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Antes del derecho romano y del logos griego, a negar las cosas, en su
contenido viviente, está ya la experiencia del lenguaje. Esto contrasta con
la idea difusa de que eso constituya el simple vehículo de expresión. Que
exista una correspondencia natural, o incluso artificial, entre las
palabras y las cosas –las palabras como la forma verbal de las cosas, las
cosas como el contenido de las palabras. Tal y como cuenta el génesis,
cuando el lenguaje fue dado por Dios a los hombres, constituía el símbolo
mismo de las cosas, se parecía a ellos para manifestarse de la manera
más transparente. El sentido, entonces, parecía agotado por las cosas
como un manantial por la roca o la luz por el sol. Después, con el colapso
de la torre de Babel, tal correspondencia se rompe. Mientras las lenguas
se multiplicaban, se abría un espacio siempre más grande entre cada uno
de ellos y las cosas. Si en el siglo XV el lenguaje parecía todavía parte del
mundo, ya hacia finales del Renacimiento se retira de él, recluyéndose en
el espacio abstracto de los signos representativos. El antiguo nexo entre
palabras y cosas se había roto. Como las cosas veían borrarse el nombre
inscrito en sus pieles, así las palabras extraviaban cada acceso directo a
la vida de las cosas. No solo el lenguaje no está más en grado de relevar
el enigma escondido del ser, sino que, por el contrario, tiende a
convertirlo siempre más indescifrable. La experiencia alucinatoria de Don
Quijote muestra, en el otoño del Renacimiento, el final de la analogía
entre el ser y sus signos: «La escritura y las cosas no se parecen. Entre
ellas, Don quijote, vaga hacia la aventura» (Foucault, Las palabras y las
cosas, p. 63). Sin embargo, las palabras, lejanas de las cosas, se refugian
en los pliegues de los libros o se revuelven al fondo del delirio. No siendo
más una copia del mundo, el lenguaje puede, como mucho, intentar
traducir aquello que no llega naturalmente a expresar. Ya para Descartes
la verdad no está expuesta en el nexo entre palabras y cosas, sino en la
percepción evidente de una consciencia presente a sí misma. Nada puede
garantizar que entre significante y significado se de algún tipo de
correspondencia. En el nuevo régimen de sentido el perfil de la diferencia
toma el control de la semejanza desfigurándolo. Y esto es porque, puede
darse una representación, pero existe una distancia entre signo y
significado. Para afirmar la cosa, el lenguaje debe separarse de sí mismo
y aislarse en el propio universo autorreferencial.
Esta potencia negativa del lenguaje no es, como para Foucault, el fruto
de una fractura de un cierto punto sobrevenido en el orden del discurso,
sino un dato originario que se remonta a su génesis: «El primer acto
mediante el cual Adán ha constituido su supremacía sobre los animales
es que les ha dado un nombre, quiero decir, los aniquiló en cuanto
existentes» (Cantillo, Filosofia dello spirito jenese, p. 25). Comentando este
célebre pasaje de Hegel, Maurice Blanchot llega a afirmar que la lengua,
como prefacio a cada palabra, exige «una inmensa hecatombe, un diluvio
preventivo que hunda en una gran mar cada creación» (Blanchot, La part
du feu, p. 93). Después de que los hombres hayan aniquilado,
simplemente hablando, a todos los seres, Dios ha tenido que recrearlos a
partir de la nada en la que son desplazados. De esta manera los seres
singulares –fijados en su concreta existencia- han sido tomados por un
ser hecho de la nada. Claro, el lenguaje no asesina materialmente a
nadie. Sin embargo, cuando se dice “este gato” o “esta mujer”, estos
términos vienen sustraídos a su presencia inmediata y entregados a la
ausencia. Blanchot deriva de esto que el lenguaje instituye una relación
entre las cosas y la muerte, tanto que es «más exacto decir, cuando yo
hablo, que es la muerte la que habla en mí» (Blanchot, (Ibid, p. 94). El
destino de las cosas vuelve, de este lado, a acercarse a aquel de las
personas. En cuando dividido por un límite intraspasable, y de hecho por
esto, es como si la potencia del nada se comunicase entre unas y otras.
La muerte que el lenguaje confiere a las cosas rebota sobre sí misma,
retornando sobre los sujetos que hacen uso de él. El poder de hablar se
liga a un vacío de sustancia que se comunica desde las palabras a quien
las pronuncia, arrastrándolo en el mismo vértice: «Cuando hablo –
concluye Blanchot- niega la existencia de aquello que digo, niega también
la existencia de quien habla» (Íbid, p. 95).
El único tipo de lenguaje que salva las cosas es aquel literario. Y esto, no
porque las conserve en su ser, sino porque da por descontado que,
asignando su significado, las destruye. El ideal de la literatura, como
subraya Blanchot, es no decir nada. O decir la nada, sabiendo que la
palabra escrita debe su sentido a aquello que no existe. A menos que se
entiendan las mismas palabras –sus lugares en los que se depositan, un
folio, una lasca de una roca, la corteza de un árbol- como cosas, las
únicas que quedan en la vida. Si el lenguaje común deja las cosas
separadas de las palabras, aquel de la literatura hace de las palabras
cosas nuevas, que viven precisamente de la inmensa nada en ellas. La
literatura asume las cosas en su génesis y en su último destino. No busca
sustraerlas, en vano, a la nada. Las acompaña en su deriva. Esta es de
un lado esta extrema fuerza de destrucción –la más violenta devastación
del carácter natural de las cosas. Por otro lado, la forma de atención
suprema a aquello que queda de ellas, a las cenizas que el fuego deja
dentro de sí. La literatura