Sei sulla pagina 1di 63

7 Caminos a la Santidad

Ed Herskowitz
Petrus
Impreso con la debida Autorización Eclesiástica.
Censor: Pbro. Ricardo Flores Gonzalez
Diócesis de Tula, Hidalgo
22 de junio de 2000
Fiesta de Corpus Cristi

Edward Herskowitz
Tula, Hidalgo
Tel. 773-680-0276

AGRADECIMIENTOS
Como siempre le debo un cúmulo de gracias a varias personas que me han ayudado tremendamente con esta u otras obras que se han publicado. En
especial quiero mencionar a tres de ellas: Pbro. Ricardo Flores González quien pacientemente ha revisado lo que he escrito y ha contribuido sin
medida al mejoramiento de cada una de mis obras; la señora Olivia Pérez Sandoval quien a duras penas adivinó mis pensamientos y me ayudó a
ponerlas por escrito; y sobre todo a mi esposa Victoria (Vicky) quien me anima a escribir y me ayuda en un sin número de modos.

A los tres y también al Pbro. Miguel Angel Rangel Ordóñez, quien le dio a esta obra el último repaso haciendo unas valiosas sugerencias, les deseo
una bendición muy especial de nuestro Padre Dios.

EL SECRETO DE LA SANTIDAD
Te revelaré un secreto de santidad y de felicidad. Si todos los días durante cinco minutos, mantienes tu imaginación sosegada, cierras
tus ojos a todas las cosas de los sentidos y cierras tus oídos al bullicio de la tierra, para poderte retirar al santuario de tu alma
bautizada, que es el templo del Espíritu Santo, y ahí hablarle al Espíritu Santo diciéndole:

“Oh, Espíritu Santo de mi alma, Te adoro.


Ilumíname, guíame, fortaléceme, consuélame...

Dime lo que debo hacer y haz que cumpla Tu voluntad.


Prometo someterme a todo lo que Tú permitas que me suceda,
tan sólo muéstrame Tu voluntad.”
Si haces eso, tu vida será feliz y serena. El consuelo abundará en medio de las angustias. Recibirás la gracia en proporción a la
prueba, así como la fortaleza para soportarla, conduciéndote a las puertas del paraíso lleno de mérito.

Esa sumisión al Espíritu Santo es el secreto de la santidad.

(Escrito por el Cardenal Mercier y tomada de un folleto


de los Marians of the Immaculate Concepcion.)

INTRODUCCION
Este libro no te va a hacer un santo sino que te va a ayudar a conocer y acercarte más a Jesucristo y seguir sus caminos para que Él te haga santo a
través de tu fe. No hay que entender mal, la fe no viene solamente de leer libros, sino esencialmente, se basa en una experiencia de Dios — del amor
del Padre, manifestado en Jesucristo por medio del Espíritu Santo.

Nos imaginamos que lo más importante de nuestra vida son las obras de caridad que hacemos y el fruto que producen, que esas obras nos van a hacer
santos, cuando lo más importante es el amor, el amor sobrenatural, con que se hacen. Nunca hemos de olvidar que nuestra santificación es más la
obra de Dios que la nuestra, que el plan de Dios es de glorificarse a sí mismo a través de su misericordia.

Acercarse más a Dios no es difícil, al contrario es fácil pero requiere cooperación de tu parte y sobretodo hay que querer acercarte a Dios. En otras
palabras hay que tener un deseo de amar y servir a Dios sobre todas las cosas como nos dirige el primer Mandamiento. El deseo tiene que venir de
lo profundo de tu ser no de la boca para afuera porque no es algo que se dice, sino algo que se hace. Hay que seguir a Jesús y al seguirle requiere
caminar los caminos que Él ha escogido para ti. Para ser santos, basta quererlo.

Cuando se habla de caminos entendemos que se puede utilizar solamente uno a la vez. Las cosas de Dios son muy diferentes a las cosas del hombre
y por eso estos siete caminos se pueden y deben caminar juntos. ¿Cómo? Cada camino nos lleva al mismo fin y está trenzado con los demás. En una
trenza de pelo hay que usar todo el pelo para hacer una sola trenza. Como parte del cabello complementa a las demás partes así cada camino

2
complementa a los demás. Por eso hay que usar todos los caminos para hacer un solo camino. No se puede de otra manera, hay que caminar los siete
caminos según te pida Dios. La vida presente es el camino a la eternidad, sea el cielo o el infierno. Nosotros podemos caminar hacia nuestro destino
al escoger los caminos que atravesamos.

Los siete caminos son: 1) hacer la Voluntad de Dios con humildad; 2) la Oración; 3) las Sagradas Escrituras y libros espirituales; 4) los
Sacramentos; 5) Obras de Caridad; 6) el Sufrimiento; y 7) el Camino Mejor. Todos nos llevan a la Santidad pero hay que caminarlos juntos porque
solamente así llegaremos a ella.

Vamos, entonces iniciando este recorrido. Vacía tu mente, abre tu corazón y prepárate para una caminata larga y hermosa. Esta jornada no es por un
corto tiempo sino que durará toda la vida. Desde el primer paso podemos estar seguros que ya entramos en el Reino de Dios, porque Jesús nos tiene
estas buenas noticias: “No temas, pequeño rebaño, porque el Padre de ustedes le agradó darles el Reino” (Lucas 12, 32). Lo único que nos falta es
reclamar nuestra herencia.

Una sugerencia: antes de comenzar a leer este libro o cualquier otro libro espiritual, incluso y sobretodo la Biblia, pídele al Espíritu Santo que te
ilumine y te guíe en el camino hacia la ciudad santa, la nueva Jerusalén (Apocalipsis 21, 9ss).

La oración que sigue u otra semejante te ayudará inmensamente a avanzar en el camino espiritual.

Espíritu Santo, Espíritu de Verdad, por la intercesión de la Santísima Virgen María, tu amada, llena mi corazón con la plenitud de tus
dones. Ven, Espíritu Santo, transforma mi

 tensión, en paz y tranquilidad,


 confusión, en claridad,
 ansiedad, en confianza,
 temor, en una fe firme,
 tinieblas, en una luz apacible,
 ignorancia, en sabiduría,
 equivocación, en verdad.

Espíritu Santo, abre mi corazón y mente para poder orar según como tú me dirijas. Guíame en el camino de la santidad, acercándome
cada día más y más a Jesús mi Redentor. AMEN.

—3—
1 PRIMER CAMINO: HACER LA VOLUNTAD DE DIOS

Una característica de la humanidad es nuestra tendencia a no fijarnos en lo obvio sino en buscar lo más complicado con el resultado de perder lo
central. Como una moneda que se va acabando con años de uso y no se le nota la denominación pero la seguimos usando sin fijarnos en su valor. O
cuando uno pierde el bosque por fijarse en un solo árbol. Cuando esto pasa en la vida espiritual no vemos lo más indispensable del Evangelio en lo
cual todo lo demás se apoya: “Por lo tanto, busquen primero el Reino y la justicia de Dios, y esas cosas vendrán por añadidura” (Mateo 6, 33).

En Jesús vemos lo que una persona realmente es cuando Dios está plenamente en su vida. Jesús es la plena realización del Reino de Dios del cual los
Evangelios nos hablan. Su visión de la vida le da prioridad a las cosas de Dios. Él sin vacilar hace la voluntad del Padre: “...yo hago siempre lo que
a él le agrada” (Juan 8, 29) y “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra” (Juan 4, 34). Al hacer la voluntad de su
Padre, Cristo sufrió, estudió y usó las Sagradas Escrituras, Él instituyó los sacramentos, estuvo en constante comunicación con su Padre, y a menudo
hizo muchísimas obras de caridad y sobre todo Él es humilde: “...aprendan de mí, que soy paciente de corazón y humilde...” (Mateo 11, 29).

La voluntad de Dios es la medida que se usa para medir todo en la vida. Dios nunca impone su voluntad a costa del hombre, al contrario, haciendo
su voluntad hace al hombre libre y feliz. La voluntad de Dios es preciso en esto: que el hombre sea plenamente hombre. El único interés de Dios es
que el hombre sea feliz, que goce de la vida, que tenga paz, que sea uno con Él. Hay que tener cuidado de no hacer nuestra voluntad engañándonos
a nosotros mismos creyendo que nuestra voluntad es la voluntad de Dios. Esto es fácil de hacer cuando queremos algo y nos encaprichamos
olvidando de pedir discernimiento, es fácil caer en esta trampa porque el bien aparente nos hace pensar que es permanente.

Uno de los primeros actos que hay que hacer en la vida espiritual es aceptar la voluntad de Dios en todos sus aspectos y en todas nuestras
situaciones. El modo más grato de aceptar la voluntad de Dios es con un abandono pleno, con alegría, gozo y felicidad.

Hay que distinguir en nuestra mente dos faces de la voluntad de Dios. En realidad la voluntad de Dios es una pero tiene dos aspectos. El primer
aspecto se le puede nombrar “la voluntad precisa”; el segundo aspecto se puede nombrar “la voluntad permisiva”. Un modo de expresar esto está en
lo siguiente: “Todo lo que sucede no es la voluntad de Dios, pero todo lo que sucede sí es permitido por Dios”. Déjame explicar. El pecado es contra
la voluntad precisa de Dios pero no contra la voluntad permisiva. El pecado sin duda es contra su voluntad pero Él ha dado al hombre plena libertad,
Dios no va a interferir con esa voluntad, así es que lo permite y si lo permite es su voluntad. Nada pasa si no es permitido por Dios, en ese sentido
todo es su voluntad.

Los Diez Mandamientos, los mandatos de Jesús, los mandatos de su Iglesia, la ley justa de la sociedad, los requisitos de nuestro estado de vida y las

—4—
inspiraciones del Espíritu Santo son todos la voluntad precisa de Dios. En esto y en la mayoría de los casos lo que pide Dios de nosotros se puede
saber. Cuando no está claro y nos equivocamos, Él lo permite pero no hay que tirar todo al viento sabiendo que Dios va a barrer a un lado nuestros
pecados y corregir nuestros errores. Otra vez repito que es muy importante estar cerca de Dios en oración y en los sacramentos. Dios nos habla
fuertemente a través de las Sagradas Escrituras pero hay el peligro de interpretarlas a nuestro gusto y no entender lo que Él en realidad nos está
diciendo.

Para lograr su voluntad Dios nos ha dado inteligencia y libertad. San Agustín dijo que Dios nos creó sin nosotros pero no nos puede salvar sin
nosotros. Nosotros tenemos la oportunidad de escoger nuestro bienestar, nuestro futuro, la vida o la muerte. Aunque Dios mismo nos ha dado a
escoger, Él desea lo mejor para nosotros.

“Mira que te he ofrecido en este día el bien y la vida, por una parte, y por la otra, el mal y la muerte. Yo te mando que ames a Yavé, tu Dios, y
sigas sus caminos. Observa sus mandamientos, sus normas y sus leyes, y vivirás y te multiplicarás, y Yavé te dará su bendición,... Pero, si tu
corazón se desvía y no escuchas, sino que te dejas arrastrar y te postras ante otros dioses para servirlos, yo declaro hoy que perecerás sin
remedio...” (Deuteronomio 30, 15-18).

Entonces, para el católico el principio principal de la vida, es buscar a Cristo y unirse a Él a través de su voluntad con humildad, oración, en las
Sagradas Escrituras u otros libros espirituales, los sacramentos, obras de caridad y sufrimiento. San Agustín también nos dice que nuestro corazón
fue hecho para Dios y no descansará hasta que esté en Dios. Ojalá te des cuenta que Jesús caminó sobre estos caminos. “Vine a traer fuego a la
tierra y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! Pero también he de recibir un bautismo y ¡qué angustia siento hasta que se haya cumplido!”
(Lucas 12, 49-50).

Caminar hacia la santidad es algo que nos incumbe cada momento de nuestra vida, algo que está enraizado en lo más profundo de nuestro ser. Es una
unión permanente con Dios, un constante acercamiento a Cristo haciendo amorosamente su voluntad en todo y a todo tiempo. Jesús nos revela la
santidad con sus enseñanzas y ejemplo de como vivir en comunión con Él y el Padre en amor, humildad, esperanza, fe y en un co mpleto
abandonamiento a su voluntad. Nada más nos hace feliz.

El primer paso en hacer la voluntad de Dios es evitar el pecado mortal. El pecado se tiene que considerar como el peor mal y algo que se tiene que
evitar a toda costa. El segundo paso para progresar en el camino de la santidad es confesar nuestros pecados sean mortales o veniales. Nuestro plan
debe ser atacar a los pecados veniales que se han formado costumbres e irlos exterminando poco a poco. Un buen examen de conciencia sería muy
provechoso para esto.

Si uno es sincero en caminar en las huellas de Cristo entonces el tercer paso es desear y hacer, en cuanto sea posible, la voluntad de Dios en todo lo
que hacemos, decimos y pensamos. Los seis caminos que siguen surgen de la voluntad de Dios. Por eso son tan importantes los otros caminos,
especialmente el de la oración y el de los sacramentos.

—5—
Dios exige que el hombre siga su voluntad según la vocación del hombre. En el caso de los casados Dios sabe muy bien que se necesita trabajar para
ganar el pan y pagar la renta. Cuando hay niños la voluntad de Dios es que esos niños sean formados honestamente en la vida cotidiana y
principalmente en la vida espiritual y esta es la función de los papás: ambos padre y madre. Al ganar el pan, el hombre está llenando una necesidad
social, provee un servicio, una utilidad para los demás —al servir a los demás esta sirviendo a Cristo. En el sentido normal tiene una familia que
depende de él y su primera obligación es ver por la familia.

La dificultad principal surge del hecho que el hombre tiene una obligación consigo, con su familia, su patrón o cliente y con la sociedad en general.
Sin embargo hay una estructura o prioridad a seguir: la obligación con la familia viene primero y antes de la obligación con el trabajo o la carrera.
Pero la obligación definitiva del hombre es con Dios, siempre con Dios. Nunca debe existir conflicto en ello y la solución está en una vida de oración
y amistad con Dios.

Siempre habrá momentos en nuestra vida cuando no tenemos la certeza de saber cual es la voluntad de Dios. En estas ocasiones cuando no estamos
seguros hay que ser prudentes y no precipitarnos. Dios nunca se “enojará” con nosotros por no hacer su voluntad si no sabemos cual es o cuando no
está claro lo que Él pide de nosotros en una situación y en un momento determinado. La oración junto con la reflexión y el deseo de hacer su
voluntad nos dará la suficiente luz para reconocer el siguiente paso que Él quiere que demos.

Hay que notar que las inspiraciones del Espíritu Santo que cada uno de nosotros sentimos animándonos o desanimándonos según las circunstancias
son el modo que Dios usa para guiarnos en el camino hacia la santidad. Consecuentemente hay que estar alertas y abiertos para seguir esas
inspiraciones del Espíritu Santo. “Pues todos aquellos a los que guía el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Romanos 8, 14).

Cualquier cosa, por pequeña que sea, hecha en contra de la voluntad de Dios no puede ser parte de la vida de Cristo y consecuentemente no tiene
valor espiritual. Toda abnegación, todo rechazo, toda aceptación de Cristo y su seguimiento dependen de nuestra propia voluntad. Por eso la
desobediencia intencional es equivalente a darle muerte a la vida de Cristo en nosotros. Pero si usamos nuestra propia voluntad para aceptar la
voluntad de Dios y para conformar nuestro corazón al del Padre, entonces hacemos nuestra parte de dejar que Cristo viva en nosotros y llevamos una
vida junto con Él. “Pues el que quiera asegurar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí, la hallará” (Mateo 16, 25).

¿Cómo nos podemos revestir de Cristo para encontrar la felicidad y la santidad? La respuesta está en una palabra: humildad. La práctica requiere dos
cosas: una actitud nueva y la expresión de esa actitud en hechos. Y el hecho que se tiene que hacer es buscar y hacer la voluntad de Dios. Nuestra
suficiencia viene de Dios y si somos humildes, Dios hará lo demás. “Dios resiste a los orgullosos y concede sus favores a los humildes” (Santiago
4, 6).

“Felices los que tienen espíritu de pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mateo 5, 3). Con esto nuestro Señor Jesucristo nos dice que
“espíritu de pobre” es la escritura, el título que verifica nuestro derecho al Reino. La humildad es la primera virtud para obtener derecho al Reino de
Dios porque quita los obstáculos que tenemos dentro de nosotros que son impedimentos para la acción de Dios en nuestra vida. Además nuestra
humildad permite a Dios ser misericordioso con nosotros.

—6—
Cuando uno es humilde, tiene humildad y lo reconoce. La persona más bella, más buena y más humilde que creó Dios fue la Virgen María y ella lo
sabía. Su poema lo dice todo: “Celebra todo mi ser la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en el Dios que me salva, porque quiso mirar la
condición humilde de su esclava, en adelante todos los hombres dirán que soy feliz. En verdad el Todopoderoso hizo grandes cosas para mí,
reconozcan que Santo es su Nombre” (Lucas 1, 46-49).

Ella supo que la razón por la que Dios se fijó en ella fue su humildad de corazón y supo agradecerle a Dios lo que había hecho y lo que iba a hacer
por ella. La humildad, entonces, es saber que tenemos cualidades, cuales son esas cualidades y virtudes y reconocer que vienen de Dios y no de
nuestros esfuerzos ni nuestros méritos. La humildad y su pariente la mansedumbre son las únicas dos virtudes que nuestro Señor Jesucristo señaló en
sí: “Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy manso...y humilde...” (Mateo 11, 29). La grandeza de su humildad se puede ver en su vida
de obediencia al Padre, en hacer la voluntad del Padre.

Reflexionemos que no hubo nada en la vida del Señor que tuviera más importancia que hacer la voluntad de Dios. Cuando sus discípulos vinieron
con Él a pedirle que les enseñara a orar Él les dio un modelo de como orar que contiene una clave para llegar a la salvación: “venga tu Reino,
hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo” (Mateo 6, 10). En otras ocasiones resaltó: “No es el que me dice: ¡Señor! ¡Señor!, el que
entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre del Cielo” (Mateo 7, 21); “Mi Padre encuentra su gloria en esto: que
ustedes produzcan mucho fruto, llegando a ser con esto mis auténticos discípulos. Si guardan mis mandatos, permanecerán en mi amor, así
como yo permanezco en el amor del Padre, guardando sus mandatos” (Juan 15, 8.10). En realidad sería muy provechoso leer del capítulo 13 al 17
del Evangelio según san Juan. Todo lo que dice Jesús tiene el propósito de mantener una relación amorosa con el Padre cumpliendo su voluntad. San
Juan lo llegó a entender muy bien cuando escribió: “Mas el que guarda su palabra, ése ama perfectamente a Dios” (1ªJuan 2, 5).

Aparte de lo que nos dijo el Señor Jesús, sus hechos fueron un gran ejemplo de como vivir una vida apegada a Dios haciendo su voluntad. Desde el
principio de su ministerio Él anunció lo que iba a hacer: “Aquí estoy para cumplir tu voluntad” (Hebreos 10, 9). Inmediatamente después de estas
palabras de Cristo el autor de la carta a los Hebreos hace el siguiente comentario: “Ahora, conforme a esta voluntad de Dios, somos santificados de
una vez, por el sacrificio que Cristo Jesús hace de sí mismo” (Hebreos 10, 10). Sabemos que la vida oculta de Jesús fue un largo período de 30 años
haciendo la voluntad del Padre. Luego de su vida pública nos dice, “... nada hago por cuenta mía, solamente digo lo que el Padre me enseña. Él
que me envió está conmigo y no me deja nunca solo, porque yo hago siempre lo que a él le agrada” (Juan 8, 28-29). Sin embargo nos enseña que
Él también tenía su propia voluntad cuando está en oración en el jardín de Getsemaní: “Padre, si es posible, aleja de mí esta copa. Sin embargo,
que se cumpla no lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mateo 26, 39). San Pablo hace el mejor resumen:

“El, siendo de condición divina, no reivindicó, en los hechos, la igualdad con Dios, sino que se despojó, tomando la condición de servidor, y
llegó a ser semejante a los hombres. Más aún, al verlo, se comprobó que era hombre. Se humilló y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte en
una cruz. Por eso Dios lo engrandeció y le concedió el Nombre que está sobre todo nombre” (Filipenses 2, 6-9).

Así que Él sabía que era Dios y a pesar de esto Él decidió que no había mejor modo de vivir la vida que vaciarse y humillarse para ser sumiso a la

—7—
voluntad del Padre hasta dar su vida en obediencia.

Cuanto más nos conformemos a su voluntad, aunque perdamos la vida haciéndolo, más alto nos elevará. Nuestro peor miedo de dejar nuestra vida
para vivir la vida de Dios es que deseamos vivir nuestra vida según nuestras ideas y deseos y no queremos cambiar porque no confiamos en Dios.
Pero Dios solamente tiene un plan para todos y para cada uno de nosotros: “la voluntad de Dios es que se hagan santos...” (1ª Tesalonicenses 4, 3).
Y cada cosa que sucede, haciéndola nosotros o alguien más, y cada cosa que se dice es parte de ese plan. “...sabemos que Dios dispone todas las
cosas para bien de los que lo aman...” (Romanos 8, 28). Y san Agustín agrega que hasta nuestros pecados los usa Dios para nuestro bien. Todo está
dentro de su plan, Él ha prevenido cada detalle. En cuanto a nosotros lo único que tenemos que tomar en cuenta son dos voluntades: la voluntad de
Dios y la nuestra. No podemos mejorar el plan de Dios para nuestra vida y nuestra felicidad. Dios nos ama más de lo que nosotros nos amamos a
nosotros mismos y Él tiene mejor conocimiento de lo que necesitamos y de lo que nos hace falta. Él tiene el poder de satisfacer el anhelo de nuestro
corazón si lo dejamos. Hay que dejar que nuestra voluntad sea una con la de Dios.

Dios nunca deja de ser nuestro Padre y nunca deja de ser el Padre de Cristo. El plan de Dios es hacer al ser humano uno con Cristo y hacer a Cristo
uno con los hombres para que al final sea un solo Cristo amándose a sí mismo.

Podemos estar segurísimos que al hacer la voluntad de Dios estamos atrayendo a Cristo dentro de nuestra alma y entrando en una unión más firme
con el Cuerpo Místico de Cristo.

Si, al contrario, continuamente rechazamos sus avances y le decimos “no” a su voluntad hay el peligro que Él deje de ser agradable a nuestros ojos.
Mas aún, al decirle “no” a Dios con frecuencia dará como resultado un corazón duro y no hay catástrofe más grande en la vida espiritual que un
corazón cerrado a Dios. Él ha sido generoso con nosotros, y nosotros debemos ser generosos con Él. Si pensamos que no podemos hacer el sacrificio
que Él nos pide, cuando menos hay que esforzarnos en pedirle la gracia y fuerza para hacerlo. No hay mejor modo de probar nuestra propia
sinceridad y asegurar nuestra salud espiritual que la práctica de hablar con Dios “cara a cara” —por decirlo así— y humillarnos ante Él.

Toda gracia nos viene de la Pasión y la Muerte de Jesucristo. “...sin mí no pueden hacer nada” (Juan 15, 5). Hasta en nuestra búsqueda de Cristo no
podemos lograr un encuentro sin la ayuda de Él mismo. Por eso el bautismo, la unión inicial con Cristo, es importantísimo. El Sacramento del
Bautismo nos hace partícipes del Cuerpo Místico de Cristo. San Pablo lo explicó muy bien en 1ª Corintios 12, 12ss. No es que pueda hacer un mejor
análisis del que hizo san Pablo pero sí quisiera hacer unos comentarios sobre el Cuerpo Místico y como se compara al cuerpo humano que nos dio
Dios.

El cuerpo humano se compone de células unidas con fibras y tejidos. Los diferentes órganos dependen unos de otros y cada uno tiene su propia
función. Lo que permite que funcionen y estén sincronizados es el alma. Esto es evidente cuando una persona muere: el alma deja el cuerpo —esto
es la muerte física: la separación del cuerpo y el alma. Entonces los órganos comienzan a funcionar en una forma desordenada sin tener el apoyo del
alma. El resultado es que los órganos al funcionar así producen químicos que destrozan las células del cuerpo y ocurre la descomposición.

—8—
Si nos ponemos a pensar que el Cuerpo Místico de Jesús está creado muy semejante al cuerpo humano descubrimos que el “alma” del Cuerpo
Místico es el Espíritu Santo. El Espíritu de Dios es el que coordina todo, es el que le da fuerza y ánimo al Cuerpo Místico. Nosotros somos los
miembros, los órganos, las células del Cuerpo Místico. La diferencia en nosotros y en los órganos del cuerpo humano es que estos no tienen
voluntad propia y nosotros sí. Nosotros podemos funcionar independientemente de los demás miembros, podemos decidir qué hacer o qué no hacer.
Tenemos el poder de seguir el impulso del Espíritu Santo, la voluntad de Dios o no seguirla. Por eso es vital que nuestra voluntad esté unida a la
voluntad de Dios, en la persona del Espíritu Santo quien coordina nuestra vida y nos permite funcionar. Mientras que cada uno de nosotros como
miembro del Cuerpo Místico estamos ejerciendo nuestra voluntad en conformidad con la voluntad de Dios, la vida de Cristo, el Cuerpo Místico, va
progresando hacia la santidad. Mientras nuestra voluntad esté contra la voluntad de Dios, la vida de Cristo en nosotros irá muriendo y alejándose de
la santidad. Para que el Cuerpo Místico de Cristo funcione propiamente cada miembro tiene que funcionar según la voluntad de Dios para ese
miembro. Como lo expresó san Pablo, el ojo no le puede decir a la mano no te necesito. Hay muchos miembros pero un solo cuerpo y cada miembro
necesita a los demás. Las palabras que dijo Jesús, “Aquí estoy para cumplir tu voluntad” (Hebreos 10, 9) son palabras que hemos de tomar para
hacerlas nuestras seriamente.

LA DESVIACIÓN: EL EGOISMO

Si analizáramos el pecado nos daríamos cuenta que la raíz está en el egoísmo. Todos sufrimos de este mal. El Demonio quiso tentar a Jesús en el
desierto tratando de que Él cayera en el egoísmo; en el pecado del tener, del poder y del placer. Todo deseo de tener más, poder más, disfrutar del
placer o saber más tiene el elemento del egoísmo que motiva e impulsa a satisfacerse sin tomar en cuenta a los demás. El pecado de Adán y Eva fue
la desobediencia causada por el egoísmo de querer saber más y querer ser “como Dios”.

La cultura de hoy nos dice que hay que tener lo mejor, que hay que ser “número uno” en todo, nos habla de vencer a todo costa, que hay que ver por
uno mismo porque “yo lo valgo”. Con ese bombardeo no es sorprendente que comencemos a hacernos más egoístas. Algunos de nosotros somos
más egoístas que otros y la mayoría de nosotros no nos damos cuenta que lo somos.

El egoísta no sabe aceptarse por dos razones, primero porque no se ama y segundo porque no quiere conocerse tal como es. Conocerse tal como es
es admitir la verdad sobre sí mismo y eso le causa disgusto o pena. ¿Por qué? Porque aunque no se ama tiene una falsa visión de su modo de ser,
piensa que es una persona perfecta. Siendo perfecta, no puede cometer errores y no puede aceptar crítica o la verdad que iría descubriendo esas
imperfecciones. Esta falsa idea de como es en realidad viene de no aceptarse tal como es. Es como el dilema de quien fue primero el huevo o la
gallina.

Quizá otros le digan lo “guapo” que es y el egoísta aparentemente goza con ello. La realidad es que no se puede ver en un espejo porque le da miedo
verse y tener que aceptar que no es tan “guapo” como piensa. Cuando alguien le hace un elogio disimula con una falsa modestia pero nunca le hace
un elogio a otro, al menos con la intención de recibir otra a cambio. Hace sufrir a los demás porque es una persona que sufre y se lo anuncia a todos
quejándose de todo. Exagera sus dolores y sufrimientos para que otros le pongan atención y así será el centro de atención.

—9—
Un egoísta no sabe amar. Cree que ama pero ha mal entendido lo que quiere decir amar. Quiere hacer algo bueno por alguien pero se basa en sus
propias apreciaciones no en las de los demás. Cree que lo sabe todo y todo lo puede hacer y con esa “sabiduría” da su opinión a quien lo escuche
exigiendo que se haga lo que él manda. Subconscientemente cree que él es la solución de Dios para el mundo; el nuevo “salvador”, aunque no lo
exprese en estas palabras, así lo tiene imaginado. El egoísta tampoco sabe dar, menos darse. En las ocasiones que da lo hace con la intención de sacar
provecho para sí o es su ocasión para sobresalir. El egoísta busca provecho en todo lo que hace, dice y piensa. Es egocéntrico, siempre pensando en
sí y en nadie más. Cuando piensa en otros es porque ve algo para sí, una recompensa o cuando menos sentirse importante o caritativo por haber
hecho algo bueno. Cuando las cosas no van como él quiere, se enoja, se pone rebelde y deja de hablarle a los que no están de acuerdo con sus ideas.
Cuando tiene ocasión un malentendido el egoísta dice, “¿Perdonar? ¡Jamás! Los demás son los que deben pedirme perdón a mí, no yo a ellos”. Vive
triste y enojado, hasta con la vida amargada porque alguien no le saludó o no le hicieron caso en la calle.

No solamente no sabe dar, sino que el egoísta tampoco sabe recibir. Todo le parece mal, critica lo que se le ofrece o se le da. No reconoce y
frecuentemente se le olvida dar las gracias. Si no sabe recibir menos sabe pedir, esto sería humillante y dañoso para su dignidad. Su orgullo no
permite que pida un favor. Pero cuando quiere algo lo quiere inmediatamente y tal como lo espera. Es como un niño que todo quiere y dice que todo
es “mío, mío”. Es como el niño que no le gusta jugar a lo que los demás niños quieren jugar y les dice, “Si no juegan conmigo voy a tomar mi balón
y me iré a casa”. Así sin balón ellos tampoco pueden jugar y el niño egoísta los ha “castigado”. El egoísta quiere venganza y desquitarse de la gente
que le hace un mal aunque el mal sea aparente y no intencional.

El egoísta es el general que manda a las “tropas” y pobre de aquel que no cumpla con el mandato. Nada le parece y nada le agrada solo sus propias
acciones e ideas porque son las únicas buenas y sanas, las únicas que pueden tener éxito. Finalmente el egoísta quiere hacer a todo ser humano a su
imagen y semejanza y trata de hacer lo mismo con Dios.

El orgullo es el pecado más grave que nos desvía del camino hacia la santidad. El orgullo no nos deja dormir porque estamos pensando en nuestros
problemas, en nosotros mismos, en lo que queremos lograr, etc. El orgullo produce dolor, angustia, amargura y sobre todo nos separa del Cuerpo
Místico de Jesús. Hay que morir a nosotros mismos, matar ese orgullo en nosotros para poder seguir el camino a la perfección. Jesús le dijo a
Nicodemo: “...nadie puede ver el Reino de Dios si no nace de nuevo...” (Juan 3, 3). Pero para nacer de nuevo hay que morir primero. Para poder
resucitar con Cristo, hay que morir con Él. Jesús nos dice, “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me
siga. Pues el que quiera asegurar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí, la hallará” (Mateo 16, 24-25).

En este sentido renunciar a sí mismo es lo mismo que morir. Morir quiere decir dejar de vivir, o dejar de vivir para sí y comenzar a vivir para Cristo
y para otros. Renunciar a la vida no es abstenerse de dulces, de televisión o dejar de comer su comida favorita durante la cuaresma, renunciar a la
vida por Cristo es más que una proclamación, es vivir por Cristo porque pertenezco a Cristo y no a mí mismo. Para ser un buen cristiano tengo que
vivir mi fe y amar como Cristo lo exige: “Mi mandamiento es éste: Amense unos con otros como yo los he amado. No hay amor más grande que
éste: dar la vida por sus amigos” (Juan 15, 12-13).

Al morir a sí mismo comienza el proceso de la humildad. Lo contrario del egoísta es la persona humilde. Compara a Pilato cuando le pregunta a

—10—
Jesús “¿No sabes que está en mi mano dejarte libre o mandarte crucificar?” (Juan 19, 10) con Jesús cuando le contesta, “¿No crees que puedo
llamar a mi Padre, y él al momento me mandaría más de doce ejércitos de ángeles?” (Mateo 26, 53). Pilato habla como egoísta diciendo que él
tiene el poder, él es el que manda. Jesús, al contrario, confía en el poder de su Padre.

Cuando algo no le parece al egoísta, cuando alguien lo provoca quiere poner a todo mundo en su lugar. Cristo nos enseña otro camino. Él toma un
paso más allá en su humildad. Nos da un buen ejemplo cuando nos dice:

“Ustedes saben que se dijo: «Ojo por ojo y diente por diente.» En cambio, yo les digo: No resistan a los malvados. Preséntale la mejilla izquierda
al que te abofetea la derecha, y al que te arma pleito por la ropa, entrégale también el manto. Si alguien te obliga a llevarle la carga, llévasela el
doble más lejos. Dale al que te pida algo y no le vuelvas la espalda al que te solicite algo prestado” (Mateo 5, 38-42).

Sus discípulos lo humillan. Y Jesús se humilla todavía más. Esta es su solución. Cuando nuestras penas nos agobian podemos refugiarnos en nuestra
propia lástima, tratar de escapar de la realidad siguiendo caminos que aparentan ser mejores, o rendirnos a la voluntad de Dios. Este es el momento
de Gracia en el cual nuestro Señor nos anima y llama a una vida santa. Este es el momento en que podemos perder nuestra vida para encontrarla
nuevamente.

Cristo da un paso más en este camino de humildad. Le lava los pies a los Apóstoles. Nosotros no entendemos lo profundo, lo que verdaderamente
significa este gesto de humildad. Es algo extraño para nuestra cultura, nuestro modo de pensar. Es el trabajo de un esclavo. Los Apóstoles quedaron
sin palabra. No sabían qué decir, no tenían objeción específica, ni podían pensar claro. Lo que querían decirle a Jesús era que Él estaba equivocado,
que si Él iba a llegar a ser rey de los judíos Él no podía hacer tal cosa como lavarle los pies a alguien. Iba a quedar mal con todos.

Los “hijos del trueno” —Santiago y Juan— querían que las llamas de fuego cayeran sobre todos porque no habían aceptado la buena noticia del
Evangelio, los mismos que a través de su mamá pidieron el primer lugar en el Reino, ahora tenían que lavarle los pies a sus compañeros. ¿Pero
cómo?

Mateo, el cobrador de impuestos, era rico e indudablemente tenía esclavos que le lavaban sus pies. Esta noche era el Maestro quien le lavaba los
pies. Y Judas, el traidor, lleno de decepción, listo para entregar a su Señor, y Cristo no lo menosprecia. Eso sería injusto. Lava los pies del hombre
que pronto lo entregará con un beso. Así es Cristo: servidor de todos.

La humildad es la mayor parte de la vida cristiana. El amor cristiano tiene la humildad a sus raíces. Requiere una tremenda cantidad de generosidad
y una constante batalla con el egoísmo propio. El que quiere o intenta vivir la vida del amor cristiano inevitablemente tendrá un encuentro semejante
al de Jesús al lavar los pies a los Apóstoles. Y si rehúsa hacerlo su amor cristiano morirá en ese encuentro.

Cristo quiere tener ese encuentro de amor con cada uno de nosotros. Por eso se humilló todavía más al hacerse un pedacito de pan y un poco de vino.
“Mi carne es comida verdadera, y mi sangre es bebida verdadera. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él” (Juan 6,

—11—
55-56). Él se entregó no solo en la Cruz sino también en la Hostia Consagrada para ser uno con nosotros. Así que la experiencia de Dios es la fuente
absoluta para poder llegar a la santidad y se necesita para ejercitar con intensidad las tres actitudes fundamentales del cristiano: la fe, la esperanza y
el amor. Jesús lo hizo todo. Él murió a sí mismo haciendo con plena humildad la voluntad del Padre, obediente hasta la muerte en la cruz. Lo que
dijo, lo cumplió: “No hay amor más grande que éste: dar la vida por sus amigos” (Juan 15, 13). Así deberíamos vivir nuestra vida, haciendo la
voluntad de Dios: amándonos unos a otros humildemente.

2 SEGUNDO CAMINO: LA ORACIÓN


—12—
“Recomiendo, ante todo, que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, por los jefes de estado y todos
los gobernantes, para que podamos llevar una vida tranquila y de paz, con toda piedad y dignidad. Estas oraciones son buenas, y Dios, nuestro
Salvador, las escuchará. Pues él quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad...Quiero, pues, que oren los
hombres en todo lugar; que levanten al cielo manos limpias, sin enojos ni discusiones” (1ª Timoteo 2, 1-4. 8).

Muchos de nosotros entendemos que hay un Dios que nos ama y ve por nosotros. Sabemos que Él es Omnipotente y nos puede dar todo. Hemos
leído la Biblia para saber algunas cosas que nos dice Dios como: “Porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y, al que llame a una
puerta, se le abrirá” (Lucas 11, 10). Algunos de nosotros nos desesperamos o desilusionamos cuando nuestras peticiones no son contestadas como
nosotros pensamos que deberían ser contestadas. ¿Qué dice san Pablo de esto? “Además el Espíritu nos viene a socorrer en nuestra debilidad;
porque no sabemos pedir de la manera que se debe, pero el propio Espíritu intercede por nosotros con gemidos que no se pueden expresar. Y
aquel que penetra los secretos más íntimos, conoce los anhelos del Espíritu cuando ruega por los santos según la manera de Dios” (Romanos 8,
26-27).

Jesús nos invita a pedir con perseverancia. No para que Dios consienta a nuestros deseos, sino para que entremos mejor en sus pensamientos y
deseos. La petición perseverante deja de ser egoísta cuando se vuelve oración, o sea, cuando nos eleva y acerca a Dios. Hay una conexión tal entre
la oración y la santidad, que no puede existir la una sin la otra.
La oración es nuestro vínculo con Dios. La oración es muy poderosa y siempre la escucha nuestro Padre Dios. No la contesta todo el tiempo como
nosotros quisiéramos, pero si la contesta con un “sí”, un “no”, o un “espera”. Muchos han dicho que Dios no nos escucha. No es cierto. Somos
nosotros los que no escuchamos a Dios. El secreto de la oración no está en cuánto le podemos decir a Dios, sino en escuchar a Dios.

Hay que dedicar un poco de tiempo cada día para estar con Dios, para hablar con Él y escucharle. Lo que le dices ha de venir de tu corazón, de tus
experiencias de la vida sean agradables o desagradables: todo se lo dices a Dios con sinceridad, sencillez y sin tratar de ocultarle nada.

Cuando rezas ¿cómo te diriges a Dios? La mayoría de nosotros le hablamos de “tú”, ¿verdad? Se me hace que es porque le tenemos confianza a Dios
o simplemente porque así nos enseñaron a rezar. Sea la razón que sea, hay que aprovecharnos de esa “familiaridad” como los niños con su papá.
Acuérdate que Dios es nuestro Papá Dios.

Jesús nos dice que tenemos que hacernos como niños para entrar en el Reino del Padre. En parte lo que quiere decir con eso es que hay que
acercarnos a Dios y conversar con Él como un niño se acerca y le habla a su padre: con toda confianza, honestidad, sencillez y sobre todo humildad.
Jesús quiere que seamos humildes como Él (Mateo 11, 28-30).

Hay muchos modos de orar y no hay espacio para explorar todos y además hay muchos libros escritos enseñando como orar por personas más
capaces que yo. No hay mejor modo de demostrar nuestro amor por Dios que la oración unida a obras buenas, obras de caridad. ¿En qué dirección
te jala tu corazón? ¿Qué pide Dios de ti? ¿Qué es lo que Él quiere que hagas por Él este día? Hay que decirle todos los días que si hay algo que

—13—
puedas hacer por Él lo harás con gusto y amor. La voluntad de Dios para nosotros siempre es un signo del amor que nos tiene y al hacer su voluntad
es un signo de nuestro amor para con Dios. Hacer oración es la voluntad precisa de Dios para todos.

La mejor oración que puedes hacer es unirte con tus hermanos en el Sacramento del Altar: la Eucaristía, la Misa. Asiste a Misa todos los días si es
posible. Cuando fuimos bautizados se nos concedió ser partícipes en el triple ministerio de Jesucristo: Sacerdote; Profeta y Rey. Como sacerdote lo
principal que se hace es ofrecer o sacrificar en oración y en unión con Cristo al Padre nuestra vida junto con todas sus alegrías, éxitos, penas, dolores
y sufrimientos. La Santa Misa es el tiempo y lugar propicio para ese sacrificio: para ofrecerle nuestra vida entera a Él quien tomó nuestros pecados
sobre sí para nuestra salvación. Hay que morir con Cristo para poder resucitar con Cristo. Por eso es importantísimo unirse con Cristo para
ofrecernos al Padre: “Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos
de los siglos. Amén”.

Una oración poderosa, valiente y agradable a Dios contiene ciertos ingredientes: primero la alabanza a Dios. Alabar a Dios es narrar sus maravillas,
exaltarlo, bendecirle, darle honor y gloria, santificar su Nombre, etc. Después de alabar a Dios hay que darle gracias. No hay que confundir “alabar”
y “gracias”. Alabamos a Dios por lo que ES; le damos gracias por lo que HACE.

Hay unos que se acuerdan de Dios solamente cuando están necesitados, se encuentran en un problema o quieren algo. Corren al templo a pedirle a
Dios y le piden y piden y piden. Cuando Dios les concede su favor, ¿cuántos regresan a darle gracias? De los diez leprosos que sanó Jesús uno
regresó con Él a darle las gracias ¿y los otros nueve, qué? (Lucas 17, 11-19). Dar gracias es una parte muy importante de nuestra oración. Es cierto
que frecuentemente decimos, “Gracias a Dios” o “Con el favor de Dios” pero lo decimos más por costumbre que con sinceridad. ¿Cuántos de
nosotros en realidad alabamos a Dios o le damos gracias con sinceridad todos los días?

Es tan soberbio no tomar en cuenta que todo viene de Dios comenzando con la vida, el aire que respiramos, el agua que bebemos, la función de los
órganos de nuestro cuerpo, todo. Mucho lo damos por hecho. Cuentan una historia de una pareja que fue a un museo a ver una pintura muy famosa
pintada por Rembrandt. Al observarla se escuchó al esposo decirle a su esposa, “Mira que hermoso marco”. Para algunos de nosotros es natural
enamorarse del marco e ignorar la pintura, o enamorarse de la pintura e ignorar al pintor. Podemos emocionarnos con un juego de futbol y no pensar
en nuestra habilidad de poder caminar con nuestros propios pies. Nos maravillamos del milagro de la multiplicación del pan que logró Jesús pero
dejamos pasar el hecho de que Él nos da de comer cada día. Nos regocijamos con nuestra comida bien preparada y deliciosa pero se nos olvida que
la mitad de nuestros hermanos en Cristo se están muriendo de hambre alrededor del mundo.

En nuestra oración le damos gracias a Dios que Él existe, qué el nos ha creado a su imagen y semejanza, que Él nos ama y provee por nosotros, que
somos sus hijos. Dar gracias por la vida y nuestro bienestar: comida, ropa, casa, trabajo y salud. Dar gracias por nuestras familias, amigos, vecinos,
compañeros, sacerdotes, hasta nuestros enemigos y los que no nos caen bien. Hay que orar por todos.

También hay que dar gracias por la naturaleza con toda su belleza; el amanecer, un día nuevo que Dios nos ha dado; el esplendor del ocaso del sol;
las olas del mar que eternamente se vacían en la playa y todavía tienen más que dar; el aire que nos permite respirar y fecunda las flores, plantas,

—14—
árboles y nuestros alimentos; música; libros; modos de transportación; modos de comunicación; nueva tecnología; avances en las ciencias,
principalmente la ciencia de la medicina; la lista está incompleta, no tiene fin. “Sí, alma mía, bendice al Señor, y no olvides tantos beneficios de su
mano” (Salmo 103, 2).

Las Sagradas Escrituras contienen varios ejemplos de como hacer oración. Toma tu Biblia y úsala para aumentar tus oraciones. Reza la Biblia
cuando menos 15 minutos diarios. Los Salmos son excelentes para esto. A través de la Biblia el Padre nos habla a cada uno de nosotros. Por eso es
importantísimo orar la Biblia diariamente para saber lo que el Padre nos tiene que decir. Hay varios ejemplos en la Biblia de como hacer oración. El
ejemplo que sigue nos muestra el poder de la oración.

Pedro y Juan fueron tomados presos y después de su liberación les contaron a los demás apóstoles y discípulos de Jesús todo lo que les habían dicho
los jefes de los sacerdotes y los ancianos. Todos “a una voz” se pusieron en oración y cuando terminaron, tembló el lugar donde estaban reunidos y
todos quedaron llenos del Espíritu Santo. Esta es la oración que hicieron:

“Señor, tú hiciste el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos. Tú, por el Espíritu Santo, pusiste en boca de David, tu siervo,
estas palabras: ¿Por qué se agitan las naciones y los pueblos traman planes vanos? Los reyes de la tierra se reúnen y los jefes
pactan una alianza contra el Señor y contra su Mesías. Así sucedió en esta ciudad: se unieron Herodes y Poncio Pilato, así como
los paganos y el pueblo de Israel contra Jesús, tu santo siervo, a quien ungiste, y llevaron a efecto tus propios planes, que tú
dispusiste según tu poder y sabiduría. Y ahora, Señor, mira sus amenazas y concede a tus siervos anunciar tu palabra con toda
seguridad. Manifiesta tu poder, realizando curaciones, señales y prodigios por el Nombre de tu santo siervo Jesús” (Hechos 4,
24-30).

¿Cuál fue el resultado de esa oración? San Lucas nos dice muy claro, “Cuando terminaron su oración, tembló el lugar donde estaban reunidos y
todos quedaron llenos de espíritu santo, y se pusieron a anunciar con seguridad la palabra de Dios” (Hechos 4, 31).

Al final de nuestra oración hacemos las peticiones e intercesiones y se pueden hacer recordándole a Dios la situación en que se encuentra uno
admitiendo su debilidad, que no puede hacer nada sin Él. Hay que ser humildes en nuestra oración. “Cuanto más grande seas, más debes
humillarte, y el Señor te mirará con agrado” (Eclesiástico 3, 18).

Todos estos ingredientes tienen que estar envueltos con una capa de sinceridad, paciencia, fe y entrega a Dios. Ama a Dios con todo tu corazón y
pídele lo que quieres. Nuestro Padre Dios sabe qué es lo que necesitamos y ya nos lo ha dado. Lo que Él quiere de nosotros es un corazón contrito,
un corazón humilde, un corazón orante. “Un sacrificio no te gustaría, si ofrezco un holocausto, no lo aceptas. Un corazón contrito te presento, no
desdeñas un alma destrozada” (Salmo 51, 18-19). Cuando sinceramente nos ponemos en las manos de Dios y estamos dispuestos a hacer su
voluntad entonces podemos pedir todo lo que nuestro corazón anhela y Él nos dará todo lo que pedimos.

Hace poco mi esposa y yo compramos un coche. El vendedor quería todo en efectivo y tuvimos que sacar el dinero del banco para llevárselo a una

—15—
colonia lejana. Yo tenía mucho miedo, preocupación y angustia. Llegué al punto de no poder dormir. Al fin le entregué a Dios el problema. Con toda
la sinceridad de que fui capaz le dije: “Dios, tú sabes que necesitamos y queremos un coche. Tú sabes que es peligroso que llevemos tanto dinero tan
lejos, pero también sabes que quiero que se haga tu voluntad. Si nos quedamos sin dinero y sin coche es porque tú tienes algo mejor para nosotros y
lo acepto. Pongo éste problema en tus manos y que se haga tu voluntad”. Inmediatamente sentí mucha paz y tranquilidad, pude dormir y estar
tranquilo desde ese momento del sábado en la noche hasta el lunes por la tarde que entregamos el dinero y tomamos posesión del coche.

Si tú no tienes experiencia y no sabes cómo orar, comienza con hablarle a Dios como le hablas a un amigo. “En cualquier circunstancia recurran
a la oración y a la súplica, junto a la acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios” (Filipenses 4, 6).

Quizá estás pensando que se te va a ir todo el día en oración y no te quedará tiempo para otras cosas. No te preocupes. Dios cuidará de tu tiempo.
Hay 24 horas en cada día, ¿puedes regresarle cuando menos 2 horas aunque sea en segmentos? “...busquen primero el Reino y la justicia de Dios,
y esas cosas vendrán por añadidura” (Mateo 6, 33).

No es necesario tomar una o dos horas seguidas para hacer tus oraciones. Puedes tomar 10, 15, 20 ó 30 minutos dos, tres o cuatro veces al día. Una
cosa sí te digo, que cuando te propones a hacer oración y te dedicas conscientemente a Dios el tiempo se va rápido. Al principio rezar unos 20
minutos es difícil si uno no esta acostumbrado. Al ser fiel esos 20 minutos se van haciendo 30, 40 o más minutos sin que uno se dé cuenta. Después
una media hora será una hora o dos y pasarás el tiempo tan a gusto que no te darás cuenta. Y Dios, siempre fiel, te hará rendir tu día. Acuérdate de
que lo importante no es la cantidad de tiempo que oras sino la entrega de ti mismo que haces en la oración.

Muchos se levantan una hora más temprano o se acuestan un poco más tarde y dedican ese tiempo a la oración. Si eres uno de aquellos que ven la
televisión con frecuencia, sacrifica parte de ese tiempo a la oración. Dios te bendecirá sin medida.

La oración no es la finalidad de la vida espiritual sino una ayuda para acercarnos a Dios. San Juan de la Cruz dijo que al principio oramos como
nosotros queremos pero llega el momento en que nuestra oración ya no es nuestra sino el Espíritu que ora en nosotros. El Señor Jesús nos dice en el
Evangelio de san Juan: “Pero llega la hora, y ya estamos en ella, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad.
Son esos adoradores a los que busca el Padre” (Juan 4, 23-24). Orar en espíritu y verdad es entrar en el misterio de Dios. Rendir culto a Dios nos
permite ver la realidad tal como es. Nos hace ver como Jesús vio que el Padre está en todo y haciendo todo. “Yo digo lo que he visto en mi Padre...”
(Juan 8, 38).

Hemos visto que la oración contiene ciertos ingredientes: alabanza, dar gracias, segmentos de la Biblia, y peticiones. También se puede decir que los
diferentes tipos de oración son: alabanza, acción de gracias, lecturas bíblicas, peticiones y podemos agregar silencio y meditación entre las clases.
No importa la clase de oración que hacemos, lo importante es que sea sincera y que salga de nuestro corazón. Hay que dejar al Espíritu Santo actuar
en nosotros y guiarnos en la oración y cuando así se hace, se convierte en una oración de “espíritu y verdad”. De este modo nuestra oración va en
busca de Cristo. Encontrar a Cristo en nuestra oración es el fin de ella. Y el resto de este capítulo será dedicado a conocer a Cristo Jesús en la
oración.

—16—
Con nuestro bautismo se fue estableciendo una relación entre Dios y el alma. Dios le da al recién bautizado una participación en su vida, la vida de
Dios. Al mismo tiempo derrama en abundancia las tres virtudes teológicas: fe, esperanza y amor y hace de la persona una importante e intrínseca
parte del Cuerpo Místico de Cristo. El propósito fundamental de cada cristiano consiste en: amar a Dios con todo el corazón, sobre todas las cosas y
al prójimo como a sí mismo y la segunda parte, igual de difícil, es amar al prójimo como Jesús nos ama.

Entonces lo primero que hacemos en nuestra búsqueda es tener una conversación privada con Dios y eso es lo esencial de la oración. Una
conversación es platicar pero también hay que escuchar porque no nos sirve de nada si tenemos un monólogo y no dejamos que nos hable Dios. Al
prepararse para la oración será muy provechoso seleccionar un lugar y un momento en el cual no vamos a ser interrumpidos. Un lugar donde
podemos estar a solas con Dios. En la práctica se empieza trayendo a Dios a la mente y deshaciéndonos de otros pensamientos y olvidándonos de
nuestros problemas y molestias.

El primer propósito de la oración es cumplir el primer mandamiento de darle a Dios todo el homenaje, honor y gloria que Él merece. Esto incluye
adoración que es conscientemente aceptando y admitiendo que Dios es nuestro Superior, nuestro Señor, que somos completamente dependientes de
Él, que debemos todo lo que tenemos y todo lo que somos a su infinita bondad y misericordia.

“Entonces oí la voz de toda la creación, el cielo, la tierra, el mar y el lugar de los muertos, todos los seres que están en el universo
clamaban: «al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y poder por los siglos de los siglos». Y los cuatro
vivientes decían el Amén, mientras los ancianos se postraban y adoraban” (Apocalipsis 5, 13-14).

Dios siempre tiene que ser el enfoque de nuestra oración. De muchas formas podríamos sentirnos decepcionados: Cuando hacemos oración por
alguien o una situación que nos preocupa y oramos intensamente de lo más profundo de nuestro ser puede suceder que Dios no fue el centro de
nuestra oración sino nuestra oración en sí. Nos enfocamos más en lo que nos tiene preocupados que en la presencia de Dios en esa situación o
persona. Si nuestra concentración está verdaderamente enfocada en Dios no nos distraemos. Pero si enfocamos nuestra atención en una persona o
situación se nos va la concentración que teníamos puesta en Dios. Esto no quiere decir que orar por alguien o algo es malo, no, al contrario es bueno
pero hay que presentar al Señor Jesús a la persona o situación por la cual estamos orando.

Por eso se dice que el usar la Biblia para orar es excelente porque podemos concentrarnos en Dios y ponerlo, o mejor dicho, verlo en cada persona
y situación.

También la oración incluye reconocimiento de que somos pecadores y hemos ofendido a nuestro Creador. Hay que tener arrepentimiento por
nuestros pecados. No es necesario tratar de “inventar” palabras únicas ni forzar la mente en recordar frases u oraciones que hemos leído en un libro.
La mejor oración que podemos hacer en este momento es el Padre Nuestro. Y como no podemos estar sin la ayuda de nuestra Madre María, es
provechoso seguir el Padre Nuestro con un Ave María.

—17—
Es importante acordarnos que estas oraciones iniciales deben ser cortas y sinceras. Es mejor orar un solo Padre Nuestro con toda sinceridad que un
Rosario entero sin pensar en Dios. Nuestra oración nunca se toma como algo pesado o algo forzado. Cuando se piensa así de la oración entonces no
vamos a perseverar en ella porque se nos va hacer aburrida, pesada, con el resultado que dejamos de orar. La oración es tan esencial para nuestra
vida espiritual que debe ser una parte integral de nuestra vida todos los días, sin falta. Sin embargo no es tan importante que seamos escuchados
como es la disposición de nuestro corazón. Nunca vamos a conocer al Señor Jesús si no hablamos con Él y le escuchamos. Hay que tratarlo para
conocerlo.

¿Qué se quiere decir con “disposición”? Una condición que puso el Señor Jesús para hacer oración fue que oremos en su Nombre. Al orar en el
Nombre de Jesús quiere decir en compañía de Él, como socio, con el mismo fin. Entonces nuestra oración es una al pedir por el bienestar de su
Cuerpo Místico. La unión sincera con Cristo en la oración nos da la disposición de orar con fe, esperanza, amor, humildad y sumisos a su voluntad.

La caridad fraterna es una parte de nuestra disposición. Si no estamos unidos en amor fraterno con nuestros semejantes, nuestros hermanos, nuestra
oración no tiene el poder de estar unida a Cristo, no es oración en su Nombre.

Si no nos sometemos a la voluntad de Dios es lo mismo como si fuéramos denunciando su Omnipotencia, su existencia. Al no someternos a su
voluntad nos alejamos de Cristo. El mismo nos dio ese ejemplo tan bueno cuando estuvo en el jardín de Getsemaní y oró: “Padre, si es posible, aleja
de mí esta copa. Sin embargo, que se cumpla no lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mateo 26, 39).

Estas disposiciones vienen de la gracia de Dios y consecuentemente son algo que pedir en nuestra preparación antes de orar. También se pueden
conseguir a través de leer las Sagradas Escrituras u otros libros espirituales y por lo cual nos da otra razón para evitar oraciones largas en donde
hablamos mucho, escuchamos poco y pensamos menos. Por eso es mejor ser breve que demasiado largo en la oración. El Señor ama al que da
generosamente y con alegría. Es preciso por eso que es mejor darle a Dios unos cuantos minutos alegres y sinceros que horas y horas bajo coerción.

Entre los modos de orar existen dos que vamos explorar. Uno en el cual tomamos unas oraciones ya establecidas y las adoptamos a nuestra situación
y vida. Las palabras que leemos o recordamos se hacen nuestras, diciéndolas del corazón, pensando en su sentido, en lo que
decimos y decirlo con sinceridad. El peligro de tomar oraciones de alguien más es que hay la tentación de repetir las palabras
sin pensar en ellas y sin sentido. En lo personal, este modo de orar para mí es incómodo porque no son mis palabras ni mi
modo de expresarme. Prefiero mis propias palabras. Hay veces cuando le digo a Jesús, “Señor” otros “Jesús” y al Padre le
digo “Padre” o “Papá” según como me salga. Rara vez uso adjetivos como “dulcísimo” u otros que a menudo se encuentran
en varios libros de oración.

El otro modo de orar es usar nuestras propias palabras y expresiones y en lo personal es el modo que prefiero. De esta forma podemos verbalizar los
sentimientos que se han formado en nuestro interior, nuestro corazón. Podemos verbalizar nuestras ideas y hablar de nuestra situación personal sea
positiva o negativa. Nuestro crecimiento de la vida espiritual depende de como se va desarrollando nuestra amistad e intimidad con el Señor Jesús y
cuanto compartimos con Él nuestra propia vida interior. Si nuestra relación con Él es siempre o casi siempre formal impedirá el crecimiento

—18—
adecuado que es necesario para la vida íntima en oración. “Les aseguro que si no cambian y vuelven a ser como niños, no podrán entrar al Reino
de los Cielos” (Mateo 18, 3).

Esto quiere decir que podemos quejarnos, podemos decirle lo que no nos gusta. Pero también hay que dejarle decirnos a nosotros lo que le gusta de
nosotros y lo que no le disgusta. “Conozco tu proceder: tu amor, tu fe, tu servicio, tu perseverancia y tus últimos trabajos más numerosos que los
primeros. Pero tengo en contra tuya...” (Apocalipsis 2, 19-20). Al formar una relación íntima con Dios le podemos hablar de cualquier cosa a
cualquier hora del día o de la noche. Él siempre está disponible para escucharnos y no hay un momento del día en que Él no nos habla.

Nos habla y se manifiesta a través de toda su creación e incluso y especialmente a través de otros. Dios constantemente nos está haciendo preguntas,
nos está cuestionando. Dejarnos cuestionar por Dios nos ayuda a saber quiénes somos, qué nos gusta y cuánta capacidad tenemos para amar.
Diariamente Dios, usando personas, situaciones y eventos nos hace preguntas sobre la vida.

La muerte de un ser querido pregunta qué pensamos de la vida eterna. Unas flores preciosas o un paisaje hermoso pregunta si podemos tomar tiempo
para gozar las maravillas de la naturaleza que Él nos da. Un limosnero pregunta cuán caritativo soy. La soledad pregunta cuánto me quiero y cuanto
tiempo puedo durar solo sin alguien con quien platicar. Una obra de arte me pregunta si puedo gozar en el éxito de alguien más. La televisión
pregunta qué valor tengo sobre la vida humana. La falta de una televisión pregunta cuánto podemos aguantar el silencio. Un rico me pregunta qué
tanta importancia le doy a lo material. El deporte pregunta en qué condición está mi cuerpo. Un buen chiste pregunta si tengo sentido de humor.

El sufrimiento pregunta si puedo triunfar a pesar de lo adverso. Un indígena pregunta cuánta empatía y comprensión tengo. Una crítica negativa
pregunta sobre mis sensibilidades y emociones. La persona con la incapacidad de hablar claramente pregunta de cuánta paciencia soy capaz. La
devoción y cariño de otra persona pregunta si me puedo dejar amar. Una persona sucia, desaseada y necesitada pregunta cuánta compasión tengo.
Igual que la persona prepotente y egocéntrica me pregunta sobre mi propia humildad. El que sufre de sida, el interno en la cárcel, el ratero vecino nos
preguntan si podemos ver el rostro de Cristo en ellos. ¿Escuchamos a Dios en nuestro prójimo? ¿Nos dejamos interpelar por Él?

Al oír una canción escucha la letra y hazla oración. No importa si lo haces en voz alta o en silencio, lo importante es que uses esa canción para orar.
¿Qué te dice Dios en esa canción? Sí, a ti. ¿Hay un mensaje especial para ti? Canciones de amor pueden decirte qué tanto te aprecia y ama Dios. La
puedes adaptar para expresar tu amor y agradecimiento a Dios a través de esa misma canción.

Habrá momentos en nuestra oración en los cuales no encontramos las palabras adecuadas para expresar nuestros sentimientos y pensamientos. En
esos momentos podemos estar ante Dios en el silencio, simplemente amándolo como dos enamorados sentados juntos sin decir nada. El simple
hecho de estar juntos es más que suficiente para expresar el amor mutuo. Esta forma de unión con Dios es excelente e ideal. No hay mandato que nos
obligue a hacer oración y expresar nuestros pensamientos y sentimientos con palabras. Hay que tener una libertad completa del espíritu porque sin
esa libertad hay un espíritu de obligación que nos impide acercarnos a Jesús. Hay que aprender a estar a gusto con Dios, a no estar tenso ni nervioso
porque estamos en su presencia.

—19—
Además, hay un dicho que dice, “el que habla no escucha”. Cuando estamos hable y hable no le damos oportunidad a Dios que hable con nosotros.
Dios nos habla en el silencio de nuestro corazón, en el tiempo y lugar donde y cuando menos lo esperamos. Al aprender a estar tranquilo en su
presencia nos damos cuenta que no es necesario decirle algo todo el tiempo, aunque hay que admitir que hay una asociación muy estrecha entre la
oración silenciosa y la pureza de nuestra conciencia.

Los pecados los cuales nos hemos arrepentido no son obstáculo para nuestra intimidad con Dios. Al contrario el hecho de pedir perdón es un modo
de ponernos en las manos de Dios y someternos a su divina misericordia. Nuestros pecados pueden ser ocasión para orar pidiendo perdón. Como
nuestro Salvador Jesús siempre está dispuesto a escuchar nuestro arrepentimiento y admisión que somos débiles nos podemos acercar con toda
confianza de que Él sí quiere perdonarnos y regresarnos a su rebaño. Si queremos entrar en el centro de la vida que Jesús nos tiene hay que abrirnos
a la conversión. Solo Dios puede perdonar pecados y nuestro papel es permitir que Él nos perdone. Es el modo de dejar a Jesús ser el Salvador, no en
general, sino mi Salvador personal.

Aunque tenemos que permitir ser perdonados, que es una acción pasiva de nuestra parte, antes tenemos que verbalizar nuestros pecados, confesarlos
y admitirlos para que el perdón venga a nosotros. Esto es el hecho humano que prepara nuestro corazón para recibir el don divino del perdón. El
problema del perdón no está en Dios, sino es más nuestro propio problema. No importa que tan dolorosa o penosa sea la confesión es el único
camino al perdón. La confesión no es lo esencial del sacramento, el perdón sí lo es. Pero sin confesión el perdón no se puede obsequiar. Como en la
historia del hijo pródigo (Lucas 15) es a través del perdón que el hijo menor llega a conocer íntimamente a su padre.

Los pensamientos llaman otros pensamientos; las imágenes invocan a otras imágenes y nuestras oraciones se van caminando por sendas que no
queremos. En ocasiones es difícil hallar la concentración. A veces imaginamos que toda nuestra oración es inútil, un fracaso porque no podemos
mantener nuestro pensamiento en lo que estamos haciendo. Sin embargo hay que pensar que una oración de este tipo puede ser agradable a Dios
porque intentamos con mucha dificultad elevar nuestra mente hacia Él. Esto podía gustarle a Dios porque Él ve el esfuerzo con que lo intentamos.

Si estamos haciendo oración informal, es decir, platicando con Dios, las distracciones se pueden hacerse parte de nuestra conversación. Como Dios
hizo todo y permite todo las distracciones son parte de nuestra relación con Él y nos pueden servir para seguir la conversación que ya se empezó. La
vida cristiana es una entrada a la vida de Cristo no una perfección de nuestra vida; la oración cristiana es una entrada a la oración de Cristo y no un
intento de lucirnos con palabras o pensamientos.

No se puede hablar de la oración sin tomar en cuenta que hay varias clases de oración: comunitaria, privada, formal, informal, espontánea, entre
otras. Unos ejemplos de la oración comunitaria serían la Eucaristía, la Liturgia de Las Horas, las celebraciones de los Sacramentos y oraciones como
el Rosario rezado en grupo y cualquier otra ocasión donde se unen varias personas. La oración privada es aquella que hacemos solos; la formal sería
esa en la que usamos una formula o ciertas oraciones cada día, como la Liturgia de las Horas. La oración informal será esa en la cual usamos
nuestras propias palabras para expresarnos según nuestros sentimientos en ese momento. Y la espontánea es cuando invocamos el Nombre de Jesús
o le alabamos en varias ocasiones durante el transcurso del día.

—20—
También hay que tomar un período cada día para estar a solas con Dios. El lugar no importa, lo importante es estar tranquilo, confortable y poder, en
el silencio, escucharle a Dios. Puede ser en una iglesia, el bosque, el desierto, en un cuarto de nuestra casa, donde sea. Este tiempo puede ser de 30
minutos o más. Pero hay que dedicar este tiempo fielmente cada día a la oración.

Durante este tiempo se puede “meditar”. La meditación en su más sencilla forma es pensar en Dios y las cosas de Dios. Hay varios libros escritos
con instrucciones sobre como meditar y cada autor tiene su propio estilo. Algunos piensan que la meditación es algo malo porque lo asocian con
religiones del oriente. Todo depende del fin de la meditación. Si en verdad uno se concentra en Dios y las cosas de Dios entonces no solamente es
buena sino puede ser extremamente provechosa. El origen de la meditación puede venir de la Biblia o un libro espiritual o puede venir de una
inspiración de la naturaleza o un pensamiento de Dios. Lo que leemos nos puede iniciar y motivar a pensar en Dios y las cosas de Dios. La
meditación es una parte esencial de la oración y siempre debe ser incluida en nuestra preparación espiritual.

Antes de terminar este capítulo sería propio mencionar la aridez de la oración. En la vida de oración siempre habrá tiempos en que nos encontramos
sin poder orar y sin ganas de orar. Estos tiempos son áridos, o sea, no encontramos las palabras, no sale nada de nuestra boca porque no se forman
ideas en nuestra mente. Se puede comparar a una jornada atravesando un desierto y por eso se le llama “desierto”. El desierto puede durar semanas
o meses. Sin embargo no hay que perder esperanza sino, al contrario, hacer más esfuerzo para intentar hacer la oración aún en los tiempos más
difíciles. Si no podemos hacer nada sino estar sentados amando a Dios en fe sin decir nada eso le agrada. Y si no podemos hacer más que hojear la
Biblia, Dios comprende.

Hay que saber que es Dios quien está obrando en nosotros durante este tiempo que estamos en el desierto. Él esta “trabajando” tan profundo en
nuestro ser que no sentimos nada. Días, semanas o meses después nos vamos dando cuenta que hay cambios en nosotros, en nuestro modo de orar,
pensar, hablar y ver las cosas. Son los resultados del desierto que hemos pasado, los resultados del Espíritu de Dios en nosotros. Constantemente le
doy gracias a Dios por los cambios que Él ha logrado en mí a través de los años. Le doy gracias por su paciencia conmigo, por lo tanto que me
soporta.

Como Cristo vino a este mundo para hacer la voluntad del Padre, Él se puede encontrar en cualquier lugar en donde se esta haciendo la voluntad del
Padre. La vida ordinaria de trabajo, los quehaceres de la casa, la escuela, los mandados, etc. son la voluntad del Padre. Así que Cristo siempre está
con nosotros cuando hacemos la voluntad del Padre y por eso hay que hacerla con gusto y amor, principalmente sabiendo que Cristo nos acompaña
en todo momento de nuestra vida.

Un último punto antes de terminar. No hemos dicho nada sobre la oración a los santos. Jesús no habla de pedir a los santos. Muy a menudo, el que
pide a los santos toma el camino inverso de la oración verdadera. Lo que le interesa no es descubrir la misericordia de Dios, sino conseguir tal o cual
favor. Poco le importa a quién se dirige, con tal de que encuentre un distribuidor eficaz y automático de beneficios. Entonces empieza la cacería de
los santos, de los santuarios y de las devociones.

La Iglesia es una familia. Como le pedimos a nuestros amigos que recen por nosotros, así también conviene dirigirnos a nuestros hermanos los

—21—
santos. Nadie podría criticar si, a veces, demostramos confianza en su intercesión. Esta “súplica” a los santos, sin embargo, no debe confundirse con
la petición perseverante que nos hace entrar en el misterio de Dios. Los santos nos llevan a Dios, son intercesores y nada mas.

El punto que hemos tratado de enfatizar en este capítulo es que es importantísimo estar en constante contacto con Dios. Hacernos “Cristocéntricos”.
Ver la mano de Dios en todo y sentir su presencia en todo. Lo podemos lograr hablándole en diferentes momentos de nuestro día. Durante el día en
varias ocasiones podemos dirigir una palabra a Dios dándole gracias, una palabra de admiración, una petición, un comentario sobre su Providencia
—le podemos decir lo que sea para mantener contacto con Él. Por ejemplo al ver una nube resplandeciente darle gracias y alabarlo; al ver un paisaje
que nos gusta podemos acordarnos que Dios es su Creador. Los ejemplos pueden seguir sin fin. “Vivan orando y suplicando. Oren en todo tiempo
según les inspire el Espíritu. Velen en común y prosigan sus oraciones sin desanimarse nunca, intercediendo a favor de todos los hermanos”
(Efesios 6, 18).

Sería bueno formar la costumbre de repetir el Nombre de Jesús muchas veces al día. En casos de peligro sea el nuestro o de otra persona decir,
“Jesús ten misericordia” o simplemente, “Señor Jesús” con la intención de invocar su asistencia. Al repetir el Nombre de Jesús hay que hacerlo con
reverencia y sinceridad, no solamente dejando las palabras salir de nuestra boca como cualquier otra frase que acostumbramos decir. Hay que
invocar su Nombre con fe.

En conclusión podemos decir que la oración es ponernos ante Dios con las manos vacías, abiertas y las palmas hacia arriba. Así Dios puede, si le
permitimos, poner algo en nuestras manos, quitar algo o dejarlas igual. Un día Él nos pedirá, “¿Me das permiso de quitar esto y reponerlo con algo
más?” Otro día nos dirá, “Hoy te voy a quitar varias cosas, sin reponerlas. ¿Me das permiso?” Quitándonos algo de nuestra mano es una prueba para
saber qué apegados estamos a eso que Él nos quita. Al dejarlo quitar, poner o dejar todo en su lugar estamos abiertos a la vo luntad de Dios: que Él
haga de nuestra oración y vida lo que Él quiere.

—22—
3 TERCER CAMINO: LAS SAGRADAS ESCRITURAS Y
LIBROS ESPIRITUALES

No hay nuevos principios en la vida espiritual. El principio principal de encontrarse con Dios y unirse a Cristo nunca cambia. Los otros principios
salen de ése pero pueden variar según los tiempos y circunstancias del hombre. Así que en estos tiempos modernos es muy conveniente insistir en
otros modos de buscar, acercarse y unirse a Cristo Jesús.

Hoy el hombre moderno está más preparado, hay menos analfabetismo. Los puestos de revistas y librerías son más numerosos. Eso quiere decir que
son más los que leen. Desafortunadamente las revistas y libros dedicados al sexo, o sea a la pornografía también van creciendo en número cada vez
más. Sin embargo hay muchos libros espirituales de donde escoger y entre ellos unos clásicos que se podrá decir que son “obligatorios” para avanzar
en el camino a la santidad. Como ejemplo pongo los escritos de San Agustín, Tomás D’ Kempis, Jean-Pierre de Causade y Santo Tomás de Aquino.

También existen los documentos de la Iglesia, especialmente los del Concilio Vaticano II. Leer con regularidad se está haciendo más y más
importante en la vida del católico de hoy. La esperanza es que cada católico avance en la vida espiritual con la ayuda de buenos libros. Hay que
tomar la resolución de leer algo meritorio cada día aunque sea por media hora. Lógicamente el libro con el que hay que empezar es la Biblia.

La Biblia tiene una parte muy importante en la oración. La Biblia es el manual que Dios nos da como guía en nuestro camino para vivir plenamente
en su Reino desde ahora. Si no estás acostumbrado a usar la Biblia te vas a sorprender de lo maravillosa que es. Te tiene mucho que decir Dios a
través de su Palabra escrita en esos Libros Sagrados. Los Evangelios revelan y anuncian la voluntad de Dios y, por tanto, desaprueban y denuncian
las decisiones y las opiniones humanas contrarias. También es provechoso leer libros espirituales como la vida de Cristo, la vida de los santos,
comentarios sobre la Biblia, u otros libros que nos pueden ayudar aumentar nuestra fe.

Antes del Concilio Vaticano II la Iglesia no permitía a nosotros los católicos leer la Biblia sin la ayuda de un sacerdote, religiosa o religioso que
fuera explicando la lectura. Eso ya ha cambiado, gracias a Dios, porque la Biblia es la Palabra de Dios y es para todo su pueblo. Dios nos habla a
través de la Biblia a quienes quieren escucharle. Cuando Dios nos habla mediante las páginas de las Sagradas Escrituras usualmente nos tiene dos
mensajes. El primer mensaje es algo general para todos y el segundo mensaje es algo personal e individual.

Vamos tomando como ejemplo la parábola del fariseo y el publicano:

—23—
“Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: «Oh Dios,
te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, o como ese publicano que está ahí. Ayuno dos
veces por semana, doy la décima parte de todo lo que tengo.» El publicano, en cambio, se quedaba atrás y no se atrevía a levantar los ojos al
cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador.» Yo les digo que este último estaba en gracia de
Dios cuando volvió a su casa, pero el fariseo no. Porque todo hombre que se hace grande será humillado, y el que se humille será hecho
grande” (Lucas 18, 10-14).

El mensaje general de esta parábola es una llamada a la humildad no solamente en la oración sino en toda área de nuestra vida. ¿Pero cuál es el
mensaje personal? ¿Cómo se descubre? Eso depende de la vida del que escucha la parábola. Cuando escuchamos o leemos esta parábola o cualquier
trozo de la Biblia y algo nos incomoda, nos molesta o nos pone inquietos entonces es cuando Dios nos está hablando en lo particular. Puede ser la
parte de dar el diezmo; quizá Dios nos está pidiendo que veamos con cuales intenciones damos el diezmo. ¿Lo damos con gusto y amor, o solo
porque queremos “comprar” un lugar en el cielo? Quizá sea lo que dice el fariseo que no es como los demás y Dios nos está diciendo que no veamos
y juzguemos a los demás sino que nos veamos a nosotros mismos con todos nuestros defectos para conocernos mejor, para comenzar el proceso de
la conversión.

Para poder saber cuál es el mensaje personal que nos tiene Dios, hay un método que se puede emplear. Se lee despacio y con sentido haciéndose una
pregunta interior: ¿Qué está diciendo Dios con esto? Se vuelve a leer por segunda vez con deliberación preguntándose, ¿Qué me está diciendo Dios
a mí? Luego se lee por tercera vez con entrega y preguntándose ¿Cuál va a ser mi respuesta a Dios, qué le voy a contestar?.

San Pablo en su segunda carta a Timoteo nos dice:

“... las Sagradas Escrituras...te darán la sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús. Todos los textos de la Escritura son
inspirados por Dios y son útiles para enseñar, para rebatir, para corregir, para guiar en el bien. La escritura hace perfecto al hombre de Dios y
lo deja preparado para cualquier buen trabajo” (2ª Timoteo 3, 15-17).

Leer la Biblia debe ser algo que hacemos todos los días. La Biblia debe ser parte de nuestra oración diaria. Nuestra oración, como hemos visto,
puede tomar el camino de pedir, pues la Palabra de Dios puede tener la respuesta a lo que pedimos. Siempre al leer la Palabra de Dios, hay que
concentrarnos en lo que estamos leyendo para poder cumplir con lo que Dios pide de nosotros. No es algo que leemos como una novela y al
terminarla se nos olvida que leímos. Sólo cuando la novela nos impresiona mucho nos acordamos de lo que se trata. En ocasiones la novela puede
tener un efecto en nuestra vida y llevarnos a un cambio en nuestro comportamiento. La Biblia tiene ese fin, de cambiar nuestra vida. Para lograr este
propósito hay que leerla con fe y hacer lo que dice. Creer en Dios no es suficiente sino también hay que creerle a Dios. Podemos demostrar nuestra
fe haciendo lo que la Palabra nos pide.

“Hagan lo que dice la palabra, pues al ser solamente oyentes se engañarían a sí mismos. El que escucha la palabra y no la practica es como un

—24—
hombre que se mira al espejo y que apenas deja de mirarse se olvida de cómo era. Todo lo contrario, el que se fija atentamente en la Ley perfecta
que nos hace libres, y persevera en ella, que no oye para luego olvidar, sino para cumplir lo que pide la Ley, será feliz al practicarla” (Santiago
1, 22-25).

En su misma carta, Santiago nos habla de la importancia de los hechos como resultados de nuestra fe, o sea, que la fe nos lleva a obras buenas: “...si
no demuestra (la fe) por la manera de actuar, está completamente muerta” (Santiago 2, 17).

Otro modo de discernir lo que Dios nos está diciendo es usando la imaginación al leer los Evangelios. Usando el sermón del mo nte como ejemplo
podemos imaginarnos que estamos ahí viendo y escuchando a Jesús. Nos podemos imaginar a los demás que nos pisan y nos empujan a un lado para
acercarse más al Señor y escucharle mejor. Quizá nos imaginamos que el Maestro nos invita a sentarnos en el pasto. Podemos imaginar que el sol
brilla y da su calor, o que hay nubes que nos protegen de los rayos inclementes. Lo importante es ponernos en ese lugar y en ese momento y saborear
la presencia del Rabino de Nazaret mientras habla con sencillez y poder. Sobre todo hay que fijarnos en el Maestro, en su mirada cuando nos ve ¿qué
nos dicen sus ojos?, la expresión de su voz, sus gestos, cómo está vestido, ¿está debajo del sol y sudando o está en la sombra de un árbol? Ya que
tenemos todo imaginado podemos escuchar la Palabra en un ambiente cómodo y con fe.

Muchos de nosotros tenemos o hemos tenido la experiencia de leer la Biblia y quedar igual. Leemos y no entendemos. Oímos y no escuchamos.
Sabemos la historia pero no aprendemos la lección. Esto nos pasa por varias razones: puede ser que leemos la Biblia como cualquier libro histórico
pensando que es un cuento de lo que ya pasó. O puede ser que leemos la Biblia para aprender lo que está escrito como una fórmula mágica. Quizá,
puede ser que no estamos tranquilos y nuestras preocupaciones del día, los problemas de la familia, los apuros de estar en un lugar desagradable no
nos dejan concentrarnos. Al final de todo el hecho de leer la Biblia no hace nada por nosotros, quedamos igual de ignorantes porque leemos y no
entendemos. Lo que hay que hacer es ponernos en las manos del Espíritu Santo para que Él nos guíe y nos dé la sabiduría necesaria para entender y
hacerla nuestra. Hay que dejar la Palabra entrar en la mente y bajar al corazón para que se haga una íntima parte de nuestro ser.

Si la Biblia es la Palabra de Dios, entonces hay que escucharla no simplemente leerla. Cada vez que tomas la Biblia en la mano prepárate para oír a
Jesús. Prepárate para escuchar la voz del Padre, ser iluminado por el Espíritu Santo. Pídele al Espíritu Santo que te ilumine para que oigas
claramente el mensaje que Dios te tiene ese día. Mañana será otro día con otra palabra u otro mensaje. Pero al escuchar la Palabra de Dios, no
solamente nos habla Jesús, también lo podemos ver actuando entre nosotros, tocándonos, sanándonos y amándonos. Los resultados no ocurren
luego, se toman tiempo. Hay que tener paciencia.

“Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta.» Jesús respondió: «Hace tanto tiempo que estoy con ustedes y ¿todavía no me
conoces, Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre...” (Juan 14, 8-9). María Magdalena no lo reconoció hasta que escuchó su voz. Los
discípulos en el camino a Emaús no lo reconocieron hasta que partió el Pan. Los apóstoles no lo reconocieron a la orilla del mar hasta que se llenó la
red de cientos de pescados y Juan gritó: “es el Señor!”. Si los apóstoles y los discípulos no lo conocieron, ¿cómo podemos nosotros conocerlo?
Después de 20 siglos, todavía no lo conocemos. Jesús nos puede decir a nosotros lo mismo que le dijo a Felipe: “tanto tiempo y todavía no me
conoces”. Juan Bautista lo dijo muy claro, “... hay uno en medio de ustedes a quien no conocen” (Juan 1, 26).

—25—
La mayoría de los católicos no leen la Biblia, algunos la leen unos cuantos minutos...cuando “les nace”. ¿Podemos conocer a Dios en solamente
unos cuantos minutos? Por eso hay que hacer más que leer... hay que escuchar: ponernos a los pies de Jesús vivo para escuchar su Palabra viva como
en la historia de Marta y María (Lucas 10, 38-42).

Pensamos: “si hubiéramos vivido en los tiempos de Jesús para verlo y escucharle”. ¿Qué no lo vemos y escuchamos cada día? ¿O es que no le
hacemos caso? Está con nosotros todos los días. Él nos ha dicho que no nos dejará, que estará con nosotros hasta el fin del mundo. Él nos espera en
los Evangelios para hablarnos, tocar nuestro corazón y sanarnos. Está en un libro espiritual que quizá está en nuestro librero y nos da flojera leerlo
o en el que vimos en la librería el otro día y no compramos. Él nos quiere hablar e instruir a través de la Biblia y luego por medio de otros libros para
iluminarnos, acercarnos más a Él e instruirnos en la fe. La razón primordial de por qué leemos no es tanto para educarnos sino para conocer a Cristo
vivo para poder vivir mejor el Evangelio.

Leemos para mantener lo sobrenatural en mente, la realidad de nuestra fe, el enfoque en la vida eterna y no en las cosas temporales y sobre todo para
mantener la presencia de Jesús vivo en nuestra mente, corazón y vida cotidiana. Sin embargo el camino hacia la perfección es un camino de amor, no
de sentimientos amorosos sino una decisión basada en la fe y la razón.

El católico de hoy tiene que entender un poco de teología, filosofía y eclesiología. La lectura nos puede ir preparando para ese encuentro personal.
También es importantísimo adquirir una sabiduría de los principios de la vida espiritual y tenerlos siempre en la mente. Entre estos principios están
estos 7 caminos a la santidad: hacer la Voluntad de Dios con humildad; la Oración; las Sagradas Escrituras y libros espirituales; los Sacramentos;
Obras de Caridad; el Sufrimiento; el Camino Mejor. Pero todavía más importante el católico de hoy debe tener una experiencia viva de Jesucristo
vivo. De esto he escribido en mis libros: CRISIS DE FE y EL ESPÍRITU SANTO, ¿QUIEN ES? ¿QUE HACE?.

Todos sabemos que hay una escasez tremenda de sacerdotes. Los pocos que son no tienen tiempo para hacer todo y en muchas ocasiones su
explicación de las Sagradas Escrituras está limitada a la homilía del domingo. Por eso Dios ha puesto a nuestra disposición muchos libros para
ayudarnos en el camino a la santidad. Hay muchos autores buenos, sacerdotes y laicos igual, que han publicado sus ideas e inspiraciones para
compartir su fe con nosotros sus hermanos. Entre los autores hay: P. Emiliano Tardiff, P. Hugo Estrada, P. Salvador Carrillo Alday, P. John Powell,
P. Louis Evely, P. Piet Van Breemen, P. Ignacio Larrañaga, P. Novelo Pederzini, P. Rafael Gómez Pérez, P. Carlos Bravo, José H. Prado Flores u
otros.

Una ventaja del libro es que uno puede recurrir al libro varias veces para leerlo una y otra vez. Rara vez un libro se acaba. No es como una charla o
conferencia que al terminar se olvida mucho de lo que se dijo. El libro permanece y no hay que vacilar en volverlo a leer. Esas partes del libro que
son provechosas hay que leerlas haciendo reflexión y cuidadosamente. Si estimulan los pensamientos será propio hacer una pausa y pensar en lo que
se ha leído. No es necesario leer así cada página, solamente las que resaltan.

Si uno encuentra dificultad en saber si alguna lectura se aplica a uno mismo no hay que dejar que la incertidumbre nos moleste. Tranquilidad de la

—26—
mente es esencial para el crecimiento espiritual. Si Dios quiere indicar un plan de acción para el lector Él va a repetir el mensaje más de una vez con
una insistencia suave hasta que no haya duda de pensamiento de parte del lector.

El ejercicio de leer algo espiritual debe ser un hábito diario. La lectura debe ser parte de nuestra oración. Es una buena idea comenzar con una
oración que puede ser dirigida al Espíritu Santo pidiendo iluminación o se puede dirigir a Jesús pidiéndole que Él se revele y se presente mediante
esta lectura que se va a leer. Por supuesto hay que leer con un espíritu de fe. Debemos tener fe de que Dios nos hablará cuando nosotros estemos
leyendo y por eso debemos estar preparados para escuchar su voz.

La lectura es para hacernos conscientes de lo que debemos hacer y como hacerlo y luego nos hace recordar y pensar en lo que en realidad estamos
haciendo y por qué se hace. Además de leer hay que agregar la meditación y reflexión, o sea pensar en lo que estamos leyendo. Podemos apartar el
tiempo que utilizamos para ir al trabajo para pensar en lo que leímos. Hay que tener la memoria de Cristo constantemente y su amor en mente,
pensar en nuestra unión con Él, de todo lo que Él hace por nosotros y lo que quiere hacer por nosotros.

En aquellos tiempos cuando todavía no conocía al Señor —cuando mi dios era el dinero y el éxito— me puse a leer todos los libros que pude sobre
cómo superarse en el mundo del comercio, como ser el número uno en el ramo de las ventas, como tener más poder y saber más con el fin de
disfrutar del dinero en placeres. En cada libro que leía subrayaba lo que más me interesaba para poder recurrir a ello en otra ocasión. Después de que
fui evangelizado y comencé a conocer al Señor Jesús me puse a revisar esos libros y me fui dando cuenta que lo que me había interesado, lo que se
me hacía importante (lo subrayado) eran los principios cristianos. Entonces me di cuenta que Dios en su misericordia usa todo, incluso nuestro
orgullo y soberbia para nuestro bien. “También sabemos que Dios dispone todas las cosas para bien de los que lo aman, quienes él ha llamado
según su propio designio” (Romanos 8, 28).

Hoy, cuando leo una obra espiritual el Espíritu Santo me ilumina a subrayar lo que Él sabe que es lo más provechoso, lo que más necesito en ese
momento. Así Él lo hará contigo si te pones en sus manos y haces una oración pidiendo la inspiración que necesitas para tu caminata hacia la
santidad.

—27—
4 CUARTO CAMINO: LOS SACRAMENTOS

Sabemos que son 7 los Sacramentos de la Iglesia pero nos vamos a limitar a los siguientes cuatro: Bautismo; Confirmación; Reconciliación
(Confesión o Penitencia); Eucaristía. Fácilmente se puede escribir un capítulo, hasta un libro entero, sobre cada uno de estos sacramentos pero esa
no es la intención de esta obra. Como se ha dicho la intención es más bien conocer los caminos a la santidad y cómo se pueden seguir para lograr el
premio que Dios tiene para cada uno.

Los Sacramentos son signos sensibles que Cristo dio a su Iglesia y por los cuales se nos da la Gracia de Dios, o sea la vida de Dios. Como en el
cuerpo humano hay un sistema de alimentación que circula por todo el cuerpo dándole a cada miembro lo que necesita, así los sacramentos son
canales especiales que nos dan el alimento y la nutrición que necesitamos para mantener la vida espiritual. Esto es posible por el poder del Espíritu
Santo, el alma del Cuerpo Místico de Jesús.

Si los Sacramentos nos dan la vida de Dios entonces entendemos que los Sacramentos son para los vivos y si son para los vivos hay que vivirlos. Son
la sustancia que nos da el Señor Jesús en cada etapa de nuestra vida en la cual más necesitamos su ayuda. El bautismo nos ayuda a iniciar una vida
cristiana, la confirmación nos facilita el afirmar nuestra fe, el Sacramento de Reconciliación lo recibimos cuando estamos necesitados del perdón de
Dios, el Matrimonio fortalece la vida nueva que iniciamos en comunión con nuestra pareja, el Orden Sacerdotal le da fuerzas y poder al joven que se
va a consagrar como sacerdote, la Unción de los Enfermos nos alienta y sana espiritual y corporalmente para la continuación de nuestra vida y la
Eucaristía nos alimenta, fortalece e ilumina nuestra vida diaria acercándonos a Cristo más cada vez que recibimos el Cuerpo y la Sangre de nuestro
Señor Jesucristo.

EL BAUTISMO

Comenzamos con el bautismo porque es el primero de todos. Ser bautizado con Cristo quiere decir que somos incorporados a su pasión, muerte y
resurrección.

“...Los que fuimos sumergidos por el bautismo en Cristo Jesús, fuimos sumergidos con él para participar de su muerte. Pues, por el bautismo,
fuimos sepultados junto con Cristo para compartir su muerte, y , así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre,
también nosotros hemos de caminar en una vida nueva. Hemos sido injertados en él y participamos de su muerte en forma simbólica; pero
también participaremos de su resurrección” (Romanos 6, 3-5).

—28—
Son muchos los frutos del bautismo, algunos son: la Gracia de Dios; borra el pecado original; nos da fe; nos une a Cristo haciéndonos hijos de Dios
y partícipes en su triple ministerio; nos hace templos de la Santísima Trinidad, nos hace miembros de la Iglesia. Mejor dicho, nos hace Iglesia.

Si el bautismo nos hace hijos de Dios entonces hay que vivir como sus hijos. No nos sirve de nada tener un rótulo colgando de nuestro cuello sobre
el pecho que dice que soy “bautizado” o “soy cristiano” si no vivimos de tal convicción. El modelo que nos ha dado Dios es el del Hijo Primogénito,
Jesús de Nazaret. “Yo digo lo que he visto en mi Padre...” (Juan 8, 38).

¿Qué se quiere decir con que el bautismo nos hace hijos de Dios? Vamos viendo la relación de padre e hijo. Un hijo obedece a su padre y considera
a su padre como su mejor amigo y mejor consejero. El padre es el proveedor del hijo y le enseña como mantenerse para un futuro mejor: le da de
comer a su hijo para que su hijo se pueda alimentar; lo enseña a trabajar con su ejemplo para que el hijo tenga un oficio. El hijo hereda del padre lo
material, sea mucho o poco, y ciertamente sus características, virtudes, el modo de actuar, pensar y hablar. Ambos, padre e hijo comunican el uno
con el otro, se ayudan siempre que pueden, se aman, sufren juntos las penas y tragedias de la vida pero también celebran las alegrías y momentos de
felicidad. Así debe ser nuestra relación con nuestro Padre Dios.

Ya vimos en el primer camino que como hijos obedientes hay que seguir la voluntad de Dios con humildad. En el segundo capítulo, el camino de la
oración, vimos como el hijo obediente está enlazado a su Padre y el Padre a su hijo, el hijo busca el consejo de un amigo fiel y el Padre se lo da
incondicionalmente. En el tercer camino de leer la Biblia u otros libros espirituales nos habla de cómo podemos ir al Padre con toda confianza para
recibir sus reglas y consejos. Usando el sexto camino llegaremos a entender como el hijo sufre con su Padre y como puede unir esos sufrimientos a
los de su hermano Jesús. Ahora este cuarto camino de los Sacramentos nos lleva a una vida de hijos de Dios unidos al Padre, al Hijo y al Espíritu
Santo usando los medios de salvación que nos fueron dados por Jesús nuestro Salvador.

Por el bautismo somos Templos vivos del Espíritu Santo. “¿No saben ustedes que son Templo de Dios, y que el Espíritu de Dios habita en
ustedes? Al que destruya el Templo de Dios, Dios lo destruirá. El Templo de Dios es santo, y ese templo son ustedes” (1ª Corintios 3, 16-17). La
destrucción y la profanación de algo sagrado es un sacrilegio. Por eso cuando maltratas a tu pareja o a tus hijos estás maltratando el Templo de Dios;
cuando te burlas de un indígena, te burlas del Templo de Dios, cuando lastimas u ofendes a alguien voluntariamente, ofendes y lastimas al Templo
de Dios, cuando desprecias a cualquier persona por cualquier razón, desprecias al Templo de Dios, cuando eres injusto con tus empleados, eres
injusto con el Templo de Dios. No importa la edad, raza, color de su piel, sea niño, niña o anciano, hombre o mujer, obrero o profesionista, amigo o
enemigo, todos los bautizados somos Templo de Dios y todos merecemos el respeto como tal.

Ser Templos de Dios quiere decir que Dios habita en nosotros, en mí y en ti. Viéndolo bien somos custodios de la Santísima Trinidad. Así que
cuando te desprecias o abusas de tu salud estás despreciando y abusando de Cristo en ti. Cuando no te amas, no amas al Templo de Dios; al querer
cambiar algo del cuerpo con cirugía plástica, el color de pelo o cualquier otro aspecto por la inconformidad entonces estás inconforme con el
Templo de Dios. Jesús nos dice muy claro: “Al Señor tu Dios amarás con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia y con todas
tus fuerzas. Y después viene éste: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. No hay ningún mandamiento más importante que éstos” (Marcos 12,
30-31).

—29—
Se ha dicho que al bautizarnos somos injertados a Cristo y participamos en su triple ministerio. Su triple ministerio consiste en ser sacerdotes,
profetas y reyes. Como un diamante tiene distintos rayos de luz que transmite, el triple ministerio de Jesús se puede ver en diferentes luces. Una luz
nos revela que al ser sacerdote es conocer a Jesucristo; al ser profeta es adorar y creer en Dios; al ser rey, vivo el mensaje que he recibido del Mesías.
Otro aspecto es que el sacerdocio es el sacrificio y oración que hacemos, ser profeta es llevar la Buena Nueva, y ser rey es construir, en cuanto es
posible, un mundo más justo donde haya paz y amor.

Todos por nuestro bautismo tenemos el sacerdocio común. Tenemos ciertas responsabilidades en esta capacidad. ¿Cuál es la función primordial del
sacerdote? El sacrificio: darse como sacrificio y representar al pueblo en su propio sacrificio. Nosotros, entonces, damos la vida por el prójimo, por
el más necesitado. Así nuestro sacrificio se acerca al de Jesús en que Él dio su propia vida y su sacrificio fue a beneficio de toda la humanidad.

Lo siguiente que hace un sacerdote es orar como intercesor. Él está de intermediario entre Dios y su pueblo. La oración es muy poderosa y Dios
escucha el corazón quebrantado. “Si uno de ustedes está triste, que rece. El que esté alegre, que cante himnos a Dios. El que esté enfermo, que
llame a los presbíteros de la Iglesia para que rueguen por él, ungiéndolo con aceite en el Nombre del Señor. La oración hecha con fe salvará al
enfermo; el Señor lo levantará y, si ha cometido pecados, le serán perdonados. Confiésense unos a otros sus pecados y pidan unos por otros
para que sanen. La súplica del justo tiene mucho poder con tal de que sea perseverante” (Santiago 5, 13-16). Desde nuestro sacerdocio común, la
oración es una de las responsabilidades que todos tenemos con nuestros hermanos.

La tercera función que tenemos como sacerdotes es bendecir. Otra vez el Señor Jesús está muy claro cuando dice: “Pero yo les digo a ustedes que
me escuchan: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los
maltratan”(Lucas 6, 27-28). Tenemos el derecho y responsabilidad de bendecir a nuestros hijos al acostarlos o mandarlos a la escuela, a nuestra
pareja cuando sale al trabajo o al mandado, los alimentos al sentarnos a comer, etc.

Desde nuestro sacerdocio común no podemos administrar los sacramentos (excepto el bautismo en casos de emergencia) pero sí tenemos el
privilegio de participar en liturgias sacramentales. Pero esta participación debe ser activa, no pasiva. Disminuye el beneficio de la Misa, por
ejemplo, si no participamos con las oraciones y cantos, si no escuchamos con atención las lecturas y la homilía y todavía de más importancia, si no
comulgamos. La Misa existe para la Comunión. ¿Qué sería la Ultima Cena sin la Consagración del pan y del vino? No tendría más significado que
una cena entre amigos para despedirse de uno de ellos.

Ser profeta me impone la obligación de anunciar el Evangelio de Cristo. No es simplemente enseñarle a mis hijos sus oraciones, o explicarles la
Biblia, aunque ahí en la familia comienza el papel del profeta. Ser profeta nos obliga a anunciar lo bueno y denunciar lo malo del mundo, no
solamente a los nuestros sino a todos los que entran en nuestra vida.

Los profetas del Antiguo Testamento buscaron respuestas nuevas a situaciones nuevas. Vivieron comprometidos con Dios y con la época en que
vivieron. Denunciaron las injusticias, proclamaron el juicio de Dios, anunciaron un futuro mejor con la colaboración del hombre. Fueron la

—30—
conciencia del Pueblo de Dios. Siempre insistieron en tres valores fundamentales: dependencia a Dios, justicia y amor.

Los cristianos de la Iglesia recién nacida tomaron muy en serio el mandato de Jesús: “...vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos.
Bautícenlos, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado...” (Mateo 28,
19-20). El resultado fue que en los primeros dos siglos después de Cristo, casi todo el mundo del imperio greco-romano y multitudes de paganos
fueron convertidos en cristianos. Muchos de nosotros no tomamos ese mandato del Señor muy seriamente, no lo tomamos como una obligación
personal sino como algo que deben hacer los sacerdotes, religiosas y religiosos, pero no los laicos. ¡Que error tan grande cometemos! Como profetas
no nos queda otra cosa más que cumplir con este requisito del Señor Jesús de ir a evangelizar. Esa fue la misión de Cristo, es la misión, la única
misión de su Iglesia, y nosotros somos la Iglesia y nos corresponde hacer lo que Él nos pide. Hoy menos de una tercera parte de los habitantes del
mundo son católicos. Jesús tiene mucha razón cuando dice, “Hay mucho que cosechar, pero los obreros son pocos; por eso rueguen al dueño de
la cosecha que envíe obreros a su cosecha”(Lucas 10, 2).

Denunciar también es parte de la obligación del profeta. Hace poco tiempo me llegaron unas estadísticas alarmantes: de los 90 millones de
habitantes en México, 61 millones son pobres económicamente y de ellos 40 millones viven en la miseria. 75% de la población llegó al tercer grado
de primaria y ahí terminó su escuela. Dicen que la educación es gratis pero no toman en cuenta los libros que hay que comprar, el requisito de
uniformes, cuotas, impuestos para maestros y directores. Un uniforme en el estado de Hidalgo cuesta un promedio de $220 y el salario mínimo es de
$38. Se tiene que trabajar más de 5 días para ganar lo suficiente para comprar el uniforme y ¿de dónde se pagan los gastos ordinarios y necesarios de
la familia? Por supuesto no todos ganan el mínimo. A los servidores domésticos de casa particulares y empleados en negocios pequeños se les paga
mucho menos que el mínimo y en ocasiones no se les paga por múltiples pretextos. Hay que denunciar estos abusos.

No cabe duda que hay mucha injusticia en nuestro mundo que no se pueden corregir de un día para otro, pero sí podemos hacer algo. Podemos ser
más justos en nuestras compras y ventas, más honestos en nuestro trato a los demás, tener más consideración cuando manejamos o estamos en donde
hay mucha gente. Si empleamos a alguien hay que pagarle justamente y a tiempo. Hay que hablar con nuestros gobernantes y representantes de
gobierno para que la educación en México sea más accesible a todos. Hace poco que salió un anuncio en la televisión que decía que hace 20 años una
persona de cada 10 estaban en la escuela y que hoy son 9 de cada diez que están en la escuela. Se me hace imposible porque no todos los papás y
abuelitos están estudiando una carrera. Las estadísticas que escuché decían que no más de 3% de los estudiantes que terminan la preparatoria siguen
con sus estudios en una universidad. De los que terminan sólo un número pequeño hace su licenciatura. Consecuentemente cualquier trabajo que
consiguen está mal pagado. El fiasco en la UNAM fue otra indicación de cómo ve el gobierno a la educación en México. Se puede preguntar, “¿En
realidad fue un fiasco o se logró lo intentado? Hay que mejorar la educación y hacerla más accesible a todos. México justamente unido puede salir
adelante.

El bautismo nos hace partícipes del ministerio de Jesús como reyes. Un verdadero rey gobierna justamente, proteja a su gente y provee para ellos.
Jesús vino a anunciar un Reino de paz, justicia y amor. Así debemos nosotros construir el Reino de Dios en nuestro pequeño mundo, sea nuestra
familia, colonia, pueblo, ciudad, estado o país. ¿Cómo se logra una tarea tan grande? Con el servicio. “Así como el Hijo del Hombre no vino para
que lo sirvieran, sino para servir y dar su vida como rescate de una muchedumbre”(Marcos 10, 45).

—31—
Uno de los problemas en la vida de todos es el desequilibrio en el que frecuentemente caemos. Suele aparecer cuando nos preocupamos por una sola
cosa que a nosotros nos parece importante, olvidando otras que también lo son. Se presenta cuando miramos en una sola dirección o nuestro interés
se queda atrapado en un trozo de la realidad. El desequilibrio es el desajuste que proviene de una visión parcial de las cosas y de una incapacidad
para dar a cada una el lugar y el valor que le corresponden. El servicio también está expuesto a muchos desequilibrios que le impiden realizarse en
forma armónica e integral.

Vamos a recorrer las realidades fundamentales que le dan al servicio su solidez, profundidad y equilibrio. Se trata de la capacidad que se tiene para
darle a cada miembro del Cuerpo Místico de Jesús el valor y el lugar que le corresponde. Así podrá esperarse un trabajo apostólico fecundo y
equilibrado.

El servicio de cada sacerdote, de cada religiosa(o), de cada laico y de la comunidad entera se apoya en tres cosas: la práctica, la reflexión-estudio y
en la espiritualidad.

Nadie duda que el servicio es un compromiso práctico y concreto, una tarea, y una actividad en favor de las personas, las comunidades, los grupos,
las parroquias, las instituciones, los carismas y las responsabilidades que cada uno tenga. El que no participa en un servicio difícilmente será útil a
los demás. Quien no asume los caminos del pueblo y no participa solidariamente en sus aspiraciones y proyectos difícilmente podrá tener autoridad
y credibilidad. “Sírvanse mutuamente con los talentos que cada cual ha recibido, es así como serán buenos administradores de los dones de
Dios”(1ª Pedro 4, 10).

El servicio es también una tarea de reflexión y estudio. La práctica y la actividad no bastan. Se necesita preparación, formación y conocimientos.
Porque el servicio tiene bases que nacen tanto de las ciencias divinas como de las ciencias humanas. La mediocridad y la superficialidad con que a
veces se realiza el servicio, en muchos casos viene del poco estudio y poco conocimiento. Quien no alimenta su trabajo pastoral con la reflexión y el
estudio pronto se vuelve un repetitivo, aburrido y conformista, poco actualizado y sin recursos para hacer frente a los nuevos problemas que cada día
van surgiendo en nuestro mundo. “Si a alguno de ustedes le falta la sabiduría, que la pida a Dios, que da a todos fácilmente y sin poner
condiciones, y él se la dará”(Santiago 1, 5).

Finalmente el servicio debe estar basado en la espiritualidad. La espiritualidad consiste en un acercamiento a Dios, ser guiado por el Espíritu Santo,
aceptar a Jesús de Nazaret como Hijo de Dios que vino a salvarnos. La práctica, la ciencia y el estudio serían insuficientes si no están acompañados
de la experiencia de Dios, de donde nacen los valores, las convicciones y las motivaciones profundas. Para mí esto es lo más esencial del servicio
porque uno no puede comprometerse sin saber con quien se va a comprometer. Es superficial la práctica y es vacía la ciencia si no se nutren de Dios
Cristo que es el primogénito de todo. Así tendrá un sentido más auténtico a lo que hacemos por los demás. No asumir esta exigencia es exponerse a
una actividad sin la savia que viene de las raíces de la fe.

Toda persona que se compromete al servicio es al mismo tiempo una persona de acción (práctica), de estudio y reflexión (ciencia) y del Espíritu

—32—
(espiritualidad). “Si vivimos por el Espíritu, dejémonos conducir por el Espíritu” (Gálatas 5, 25). Entonces vivir nuestro bautismo es vivir como
sacerdote, profeta y rey en un servicio a Dios a través de nuestro prójimo y guiado en fe por el Espíritu Santo.

CONFIRMACIÓN

Recibimos el Espíritu Santo al ser bautizados y luego en su plenitud al ser confirmados. Pero esto no necesariamente quiere decir que podemos
actuar con el poder del Espíritu porque en muchos casos el Espíritu Santo aunque está en nosotros lo tenemos encerrado y no lo dejamos
manifestarse.

El Sacramento de la Confirmación nos hace fuertes testigos de la Buena Nueva de Jesús, nos hace sedientos de conocer a nuestro Salvador con más
intensidad, de seguirle más cerca, de escucharle con más empeño y amarle con más ardor. Este Sacramento nos impulsa a: 1) ser fuertes testigos de
Jesús Resucitado; 2) conocer las Sagradas Escrituras mejor; 3) hacer oraciones diarias y con más devoción; 4) frecuentar los sacramentos con más
regularidad; 5) comprometerse a vivir una vida espiritual. Si no tenemos estos deseos es que todavía tenemos al Espíritu Santo encerrado en nuestro
corazón y ya es tiempo de abrirle la puerta para que se manifieste en nosotros para el bien de la Iglesia. El mejor modo de hacer esto es con una
insistencia sincera y fuerte en nuestras oraciones y entregarse con toda sinceridad en las manos del Espíritu Santo.

Hay un hermoso trozo en el Antiguo Testamento en el libro del profeta Ezequiel en el cual nos habla de unos huesos secos. Había una multitud de
huesos en una llanura y Yavé con su poder los cubre con carne y piel pero no vivían, seguían muertos. Entonces Yavé le pide a Ezequiel que hable
de parte suya, “Habla de parte mía al Espíritu, llámalo, hijo de hombre, y dile de parte del Señor Yavé: Espíritu, ven por los cuatro lados y sopla
sobre estos muertos para que vivan” (Ezequiel 37, 1ss). Estos huesos entonces comenzaron a vivir. Eran el pueblo de Dios, nos representan a
nosotros. Sin el Espíritu Santo no podemos hacer nada. Es el Espíritu de Dios que nos anima y da el poder de hacer obras buenas. El profeta Ezequiel
también nos representa a nosotros, todos somos instrumentos de Dios. Dios habla, actúa, ama, escucha, sana, anima, da esperanza, aumenta la fe, y
nos enseña amar por medio de todos nosotros. Sin el poder del Espíritu Santo no logramos nada.

Permíteme compartir otra experiencia personal. Yo fui Confirmado durante la Segunda Guerra Mundial y había un campamento de soldados en la
ciudad donde vivíamos. La gente hablaba mal de ellos a tal grado que yo llegué a tenerles miedo y detestarles. Durante la preparación para el
sacramento nos dijeron que íbamos a hacernos soldados de Cristo. Yo no quería ser soldado de nadie, menos de alguien que no conocía. Así que
recibí el sacramento con dudas y por obligación impuesta por mis padres. No fue hasta que tuve unos 46 ó 47 años de edad que conocí al Espíritu
Santo y Él me cambió la vida para siempre. Fue una experiencia inolvidable de amor. Antes era frío y el Espíritu me dio el calor que viene del amor,
antes era ignorante y me enriqueció con su Palabra, antes no rezaba y Él puso las oraciones en mi corazón, antes era envidioso y me abrió las manos
para dar.

EUCARISTIA

El Bautismo y la Confirmación son sacramentos que recibimos solamente una vez en la vida porque nos imprimen con una señal indeleble. Esta

—33—
señal nos marca como propiedad de Dios, como hijos, como servidores y como sacerdotes, profetas y reyes. La Eucaristía no tiene ese mismo efecto
pero sí tiene un efecto tan maravilloso que no fácilmente se puede entender o captar. La Eucaristía nos transforma en el Cuerpo y Sangre de Jesús.

Cuando bebemos y comemos algo ese alimento se absorbe en nuestro cuerpo y nos nutre para poder seguir viviendo. No es así cuando comemos el
Cuerpo de Cristo y bebemos su Sangre. Sucede lo contrario. Es cierto que la Santa Comunión es nuestro alimento espiritual, pero al comulgar Jesús,
vivo y activo en nosotros nos une a Él de un modo muy especial para que seamos uno con Él, en Él y para Él. Esto fue y sigue siendo su deseo más
fervoroso, “Que todos sean uno como tú, Padre, estás en mí, y yo en ti. Sean también uno en nosotros...” (Juan 17, 21). En esta vida no hay modo
mejor que la Comunión para hacernos uno con Cristo.

Si se pone uno a pensar qué cosa tan maravillosa es la Eucaristía. Dios que es todo poderoso, Omnipotente, sabe todo, tiene todo, no le falta nada.
Ese mismo Dios que creó todo lo que existe de la nada es el que viene a nuestro encuentro en la Santa Hostia. Imagínate que Dios viene a ti. ¿Qué
dignatario o persona importante conoces que vaya al encuentro de su pueblo sin pedir o querer algo de ellos? Nuestro Dios sí lo hace. Dios nos ama
y por ese amor que nos tiene viene a donde estemos para hacer su presencia real, para tener un encuentro personal con Él. Él viene a buscarnos, a
favorecernos con su presencia sin pedir ningún favor de nosotros. No cabe ninguna duda que Él toma la iniciativa de venir a nosotros. “Mira que
estoy a la puerta y llamo; si alguien escucha mi voz y me abre, entraré a su casa a comer, yo con él y él conmigo” (Apocalipsis 3, 20). En los
tiempos de Jesús era un honor comer con otra persona, era algo digno y respetuoso. No cualquiera era invitado a comer y no todos aceptaban la
invitación. Al sentarse a la misma mesa con otro era signo de amistad y confianza. Por supuesto debemos tenerle el respeto que solo Él merece,
aunque Él no lo pida de nosotros. ¿Cuántos irán a misa sin respetar la presencia de Dios en el altar? ¿Cuántos recibirán la Comunión sin estar
propiamente preparados?

La Eucaristía es un don precioso que nos ha dado nuestro Dios. No hay regalo más grande que uno puede dar como darse a sí mismo. Jesús se
entrega a sus queridos hermanos en un abandonamiento total con todo su cuerpo, su espíritu y su alma. Nos da todo su ser o sea su humanidad y
divinidad completa sin ninguna reserva. ¿Cómo podemos decirle “no” a este Amante Grandísimo que nos busca para unirse a nosotros? “Levántate,
amada mía, hermosa mía, y ven. Paloma mía, que te escondes en las grietas de las rocas en apartados riscos; muéstrame tu rostro, déjame oír tu
voz, porque tu voz es dulce y amoroso tu semblante. Guárdame en tu corazón como tu sello o tu joya siempre fija a tu muñeca. Porque es fuerte
el amor como la muerte, y la pasión, tenaz como el infierno; sus flechas son dardos de fuego, como llama divina. No apagarán el amor ni lo
ahogarán océanos ni ríos” (Cantar 2, 13b-14; 8, 6-7).

Jesucristo el Amante Grandísimo nos llama porque nos quiere. Para Él nuestra voz es “dulce y amorosa”. Él quiere ver nuestro rostro, en otras
palabras quiere que nos descubramos en nuestra totalidad, que nos quitemos el velo del rostro, esa máscara que esconde nuestra verdadera identidad.
Entre amantes no hay nada que ocultar, todo se comparte. La Eucaristía es una ofrenda de amor que ofrece el novio a su novia. Al comulgar
aceptamos la ofrenda y nos ofrecemos como ofrenda recíproca a nuestro Amante Grandísimo.

RECONCILIACION

—34—
Cuando Dios creó al hombre Dios se glorificó. Después de la caída de nuestros primeros padres, Dios quiso glorificarse todavía más y perdonó. Para
perdonar al ser humano Dios tuvo que sacrificarse en la persona de su Hijo hecho hombre. Eso ya lo vimos. Aparte de su muerte y resurrección, el
Hijo instituyó los sacramentos y entre ellos uno fue el Sacramento de Reconciliación, el cual fue instituido para perdonar los pecados cometidos
después del bautismo. Lo más importante del Sacramento de Reconciliación no es que confesemos nuestros pecados sino lo más importante es el
perdón de Dios que recibimos a través del sacerdote que está actuando en el nombre de Dios. Como en todos los sacramentos, es Cristo Jesús el que
los administra, el sacerdote está como representante, como instrumento de Cristo en ese sacramento. En este sacramento se nos da una gracia
especial para ayudarnos a recuperarnos de los efectos del pecado y nos da una fuerza nueva para poder resistir las tentaciones que nos esperan. Al
participar con esta gracia nos vamos dando cuenta de lo horrible que son las ofensas contra Dios, incluso las ofensas pequeñas en las cuales no
pensamos mucho. Cualquier ofensa sea grave o insignificante para nosotros contribuye a la separación, el rompimiento entre Dios y nosotros.
Cuando colaboramos con la gracia del Sacramento de la Reconciliación también nos damos cuenta de nuestra debilidad y así podemos contribuir
para superarla.

Cuando nos acercamos al Sacramento de la Reconciliación tenemos que darnos cuenta que la amistad que teníamos con nuestro mejor amigo se ha
roto. Es una amistad única y por nuestro pecado la hemos hecho a un lado y la hemos rechazado. No solamente hemos roto la amistad sino también
nos hemos alejado de nuestro amigo. Nos hemos distanciado tan lejos que no podemos hablar con Él por nuestra vergüenza. Debemos fijarnos que
hemos tratado a nuestro amigo de un modo vergonzoso cuando por el contrario merece todo nuestro amor y cariño. En otras palabras debemos tener
remordimiento y arrepentimiento de haber ofendido a Dios, nuestro amigo aunque también sintamos pesar por otro motivo.

Al confesarnos y al recibir el perdón se nos restaura la gracia de la caridad y podemos amar a Dios como Él lo merece. Con la gracia del Sacramento
de Reconciliación podemos aumentar ese amor al acercarnos más y más a Él cada vez.

Sin embargo, hay muchos que por varias razones no quieren ir a confesarse. Pienso que en la mayoría de los casos es el orgullo que no permite ir
ante un hombre como nosotros y decirle que hemos cometido algo contra el amor de Dios. Tal vez algunos piensan que su pecado es tan grande y tan
terrible que Dios no lo va a perdonar. ¡Que equivocados están!

El hombre y la mujer pecaron. Cometieron el primer pecado, el pecado original y arruinaron todo no solamente para ellos sino también para
nosotros. Cuando Dios hizo al hombre no sufría hambre, sed, calor, frío, enfermedad y no iba a morir, sino a vivir para siempre en el paraíso que les
había creado y obsequiado Dios. Adán y Eva podían gozar de la vida a su gusto. Dios los hizo casi perfectos y en un sentido se puede decir que sí
fueron perfectos porque estaban llenos de la gracia de Dios, la vida de Dios. Adán y Eva experimentaron a Dios en lo personal. Ellos estaban en la
presencia de Dios y podían hablar con Él cara a cara, algo que no podemos hacer nosotros y no lo pudo hacer Moisés quien estuvo en esa presencia
en varias ocasiones.

Dios no se vence, al ver a la serpiente después del pecado de Adán y Eva, la condena. Pero tampoco se vence la serpiente, el Demonio quiere su día
en el juicio. El quiere salir de este relato victorioso y le dice a Dios que si la consecuencia del pecado era la muerte entonces Dios tenía que dejar a
Adán y Eva en sus manos, o sea entregarlos al Demonio.

—35—
Era una demanda justa porque si Dios había dicho que las consecuencias del pecado serían la muerte Él tenía que cumplir con su palabra porque si
no cumplía no era Dios.

¿Que hacer? San Juan nos dice que Dios es Amor. Al ser Amor también es Misericordioso y Justo porque estos dos nacen del amor. Misericordioso
quiere decir ser compasivo y perdonar. Justicia es darle a cada uno lo que le pertenece. Dios creó al hombre porque lo ama y de ese amor brota la
justicia y la misericordia. Al crear al hombre, Dios se glorificó pero quiso glorificarse todavía más en ofrecerle el perdón. El hombre siempre está
libre de escoger entre el amor que le ofrece Dios y el mal que le ofrece Satanás. Al aceptar el mal en vez del amor de Dios es pecado. El que acepta
el perdón de Dios con su misericordia y justicia será perdonado; el que no acepta el perdón, misericordia y justicia, el Demonio se lo podrá llevar al
infierno. El hombre con su libertad se puede condenar.

El pecado de nuestros primeros padres fue tan grave que no podemos concebir la ofensa que se cometió contra Dios. No alcanzamos a comprender
siquiera la gravedad del pecado original porque todavía no hemos tenido el gusto de saborear en su plenitud la vida de Dios. Tenemos una muestra
aquí, un bocadito allá, un ejemplo por ese lado, y otro por aquel otro, pero no conocemos la gloria de Dios en su totalidad. Adán y Eva sí la
conocieron. No sólo la conocían sino que Dios había compartido con ellos la vida de la Santísima Trinidad. Ellos eran los protagonistas que Dios
había escogido para el desarrollo de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo en la vida del hombre.

Adán y Eva tenían una relación perfecta con Dios, como una relación de dos amantes siempre enamorados y siempre confiando uno en el otro en
todo. Su relación no podía mejorarse, era perfecta. Eso es lo que rechazaron Adán y Eva al desobedecer a Dios, una relación perfecta, una vida
divina en la presencia de Dios. A pesar de esto, Dios los perdonó.

Adán y Eva cometieron el pecado más grande, más horrible en la historia del mundo. No hubo ni podrá haber otro pecado tan grande ni tan ofensivo
como el de Adán y Eva. Si Dios perdonó ese pecado, y ya lo ha perdonado y lo borra de nuestra alma al ser bautizados, ¿entonces qué pecado
tenemos o podemos cometer nosotros que Dios no puede o no quiera perdonar? Dios perdona todo y no hay pecado que sea más grande que su
Misericordia.

Si perdonó a nuestros primeros padres y ¡SACRIFICÓ A SU HIJO! para rescatarnos de las manos del Demonio, ¿por qué no nos perdonaría a
nosotros cuando se lo pedimos? El Señor Jesús vino a este mundo para salvar a los pecadores. Él se place en los pecadores que se arrepienten. “Yo
les declaro que de igual modo habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que vuelve a Dios que por noventa y nueve justos que no tienen
necesidad de convertirse” (Lucas 15, 7). Cuando reconocemos esta verdad tan sencilla, entonces podemos acercarnos a este sacramento
misericordioso con alegría y esperanza. Alegría porque vamos a darle gusto a Dios y porque Él nos va a perdonar. Esperanza porque sabemos que
nuestros pecados serán perdonados y entonces podremos reunirnos, reconciliarnos con Cristo y toda su familia, el Cuerpo Místico. “Dichoso el que
es absuelto de pecado y se encuentra sin culpa” (Salmo 32, 1).

En varias ocasiones el Señor Jesús nos dice que nuestros pecados son perdonados. El perdonó a varias personas: el paralítico que bajaron por el

—36—
techo; María Magdalena; al ladrón en la cruz; Pedro después de haberlo negado tres veces; Pablo y de seguro muchísimos más que no se mencionan
en los Evangelios. “En verdad les digo: Se perdonará a los hombres todos los pecados, e incluso si hablaron de Dios en forma escandalosa, sin
importar que lo hayan hecho repetidas veces. Pero el que calumnia al Espíritu Santo no tendrá jamás perdón, sino que arrastrará siempre su
pecado”(Marcos 3, 28-29). ¿Qué quiere decir esto?

Pues lo primero está muy claro: todos los pecados se perdonarán aunque sean numerosos y repetidos. El único pecado que no tiene perdón es
contra el Espíritu Santo. Aquí lo que nos dice el Señor es que cuando no aceptamos la misericordia de Dios, no creemos en su perdón y pensamos
que nuestros pecados son demasiado grandes para perdonar, entonces estamos calumniando al Espíritu Santo. Si uno no cree que Dios perdona
entonces es imposible recibir su perdón porque uno no puede recibir algo que no existe. La persona que niega la existencia de Dios o aún aceptando
su existencia no acepta su perdón, entonces ¿cómo puede actuar Dios en su vida? Será imposible.

Jesús no es capaz de minimizar o ridiculizar el pecado. ¡Jamás! Pero sí perdona. “¿Ninguno te ha condenado? Ella contestó: «Ninguno, Señor.»
Jesús le dijo: «Yo tampoco te condeno. Vete y no vuelvas a pecar en adelante»” (Juan 8, 10-11). Eso es típico de Jesús. Aceptó a la mujer adúltera
tal como era. No hubo condenación. Él sin ofenderla dijo que lo que había hecho era pecado. Cristo no sólo habla de nuestra libertad; Él nos hace
libres. Su mensaje no es un regaño sino un hecho, algo que sucede. El Hijo de Dios se hace uno con nosotros y participa en nuestro estado de
pecadores. Su solidaridad logra la reconciliación para el que lo desea y pide. La reconciliación es algo muy importante en el Nuevo Testamento.
En las Sagradas Escrituras y especialmente en el Nuevo Testamento se habla mucho de la fraternidad, la hermandad. Amarse el uno al otro es un
mandamiento de igual importancia al que nos manda amar a Dios con todo el corazón y con todo nuestro ser. Así que la hermandad no tiene su base
en alguna filosofía o teoría sino en la reconciliación que Dios ha logrado a través de su Hijo Jesús. Es el fruto de su plan de salvación. En Cristo la
reconciliación del hombre con Dios se ha establecido y consecuentemente la reconciliación del hombre con su prójimo.

La reconciliación no es algo que solamente se debe predicar. Se tiene que vivir. ¿Cómo podremos amar sin interés y servir con humildad si no
vivimos en el perdón de Dios? Solamente una persona que reconoce su propia culpa y sabe que ha sido perdonada puede amar a sus enemigos. El
que no le da importancia al pecado es una persona que no puede lograr mucho en su servicio a los demás. El que no le da mucha importancia al
perdón de Dios se encierra en un círculo de frustración y agresividad. El mensaje de la reconciliación permite al hombre enfrentar todo lo que es
humano sin deprimirse ni angustiarse. Dios perdona todo.

En el Sacramento de Reconciliación, la Pasión de Cristo con su infinito poder, se nos aplica para sanarnos de nuestros pecados. Si existe un modo de
tocar el corazón de Dios y encomendar a todos los que somos pecadores es tirarnos libremente en las manos de nuestro Padre y nuestro Salvador,
confiando en su Misericordia y abandonándonos a su Divina Voluntad. Con razón nos dice “Vayan en Paz” porque cuando se nos han perdonado
nuestros pecados estamos en Cristo quien es la Paz que sobrepasa todo entendimiento. “¿quién es el hombre para que te acuerdes de él...Apenas
inferior a los ángeles lo hiciste, coronándolo de gloria y grandeza” (Salmo 8, 5-6).

“Y, por ser niños recién nacidos, busquen ansiosamente la leche espiritual no adulterada, que les permitirá crecer hasta que alcancen la
salvación. En realidad, ya han probado lo bueno que es el Señor. Acérquense a él; ahí tienen la piedra viva rechazada por los hombres, y sin

—37—
embargo escogida por Dios, que conoce su valor. Y también son ustedes piedras vivas con las que se construye el Templo espiritual. Ustedes
pasan a ser una comunidad de sacerdotes que, por Cristo Jesús, ofrecen sacrificios espirituales y agradables a Dios. Ustedes son una raza
elegida, un reino de sacerdotes, una nación consagrada, un pueblo que Dios eligió para que fuera suyo y proclamara sus maravillas. Ustedes
estaban en las tinieblas y los llamó Dios a su luz admirable. Ustedes antes no eran su pueblo, pero ahora son pueblo de Dios, ustedes no habían
alcanzado su misericordia, mas ahora han conocido su misericordia. Amados hermanos, por ser extranjeros que viajan fuera de su patria, les
ruego que se abstengan de los deseos malos que hacen la guerra al alma. Lleven una vida ejemplar en medio de los que no conocen a Dios; esos
mismos que a ustedes los calumnian y los tratan de malhechores, notarán sus buenas obras y darán gloria a Dios en el día en que los visite” (1ª
Pedro 2, 2-5. 9-12).

Siempre seremos niños recién nacidos en la fe porque siempre hay lugar para el crecimiento. Hemos visto como los Sacramentos nos dan la “leche
espiritual” que necesitamos no para ser piedras inservibles sino piedras vivas. Tomando como ejemplo una casa: La casa se conoce por su fachada,
los acabados del interior y los diferentes cuartos que tiene. La gente, nosotros, quienes habitan esa casa cuando son piedras vivas cambian la casa en
un hogar. San Pedro nos dice que somos “piedras vivas con las que se construye el Templo espiritual”. Somos simples piedras cuando estamos
en el muro como una piedra entre muchas, pero al darnos vida el Espíritu Santo nos convierte en piedras vivas y cambiamos la construcción de algo
ordinario “a ser una comunidad de sacerdotes que, por Cristo Jesús, ofrecen sacrificios espirituales y agradables a Dios”. Hay muchísima
diferencia entre ser alguien ordinario, alguien mediocre y ser “una raza elegida, un reino de sacerdotes, una nación consagrada, un pueblo que
Dios eligió para que fuera suyo y proclamara sus maravillas” (1 Pedro 2, 9). Si queremos cambiar nuestro templo a un Templo de Dios, hay que
caminar todos los caminos a la santidad.

5 QUINTO CAMINO: OBRAS DE CARIDAD

La Iglesia primitiva proclamaba su fe con dos palabras “Kyrios Jesu” o sea Jesús es Señor. Para los primeros cristianos esta proclamación quería
decir que Jesús era Señor de su vida entera. Implicaba una intimidad con el Señor en la cual el cristiano se abandonaba completamente al Señor
Jesús. Con estas dos palabras también se entiende que Jesús es Señor sobre todos los poderes del mundo. No hay excepciones ni restricciones. El
poder del Señorío de Jesús también es un poder sobre la muerte. “El último enemigo destruido será la muerte; según dice la Escritura: Dios ha

—38—
sometido todo bajo sus pies” (1ª Corintios 15, 26-27). Jesús es el Señor porque ha resucitado de entre los muertos. Hay que hacer al Señor Jesús
nuestro Señor para poder hacer las obras buenas que Él nos pide. “...si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo
resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Romanos 9, 9). Esta es una de las claves para comprometernos en hacer obras buenas.

Una de las obras que Jesús hizo a menudo fue sanar a cojos y paralíticos. No sólo en tiempos de Jesús había personas paralizadas. Muchos cristianos
de hoy que van a misa todos los domingos y diario rezan su rosario sufren de parálisis servicial. Como el que no puede extender su mano para dar
una limosna; el que está paralizado cuando se trata de “jalar parejo”; el que no extiende la mano en un signo de perdón al que lo ofendió; los papás
y mamás que les cuesta acariciar a sus hijos y decirles “te quiero”; el paralítico no encuentra la fuerza para aplaudir un triunfo ajeno; igual que no se
nos hace importante hablar con esa persona que está llorando o se ve triste y desesperada, al verla nos “morimos de miedo” y quedamos paralizados.
Todos hemos sufrido la parálisis de un modo u otro alguna vez. La mayoría ni siquiera estamos conscientes de nuestra acción contra la voluntad de
Dios.

Las “cositas” pequeñas e insignificantes son con lo que uno comienza a hacer las obras buenas. Extender la mano como signo de amistad, amor o
ayuda es lo que muchos necesitan de nosotros. (No tanto el “peso para un taco”). Una sonrisa puede hacer a alguien despertar de la pesadilla que está
viviendo en su mente. Tomar unos minutos para escuchar con un corazón abierto, interesado y sincero. “El que los escucha a ustedes, a mí me
escucha; el que los rechaza, a mí me rechaza, y el que a mí me rechaza, rechaza al que me envió” (Lucas 10, 16). Otro día el Señor Jesús habla del
juicio final y nos dice, “... cuando lo hicieron con alguno de estos más pequeños, que son mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mateo 25, 40).
En esto último ¿a qué se refería? Cosas sencillas como darle de comer a los hambrientos, de beber a los sedientos, de vestir a los desnudos, visitar a
los enfermos y encarcelados, darle hospedaje a los forasteros. ¿Cuesta mucho hacerlo? Por supuesto que no.

Una de las cosas que me permite ir constantemente al CERESO1 es que el Señor me ha bendecido con la gracia de ver su rostro en cada interno. Sí,
Jesús está presente en cada uno de ellos: en los inocentes igual que en los delincuentes. Él vive y actúa en cada uno sin excepción. Cuando nos
vamos dando cuenta que en verdad somos templos de Dios y que Dios mora en nosotros podemos perdonar y desde luego tenernos más respeto.
“¿No saben ustedes que son Templo de Dios, y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1ª Corintios 3, 16). Aunque quisiera hacer más por
esos hombres y mujeres que están encarcelados no puedo. Aunque lo único que puedo hacer es dirigirles una palabra de ánimo siento que Dios me
ha usado como su instrumento. Hay días que salgo del CERESO completamente deprimido por lo que sufre Cristo en mis hermanos, que estoy a
punto de la desesperación. Después de ponerme otra vez en las manos del Señor, Él me da su paz y consuelo. Pero sí te digo que no hay nada mejor
que ver a un delincuente volver a su Padre Dios con un corazón arrepentido. ¡Gloria a Dios!

Si examinamos las obras de Jesús nos damos cuenta que muchas de ellas eran cosas sencillas y siempre enfocadas hacia la dignidad del hombre. No
condenaba a los pecadores, al contrario los perdonaba y comía con ellos. Respetaba los deseos de la gente y cuando no querían que se acercara a un
pueblo Él no entraba. Naturalmente corregía pero siempre con amor y nunca atacando a la persona sino el pecado o mala acción. El Señor Jesús

1
Centro de Reabilitación Social o sea la cárcel moderna.

—39—
nunca nos acusa ni condena sino que nos convence de nuestro pecado a través del Espíritu Santo trabajando en nosotros. Él dice que hace lo que ve
al Padre hacer y ¿qué ve al Padre hacer? Amar, velar por sus hijos, estar pendiente de ellos, sanarlos, apoyarlos y edificarlos.

Nuestras obras de caridad van a depender de cuánta fe tengamos, en qué tan entregados y dispuestos estemos. ¿Podemos echarnos en los brazos de
Dios para dejarlo dirigir nuestra vida, nuestras obras por completo? El misterio de la Resurrección es lo central, el corazón, de nuestra fe. Si no
aceptamos la Resurrección de Cristo no somos cristianos y nuestra fe esta a punto de sufrir un colapso. Para ser un verdadero apóstol hay que ser
testigo de la Resurrección. Sin la Resurrección las Escrituras no valen, tampoco vale nuestra fe. La Resurrección es lo que le da vida al Evangelio
que proclamamos y enseñamos. Lo que pasa con muchos de nosotros es que no contagiamos con nuestra alegría, gozo y entusiasmo de Jesús
Resucitado a los demás. En nuestra parroquia son más las personas que van a los servicios de Viernes Santo que los que van a misa el Domingo de
Pascua. Esa gente que no va a misa el Domingo de la Resurrección y va solamente el Viernes Santo se queda con un Cristo muerto. No sorprende,
entonces, que “...la fe que no produce obras está muerta” (Santiago 2, 26).

Hay muchas personas en este mundo que hacen obras buenas, son voluntarios en hospitales, casas de huérfanos y de ancianos, algunos dan fortunas
para el avance del arte o la construcción de museos, hospitales y clínicas, etc. pero no tienen fe, lo hacen por altruismo, por servicio social. San Pablo
en su primera carta a los Corintios lo dice muy sucinto:

“Si reparto todo lo que poseo a los pobres y si entrego hasta mi propio cuerpo, pero no por amor, sino para recibir alabanzas, de nada me sirve”
(1ª Corintios 13, 3).

Más adelante en la misma carta usa la comparación de Abraham. Él fue conocido por sus obras inspiradas por su fe. Abraham tuvo fe en un Dios
desconocido que le dijo que dejara su tierra natal y se fuera lejos. Abraham no sabe a donde pero va porque tiene fe. Dios le pide su único hijo. Y
Abraham prosigue a sacrificarlo. Su hijo no entiende lo que está pasando porque ve la leña y el fuego pero no el cordero para el sacrificio. Abraham
le dice “Dios pondrá el cordero, hijo mío” (Génesis 22, 8). Esto es tener fe. Y esto sucedió después de que Dios le había cambiado su nombre.
Abraham tenía noventa y nueve años de edad y su nombre era Abram que quiere decir “padre venerado” cuando Dios hizo su alianza con él y le
cambió el nombre a Abraham que quiere decir “padre de una muchedumbre”. Abraham estaba consciente que Dios lo había elegido para tener una
descendencia numerosa. Y ahora le pedía su único hijo. Abraham se preguntaba, ¿cómo puede ser? Y él mismo se contestaba, “Dios ya lo sabe”.
“Abraham le creyó a Dios, y por eso fue reconocido justo y fue llamado amigo de Dios” (Santiago 2, 23).

Las obras buenas en sí no nos van a salvar. En realidad la fe nos lleva a hacer obras buenas. Pero, ¿qué es la fe? Vamos viendo qué no es y luego qué
sí es.

La fe no es doctrina, ni principios morales, ni prácticas religiosas. La fe nos lleva a la salvación, es estar caminando en los caminos de la santidad. La
fe no se hereda sino que es una decisión, un modo de vida. Tener fe es adherirse a una persona, no a una doctrina o a una imagen. “Pero sin la fe es
imposible agradarle, pues uno no se acerca a Dios sin antes creer que existe y que recompensa a los que lo buscan” (Hebreos 11, 6). Fe es un
encuentro explícito con Dios. Sin ese encuentro no hay fe porque uno no puede creer ni confiar en alguien que no conoce. Tiene por supuesto la

—40—
realidad humana. Implica confianza, fidelidad y lealtad. La fe nos lleva a vivir una amistad con Dios en la cual Él nos pedirá hacer obras. Por eso lo
importante es tener fe para poder hacer obras que agradan a Dios.

Tener fe significa creer, acercarse, recibir y seguir a Jesús: “Pero a todos los que lo recibieron, les concedió ser hijos de Dios, estos son los que
creen en su Nombre” (Juan 1, 12). También significa aceptar y amar a Jesús, “Si ustedes me aman, guardarán mis mandamientos” (Juan 14, 15).
Así podemos ver que la fe es relacionarse con una persona, la persona de Cristo Jesús. La fe es creer, no en algo, sino en Alguien, en Cristo Jesús.

Como todo es un don de Dios, hay que pedirle a Dios que nos de más fe. Hay que unirnos con el ciego de Jericó en decirle al Señor Jesús, “Señor,
haz que vea” (Lucas 18, 41), con el padre del joven epiléptico, “Creo, ¡pero ayuda mi poca fe!” (Marcos 9, 24) y con los apóstoles cuando le
dijeron al Señor: “Auméntanos la fe” (Lucas 17, 5) para poderlo oír decirnos como le dijo a la mujer pecadora, “Tu fe te ha salvado; vete en paz”
(Lucas 7, 50).

“Así reconocerán todos que ustedes son mis discípulos: si se tienen amor unos a otros” (Juan 13, 35). Nadie que esté buscando la santidad puede
ignorar este dicho de Jesús. No puede haber una unión con Dios si no amamos a nuestro prójimo, nuestro semejante. En primer lugar nuestro
semejante es miembro del Cuerpo Místico de Jesús y no podemos amar a Cristo sinceramente si no amamos a todos los miembros de su Cuerpo. En
segundo lugar Cristo se entregó por cada uno de nosotros y nosotros no podemos estar unidos a Cristo si no compartimos ese amor que Él tiene para
nosotros.

Al afrontar esto uno puede decir que es imposible. Lo que nos pide Dios siempre es posible y dentro de nuestra capacidad porque Él nos da la gracia
para lograrlo. Él mismo nos ha dicho, “Vengan a mí los que se sienten cargados y agobiados, porque yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y
aprendan de mí, que soy paciente de corazón y humilde, y sus almas encontrarán alivio. Pues mi yugo es bueno, y mi carga liviana” (Mateo 11,
28-30).

Al amar a los miembros de Cristo hay que notar que nosotros también somos miembros de Cristo, de su Cuerpo Místico, entonces hay que amarse a
sí mismo con un amor sobrenatural porque nuestro primer deber hacia nosotros es nuestra vida sobrenatural, vida espiritual. Nuestro primer deber a
la caridad, nuestra primera obra buena, es aceptar la salvación que Cristo ganó por nosotros. Guiado por este principio podemos procurar la buena
salud, placer, seguridad, sabiduría, honor, fama y lo material de este mundo en cuanto estas cosas nos ayuden a obtener nuestro fin espiritual: la
santidad. Con esto en mente podemos tomar las precauciones de defender nuestra vida pero también tenemos el deber de dar nuestra vida por
nuestros amigos. “No hay amor más grande que éste: dar la vida por sus amigos” (Juan 15, 13). Estamos obligados a amar a todo ser humano.

Amar en este sentido quiere decir desearle y hacerle un bien a alguien más. “Ustedes saben que se dijo: «Ama a tu prójimo y guarda rencor a tu
enemigo.» Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores” (Mateo 5, 43-44). En el verdadero sentido amar es vivir según
Jesucristo. “El que no ama, no ha conocido a Dios, pues Dios es amor. Nosotros hemos encontrado al amor de Dios presente entre nosotros, y
hemos creído en su amor. Dios es amor” (1ªJuan 4, 8.16). “Y les digo que si su vida no es más perfecta que la de los maestros de la Ley y de los
fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mateo 5, 20).

—41—
Hay que vivir el amor: “Ustedes aprendieron también lo dicho a sus antepasados «No jurarás en falso, sino que cumplirás lo que has prometido
al Señor.» Ahora yo digo: No juren nunca: ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, que es la tarima de sus pies; ni por
Jerusalén, porque es la ciudad del Gran Rey; ni por tu cabeza, porque no puedes hacer blanco o negro ni uno solo de tus cabellos. Digan sí
cuando es sí, y no cuando es no, porque lo que se añade lo dicta el demonio” (Mateo 5, 33-37).

Amar es ser sincero; no dejarse llevar por la venganza. “Ustedes saben que se dijo: «Ojo por ojo y diente por diente.» En cambio, yo les digo: No
resistan a los malvados. Preséntale la mejilla izquierda al que te abofetea la derecha, y al que te arma pleito por la ropa, entrégale también el
manto. Si alguien te obliga a llevarle la carga, llévasela el doble más lejos. Dale al que te pida algo y no le vuelvas la espalda al que te solicite
algo prestado” (Mateo 5, 38-42).

Vivir según Cristo es no condenar y no juzgar, “No juzguen y no serán juzgados; porque de la manera que juzguen serán juzgados y con la
medida con que midan los medirán a ustedes” (Mateo 7, 1).

En lo práctico estos textos que hemos visto nos obligan a nunca excluir a ninguno de nuestras oraciones, sea amigo o enemigo, y en caso de una
urgencia estar dispuestos para darles toda la ayuda que esté dentro de nuestro alcance. Tenemos el mismo deber de respetar a todos hasta en nuestros
pensamientos. Juzgar injustamente, sospechar, tenerle envidia o tener malos pensamientos de nuestro hermano en Cristo no tiene lugar en la mente
de un cristiano. Casi toda ocasión de pecado y principio de nuestras virtudes comienzan con pensamientos. Así que hasta con nuestros pensamientos
hay que aplicar los principios cristianos, especialmente el que nos dice el Señor Jesús, “...todo lo que ustedes desearían de los demás, háganlo con
ellos...” (Mateo 7, 12). No nos damos cuenta de la responsabilidad que tenemos por todo lo que decimos contra los otros. La persona espiritual se
conoce por su lengua bondadosa y todavía más por su silencio misericordioso.

Lo siguiente que podemos hacer como obra buena es callar. Cortar el chisme, la calumnia, hasta la verdad cuando ésta puede dañar a otro. Hay un
cuento que cuentan de un Alférez marinero que siempre se emborrachaba y el Capitán le llamó la atención en varias ocasiones. Al fin el Capitán
anotó en el diario del barco lo siguiente: “El Alférez se reportó embriagado hoy”. Al ver esto el Alférez le entró muchísima ira y se quiso desquitar.
Después de pensar por un par de días en lo que podía hacer para vengarse escribió en el diario lo siguiente: “El Capitán se reportó sobrio hoy”. La
verdad puede lastimar especialmente cuando infiere algo que no es verdad.

El cristiano verdadero se deja usar como un instrumento de Cristo para continuar las obras de caridad que Él comenzó. El cristiano verdadero trata
de servir a Cristo en la persona del otro, sea su vecino, su prójimo y aún su enemigo. El Señor desea usarnos como un medio de amor y de salvación
en el servicio a otros. Si en verdad queremos llegar a la santidad tenemos que hacer todo lo posible por cooperar con la gracia que nos da el Señor
para ser un instrumento en su plan de salvación...la nuestra y la ajena.

Hemos dicho mucho del Cuerpo Místico de Jesús. Mediante este Cuerpo, que es la Iglesia de Cristo vemos la importancia de comunidad. Se puede
decir que Jesús dejó una comunidad, la comunidad de la Santísima Trinidad, para hacerse hombre y venir al mundo. Al llegar al mundo entró en una

—42—
comunidad, la Sagrada Familia. Cuando comenzó su ministerio formó otra comunidad de discípulos. De esos discípulos escogió a doce, con Pedro
como jefe o cabeza visible de la comunidad que hoy conocemos como Iglesia. De esto deducimos que la comunidad, la unidad y la fraternidad son
muy importantes para Dios.

Hay que acordarnos que todo lo que tenemos, todo lo que hacemos es por gracia de Dios y con el poder del Espíritu Santo. Dios nos ha dado el
tiempo, nos ha dado nuestros talentos (nos ha capacitado), sean los que sean y nos ha dado nuestro tesoro. “No temas, pequeño rebaño, porque al
Padre de ustedes le agradó darles el Reino” (Lucas 12, 32). También le agrada a Dios que nosotros compartamos con Él en la forma de nuestro
semejante lo que Él nos ha dado. No solamente le agrada, sino lo requiere de nosotros.

En el libro de Malaquías Dios nos habla muy firme: “Entreguen, pues, la décima parte de todo lo que tienen al tesoro del templo, para que haya
alimentos en mi casa. Traten después de probarme, les propone Yavé de los Ejércitos, para ver si les abro las compuertas del cielo o si derramo
para ustedes la lluvia bendita hasta la última gota” (Malaquías 3, 10).

En una ocasión Jesús regaña a los fariseos porque pagan el diezmo pero descuidan la justicia y el amor. Y les dice que no solamente hay que pagar
el diezmo sino ser justos y amar.

San Pablo y san Pedro nos dicen que todo don de Dios es para la edificación de la Iglesia, cada don es un servicio. Así si tenemos cualquier talento,
sea poder cantar, tocar un instrumento musical, cuidar niños o ancianos, dar clases, cocinar...cualquier talento... hay que compartirlo con la Iglesia.

San Pablo dice: “Así, pues, sirvamos cada cual con nuestros diferentes dones...que el maestro enseñe la doctrina, el que motiva a los demás, que
sea convincente. Asimismo, debes dar con la mano abierta, presidir con dedicación y, en tus obras de caridad, mostrarte sonriente” (Romanos
12, 6ss). San Pedro escribe en su primera carta, “Sírvanse mutuamente con los talentos que cada cual ha recibido; es así como serán buenos
administradores de los dones de Dios. Si alguien predica, hable como quien entrega palabras de Dios; si cumple algún ministerio, hágalo como
quien recibe de Dios ese poder; que en todas las cosas Dios sea glorificado por Cristo Jesús. A él sea la gloria y el poder por los siglos de los
siglos. Amén” (1ª Pedro 4, 10-11).

Hay muchos que dicen que no tienen tiempo para las cosas de Dios, que están muy ocupados con los deberes y quehaceres de la vida. Cada uno de
nosotros tenemos el mismo tiempo: 168 horas en cada semana. El diezmo del tiempo serán 17 horas y aunque a muchos se nos hace una eternidad,
en realidad es poco tiempo. Se los voy a demostrar.

Si vamos a misa todos los domingos se ocupa una hora. Si hacemos oración de una hora diaria son otras 7 horas, ya son 8 horas y quedan 9. Si
estamos en un ministerio, una pastoral y asistimos 2 horas cada semana nos quedan solamente 7 horas o sea una hora diaria para ir a visitar a un
enfermo, un anciano, un preso, preparar la comida para alguien que no puede cocinar o no tiene que comer. Puedes utilizar tu tiempo en escuchar
a quien necesita desahogarse. Si eres un profesionista o tienes una especialidad en que ganas para vivir entonces puedes donar tus servicios gratis
cada semana a alguien que no tenga con que pagar, o puedes enseñar a otros a hacer lo que tú haces. Así vas donando tu talento y tu tiempo.

—43—
Hay una parábola en el Evangelio de san Lucas que habla de un rico que quería acumular más y más bienes. Hizo unos graneros o bodegas para
guardar sus riquezas pero murió y ¿de qué le sirvieron sus bienes? No nos podemos llevar nuestro tesoro con nosotros cuando morimos. ¿O sí?

Es posible con nuestro dinero ayudar a una viuda, una familia pobre, una persona desempleada, comprarle medicamento a un enfermo, comida a un
hambriento, pagar parte de la colegiatura de un estudiante de recursos limitados. Si hacemos algo de esto con nuestro dinero, quizás sería posible
llevar nuestro tesoro al cielo en forma de buenas obras.

Todos tenemos dinero. Dar el diez por ciento de nuestro ingreso no es imposible. Hay los que casi no pueden comer con lo que reciben y ahora les
pido que den diez por ciento a la Iglesia. Han de pensar que estoy loco. No estoy loco. Yo les puedo asegurar que se puede vivir mejor con el noventa
por ciento cuando uno le da el diez por ciento a Dios que con el cien por ciento cuando no le da nada a Dios. Acuérdate que Dios nos da ese dinero
y Él nunca va a dejar que nosotros le demos más de lo que Él nos da a nosotros. “Traten después de probarme, les propone Yavé de los Ejércitos,
para ver si les abro las compuertas del cielo o si derramo para ustedes la lluvia bendita hasta la última gota”. (Malaquías 3, 10).

Permíteme compartir otra experiencia mía. Cuando comencé a dar el diezmo apenas me alcanzaba para mantener a mi familia. El segundo año mi
salario subió, el tercero bajó y el cuarto año mi salario aumentó al doble de lo que era el primer año en el que comencé a dar el diezmo. El quinto año
subió doble de lo que era el cuarto año. Todo fue posible por la gracia de Dios. Él siempre nos recompensa en la medida que nosotros le damos a Él
y luego le agrega más todavía. Tengo amigos que les pasó casi igual.

Una amiga compartió la siguiente experiencia. Ella no trabaja y su esposo esta pensionado, así que tienen recursos económicos muy limitados. Sin
embargo ella tiene un monedero lleno de cambio y cuando alguien le pide una ayuda le da con gusto. Nunca le queda vacío el monedero y no sabe
quien le sigue poniendo dinero porque ella dice que ni ella ni su esposo le ponen dinero al monedero. “...Den gratuitamente, puesto que recibieron
gratuitamente” (Mateo 10, 8).

Cuando estuvo con nosotros el Señor Jesús nos encargó a los pobres, enfermos, encarcelados, etc. fue inexorable en esto y lo ligó a nuestro juicio
final. “En verdad les digo que, cuando lo hicieron con alguno de estos más pequeños, que son mis hermanos, lo hicieron conmigo...en verdad
les digo que siempre que no lo hicieron con alguno de estos más pequeños, que son mis hermanos, conmigo no lo hicieron” (Mateo 25, 40.45).
Las obras de caridad son un camino indispensable para llegar a la santidad.

A veces siento que el mejor modo de tener un encuentro personal con Cristo, una experiencia viva es comenzar por abrirnos y pedirle su gracia para
dar, compartir, consolar a otro, vendar una herida dolorosa, levantar un espíritu deprimido, hacer la paz entre dos adversarios, buscar a un amigo
olvidado, deshacerse de una sospecha y reponerla con confianza, animar a alguien que está perdiendo su fe, dejar a otro hacerme el favor de
amarme, cumplir con mi palabra, luchar por un principio justo, ayudarle a alguien a superar un miedo, demostrar nuestra gratitud, apreciar la belleza
de la naturaleza y decirle a alguien “te quiero” y luego volvérselo a repetir. ¿Será posible que no haya podido encontrar a Dios ni escucharle porque
estoy tan preocupado con mi propio yo? ¿Será posible que no escucho a Dios porque le he estado haciendo preguntas erróneas y pidiéndole lo

—44—
inapropiado? Pienso que lo mejor que le podemos pedir a Dios es, “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, un espíritu firme pon en mí” (Salmo 51,
12).

Para concluir este capítulo quiero emplear otra cita bíblica del Evangelio de san Marcos (12, 41-44). Jesús sentado frente a las alcancías del templo,
miraba cómo la gente echaba dinero para el tesoro. Los ricos daban grandes limosnas. Pero llegó una viuda pobre y hechó dos moneditas de muy
poco valor económico. Jesús entonces llamó la atención de sus discípulos y les aseguró que esa viuda pobre había dado más que todos los demás.
Que todos habían dado dinero que les sobraba pero ella, en cambio, dio lo que había reunido con sus privaciones, eso mismo que necesitaba para
vivir. ¿Qué representaron esas dos monedas que dió la viuda? Jesús nos dice que era todo lo que tenía para poder vivir. ¿Podría ser que esas dos
monedas representaran su cuerpo y alma?

La obra de caridad más grande que podemos hacer es darnos en amor: “No hay amor más grande que éste: dar la vida por sus amigos” (Juan 15,
13).

6 SEXTO CAMINO: EL SUFRIMIENTO


Durante la mayoría de mi vida yo pensaba que el sufrimiento, el dolor y la enfermedad estaban contra la voluntad de Dios. Por mucho tiempo no
entendía como algunas personas aceptaban sus dolores y enfermedades con tanta tranquilidad. Comencé a leer unos cuantos libros sobre este tema
y me fui dando cuenta que era probable, pero no estaba seguro, que Dios sí permitía el sufrimiento y dolor para lograr algo. No podía aceptar que el
sufrimiento estaba dentro de su plan de salvación.

—45—
Había oído muchas veces: “Dejó a su Hijo Jesús sufrir, ¿por qué a nosotros no?” Eso se me hacía trillado, sin valor. No me ayudaba nada para
convencerme que el sufrimiento podría ser la voluntad de Dios. Decía que Dios dejó a Cristo sufrir porque eso era necesario para nuestra salvación
y como ya éramos salvos nosotros no teníamos que sufrir. Además, Cristo había venido a este mundo para salvarnos de nuestros pecados y también
de todo sufrimiento.

Al escudriñar los Evangelios me daba cuenta que Jesús sanaba a muchos. “Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos. Enseñaba en las
sinagogas, proclamaba la Buena Nueva del Reino y sanaba todas las enfermedades y dolencias” (Mateo 9, 35). “...todos los que lo tocaban
quedaban sanados” (Marcos 6, 56). Con textos como estos, y hay varios más, se fue reforzando mi creencia que la enfermedad era algo contrario a
la voluntad de Dios. Fue mucho tiempo después que me di cuenta que Jesús no sanó a todos sino dejó a algunos sin sanar por varias razones.

Un día me di cuenta. A través de familiares, amigos y mis propios dolores Dios me hizo ver la verdad del sufrimiento. Todavía no lo entiendo por
completo pero sé que Él sí lo permite en ciertos casos para nuestro bien y para su honor y su gloria. Su honor y su gloria es que el hombre se salve,
que esté unido a Cristo para que en el último día sea un solo Cristo amándose a sí mismo. Persistía la duda: ¿cómo es posible que el Dios que yo
llegué a conocer como un Dios bueno, amoroso y sanador dejara que sus queridos hijos sufrieran? Y todavía más importante la pregunta: ¿Cómo es
posible que Dios use el sufrimiento para ayudarnos, para salvarnos?

Un día un sacerdote, a través de un libro 2, me hizo una pregunta muy aguda: “¿Conoces el misterio del Hijo de Dios hecho hombre, crucificado y
muerto en la cruz?” ¡Cómo no lo iba a conocer! pues yo estaba muy “cercano” a Dios. Pensando como cualquier soberbio contesté dentro de mí que
sí lo conocía. ¡Qué tan equivocado estaba! Pero el sacerdote siguió, “Es necesario conocerlo, porque es el único que ilumina los dolores, las penas,
las lágrimas de la vida. Para ello es necesario no solamente el estudio, sino, sobre todo, la fe. La fe, la buena voluntad y especialmente la humildad
te harán avanzar hasta descubrir gradualmente que el sufrimiento es un inmenso y precioso tesoro. Hasta que te convenzas de que el sufrimiento no
es solamente una ley de la naturaleza o un castigo, sino también —y sobre todo— camino y medio para tu perfección.” En otra página éste mismo
sacerdote me dijo, “Un Dios que nos ha entregado su vida para librarnos de sufrir eternamente, ¿acaso sería capaz hoy de hacernos sufrir por una
razón inútil o cruel? La meta que nos ha señalado es buena y sabia; y no puede guiarnos hacia ella sino con medios igualmente buenos y sabios.”

Lo que se me hizo trillado es lo que es de más importancia. Allí en la Ultima Cena inicia este misterio de Dios. El Señor Jesús comenzó a sufrir por
nosotros ese jueves por la noche sabiendo que uno de sus elegidos, uno de sus queridos Doce lo iba a traicionar. Muchos hemos sufrido porque
alguna persona querida nos ha traicionado, pero pocos hemos sabido con anticipación que esa persona nos iba a traicionar, al contrario nos pasó de
sorpresa. Jesús lo sabía y sufrió por eso. Pero era parte del plan de su Padre que se había iniciado para nuestra salvación. Nosotros, no Jesús, éramos
los designados para obtener los beneficios de ese sufrimiento.

2
Novelo Pederzini, Para Sufrir Menos, Para Sufrir Mejor

—46—
El sufrimiento de Jesús siguió en el jardín de Getsemaní cuando nuestro Salvador comenzó a tomar nuestros pecados sobre sí mismo. Él fue viendo
todo el pecado del mundo pasado, presente y futuro y se le vino encima. Él los cargó consigo el resto de la noche y el siguiente día en la cruz. Fueron
tan pesados que solamente Él pudo con ellos y nadie más.

Sus sufrimientos se intensificaron en la cruz y el resultado fue que nosotros fuimos los beneficiarios. Nosotros fuimos los culpables y los que fuimos
purificados y merecedores por el sufrimiento y muerte de Jesús. Es cierto, muy cierto, que Él fue resucitado al tercer día y entró en su Gloria, pero
nosotros no nos quedamos atrás. Él nos abrió las puertas para poder seguirle a su Gloria. Durante su vida entera el Señor acepta el sufrimiento sin
queja alguna. Cristo ha sufrido y nosotros sufrimos con Él; sus padecimientos son los nuestros y nuestra es su Redención. La humanidad está
crucificada con Cristo. Nosotros somos partícipes en su Pasión. Él participa en la nuestra. No nos podemos imaginar un dolor nuestro que Él no
siente y sufre. Todo lo que sufrimos Él lo hace suyo, lo único que tenemos que hacer es darle nuestros dolores, enfermedades y sufrimientos. Él los
acepta.

De un modo muy especial Dios usa nuestros sufrimientos para nuestro propio beneficio y a través del que sufre para el beneficio de otros. El
misterio de cómo hace esto no es de consecuencia para nosotros que tenemos fe y aceptamos la voluntad de Dios.

Tenemos que caer en la cuenta que las oraciones tienen poder, que son escuchadas y tienen éxito. ¿Por qué usa Dios las oraciones de un hombre
débil y pecador? No lo sé pero sé que sí lo hace. En varias ocasiones ha venido gente pidiendo oración y después dicen que las oraciones les
ayudaron mucho, a lo menos recibieron paz. También Dios ha usado mis oraciones para darles a mis amigos una muerte tranquila. En una ocasión
estaba orando con una viuda y al terminar me preguntó si había conocido a su esposo. Le dije que no y pregunté, ¿por qué? Me informó que en mi
oración había usado las mismas palabras que estaban escritas en su lápida: “En la casa de mi Padre”. El Espíritu Santo tuvo que poner esas palabras
en mi boca si no para consolar a la viuda, entonces ¿para liberar a su esposo del purgatorio? Solo Dios sabe por qué. Hace poco se me vino a la mente
de repente una tía que sufría de cancer. Hice oración por ella. A los pocos días le llamé por teléfono y me informó que le había comenzado una
hemorragia pero que luego se le paró. Días después me informaron que ya estaba en sus últimos días y pedí una misa por ella. Al día siguiente murió
con un sacerdote a su lado. Si esto no es Dios usando el poder de las oraciones, ¿qué es?

Muchos de los santos han ofrecido sus oraciones y sobre todo sus sufrimientos por alguien más y con resultados. Ellos descubrieron unas
características del dolor y su relación con la fe. El dolor nos hace conscientes de nuestros límites, nos permite conocernos mejor. La fe revela la
omnipotencia divina. El dolor nos hace sentir nuestras debilidades, la fe nos hace ver la inmensidad de Dios. El dolor nos hace experimentar la
miseria humana, nos permite ofrecernos por nuestros semejantes. La fe nos manifiesta la riqueza divina. El dolor nos puede oprimir y puede
hacernos perder esperanza. La fe nos recuerda que la única salida de la desesperación y el don por excelencia para recuperar la esperanza es la
Palabra de Dios.

¿Has leído alguna vez los Evangelios con atención y reverencia? Como hemos dicho, Jesús ha concedido a unos enfermos del Evangelio la
sanación. Con su palabra y con su contacto físico hace brotar una fuerza y una luz tales que, en los casos en los que no realizaba el milagro, ayudaba
a los enfermos a sobrellevar serenamente todos sus males. Sanar no sólo significa curar, sino también consolar, iluminar, fortalecer, hacer

—47—
comprender el sentido del dolor, infundir la certeza de que sufriendo se contribuye a un plan de redención personal. Sanar también puede significar
la sanación final, a que le llamamos muerte.

Por otra parte, Dios permite los males físicos porque ellos nos han de recordar que “...se purifica el oro en el fuego, y los que siguen al Señor, en
el horno de la humillación. Confía en él, él te cuidará...” (Eclesiástico 2, 5-6). También nos recuerda que el hombre en la prosperidad se olvida de
Dios y al caer en cama por una enfermedad o accidente le gritamos a Dios pidiendo su auxilio. Acordarnos de Él y al recurrir a Dios hace que todo
cambie en nosotros. Dios quiere que todos seamos sanos y salvos. Eso fue parte del motivo por el que Jesús vino a este mundo.

Jesús es el Señor de la vida. “Yo...vine para que tengan vida y sean colmados” (Juan 10, 10). Él vino a darnos vida y consecuentemente su vida fue
un sacrificio total por sus hermanos. Por su amor a nosotros Él se hizo hombre, por su amor Él realizó obras para nuestro beneficio, por su amor Él
vivió por nosotros, por su amor Él sufrió por nosotros y por su amor murió para darnos vida. Cuando Él comía con la gente era una indicación de que
el Reino de Dios era un Reino de comunidad en abundancia y plenitud. El hecho de que sobraban tantos canastos de comida indica que con Jesús hay
más de lo necesario, con Él no nos faltará nada porque en Él tenemos vida. Los milagros que Él hizo fueron signos de vida: sanó a enfermos, curó
endemoniados y resucitó a los muertos. La institución de la Eucaristía era otro signo de vida: el alimento de vida que Él nos da al morir. Todo lo que
sufrió, sea maltrato mental, físico o en el espíritu era un sacrificio para dar sentido a la vida. “El Espíritu es quien da vida, la carne no sirve de
nada. Las palabras que les he dicho son espíritu y, por eso, dan vida” (Juan 6, 63).

En casos especiales Dios permite que enfermos y accidentados sufran con el propósito de hacerlos coredentores con Él. En estos casos el elegido de
esta manera debe entender que su vida es una vida unida a la de Cristo en sufrimiento, ofrecimiento y oración. El enfermo u accidentado ofrece su
dolor y condición a Cristo para la salvación de las almas. Sacrifica su tiempo en oración como lo hizo san Pablo: “al presente me alegro cuando
tengo que sufrir por ustedes; así completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo, para bien de su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,
24).

¿Y qué de los niños que nacen incapacitados de una forma u otra? Ellos son especiales y muy especiales a los ojos de Dios. Él los ha elegido para ser
su instrumento que nos ayudará a ser más pacientes, humildes, considerados y amorosos. Y todo lo que con amor se trabaja y se sufre con ellos, es
fruto de vida. ¿Y qué de los niños y jóvenes que mueren “antes de su tiempo”? Pues ellos son los angelitos que tenemos en el cielo intercediendo por
nosotros. También son oportunidades para nosotros de crecer en la fe aceptando que Dios es el dador de la vida, el dueño de la vida y Él la pide
cuando, donde y como lo desee.

El dolor, la enfermedad y la deformación no son castigos de Dios. En ciertos casos son las consecuencias del pecado, en otros casos vienen de las
circunstancias de la vida, como la vejez, la enfermedad que nos llega por un descuido o un accidente que ocurre y todavía en otros casos son el
resultado de las circunstancias que nos rodean incluso la naturaleza. La enfermedad no es un castigo, es una oportunidad que Dios nos da para lograr
uno o varios peldaños hacia el camino a la santidad. A través de nuestras penas podemos cambiar el punto de vista equivocado y llegar a ser santos;
podemos orar por las almas del purgatorio y ayudar a liberarlas; también podemos interceder por los compañeros de este mundo y en ese modo
llevarlos al arrepentimiento y conversión. El hecho de estar incapacitados nos da el tiempo de reflexionar a donde nos lleva el camino que hemos

—48—
seguido, nos da el tiempo de pensar en los cambios que tenemos que hacer para poder llegar a oír al Rey de los reyes decirnos, “¡Vengan, los
bendecidos por mi Padre! Tomen posesión del Reino que ha sido preparado para ustedes desde el principio del mundo” (Mateo 25, 34).

Jesucristo entiende su muerte exactamente como entiende su vida: una entrega total. Toda la vida de Jesús tuvo una estructura de sacrificio, de
entrega, de servicio sin límite, o mejor dicho más allá del límite de la muerte. Pero esa muerte de Jesús fue un don de vida porque su Resurrección
fue el don máximo para vivir eternamente. Toda su vida fue dedicada al Padre y al bienestar del hombre. “Todo lo que el Padre me ha dado vendrá
a mí, y yo no rechazaré al que venga a mí, porque yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y
la voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite en el último día” (Juan 6, 37-39). “Mi
alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra” (Juan 4, 34).

Viendo el sufrimiento como lo ve Jesús, en la luz del Espíritu Santo, podemos aceptarlo mejor y hacer de nuestra vida una constante ofrenda de amor
a Dios. Nuestra intención como la de Jesús debe ser, hacer la voluntad de Dios siempre. Pero lo importante es que si unimos nuestras penas, dolores,
sufrimientos a los de Cristo entonces podemos vivir una vida más tranquila, más amorosa, más de acuerdo con la vida de Cristo. Seríamos, entonces,
no imitadores sino seguidores porque al ofrecernos a Cristo lo seguimos a la cruz y Él nos resucitará.

Cuentan una historia de alguien que sufría de un dolor en su espalda. Tanto fue el dolor que casi lo tenía inmóvil. Alguien le recomendó que fuera
con el anciano cura del pueblo para ver si podía hacer algo. Fue y el cura le dijo que entregara todo su sufrimiento y dolor a Jesucristo. Se fue
decidido a hacer lo que el anciano le recomendó. Después de un tiempo se encontró con el que lo había mandado y le preguntó cómo le había ido. Le
contestó: “todavía tengo el dolor pero ya no sufro”.

Habíamos dicho que somos el templo de Dios, que Dios mora en nosotros. Entonces todos con quien te encuentres, deben ver en t í el rostro de
Cristo, e igualmente tú debes ver la persona de Cristo en ellos. Eres, después de la Eucaristía, aquello en que más sensible y concretamente se
esconde y se manifiesta Jesucristo. Lee, pues, la Biblia, los Evangelios y descubre que Jesús es el mejor y más íntimo amigo de los enfermos. Dios
quiere hacer de tí su imagen viva con todo su sufrimiento y sobre todo su gloria. No te opongas a un plan tan precioso y hermoso.

Que es duro sufrir, no cabe duda. Pero abrazados a la cruz de Cristo, todo podemos soportar. “Todo lo puedo en aquel que me fortalece” (Filipenses
4, 13). Si Él pudo sufrir tal martirio y muerte de cruz, nosotros también con su gracia podemos aceptar nuestra cruz y cargarla diariamente. “En el
cumplimiento del deber no sean flojos. En el Espíritu sean fervorosos, y sirvan al Señor. Tengan esperanza y estén alegres. En las pruebas sean
pacientes. Oren en todo tiempo. (Romanos 12, 11-12).

Comienza a valorar el sufrimiento de hoy sin lamentarte; pon buena cara a esa persona antipática; domina pensamientos de aversión, de rencor y
odio, no murmures, no exijas. Ve en todas las personas un mensajero de Dios que te revela su voluntad. Una sola razón puede convencernos: Dios
nos ama y tiene un plan amoroso para cada uno de nosotros y todo lo dispone para nuestro bien. Él me conoce por mi nombre, Él me invita a comer
con Él, me ofrece un lugar único en este mundo. Ese lugar es mío y de nadie más igual que el lugar que ocupo en su pensamiento y en su corazón.
Dios me ama con un amor eterno. “Con amor eterno te he amado, por eso prolongaré mi favor contigo” (Jeremías 31, 3).

—49—
Frente al misterio del dolor, del sufrimiento no hay explicaciones humanas y por consiguiente solo puedes tomar dos caminos: la resignación o la
desesperación. Si te resignas a la voluntad de Dios Él te premiará con paz, fe, esperanza y sobre todo amor. Te invito a encontrarte con Cristo en los
Sacramentos para obtener la gracia de Dios que tanto necesitas en estos momentos de tu vida. Si tomas el camino de la desesperación no vas a
dormir, vas a perder el apetito, te enfermarás peor de lo que estás, no vas a resolver ninguno de tus problemas y quizás morirás fuera de la gracia de
Dios. “Los que están bajo el dominio de la carne no pueden agradar a Dios” (Romanos 8, 8). Ponte, pues, en las manos de Dios; Él ha preferido
sacar bien del mal antes que no permitirlo.

Para los que ya les falta poco para ser llamados, porque todos tenemos que morir para nacer a la verdadera vida, no tengan miedo si ya se
arrepintieron de sus pecados, si ya están bendecidos con los Sacramentos de Reconciliación, Eucaristía y Unción de los Enfermos. No teman a nada,
Dios es amor, Dios es perdón, Dios es misericordia. Abandónense como niños pequeños en brazos de su padre que por terribles y graves que hayan
sido nuestros pecados, Dios nos perdona todo. “He hecho desaparecer tus pecados como se levanta la neblina, y tus faltas como se deshace una
nube. Vuélvete a mí, pues yo te he rescatado” (Isaías 45, 22). A un corazón contrito y humillado no lo desprecia (Salmo 51).

Cuando se nos acaban las palabras y no encontramos nada nuevo qué decir, cuando nos encontramos perdiendo la esperanza se nos vienen frases
inútiles y contraproducentes como “ya no llores” o “no te preocupes, todo saldrá bien”, más vale que dejemos de pensar eso y escuchar la Palabra de
Dios y dejar que Él nos consuele. “No te dejes dominar por la tristeza, ni te abandones a tus preocupaciones. La alegría del corazón es vida para
el hombre, el gozo del hombre alarga sus días. Ama tu vida, consuela tu corazón, destierra la tristeza, porque la tristeza ha perdido a muchos y
no puede traer ventajas. La envidia y la ira acortan la vida, las preocupaciones hacen envejecer antes de tiempo” (Eclesiástico 30, 22-24).

Ser bautizado con Cristo quiere decir que somos incorporados a su pasión, muerte y resurrección, es tomar parte de su vida, de su Cuerpo Místico y
aceptar nuestros sufrimientos como Él aceptó los suyos. Sufrir con paciencia, alegría y amor nos pone en el camino del sufrimiento que nos llevará
a la perfección.

7 SÉPTIMO CAMINO: UN CAMINO MEJOR


Dios no pide de nosotros milagros, éxitos extraordinarios, ni lograr el ser superiores a otros. Lo único que nos pide es tan extraordinario que Él
mismo nos lo tiene que dar porque está más allá de nuestro poder. Lo que nos pide es amor, fe y esperanza en una total sumisión al Espíritu Santo.
No hay que desesperarnos porque no podemos alcanzar estas virtudes con nuestras propias fuerzas, pues, son dones gratuitos que Él nos da en la
medida que Él dispone. Nuestro deber es cooperar con su gracia.

—50—
Sabemos que con el Bautismo Dios siembra una semilla de fe. Esa semilla, con la gracia de Dios, tiene que germinar, brotar, crecer y dar fruto. ¿Qué
es fe? “La fe es la manera de tener lo que esperamos, el medio para conocer lo que no vemos” (Hebreos 11, 1). También se nos ha dicho que “la
fe nace de una predicación y la predicación se arraiga en la palabra de Cristo” (Romanos 10, 17). En lo cotidiano tener fe es aceptar la palabra de
otro. Confiamos en esa palabra porque creemos. Nadie nos lo tiene que comprobar, no hay modo de verificarlo. Cuando aceptamos la palabra de
Dios, cuando creemos en Jesucristo, le creemos y hacemos lo que pide, es cuando podemos decir que tenemos fe. En la medida que yo creo en Jesús
mi fe va creciendo. La profundidad de mi fe depende de mi relación con Dios y no de mis obras. Dios nos dice que nos ama y quiere lo mejor para
nosotros, que la vida tiene sentido. Si le creemos, entonces somos creyentes, tenemos fe y somos seguidores de Cristo. “¿Por qué me llaman Señor,
Señor, y no hacen lo que yo digo?” (Lucas 6, 46).

La fe es obra de Dios, solamente Dios puede convertir al hombre en creyente. El otro lado de la moneda es que el hombre tiene que colaborar con la
gracia de Dios. El hombre tiene que hacer su parte para que esa semilla de fe vaya creciendo y dando fruto. Esta colaboración consiste en tratar de
conocer a Jesucristo, no tanto saber de Él, sino conocerlo personalmente. “...no me avergüenzo, porque sé en quién puse mi confianza; estoy
convencido de que es poderoso y que me guardará hasta aquel día lo que deposité en sus manos” (2ª Timoteo 1, 12).

Otra virtud que nos pide Dios y también nos da es la esperanza. Esperanza es una realidad futura, nos lleva más alla de este mundo. Es una promesa
que da sentido a la vida. Es una esperanza no en el mundo ni cosas del mundo sino en la promesa de Dios que hay un porvenir para cada uno de
nosotros de estar en pleno gozo en su presencia. Tenemos que vivir la esperanza. Al vivir la esperanza hay que aceptar las consecuencias del
presente para poder tener alegría en el futuro. “En verdad, me parece que lo que sufrimos en la vida presente no se puede comparar con la gloria
que ha de manifestarse después en nosotros” (Romanos 8, 18). Vivir la esperanza es aceptar y reconocer que Cristo va a vencer conmigo, sin mí y
a pesar de mí.

Infundir esperanza es uno de nuestros deberes; es dar testimonio para contagiar al otro. Tener esperanza es anunciar y tener seguridad de la
Resurrección. “Nosotros...seamos sobrios, revistámonos de la fe y del amor como de una coraza, y será nuestro casco la esperanza de la
salvación. Pues Dios no nos destinó a la condenación, sino a que hagamos nuestra la salvación, por Cristo Jesús, nuestro Señor. El murió por
nosotros, para que junto a él entremos en la vida, sea que nos halle despiertos o bien descansando” (1ª Tesalonicenses 5, 8-10).

“Amados, ... ya somos hijos de Dios aunque no se ha manifestado lo que seremos al fin. Pero ya lo sabemos: cuando él se manifieste en su
Gloria seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como es” (1ª Juan 3, 2).

San Pablo nos habla de un camino mucho mejor. Nos dice, “Ahora tenemos la fe, la esperanza y el amor, las tres. Pero la mayor de las tres es el
amor” (1ª Corintios 13, 13). Para san Pablo ¿Cuán importante es el amor? Vamos viendo: “Si yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los
ángeles, y me faltara el amor, no sería más que bronce que resuena y campana que toca. Si yo tuviera el don de profecía, conociendo las cosas
secretas con toda clase de conocimientos, y tuviera tanta fe como para trasladar los montes, pero me faltara el amor, nada soy. Si reparto todo lo
que poseo a los pobres y si entrego hasta mi propio cuerpo, pero no por amor, sino para recibir alabanzas, de nada me sirve” (1ª Corintios 13,
1-3).

—51—
La mayoría de nosotros estamos muy lejos del amor del que habla san Pablo. Nuestras oraciones muy a menudo están centradas en la oración propia
o en nosotros. ¿Cuántas veces hemos dicho, oído o pensado un comentario sobre una oración en un libro: “¡Que bonita oración” o “hice una oración
muy buena!”. Buscamos una experiencia egocéntrica no Cristocéntrica. Intentamos manipular a Dios para hacer nuestra vida más agradable y
nuestra persona más amada. Sin excepción estamos diciéndole a Dios lo que Él puede hacer por nosotros y para algunos de nosotros no se nos ocurre
preguntarle a Dios lo que nosotros podemos hacer por Él. Gritamos, exigiendo que nos den nuestro postre cuando muchos de nuestros hermanos
están buscando en los basureros algo que comer. Encontramos a un Dios silencioso porque no hemos vivido sus mandamientos de amor. Dios tiene
un modo muy extraño de guardar silencio ante el egoísmo.

Quizá no hemos aprendido todavía lo que nos dice el Señor Jesús acerca de buscar el Reino de Dios y obtener lo demás por añadidura (Lucas 12,
31). No hemos aprendido a olvidarnos de nosotros mismos y en vez de acomodarnos en el Reino de Dios tratamos de acomodar a Dios en “nuestro
reino”. Tratamos de decirle a Dios cuales son nuestros planes cuando deberíamos preguntarle qué quiere de nosotros: ¿Señor, cuál es tu voluntad
para mí? Jesús nos dice, “Pidan y se les dará, busquen y hallarán; llamen a la puerta y les abrirán. Porque el que pide, recibe; el que busca,
halla, y el que llame a una puerta, le abrirán” (Mateo 7, 7-8). En alguna ocasión con toda sinceridad ¿le has dicho tú a Jesús: “Pideme y te daré,
búscame y me encontrarás dispuesto a seguirte, llámame y te responderé para hacer tu voluntad”?

El peor desastre que podemos temer es no amar y no dejarnos amar, porque somos creados para amar y ser amados. El ser humano funciona con el
amor y sin el amor comienza a deteriorarse. Sin amor dejamos de existir porque hay tanto que amar y tanto que agradecer. Si hay tanto que amar,
¿por qué llenar nuestro corazón con odio, rencor, venganza? El ser espiritual se va formando con los gustos y disgustos, ¿por qué rodearnos de lo
que no nos gusta? ¿Por qué ponerle más importancia a lo negativo que a lo que hay que agradecer y amar?

Parece que mucha de nuestra lucha con el mal del mundo es primordialmente una lucha con nosotros mismos. Quiero hacer la voluntad de Dios pero
lucho contra esa voluntad tratando de convencerme que lo que yo quiero es la voluntad de Dios. Y así me la paso pensando, discutiendo, luchando
mucho y logrando poco o nada. “En resumen, el que sabe dónde está el bien y no lo hace, está en pecado” (Santiago 4, 17). El amor de Dios nos
ayuda a hacer su voluntad.

El amor de Dios siempre está con nosotros. Él siempre se nos está dando en amor a cada minuto de cada día. Es como el sol que brilla sobre todos,
es lo único que hace: brillar con mucho esplendor. Pero somos libres de escondernos de los rayos del sol y buscar sombra para que el sol no nos
queme. Podemos poner unas protecciones grandes o pequeñas sean sombrillas, techos o árboles para que nos protejan del sol. Así es con el amor de
Dios. Nosotros tenemos la libertad de escondernos o poner barreras entre Dios y nosotros para no recibir su amor, pero como el sol que siempre
brilla, el amor de Dios siempre está ahí para nosotros. No cambiamos al sol por el hecho de que nos ponemos debajo de un techo y tampoco
cambiamos el amor de Dios al evitarlo.

Todos hemos estado en la oscuridad cuando nos salimos de los “rayos” del amor de Dios. Sea por lo que sea muchos de nosotros ponemos pretextos
para no “quemarnos” con los rayos de su amor. Aun Dios nos sigue amando, Él no puede dejar de hacerlo, su amor es eterno (Jeremías 31, 3) y nos

—52—
sigue dando los dones que necesitamos para llegar a la santidad. Es imposible regresar en tiempo para evitar nuestras fallas del pasado, pero no
importa porque Dios, en su amor infinito nos perdona y nos saca a la luz de su amor. Es importantísimo que aceptemos esto porque es vital que
sepamos que Dios nos ama y nos perdona todo.

Dios nos ha dado, por decirlo así, todo el material para construir nuestra vida como la queramos. Podemos construir una catedral de alabanza, un
nido de perdición o algo intermedio. Nos ha dado dones concretos para hacer de nuestra vida algo bueno y solamente nosotros la podemos construir.
En el lenguaje de Dios la palabra “coincidencia” no existe, con Dios todo tiene su lugar, todo tiene propósito, no hay casualidad con Dios. Nos dice
a cada uno de nosotros como le dijo a Jacob, “Yo estoy contigo. Te protegeré a donde vayas y te haré volver a este lugar. No te abandonaré hasta
haber cumplido lo que te he dicho” (Génesis 28, 15).

La respuesta del hombre a Dios no es tan fácil. Cualquiera que lee el Nuevo Testamento está consciente de lo que dice Jesús sobre el amor al
prójimo. Cómo nos debemos amar, etc. De lo que muchos de nosotros no estamos conscientes es que para poder amarnos unos a otros como Él nos
ha amado, es un don de Dios. Para nosotros es imposible, pero recibiendo el poder de Dios como don, como regalo gratuito que se nos da entonces
sí es posible. No le hacemos favor a Dios en amarnos sino es el favor de Dios que nos permite amarnos. San Juan nos dice, “Queridos míos,
amémonos los unos a los otros, porque el amor viene de Dios. Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama, no ha
conocido a Dios, pues Dios es amor. Envió Dios a su Hijo Unico a este mundo para darnos la vida por medio de él. Así se manifestó el amor de
Dios entre nosotros. No somos nosotros los que hemos amado a Dios sino que él nos amó primero...Queridos, si tal fue el amor de Dios, también
nosotros debemos amarnos mutuamente” (1ª Juan 4, 7-11).

Desde niños algunos hemos sido enseñados a imitar a Cristo. Pero eso no es lo que Cristo quiere de nosotros. Imitar a alguien implica copiar a esa
persona, no implica tomar un riesgo. Imitar es estar centrado en uno mismo tratando de copiar al otro mejor cada vez para mejorarse a sí mismo. Lo
que quiere Jesús de nosotros es que le sigamos. Recuerda como juntó a sus discípulos. Cuando se encontró con Simón y su hermano Andrés les dijo,
“Síganme, que yo los haré pescadores de hombres” (Marcos 1, 17). Igual a Santiago y su hermano Juan, les dijo “Síganme”. Jesús vio a Mateo, un
cobrador de impuestos y le dijo: “Sígueme”. Mateo inmediatamente respondió, “Y dejándolo todo, se levantó y lo siguió” (Lucas 5, 28).

Hubo un hombre importante y rico que quería saber lo que era necesario para heredar la vida eterna. Jesús le contestó, “...vende todo lo que tienes,
reparte el dinero entre los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; después ven y sígueme” (Lucas 18, 22). El hombre rico se alejó de Cristo porque
eran muchos sus bienes. No todos siguen a Jesús, no todos llegan a donde Él los quiere llevar. Para ser un discípulo de Jesús, para poder seguirlo hay
que cargar con su cruz. “El que no carga con su cruz para seguirme, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14, 27). Seguir implica asumir la suerte de
quien seguimos, implica moverse, no quedarnos en un solo lugar, progresar, avanzar. El que imita se queda en un solo lugar, no avanza. El que sigue
llega a donde lo llevan. “Se volvió Jesús y, al ver que lo seguían, les preguntó: «¿Qué buscan?» Le contestaron: «Rabbí (o sea, Maestro), ¿dónde
vives?» Jesús les dijo: «Vengan y verán.» (Juan 1, 38-39).

¿Qué implica seguir a Jesús? Implica tenerlo al centro de nuestra vida, nuestro enfoque está en Él, no en nosotros. Seguir es hacer míos sus
objetivos, querer lo que Él quiere, ir a donde Él me lleva. Seguir a Jesús implica tomar riesgos. Jesús nos dice, “Sígueme”.

—53—
— “¿A dónde?”
— “No importa, sígueme”.
— “¿Que vamos a comer y beber?”
— “No te preocupes, sígueme”.
— “Pero, ¿dónde dormiremos?”
— “Verás, tú sígueme”.
— “No tengo dinero.”
— “¿Para qué lo necesitas? Sígueme”.

Hay que dejar muchas cosas para seguir a Jesús. Es necesario perder seguridades: la de la familia, trabajo, bienes materiales que traen garantías en
la sociedad; la seguridad que viene de la autoafirmación. Para otra persona cargar la cruz tal vez sea hacer los quehaceres de cada día con gusto y
amor, ofreciéndolos a Dios. La cruz de alguien puede ser aceptar las humillaciones que vienen de una pareja infiel, un hijo drogadicto, un familiar en
la cárcel. “Si alguno quiere seguirme que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y que me siga” (Lucas 9, 23). El seguimiento
es una respuesta libre a una llamada gratuita. Jesús es quien toma la iniciativa. Él sale al encuentro. El hombre más que buscar a Dios es buscado por
Él. Y eso es algo que ocurre constantemente. Por ello hay que estar a la escucha de la Palabra para ponerla en práctica.

Cuando Jesús pide que lo sigamos no le interesa la tradición. “A (uno) le dijo: «Sígueme.» Este le contestó: «Deja que me vaya y pueda primero
enterrar a mi padre.» Pero Jesús le dijo: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; pero tú tienes que salir a anunciar el Reino de Dios.»
Otro le dijo: «Te seguiré, Señor, pero permíteme que me despida de los míos.» Jesús entonces le contestó: «Todo el que pone la mano al arado y
mira para atrás, no sirve para el Reino de Dios.»” (Lucas 9, 59-61).

El que camina detrás de Jesús se va convirtiendo poco a poco, en una vida de comunión con Él. Seguir a Jesús implica una experiencia personal de
Cristo; irse convirtiendo en auténtico discípulo que escucha con atención y disponibilidad al Maestro para compartir su vida y su destino en el olvido
de sí mismo hasta la muerte.

Así vamos entendiendo que al seguir a Cristo es abandonarnos en sus manos, dejándonos ser guiados por el Espíritu Santo. El Espíritu es don que
libera y amor que une; actualiza el pasado recordando lo que Jesús ha enseñado y une el presente al futuro. Es el Espíritu que me permite confiar
completamente mi destino en una palabra “Sígueme”. Seguir a Jesús es ser fiel y asumir su destino, la Cruz. Es algo difícil que nos pide Jesús si lo
vemos como algo que tenemos que hacer. El discípulo está libre de seguir o no seguir al Maestro, no está amarrado a nada, no está adherido a nada.
Está completamente libre y eso es lo que hace el seguimiento fácil, que cuando decidimos seguir a Jesús con nuestra voluntad el Espíritu Santo nos
da la gracia para poder hacerlo más fácil.

¿De dónde nacen los seguidores? Nacen de un encuentro personal con Jesús. Nacen de una experiencia inolvidable de vida que el Señor les da de Él
mismo. A la raíz de un testigo no solamente hay ese encuentro sino también un deseo, un impulso de compartir la experiencia de Dios. “Lo que

—54—
existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos. Lo que hemos mirado y nuestras manos han palpado acerca
del Verbo que es Vida. La Vida se dio a conocer, la hemos visto y somos testigos, y les anunciamos la Vida Eterna. Estaba con el Padre, y se nos
apareció. Lo que hemos visto y oído se lo damos a conocer, para que estén en comunión con nosotros, con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1ª
Juan 1, 1-3). Así el verdadero testigo de Jesús quiere gritar con todas sus fuerzas lo que ha visto, oído y sentido; quiere compartir su alegría con los
demás.

La invitación que viene de ese encuentro siempre esta ligada a lo que Jesús pregunta a sus discípulos: “¿Qué buscan?”...“Vengan y lo verán”. Es
la invitación de entrar en un encuentro, una relación más profunda y más bella de lo que hemos tenido. En este mundo nunca tendremos el gusto de
estar perfectamente unidos a Jesús pero sí podemos ir progresando en esa unión día a día, siguiendo huella por huella. Al unirnos más a Él, la vida
que hemos llevado va cambiando poco a poco y vamos dejando atrás lo imperfecto por lo perfecto, el mal por el bien, la alegría pasajera por una
alegría eterna, la fe de niño por la fe adulta y el amor superficial por un amor profundo del corazón.

La invitación a la santidad no nos pide dejar de hacer lo que hacemos, ni hacerlo a medias, sino utilizar todos los medios a nuestro alcance. La
invitación a ser santos es un llamado a vivir la vida en su plenitud. Es importante no apurarnos sino darnos tiempo para que el Señor logre en
nosotros su voluntad. Al aceptar la invitación que hemos recibido inicia un proceso largo para el cual es necesario disponerse, abrirse y dejar a Dios
actuar en nosotros; dejar que el Espíritu Santo se apodere de nuestro ser. Debemos darnos cuenta de que no somos nosotros los que hacemos las
cosas de Dios, sino que es Él quien obra y logra en nosotros, por nosotros y a través de nosotros. La obra es toda de Dios.

Se trata de una vocación, un llamado personal que nos hace el Señor Jesús a cada uno para que seamos testigos fieles de su Resurrección. Es un
llamado comprometedor; una invitación para transformarnos en hombres nuevos en un proceso de conversión constante. No se trata de restaurar al
hombre viejo sino crear al hombre nuevo.

El Señor Jesús nos indica un camino a seguir, un plan de vida que nos asegura la santidad. Ese camino es el camino de las bienaventuranzas. Las
bienaventuranzas son como una nueva Ley, que pide disposiciones interiores antes que actos exteriores.

“Felices los que tienen espíritu de pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Felices los que lloran, porque recibirán consuelo. Felices los
pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Felices los compasivos,
porque obtendrán misericordia. Felices los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios. Felices los que trabajan por la paz, porque serán
reconocidos como hijos de Dios. Felices los que son perseguidos por causa del bien, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos ustedes
cuando por causa mía los maldigan, los persigan, y les levanten toda clase de calumnias. Alégrense y muéstrense contentos, porque será grande
la recompensa que recibirán en el cielo. Pues bien saben que así trataron a los profetas que hubo antes que ustedes”(Mateo 5, 3-12).

Con frecuencia hemos aprendido que el Reino de Dios es algo del futuro, algo que pertenece al Cielo. Sin embargo, el Reino de Dios es algo muy
concreto y dinámico, una realidad ya plantada entre nosotros, ya existe en este momento en nuestra vida, a nuestro alrededor. El Reino de Dios tiene
sus exigencias muy definidas y también sus recompensas. El Reino de los Cielos es el Reino de Dios que podemos tener aquí en la tierra desde este

—55—
momento. El tener la tierra en herencia no significa un pedazo de tierra sino la paz, justicia y amor que permanecerán en la tierra con el Reino de
Dios. Los que tienen hambre de justicia recibirán la gracia de Dios, la vida de Dios como el Pan de la Vida y el agua del manantial de Vida Eterna.
Los compasivos serán premiados con la misericordia porque con la medida con que medimos seremos medidos (Marcos 4, 24). Los puros de
corazón son los que no tienen malas intenciones sino quieren lo mejor para los demás. Solamente el que esté completamente limpio del pecado verá
a Dios. No se habla de los que nunca han pecado sino de los que han hecho penitencia y se han reconciliado con Dios, los convertidos. Es consuelo
nuestro ver los pasos que se dan en el mundo por más justicia, paz y para que se reconozca la dignidad del hombre, incluso los despreciados.

Finalmente hay que alegrarnos cuando nos maldigan, nos persigan y nos traten mal porque intentamos hacer un bien y obrar como profetas. Nos
podemos alegrar en esto porque es un signo que vamos caminando por el camino de Dios. Los profetas de toda la historia humana incluso el presente
han sido víctimas de muchísima persecución y crítica. El mejor ejemplo de nuestros tiempos es el Papa Juan Pablo II. Pero, con Jesús, empiezan los
tiempos del Reino de Dios, y somos felices porque Dios se hace presente entre nosotros.

Cuando reconozcamos que Jesús está presente entre nosotros y tiene su mano en todo, entonces lo podemos ver en el otro, en la naturaleza, en las
circunstancias que nos rodean. Cuando ya lo vemos en todos y en todo, lo podemos seguir y conocerlo mejor. Pero nada de esto es posible sin la
fuerza del Espíritu Santo.

Fíjate en los apóstoles. Ellos pasaron tres años con Jesucristo, comieron con Él, durmieron cerca de Él, aprendieron de Él. El Señor les dio el poder
sobre demonios, les dio el poder de sanar enfermos y predicar (Marcos 6, 12-13). Regresaron contentos y felices de su misión, diciendo: “Señor, en
tu Nombre sometimos hasta a los demonios” (Lucas 10, 17). A pesar de que el Señor les dio estos poderes, cuando Él murió ellos se sentían
desamparados, perdidos y asustados. Después de su Resurrección el Señor Jesús se hizo presente a los apóstoles encerrados en un salón. Dos veces
les dice: “La paz esté con ustedes” (Juan 20, 20-21). Luego sopló sobre ellos diciendo: “Reciban el Espíritu Santo...” (Juan 20, 22). Pero todavía
no entendían, no se daban cuenta de lo significativo de ese Espíritu Santo que habían recibido. Así somos nosotros. En los Sacramentos del
Bautismo y Confirmación recibimos el Espíritu Santo y no nos damos cuenta de lo que hemos recibido, lo que en realidad significa. Y como hemos
dicho: en alguno de nosotros el Espíritu no se revela porque lo tenemos encerrado en el corazón sin dejarlo ver la luz del día.

Ahora fíjate en los apóstoles después de que recibieron el Espíritu Santo en Pentecostés, o sea su Confirmación. “Cuando llegó el día de
Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De pronto vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó
toda la casa donde estaban. Se le aparecieron unas lenguas como de fuego, que, separándose, se fueron posando sobre cada uno de ellos; y
quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar idiomas distintos, en los cuales el Espíritu les concedía expresarse” (Hechos 2, 1-4).

Lo primero que hay que entender es que el Espíritu Santo viene con fuerza y fuego. El Espíritu es un espíritu de poder no de timidez, una fuerza de
valentía no de cobardía. En seguida se nos revela que el Espíritu Santo con el don de lenguas hace que los apóstoles hablen en varias lenguas y los
une para un solo propósito. Estaban presentes judíos de todas las naciones de la tierra y quedaron asombrados y admirados. “¿Cómo cada uno de
nosotros los oímos hablar en nuestro propio idioma?” (Hechos 2, 8). Esto fue completamente opuesto a lo sucedido en la construcción de la torre
de Babel cuando los hombres comenzaron a hablar en diferentes idiomas pero no se podían entender (Génesis 11, 1-9). Ahora en Pentecostés toda la

—56—
gente estaba tan asombrada que no sabían qué pensar de lo que habían visto y oído y acusaron a los Apóstoles de estar borrachos. Pero no fue así, el
Espíritu Santo les dio euforia, gozo, alegría y paz. Les dio un espíritu alegre para alabar a Dios. En breve: Nacieron de nuevo.

Si seguimos con el capítulo 2 de los Hechos de los Apóstoles vemos que Pedro con valentía y poder, por primera vez proclama a Jesús. Pedro no se
detiene sino que dice las cosas tal como son. Hay un cambio radical en él de como se comportó la noche de la Pasión de Cristo en la cual lo negó tres
veces. Ahora Pedro lo proclama de todo corazón, se ha convertido en un verdadero testigo. Los resultados de esa predicación fueron: “Los que
creyeron fueron bautizados, y ese día se les unieron alrededor de tres mil personas” (Hechos 2, 41).

Eso es lo que quiere decir evangelizar con el poder del Espíritu Santo. Al final de este capítulo se nos habla de que el Espíritu Santo forma la primera
comunidad, trae unidad y comunión a los creyentes y a la vez a los Apóstoles “...multiplicaban los prodigios y milagros...” (Hechos 2, 43). Los
creyentes vivían unidos y compartían lo que tenían. Acudían diariamente al Templo y en sus casas se reunían para celebrar la Eucaristía con alegría
y sencillez.

El resto del libro de los Hechos de los Apóstoles se dedica en su mayor parte a describir como el Espíritu Santo fue guiando y haciendo crecer la
Iglesia fundada por Cristo sobre Pedro el primer Papa. Se nos habla de un impulso misionero, de predicar con fuerza y respaldar la Palabra de Dios
con hechos, milagros y buenas obras. Nos revela como san Pablo, perseguidor de la Iglesia, después de haber tenido un encuentro con el Señor Jesús
se convierte en testigo de Cristo. Pablo también recibió el Sacramento de la Confirmación cuando Ananías le impuso las manos y le dijo, “Hermano
Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recobres la vista y quedes lleno del Espíritu
Santo” (Hechos 9, 17).

Así puede y debe ser para nosotros. Hemos recibido el mismo Espíritu, tenemos el mismo poder, la misma fuerza. Lo que nos falta es recobrar la
vista y quedar llenos del Espíritu Santo. Hay que reconocer, aceptar y usar los dones que el Espíritu nos ha dado a cada uno. “En cada uno el
Espíritu revela su presencia con un don, que es también un servicio” (1ª Corintios 12, 7). También falta entregarnos con todo el corazón, alma y
cuerpo al Espíritu Santo. Una Iglesia en la que el Espíritu no obra mostrando signos no podría decir que Jesús vive en ella. Un discípulo que no está
lleno del Espíritu Santo no es un verdadero discípulo. En verdad los Apóstoles, incluso san Pablo, al ser Confirmados se convirtieron en verdaderos
Profetas ejerciendo su papel en el triple ministerio de Jesús: Sacerdote; Profeta y Rey.

—57—
8 CONCLUSION

Cuando hablamos de la santidad muchos de nosotros dudamos y nos cerramos a la posibilidad porque pensamos en los grandes santos como la
Virgen María, san Francisco de Asís, Teresa de Avila, san Judas Tadeo, u otros. No cabe duda que ellos y ellas son grandes. Sin embargo, ¿qué
tantos millones y millones de santos habrá en el Cielo que no conocemos o quizá nos sorprenderíamos si supiéramos que están ahí? No cabe duda
que hay santos en el cielo que no habrían podido llegar a la santidad si no hubieran sido primero pecadores. “...Pues no vine a llamar a hombres
perfectos sino a pecadores” (Mateo 9, 13), nos dice el Señor Jesús. Uno de los más grandes pecadores de los primeros años de la Iglesia fue san
Pablo y hoy es uno de los más grandes santos de Dios. San Pedro negó a Cristo tres veces y ahora es un gran Santo. Otro ejemplo de alguien quien
era pecadora y el Señor Jesús la perdonó se encuentra en la historia del fariseo y la mujer pecadora. Jesús está muy claro en decir: “...En verdad, los

—58—
publicanos y las prostitutas les preceden a ustedes en el Reino de los Cielos” (Mateo 21, 31). Así es que todavía hay esperanza para mí y para ti de
entrar en el Reino de los Cielos, de que seamos santos.

Los cuatro Evangelios nos hablan en diferentes formas sobre la salvación. En el capítulo 6 del Evangelio de san Mateo, Jesús no menos de 3 veces
dice, “y tu Padre... te premiará” (Mateo 6, 4. 6. 18). En el Evangelio de san Marcos (16, 16), Jesús nos dice, “El que crea y se bautice se
salvará...”. En el Evangelio de san Lucas esta escrito, “Hoy ha nacido para ustedes en la ciudad de David un Salvador, que es Cristo Señor”
(Lucas 2, 11). San Juan pone en la boca de Jesús lo siguiente: “El agua que yo le daré se hará en él manantial de agua que brotará para vida
eterna” (Juan 4, 14). En la Biblia cuando se habla de “salvación”, “vida eterna” o de “premiar” se refiere al poder llegar al Cielo y estar con Dios.
Son promesas que Dios cumple en nosotros si seguimos a Jesús. “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí” (Juan
14, 6) nos dice el Señor Jesús.

¿Estás convencido que somos llamados a la santidad?. Es cierto y lo podemos lograr, no por nuestros méritos, sino porque es una llamada de Jesús:
“...sean perfectos como es perfecto su Padre que está en el Cielo” (Mateo 5, 48). En el libro de Levítico se nos dice en tres diferentes partes que
hay que hacernos santos, “Sean santos para mí, porque yo soy Santo, yo Yavé, que los he separado de los demás pueblos para que sean míos”
(Levítico 20, 26). Dios nunca nos pide algo que no podemos hacer porque el Espíritu Santo nos dará la gracia que necesitamos para llegar a la
perfección. Sólo tenemos que cooperar con esa gracia. San Pablo lo expresa con su elocuencia al escribir: “En Cristo Dios nos eligió antes de la
creación del mundo, para estar en su presencia sin culpa ni mancha. Desde la eternidad determinó en el amor que fuéramos sus hijos adoptivos
por medio de Cristo Jesús. Eso es lo que quiso y más le gustó para que se alabe su Gloria por esa gracia suya que nos manifiesta en el Bien
Amado” (Ef 1, 4-6).

¿Qué es la perfección, o sea la santidad? Nuestra idea de la santidad a menudo tiene error. Para muchos la santidad consiste en hacer obras
sobrenaturales y milagros de asombro. Otros piensan que para ser santo uno no debe pecar. Nos imaginamos que la santidad, es la perfección de
nuestra propia vida, cuando en verdad es la perfección de la vida de Cristo en nosotros. “En realidad, ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni
muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor. Y tanto en la vida como en la muerte
pertenecemos al Señor” (Romanos 14, 7-8).

Entonces llegamos a la conclusión que la perfección se alcanza por la misericordia de Dios. No podemos hacer nada ni decir nada para comprarla o
conseguirla. Sin embargo, Jesús nos indicó que sí hay unos caminos que podemos recorrer para que la promesa del Cielo se cumpla en nosotros. “No
es el que me dice: ¡Señor!, ¡Señor!, el que entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre del Cielo” (Mateo 7, 21).

Dejarse encontrar por Dios, conocer a Jesús el Mesías y ser guiado por el Espíritu Santo es lo que hemos tratado de hacer en esta obra: llevarte,
estimado lector, a un conocimiento más profundo de Jesucristo nuestro Señor y Salvador con el fin de que Él en toda su misericordia te haga un Gran
Santo de Dios.

“Shalom”: La paz esté contigo.

—59—
En la calle vi a una niña temblando de frío, vestida solamente con un vestido delgadito. Aparentemente no había comido en
días y tenía poca esperanza de comer algo decente. Me enfurecí y le dije a Dios: “¿Por qué permites esto? ¿Por qué no haces
algo por esta niña y miles más como ella?” En ese momento Dios no me respondió. Esa misma noche me replicó de repente:
“Ciertamente hice algo por esa niña. Te hice a ti.”

Sor Mary Rose McGeady

ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS ......................................................................................................................................................................................... 1

EL SECRETO DE LA SANTIDAD....................................................................................................................................................................... 2

INTRODUCCION ................................................................................................................................................................................................. 3

PRIMER CAMINO:HACER LA VOLUNTAD DE DIOS..................................................................................................................................... 5

—60—
SEGUNDO CAMINO: LA ORACIÓN.......................................................................................................................................................................14

TERCER CAMINO:LAS SAGRADAS ESCRITURAS Y LIBROS ESPIRITUALES ........................................................................................ 24

CUARTO CAMINO:LOS SACRAMENTOS ...................................................................................................................................................... 29

QUINTO CAMINO:OBRAS DE CARIDAD ...................................................................................................................................................... 40

SEXTO CAMINO:EL SUFRIMIENTO...:............................:.....................................................................................................................................47

SÉPTIMO CAMINO:UN CAMINO MEJOR ...................................................................................................................................................... 52

CONCLUSION ................................................................................................................................................................................................... 60
ÍNDICE........................................................................................................................................................................................................................63

—61—

Potrebbero piacerti anche