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El tiempo
Los Estoicos entendían que había 2 formas de pensarlo: Como puro fluir o como presente
infinito. San Agustín afirmaba que, si no le preguntaba por él, sabía qué era pero lo
ignoraba por completo en cuanto se veía obligado a definirlo. Albert Einstein demostró el
carácter cambiante, relativo, de la percepción y del transcurso del tiempo según la
perspectiva cósmica del observador de turno. Aquí no se dirimirá cuestión tan espinosa:
Nos pondremos del lado, no siempre despreciable, del sentido común que tanto celebró
Descartes; admitiremos que estamos hechos de tiempo, que el tiempo es la materia
básica de nuestro estar en el mundo, el indetenible metrónomo de la existencia. Y
trataremos de ver, mientras se nos escurre, cómo el tiempo es lo que hace posible la
existencia de manifestaciones aparentemente tan diversas como la música, el teatro y el
fútbol.
La incómoda, desalentadora conciencia de su transcurrir hacia un fin inevitable como
individuo, en tanto especie y como inquilino de un planeta, ha separado al hombre del
resto de los seres vivos para hacerlo ingresar primero en la cultura y luego en la historia.
Pero, en cuanto supo que era materia sometida a la erosión del tiempo, surgió en el
hombre la intención de evitarlo. A riesgo de simplificar brutalmente, podría decirse que
ésta es una de las principales causas del pensamiento religioso. Alguna vez, en una edad
arcaica de la cual no hay memoria ni testigos, la criatura humana estuvo ligada a la
divinidad, se gozaba en ella, en la gracia apacible de su eternidad perfecta. Sin tiempo, no
podía haber desgaste ni, en consecuencia, necesidad de reponer lo que sólo de ese modo
se consume: Sin necesidad, hay plenitud. Pero hubo una caída de ese paraíso o edad de
oro que todas las civilizaciones postulan en sus creencias y mitos fundacionales; hubo un
destierro hacia este mundo imperfecto y el hombre se convirtió en una criatura limitada,
expuesta al rigor del suceder y plagada de necesidades. La religión es precisamente el intento de
“religar” al hombre con la divinidad, disciplinando al alma humana para que vuelva a hacerse
digna de su creador. Toda religión se manifiesta a través de ceremonias, de un cúmulo de
actos rigurosamente prescritos por ciertos miembros de una comunidad dada, en virtud de
sus costumbres y necesidades: Son los ritos que dan forma a esa intención de
religamiento. Todo ritual es fruto, entre otras cosas, de la necesidad de ese pensamiento
místico y religioso de escapar de la tiranía, de la temporalidad, la pretensión de sustraer al
hombre del flujo unidireccional del tiempo hacia la caducidad. Toda ceremonia religiosa
supone la vocación de inventar un tiempo diferente en lo posible recurrente,
deseablemente circular; una instancia inalterable, preservada de la decrepitud y a la que
siempre se puede volver. Por eso, los rituales se caracterizan por la repetición minuciosa
de una conjunto de actos cuya ejecución, se supone, pone al hombre a salvo de la muerte
y lo prepara paro una vida más allá de la finitud física.
Lo que hoy conocemos como artes temporales, la danza, la poesía (de éstas derivarían
luego el teatro y la narración) y la música, fueron, en principio, la puesta en acto de esa
nostalgia de la eternidad, de ese afán de infinitud. Movimientos pautados y recurrentes,
palabras constantes y sujetas a un ritmo, melodías y armonías en secuencias reiteradas:
Piedritas para caminar en las aguas del tiempo sin ahogarse en ellas fatalmente. También
el deporte en general, y el fútbol en particular con sus reglas autosuficientes y la
recurrencia de unos cuantos actos prefijados, fue originalmente un intento de evadirse del
tiempo lineal para establecer, a través del juego, otro desvío hacia la eternidad
La modernidad ha sido, entre otras cosas, el intento soberbio de renunciar a los dioses. Y,
en consecuencia, manifestaciones como lo música, el teatro y el deporte han perdido en
los últimos dos siglos su carácter sagrado. Pero no por ello han podido sustraerse a la
materia básica, fundamental de sus formidables ceremonias. No por ello lograron renunciar
al tiempo lineal, aunque más no fuese para romperlo, cuestionarlo o para crear la exquisita
ilusión de que, por un lapso impreciso pero decisivo, se ha detenido.
Pasión de multitudes
El fútbol es teatral. No porque siempre ocurra lo mismo, aunque en rigor, siempre se trató
de veintidós personas corriendo detrás de una pelota y tratando de meterla en el arco
contrario, sino por lo que, atávicamente, conservó de los deportes primitivos: Su carácter
ritual, su condición de juego (otra manera, laica, de explicar el origen de las artes y la
cultura), y por su vocación de escapar, también, del tiempo lineal. Por un lado, todo juego
que requiere de dos bandos para jugarse remeda simbólicamente la necesidad de lucha;
sublima civilizadamente, digamos, el ansia de enfrentamiento y de violencia, la voluntad
de imponerse al otro quien, alguna vez, fue un enemigo mortal. Por otro lado, esa sed
guerrera reconducida hacia su manifestación más incruenta (aunque algunos jugadores
parezcan, con su crudeza, ignorarlo) pretende instalar al igual que en las artes sujetas a la
temporalidad, un espacio de fuga, un universo regido por leyes autónomas y un tiempo
diferente.
En el fútbol, como en el teatro, parece no estar ocurriendo nada, un grupo de muchachos
corriendo sobre el césped, un conjunto de gente moviéndose por un escenario, hasta que,
de pronto, irrumpe un acontecimiento que parece atravesar el tiempo congelándolo: Un
gol, la muerte del protagonista de la obra. En ambos casos, el tiempo rinde de otro modo,
parece rendirse, incluso, a la voluntad humana de que no transcurra o de que
se suceda con otra economía. Todo aficionado al fútbol sabe que un minuto en mitad del
partido es absolutamente incomparable al último minuto. Así como todo espectador teatral
o musical sabe que, como se dice que ocurre en el último instante de lucidez antes de
morir, la vida entera puede condensarse en un instante.
El tiempo nos hace y nos deshace. Y acaso porque nos resulta intolerable, desde que
somos concientes de ello intentamos escapar a su ley, aunque sepamos que es inútil.
Inútil, sí, pero necesario y tal vez no del todo imposible: Mientras vivimos, logramos tolerar
con dignidad y a veces con belleza la crueldad del paso del tiempo gracias a esas
delicadas ceremonias que hacen del tiempo un tiempo nuestro, una medida de nuestro
placer, un recurso capaz de perdurar en la memoria de los otros.