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SACRAMENTOS EN PARTICULAR:
BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN
(2017)
UNIDAD 1:
EL BAUTISMO Y LA CONFIRMACIÓN EN EL CONTEXTO DE LA INICIACIÓN CRISTIANA1.
I. INTRODUCCIÓN
1
Para esta unidad se puede ampliar siguiendo la bibliografía de la materia,
especialmente:
* DIONISIO BOROBIO, La Iniciación Cristiana. Sígueme, Salamanca 2001, pp. 9-43.
* IGNACIO OÑATIBIA: Bautismo y confirmación. Manuales de Teología, colección Sapientia
Fidei 22. BAC, Madrid 2000, pp. 3-12.
* JOSÉ CRISTO REY GARCÍA PAREDES, Iniciación Cristiana y Eucaristía. Teología Particular de
los sacramentos. San Pablo, Madrid 19972, pp. 48-86.
2
Al hablar de “iniciación cristiana” no sólo nos referimos a los momentos
sacramentales sino que tenemos en cuenta todos los elementos que integran el proceso
iniciatorio: anuncio del evangelio, conversión y fe, catecumenado y catequesis, bautismo,
confirmación, primera eucaristía, mistagogía e inserción plena en la vida comunitaria.
En sacramentología hay que develar la conexión que guarda cada sacramento con las
distintas etapas de la historia salutis: en primer lugar, con el acontecimiento central de la
Pascua del Señor; con la consumación o Parusía; con la actividad del Espíritu en esta fase de
la historia y con el Misterio Trinitario; con el misterio de la Iglesia; por último, con la
inserción del individuo en esa historia salutis por su participación en el sacramento. El
conjunto de estas coordenadas histórico-salvíficas nos dará las auténticas dimensiones
teológicas de un sacramento. Se busca entonces una comprensión integral de los sacramentos.
1. El punto de partida.
2. Definición de iniciación.
3- Iniciaciones místicas: Ritos de iniciación que llevan a una vocación mística, como en
el caso de los “chamanes”, “guerreros” o “sacerdotes”. Tienen dos elementos
esenciales: confieren al iniciado poderes excepcionales, y se le permite ingresar en
una condición de vida inaccesible para los demás miembros del grupo.
- En tercer lugar, “el nuevo nacimiento”: el iniciado acepta una nueva vida y existencia, un
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nuevo sentido. Se representa con gestos creadores de los orígenes (cosmogónicos): agua
(bautismo), tierra (madre-matriz).
- Quinto elemento “proceso personal vivido”: implica instrucción sobre el mundo en que se
inicia; apropiación personal y existencial de normas, valores y símbolos del grupo, y la
expresión ritual.
Este proceso se da en un espacio sagrado, marcado por un tiempo sagrado, que lleva a
una experiencia de lo sagrado.2
2
El Prof. Dr Dionisio Borobio, especialista en el tema, aplica estas notas a la iniciación
cristiana y afirma: “La finalidad y esencia de toda iniciación, y en concreto de la
iniciación cristiana puede describirse como un proceso de referenciación vital al
“arquetipo” o modelo originario (Cristo); como un proceso de “muerte iniciática”, por
el que se abandona lo anterior para venir a vivir algo nuevo; como un “nuevo
nacimiento” por el que se acepta una vida y sentido nuevos; como un “tránsito”, que
implica a la vez separación, prueba y reintegración en una nueva comunidad (Van
Gennep, Víctor Turner); como un tiempo y un espacio especiales para la transmisión y
“apropiación personal y existencial” de las normas, valores y símbolos propios del
grupo al que se inicia; como un momento de revelación y experiencia de lo sagrado,
de Dios”, ver D. BOROBIO, Catecumenado e iniciación cristiana. CPL (Centre de
Pastoral Litúrgica), Barcelona 2007, p. 18.
3
A quien interese ampliar el desarrollo histórico puede consultar el artículo del Pbro.
GERARDO GALLO, “Historia del catecumenado y su influjo en la pastoral del Bautismo,
y de la iniciación cristiana de adultos”.Revista Eclesiástica Platense, Abril-Mayo-Junio
2006, pp. 357-393.
6
41; Mc 16, 15-16). En ocasiones, junto al bautismo hay otros ritos complementarios y
necesarios, entre los que se destaca “la imposición de las manos” para el don del Espíritu y la
participación en el acontecimiento pentecostal, signo de pertenencia a la comunidad de los
discípulos. Para la primera comunidad, también la reunión y el “partir el pan en las casas” es
uno de los elementos necesarios e identificatorios de los discípulos de Cristo.
Para llegar a ser iniciado se requiere: haber acogido la predicación, haber escuchado la
catequesis y haber creído; cambiar de vida, abandonando los ídolos y costumbres antiguas;
abrir los ojos y el corazón para que con la nueva luz se desvele “la disciplina del arcano” y se
puedan ver los misterios; haber participado de los ritos de iniciación (bautismo, ritos
posbautismales, eucaristía), que introducen a la experiencia del misterio; haber sido acogido
en la comunidad de los creyentes, compartiendo la vida entera.
A partir del siglo VII, no sólo se vive la “descomposición” del sistema iniciático
primitivo, sino que se imponen otras formas de iniciación, y se llega a olvidar el concepto y el
vocabulario iniciático.
La edad media latina emplea el término initiatio, initiare, pero en conjunto se puede
decir que apenas habla de iniciación refiriéndose a los sacramentos del bautismo, la
confirmación y la eucaristía. La causa puede ser el olvido de la estructura iniciática primitiva
y la extensión de una praxis que apenas recordaba la que se dio en su origen.
El avance se manifiesta con más claridad en la segunda mitad del siglo XIX,
influenciado sobre todo, por la misiones en África y América. El primer autor que recupera la
noción de iniciación como hoy se entiende es L. Duchesne en su obra “Orígenes del culto
cristiano” de 1889, en la que dedica un capítulo a la iniciación cristiana y allí afirma que
apoyado en los documentos del siglo II, ésta comprende los ritos del bautismo, la
confirmación y la eucaristía.
A partir de él, este concepto es asumido tanto por liturgistas como por teólogos de la
Iglesia Católica.
Hacia la década del 30 del S. XX, crece considerablemente el interés por la iniciación
cristiana por dos hechos:
8
o los escritos de Odo Cassel sobre la Doctrina de los Misterios, en lo que afecta
a la iniciación.
o La discusión en el campo anglicano sobre la confirmación y su puesto en el
conjunto de la iniciación cristiana.
Podemos, luego de todo lo dicho, dar una idea de lo que entendemos por iniciación
cristiana, afirmando que “es aquel proceso por el que una persona es introducida al misterio
de Cristo y a la vida de la Iglesia, a través de una mediaciones sacramentales y extra-
sacramentales, que van acompañando el cambio de su actitud fundamental, de su ser y existir
con los demás y en el mundo, de su nueva identidad como persona cristiana creyente”.
a- Lenguaje iniciático: por los que se indica el estado, itinerario, los pasos (por ejemplo,
catecumenado, iluminación, entrega, símbolo…), y también, por el que se expresan las
verdades fundamentales de la fe, los contenidos centrales del evangelio, costumbres y ritos
de la vida cristiana (evangelio, Iglesia, eucaristía, alianza, pascua…). Es como un pequeño
“diccionario iniciático” que debe conocer todo el que se inicia a la fe, para poder
entenderse con la comunidad de los creyentes.
- El contenido: el que quiere ser cristiano no se inicia a cualquier misterio sino que se inicia al
Misterio Pascual; no a cualquier Dios sino al Dios de Jesucristo; no a cualquier vida sino a
la nueva vida en el Espíritu Santo. La historia en la que introduce no es la primordial sino
la historia de salvación, que se funda en la libre y gratuita intervención de Dios.
- La actitud del sujeto: que exige la conversión personal y fe evangélica, que supone la
adhesión a Cristo y a la Iglesia, y que ha de manifestar con su cambio de corazón, mente y
vida, en correspondencia con las exigencias éticas del evangelio.
* Teológica: La Iniciación Cristiana tiene como centro al Dios de Jesucristo, ya que somos
iniciados por El, en El y para El. Tiene carácter trinitario: el cristiano viene a ser criatura
nueva en el amor del Padre, por la comunión con el Hijo en el poder transformante del
Espíritu Santo.
* Eclesiológica: como es iniciación en, por y para la Iglesia, no existiría sin ella. No hay
iniciación que no sea eclesial. Esta dimensión se manifiesta en los signos, encuentros,
acompañamiento de los iniciandos.
UNIDAD 2.
SENTIDO Y ORIGEN DEL SACRAMENTO DEL BAUTISMO
“El Bautismo, puerta de la Vida y del reino, es el primer sacramento de la nueva ley,
que Cristo propuso a todos para obtener la Vida eterna y que luego, junto con el Evangelio,
confió a su Iglesia cuando mandó a sus apóstoles: “Id y enseñad a todas las naciones,
bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19)”5. Es
además, el momento sacramental primario de la Iniciación Cristiana. Resulta, a la vez, punto
de partida y referencia de toda la vida cristiana. Los demás sacramentos son un despliegue
situacionado de la vida bautismal, de la gracia.
En la unidad anterior pudimos ver que el rito del bautismo (como parte de la
iniciación) encuentra sentido antropológico, sociológico, para significar el paso e ingreso en
la comunidad. La correcta comprensión del “bautismo” sólo se logra desde la correcta
comprensión de la “Iglesia”.
La crítica racionalista de la teología liberal (sobre todo en S. XIX-XX) quiso ver los
antecedentes y dependencias del bautismo cristiano, en la praxis de los rituales gnósticos o
religiones mistéricas, y en el bautismo de sectas particulares como los mandeos (así J.
Leipoldt, R. Reizenstein, etc.), pero estos ritos difieren sustancialmente del bautismo cristiano
por su finalidad y su contenido. Aún sin negar que, en algún caso pudieran darse ciertas
influencias, es preciso buscar las raíces del bautismo cristiano en el mismo contexto judeo-
cristiano en que nace y se desarrolla. El cristianismo se enraíza fundamentalmente en el
judaísmo. Así, Clemente de Alejandría dirá: “los numerosos ritos purificatorios de Moisés,
los ha concentrado el Señor en un solo bautismo” (Strómata III, 82,6).
Consideremos los términos que aparecen en la Escritura y nos muestran la riqueza del
uso, cara a nuestro tema:
a) Bapto, baptizo, baptista, baptistés: Este núcleo semántico significa: “sumergir, introducir
en el agua, hundirse dentro del agua, irse a pique, zambullir”. Indica también bañarse o
lavarse, baño de inmersión, bautismo con alusión al rito con el que se realiza. El hecho que
generalmente aparezca con formas pasivas indica que es una acción de Dios; inmersión en
Cristo y para Cristo. Baptizo es el término técnico para designar el bautismo cristiano. Se
pueden ver: Rom 6, 1-12; Gál 3, 27.
5
Ritual del bautismo de niños e iniciación cristiana de adultos, Praenotandas, 3.
11
b) Luein, loúo, loutrón: Lavar, baño (de todo el cuerpo). Subraya el carácter peculiar del
bautismo, su efecto único, irrepetible, que exige respuestas definitivas. Tiene valor
soteriológico, la regeneración. Por ejemplo: Jn 13, 10; Heb 10, 22; Hech 22, 16; Ef 5, 26 y Tit
3, 5.
Cuando se hace mención del bautismo que administra Juan, que recibe Jesús y que
dispensa la Iglesia primitiva, sin duda el término hace referencia inmediata al rito bautismal.
Se puede ver: Mc 1,4.9; Rom 6, 3s; Ef 4,5; Col 2, 12.
b) En el judaísmo: las abluciones del culto judío fueron adquiriendo cada vez más un sentido
meramente cultual y le asignaban mucha importancia. Basta recordar lo que dice el evangelio
de Marcos sobre las muchas abluciones y lavados que realizaban los judíos. Como rito de
iniciación, que designa y produce la pertenencia al pueblo elegido y la participación en la
benevolencia de Yahvéh, encontramos el rito de la circuncisión, que el patriarca Abrahán
recibió de Dios (Gn 17, 10-14). Los Padres de la Iglesia lo comentaron mucho y Santo Tomás
dedica la q. 70 de su Tratado sobre el Bautismo (S. Th. III pars) para mostrar el vínculo que
tiene con el bautismo inaugurado por Cristo. Pero antes vamos a tratar las diversas figuras y
12
profecías del bautismo cristiano, entre las que la circuncisión tiene su lugar.
2) La nube que conduce al pueblo en el desierto, símbolo del bautismo que ilumina el
alma de los creyentes y le ayuda en la lucha contra las inclinaciones de la
concupiscencia: 1 Cor 10, 1s.
3) La Roca, de la que bebían el agua en el desierto, imagen de Cristo que salva a los
creyentes por el agua bautismal: 1 Cor 10, 4.
4) El Paso del Mar Rojo: liberación del alma de la esclavitud del pecado por el agua del
bautismo: Ex 14-15. Es una de las imágenes más comentadas.
1) Ez 36, 24-28: se habla de rociar con agua pura, dar un corazón nuevo, infundir un
espíritu nuevo, ser su Pueblo.
2) Ez 47, 1s: la fuente de agua que brota abundante del Templo.
3) Zac 13, 1: fuente de agua para lavar el pecado y la impureza.
4) Is 44, 3-4: el profeta anuncia que Dios derramará agua y espíritu.
3. EL BAUTISMO DE JUAN
En la Edad Media hubo una idea, rechazada por el Concilio de Trento, que sostenían
los Reformadores y algunos teólogos católicos, que afirmaba que el bautismo de Juan debía
situarse en el mismo lugar que el bautismo cristiano. Lutero los distinguía en cuanto el de
Juan no perdonaba los pecados. Melanchton y otros, dejaron esta opinión. Calvino y Zwinglio
negaron que hubiera diferencia entre ambos bautismos. El Concilio de Trento definió: “El que
diga que el bautismo de Juan tiene la misma eficacia que el bautismo de Cristo, sea
anatema” (DS 1614).
4. EL BAUTISMO DE JESÚS
Jesús se hace bautizar por Juan para que se cumpla toda “justicia” (Mt 3, 15). El
bautismo cristiano ha de estar configurado y preparado en el bautismo de Cristo. El bautismo
que los Apóstoles confirieron siguiendo el bautismo de Juan era igualmente (contra la opinión
de San Agustín y Santo Tomás) un mero bautismo de penitencia8.
En aquella ocasión se puede apreciar como Jesús tiene una vivencia y conciencia de sí
mismo, cuando tiene lugar la primera proclamación pública de Jesucristo como Salvador, al
oírse la voz del Padre testificando su filiación divina y su mesianidad y al descender el
Espíritu corporalmente en forma de paloma, frente a Juan y los otros y también, como
testimonio frente a la comunidad primitiva. Los Santos Padres consideraron desde los
primeros tiempos, el bautismo de Jesús por Juan en el Jordán, como fundamento del misterio
pleno del bautismo cristiano.
Si este bautismo recibido por Jesús ha de considerarse como base radical del bautismo
cristiano instituido por Cristo después de su muerte y resurrección, la revelación de Dios en
este bautismo es de gran importancia también para entender el sentido del bautismo cristiano.
La Iglesia, como nuevo Pueblo de Dios, tiene su propio rito de iniciación, y el primer
momento sacramental es el bautismo ordenado y fundado por Cristo. Así se ve en el discurso
de Pedro en Pentecostés, cuando después de anunciar el kerygma, centrado en el misterio
pascual de Jesucristo, el pueblo pregunta ¿qué hay que hacer?, a lo que Pedro responde
“conviértanse y háganse bautizar en el nombre de Jesucristo, para que les sean perdonados
los pecados y así recibirán el don del Espíritu Santo” (Hch 2, 38).
La Tradición Patrística confirma esta institución por Cristo. Así San Agustín dirá “El
bautismo no tiene valor por los méritos de quien lo recibe o de quien lo administra, sino que
posee una propia santidad o virtud por los méritos de Aquél que lo instituyó” (Contra
Cresconium 4, 19; PL 43, 559).
En la historia, algunos han negado esta institución, como lo hizo Pedro de Bruis (S.
XII) y sus seguidores neomaniqueos, que no aceptan que Cristo instituyera alguno de los
sacramentos. También diversas sectas heréticas como los unitarios en Italia (S. XVI), los
cuáqueros en Inglaterra (S. XVII), los modernistas (fines S. XIX, comienzos del XX),
llegando incluso a negar la voluntad explícita de Cristo de fundar la Iglesia o instituir los
sacramentos (cf. Decr. Lamentabili, prop. 42. DS 3442). Para los racionalistas, el que los
instituyó fue Pablo, copiándolos de los ritos paganos.
2- En la conversación con Nicodemo (Jn 3, 1-21): Entre los que fundamentan el bautismo en
este acontecimiento están San Bernardo, Estius y otros. Hay que decir que se trata de una
conversación privada en la que Cristo explica el sentido del bautismo, pero no lo ordena
(aunque sí establece su necesidad).
3- El mismo Jesús durante su ministerio bautizó (Jn 3, 22s): Son de esta opinión, Duns
Escoto, Gabriel Biel, Suárez. Ven aquí la institución por la práctica que el mismo Jesús
hacía. Sin embargo, según Jn 4, 2 Cristo no bautizó, sino que lo hizo por medio de sus
discípulos, y éste era un bautismo de penitencia como el de Juan.
4- En el mandato misional después de la resurrección (Mt 28, 19s): En ese hecho se fundan
las explicaciones de Tertuliano, Juan Crisóstomo, León Magno, Alejandro de Hales. Aquí
hay que preguntarse si el mandato del bautismo no supone una institución del mismo como
fundación de Cristo, y hasta qué punto la formulación del mandato misional no es ya
teología de la comunidad.
5- San Buenaventura, con gran inteligencia compendia los diferentes momentos (Sent. IV, d.
3, p. 2, a 1, q. 1). Cristo instituyó el bautismo:
- materialiter, en su propio bautismo por Juan;
- formaliter, en el mandato de bautizar;
- effective, por su muerte y resurrección (y el envío del Espíritu Santo);
- finaliter, en la conversación con Nicodemo donde muestra su necesidad.
Todas las opiniones tienen algo de verdadero y se pueden conciliar, afirmando que el
momento de la institución no fue puntual sino múltiple.
10
TOMÁS DE AQUINO, In IV Sent., dist.3, q. 1, a.5.
17
Queda por aclarar una cuestión: Cristo instituye el bautismo en distintos momentos,
explicitando su necesidad en el diálogo con Nicodemo y estableciendo su obligatoriedad al
despedirse de los Apóstoles y ascender al cielo. ¿Por qué un sacramento tan necesario para la
salvación no fue obligatorio aún antes de la Ascensión de Jesucristo? ¿Acaso es que no era
eficaz antes de la Pasión del Señor? Si consideramos bien la cuestión, vemos que de los
distintos momentos institucionales, los elementos esenciales se dan en el Bautismo de Jesús.
La necesidad y la obligatoriedad, que son promulgadas más tarde, no son en rigor, elementos
constitutivos del sacramento sino aclaraciones referidas a su uso. Es posible afirmar que aún
antes de la proclamación de su necesidad y obligatoriedad, el sacramento del Bautismo
gozaba de eficacia salvífica como la que hoy le atribuimos, pues de lo contrario deberíamos
concluir que Cristo instituyó un sacramento inoperante como la circuncisión, al menos por un
período de tiempo. Pero, como la eficacia de un sacramento depende de la Pasión de Cristo,
¿Cómo podía el bautismo conferir la salvación antes de que Cristo hubiera padecido y muerto
en la Cruz? La respuesta de Santo Tomás afirma:
“No convenía que los hombres fuesen coartados con múltiples figuras por Cristo,
el cual había venido a abolirlas por su virtud. Por ello, antes de su pasión no
preceptuó como obligatorio el bautismo que ya había instituído; más bien quiso
que fuesen habituándose los hombres a su ejercicio, sobre todo el pueblo judío,
cuyos actos religiosos eran todos figurativos, como dice San Agustín. Pero después
de la pasión y resurrección promulgó la necesidad del bautismo a judíos y gentiles,
cuando dijo “Id, enseñad a todas las gentes” (III q. 66, a. 2, ad 2m.)
UNIDAD 3:
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EL SIGNO SENSIBLE DEL BAUTISMO
Afirma con justicia Santo Tomás que los sacramentos causan la santificación allí
donde se realiza un gesto. En el bautismo, el gesto consiste en derramar agua e invocar la
Trinidad. Precisa “por eso el sacramento no consiste en el agua misma, sino en la aplicación
del agua al hombre, esto es, en la ablución” (S. Th. III, q 66, a. 1).
Santo Tomás distingue dos modos diversos de definir. Uno, por la materia próxima;
otro, por la materia remota. La materia próxima de un sacramento es aquello que más
inmediatamente significa lo que produce. En el caso del bautismo es la ablución con agua
y no simplemente por el agua, ya que esta constituye su materia remota.
Así pues, la materia es una acción, un gesto que consiste en la ablución externa del
hombre acompañada por la fórmula verbal prescrita. Veremos cómo se entienden la materia y
la forma del sacramento del bautismo, en cuanto son los componentes esenciales del
bautismo.
a) La materia remota:
Como el bautismo de penitencia, tal como lo administraba Juan, y como Cristo mismo
lo recibió y lo hizo administrar por sus Apóstoles, es el prototipo obligatorio del hecho
externo del bautismo ordenado por Cristo, se debe considerar como materia remota, como
elemento de este sacramento, el agua pura, natural. La Didajé (c. 7) exige por ello “agua
viva” (agua de la fuente) u otra.
Los Padres hablan de este empleo del agua como elemento del bautismo. Tertuliano,
usando el acróstico del pez que es Cristo (ICHTYS), dice que los cristianos son pececitos. El
elemento vital de estos pececitos es Cristo; viven en el agua del bautismo y “han sido
salvados del mar de la maldad” (Clemente de Alejandría): Cristo es el “pez de los vivientes”,
el origen y la razón de la nueva “vida eterna”.
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El agua fue rechazada como elemento del bautismo por el gnóstico Cayo (Tertuliano,
De bapt. 18), por los cátaros y valdenses fundados en razones maniqueas, y también por los
cuáqueros como costumbre judía.
En 1241 Gregorio IX exigió a los obispos noruegos que los niños que habían sido
bautizados con cerveza fueran nuevamente bautizados con agua (D 447; DS 829).
Sobre este punto el Concilio de Trento declaró: “Si alguno dijere que el agua
verdadera y natural no es necesaria en el bautismo y, por tanto, desviare a una especie de
metáfora las palabras de Nuestro Señor Jesucristo: “si alguno no renaciere del agua y del
Espíritu Santo” [Jn 3, 5]: sea anatema” (DS 1615; cf. CIC 849).
El nuevo rito del bautismo de los niños elaborado por pedido del Concilio Vaticano II
(Sacrosanctum Concilium, 70), conoce además diversas fórmulas consecratorias (la editio
typica latina tiene 3) para la bendición del agua del bautismo. Con el agua consagrada en la
noche de Pascua sólo se bautiza en el tiempo pascual. El resto del tiempo litúrgico del año se
bendice el agua en la misma celebración11.
b) La materia próxima:
Hay tres formas de realizar la ablución del bautismo: derramar el agua (infusio: cf.
Hech 2, 41; 16, 33; Did. 7, 3; práctica del bautismo de los enfermos); la inmersión del
neófito en el agua; o la aspersión con agua12.
En el Nuevo Testamento hay pocas noticias sobre el modo concreto de bautizar. San
Pablo habla del bautismo como un lavacrum aquae (Ef 5, 26; cf. Tit 3, 5). El texto en que se
menciona el modo de inmersión es el del eunuco etíope ministro de la reina Candace (Hech 8,
38-39). También, sin mencionarla, se refiere a la inmersión al hablar de ser sepultados con
Cristo por el bautismo (Rom 6, 4)13.
La inmersión parece ser el rito ordinario de la Iglesia antigua hasta fines del siglo XII,
época en la cual, en Occidente, empieza a prevalecer el uso de la infusión. De los siglos IV al
VII se encuentran en Oriente y Occidente baptisterios, pilas bautismales construidas en forma
de cruz, para el paso y la inmersión del neófito. Parece ser que cesa la práctica de la
inmersión hacia el siglo XVI. En Oriente, se ha conservado la antigua costumbre, aunque
11
Ritual de bautismo de niños e iniciación cristiana de adultos, Praenotanda, n. 18-22.
12
La aspersión se ha dejado de utilizar como forma de bautizar. En el Código de
Derecho Canónico aparecen las otras dos, c. 854: “El bautismo se ha de administrar
por inmersión o por infusión, de acuerdo con las normas de la Conferencia Episcopal”.
13
En Palestina y el área cultural griega parece que desde el siglo III se propagó el bautismo por inmersión.
21
ahora se usa también la forma latina. De todos modos, la infusión de agua fue utilizada alguna
vez en la antigüedad, por lo que siempre fue considerada válida para administrar el
sacramento. Así, por ejemplo, San Pablo bautizó de noche al custodio de la cárcel en la que
estaba preso (Hech 16, 33). También está atestiguado este uso en la Didajé, cuando dice, al
dar indicaciones sobre el modo de bautizar: vierte tres veces agua sobre la cabeza (c. 7, 3).
Estos tres modos de ablución fueron practicados en la Iglesia desde antiguo. Son
mencionados por Santo Tomás en su Tratado sobre el bautismo (cf. S. Th. III, q. 66, a. 7, c).
El más propio y significativo es la inmersión, puesto que representa mejor la sepultura de
Cristo. Los otros modos, sin embargo, no son impropios pues ambos significan lo que el
bautismo produce, es decir, el lavado espiritual de la mancha del pecado original.
De suyo, el lavado del bautismo podría hacerse sobre cualquier parte del cuerpo. Sin
embargo, conforme al lenguaje sacramental, el ritual del bautismo manda aplicar el agua
sobre la cabeza de quien se bautiza pues ella es el centro de todos los sentidos, interiores y
exteriores (cf. S. Th. III, q. 66, a. 7, ad 3um).
El solemne rito litúrgico del bautismo contenía hasta el nuevo rito del 15.5.1969, un
gran número de ceremonias, que procedían del tiempo del catecumenado de la Iglesia
primitiva: signatio (señalar la frente del bautizando con el signo de la cruz), imposición de
manos, exsufflatio, imposición de la sal, una serie de exorcismos, la redditio symboli (et
orationis dominicae), fórmulas de abjuración, promesas del bautismo, unción con el óleo de
los catecúmenos y después del bautismo con el crisma, ofrecimiento del vestido bautismal y
del cirio.
En la Edad Media, la unción recibió (según informan Ivo de Chartres y Hugo de San
Víctor) una interpretación ascética en cuanto unción para ser soldado de Cristo. El Oriente
conoce desde el siglo II una unción que ha de conducir a la “consumación” (Cirilo de
Alejandría; Dionisio de Alejandría; Cirilo de Jerusalén) que debe entenderse como la “unción
de la confirmación”. Según estas ideas, sólo cuando el bautismo y la confirmación aparecen
juntos se da la totalidad de la “iniciación”.
14
En el ritual de la iniciación cristiana de adultos (RICA) se propone recuperar en el
camino catecumenal varios de estos elementos celebrativos, para disponer al
catecúmeno a la recepción de los tres sacramentos en la noche pascual.
22
Es esencial al sacramento del bautismo, la ablución con agua en cuanto esta acción
constituye su materia próxima. La inmersión, aunque represente mejor la razón propia del
bautismo, no es necesaria para la validez del sacramento. Por el mismo motivo, tampoco es
necesario que la inmersión en agua sea triple, aunque después que la Iglesia hubo superado el
período de las herejías cristológicas y trinitarias, se haya usado por un tiempo prolongado la
triple inmersión en agua como modo ordinario de bautizar (cf. S. Th. III, q. 66, a. 8).
Estas fórmulas se adecuan al mandato del Señor, que ordena a los Apóstoles conferir
el bautismo a todas las gentes en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Mt
28, 19). Surgen de aquí dos cuestiones:
¿Cómo entender, entonces, los textos neotestamentarios que afirman que los
Apóstoles confirieron el bautismo en el nombre del Señor Jesús? Se han dado muchas
interpretaciones de los teólogos sobre este tema. Pedro Lombardo y, posteriormente
Cayetano, estimaron que el bautismo fue realmente conferido con esta fórmula y que, por
consiguiente, ella podría ser usada de manera válida. Sin embargo, esta postura no parece
acertada. De hecho, el Papa San Pío V, hizo retirar esta opinión de la edición romana de las
obras del cardenal Cayetano.
Una segunda opinión, cuyo representante mayor es Santo Tomás, restringe el empleo
válido de esta fórmula al siglo primero y cree que los Apóstoles la usaron por una dispensa
especial. Lo habrían hecho así, para glorificar mejor el nombre del Señor que los judíos y los
gentiles aún no tenían en suficiente estima. Dice Tomás de Aquino: Por especial revelación
de Cristo, los Apóstoles bautizaban en la Iglesia primitiva en nombre de Cristo, que era
odioso a los judíos y paganos, con el fin de hacerlo honorable puesto que por su invocación
el Espíritu Santo era dado en el bautismo (cf. S. Th. III, q. 66, a. 6, ad 1um).
A favor de la posición de Santo Tomás está la respuesta del Papa Nicolás I a unas
preguntas que le presentó el príncipe Bogoris de Bulgaria, recién convertido al cristianismo
con su pueblo (a. 866). Basándose en San Ambrosio de Milán, la respuesta dice: Aseguráis
que un judío, no sabéis si cristiano o pagano, ha bautizado a muchos en vuestra patria y
consultáis qué haya que hacerse con ellos. Ciertamente, si han sido bautizados en el nombre
de la santa Trinidad, o sólo en el nombre de Cristo, como leemos en los Hechos de los
Apóstoles (pues es una sola y misma cosa, como expone san Ambrosio), consta que no han de
ser nuevamente bautizados; pero primero hay que investigar si tal judío era cristiano o
pagano, o si se hizo cristiano después, aunque creemos que no hay que negligir lo que el
bienaventurado Agustín dice del bautismo: “lo hemos demostrado lo suficiente”, afirma, “el
bautismo que es consagrado por las palabras del Evangelio no es puesto en cuestión por el
error del ministro que tiene sobre el Padre, el Hijo o el Espíritu Santo una opinión diferente
de lo que enseña la doctrina celeste” […](DS 646).
24
El texto de San Ambrosio (De Spiritu Sancto I, 3, 42-44: PL 16, 742-743), que cita el
Papa Nicolás I, y sobre el que los escolásticos se han apoyado para sostener la validez del
bautismo en nombre de Jesús, en realidad, no se ordena a establecer la validez de una
fórmula sacramental alternativa a la establecida por el mismo Jesús sino a indicar la
necesidad de la fe en la Trinidad, fe que puede expresarse en la creencia en una u otra persona
divina, sin mencionar las restantes pero incluyéndolas implícitamente en la fe en la persona
explícitamente mencionada. En este sentido deben entenderse las palabras del Obispo de
Milán: Válido es [el bautismo] si nombras al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Si sólo uno
niegas, todo niegas. Y, sin embargo, si nombrando sólo uno, el Padre o el Hijo o el Espíritu
Santo, no niegas la fe en el Padre, el Hijo o el Espíritu Santo, válido es el sacramento de la
fe. Así también, aunque nombres al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, pero al Padre, al Hijo
o al Espíritu Santo quitas poder, vacías del todo el misterio.
Si esta interpretación del texto de San Ambrosio es correcta, se podría negar la validez
del bautismo conferido en nombre de Señor. El Papa Nicolás I, no hablaría entonces de la
fórmula bautismal, sino de la fe del sujeto que recibe este sacramento. El sentido de la
decisión papal sería: las personas de las cuales habla el príncipe Bogoris no deben recibir de
nuevo el bautismo si lo han recibido una primera vez según el rito de la Iglesia Católica, es
decir, si han proclamado, antes de la ceremonia, su fe en la Santísima Trinidad o, más
simplemente, su fe en Jesucristo, tal como lo había hecho el eunuco de Etiopía, puesto que
Jesús es uno con el Padre y el Espíritu. Para confirmar su respuesta, además, el Papa habría
agregado una cita de San Agustín. Con ello, Nicolás I recordaba que el bautismo es siempre
administrado con las palabras del Evangelio que incluye explícitamente la invocación de la
Santísima Trinidad y que no necesita la fe del ministro. Confirma esta interpretación el hecho
de que en otro pasaje de su respuesta al príncipe de los búlgaros, el Papa se expresa así: si
han sido bautizados en el nombre de la suma e indivisa Trinidad, son ciertamente cristianos
y, sea quien fuere el cristiano que los hubiere bautizado, no conviene repetir el bautismo (DS
644). Esta respuesta establece cuál debe ser la fórmula bautismal y nada dice sobre la
posibilidad de administrar el bautismo en nombre de Jesús. ¿Por qué debería ser entendido de
otra manera el pasaje citado anteriormente?
Una tercera opinión, más probable y común (cf. Melchor Cano, Belarmino, Suárez),
sostiene que la expresión en cuestión no designa la forma del bautismo sino que se trata
simplemente de una fórmula antitética destinada a caracterizar el bautismo cristiano en
oposición al de Juan. Esta oposición, además, sería fácil de ver en el discurso de San Pedro
(Hech 2, 38), en el que se alude al bautismo de penitencia del Precursor y, sobre todo, en el
pasaje donde San Pablo pregunta a los cristianos de Éfeso con qué bautismo han sido
bautizados, dado que aún no habían oído hablar del Espíritu Santo (cf. Hech 19, 1-5).
En el siglo XII, sin embargo, esta verdad no era tan firmemente conocida. En Francia,
por ejemplo, algunos fieles bautizaron a los niños en peligro de muerte sin pronunciar las
palabras yo te bautizo. El obispo de esa región consultó a otros obispos franceses de otras
zonas sobre la validez del bautismo así conferido. Uno de esos obispos respondió que el
bautismo era nulo a causa de la importancia esencial de las palabras suprimidas. El otro
25
obispo, sin embargo, sostenía la opinión contraria. Los teólogos de la época intervinieron para
dirimir la cuestión, pero sin éxito. Así fue que se hizo necesario acudir a Roma. Alejandro III
declaró que el bautismo era inválido si no se pronunciaban las palabras yo te bautizo: “Si
alguno sumerge un niño tres veces en el agua en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo y no dijera yo te bautizo en el nombre, etc., el niño no es bautizado” (DS 757).
Esta decisión papal, sin embargo, parece que no fue conocida por todos los
escolásticos antes de la mitad del s. XIII, tiempo en que fue publicada, bajo Gregorio IX, la
primera colección de decretales17. San Alberto Magno todavía no habla de ella en su
Comentario a las Sentencias. Así, pues, San Alberto considera más probable la opinión que
niega la validez del bautismo si faltara la expresión yo te bautizo, aunque no la propone como
absolutamente verdadera. Alejandro de Hales, por su parte, conoce los decretales del Papa
Gregorio y confirma su enseñanza. Santo Tomás cita la determinación de Alejandro III y da,
al mismo tiempo la razón teológica: Ya que la aplicación del agua puede ser hecha por
muchos motivos, conviene determinar con las palabras de la forma para qué es hecho. Pero
eso no se produce cuando se dice: en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo,
porque debemos hacer todo en tal nombre. Por consiguiente, si no es expresado el acto del
bautismo, no se cumple el Sacramento (S. Th. III, q. 66, a. 5, ad 2 um). A partir de esta época,
casi todos los teólogos aceptan esta doctrina.
17
Se llaman decretales, en general, a las órdenes o constituciones emanadas por los
Papas. En el lenguaje común de los canonistas, se llama constitución o decreto a las
órdenes hechas motu proprio y se reserva el nombre de decretales para las órdenes
generales hechas en respuesta a preguntas o consultas. El nombre de rescripto se
reserva para las constituciones que tiene por objeto personas privadas o causas de
orden particular. El término bula o breve indican solamente la forma exterior en la cual
son enviadas las cartas, los decretales, los rescriptos, etc. Al inicio, el término decretal
tenía un sentido más extenso designando, también, las órdenes de los obispos. Un
último sentido del término es el de colección de decretales. Entre los decretales
tomados en este último sentido son memorables los decretales de Graciano y de
Gregorio IX. Este papa ordenó a San Raimundo de Peñafort elaborar un nuevo decretal
poniendo orden y unidad en los anteriores (11230-1234).
26
UNIDAD 4:
EFECTOS DEL SACRAMENTO DEL BAUTISMO
El sermón que San Pedro pronuncia el día de Pentecostés, expresa en forma sencilla
los tres elementos constitutivos del efecto del bautismo, al responder a la pregunta de los
fieles: “¿qué debemos hacer?”: “Conviértanse, y que cada uno de ustedes se bautice en el
nombre de Jesucristo, para remisión de sus pecados y recibirán el don del Espíritu Santo”
(Hech 2, 38). También Pablo escribe a los efesios: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó por
ella, para santificarla, purificándola con el baño de agua por la palabra” (5, 25).
Estos tres efectos están relacionados entre sí como un único efecto básico del rito de
iniciación, lo que resulta especialmente claro en San Juan y San Pablo, al determinar de
forma más concreta el efecto del bautismo como “nacimiento de Dios” (Jn 1, 13; 1 Jn 3, 8s),
como “nacimiento de arriba” (Jn 3, 7), como “nacimiento del agua y del Espíritu Santo” (Jn
3, 5). Nicodemo entendió esta doctrina como “segundo nacimiento”, en relación con el
primero, el natural, como un “renacer”, como dice Pedro en 1Pe 1, 3.23, que habla de una
“regeneración” y “renacimiento”. Pablo considera que la salvación está garantizada por el
“baño regenerador y renovador del Espíritu Santo” (Tit 3, 5), que convierte al hombre en
“hijo de Dios” (Rom 8, 16; Gál 4, 5ss), es una nueva creación (Gál 6, 15; 2 Cor 5, 17). El
sentido de esta nueva creación o nuevo nacimiento es “sobrenatural”; es producido por el don
del Espíritu Santo, por el que llamamos a Dios nuestro Padre, es decir, nos hacemos “hijos de
Dios”.
1. Gal 3,27: «Todos los que fuisteis bautizados en Cristo, os habéis revestido de
Cristo».
Cristo es «el hombre nuevo», Adán «el hombre viejo» (cf. Rom 5,12-21). Os
habéis despojado del hombre viejo y os habéis revestido del hombre nuevo (cf.
Col 3,9ss).
Pablo caracteriza al hombre viejo que practica todavía una conducta pagana, y
que, por tanto, camina por el sendero de la perdición en sus placeres engañosos
(Gal 4,22). La exigencia que se presenta al hombre nuevo y su característica es:
renovarse en el espíritu y en los sentimientos (Ef 4,23), como hijos de la luz
27
producir el fruto de la luz (Ef 5,9) o del Espíritu (Gal 5,22). En resumen dice
San Pablo: «Todo lo que hagáis de palabra o de obra, hacedlo en el nombre del
Señor Jesús dando gracias a Dios Padre por medio de Él» (Col 3,17).
Es importante el tema del vestido; en la antigüedad el vestido se llevaba para
siempre. El Bautismo es un revestimiento ontológico que conlleva la
incorporación al misterio de Cristo.
2. Rom 6,3-11: Es el texto más importante en relación con la idea paulina del
bautismo: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos sumergidos por el Bautismo en
Cristo Jesús, fue en su muerte donde fuimos sumergidos? Pues por medio del
Bautismo fuimos juntamente con Él sepultados en su muerte, para que, así como
Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también
nosotros caminemos en una vida nueva. Porque, si estamos injertados en Él, por
muerte semejante a la suya, también lo estaremos en su resurrección.
Comprendamos bien esto: que nuestro hombre viejo fue crucificado junto con
Cristo, a fin de que fuera destruido el cuerpo del pecado, para que no seamos
esclavos del pecado nunca más. Pues el que una vez murió, ha quedado
definitivamente liberado del pecado. Por lo tanto, si hemos muerto con Cristo,
tenemos fe de que también viviremos con Él, sabiendo que Cristo, una vez
resucitado de entre los muertos, ya no muere más: la muerte ya no tiene dominio
sobre Él. Porque en cuanto a que murió, para el pecado murió de una vez para
siempre; pero en cuanto a que vive, vive para Dios. Así también vosotros
consideraos, de una parte, [que estáis] muertos al pecado; y de otra, vivos para Dios
en Cristo Jesús».
Para entender correctamente el efecto del bautismo como un todo y cada uno de los
efectos en conexión íntima, es necesario partir en primer lugar del modelo del “rito de
iniciación” ya expuesto. En el bautismo se inicia la justificación del hombre por Dios, que
describe el Concilio de Trento, como “el paso del estado en el que el hombre nació como hijo
del primer Adán, al estado de gracia y a la aceptación de la filiación divina (Rom 8, 15) por
28
el segundo Adán, Jesucristo, nuestro salvador. Esta transición, según la predicación del
Evangelio, no es posible sin el baño de la regeneración (Tit 3, 5) o el deseo de él, conforme a
las palabras de la Escritura: “Quien no nace de agua y de espíritu, no puede entrar en el
reino de Dios” (Jn 3, 5)” (D 796 – DS 1524). Todo lo que la doctrina de la justificación ha
expresado respecto de este acto histórico-salvífico fundamental en el hombre, tiene su
fundamento sacramental en el hecho del bautismo.
Podemos considerar este hecho, en primer lugar como efecto para el hombre, como
“purificación del pecado”, después como acción por parte de Dios, como “santificación por
el Dios trino”, y finalmente hay que pensar en su “efecto de formación de la Iglesia”, en
atención al significado de la capacidad de signo del sacramento, que tiene validez, aún
cuando los efectos sobrenaturales de justificación no tengan lugar debido a la culpa humana.
Para terminar hay que comprender en forma más concreta este efecto de formación de la
Iglesia desde su contenido interno, como participación del sacerdocio de Cristo.
1. La purificación del pecado: La Iglesia enseña: por el bautismo se perdonan todos los
pecados, el pecado original y todos los pecados personales que el hombre ha cometido
hasta su bautismo, así como de todas las penas del pecado [cf. CEC 1263; S. Th. III.
Q. 69, a. 1].
a) Ya el profeta Ezequiel (36, 25-27) y los Hechos de los Apóstoles (2, 38; 22, 16)
hablan de un “bautismo para el perdón de los pecados”. Que ese perdón sea completo lo
muestra claramente Rom 8, 1: “Así, pues, ahora ya no pesa ninguna condena sobre
quienes están en Cristo Jesús” (cf. Ef 5, 27 que habla de la Iglesia sin mancha ni arrugas,
santa e inmaculada).
b) La doctrina aparece clara en la Tradición. Tertuliano, Jerónimo, Agustín 18. La
misma doctrina se encuentra en todas las profesiones de fe, como el Apostolicum: “creo en
el único bautismo de penitencia para el perdón de los pecados” (D 9 - DS 41); en el
Niceno-Constantinopolitano (D 86 – DS 150), en la profesión de fe que Inocencio III le
exigió a los valdenses en 1208 (D 424 – DS 794), y en el Decretum pro Armeniis (D 696 –
DS 1314).
c) Esta verdad sólo fue negada por aquellos que no hicieron una clara distinción entre
el pecado y las consecuencias del pecado, entre la tentación al pecado y el hecho del
pecado; así el origenista Proclo19, contra el que se volvió especialmente Metodio; los
mesalianos, que sólo esperaban el perdón de los pecados por la continua oración y en
especial los reformadores Lutero y Calvino, que sólo aceptaban una “no imputación del
pecado”, pero no una extinción del mismo.Trento declara: “Si alguien dice que por la
gracia de Nuestro Señor Jesucristo, que se confiere en el Bautismo, no se remite el reato
del pecado original, o también si afirma que no se destruye todo aquello que tiene
verdadera y propia razón de pecado, sino que sólo se rae o no se imputa, sea anatema” (D
792, DS 1515).
2. Por el bautismo se borran también todas las penas del pecado. Por eso al que se
bautiza la Iglesia no le impone ninguna “penitencia”. El Decreto para los Armenios
declara: “El efecto de este sacramento es la remisión de toda culpa original y actual, y
también de toda la pena que por la culpa misma se debe. Por eso no ha de imponerse a
los bautizados satisfacción alguna por los pecados pasados, sino que, si mueren antes
18
Para Tertuliano: De bapt. 5, 6; Jerónimo: Ep 33, 2: Agustín: De símbolo ad cat. c. 10,
n. 10; PL 40, 659)
19
cf. Epifanio, Haer. c. 64, nn. 42-47: PG 41, 1136-1150.
29
de cometer alguna culpa, llegan inmediatamente al reino de los cielos y a la visión de
Dios” (DS 1316). El bautismo de agua se equipara aquí al bautismo de sangre del
martirio; así explica Santo Tomás: el bautismo proporciona total purificación, “es, por
tanto, manifiesto que a todo bautizado se le aplican los méritos redentores de la pasión
de Cristo, como si él mismo hubiese padecido y muerto” (S. Th. III, q. 69, a. 2). El
efecto del bautismo es por tanto la apertura del reino de los cielos (Ibíd., a. 7).
Que el Bautismo no borra todas las consecuencias del pecado original y del pecado
personal, se puede comprender por lo que sigue: (a) la culpa original penetra en la
naturaleza del hombre, mientras que la gracia del Bautismo como realidad sobrenatural
se orienta más bien a la colaboración personal del hombre, conservando la santidad de
la libertad humana; (b) la justificación tiene lugar mediante la incorporación a Cristo,
pero Cristo mismo acogió en sí las consecuencias del pecado, la pasión, la muerte y
hasta la tentación, por lo que también el cristiano debe recorrer en Cristo este via crucis
hacia la glorificación definitiva (Cf. S. Th. III, q. 69, a. 3, ad 3um)
El Bautismo no tiene poder de perdonar los pecados futuros, como Joviniano había
enseñado hacia el año 400, invocando 1 Jn 3, 9: “quien ha nacido de Dios no peca,
porque su germen (Dios) permanece en él; y no puede pecar, porque ha nacido de
Dios”. San Jerónimo en su réplica (Adv. Jovin. II, n.1s: PL 23, 281ss) remite a 1 Jn
1,8ss: “si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la
verdad no está en nosotros…Si confesamos nuestros pecados, fiel es y justo para
perdonarnos los pecados y para purificarnos de toda iniquidad…”; y 1 Jn 2, 1: “Hijos
míos, les escribo esto para que no pequen. Y si alguno peca, abogado tenemos ante el
Padre: a Jesucristo, el justo”. El Concilio de Trento declaró: “Si alguno dijere que
todos los pecados que se cometen después del Bautismo, con el mero recuerdo y la fe
del Bautismo recibido o se perdonan o se convierten en veniales, sea anatema» (D 866,
DS 1623).
20
Esto para recibir la gracia del sacramento. Como veremos después, aún sin
disposiciones adecuadas se recibe el carácter.
30
es el signo de la incorporación a la muerte y resurrección de Cristo, en las que tiene
origen todas las gracias y nuestra salvación.
Los griegos, desde San Justino (Apología I c. 61, c. 65) llaman al sacramento del
bautismo, en razón de su efecto, “iluminación” (photismós). Según afirma la Escritura,
Dios es Luz y Vida, y el bautismo nos hace participar de la luz divina y de la vida divina
(Sal 82, 6; Jn 10, 34; 2 Pe 1, 4). San Pablo habla de pasar de las tinieblas a la luz, el
evangelista San Juan dice que Cristo es la Luz que vino al mundo a iluminar a todos los
hombres (Hch, 26, 18; Jn 1, 3s. 9; 8, 12; 12, 36). Ya Heb 6, 4; 10, 32 y 1 Pe 2, 9, señalan el
acontecimiento de hacerse cristiano como “iluminación”. Gregorio Nacianceno expone
largamente en sus sermones de Epifanía y día siguiente, del 381 en Constantinopla, este
31
mismo misterio de iluminación del bautismo. También Santo Tomás menciona que el
bautismo ilumina en S. Th. III, q. 69, a 5.
El efecto santificador del Bautismo nos hace una «criatura nueva» (2 Cor 5,17),
nos abre el acceso al «Reino de Dios» (Jn 3,5; vitae spiritualis ianua: Concilio de Florencia
D 696 – DS 1314) y nos da la garantía de la «vida eterna» (Jn 4,14).
Respecto de la vida terrena del hombre esto significa que con estos dones de
gracia (Ef 5,26) se nos da a la vez el germen de las virtudes teologales (somos capaces de
creer en Dios, de esperar en Él y de amarlo) y las virtudes morales sobrenaturales, infusas
(cf. CEC 1266). El Concilio de Vienne (1312) explica, en contra de las restricciones de
Pedro Juan Olivi sobre todo en el bautismo de los niños: “nosotros, empero, en atención a
la universal eficacia de la muerte de Cristo que por el bautismo se aplica igualmente a
todos los bautizados, con aprobación del sagrado Concilio, hemos creído que debe
elegirse como más probable y más en armonía y conforme con los dichos de los santos y
de los modernos doctores de teología la segunda opinión que afirma conferirse en el
bautismo la gracia informante y las virtudes tanto a los niños como a los adultos” (D 483
– DS 904). Igualmente el Concilio de Trento subraya con toda energía los dos efectos del
bautismo (D 791s – DS 1514s).
2. Por lo que respecta al contenido mismo del efecto de formación de la Iglesia propio del
bautismo, hay que afirmar: el bautismo no sólo incorpora a la Iglesia, que debe entenderse
como “ámbito de la gracia para el individuo en este mundo”. Incorpora además a la
Iglesia viviente, que por su vida misionera seguirá creciendo y ganará cada vez más al
mundo para Cristo.
33
Esto tiene como consecuencia que el bautismo concede de forma especial una
participación en los ministerios de la Iglesia, que no son sino participación en los
ministerios de Jesucristo mismo. La Constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II
subraya por ello (n. 32) la comunión de la dignidad de todos los miembros de la Iglesia
conferida por el renacimiento en Cristo (Ef 4, 5). Se expone de forma profunda la
participación en el sacerdocio, en el oficio profético y en el ministerio real de Cristo (nn.
33-36).
Por el Bautismo el cristiano es configurado con Cristo (cf. Rom 8,29). [CEC
1272]. El efecto del sello bautismal no es sólo que el bautizado viene a ser propiedad de
Cristo, como signo de Cristo, sino que se hace que se configure también a la imagen de
Cristo (signum configurativum: Rom 8, 29), le obliga a imitar activamente a Cristo en este
mundo (signum obligativum: Mt 9, 9; 10, 38; 19, 21; Jn 1, 43; 21, 19) y mediante su acción
de gracia le ayuda a llevar una auténtica vida de cristiano (signum dispositivum: Gál 2, 20).
El sello bautismal capacita y compromete a los cristianos a servir a Dios mediante una
participación viva en la santa Liturgia de la Iglesia y a ejercer su sacerdocio bautismal por
el testimonio de una vida santa y de una caridad eficaz (cf. LG 10). [CEC 1273]. Este sello
no es borrado por ningún pecado, aunque el pecado impida al Bautismo dar frutos de
salvación (cf. DS 1609-1619). Dado una vez por todas, el Bautismo no puede ser reiterado
[CEC 1272].
21
En este documento del papa Pío XII se hace una reflexión honda sobre el sentido y la
tarea del sacerdocio bautismal.
34
Frente a este sacerdocio bautismal la antigua Iglesia (de Oriente y de Occidente)
conoce desde el principio un sacerdocio consagrado propiamente dicho, que se basa en la
institución de los apóstoles, elegidos y enviados personalmente por Cristo. Este sacerdocio
no se transmite por el Bautismo, sino que se les concede a los bautizados por el Orden. La
relación ente ambas formas de participar en el sacerdocio de Jesucristo, ha sido puesta de
relieve por el Concilio Vaticano II en LG 10-11 y en otros documentos eclesiales22.
22
Cf. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Temas selectos de Eclesiología (1984), n.
7. Se pueden mencionar también lo que afirma la Christifideles laici y el CEC.
35
UNIDAD 5:
MINISTRO Y SUJETO DEL BAUTISMO
El tema de esta unidad permite ver la importancia que tiene el bautismo como rito de
iniciación, tanto para la Iglesia como para la salvación del individuo, y ayuda a tener
respuestas a la problemática de la necesidad del bautismo para la salvación, que se deriva de
la validez del bautismo adecuadamente administrado. La base de esta respuesta es la
diferencia entre el llamado “bautismo solemne” y el “bautismo de emergencia” o “bautismo
en caso de necesidad”, que se halla objetivamente (aunque no conceptualmente expresado)
en Tertuliano. Aquí se considera el “bautismo solemne” primariamente a partir de la Iglesia y
como rito de iniciación en la Iglesia, como función de la Iglesia misma, visible, pública y
social. El “bautismo de emergencia” por el contrario viene determinado a partir del individuo
y de su salvación eterna, prescindiendo de la Iglesia como institución, aun cuando el bautismo
de emergencia también incorpora a la Iglesia como pueblo de Dios y tiene para el individuo el
mismo efecto que el bautismo solemne. La diferencia entre las dos formas de bautismo
estriba en la persona del “ministro”.
Dada la voluntad salvífica universal de Dios y la necesidad absoluta del bautismo para
la salvación, la Iglesia siempre ha enseñado que todo hombre puede bautizar válidamente y,
en caso de necesidad, también lícitamente. Dice el CEC 1256:
23
Santo Tomás dice: “Pertenece a la misericordia de Aquél que quiere que todos los
hombres se salven (1 Tim 2, 4) que en aquellas cosas que son necesarias para la
salvación, el hombre encuentre fácilmente el remedio. Entre todos los sacramentos, el
de máxima necesidad es el bautismo, que consiste en la regeneración del hombre para
la vida espiritual. Los niños, en efecto, no pueden alcanzar esa regeneración por otro
camino. Los adultos, por su parte, tampoco pueden obtener la plena remisión de sus
pecados, en lo que se refiere a la pena y a la culpa, sin el bautismo. Por consiguiente,
puesto que el hombre no puede padecer ninguna falta acerca de un remedio tan
necesario, ha sido instituído que la materia del bautismo sea común, es decir, el agua,
que todos pueden conseguirla, y que también pueda ser ministro del bautismo
cualquier persona, aun alguien no ordenado, a fin de que el hombre no pierda la
salvación por no poder bautizarse” (S. Th. III, q. 67, a. 3; Cf. Catecismo del Concilio de
36
comienzo se distingue claramente entre el ministro del bautismo solemne y el ministro del
bautismo en caso de necesidad.
1. Los ministros ordinarios del bautismo (solemne) son el obispo, los presbíteros (en
primer lugar los párrocos) y los diáconos, en cuanto sus colaboradores. El mandato de
bautizar se dirige a los Apóstoles, pero ellos no bautizaron muchas veces por sí mismos, sino
que dejaron que lo hicieran otros (Hech 10, 48; 1 Cor 1, 17). Cuando San Ignacio de
Antioquia afirma: “Sin el obispo no se puede bautizar ni celebrar la eucaristía” (Ad Smyrn. c
8, 2) quiere decir que debe existir el mandato de la Iglesia. De igual forma dice Tertuliano “El
derecho supremo a administrar el bautismo lo tiene el supremo sacerdote, que es el obispo, a
continuación los sacerdotes y diáconos, pero no sin autorización del obispo, por la
veneración debida a la Iglesia, con cuya observación se garantiza la paz. En otros casos
(alioquin: ibid. n. 2; in necessitatibus; ibid. n. 3) también tiene derecho los laicos; pues
donde se recibe gratuitamente se puede transmitir en la misma forma…” (De baptismo 17:
CChr I 291).
Como sea, el hecho de que todo hombre pueda bautizar válidamente no significa que
pueda hacerlo siempre de manera lícita. Dice Santo Tomás: “El poder de bautizar pertenece
al orden sacerdotal según una mayor conveniencia y solemnidad, pero esto no es necesario
para la validez del sacramento. Por ello, aun fuera de un caso de necesidad, si un laico
bautizara, ciertamente pecaría aunque conferiría válidamente el sacramento del bautismo y,
así, aquél que fuera de este modo bautizado, no debería ser rebautizado” (S. Th. III, q. 67, a.
3, ad 1um).
El obispo es el ministro ordinario del bautismo por mandato de Cristo a los Apóstoles.
Lo atestiguan los Padres (San Ignacio de Antioquia y Tertuliano), y es acorde con la recta
razón. En efecto, por medio del bautismo el hombre es hecho miembro de la Iglesia, y
corresponde al jefe de una sociedad, en este caso la Iglesia, recibir en ella a sus nuevos
miembros.
El Aquinate fundamenta sus razones en que “el hombre que bautiza realiza un
ministerio externo. Cristo, sin embargo, bautiza interiormente y puede usar cualquier
hombre para todo lo que Él quiere. Por ello, el no-bautizado puede bautizar” (S. Th. III, q.
67, a. 5, ad 1um). El hecho de que tal hombre no pertenezca a la Iglesia no es un impedimento
para la validez del bautismo que administra. En efecto, “aquél que no está bautizado, aunque
no pertenezca a la Iglesia real y sacramentalmente, puede, con todo, pertenecer a ella con la
intención y la semejanza de sus actos, es decir, en cuanto que intenta hacer lo que hace la
Iglesia y en cuanto que observa la forma de la Iglesia al bautizar. Así obra como ministro de
Cristo, cuya virtud no está ligada a los bautizados ni a ningún sacramento” (S. Th. III, q. 67,
a. 5, ad 2um)
La Iglesia occidental ha hecho suya esta doctrina, como lo demuestra el Decretum pro
Armeniis (1439; DS 1315), así como la determinación de la profesio fidei orientalium de
Benedicto XIV en 1743 (DS 2536). Este texto dice: “El bautismo es necesario para la
24
Así dice el texto de la Suma: “Los sacerdotes son ordenados para confeccionar el sacramento del
cuerpo de Cristo, como se ha dicho antes (q.65 a.3). Ahora bien, éste es el sacramento de la unidad de la
Iglesia, según lo que dice el Apóstol en 1 Cor 10,17: Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo,
pues todos participamos de ese único pan. Pero el bautismo confiere a uno la participación en la unidad de la
Iglesia. Luego también le da derecho a acercarse a la mesa del Señor. Y, por eso, como al sacerdote
corresponde consagrar la Eucaristía que es a lo que principalmente se ordena el sacerdocio, así es oficio
propio del sacerdote bautizar, pues parece que debe ser el mismo quien produzca el todo y quien disponga las
partes en el todo”
25
Cf. Catecismo Romano. Pars II, c 2, nn. 24-25.
26
Cf. Contra ep. Parm. II, c. 13, n. 29: PL 43, 71
38
salvación, y por ende, si hay inminente peligro de muerte debe conferirse inmediatamente sin
dilación alguna y que es válido por quienquiera (a quocumque) y cuando quiera fuere
conferido bajo la debida materia y forma e intención”. Aquí se puede ver que la autorización
(en la Iglesia occidental) para que un no-cristiano actúe como ministro del bautismo se basa
en la necesidad del bautismo. La Iglesia oriental demuestra más reservas en el bautismo
administrado por los laicos (para Basilio es inválido, el Concilio de Constantinopla de 1672
lo permite sólo a laicos fieles, y rechaza el administrado por no bautizados).
El sujeto posible del bautismo es todo hombre, que no ha sido bautizado todavía, pues
Dios quiere que todos los hombres se salven y llegue al conocimiento de la verdad (1 Tim 2,
4) y el bautismo es la puerta de acceso al reino de Dios (cf. Jn 3, 5). El Código de Derecho
Canónico c. 864, dice “Es capaz de recibir el bautismo todo ser humano aún no bautizado y
sólo él”. La determinación de que sólo el hombre es capaz de bautismo, se dirige contra
relatos legendarios (cf. las Actas de Pablo, falsas), donde se habla del bautismo de animales.
El requisito de que sólo el homo viator, el hombre en estado de peregrino, puede recibir el
bautismo, se dirige contra los que defienden el bautismo de los muertos, que menciona ya
Pablo (1 Cor 15, 29) y contra los que tuvo que defenderse la Iglesia en todo tiempo (cf. San
Agustín; Concilio de Cartago 397; Fulgencio de Ruspe, + 532; el obispo Burchard de Works:
DThC II 360-364). El bautismo es absolutamente único, sólo lo puede recibir el hombre que
todavía no ha sido bautizado. Por imprimir carácter sacramental, no puede ser repetido.
Ahora bien, la destinación universal del bautismo no significa que todo hombre no
bautizado pueda recibirlo sin más. Para ello son necesarios ciertos requisitos:
Para el hombre adulto, que además del pecado original ha cometido pecados
personales, es necesario que no sólo acceda al bautismo libremente, sino que también exista
27
Para fuentes ver PL 3, 997-1204.
28
Cf. IVO DE CHARTRES, Panormia I, c. 22s: PL 161, 1051s.
39
el necesario conocimiento (por ello la instrucción de los catecúmenos), así como la necesaria
preparación (dolor sobrenatural, aunque sea imperfecto: Hech 2, 38) y los actos de
preparación, que exige el Concilio de Trento para la justificación (DS 1526s)29. Ya bajo
Inocencio III (1201) se trató de la cuestión de la libertad al recibir el bautismo, porque esta
cuestión va unida a otra acerca de las obligaciones cristianas que se derivan del bautismo, así
como del problema de la sinceridad del candidato al bautismo, porque los efectos del mismo
quedan condicionados por ella (cf. DS 780s).
El catecumenado tuvo su gran desarrollo desde el siglo II. La materia y duración eran
diferentes según países y tiempos. Las grandes catequesis de Cirilo de Jerusalén (+ 386), de
29
Podemos concretizar los requisitos afirmando:
a) Ante todo, para que un adulto pueda acceder al bautismo se necesita, en el
orden de la causalidad material, que se arrepienta de sus pecados.
Evidentemente, no es necesario que no tenga pecados, al contrario, pues el
bautismo de adultos no sólo se ordena al perdón de la culpa y de la pena del
pecado original, sino también a la remisión de la culpa y de la pena, debidas a
los pecados personales. En este sentido, son los pecadores los que están
especialmente llamados a ser bautizados. Sin embargo, para poder recibirlo
hace falta que se arrepientan de sus faltas. Sin el cumplimiento de esta
condición no se debe conferir el sacramento del bautismo a ningún adulto. No
debe, sin embargo, exigírsele que confiese exteriormente sus pecados ni se le
debe imponer ninguna obra satisfactoria. La confesión externa de los pecados
hecha al sacerdote pertenece al sacramento de la confesión, y por ello no
puede preceder al bautismo que es la puerta de los demás sacramentos (cf. S.
Th. III, q. 68, a. 6 c). Además, en el bautismo, el bautizado es incorporado a la
muerte de Cristo que satisfizo infinitamente por todos los pecados. Sería una
injuria contra la misma Pasión del Señor querer imponer al bautizado una
satisfacción innecesaria considerando así la muerte de Cristo como insuficiente
para satisfacer (cf. q. 68, a. 5 c). Con todo, las razones que explican esta norma
son (cf. S. Th. III, q. 68, a. 4 c):
La voluntad sujeta al pecado impide la incorporación a Cristo que
produce el bautismo. Cf. Gál 3, 27 y 2 Cor 6, 14.
Ni Cristo ni la Iglesia deben realizar acciones condenadas ciertamente al
fracaso desde el comienzo. Así sería la administración del bautismo a
alguien aferrado al pecado. En efecto, en tal condición nadie podrá verse
liberado del mal que el bautismo tiene por fin purificar.
La significación sacramental no debe ser falsa. Pero así sería si alguien
accediera al bautismo sin el propósito de enmendarse de sus pecados.
En efecto, quien se acercara al bautismo manteniendo mala voluntad
haría un gesto contrario a su significación sacramental.
De todo ello se infiere la posibilidad de diferir en un adulto el bautismo
hasta dar muestras de suficiente conversión, no así en el caso de niños sin
uso de razón. Si el adulto da muestras suficientes de profunda conversión e
instrucción en la fe, o si se encontrare en peligro de muerte, no sería
prudente tal dilación del sacramento (cf. q. 68, a. 3 c).
b) Además de abandonar el pecado, el adulto debe profesar la fe verdadera
para recibir el bautismo. Debe distinguirse aquí: la recepción válida del
sacramento no exige la recta fe ni del bautizando ni del ministro si por ella se
entiende la aceptación plena de todas las verdades reveladas y enseñadas por
la Iglesia como tales. La razón de ello es que la eficacia del sacramento
depende sólo de la virtud divina. Sin embargo, aún en este caso, es necesaria,
al menos, recta fe respecto del sacramento bautismal de manera que quede
suficientemente garantizada la mínima intención requerida para su válida
recepción, a saber: intentar recibir el sacramento tal como Cristo lo instituyó y
la Iglesia lo administra. La recepción fructuosa del bautismo, sin embargo,
exige la recta fe también respecto de Cristo, aunque no sea madura, puesto
que, como enseña San Pablo (Rom 3, 22), la justificación nos viene de Dios por
la fe en Jesucristo (S. Th. III; q. 68, a. 8; Cf. CEC 1253).
40
Gregorio de Nisa (+394), de Teodoro de Mopsuestia (+428), de Ambrosio (+397), de Agustín
(+431, De catechizandis rudibus), y otros, son importantes testimonios. Los ritos y sentido de
los tres sacramentos de iniciación, se explicaban después de la celebración, en las “catequesis
mistagógicas”. Esta institución tan importante en la vida de la Iglesia primitiva se fue
perdiendo y hasta las misiones jesuíticas del siglo XVI no volvió a introducirse 30. En el siglo
XIX se introduce con más fuerza en África y luego en Francia, hasta restaurarse en el concilio
Vaticano II.
Las primeras referencias al bautismo de los niños las ofrece la misma Escritura, al
afirmar que se hicieron bautizar algunas personas “con toda su casa” (así el Centurión
Cornelio: Hech 10, 44-48; Lidia: Hech 16, 15; el carcelero de Troas: Hech 16, 33) Pablo
mismo dice que él sólo bautizó a Estefanas y su casa (1 Cor 1, 16). En estas afirmaciones lo
que se puede decir es que si bien no se menciona explícitamente el bautismo de los niños, no
se los descarta. Con la expresión “casa” se alude ciertamente a la familia con los hijos, y muy
probablemente también a los criados pertenecientes a la casa. En el ámbito helenístico, la
religión no es cosa del individuo solo, sino de la comunidad natural, que lo sustenta y lo
forma. Esta es razón externa de que esta forma de bautismo se halla impuesto desde el
principio de la Iglesia, como la circuncisión de los niños en el AT por mandato de Dios (Gn
17, 10-12). Pablo coloca la circuncisión efectuada en el niño a los ocho días, y el bautismo
cristiano en el mismo plano en Col 2, 11s y Rom 2, 29.
En Agustín todo esto tiene un fundamento teológico debido a su doctrina acerca del
pecado original, que presenta el bautismo incluso de los niños como un orden de la Iglesia
necesario para la salvación. Expone de manera profunda estas ideas en contra de los
pelagianos31.
Aquí se ve claro que el bautismo es un rito de iniciación para la Iglesia. De esta idea
dogmática del hombre así como del sacramento, de la justificación así como de la Iglesia, el
bautismo de los niños está plenamente fundado.
Otra cuestión más de tipo pastoral, aunque también doctrinal, es la importancia que
tiene la voluntad de los padres para la santificación de los niños y si éstos pueden o han de ser
bautizados contra la voluntad de los padres, sobre todo en el caso de los niños judíos (DS
2552ss; 2562). La Iglesia ha rechazado siempre explícitamente el bautizar a los niños sin el
consentimiento de los padres, aún cuando explicó con San Agustín32 que la fe de los padres es
útil para los hijos, pero que la infidelidad de los padres no les perjudica. Desde el punto de
vista dogmático hay que decir que en el caso que los padres no creyentes pidan el bautismo
para sus hijos, deberían ser bautizados, aun cuando los padres no practiquen su fe. Habrá que
asegurar el acompañamiento cristiano para ese niño (que tenga garantía el desarrollo de la fe).
31
Ep. 166, c 8, n. 23: PL 33, 730; De Gen. Ad lit. X, c. 23, n. 39; PL 34, 425s; De peccat.
Mer. Et remiss. I, c. 26, n. 39 ; III ; c. 5, n. 10, 11 : PL 44, 131 ; 190s ; Contra Jul. VI, c.
5, n. 11; c. 19, n. 59: PL 44, 289; 858.
32
Ep 98 ad Bonif. C. 10: PL 33, 364: cf. Decretum Gratiani III, De Consecr. 4, c. 129,
130, 7.
33
También las soluciones 2 y 3 son interesantes para leer.
42
De ello se desprende que, fuera del caso de peligro de muerte, no debe ser bautizado
un niño pagano en contra de la voluntad de sus padres. La razón es que, por ley natural, el
niño sin uso de razón depende de sus padres y esa ley debe ser respetada aun cuando la
intención de conferir el bautismo fuera liberar al niño de la muerte eterna (cf. S. Th. III, q. 68,
a. 10, ad 1um). Sería peligroso bautizar a un niño que luego sería criado en un ambiente infiel,
pues por el afecto que lo une a los padres, muy fácilmente podría apostatar de la fe en la que
hubiere sido bautizado. Distinto si está en peligro de muerte. Respecto de los dementes, cf. S.
Th. III, q. 68, a. 12.
UNIDAD 6:
LA NECESIDAD DEL BAUTISMO PARA LA SALVACIÓN
INTRODUCCIÓN
34
En la introducción a la cuestión 68 de la tercera parte de la Suma, se usa una
terminología similar que puede servir para entender mejor la cosa. Allí se dice: Hay
dos clases distintas de necesidad:
a) Necesidad de precepto: Existe cuando estamos obligados a hacer u omitir
una cosa que se preceptúa o prohíbe bajo pena de incurrir en una
desobediencia respecto de la autoridad legítima que manda. De suyo, el
secundar ese precepto se impone como necesario para no pecar, porque tan
solo entran en juego, por una parte, el derecho a mandar, y por otra, la virtud
de la obediencia; consiguientemente, cualquier ignorancia inculpable, buena fe,
imposibilidad física o moral, puede servir de legítima excusa en el
incumplimiento de ese precepto, o lo que es igual, suponerlo prácticamente
como inexistente.
b) Necesidad de medio: Esta clase de necesidad tiene un alcance bastante
mayor que la precedente, porque no admite excusa moral ni atenuantes de
ningún género. Tiene lugar cuando la obra o cosa que se prescribe es de tal
condición que sin ella no se puede alcanzar el fin propuesto; para nacer es
preciso ser engendrado, y para contemplar el color de los objetos necesitamos
el órgano de la visión; sin estos medios no pueden alcanzarse dichos efectos.
Aún podemos distinguir en la necesidad de medio dos grados:
1º. La necesidad absoluta: es exigida por la naturaleza intrínseca del objeto que
se trata de alcanzar, y que no puede ser suplida por ningún otro medio, ni
siquiera empleando un omnipotencia como la divina; v. gr. la razón es un medio
de absoluta necesidad para que el hombre actualmente pueda discurrir; la
gracia es algo absolutamente necesario para obrar sobrenaturalmente.
2º. La necesidad de medio puede ser también hipotética, y existe cuando por
ordenación positiva quedó fijado algo como medio necesario para conseguir
una cosa que se ofrece o promete; fue posible haber dispuesto previamente las
cosas de otra forma, e incluso no repugna intrínsecamente que el autor de ese
ordenamiento pueda en casos extraordinarios futuros adoptar también otros
medios excepcionales. Valga, con las debidas salvedades el siguiente ejemplo:
para poder hacer válidamente la primera profesión religiosa se necesita como
medio necesario un noviciado prolongado, al menos durante un año [normativa
del CDC anterior]; y esto es así porque participamos de la hipótesis legal que
establece ese camino como necesario para llegar a la profesión. Es cierto que la
Iglesia podría haber dictado otra norma, pero de hecho no lo hizo; tampoco se
le puede negar el derecho de dispensar en esa ley e incluso sustituirla por otra
diferente; pero, mientras eso no ocurra, el medio necesario para hacer
válidamente la profesión religiosa sigue siendo, entre otros, el cumplimiento
previo durante un año del noviciado canónico.
Esta necesidad de medio hipotética admite otras dos facetas:
a) Puede ocurrir que esos medios de los que venimos hablando sean
necesarios realmente en sí mismos; es decir, que dada la disposición
positiva acerca de los actos humanos, fuese obligatorio, para conseguir el
fin de que se trata, usar realmente de ese sendero, por ser el único que
enlaza el comienzo de nuestra operación con el término. Los teólogos sueles
decir que ese medio se hace entonces necesario in re para alcanzar la meta.
b) También cabe pensar en el caso de que no fuese posible poner en práctica
realmente la condición señalada como necesaria, y ello por circunstancias
44
explica esto con terminología diversa. Habla de la necesidad del bautismo para la salvación
distinguiendo el bautismo recibido in re del bautismo recibido in voto (cf. S. Th. III, q. 68,
a. 2).
Si el bautismo no es recibido ni in re ni in voto, la salvación del adulto no es
posible. Para acceder a la redención es necesario, al menos, recibir el bautismo in voto.
Esta recepción supone una fe explícita, operante en la caridad, al menos en el sacramento
del bautismo. “El sacramento del bautismo es necesario para la salvación porque el hombre
no puede salvarse si no desea, al menos en su voluntad, recibirlo” (S. Th. III, q. 68, a. 2, ad
3um).
extrañas al sujeto agente. Si el autor de esa ley que exige tal o cual medio
como necesario para conseguir el fin fuera tan generoso que se conformara
con la buena voluntad y el deseo intenso de conseguir el fin y de poner los
medios conducentes a él, que por otra parte, le es imposible poner
realmente, entonces resultaría que esos medios bastaba desearlos para
cumplir así con la ley que los exigía. Esta clase de necesidad es llamada por
los teólogos necesidad in voto.
El esquema resulta así:
Necesidad:
I. De precepto.
II. De medio: 1) absoluta
2) hipotética: a) in re
b) in voto.
Si aplicamos esto al bautismo podemos ver el grado de necesidad que encierra
este sacramento:
Iº- Para los que tienen uso de razón, el bautismo es necesario con necesidad de
precepto. Las palabras de Jesucristo son claras y terminantes: el que creyere y fuere
bautizado se salvará, más el que no creyere se condenará (Mc 16, 15-16). Los
apóstoles cumplieron con esta misión divina.
Alcanza a los que tiene uso de razón, pues ninguna ley puede imponerse a los que
carecen en absoluto de la facultad que se necesita para percibir los dictados de la
razón o a los que se encuentran imposibilitados para ponerlos en práctica; para los
otros hay una obligación imperativa de acatar sus mandatos y ejecutarlos fielmente.
Dios, que tiene dominio sobre todas las cosas, ha querido fijar un camino de redención
común a todos los hombres, y éstos , por obediencia al Rey de reyes y Señor de los
señores (Ap 19, 16) que dispone con sabiduría y suavidad el orden de todas las cosas
(Sap 8, 1), caen bajo su suavísima, pero insoslayable jurisdicción; la inobservancia de
sus preceptos, además de constituir un flagrante delito de rebeldía, se vuelve contra el
mismo transgresor en calidad de grave pecado contra la caridad para consigo mismo
al privarse del mayor bien que necesita su alma pecadora.
IIº- El sacramento del bautismo es necesario para todos los hombres con necesidad
relativa de medio “in re” o, por lo menos, “in voto”. Supuesta la economía ordinaria de
la redención tal como Cristo quiso que se llevara a cabo, no tenemos los hombres otro
camino para salvarnos que el bautismo recibido como sacramento. Así consta por las
palabras del Redentor a Nicodemo: en verdad te digo que quien no nace del agua y
del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios (Jn 3, 5). Así lo enseño
repetidamente el magisterio (D 796; 861; 2042) y el CDC.
Aunque de hecho Cristo estableció el bautismo como medio de regeneración, sin
embargo, tenía el derecho de escoger otro sistema más difícil y la facultad que aún
conserva para poder alcanzar el mismo efecto, si esa fuera la voluntad divina,
prescindiendo del signo sacramental. Como la santificación del alma, que se logra por
medio del bautismo, absolutamente hablando, no exige como causa generadora la
ablución sacramental, por eso dijimos en la formulación de esta conclusión que la
necesidad del bautismo era sólo hipotética y no absoluta.
Si una persona no pudiera obtener realmente la ablución bautismal, pero desease, no
obstante, de una manera más o menos clara, pero ciertamente muy sincera e intensa,
disfrutar para sí de dicho medio salvador, entonces bastaría ese acto humano para que
Dios se apiadara de ella y la justificase en el acto; en semejante supuesto, el bautismo
45
I- LA NECESIDAD DEL BAUTISMO PARA LA SALVACIÓN.
La revelación habla de la necesidad del bautismo muy en general: así Cristo ha dejado
como testamento un mandato misional universal con la indicación de hacer discípulos a
“todas las naciones” y de bautizarlas en nombre del Dios trino (cf. Mt 28, 19). Mc 16, 16
añade esta explicación: “el que crea y se bautice, se salvará; pero el que se resista a creer, se
condenará”. Conversando con Nicodemo, Cristo se refiere expresamente a la necesidad del
renacimiento del hombre (Jn 3, 3.5) y le explica el sentido de este nuevo nacimiento. En
Pentecostés, Pedro predica y dice: “Conviértanse, y que cada uno de ustedes se haga
bautizar en el nombre de Jesucristo” (Hech 2, 38). Es así comprensible que el Pastor de
Hermas (Sim. 9, c. 16: PG 2, 995s) suponga que hasta los justos tuvieron que ser bautizados
en el limbo. Tertuliano vió aquí una ley positiva de Cristo (De bapt. 12). La mayor parte de
los padres siguientes (Orígenes, Ambrosio, Agustín) enseñaron una necesidad “objetiva del
bautismo” para quien quiera llegar a la salvación. También el bautismo de los niños atestigua
desde el siglo II la existencia de esta opinión doctrinal de la Iglesia.
sacramento quedaría suplido por el bautismo de deseo. Como éste exige una
intervención directa de Dios y una colaboración intensa por parte del hombre, que
presupone, entre otras cosas, el uso de la razón y un acto intenso de caridad, de ahí se
sigue que únicamente pueda tener lugar en beneficio de los adultos.
Es mucho ya lo que nuestro Señor hizo para comunicarnos los frutos de su redención,
pero no se detuvo ahí su providencia generosa; incluso llega en la práctica a suplir el
bautismo de agua y el de deseo con otro medio extraordinario de regeneración,
aunque sea para casos muy contados y que tendrán lugar muy raras veces: acepta
también como instrumento portador de su gracia justificadora el martirio padecido por
él, tanto en los que sufren concientemente como de los que aún no tienen expedito el
uso de sus facultades mentales.
IIIº- En tanto el bautismo es necesario con necesidad de precepto y de medio en
cuanto que la ley evangélica haya sido promulgada. El Concilio Tridentino declaró
como dogma de fe que es necesaria la recepción del bautismo mediante el signo
sacramental fijado por Cristo, o un deseo eficaz del mismo, una vez que fue
promulgado el Evangelio (D 796). Mientras la Iglesia no diga en forma definitiva si ese
momento llegó ya o no, y no señale la fecha en que el acontecimiento tuvo lugar,
podrán los hombres discutir sobre este hecho, aunque corran peligro de fatales
equivocaciones. Sobre esto mucho se ha discutido en teología. Ver todo este apartado
en la introducción a la III parte de la Suma, cuestión 68. Tomo XII, BAC, Madrid 1957,
pp. 234-239.
35
Los pelagianos, habiendo negado que el pecado original se transmite de padres a
hijos por generación, negaron, para los niños, la necesidad de medio que nosotros
atribuimos al bautismo. Admiten que los adultos necesiten para su salvación este
sacramento, pero sólo en razón de sus pecados personales. De todas maneras,
consideran que para entrar en la vida eterna, el bautismo es necesario sólo con
46
salvación no se comprendió únicamente a partir de Cristo, sino más bien a partir de una ética
natural, como entre los valdenses de la edad media y en Calvino en la reforma (cf. Inst. IV
16, 26). Lutero aceptó la necesidad del bautismo de los niños, aún cuando en su sistema
salvífico no pudo encontrar razones suficientes para ello36. La disputa en torno al bautismo de
los niños en el protestantismo más reciente tiene una base calvinista. El Concilio de Trento
enseñó expresamente contra los reformadores: “Si alguno dijere que el bautismo es libre, es
decir, no necesario para la salvación, sea anatema” (DS 1618). Además determinó la
necesidad del bautismo en forma más concreta como una necessitas praecepti (Mt 28, 19) y
más todavía como necessitas medii relativa, al enseñar que la justificación no podía realizarse
como paso de hijo de Adán a hijo de Dios sine lavacro regenerationis aut eius voto (Jn 3, 5;
DS 1524)37.
Por último, los modernistas, han negado al bautismo de agua toda necesidad de medio
admitiendo solamente una necesidad de precepto (DS 3442).
3. El votum sacramenti se ha de entender como realidad humana, que sólo puede realizarse
en la gracia de Cristo y que en cuanto participa ya de la realidad mística de Cristo y también
de la esencia natural-sobrenatural del signo sacramental, que puede realizarse justamente en
diferentes fases de la realidad ontológica sacramental –pasando por el bautismo de deseo y el
bautismo de sangre hasta el bautismo sacramental-. En la doctrina acerca de la necesidad del
bautismo para la salvación resulta claro que no existe autorredención, que la redención y la
salvación son siempre exclusivamente don de Dios; que este don salvífico de Dios no ha
llegado al hombre como un valor suprahistórico, sino como acción histórica y don de Dios al
necesidad de precepto pero no de medio. Por el contrario, es necesario con necesidad
de medio para entrar en el reino de los cielos, es decir, en la Iglesia.
36
Los protestantes luteranos y calvinistas, no estiman que el bautismo sea necesario
para la salvación. Esto es así sólo para los niños, porque no pueden hacer un acto de
fe, la única que justifica. Admiten, sin embargo, cierta utilidad del bautismo para los
adultos, en cuanto que piensan que el sacramento es ayuda externa de la fe que
justifica.
37
La afirmación de la necesidad de medio extrínseca y relativa del bautismo en orden
a la salvación se fundamenta en la Escritura y fue firmemente sostenida por el
Magisterio eclesiástico. Jn 3, 5-6 declara:
la necesidad universal del bautismo, puesto que una proposición negativa en
tercera persona no admite excepciones. En efecto, en lógica se dice que en toda
negativa el predicado está tomado universalmente. Así, si digo el que no nace del
agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos, separo de toda la
materia contenida bajo el universal “el que no nace del agua y del Espíritu”, la
forma universal “poder entrar en el reino de los cielos”.
La necesidad del medio del bautismo vale también para los niños puesto que lo
que nace de la carne es carne, es decir, permanece dentro del orden natural y no
puede acceder sin medios sobrenaturales adecuados al orden de la gracia.
Al hablar de una necesidad de medio relativa, se entiende que el bautismo de agua
puede ser suplido por otros modos de bautismo, pero todos ellos, sin embargo, en
virtud de la fuerza de la frase de Jn 3, 5, debe decir relación al bautismo de agua. En el
bautismo de fuego o deseo es fácil ver la referencia al bautismo de agua pues consiste
en el deseo de este bautismo de agua acompañado por la caridad y la contrición. En el
bautismo de sangre, también dice relación al bautismo de agua en cuanto que no es,
al igual que el de deseo, un verdadero sacramento. Ni el bautismo de deseo ni el de
sangre, imprimen carácter, y si alguno sobreviviera, debe después ser bautizado en
agua.
47
hombre y siempre vendrá así, porque sólo el hombre histórico es totalmente “hombre”. La fe
cristiana, además, es siempre don sobrenatural de Dios; sin embargo en su figura plena, sólo
se realiza cuando el hombre se convierte en cristiano por el bautismo.
1. Bautismo de sangre: esta forma confiere la justificación como el bautismo de agua, pero no
el carácter indeleble y por tanto tampoco la incorporación a la Iglesia y la capacidad de
recibir los demás sacramentos. Al bautismo de sangre corresponden: la muerte violenta o
martirio, que provoca la muerte; el martirio por amor a Cristo (por la fe cristiana o por la
virtud cristiana); el paciente sufrimiento de estas penalidades por amor a Cristo; el
arrepentimiento por lo menos imperfecto de los propios pecados y la voluntad de recibir el
bautismo de agua en la próxima ocasión. El martirio de grupos herejes o cismáticos no fue
reconocido por la Iglesia38.
Como prueba a favor del bautismo de sangre se cita a Mt 10, 39: “el que haya
perdido su vida por mi causa, la encontrará” (cf. Mt 10, 32; Jn 15, 13; 1 Cor 4, 9). Así lo
han citado Tertuliano (De bapt. 16) Cipriano (Ep. 73, n. 21), Cirilo de Jerusalén (Cat.
Myst. 3, 10: “si alguien no recibe el bautismo, no tiene salvación, exceptuando los
mártires, que reciben el reino de Dios sin el bautismo de agua”) y Agustín (De civit. Dei
XIII, c. 7; De bapt. IV, 17, 24s).
En los niños sin uso de razón, el bautismo de agua solo puede ser suplido por el de
sangre. Se trata de una doctrina cierta. Si el martirio es la aceptación voluntaria de la
muerte causada por un agente extrínseco y sufrida por Cristo, es decir, por motivo
sobrenatural o de cualquier otra virtud en cuanto que por medio de ella se confiesa la
verdadera fe (cf. S. Th. II-II, q. 124, a. 5, c). ¿Cómo aplicar esta definición del martirio a
los niños sin uso de razón? Al parecer ellos no pueden aceptar voluntariamente la muerte.
Pero el martirio, en sí mismo considerado, debe ser aceptado voluntariamente. Por tanto,
al hablar del bautismo de sangre, la noción de martirio debe ser aplicada adecuadamente.
En efecto, los niños bautizados en su propia sangre se dicen mártires, aun cuando no hayan
gozado del uso de la razón, por la gloria del martirio que por gracia divina reciben. No se
trata, aquí, de una gloria de alguna manera merecida por el niño mártir sino de la gloria
ganada por el mérito de Cristo que, obrando en aquél que se le asemeja en la pasión, lo
hace partícipe de la gloria de su propio martirio (cf. S. Th. II-II, q. 124, a. 1, ad 1 um). Por
eso se venera en la Iglesia como santos a los “niños inocentes” y a la mártir no bautizada
“Emerenciana”, entre otros.
38
Cf. CIPRIANO, Ep. 73, n. 21; AGUSTÍN, De bapt. IV, c. 17, n. 24s.
48
II. Hay que suponer, por tanto, que los paganos adultos, vista la voluntad salvífica
universal de Dios, el bautismo de deseo es el camino ordinario para la salvación, un
bautismo de deseo, que para aquellos que no conocen el mensaje de Cristo, consiste en la
voluntad de obediencia respecto del Dios desconocido y creído por ellos y en la obediencia
interior a la voz sobrenatural y personal de Dios, que nunca falta en la vida del hombre.
Queda pendiente una cuestión, que desde tiempos de San Agustín se ha debatido mucho:
¿cómo logran la salvación los niños que mueren a corta edad?
La expresión de Jesús “el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el
reino de los cielos” (Jn 3, 5), parece excluir de la visión beatífica a los niños muertos sin
bautizar. Los pelagianos, para escapar a la fuerza de estas palabras elaboraron una distinción
entre reino de Dios, cuya puerta solamente el bautismo puede abrir, y la vida eterna, que se
39
SAN AMBROSIO, De obitu Val. n. 51
40
SAN AGUSTÍN, De bapt. IV, c. 21, n. 28: PL 43, 172.
49
puede alcanzar sin necesidad de recibir este sacramento.
Lo mismo parece han enseñado los Padres, especialmente san Agustín, que en este
tema, es de tendencia rígida. Para él, los niños muertos sin bautizar no sólo no gozan de la
visión beatífica, sino que además padecen alguna prueba, aunque muy débil (mitissima
poena)41. La doctrina agustiniana fue seguida por San Fulgencio de Ruspe, San Gregorio
Magno, San Anselmo, Gregorio de Rímini y Bossuet.
En oposición a esta enseñanza se ubica la doctrina del Cardenal Cayetano, que afirma
que las oraciones y deseos de los padres del niño muerto sin bautizar podrían, de modo
regular y normal, obtenerle el beneficio de la justificación y de la salvación. Esta enseñanza
no fue aceptada por los padres del Concilio de Trento, y aunque no la condenaron, el Papa
Pío V la quitó de la edición de las obras del Cardenal.
Hubo también otras explicaciones, como las de Gerson y Durando, para quienes las
oraciones de los padres pueden excepcionalmente, casi como por milagro, obtener de Dios la
salvación de los hijos cuando el bautismo es imposible. A esta doctrina parece acercarse San
Buenaventura cuando afirma: “El niño privado del agua del bautismo carece de la gracia del
Espíritu Santo puesto que no puede disponerse a la gracia por otro camino, según el derecho
común, a menos que Dios conceda un privilegio especial, como en los casos de los niños
santificados en el vientre de sus madres” (cf. IV Sent. d. 4, parte 2, a. 1, q. 1). Esta opinión
podría ser aceptable si se refiriera a una mera posibilidad absoluta, pero no es correcta si se la
entiende en concreto, a menos que Dios revelara de modo explícito tal derogación de la ley
general. Pero Dios no ha hecho tal revelación, y las excepciones a una ley universal deben
probarse y no presumirse42.
Todas estas opiniones, no son aceptable por no ser reales. No es menos hipotética la
opinión que dice que los niños muertos sin bautizar podrían salvarse por medio de la
manifestación explícita de la madre, en nombre del niño, de que éste acepta su muerte como
prueba de su deseo de recibir el bautismo.
Enrique Klee († 1840) afirmó que en el momento de la separación del alma y del
cuerpo, los niños muertos sin el bautismo adquieren el uso de razón para poder conocer a
Dios y poner así un acto de caridad con lo que tales niños serían justificados quasi ex
opere operantis. Esta hipótesis no convence porque el uso de razón implica un milagro
41
Cf. Ep. 166, 8; PL 33, 731; Sermo 294, 2; PL 38, 1336; Contra Julianum 5, 11, 44; PL
44, 809; Enchiridion c. 93: PL 40, 275. En De anima et eius orig. III, c. 9, n. 12: PL 44, 516, dice: “Si quieres
ser católico no creas, no digas y no enseñes que los niños que mueren antes de recibir el bautismo pueden llegar
a obtener el perdón del pecado original”.
42
San Buenaventura, en otra parte (Sent. II, d. 33, q. 2, a 2), parece también afirmar junto a
la mayoría de teólogos medievales, que participan de una “felicidad mediante el gozo y amor
natural, sin visión de Dios”.
50
antes de la separación del alma y un milagro no parece que sea un medio ordinario de
salvación. En efecto, una vez separada del cuerpo, el alma está ya constituida en estado de
término y, por lo tanto, no puede ya ni merecer ni desmerecer.
H. Schell, por su parte, consideró la posibilidad de que el sufrimiento y la muerte de
los niños sin bautizar, constituyeran, en virtud de los sufrimientos voluntarios de Cristo, un
cuasi-sacramento, por el cual pudieran alcanzar la salvación. Esta doctrina, tampoco es
admisible. En primer lugar, porque carece de fundamento en la Escritura y la Tradición. En
segundo lugar, porque los sufrimientos y la muerte de los cristianos, por más meritorias
que sean, no podrán jamás obtener la primera gracia que es absolutamente inmerecida.
Todas las opiniones tienen en común el querer encontrar un camino para decirse
con verdad que los niños muertos sin bautismo acceden a la visión beatífica. Hay otros
autores que prefieren una vía intermedia. Según su doctrina, los niños muertos sin bautizar
sufrirían la pena de daño, es decir, serían excluidos de la visión beatífica, aunque no
padecerían la pena del sentido, es más, gozarían de una cierta felicidad natural. Como
fundamento aducen, ante todo, la ausencia de textos bíblicos en contra. En segundo lugar,
la posición favorable de algunos Padres al respecto. Tercero, la aceptación de la misma por
parte de muchos teólogos de la escolástica. En fin, algunos textos del Magisterio de la
Iglesia. Vemos ante todo, cómo sus autores sostienen que los niños muertos sin bautizar, a
pesar de no ver a Dios cara a cara, no sufren la pena del sentido. Luego veremos cómo
muestran que gozan de una cierta felicidad natural.
La postura más rigorista, según la cual los niños muertos sin bautizar padecerían
todas las penas del infierno, suele apoyarse en Mt 25, 31ss, leído a la luz de la doctrina de
San Agustín. Los autores que ahora consideramos, en cambio, no consideran que esta
lectura del texto evangélico sea aplicable a los niños muertos sin bautizar. Según ellos, San
Mateo sólo se refiere a la condenación de los individuos habida cuenta de las obras
personales. Pero los niños que mueren sin alcanzar el uso de razón, no cuentan con tales
obras. Por tanto, no es posible basarse en este texto para hablar de la condenación de estos
niños. Por el contrario, hay otros textos que permitirían afirmar la ausencia de la pena del
sentido. Así, Ap 18, 7: “en proporción a su jactancia y a su lujo, dadle tormentos y
llanto”. Los distintos grados de pena del sentido se pueden considerar proporcionados a los
grados de delectación en la culpa, pero como el pecado original no implica ninguna
delectación de este tipo, la pena del sentido en los niños muertos sin bautizar no tendría
ninguna razón de ser, antes, al contrario, se manifestaría contra la justicia divina. Así, al
menos, es la interpretación de Santo Tomás (IV Sent. d. 33, q. 2, a. 1) que, por lo demás,
concuerda con la de muchos Padres de la Iglesia. Según San Gregorio de Nacianzo, en
efecto, estos niños no tendrían la gloria celeste pero tampoco padecerían tormentos 43. La
misma doctrina se encuentra en Cosme Indicopleustes44 y en San Anastasio Sinaíta45.
Entre los latinos, por su parte, el problema se plantea a partir de San Agustín, quien,
antes de adoptar una postura rigorista contra los pelagianos, compartía la opinión de los
Padres griegos. Bajo su influencia decisiva, muchos Padres latinos han afirmado las penas
del sentido para los niños muertos sin bautizar. Hubo que esperar hasta la escolástica del
siglo XII para encontrar una tendencia de separación de la sentencia del obispo de Hipona.
Así, Abelardo interpreta las levísimas penas que, según San Agustín, sufrirían los niños, en
el sentido de la sola privación de la visión beatífica.
En el siglo XIII, se completa esta reacción contra la doctrina agustiniana. La razón
del distanciamiento fue doble: un decreto de Inocencio III, y un conocimiento más
profundo de la naturaleza del pecado original. En efecto, partiendo del principio de que la
43
Cf. Orat 40; PG 36, 389.
44
Topog. Christ. VII: PG 88, 378.
45
Cuest. PG 89, 710.
51
pena del pecado debe ser exactamente proporcionada a su naturaleza, los grandes doctores
del siglo XIII analizaron la noción de pecado original más profundamente y llegaron a
conclusiones distintas de las de San Agustín. Alejandro de Hales, aunque no trata
directamente esta cuestión, enseña que la privación de la visión beatífica es la verdadera
pena del pecado original, aun cuando también se aplique al pecado grave personal. Es más,
llega a decir que la pena propia de los niños muertos sin bautizar no es el fuego del infierno
sino las tinieblas, esto es, la privación de la visión beatífica (cf. Summa, pars II, q. 106, m.
9). La misma opinión comparte San Alberto Magno, añadiendo que la doctrina de San
Agustín en este punto no es del todo exacta (cf. IV Sent. IV, d. IV, a. 8).
Santo Tomás tampoco considera que la pena debida al pecado original sea la pena
del sentido y lo prueba con tres razones (cf. QDM q. 5, a. 2):
1. Cuando se trata de bienes que sobrepasan las exigencias de la naturaleza
humana, su pérdida puede deberse no sólo a faltas personales sino
también a un vicio de naturaleza ya que ésta no tiene ningún derecho a los
bienes sobrenaturales. Se explica así por qué razón la privación de la
visión beatífica es efecto tanto de un pecado personal como del pecado
original. Cuando se trata, en cambio, de un bien natural, es decir, debido a
la naturaleza para su funcionamiento normal, su privación no puede
deberse a un vicio de la naturaleza sino a una falta personal. Las penas
aflictivas, por consiguiente, no pueden ser castigo sino del pecado actual.
2. En segundo lugar, toda pena debe ser proporcionada a la falta. El pecado
actual, siendo a la vez un alejamiento del bien permanente y una
conversión desordenada al bien perecedero, es justo que sea castigado
doblemente, es decir, por la pérdida de la gracia y de la visión beatífica,
por un lado, y por sufrimientos físicos, por el otro. Pero el pecado original
no implica ningún apego al bien perecedero sino sólo un alejamiento de
Dios, en cuanto que priva al alma de la gracia santificante. Por
consiguiente el pecado original no merece ninguna pena aflictiva sino
solamente una pena privativa, esto es, la privación de la visión de Dios.
3. En fin, una disposición del alma no puede ser objeto de una pena
aflictiva. No se inflige una pena por una inclinación a hacer el mal sino
por el mal hecho. Pero el pecado original en sí es una disposición a la
concupiscencia puesta en acto sólo por aquellos que han alcanzado el uso
de la razón. Los niños, por tanto, no deben, por una simple tendencia al
mal, ser objeto de penas aflictivas más o menos severas.
UNIDAD 7:
LA CONFIRMACIÓN, VERDADERO SACRAMENTO
46
Debemos agregar a esta problemática, el texto de la CTI sobre “la esperanza de la
salvación para los niños que mueren sin el bautismo” publicado el 19 de enero de
2007.
54
El bautismo y la confirmación guardan una profunda relación interna entre sí, como
se muestra en el hecho que en Oriente se administran juntos hasta el día de hoy. En la
Iglesia en Occidente, se comprende esta mutua relación cuando, en la iniciación cristiana
de adultos, se pide la administración de ambos sacramentos en la misma celebración,
alcanzando la culminación del proceso con la primera eucaristía. En la consideración
teológica de estos sacramentos, insistimos en abordarlos desde la unidad que tienen, y, al
mismo tiempo, desde la diversidad de efectos de gracia que provocan en el cristiano.
El bautismo y la confirmación proporcionan a cada uno de los cristianos lo que se
concedió a toda la Iglesia en forma especial por el acontecimiento de Pascua (muerte y
resurrección de Cristo) y de Pentecostés (misión del Espíritu Santo). Si el bautismo
confiere ya la participación de la vida del Dios trino, en el caso de la confirmación hay que
hablar en forma completamente nueva del “don del Espíritu Santo” (Hech 2, 38).
La estricta distribución entre la confirmación y el bautismo aparece clara en el
hecho de que el Señor resucitado antes de la ascensión al cielo, exhorta expresamente a los
Apóstoles a que “no salieran de Jerusalén, sino que esperaran la promesa del Padre”
(Hech 1, 14; Lc 24, 48s). Sólo la fuerza de lo alto los capacitará para su función apostólica
de testigos. También Pedro y Juan son enviados a los recién bautizados de Samaría para
que oraran sobre ellos, les impusieran las manos y recibieran el Espíritu Santo (Hech 8,
15s)
En el Espíritu Santo se completa y profundiza la relación con el Padre y con el
Hijo. En él invocamos a Dios como “Abba, Padre” (Rom 8, 15; Gál 4, 6). El “don del
Espíritu” significa “unción” que nos hace semejantes al “ungido”, a Cristo el Señor. A
nosotros, Dios nos ungió y nos marcó con su sello, poniendo en nuestros corazones la
fianza del Espíritu (cf. 2 Cor 1, 21s). El don del Espíritu se nos comunica en un rito propio.
Por el sacramento de la confirmación entendemos el rito sacramental de la
Iglesia por el cual se confiere el don del Espíritu Santo.
Resulta conveniente presentar una imagen análoga procedente de la vida natural. La
carta del pseudo-Melquíades, siguiendo el pensamiento caballeresco germánico de la edad
media, compara el bautismo y la confirmación describiendo el efecto de ambos
sacramentos: “por el bautismo nacemos a una vida nueva… y somos purificados; por la
confirmación nos fortalecemos para la lucha, somos robustecidos; la confirmación nos
arma y equipa para las luchas de la vida terrena”47. Esto se puede expresar mejor si
comprendemos la perfección que confiere la confirmación, a partir del efecto del bautismo
y afirmamos: el bautismo confiere la vida divina, para que podamos vivir en ella. La
confirmación proporciona “la madurez de esta vida divina” para dar el testimonio del
apostolado. Madurez (perfecta aetas: Santo Tomás, S. Th. III, q. 72, a.1) de la vida
significa sin embargo algo diferente según sea la clase de vida. La vida natural viene a ser
madura mediante su propio desarrollo biológico, siendo capaz de procreación; la vida
moral se hace madura mediante el ejercicio humano de la facultad moral, cuyo resultado es
la “virtud”; la vida sobrenatural de la gracia sólo puede llegar a su “madurez” mediante un
don divino, precisamente el Espíritu Santo, que consuma y lleva a madurez todo lo que
Dios, el creador y redentor, ha hecho. Esta analogía quizá pueda contribuir a entender de
forma más profunda la relación entre Pascua y Pentecostés.
47
Decret. Grat. III, d. 5, c. 2: PL 187, 1855s.
55
La Iglesia ha sostenido tanto en su doctrina como en la práctica que la confirmación
es un verdadero sacramento, autónomo, diferente del bautismo. Esta verdad fue negada en
primer lugar por los valdenses, con motivo de la disputa con la jerarquía de la Iglesia
(contra la definición de Inocencio III de 1208: DS 794), y también por los reformadores.
Lutero negó la sacramentalidad de la confirmación ya en De Captivitate babilónica, en
1520. En forma similar negó la sacramentalidad de la confirmación Melanchton en su
apología a favor de la Confessio Augustana en 1531. En forma todavía más violenta
combatió Calvino (Ins. Rel. Christ. IV, 19, 4-13). Contra ellos responderá el Concilio de
Trento (Sesión VII de 1547: DS 1601, 1628-1630)48.
Nos centramos en los testimonios más importantes de la Escritura.
El primer y principal efecto de la infusión del Espíritu Santo parece ser ordenar y
disponer al fiel a dar testimonio del Mesías. Así sucede, por ejemplo, con Isabel, que al
recibir el saludo de María queda llena del Espíritu Santo y reconoce que el Hijo que ella
llevaba en su seno era el Señor (cf. Lc 1, 41-43). También Zacarías, bajo la acción del
Espíritu profetiza y aclama al Salvador del pueblo de Israel (cf. Lc 1, 67s). Este Espíritu
mueve al anciano Simeón a ir al Templo y proclamar que Jesús es Luz de las naciones y
Gloria de Israel (cf.Lc 2, 27-32). Juan Bautista es anunciado por el ángel como el que
estará lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre y conducirá a Dios a muchos de
sus hijos (cf. Lc 1, 15-16). Jesús mismo comienza su vida pública bajo el signo del Espíritu
al hacerse bautizar en el Jordán (Lc 3, 21-22). La Iglesia también comenzará su misión
evangélica el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo prometido descienda sobre los
Apóstoles y los primeros cristianos (cf. Hech 2, 1-13).
Esta efusión del Espíritu, sin embargo, no quedará circunscripta al día de
Pentecostés. Como dice Pedro en su discurso, el don del Espíritu es para ellos y para sus
hijos y para todos los que están lejos (Hech. 2, 39), y al leer el libro de los Hechos de los
Apóstoles vemos como esto se realiza. Pedro y Juan van a Samaría a imponer las manos a
los que habían sido bautizados por Felipe, para que también ellos reciban el Espíritu Santo
(Hech 8, 4-24). Lo mismo hará Pablo en Éfeso (cf. Hech 19, 1-20).
El gesto de imponer las manos que realizan en estas circunstancias, y que perpetúa
el primer Pentecostés de la Iglesia ¿tiene algo que ver con el sacramento de la
confirmación? ¿Cuál es la relación entre este gesto y el sacramento? Tenemos que ver
primero si los Apóstoles fueron a Samaría y Éfeso a conferir el don del Espíritu Santo.
Esta interpretación está avalada en la patrística del siglo III. Antes de este período,
los Padres no se preocuparon por transmitir una enseñanza concreta de cada sacramento en
particular, fuera del bautismo y la eucaristía. Sin embargo, hay alusiones no del todo claras
al sacramento de la confirmación, pero no tienen fuerza probatoria, y su interpretación está
sujeta a discusiones.
Pero ya en el siglo III hay testimonios firmes acerca de que existe un rito
especialmente ordenado a la comunicación del Espíritu, distinto del bautismo y la
eucaristía. Así, por ejemplo, lo dice Tertuliano, que menciona tres actos en la iniciación
cristiana: bautismo, confirmación y eucaristía (cf. De praescript. 40; PL II, 54-55)
Igualmente enseñan San Cipriano entre los latinos y San Firminiano ente los orientales.
Los testimonios serán más abundantes en el siglo IV. En Occidente hablan de la
existencia de la confirmación San Hilario de Poitiers, San Paciano de Barcelona, San
Ambrosio, etc. En Oriente sobresale San Cirilo de Jerusalén, sin olvidar a San Basilio, San
Juan Crisóstomo y San Atanasio. En el siglo V en Occidente destaca San Agustín llamando
explícitamente sacramento a la confirmación.
La escolástica ha sabido dar razón de la condición sacramental de la confirmación.
Santo Tomás lo muestra a partir del efecto específico que produce la confirmación y que se
distingue de los causados por los otros sacramentos. En comparación con el bautismo, el
efecto de la confirmación se distingue como el nacimiento del crecimiento y la madurez.
Por la confirmación, en efecto, el bautizado alcanza cierta madurez en la vida espiritual,
58
configurándose con Cristo que, desde el primer instante de su concepción, fue lleno de
gracia y de verdad (S. Th. III, q. 72, a. 1, c, et ad 4um).
Como sea, cualquier esfuerzo por acercar el rito cristiano de la confirmación a los
cultos paganos y hacerlos depender de ellos, no puede explicar un hecho innegable, y es
que Lucas se expresa con un lenguaje veterotestamentario, lo cual indica más la influencia
del mundo judío que de las religiones paganas. San Pedro mismo ha conectado el hecho de
Pentecostés con las profecías de Joel 2, 21.
El Antiguo Testamento no anuncia que la efusión del Espíritu se verificará por la
imposición de manos y una unción. Sin embargo, la idea que éste brinda de esos dos gestos
explica por qué han sido elegidos para significar la donación del Espíritu. De todos modos,
la influencia del Antiguo Testamento sobre la confirmación no es tal que haga descubrir el
sacramento antes de la Nueva Alianza. No se puede invocar la ablución de prosélitos como
antecedente para la imposición de manos que menciona Lucas en los Hechos de los
Apóstoles. La imposición de manos narrada en este libro es esencialmente cristiana. Sin
embargo, hay continuidad con las esperanzas mesiánicas del Antiguo Testamento
mostrando que por ese rito ellas se cumplían ahora que Cristo había muerto y resucitado.
UNIDAD 8:
EL SIGNO SENSIBLE DE LA CONFIRMACIÓN
50
Como rito de iniciación aparece ya la imposición de manos en Núm 27, 18-23, donde por encargo de Dios
Moisés envía a Josué como general lleno del Espíritu de Dios. La imposición de manos aparece en la
Escritura como signo de bendición (cf. Gén 48, 14s), se usa en conexión con los sacrificios para indicar la
entrega a Dios (cf. Éx 29, 10; Lev 3, 2-8), en los ritos penitenciales y en el relato del macho cabrío (Lev 16,
20-22), que debía cargar los pecados del pueblo, así como en las sentencias judiciales, donde los jueces
confirman su responsabilidad en la sentencia por la imposición de manos (Lev 24, 14; Dan 13, 34). En el
Nuevo Testamento, aparece además la imposición de manos como gesto en las curaciones de enfermos (Mc
6, 5; 8, 23s), como también cuando se confieren oficios (cf. Hech 6, 1-6: diáconos; 1 Tim 4, 14; 2 Tim 1, 6:
transmisión del carisma apostólico).
51
Para éstos la imposición de manos es esencial en el rito de la confirmación.
62
griega, el rito de la unción constituía un sacramento distinto al bautismo o, por el contrario,
si se trataba de una parte del mismo.
Los textos que nos han llegado testimonian que tanto en Oriente como en
Occidente, los Padres conocían una unción postbautismal por medio de la cual se
transmitía el Espíritu Santo. Así se lee, por ejemplo, en Orígenes (PG 12, 284; 13, 811),
San Cirilo de Jerusalén (PG 33, 1092), San Ireneo (PG 7, 663), Tertuliano52 (PL 1, 1026;
2, 353), San Cipriano (PL 3, 1040-1041), etc. De todas maneras, en los Padres latinos los
textos no presentan toda la claridad deseada. El Papa Cornelio, por ejemplo, respecto de
Novaciano, se pregunta cómo no habiendo recibido el sello de las manos de un obispo,
puede poseer el don del Espíritu. ¿Pero este sello es producido por la imposición de las
manos o por la crismación? Nada en el texto permite una respuesta cierta.
Para encontrar un testimonio claro es necesario esperar al obispo de Barcelona, San
Paciano (+ 391) para quien el efecto propio de la crismación es la infusión del Espíritu
Santo (PL 13, 1093). Posteriormente, también San Agustín vio en la unción visible, imagen
de la unción invisible, esto es, del Espíritu Santo, un sacramento propiamente dicho
distinto del bautismo (PL 35, 2002.2004).
En el uso de la Iglesia latina, especialmente en Roma, entonces, podemos distinguir
una doble unción con el crisma posterior al bautismo. Una de ellas que, en ausencia del
obispo, podía ser realizada por un simple sacerdote, lo complementa. La otra, en cambio,
que sólo el obispo podía realizar, es propia del sacramento de la confirmación.
A pesar de estos testimonios, el pensamiento de los Padres sobre la materia de la
confirmación es variado. Estas oscilaciones se continuaron también en la época medieval.
Así, pues, en el período preescolástico, Alcuino (+ 804) atribuyó a la sola imposición de
manos, sin hacer alusión al crisma, la infusión sacramental de los dones del Espíritu Santo
(PL 101, 614). Otros autores menos importantes, en cambio, vieron en la sola crismación la
materia de este sacramento. La mayor parte de los teólogos de este período, sin embargo,
admitieron como materia de la confirmación la imposición de manos junto con la unción
crismal: San Isidro de Sevilla (PL 82, 256), Beda el Venerable (PL 91, 1097), Rábano
Mauro (PL 107, 313), etc.
Al inicio de la escolástica esta última opinión fue la más extendida. Así, un
discípulo de Hugo de San Víctor declara que la unción sacramental se hace por la
imposición de las manos sobre la frente del confirmado (PL 176, 460).
Ya más entrados en el período de la escolástica esta opinión será sostenida por casi
todos los teólogos, entre los cuales mencionamos a Alejandro de Hales, San Alberto
Magno y Santo Tomás de Aquino (Cf. S. Th. III, q. 72, a. 2).
En la introducción al Ritual de la Confirmación de 1971 se presenta el testimonio
del papa Inocencio III, que escribió: “Por la crismación en la frente se designa la
imposición de la mano, llamada también confirmación, porque por ella se da el Espíritu
Santo para el crecimiento y la fuerza”53. Otro pontífice, Inocencio IV, “recuerda que los
52
El hecho que Tertuliano distinga esta “santa unción” de la unción empleada en el bautismo, sugiere que ya
en esta época se empleaba un aceite propio para la unción de la confirmación, el crisma (cf. De bapt. 7). Este
crisma es una mezcla de aceite de oliva (claro) y bálsamo (negro), con lo que se indicaría la naturaleza divina
y humana en Cristo. Así, los bautizados se asemejan mediante esta unción con el crisma a Cristo, el ungido
(ungido con el Espíritu Santo: Is 61, 1; Lc 4, 18-21; Hech 4, 27; 10, 38), se convierten en “cristos” (Cirilo de
Jerusalén, Cat. Myst. 3, 1: PG 33, 1087). El Concilio de Orange del 441 (can. 2) dispuso por ello que sólo se
unja una vez con el crisma, o bien en el bautismo o, si no se hizo entonces, en la confirmación (Mansi, 6,
435s).
53
Ep. « Cum venisset »: PL 215, 285. Professio fidei ab eodem Pontifice Waldensibus
imposita haec habet: « Confirmationem ab episcopo factam, id est impositionem
63
Apóstoles comunicaban el Espíritu Santo mediante la imposición de la mano que
representa la Confirmación o la crismación en la frente”54.
La Iglesia griega no contradijo en este punto la enseñanza de la Iglesia latina, tal
como lo deja ver claramente la confesión de fe de Miguel Paleólogo en el II Concilio de
Lyón cuando dice: “Sostiene también y enseña la misma santa Iglesia Romana que hay
siete sacramentos eclesiásticos, a saber, […] otro es el sacramento de la confirmación que
confieren los obispos por medio de la imposición de las manos, crismando a los renacidos
[…]” (DS 860). El tenor de esta fórmula indica bien que la crismación y la imposición de
las manos no constituye sino un solo y mismo acto sacramental. También el Decreto para
los Armenios señala el crisma como materia de la confirmación, confeccionado con aceite
y bálsamo (Cf. DS 1317).
La mayor parte de los escolásticos admite, además, que la crismación es de origen
apostólico, aunque no hay sido siempre empleada por los Apóstoles. Santo Tomás, por
ejemplo, piensa que los Apóstoles recibieron el Espíritu Santo sin la confirmación pero que
lo conferían a los demás por medio de este sacramento. Administraban, sin embargo, este
sacramento, fundamentalmente con la imposición de manos, y alguna vez, también con el
crisma, es decir, cuando la efusión del Espíritu Santo no era acompañada por
manifestaciones visibles y extraordinarias. De todos modos, enseña también el Aquinate
que la implementación del crisma, aunque no fue directamente mandada por el
Señor, fue sugerida por Él, mediante algunos indicios (cf. S. Th III, q. 72, a. 2, ad 1um).
Fueron muy pocos los escolásticos que atribuyeron a Cristo la determinación última de la
materia sacramental.
El Concilio de Trento sin definir el rito esencial de la confirmación, sin embargo, lo
designa con el nombre de sagrado crisma de la Confirmación. Benedicto XIV declaró:
“Esto está fuera de discusión: en la Iglesia latina el sacramento de la confirmación se
confiere usando el sagrado crisma, o sea aceite de oliva mezclado con bálsamo y
bendecido por el Obispo, y haciendo el ministro la señal de la cruz en la frente del
confirmado mientras el mismo ministro pronuncia las palabras de la fórmula”55.
Para la validez de este sacramento, por consiguiente, es necesario que el aceite sea
consagrado por el obispo e impuesto con la mano. Para la licitud, en cambio, se requiere
que el crisma sea impuesto sobre la frente con el mismo gesto con el cual el ministro
realiza el signo de la cruz.
Para terminar, digamos que la razón teológica descubre la conveniencia de la
implementación de esta unción como materia de la confirmación. En efecto, la gracia de la
confirmación es una gracia de fortalecimiento espiritual conforme a la edad perfecta
interior que hace alcanzar. Ahora bien, cuando el hombre alcanza la edad de su madurez, al
UNIDAD 9
56
Cf. M. ANDRIEU, Le Pontif. Rom. du XIIe s. [Studi e Testi 86] Roma 1938, 247.
66
EFECTOS DEL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN
I. INTRODUCCIÓN
Para comprender este tema es necesario partir de la relación del bautismo y la
confirmación, y la peculiaridad de la confirmación dentro de esta relación.
En la exposición bíblica, el bautismo y la confirmación están claramente
diferenciados entre sí, por los ritos (bautismo de agua- imposición de manos junto con una
oración). La inserción de las unciones tanto en uno como en otro sacramento, así como la
unción común originada por la administración común a los niños muy pequeños, ha
contribuido a oscurecer la distinción entre ambos. Cuando en la edad media germánica, la
costumbre de administrar el bautismo a los recién nacidos y la confirmación a los jóvenes
de edad comprendida entre los 7 y los 12 años obligó a la Iglesia occidental a subrayar
nuevamente la diferencia, se hizo sobre la base del Decretum Gratiani (III, 5, c. 2: PL 187,
1855s) confrontando la confirmación como sacramento militiae Christi, al bautismo como
sacramentum regenerationis. En época más reciente se ha vuelto a subrayar, frente al
bautismo, la confirmación como sacramento de la consumación. Así, para Plácido
Ruprecht la consumación consiste en que en la confirmación Dios Padre acepta al niño que
nació en el bautismo; M. Schmaus subraya más la relación respecto de Cristo,
mencionando como efecto de la confirmación la posesión por parte de Cristo y la signación
con el Espíritu Santo, la comunión de lucha y victoria con Cristo. M. Laros y O. Betz ven
el efecto de la confirmación como la mayoría de edad que se les confiere a los cristianos
por el don del Espíritu.
El Concilio Vaticano II ha vuelto a insistir en la relación y diferencia de los dos
sacramentos. En la Constitución sobre la Iglesia (art. 11) se dice: “La condición sagrada y
orgánicamente constituida de la comunidad sacerdotal se actualiza tanto por los
sacramentos como por las virtudes. Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo,
quedan destinados por tal carácter al culto de la religión cristiana y, regenerados como
hijos de Dios, tiene el deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron de
Dios por medio de la Iglesia. Por el sacramento de la confirmación se vinculan más
estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo y
de esta forma se obligan con mayor compromiso a difundir y defender la fe, con sus
palabras y obras como verdaderos testigos de Cristo”. Aquí aparece claramente el
testimonio apostólico como misión y efecto especial del sacramento. Dice de este
apostolado en otra parte el Concilio: “El apostolado de los laicos es una participación en
la misma misión salvífica de la Iglesia, a cuyo apostolado todos están llamados por el
mismo Señor en razón del bautismo y la confirmación” (art 33). El Decreto sobre el
apostolado de los laicos refiere al respecto: “Los seglares obtienen el derecho y la
obligación del apostolado por su unión con Cristo, cabeza. Ya que, insertos por el
bautismo en el cuerpo místico de Cristo, robustecidos por la confirmación en la fortaleza
del Espíritu Santo, son destinados al apostolado por el mismo Señor. Se consagran como
sacerdocio real y gente santa (cf. 1 Pe 2, 4-10), para ofrecer hostias espirituales por
medio de todas sus obras y para dar testimonio de Cristo en todas las partes del mundo.
La caridad, que es como el alma de todo apostolado, se comunica y mantiene con los
sacramentos, sobre todo en la eucaristía” (n. 3).
1. EL CARÁCTER SACRAMENTAL.
Dijimos que el sacramento de la confirmación coloca al confirmado por encima del
estado común de los demás fieles, ordenándolos especialmente a la lucha espiritual y al
testimonio de la fe. El carácter de la confirmación, por el cual se otorga al confirmado este
poder espiritual, se constituye, así, en un signo distintivo. Ahora bien, la lucha espiritual y
la confesión de la fe no es un deber exclusivo de los confirmados sino de todos los
bautizados en general. ¿Cómo se entiende entonces, que exista un sacramento que imprime
carácter para ordenar a algunos a cumplir con lo que deben observar todos? Al parecer la
confirmación no debería ordenarse a este fin y por consiguiente, tampoco debería imprimir
carácter (Cf. IV Sent. d. 7, q. 2, a. 1, qla. 1, obj. 1; S. Th. III, q. 72, a. 5, obj. 1).
Pero no es ésta la única objeción que se puede hacer contra el carácter del
sacramento de la confirmación. El carácter, de suyo, no es sino un cierto poder espiritual.
Ahora bien, en cuanto pasivo, es decir, en tanto que capacita al hombre a recibir los demás
sacramentos, ya es dado en el bautismo. En cuanto activo, en cambio, esto es, en tanto
ordenado a dar a otros los demás sacramentos, es efecto del sacramento del orden. Parece,
pues, que el sacramento de la confirmación no imprime carácter, ya que no se ve para qué
fin sería producido (Cf. IV Sent. d. 7, q. 2, a. 1, qla. 1, obj. 3; S. Th. III, q. 72, a. 5, obj. 2)
A pesar de estas objeciones, es necesario afirmar, junto a la tradición bíblica y
patrística, que el sacramento de la confirmación imprime un carácter distinto al del
bautismo y al del orden. En efecto, si el carácter sacramental es una potencia espiritual
ordenada a realizar ciertas acciones sacras, habrá un nuevo carácter y, por consiguiente, un
sacramento nuevo que lo imprima, donde las acciones sacras a las cuales se ordene sean
distintas. Pero esto es, precisamente, lo que sucede con el sacramento de la confirmación.
Como sabemos, el carácter del bautismo capacita al bautizado para realizar ciertas acciones
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Cf. De Bapt. cont. donat. 3, 13, 18; PL 43, 146; San Cirilo de Jerusalén, Cat. 18, 33;
PG 33, 1056.
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sagradas referidas a su propia salvación. Por lo tanto, la confirmación no confiere el poder
espiritual de realizar las acciones sagradas que se ordenan a la propia salvación, pues para
ello basta el bautismo, sino para luchar contra los enemigos visibles de la fe. Por el
sacramento de la confirmación el confirmado es ordenado a la pública confesión de la fe
cristiana (Cf. IV Sent. d. 7, q. 2, a. 1, qla. 1, ad 3um; S. Th. III, q. 72, a. 5, c et ad 1um) y, así,
la distinción que el carácter de la confirmación establece entre quienes la reciben, no es la
misma que provoca el bautismo, a saber, entre fieles e infieles, sino una distinción propia
de este sacramento, esto es, entre los cristianos fuertes y los débiles (Cf. S. Th. III, q. 72, a.
5, ad 2um).
Al ordenar a los cristianos a la confesión y defensa de la fe, el carácter de la
confirmación completa el carácter bautismal. Efectivamente:
a) Completa la configuración con Cristo Sacerdote en cuanto que:
Completando la mediación ontológica perfecciona el ser sacerdotal del
bautizado.
Perfecciona el poder sacerdotal del cristiano:
- Mejorando la receptividad de los frutos de la Eucaristía y los demás
sacramentos.
- Ampliando el poder activo sacerdotal. En efecto, mientras el bautismo da
poder para casarse, la confirmación destina al sostenimiento de la fe y del
Magisterio y a construir la Iglesia (apostolado).
Exigiendo la gracia por un nuevo título, implica una mayor perfección
moral.
b) Aumenta la exigencia de la gracia porque:
Según el principio de LG 11, a mayor trabajo, mayor gracia.
La gracia de la perfección espiritual es mayor que la de la infancia.
Viviendo más profunda e intensamente la filiación divina, el confirmado es
objeto de una mayor y más especial providencia divina.
c) Da un puesto especial en la Iglesia, a saber: intermedio entre los bautizados y la
jerarquía eclesiástica.
2. LA GRACIA SACRAMENTAL
No hay duda que el sacramento de la confirmación confiere también la gracia
santificante, ya que en él se da el Espíritu Santo para fortalecer y llevar a madurez el alma
(Cf. S. Th. III, q. 72, a. 7, c). Esta gracia produce en quien la recibe, un primer efecto que
es la remisión de los pecados. Evidentemente, por este efecto no pueden distinguirse entre
sí los sacramentos puesto que todos ellos, al infundir la gracia santificante, también
producen la remisión de los pecados. Pero la gracia santificante no produce aquél único
efecto sino también el aumento y el fortalecimiento de la justicia ya recibida. Esta es,
precisamente, la gracia que confiere el sacramento de la confirmación y por la cual se
distingue del bautismo y de los demás sacramentos (Cf. S. Th. III, q. 72, a 7, ad 1 um et ad
3um). El bautismo, efectivamente, confiere una gracia destinada a curar la herida del pecado
original y de los pecados actuales. La confirmación, en cambio, es dada contra la debilidad
opuesta a la fortaleza necesaria para confesar el nombre de Cristo (Cf. IV Sent. d. 7, q. 2,
qla. 2, c).
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La confirmación, por consiguiente, perfecciona la gracia bautismal (cf. S. Th. III, q.
72, a. 7, ad 2um) porque:
a) Incorpora más perfectamente a Cristo. “Aquellos que reciben la confirmación,
que es el sacramento de la plenitud de la gracia, se conforman con Cristo en cuanto que
desde el primer instante de su concepción fue lleno de gracia y verdad, como dice Jn 1, 14
(S. Th. III, q. 72, a. 1, ad 4um; a. 8, ad 4um).
b) Lleva a su madurez el organismo sobrenatural de la infancia por el aumento de la
gracia santificante y por la infusión de la gracia sacramental que es una gratia ad robur (S.
Th. III, q. 72, a. 11, ad 2um).
c) Intensifica los lazos eclesiales:
* Porque la gracia de unión eclesial es más fuerte.
* Porque se producen mayores frutos que aumentan el Tesoro de la Iglesia.
* Porque con más soldados la Iglesia se extiende más y mejor.
UNIDAD 10
MINISTRO Y SUJETO DE LA CONFIRMACIÓN
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Habitualmente confirmaban en la edad media los sacerdotes en la diócesis de
Wurzburgo, en Francia, los abades de Einsiedeln, Constanza, Kempten, Monte Cassino
y San Pablo extramuros de Roma: BARTMANN, LdD II [1932] 283. En AUER, op. cit. p.
133.
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