor caso de Loudun sigue hoy en día siendo un reclamo para
los turistas, como lo es Salem en Massachussets o Zugarramurdi en
Navarra, pero lo cierto es que fue un suceso deleznable y atroz, un ejercicio
de maldad extrema que demostró, una vez más, que el hombre puede ser,
en ocasiones, el peor de los demonios.

Texto publicado en “Libros Malditos. El conocimiento prohibido a través


de los siglos”, por Óscar Herradón. Akásico Libros 2011.

Potrebbero piacerti anche