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UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PLATA

Facultad de Arquitectura y Urbanismo

Tema 1: El espacio personal

Texto: Espacios de fuga, Guillermo Saavedra


Poeta, editor y periodista cultural. Ha publicado varios libros de poesía, entre ellos
“Alrededor de una jaula” y “El velador”. El presente texto fue publicado en “Animus” n˚3,
Mayo del 2000

El tiempo

Los Estoicos entendían que había 2 formas de pensarlo: Como puro fluir o como presente
infinito. San Agustín afirmaba que, si no le preguntaba por él, sabía qué era pero lo
ignoraba por completo en cuanto se veía obligado a definirlo. Albert Einstein demostró el
carácter cambiante, relativo, de la percepción y del transcurso del tiempo según la
perspectiva cósmica del observador de turno. Aquí no se dirimirá cuestión tan espinosa:
Nos pondremos del lado, no siempre despreciable, del sentido común que tanto celebró
Descartes; admitiremos que estamos hechos de tiempo, que el tiempo es la materia
básica de nuestro estar en el mundo, el indetenible metrónomo de la existencia. Y
trataremos de ver, mientras se nos escurre, cómo el tiempo es lo que hace posible la
existencia de manifestaciones aparentemente tan diversas como la música, el teatro y el
fútbol.
La incómoda, desalentadora conciencia de su transcurrir hacia un fin inevitable como
individuo, en tanto especie y como inquilino de un planeta, ha separado al hombre del
resto de los seres vivos para hacerlo ingresar primero en la cultura y luego en la historia.
Pero, en cuanto supo que era materia sometida a la erosión del tiempo, surgió en el
hombre la intención de evitarlo. A riesgo de simplificar brutalmente, podría decirse que
ésta es una de las principales causas del pensamiento religioso. Alguna vez, en una edad
arcaica de la cual no hay memoria ni testigos, la criatura humana estuvo ligada a la
divinidad, se gozaba en ella, en la gracia apacible de su eternidad perfecta. Sin tiempo, no
podía haber desgaste ni, en consecuencia, necesidad de reponer lo que sólo de ese modo
se consume: Sin necesidad, hay plenitud. Pero hubo una caída de ese paraíso o edad de
oro que todas las civilizaciones postulan en sus creencias y mitos fundacionales; hubo un
destierro hacia este mundo imperfecto y el hombre se convirtió en una criatura limitada,
expuesta al rigor del suceder y plagada de necesidades. La religión es precisamente el intento de
“religar” al hombre con la divinidad, disciplinando al alma humana para que vuelva a hacerse
digna de su creador. Toda religión se manifiesta a través de ceremonias, de un cúmulo de
actos rigurosamente prescritos por ciertos miembros de una comunidad dada, en virtud de
sus costumbres y necesidades: Son los ritos que dan forma a esa intención de
religamiento. Todo ritual es fruto, entre otras cosas, de la necesidad de ese pensamiento
místico y religioso de escapar de la tiranía, de la temporalidad, la pretensión de sustraer al
hombre del flujo unidireccional del tiempo hacia la caducidad. Toda ceremonia religiosa
supone la vocación de inventar un tiempo diferente en lo posible recurrente,
deseablemente circular; una instancia inalterable, preservada de la decrepitud y a la que
siempre se puede volver. Por eso, los rituales se caracterizan por la repetición minuciosa
de una conjunto de actos cuya ejecución, se supone, pone al hombre a salvo de la muerte
y lo prepara paro una vida más allá de la finitud física.
Lo que hoy conocemos como artes temporales, la danza, la poesía (de éstas derivarían
luego el teatro y la narración) y la música, fueron, en principio, la puesta en acto de esa
nostalgia de la eternidad, de ese afán de infinitud. Movimientos pautados y recurrentes,
palabras constantes y sujetas a un ritmo, melodías y armonías en secuencias reiteradas:
Piedritas para caminar en las aguas del tiempo sin ahogarse en ellas fatalmente. También
el deporte en general, y el fútbol en particular con sus reglas autosuficientes y la
recurrencia de unos cuantos actos prefijados, fue originalmente un intento de evadirse del
tiempo lineal para establecer, a través del juego, otro desvío hacia la eternidad
La modernidad ha sido, entre otras cosas, el intento soberbio de renunciar a los dioses. Y,
en consecuencia, manifestaciones como lo música, el teatro y el deporte han perdido en
los últimos dos siglos su carácter sagrado. Pero no por ello han podido sustraerse a la
materia básica, fundamental de sus formidables ceremonias. No por ello lograron renunciar
al tiempo lineal, aunque más no fuese para romperlo, cuestionarlo o para crear la exquisita
ilusión de que, por un lapso impreciso pero decisivo, se ha detenido.

El arte de combinar el tiempo


Alguien definió ingenuamente a la música como el arte de combinar los sonidos. El
guitarrista y director Horacio Malvicino, desbordado por sus múltiples compromisos
contractuales, dijo hace años que, en verdad, la música era el arte de combinar los
horarios. Mas allá de la humorada, la respuesta del músico argentino se acerca a una
verdad: La música está hecha de tiempo antes que de cualquier otra cosa. Existe música
porque hay tiempo y, desde sus remotos orígenes vinculados a la danza y la poesía
rituales, la música intenta crear una estructura temporal autónoma. Desde las primeras
manifestaciones puramente rítmicas que servían para motorizar y acompañar los
movimientos pautados de una danza para pedir, agradecer o simplemente homenajear a
la divinidad; hasta las complejas estructuras desplegadas por los compositores del siglo
XX, la música tiene una libertad que es envidiada por los escritores. La ilusión de ser una
pura forma, un sistema autónomo, y por la contemplación de un espacio en función del
tiempo; es decir, por las modificaciones que tienen lugar en un ámbito determinado a
través del tiempo.
En el teatro, a diferencia del cine cuyas imágenes se nos hacen presentes, pero sin que
olvidemos que lo que estamos viendo ya ha sucedido en el set de filmación, lo que
aparece en su espacio es como la música en vivo, el futuro haciéndose presente. El
espacio teatral puede estar vacío de personales y de escenografía pero siempre está lleno
de tiempo. Cada vez que un actor vuelve a encarnar a Hamlet y entra en escena con la
calavera en la mano, se produce el misterio de una actualidad basada en la repetición,
pero a la vez irrepetible. Esta paradoja fue formulada por el filósofo danés Soren
Kierkegaard: Lo que se repite en una repetición es justamente lo que no se repite. Es
decir, ningún fenómeno puede volver a darse nuevamente idéntico o sí mismo: Cuando
algo vuelve a ocurrir, entre los rasgos que lo diferencian de la primera vez está el hecho
obvio, pero decisivo, de que ya ha ocurrido. El actor tiene conciencia de esto, y eso es
justamente su mayor dificultad paro volver a hacer actual lo que ha actuado innumerables
veces en ensayos y funciones.
El tiempo juega aquí de varias maneras: Instalándose como presente en el momento de la
representación y reapareciendo, como pasado, en la memoria de los actores y de los
espectadores que ya han visto la obra, en esa o en otra versión. La fascinación específicamente
teatral surge del modo en que el “presente teatral” logra imponerse, desplazando tanto nuestro
“presente de la vida real” como la conciencia que tenemos de que los actores han actuado lo
mismo la noche anterior. La mejor prueba de que el tiempo del arte, en este caso del
teatro, pero también, como hemos visto, el de la música y la danza, no es el mismo tiempo
de la vida real, es que, por la capacidad de síntesis de la narración dramática podemos
asistir a toda una vida o a la historia de varias generaciones en un par de horas.

Pasión de multitudes
El fútbol es teatral. No porque siempre ocurra lo mismo, aunque en rigor, siempre se trató
de veintidós personas corriendo detrás de una pelota y tratando de meterla en el arco
contrario, sino por lo que, atávicamente, conservó de los deportes primitivos: Su carácter
ritual, su condición de juego (otra manera, laica, de explicar el origen de las artes y la
cultura), y por su vocación de escapar, también, del tiempo lineal. Por un lado, todo juego
que requiere de dos bandos para jugarse remeda simbólicamente la necesidad de lucha;
sublima civilizadamente, digamos, el ansia de enfrentamiento y de violencia, la voluntad
de imponerse al otro quien, alguna vez, fue un enemigo mortal. Por otro lado, esa sed
guerrera reconducida hacia su manifestación más incruenta (aunque algunos jugadores
parezcan, con su crudeza, ignorarlo) pretende instalar al igual que en las artes sujetas a la
temporalidad, un espacio de fuga, un universo regido por leyes autónomas y un tiempo
diferente.
En el fútbol, como en el teatro, parece no estar ocurriendo nada, un grupo de muchachos
corriendo sobre el césped, un conjunto de gente moviéndose por un escenario, hasta que,
de pronto, irrumpe un acontecimiento que parece atravesar el tiempo congelándolo: Un
gol, la muerte del protagonista de la obra. En ambos casos, el tiempo rinde de otro modo,
parece rendirse, incluso, a la voluntad humana de que no transcurra o de que
se suceda con otra economía. Todo aficionado al fútbol sabe que un minuto en mitad del
partido es absolutamente incomparable al último minuto. Así como todo espectador teatral
o musical sabe que, como se dice que ocurre en el último instante de lucidez antes de
morir, la vida entera puede condensarse en un instante.
El tiempo nos hace y nos deshace. Y acaso porque nos resulta intolerable, desde que
somos concientes de ello intentamos escapar a su ley, aunque sepamos que es inútil.
Inútil, sí, pero necesario y tal vez no del todo imposible: Mientras vivimos, logramos tolerar
con dignidad y a veces con belleza la crueldad del paso del tiempo gracias a esas
delicadas ceremonias que hacen del tiempo un tiempo nuestro, una medida de nuestro
placer, un recurso capaz de perdurar en la memoria de los otros.

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