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21/10/2018 Diamantes para el lector - LA NACION

LA NACION | SUPLEMENTO CULTURA

Diamantes para el lector


En su nuevo libro, Ficciones verdaderas (Planeta), el autor de Santa Evita investiga los
hechos reales y reproduce las fuentes literarias en que se inspiraron grandes escritores
para sus obras. El prólogo, del que se brinda un anticipo, analiza el vínculo entre la
ficción y la realidad

27 de septiembre de 2000

C orregir la realidad, transfigurarla o, al menos, disentir de la realidad, es uno de


los deseos centrales del narrador. Pero para que la corrección tenga sentido, debe haber
una realidad previa pesando, ejerciendo su fuerza de gravedad, sobre la imaginación del
narrador:una experiencia de vida, una lectura, algo que lo excita, que lo saca de quicio.
Eso no explica, por supuesto, la densidad literaria de un texto, porque la literatura no es
una mera corrección de la realidad, un trazo que altera la imagen original -como los
bigotes que los niños dibujan sobre las reproducciones de la Gioconda-, sino otra
realidad, diferente pero no adversaria de la realidad del mundo:un deseo de otra
realidad y de otro orden dentro de la realidad, a la vez que un desplazamiento de la
realidad hacia el territorio de la imaginación.

Un antiguo saber común supone, con cierta simpleza, que la literatura es el lugar de la
imaginación y que el periodismo o la historia son los lugares de la verdad. Los conceptos
de representación, de verosimilitud, y lo que Roland Barthes llamaba la ilusión
referencial mezclan los tantos y sitúan la verdad en cualquier parte o en ninguna. La
escritura literaria tiende a crear verdades que coexisten con otros objetos reales, pero
que no son la realidad sino, en el mejor de los casos, una representación que tiene la
misma fuerza de la realidad y engendra una ilusión igualmente verdadera.

La escritura de ficciones es una decisión absoluta de libertad, pero aun así, no puede
moverse fuera de ciertos límites. Para que una ficción tenga eficacia, debe ser creída y,
por lo tanto, debe aludir a un mundo que otros comparten, en el que otros se reconocen
o cuyas leyes pueden aceptar, como sucede con las obras de Lewis Carroll, con las de
Raymond Roussel o con las novelas de fantasía científica.

Si bien toda ficción es una reelaboración de algo real, en el caso de las ficciones
verdaderas el gesto de apropiación de la realidad es más evidente y su interdependencia
con el imaginario de la comunidad dentro de la cual el texto se produce y con el

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momento en el cual se produce es, también, mucho más clara. Esa actitud puede no ser
deliberada, pero sin duda es inequívoca.

Tal vez sea más fácil entender ese proceso si se comparan las estrategias de la ficción
con las de la historia y el periodismo narrativo. El periodismo pone en escena datos de
la realidad que la cuestionan pero no la niegan. Puede subrayar algunos
acontecimientos nimios por encima de otros acontecimientos resonantes, puede
dramatizar detalles triviales, pero siempre es pasivo (o, si se prefiere, siempre es fiel)
ante la realidad. Mientras la historia reordena la realidad y al mismo tiempo reflexiona
sobre ella, el periodismo convierte en drama (o en comedia) las notas al pie de página de
la historia. En los textos del periodismo narrativo la realidad se estira, se retuerce, pero
jamás se convierte en ficción. Lo que allí se pone en duda no son los hechos sino el
modo de narrar los hechos.

Por comprensiva y vasta que sea, por más avidez de conocimiento que haya en su
búsqueda, la historia no puede permitirse las dudas y las ambigüedades que se permite
la ficción. Tampoco, ciertamente, se las puede permitir el periodismo, porque la esencia
del periodismo es la afirmación: esto ha ocurrido, así fueron las cosas. No bien la
historia tropieza con hechos que no son de una sola manera debe abstenerse de
contarlos o dejaría de ser historia.

La ficción se mueve, en cambio, dentro de un territorio donde la realidad nunca es


previsible: la realidad no está obligada a ser como hace un instante fue. Todo lo que
ahora es así podría ser distinto al volver la página, y sin duda será distinto cuando se lo
lea en otro tiempo. Cada novela crea, como se sabe, su universo propio de relaciones,
sus crepúsculos, sus lluvias, sus primaveras, su propia red de amores y de traiciones.
Ese conjunto de leyes no tiene por qué ser igual a las leyes de la realidad. Su única
obligación es engendrar una verdad que tenga valor por sí misma, que sea sentida como
verdadera por el lector. Que el lector diga: he aquí otro mundo que se parece al mío, que
difiere del mío, pero donde todo está en su sitio. No es el mundo de la historia ni el de
los periódicos, pero es un mundo necesario. Sin él, la vida y, en consecuencia, también
la historia, serían incompletas.

Toda escritura es un pacto con el lector. En la escritura periodística, el pacto está


determinado por el lugar que ocupa esa escritura: ese lugar es el lugar de la verdad.
Quien toma un diario o una revista se dispone a leer la verdad. Lo sorprendería que la
información fuera otra cosa. En el caso del periodismo y de la historia, entonces, es el
medio, el género, lo que decide que allí está la verdad. Para un escritor de ficciones, el
lugar de la verdad está en el lugar de la imaginación. Desplaza la verdad hacia donde
soplan los vientos de su inteligencia y de sus sentimientos. El Bolívar de Salvador de
Madariaga o el de O´Leary son aproximaciones más o menos certeras del Bolívar
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histórico; pero el Bolívar de Gabriel García Márquez ya no es sólo Bolívar sino también
García Márquez.

La mejor definición que conozco de ficción verdadera es la que dio Stendhal en De l´


amour , una colección de fragmentos publicada en 1822. Allí Stendhal enuncia su
célebre "teoría de la cristalización" en este breve párrafo :"En las minas de sal que hay
en Salzburgo se deja caer a veces una rama sin hojas al fondo de un pozo en desuso. Dos
o tres meses más tarde, cuando se recupera la rama, está ya cubierta por brillantes
cristalizaciones. Las ramitas más chicas, semejantes a las patas de una golondrina, se
adornan con innumerables diamantes deslumbradores, y ya no es posible reconocer la
rama original. Lo que yo llamo cristalización es la operación mental que extrae de todo
lo que la rodea el descubrimiento de que el objeto amado tiene ocultas perfecciones".
Aunque el fragmento alude ante todo a la ilusión del amante, puede leerse también
como una explicación cabal de la transfiguración que se opera en un dato trivial cuando
un novelista de talento lo rescata para narrarlo a su manera, tiñendo la rama original
con los colores del arco iris.

A fines de 1827, Stendhal leyó en la Gazette des Tribunaux los pormenores del juicio
contra el seminarista Antoine Berthet, acusado de asesinar a una mujer casada a la que
había servido como maestro de los hijos. Tres años más tarde, la crónica del caso salió
cristalizada en una novela genial, El rojo y el negro .

Jorge Luis Borges, que comenzó ejercitándose en las ficciones verdaderas porque
desconfiaba de su propia imaginación -como Stendhal-, declara en la Autobiografía que
sus primeros "cuentos legítimos asumían la forma de falsificaciones y seudo ensayos".
"En Historia universal de la infamia -escribe- no quise repetir lo que hizo Marcel
Schwob en sus Vidas imaginarias . Schwob inventó biografías de hombres reales sobre
las que hay escasa o ninguna información. Yo, en cambio, leí sobre personas conocidas,
y cambié y deformé deliberadamente todo a mi antojo." Uno de los propósitos de
aquellos ejercicios era complacer al público. "Esos relatos -advierte Borges- estaban
destinados al consumo popular en las páginas de Crítica y eran deliberadamente
pintorescos." En el periodismo, todo texto está al servicio del público. En las ficciones
verdaderas, hay una mutua complicidad entre autor y lector, un diálogo de iguales, en el
que aquél expone todos los sentimientos, modos de ser, rumores y culturas que ha
recogido de su comunidad como un espejo con el cual el lector acabará identificándose
porque las experiencias a las que alude el texto literario son reconocidas por el lector
como propias o como el eco de algo propio. Arthur Miller escribió The Crucible en 1953
con la certeza de que la superchería de las brujas de Salem -cuyos procesos tuvieron
efecto en 1692- serían percibidos por el público norteamericano como una parábola
sobre el macartismo. La flecha, disparada con toda premeditación, apunta hacia un
blanco que está en el imaginario común. Dentro de ese imaginario, la ficción rescata un

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pasado que ilumina y enriquece el presente. Cuando una ficción verdadera es eficaz, se
parece al laúd suspendido de Béranger. Apenas alguien lo toca, resuena.

Si las ficciones verdaderas reflejan una conciencia plena de la época de producción es


porque su origen deriva de hechos que definen esa época. Un determinado episodio de
la realidad suscita en el narrador un inmediato interés, acaso no por el episodio en sí
mismo, sino por toda la red de significaciones que desata. A veces, ese episodio se
convierte, durante años, en una obsesión personal de la que el autor no puede
desprenderse hasta que la escribe: el crimen de Berthet en El rojo y el negro , la tragedia
después de la boda en Crónica de una muerte anunciada de García Márquez y en Bodas
de sangre de Federico García Lorca, el falso atentado anarquista en El agente secreto de
Joseph Conrad, el filicidio de una esclava en Beloved de Toni Morrison. Así también, la
civilización de la barbarie que se impone en Los sertones deEuclides da Cunha acabará
transfigurándose en la condena a las intolerancias de La guerra del fin del mundo , la
novela de Mario Vargas Llosa. En Beloved , la hija asesinada de las crónicas de 1856
sigue resucitando ciento treinta años después porque la esclavitud persiste bajo otras
formas.

Todo acto de narración es, como se sabe, un modo de leer la realidad de otro modo, un
intento de imponer a lo real la coherencia que no existe en la vida. Y todo narrador, a la
vez, es una esponja que absorbe lo que ve y lo que lee para devolverlo transfigurado. El
relato selecciona imágenes, palabras, órdenes de palabras [...]. La perennidad de El rojo
y el negro tiene poco que ver con el crimen de Berthet. Lo que Stendhal vio en ese
crimen fue la destrucción de un orden -el orden esclerosado del Ancien Régime - y la
aparición de un orden nuevo, burgués, que permitía la coexistencia en el teatro, en los
cafés, en las iglesias y en las salas de lectura, de personajes con poca relación entre sí.
Berthet o Julien Sorel eran los lectores de la Francia de 1830:éstos podían reconocerse
en la novela de aquéllos.

La declaración de Borges sobre la falsificación de hechos en Historia universal de la


infamia acierta con dos de los estímulos mayores de las ficciones verdaderas: llenar un
vacío de la realidad, como en el caso de Schwob, escribir lo omitido, plantar la bandera
de la imaginación en los sitios por los que no se ha aventurado la historia, o bien rehacer
la realidad, rescribirla, transfigurando según las leyes del propio deseo o, como bien
señala Borges, del placer.

Al primer grupo pertenecen novelas como El general en su laberinto , de García


Márquez, La princesa de Cléves , de Madame de La Fayette, o las novelas sobre Lee
Harvey Oswald que escribieron Norman Mailer y Don De Lillo. Ninguna de ellas es lo
que convencionalmente se llama novela histórica. Pueden ser más bien consideradas
como un duelo de versiones narrativas entre la ficción y la historia o, si se prefiere, una
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metáfora de la historia:los personajes son ciertos, el trasfondo histórico coincide con el


de los documentos, pero la lectura de los hechos es otra.

Siempre la veracidad de un texto se establece a partir de un pacto con el lector. De


acuerdo con ese pacto, los hechos históricos son como se dice que son, pero suelen
resultar insuficientes para describir la realidad. El novelista necesita descubrir otros
hechos que la enriquezcan. A la verdad que la historia considera como la única posible,
le añade otras verdades, abre los ojos y la brújula de los significados hacia todas las
direcciones. Hemingway escribió en el prólogo de París era una fiesta : "Siempre cabe
la posibilidad de que un libro de ficción arroje alguna luz sobre las cosas que antes
fueron contadas como hechos". Esa idea no es nueva. Puesto que las palabras son
convenciones, y el modo en que ordenamos los hechos responde a una interpretación de
esos hechos, el escritor puede violar esa interpretación y, situándose en el otro lado, en
el lado de la imaginación y de la fabulación, descubrir algunas construcciones de la
verdad más legítimas aún que las construcciones fundadas en las viejas relaciones
racionalistas de causa a efecto.

Todos los textos de esta antología son rescrituras de hechos de la realidad. A veces hay
en ellos un deliberado apego a los documentos, como en los ejemplos de Carpentier,
VargasLlosa, García Márquez, Borges, Defoe, Melville; otras veces, el autor parte de los
documentos para crear algo diferente, como en los casos de Flaubert, Dumas y García
Lorca. Pero siempre o casi siempre la rama seca del origen sale irreconocible del pozo
donde fue sumergida, luciendo los infinitos destellos nuevos de la sal cristalizada.[...]
Las antologías son incompletas por naturaleza, pero ésta lo es más que ninguna. En
compensación, tiene la virtud de dejar espacios en blanco que el lector podrá ir llenando
cada vez que descubra un dato de la realidad cristalizado en un texto donde ese dato, tal
vez trivial, tal vez fugaz, ha sido transfigurado en algo imperecedero.

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