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Farberman Imaginarios sociales en la colonia tardía

Los Llanos de La Rioja, intendencia de Córdoba del Tucumán, virreinato del Río de la Plata,
1795. En esta remota región ganadera, mejor comunicada con las minas chilenas que con el
activo puerto de Buenos Aires, el puntilloso párroco don Sebastián Cándido de Sotomayor ha
levantado un padrón de su curato que clasifica a la población en cuatro grupos: “españoles”,
“mestizos”, “mulatos” e “indios”. Los “españoles” resultan la primera minoría, alcanzando el
40% de las 3.500 almas registradas, le siguen los “mulatos” y los “mestizos” –con el 31 y el 16%
respectivamente– y muy atrás, reducidos a un exiguo 10%, los “indios”. Por remota que fuera
su localización en el vasto imperio colonial hispano, la región de Los Llanos riojanos distaba de
ser una isla. Hombres con la mentalidad de don Cándido florecieron en el siglo XVIII aquí y allá,
dejándonos similares apreciaciones y taxonomías. Se ha sostenido que las nuevas
representaciones de la sociedad colonial asumían dos dimensiones opuestas: de un lado, la
fragmentaban al reconocer diversos grados de mestizaje; del otro, homogeneizaban a los
grupos plebeyos agrupándolos en el vasto continente de las “castas” mezcladas. Esta
estratificación alternativa tampoco le resultó ajena a don Cándido, a quien le debemos un
interesante informe del curato once años posterior al padrón ya comentado, y que nos servirá
de complemento en nuestro análisis. Las taxonomías socioétnicas son reveladoras de
imaginarios sociales, expresan tanto las formas en que la sociedad se presenta y se piensa a sí
misma como los intentos de las autoridades civiles o eclesiásticas por ordenarla y controlarla.
Sería ingenuo atribuirles valor descriptivo (siempre relativo, ya que la realidad es siempre más
compleja que los modelos propuestos para concebirla) y reduccionista concebirlas
exclusivamente como imposiciones desde arriba. Por otra parte, como oportunamente
señalara James Lockhart (1990), las jerarquías del color se entrelazaban en una apretada trama
que cruzaba otros tantos criterios jerárquicos con relaciones horizontales. El esquema
castellano de patrón-cliente y los vínculos informales de subordinación se conjugaron con las
divisiones raciales, y no siempre es sencillo discernir que variable predominaba. Al mismo
tiempo que se conformaban las reducciones indígenas, las ciudades recibían importantes flujos
de población étnicamente variada. Aunque en algunas se conformaron verdaderos barrios
étnicos, fue más común la residencia indiferenciada y la hispanización de los huéspedes
urbanos. Sin embargo, más allá del despoblamiento y repoblamiento de las reducciones y del
surgimiento de una cultura mestiza en las ciudades, el impacto de la segregación residencial,
como veremos más adelante, proporcionó criterios adicionales de clasificación. Por ésta y por
otras razones, la sociedad colonial siguió reconociéndose por mucho tiempo en el espejo
binario de los orígenes: aunque el mestizaje lo desafiara a cada paso, los efectos corrosivos de
la mezcla eran acallados en otras manifestaciones. Las reformas borbónicas de fines del
setecientos desafiaron el pactismo de la monarquía compuesta de los siglos XVI y XVII. A la par
que cuestionaban el “absolutismo negociado” entre el rey y las elites locales, procuraban
también redefinir el contrato particular con dos repúblicas por completo desbordadas. El
crecimiento demográfico del siglo XVIII, el ingreso de flujos cuantiosos de población peninsular
y esclava y el aumento de los libertos habían complejizado el panorama. Aunque no tuvieran
pretensiones realistas, los “cuadros de castas” con sus extensas nomenclaturas ilustraban los
múltiples matices que podía alcanzar el mestizaje y la emergencia de un imaginario alternativo
para procesarlo. Ahora las mezclas habían pasado al primer plano, a ser elevadas como motor
de la movilidad y del descenso social. Por lo tanto, admitir el uso cotidiano de etiquetas étnicas
en la sociedad colonial no significa aceptar la eficacia ni la operatividad del “sistema de
castas”. La historiografía reciente no sólo ha discutido el modelo de la “sociedad de castas”:
como señalamos brevemente comentando a Boyer, las mismas etiquetas han sido objeto de
problematización. En este sentido, se ha transitado desde una mirada atenta al “resultado” de
la catalogación a otra que pone su centro en el proceso de producción de las diferencias.

En resumen, las categorías supuestamente étnicas, al dialogar con otras variables,


disparaban un sinnúmero de sentidos que es preciso contextualizar temporal y regionalmente.
Podía ser mestizo un miembro de la elite, un cacique, un artesano urbano, el hijo natural de
una pareja de españoles, todo ello más allá del color. Al igual que el epíteto de mulato, se lo
utilizaba para excluir y para difamar, designando, en términos genéricos, cualquier tipo de
mezcla que inhabilitaba el ejercicio de ciertos derechos reservados a los españoles. La plebe
compartía su pobreza y subordinación y se la presuponía multiétnica y mezclada, aunque
pudieran caber en ella no pocos españoles venidos a menos. Expresiva de este sentido
homogeneizador es la voz “castas”, en plural, que cubría bajo su paraguas todos los mestizajes
posibles conformando “un término medio entre la división tradicional en naciones y otra
nueva que integra transversalmente a los diversos sectores en clases sociales”. Plebe y castas,
por tanto, eran la contracara del puntilloso orden de las jerarquías del color y la negación
práctica de las políticas segregacionistas. Evocaban el caos, la ilegitimidad de nacimiento, la
movilidad geográfica permanente, la inestabilidad familiar y los medios de vida dudosos. Sin
embargo, paradójicamente, esta subcultura despreciada, y quizá temida por las elites, era
culturalmente hispana: más allá del color o del rango, su subalternidad era el más potente
denominador común.

Los trabajos reseñados y el desarrollo de nuestro ejemplo dan cuenta de ángulos diversos
desde los cuales abordar la cuestión de las jerarquías del color. A la vez, registran
desplazamientos de la mirada, tributarios tanto de la historiografía como de los problemas
impuestos por el presente. De esta suerte, los trabajos “panorámicos” de los años 80 y las
preguntas sobre los criterios “reales” de estratificación coloniales han dejado lugar a otros más
focalizados en los procesos de mestizaje y sus representaciones. De la “fotografía” de los
padrones coloniales, estática pero con vocación de totalidad, nos hemos trasladado a
perspectivas más atentas a la libertad de acción de los sujetos (quizá algo sobreestimada) y a
los procesos de individuación que van operándose en las ciudades y en algunos contextos
comunitarios rurales. En ningún caso, no obstante, se pone en tela de juicio la naturaleza
colonial de las taxonomías del siglo XVIII: las categorías étnicas –fuera de la de español, sujeto
desprovisto de color– derivaban fácilmente en la estigmatización de sus portadores y el origen
de esta relación se inscribía en la conquista y la esclavitud. ¿Cuánto del lenguaje y del sistema
perduró en los espacios coloniales después de que las revoluciones de independencia
interpelaron, vía militarización, a los portadores del color como ciudadanos? Responder esa
pregunta ameritaría un largo trabajo de síntesis que nos excede pero está claro, como vimos
en el último ejemplo, que las categorías étnicas no desaparecieron aunque sí se
transformaron. Volviendo al ejemplo con el que iniciamos nuestro trabajo, los descendientes
de los “naturales” de don Cándido, montoneros federales de la segunda mitad del siglo XIX,
fueron caracterizados como “gauchos” (y con alguna frecuencia como “indios”) en las fuentes
republicanas. El término denotaba entonces ruralidad y pobreza pero también el “color bajo”
de la época colonial.

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