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El papa Pablo VI fue un ávido lector de su época. Desde sus tiempos como arzobispo de
Milán en el año de 1954 se dio cuenta que la Iglesia, como la comunidad que camina en el
Cuerpo de Cristo como sus miembros, tenía unas necesidades históricas que requerían
inmediata respuesta mediante la acción católica conjunta como pueblo de Dios. Se debía
romperé ese esquema anquilosado que se ceñía a una fría y férrea institucionalidad;
sacerdotes y personas no ungidas por la sucesión apostólica debían representar el motor que
accionara a una Ecclesia volcada hacia el mundo, con capacidad de aggiornamiento y que
caminara hacia la consecución de los fines más loables y dignos dentro de la empresa
universal de la modernidad. El documento Sacrosanctum Concilium fue la carta de
presentación de nosotros los católicos hacia una experiencia de Dios incluyente enmarcada
en el progreso de la civilización. Es volver la mirada hacia Jesús, la Palabra (Ley -toráh-
dabar, Logos) que dignifica a toda la carne; es volver nuestros ojos al Cristo ungido por el
Padre, Dios en la tierra y también al Jesús histórico que actuaba lo que decía. Lejos están
esos ritos chamánicos propuestos por reaccionarios como Marcel Lefebvre que están más
cerca de la magia que de la religiosidad en el sentido pleno del Mysterium -lo que revela y
oculta en igual medida-. Jesús es quien preside la Liturgia, asimismo, preside la vida misma
que está santificada por su presencia. Cada hora del día, cada minuto que transcurre, según
San Agustín, siempre es presente dentro de la mente de Dios, pero en el trasegar mundano,
es Cristo quien nos acompaña y debemos vivir como una imitación de su obra: “Con Cristo
estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo
en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por
mí.” (Gálatas 2, 20).
De acuerdo con Su Santidad Pablo VI, la fórmula que explicó el apóstol Pablo, vivir
litúrgicamente, hace que la vida de Cristo se reactualice: “El cáliz de bendición que
bendecimos, ¿no es la comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la
comunión con el cuerpo de Cristo?” (1 Corintios 10, 16). Además, los eventos tanto
cultuales como cotidianos se ponen en consonancia con la teleología salvífica, pues se es
partícipe de la historia sagrada, la historia de amor más grande y sublime que jamás pudiese
existir. Esto acarrea, siguiendo esa línea de ideas, que la conjunción de todas las
contingencias solo se puede dar en la universalidad del evento cristológico. No somos
mónadas aisladas realizando una entelequia propia y desligada de todos los seres del
mundo, pues ellos participan en nosotros al haber sido salvados y nosotros en ellos al
resarcir el pecado que había roto cualquier lazo. San Cirilo de Jerusalén, citado por el papa,
arguyó:
Después de completar el sacrificio espiritual, rito incruento, sobre la ostia
propiciatoria, pedimos a Dios por la paz común de las Iglesias, proe l recto orden
del mundo, por los emperadores, por los ejércitos y los aliados, por los enfermos,
por los afligidos y, en general , todos nosotros rogamos por los que tienen
necesidad de ayuda y ofrecemos esta víctima… y luego oramos también por los
santos padres y obispos difuntos y, en general, por todos los que han muerto entre
nosotros, persuadidos de que les será de sumo provecho a las almas por las cuales
se eleva la oración mientras esté aquí presente la víctima Santa y digna de nuestra
máxima reverencia.
La gran obra de la salvación se continúa en la Iglesia, esposa de Cristo, que desempaña la
función de sacerdote y víctima junto con Él, pues se ofrece toda entera en el sacrificio de la
misa, y toda entera se ofrece en Él. Hay una analogía entre el sacerdocio de los fieles y el
sacerdocio jerárquico. Según esto, es conveniente recordar lo que los padres conciliares han
dicho sobre la reforma litúrgica: el carácter de la misa es público y social, aunque estas
sean celebradas privadamente, no son acciones privadas y netamente intimistas, más bien,
son obra de Cristo y de la Iglesia universal. Nuestro Señor está presente en la Iglesia; es Él
quien ora por nosotros, ora entre nosotros y a Él oramos; ora por nosotros como sacerdote
nuestro; ora por nosotros como cabeza nuestra y a Él oramos como Dios nuestro.
Ahora bien, el documento conciliar trae variedad de apartados que hablan sobre el carácter
legal que rodea a los sacramentos, la Liturgia de la Palabra y la Eucaristía. Una de las cosas
que primero llama la atención es la necesidad de formar liturgos en los diferentes
seminarios alrededor del mundo, así como profesores doctos en la materia que puedan
instruir a los fieles en general; otra cuestión notoria es que el latín se siguió considerando
como la lengua litúrgica por excelencia, pero la intromisión de lenguas vulgares (término
utilizado por el documento), es necesaria para que las personas sientan el acto salvífico y
puedan también aprender pautas y normas de vida que se develan en el ejercicio litúrgico;
asimismo, se insta a formar ministerios del canto, del arte y entes nacionales que ayuden a
conjugar las manifestaciones particulares de cada cultura con el mensaje totalizante de la
palabra de Dios que debe ser guardado por la rigurosa lectura de los libros como el misal.
Todas estas cuestiones que parecen abarcar el ámbito exclusivo de lo legal, son una serie de
pautas que siguen una dirección unívoca: el Evangelio que anuncia la Iglesia es Palabra de
Dios, y únicamente en el nombre, con la autoridad que exuda el mismo Cristo que asiste el
rito, Verbo de Dios encarnado, se anuncia, ello con el fin de que haya un solo rebaño
gobernado por un solo pastor.