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–El pueblo de la Selva no puede tener trato alguno con los monos. Tenlo
siempre presente –dijo Bagheera, la pantera–. Y lo extraño es que Balú
no te lo haya advertido.
–¿Yo? –se extrañó Balú– Jamás podría haber adivinado que Mowgli iba a
jugar alguna vez con semejante gentuza. ¡Los monos! Me dan asco.
Se repitió el chaparrón. Balú y Bagheera se fueron corriendo hacia otro
sitio arrastrando consigo a Mowgli.
Balú estaba en lo cierto con respecto a los monos. Vivían en las copas
de los árboles. Las fieras no suelen mirar hacia lo alto. Por eso los
caminos de los monos y los de los demás animales de la selva jamás se
cruzaban.
Pero era doloroso que en cuanto veían a un animal de la selva enfermo
o herido, los monos se ensañasen con él. Arrojaban toda clase de cosas
sobre cualquier fiera. Y lo hacían sencillamente para llamar la atención.
Aullaban, cantaban canciones estúpidas invitando a los demás animales
a que se subieran a los árboles para pelear con ellos. Ellos mismos
andaban siempre enzarzados en terrible luchas por cualquier nadería.
Eran desagradables. En muchas ocasiones habrían podido tener una
organización con jefe, leyes y costumbres propias. Pero jamás lo
lograban definitivamente. Peleaban, se olvidaban de todo y los
consolaba esta frase: Toda la selva llegará a pensar como nosotros.
Ningún animal del bosque podía llegar hasta las alturas en las que ellos
estaban. Por eso se emocionaron cuando Mowgli quiso compartir sus
juegos. Y fue divertido, sobre todo porque vieron cómo todo eso
molestaba a Balú.
Así quedó todo. Normalmente los monos no tienen iniciativa alguna.
Pero uno de ellos pensó algo que a todos los demás les pareció
magnífico. Era conveniente conservar en su tribu a Mowgli. Sabía
entrelazar ramas.