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Lectura 1

Una vez asumido que el poder produce consecuencias significativas, Lukes divide las
teorías del poder en dos grandes grupos:

A- Están las asimétricas, que tienden a considerar el conflicto (actual o potencial) y la


resistencia. Se diría que aquí el supuesto es que las relaciones sociales o políticas son
de rivalidad y les es inherente el conflicto; como señaló Hobbes: «porque el poder de
un hombre hace resistencia y estorba a los efectos del poder de otro; el poder no es
otra cosa que el exceso de poder de uno sobre el poder de otro». Por otro lado, están
aquellas concepciones según las cuales no necesariamente uno gana a expensas de
otros, sino que todos pueden ganar: el poder es una virtualidad o un logro de una
colectividad. Estas se diría que presuponen armoniosas y comunitarias, al menos
potencialmente, las relaciones políticas o sociales.

Ésta categoría, a su vez, se puede entender compuesta por tres maneras,


analíticamente distintas, de concebir el poder.

1- En primer lugar tenemos las concepciones que se centran en asegurar el


acatamiento: en el control (intentado o logrado) de unos sobre otros. Para algunos de
estos autores, es esencial al poder la prevalencia de la voluntad de unos hombres
sobre otros, y por lo tanto el conflicto y la resistencia.

*Desde Hobbes hasta aquellos especialistas en ciencia política que sostienen una
postura conductista en el debate contemporáneo sobre comunidad y poder, y que
disciernen el poder poniendo de manifiesto «quién prevalece en la toma de
decisiones», esta es la concepción más nítida del poder, y también la más estrecha.

*Teoría de sistemas, el poder, en tanto es control, se puede conceptualizar (según lo


hace Niklas Luhmann) como un elemento de comunicación por medio del cual un
participante obtiene selecciones más probables de alternativas de acción respecto de
otro participante; esas selecciones serían menos probables en otro caso.

*Entre los que ponen el acento en el conflicto de voluntades, es un supuesto común


que el poder tiene que incluir el empleo o la amenaza de privaciones. Para Lasswell y
Kaplan, el poder es «el proceso por el cual se influye sobre los cursos de acción de
otros imponiéndoles privaciones (reales, o la amenaza de ellas) en caso de no
acatamiento a los cursos de acción intentados»

2- Poder como relación de dependencia: B no se pliega a la voluntad o a los intereses


de A en virtud de acciones discernibles o de amenazas de este, sino a causa de la
relación misma que existe entre A y B. Esta concepción del poder se podría entender
como una variante de la anterior, con el argumento de que en verdad se trata para A de
asegurar el acatamiento de B por medios indirectos y a bajo costo.
3- Poder como desigualdad, es decir, una concepción distributiva que se centra en las
capacidades diferenciales de los actores pertenecientes a un único sistema para
procurarse ventajas o recursos valorados, pero escasos. El poder en tanto es control y
dependencia se mide determinando la ventaja neta de A y la pérdida neta que
experimenta B, en razón del acatamiento de B; el poder en tanto es desigualdad se
mide determinando quién gana y quién pierde, es decir, la capacidad de A para ganar a
expensas de B.

En resumen: 1- Control, 2- Dependencia y 3- Desigualdad representan tres maneras


de conceptualizar el poder cuando se lo entiende como una relación asimétrica.

El concepto de autoridad, como núcleo común de las diversas concepciones acerca de


ella, presenta una estructura más compleja que el concepto de poder. Esa estructura
tiene una doble articulación. Por un lado, la autoridad supone el no ejercicio del juicio
personal. El que acepta la autoridad admite como razón suficiente para obrar o para
creer algo el hecho de haber sido instruido en ese sentido por alguien cuyo derecho a
hacerlo él reconoce. Aceptar la autoridad es precisamente abstenerse de examinar lo
que a uno le dicen que debe hacer o creer. Es actuar o creer no ponderando razones,
sino sobre la base de una razón de orden segundo, que justamente exige dejar de lado
la ponderación de razones según uno mismo la ve. De igual modo, ejercer autoridad es
no tener que ofrecer razones, sino ser obedecido o creído porque uno tiene el
reconocido derecho de serlo. Tomás de Aquino definió así la autoridad en materia de
fe: el «factor decisivo es quién pronuncia la enunciación aceptada; en comparación, el
asunto aceptado es en cierto sentido secundario». Y Hobbes definió la autoridad sobre
la conducta trazando este distingo entre orientación (consejo) y autoridad (orden):

«el consejo es un precepto en que la razón de mi obediencia a él proviene de la cosa


misma aconsejada; pero la orden es un precepto en que la causa de mi obediencia
depende de la voluntad del que manda. Porque no es correcto decir que yo mando,
salvo cuando la voluntad hace las veces de razón. Ahora, en los casos en que se rinde
obediencia a las leyes, no por la cosa misma, sino por razón de la voluntad del
consejero, la ley no es consejo, sino orden».

El primer componente del concepto de autoridad, entonces, es dar y aceptar una razón
que es al mismo tiempo una razón de orden primero para la acción o la creencia y una
razón de orden segundo que mueve a dejar de lado razones que se opusieran.
Conviene señalar aquí algunos puntos. En primer lugar, dar una de estas razones (es
decir, ejercer la autoridad) no necesariamente es intencional: puedo aceptar como
auto- ritativo lo que tú propones, a saber, a modo de consejo. En segundo lugar, que un
determinado caso se considere un ejemplo de autoridad dependerá del punto de vista
desde el cual se lo entienda. Puedo utilizar el término de una manera «normativa» o
no relativizada: en este caso juzgo si se ha dado una razón autoritativa (en contra de
patrones que a mi juicio pueden ser objetivos). O puedo (en mi condición de sociólogo,
por ejemplo) emplear el término de manera «descriptiva» o relativizada. Aquí se abren
por lo menos dos posibilidades. Puedo individualizar qué razones son autoritativas por
referencia a las creencias y actitudes de los que están sujetos a la autoridad (es lo que
se llama autoridad de jacto) o por referencia a un conjunto de reglas que imperan en
determinada sociedad, no importa lo que crean los que participan en determinada
relación (es la autoridad de jure). Este es el punto de vista de los teóricos del derecho,
y también el de Max Weber. «En un caso concreto —escribe Weber— el cumplimiento
de la orden pudo haber estado motivado por la convicción de que ella era correcta, o
por el sentido del deber del sometido a la autoridad, o por miedo, o por una costumbre
“inadvertida”, o por el deseo de obtener algún beneficio. Sociológicamente estas
diferencias pueden no ser pertinentes». El sociólogo «normalmente partirá de la
observación de que poderes “fácticos” de mando por lo común pretenden existir “en
virtud de la ley”. Es exactamente por esto que el sociólogo no puede omitir el aparato
conceptual de la ley». El tercer punto es que es posible una variación considerable con
respecto al dominio de las razones opuestas que la razón autoritativa excluye. Si estoy
sujeto a la autoridad, puede ocurrir que se me permita actuar según mi conciencia o
respetando algunos de mis intereses (como el de supervivencia, según Hobbes, o el
miramiento por mí mismo, según J. S. Mili) o sobre la base de la autoridad de otro, por
ejemplo la del rey, si está presente dentro de la jurisdicción de un señor feudal. La
autoridad, en este análisis, no depende de que una razón prevalezca sobre otras que se
le oponen por ser ella más ponderable, sino porque estas carecen de todo peso. Puede
ocurrir que se excluyan entonces razones muy ponderables: lo que importa es que la
autoridad excluye la acción o la creencia basadas en la ponderación de razones. Desde
luego, los que aceptan la autoridad suponen que los pronunciamientos autoritativos
contienen, según lo señala Friedrich, «el potencial de una elaboración racional». La
autoridad, como la intuición, se considera entonces como un atajo que lleva adonde se
supone que lo haría la razón.

Este primer componente de la autoridad se suele presentar como «renuncia al juicio


personal». Pero esto supone que ya existe el distingo entre el «juicio individual» y los
dictados de la autoridad. Ahora bien, en ciertas relaciones de autoridad tradicionales,
este distingo, que presupone que el individuo es capaz de apartarse de la costumbre y
la tradición para aplicarles patrones críticos, puede existir o puede no haber surgido
todavía. Tal vez la autoridad se acepte de manera incondicional y acríti- ca porque la
cultura no provee al individuo de alternativas frente al modo de pensar establecido:
pueden no haber surgido las precondiciones de la autonomía moral y del juicio
«personal» independiente. Además, lo que se entiende como «juicio privado» no se
relaciona con el distingo entre «privado» y «público» según se lo suele entender, sino
que está determinado por el alcance mismo de la autoridad: el juicio privado es
precisamente el que no es autoritativo, es decir, se basa en razones que están excluidas
cuando la autoridad prevalece. Cuando la autoridad es incuestionada, el juicio privado
no existe. El segundo componente del concepto de autoridad es la identificación del
que la posee o ejerce en tanto tiene títulos para ello. Todo empleo del concepto
presupone necesariamente un criterio que permita identificar la fuente (por
contraposición al contenido) de las preferencias auto- ritativas. Puesto que aceptar la
autoridad excluye la evaluación del contenido de las proferencias en cuanto método
para decidir si es autori- tativas, lógicamente tienen que existir medios para decidir si la
fuente es autoritativa; este criterio selecciona —con palabras de Hobbes— no «los
dichos de un hombre», sino «su virtud». En este sentido mencionó Hobbes «insignias
por las cuales un hombre puede discernir en qué hombres, o conjuntos de hombres,
está puesto y reside el poder soberano», y Bentham, «una señal común [. . .] notoria y
visible para todos». Es instructivo considerar la diversidad de estas insignias o señales,
reconocidas en diferentes períodos históricos y en sociedades distintas. Entre ellas
podemos citar la edad, el género, el status, esté determinado por el parentesco, la
ocupación, la casta o la raza; la riqueza, la propiedad, las hazañas militares, los títulos
religiosos, sean tradicionales o carismá- ticos, el honor o la estima de cualquier índole;
las credenciales, el papel funcional, el cargo y, no en último término, el poder como tal.
Este criterio que permite decidir sobre la fuente de las proferencias autoritativas exige
que existan normas mutuamente reconocidas, o «reglas de reconocimiento» (según la
expresión de H. L. A. Hart), que permitan a las partes distinguir al que es autoritativo
del que no lo es. Estas reglas aceptadas de reconocimiento no necesitan estar
formalizadas; pueden consistir en normas no expresas, sujetas a la interpretación
personal. En el Rey Lear asistimos a este diálogo:

«Kent: . . . tenéis en vuestro gesto lo que me atrevería a llamar señorío. Lear: ¿Qué es
eso? Kent: Autoridad».

Y en ocasiones la interpretación puede ser innovadora, hasta revolucionaria, como en


el caso de la autoridad carismática según Weber. Ejemplificaremos brevemente cómo
concepciones diferentes de autoridad derivan de diversas «ideas de sociedad» y
«concepciones de cooperación social», y aun de presupuestos filosóficos. Podemos
distinguir tres modalidades en la conceptuación de la autoridad. En primer lugar, la
autoridad se puede considerar fundada en la creencia, por contraposición a la ejercida
sobre la conducta (se suele indicar este distingo contraponiendo «ser una autoridad» a
«tener un cargo de autoridad»). Aceptar la autoridad así entendida es prestar
asentimiento a la verdad o validez de proposiciones porque su fuente es reconocida
como una autoridad. Esto abarca un continuo de casos que van desde la fe ciega (en
sacerdotes o profetas) hasta la aceptación con fundamento racional (como en el
ejemplo de la opinión de peritos). Originalmente, para los romanos y durante toda la
Edad Media, auc- toritas significó la posesión de un status especial, o cualidad, o título,
que sumaba un fundamento obligatorio para la confianza o la obediencia; esto podía
derivar de un acto fundador o comienzo, o de una relación especial con un ser sagrado,
o de un acceso a determinado conjunto de verdades y el conocimiento de ellas. El
senado romano tenía autoridad en este sentido, lo mismo que Augusto. En San Mateo
se dice que Jesús enseñaba al pueblo como «uno que tiene autoridad, y no como los
escribas». San Agustín distinguió la «autoridad divina», la «autoridad de Cristo» la
«autoridad de la Escritura», la «autoridad patrística» y la «autoridad de la Iglesia»; en
relación con esta última señaló que «yo no creería en el Evangelio si la autoridad de la
Iglesia Católica no me obligara a ello». Según Hooker, «por la autoridad de un hombre
entendemos aquí la fuerza que su palabra tiene para ganarse la opinión de otro, que se
forma sobre ella»

En todos estos casos, la autoridad se considera materia de fe sobre la base de una


sabiduría especial, una revelación, destreza, visión o conocimiento. Desde luego que
esto parte del supuesto epistemológico de que semejante conocimiento es posible. Los
cristianos del período anterior a la Reforma, los positivistas del siglo XIX y los
tecnócratas contemporáneos han supuesto que un conocimiento de esa índole existe,
pero el acceso a él es restringido: para los cristianos medievales estaba restringido al
papado o a la Iglesia; para Auguste Comte y sus discípulos, a los jefes espirituales de la
sociedad, y para los tecnócratas de nuestro tiempo, a las élites científicas y
administrativas. Es inherente a estas concepciones la desigualdad, porque los que
tienen acceso a ese conocimiento son por ese solo hecho superiores a los demás y
tienen derecho a que estos le rindan acatamiento y sumisión. Por otra parte, en los
casos en que no se da por supuesto ese restringido acceso a verdades religiosas o
científicas (sobre la base de la revelación, el status, el cargo o la habilidad natural), la
autoridad puede ser aceptada como una cuestión de conveniencia práctica o de
economía de esfuerzos, según sucede en la división intelectual del trabajo. La idea de
«autoridad moral» acaso sólo tiene sentido en una comunidad que comparte valores y
principios de los cuales se supone que ciertas personas tienen un conocimiento mejor
que otras; esta idea pierde sentido en los casos en que no se considera a esos valores y
principios como objeto de conocimiento, sino que dependen de la elección individual.

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